CAPÍTULO VIII

SUB SPECIE AETERNI

S DOMINGO de Pascua de Resurrección. Hora: poco antes del mediodía. Lugar: en los aledaños de la ciudad de Pilares. Es un día de primavera septentrional. Tierra y cielo, dos gracias femeninas. La tierra, de verdor perenne y tupido, está acicalada y alindada prodigiosamente, y no ha usado de otro afeite ni compostura que las aguas y nieves invernizas. Sobre la bayeta verdegay, de pliegues y lóbulos graciosos, con que se viste la madre tierra, siempre doncella, se ha puesto, aquí y acullá, unos pomares enflorados, cándido ornamento. El cielo es tan gentil, puro y alegre, como colegiala impúber, vestida con atavío de mayo y de domingo; leves crinolinas nevadas, que translucen un fondo de seda azul.

Desde la aldea se columbra la ciudad, caparazón que cubre una colina, como escamado peto de armadura sobre un torso yacente; armadura labrada en cobre y hierro, abollada ya; a trechos oro sucio, a trechos gris rojizo, a trechos verdinosa, de la corrosión de los años y los óxidos. De un lado sale la torre de la catedral, como lanza astillada, que aún se mantiene firme, bajo la axila. Suenan gorjeos y suenan campanas.

Desde la ciudad, carretera arriba, marcha un hombre gordo, bermejo y sudoroso, que luce, en el sol mañanero, una perilla de plata mate, como de aluminio. Síguenle otro hombre y un mozuelo, entrambos de blusón blanco, con sendas banastas sobre la testa.

Sacrebleu, sacrebleu —jura y perjura el hombre gordo y bermejo, a tiempo que se enjuga la exudación de la frente—. Acércate, Nolo, que yo tengo necesidad de confiarme, y es tanto mejor de encontrar un corazón leal que de monologar. ¡Ah, mi Dios, que yo estoy cansado…! Estoy cansado de la patrona, de mi bien amada mujer. Las mujeres en mi país son ahorradoras. Yo amo a las mujeres ahorradoras, buenas manejeadoras. Pero mi mujer es ya muy demasiado ahorradora; muy demasiado, muy demasiado. Yo me encabezo en mi negocio y trabajo como un asno después de la mañana hasta la noche por ganar buena plata; pero yo amo los buenos dineros para darme buena vida y comer a mi grado. Esto es ya lo que me resta. Voilà —dándose una palmada en el vientre—, este amigo es muy exigente. Pero la patrona ella no come, o come como un pequeño pájaro, y ella cree que todos los otros no habemos necesidad de comer como ello hace falta. Y bien, para comer en mi propia casa yo debo inventar ciertas mixtificaciones. ¿No es ello sorprendente y bien desagradable? Pues ahora, ni siquiera de este modo. ¡Que yo estoy cansado…! Te diré lo que me ha venido el otro día, que era día delgado, ¿cómo decís vosotros?, día de vigilia. Yo adoro el salmón; pero mi mujer no compra salmón, porque es muy caro. Entonces yo mismo fui al mercado y compré un salmón magnífico por sesenta pesetas, y yo envié el hermoso pez a mi casa, como si él fuese un regalo de la parte de un amigo; al contrario, si ella sabe que yo lo habré comprado, mi mujer me hace una terrible camorra. He aquí que yo me voy a mi casa del todo feliz, diciéndome: hoy como salmón a mi placer. Mi mujer me recibe con besos amorosos, y ella murmura: que tenemos de la buena suerte, ellos nos han hecho un bello regalo de un salmón demasiado grande, el cual, como no habríamos comido, yo lo he vendido por cuarenta pesetas. Sacrebleu: nada de salmón, y veinte pesetas menos. ¿Qué es lo que tú dices?

—Que yo le doy una somanta que se le quita pa toda la vida la gana de volver a meterse a pescadera.

Voilá. En este país los hombres sois poco cultivados. No se debe golpear a las mujeres, ni aun a causa de la comida; mucho menos a causa de otras razones sin importancia; la infidelidad, por ejemplo.

—¡Caracho! —comentó el llamado Nolo—. Eso de la comida, pase; pero, lo que es lo otro. La muerte pareceríame poco.

—¡Ah! ¿Matarte tú? Eso es diferente. Es una bestialidad; pero yo comprendo.

—¡Qué diaño matarme yo…! Matarla a ella…

—¡Dios mío, que tú eres salvaje…!

—No hay más, señor. O usté manda, o la mujer manda; y si se desmanda, palo. O usté pega, o ella pega. Recuerde usté lo del pobre Belarmino.

—¿Qué es lo que me dices? Pero, ¿es que la Xuantipa estaba infiel al pobre Belarmino? Yo lo ignoraba.

—Ganas, quizás no le faltaban. Lo que digo es que, como Belarmino no sabía curar a su mujer, cuando la tenía, con jarabe de fresno, que no hay melecina mejor pa las mujeronas, pues, la fija, que su mujer le tenía a él siempre atosigao, y pa curarlo, pues, ya sabe usté, le ponía en los lomos cada cataplasma de estaca…

—Ya, ya lo sabía. El pobre hombre, mi amigo muy querido…, Yo le echo bien de menos, desde que está recogido ahí en ese asilo que vosotros decís maletería; nombre verdaderamente chusco.

—No es maletería; es malatería.

—¿No es ello la misma cosa?

—No, señor.

—Entonces, ¿qué es lo que quiere decir malatería?

—Malhaya si lo sé.

—Eso no hace nada. Pero revengamos sobre el amado Belarmino. No me puedo pasar sin él. Yo vengo para visitarle cada semana o cada quince días, durante diez años, a despecho de esta cuesta abominable que yo debo subir para llegar. Él no habla jamás, él no habla jamás. Es la más dulce de las almas, y yo sostengo que una gran inteligencia.

—Un calzonazos, un estúpido; como el otro, Apolonio…

—Cállate, Nolo. Tú no comprendes. Belarmino es un grande hombre. Y Apolonio, él es también un otro grande hombre. Yo quiero mostrarles cuánto les amo y les admiro. Es por esto que les llevo estas gruesas tartas de Pascua y las gruesas fuentes de natillas, y muchas de docenas de gruesos pasteles, como los otros años, ¡tantos!, en este mismo día.

—Que se las comerán las monjitas golosas y los demás asilados, como los otros años, en este mismo día.

—¡Ah, naturalmente! Pero los pasteles pertenecen a Belarmino y Apolonio, y ellos se gozan más en invitar que en ser invitados. Ellos lo han dado todo siempre, y no han querido nada para ellos. Yo no trataba en otro tiempo a Apolonio; solamente después que está en el asilo. Muy interesante, muy interesante. Es una cosa curiosa; Apolonio querría que yo no tratase a Belarmino. Él le odia; es decir, él cree que le odia. Muy divertido. Pero Belarmino no hace atención si yo trato a Apolonio. Él le desdeña; es decir, él cree que le desdeña. Muy picante situación. Yo tengo necesidad de mucho tacto. Pero ello todo es tan extraordinario, tan extraordinario…, Yo amo más a Belarmino, esto no hay que decir; él es una anciana amistad. Pero yo amo también a Apolonio. He aquí que ya estamos en el asilo. No olvides; la patrona no puede conocer que habemos traído este regalo. Ella me haría un gran escándalo.

Por gravitación misteriosa el señor Colignon va a Belarmino.

Es error vulgar suponer que la fuerza de la gravitación hace caer los cuerpos. Esto de caer supone la noción de arriba y abajo, y en el espacio infinito no hay arriba ni abajo; los cuerpos y las almas unas veces suben hacia abajo y otras caen hacia arriba. Lo último es lo que le acontecía al epicúreo Colignon, que, entre jadeos y sofocos, remontaba periódicamente la cuesta del asilo, atraído por el ascético Belarmino; es decir que caía, sin voluntad, subiendo hacia él.

El señor Colignon, bastante avejentado ya, penetra, con sus acompañantes, en el zaguán del asilo; una pieza alongada, de paredes desnudas, con cuatro desvalidas silletas de paja. Frente por frente de la puerta de entrada, hay en el muro una ménsula de madera de pino; sobre ella, una estatuilla, desdichada, de San José, en cartón piedra; al pie del santo, media docena de judías, media docena de garbanzos y un frasquito, con un líquido oliváceo y denso, y una etiqueta que dice: azeite. Estas ofrendas en especie al santo indican que aquello que, al parecer sobra, es precisamente lo que falta en el asilo; para que se enteren las almas caritativas que por allí caen rara vez a cumplir en una obra de misericordia, y que sus dádivas sean las que más se han menester en la pobre casa.

Tintinea, cada vez más lejos, una campanilla, de voz resquebrajada y vieja. Por una puerta, pintada de negro, sale una vieja monjita, que se advierte que es esquelética, a pesar del haldudo faldamento; momificada la faz. Sus ojos, voluminosos y cansados, se reaniman un punto al ver al señor Colignon, que corre a su encuentro, con las manos extendidas.

—¡Ah! Felicita, simpática Felicita.

—Hermana de los Dolores, señor Coliñón —corrige la monja.

—Es verdad, es verdad. Pero yo no puedo olvidar.

—Debemos olvidar; y si no podemos olvidar, debemos parecer como que hemos olvidado —dice la hermana, con unción monjil y acento de nostalgia, como dando a entender que, a pesar de todo, no ha olvidado. ¡Qué había de olvidar la triste Felicita! Sobre todo, el señor Colignon refresca la memoria y conturba el pecho de la hermana de los Dolores. Estos efectos se producen sin intención ni culpa del francés, sólo a causa de su obesidad. Como los viejucos asilados, y asimismo todos los beatones que acuden allí de visita son, sin excepción, gente magra, cada vez que la hermana de los Dolores ve un hombre gordo, imagina tener ante sí al enamorado y malogrado Novillo, y se siente nuevamente la Felicita de antaño. Está ahora con los ojos obstinadamente humillados, por no recibir en ellos la imagen del abdomen, rotundo y endemoniadamente evocador, del señor Colignon.

—Pero, ¡mi Dios! —exclama riendo el recién llegado—, que ya le será a usté bien difícil olvidar y disimular…, Esta es una sucursal de la Rúa Ruera de otras veces. Belarmino está aquí; Apolonio está aquí; el usurero está aquí; usté está aquí. Yo soy solamente el que falto, y yo estoy aquí ahora. Todos los otros que no son venidos al rendez-vous es porque son muertos y en la eternidad de la nada.

—¡Ay! —suspira la hermana, sin elevar los ojos, contra todas las reglas del bien suspirar—. Los de aquí estamos también muertos y miramos el mundo desde la perspectiva de la eternidad.

—¡Qué idea! Pero comemos todavía pasteles. Entretanto podemos comer pasteles, Dios sea bendecido. —Y el señor Colignon se ríe como siempre, con glogó de pavo y trepidación de estómago. Prosigue. —Yo veo ya que hacen falta aquí judías y garbanzos y aceite. Tanto mejor para comer pasteles.

—Dios se lo pagará, señor Coliñón. Antes dejaría de salir hoy el sol que usted de aparecer con su agasajo pascual. Los ancianitos, desde hace ocho días, se relamen de gusto por anticipado, y no hablan de otra cosa que de las ricas confituras del señor Coliñón. ¡Qué poca cosa se necesita para hacer la felicidad de los demás!

—Bien poca cosa: tres kilos de harina, tres kilos de azúcar, tres docenas de huevos, tres palos de canela y dos vainillas. Pero conste que aquellos quienes invitan a los pobres pequeños viejos no soy yo, pero son sus compañeros Belarmino y Apolonio.

—¡Qué poco se necesita para la felicidad, y cómo casi nunca llega ese poco…! —dice para sí la hermana de los Dolores, sin referirse, claro está, a la harina, el azúcar ni los huevos, puesto que no había parado atención en la réplica del francés, sino que estaba abstraída en sus pensamientos. Saliendo de sí, añade: —que dejen aquí estas cestas. Ya pasarán a recogerlas. Vaya usted, señor Coliñón, a ver a sus amigos, hasta la hora del refectorio. Ya conoce el camino. Están en el jardín, de seguro, esperándole con impaciencia.

El señor Colignon recorre unos pasillos, donde huele a bazofia, y sale al denominado jardín; un jardín sin más flores que algunos asfodelos. Es una explanada de pradera; la pradera, cortada por veredas arenosas; en las veredas, bancos de madera; palio de los bancos, las copas de las acacias. Hay un aliento de tierra húmeda. Brilla un sol tenue y amarillo que deshace las formas y las trueca en una insinuación huidera e inmaterial, no se sabe si de aurora o de atardecer, y es mediodía; un vapor áureo que empaña los límites y funde las cosas en unidad fluyente e indecisa, que no se sabe si es de recuerdo o de esperanza. Luz elísea. Cada vez que el señor Colignon, tan carnal y concreto, se asoma a aquel jardín, se figura pisar las lindes primeras de los Campos Elíseos, habitados por las imágenes desencarnadas de los que fueron y ya no son, de aquellos que dejaron en la tierra el cuerpo sólido, sede de los placeres amables, y no conservan sino la apariencia de vida, y con ella las pasiones añejas, porque las pasiones son el alma, y el alma es indestructible. El aliento húmedo de la tierra se le mete al señor Colignon hasta los huesos, y experimenta un escalofrío hondo.

Pero esto es justamente lo que le gusta; penetrar por unos momentos en una especie de más allá, o mundo de ilusión y recuerdo, a solazarse con sus curiosos pobladores y en la certidumbre de que allí también se comen pasteles, y que él, aunque dentro de aquel simulacro de ultratumba, puede salir cuando se le antoje y volver a las delicias de la vida fisiológica y agitada.

Así que asoma el señor Colignon en el jardín, los viejos, desparramados de un lado y otro, acuden a él, con paso vacilante y premioso, como entre sueños, cuando los movimientos están entorpecidos por rémoras pesadas e invisibles. Uno, señaladamente, se rezaga. Viene con paso majestuoso y talante indiferente, decidido a no mostrar vulgar premura: es Apolonio. Sólo otro permanece en su sitio, allá lejos, sentado en un banco, habiendo saludado al señor Colignon con leve ademán de la mano: es Belarmino. Belarmino y Apolonio son bastante más jóvenes que el resto de los asilados.

Una monja, guardadora de aquel rebaño de hombres decrépitos, va caminando por una de las sendas transversales, y acierta a cruzarse con el roncero Apolonio. La monja es la hermana Lucidia. Nada vieja; tampoco nada joven…, Sobre el lado derecho de la cara, cogiéndole desde la sien hasta la comisura de los labios, y todo a través del carrillo, tiene —ya desde que nació— una mancha cárdena, de perfil tentacular, como huella flamante de un bofetón; un bofetón que, antes de salir a la vida, le dió el destino. La hermana Lucidia lleva siempre la cabeza inclinada sobre el lado derecho, como si le pesase aquella vergüenza, como si procurase ocultarla o como si presentase la otra mejilla, pálida e intacta, a la adversidad de la agresiva providencia. Aquella mancha, que parece embadurnada con hollejo de uva negra por la mano lúbrica de un sátiro en el delirio bucólico de la vendimia, sugiere una historia trágica de amor, íntima y sellada. La monja debió de haber sido linda, a pesar de la mancha bochornosa, y todavía más que linda, a causa de la mancha, para un espíritu apasionado y propenso a las emociones dramáticas, como es el de Apolonio. Apolonio se acerca a la monja, y con fuego contenido, porque si alguno espía no se percate, susurra:

—¡Ángel consolador del alma mía! Te adoro; yo te adoro noche y día. Eres al par consuelo y desconsuelo, fulgor y palidez, igual que el cielo. El día y la noche, por manera rara, se representan en tu hermosa cara. De este lado es serena y sin reproche, de palidez mortal; Diana, la noche. Del otro lado es roja y encendida, como Apolo, ígneo padre de la vida. ¡Oh terrible combate! Gozo o peno; ya miro al lado ardiente, ya al sereno; y mirando a tu rostro, noche y día, pasan las horas de la vida mía.

—Señor Apolonio, déjese de coplas. Cuando me habla así es que quiere pedirme algo; lo sé por experiencia. Dígame lo que le ocurre como Dios manda.

—Pedirle algo, sí, lo de siempre: que nos escapemos juntos. Nuestras edades no son, si bien se mira, desproporcionadas. Paso de los sesenta, ¿y qué?; estoy ágil y fogoso como un recental. En cuanto a ganarme la vida, ando ya a punto de concluir un drama, que nos hará millonarios; así como suena. Viviremos en Madrid; tiraremos carruaje. ¿Qué pelo de caballo le gusta a usted más? A mí el alazán o el flor de romero. Decídase; seremos felices. Un día, cuando tengamos confianza, me contará usted su drama, el drama espantoso que adivino, pero que no solicito conocer todavía, por no violar el vedado de su conciencia. Decídase, preciosa Lucidia.

—Lo pensaré, señor Apolonio. Pero, aparte de la escapatoria, que va para largo, usted tiene algo más inmediato que pedirme. Hable sin reparos.

—Tiene usted, divina criatura, el alma clarividente; alma de sibila. Usted lee en mi pecho. ¿Qué necesidad tengo de hablar? Ahórreme el mal rato de tener que decírselo yo.

—O habla usted, señor Apolonio, o quédese con Dios, que no soy amiga de adivinanzas.

—Sea. Sus deseos para mí son un ukase imperial. —Apolonio continúa hablando, cohibido y a tropezones. —No es vanagloria, no es orgullo satánico; es la verdad. ¿Qué le voy a hacer yo? Soy un hombre infinitamente superior a todos los que viven de caridad en esta santa casa; a todos; no dejo afuera a ninguno. Superior por la familia; superior en posición económica; superior en inteligencia. Yo he recibido una educación académica. Yo uso zapatillas de piel de cabra; ellos, de orillo. Yo he estrenado un drama con inenarrable éxito. Yo tengo un estómago delicado.

—Esta última superioridad es la que todos le reconocen.

—A eso voy. Yo necesito beber agua de Vichy en las comidas. Yo comprendo que, cuando vamos en fila al refectorio, yo, el único, con mi botella de agua de Vichy en los brazos, todos los demás me envidian, y diré más, hasta me aborrecen. Cuánto darían ellos por estar enfermos del estómago y por tener un hijo canónigo que les enviase dinero para comprar agua de Vichy y otros lujos y antojos…, Yo podría vivir con mi hijo, si yo quisiera. Pero mi hijo prefiere que yo esté aquí, al cuidado de encantadoras vírgenes, como huésped distinguido, sin que me falte nada. Pues bien: me falta ahora algo. La última botella de agua de Vichy se me ha concluído ayer. La superiora me dice que no ha recibido dinero de mi hijo, para comprar más botellas. Me explico el olvido, porque mi hijo me decía en una de sus últimas cartas que iba a Madrid, a predicar en la Capilla real; fíjese usted bien, en la Capilla real, nada menos. No tendría cabeza para pensar en otra cosa; es explicable. Pero, ¿cómo voy a ir hoy, hoy, precisamente, día de Pascua, al refectorio, sin mi botella de agua de Vichy? ¿Qué no dirían los otros, sobre todo alguno que, por desprecio, no nombro? ¿Cuál no sería la humillación, la befa, el escarnio? No, no y no; antes la muerte.

—¿Y qué puedo yo hacer, señor Apolonio?

—A eso iba, celestial hermana Lucidia. —La voz de Apolonio tiembla. —Yo quería pedirle permiso para que me consienta coger una de las botellas vacías de agua de Vichy, e ir a llenarla con agua del grifo de los laureles. Nadie me verá ni nadie notará nada.

—¿Por qué no? Se lo consiento —responde la hermana, sonriendo plácidamente.

Sepáranse. Apolonio siente maravilloso alivio; se le ha evaporado una gran pesadumbre de encima del corazón. La botella de agua mineral es para él —puesto que él presume que lo es para los demás— una insignia jerárquica, un símbolo de superioridad. ¿Un símbolo, acaso, de superioridad económica? Desde luego; pero esto, para Apolonio, es lo secundario. Lo esencial es que la botella, con su contenido hidráulico y terapéutico, se manifiesta a los ojos de todos como prueba sensible de la superioridad intrínseca y corporal de Apolonio. Este orden de superioridad irrefragable consiste —él mismo acaba de decirlo alardosamente— en padecer una enfermedad del estómago; aunque es lo cierto que disfruta un buche de avestruz y que digeriría piedras volcánicas. Apolonio —por algo es a nativitate autor dramático— supone que la dilección o preferencia de los dioses por algunas criaturas mortales se acredita mediante un estigma o tara original, y que los verdaderos héroes en la tragedia de la vida humana sufren y ostentan cuándo una, cuándo otra enfermedad o adolescencia de la carne, como marca sagrada que distingue al protagonista entre la plebeyez del coro. Apolonio había elegido para sí la dispepsia. Hubiera preferido una mancha sanguinolenta en la faz, como la hermana Lucidia; por eso ama y reverencia a la monja. Pero la dispepsia le basta para sus intenciones, que son ofrecer palpable contraste y parangón con Belarmino. Ya puede Belarmino encerrarse en silencio hermético y filosófico, dando a entender, con la sonrisa de sus labios delgados y sin color, que está, al cabo, por encima y a distancia de todas las cosas. ¿Quién le creerá? Belarmino digiere bien. ¿Cómo admitir que ha trabajado mucho con la cabeza, él, que no se ha puesto enfermo del estómago?

Y Apolonio, con talante trágico y miserable, como un hombre predilecto de las divinidades funestas, se dirige hacia el grupo que componen el señor Colignon con los viejos casi desencarnados en torno suyo. Visten los viejos todos lo mismo: trajes de sayal, color franciscano, de paño casero, tejido en los telares, a brazo, del Hospicio provincial por los nacidos anónimos para los muertos anónimos. A todos les cae el traje demasiadamente holgado, y hace pensar en una mortaja. Apóyanse en cayados de haya descortezada, lustrosa y marfileña, que parecen huesos mondados y antiguos. Hablan con voz temblona, sacudida, como las últimas y desfallecientes repercusiones de los ecos.

Olalla (un viejo que fué borracho): —Buenos son los dulces, señor franchute, pa los neños y las muyeres llambionas. Convídenos a sidrina, señor; la buena sidrina con panizo[d]. ¡Cuánto fa que non la cato!…

Monasterio (un viejo que vivió en Cuba): —¿Dónde estás, Olalla? Donde estoy, estaba. Pitillos, señor, aunque sean de los de mataquintos. El hombre es humo, y en faltándole el humo, ya no es nada.

Larrosa (un viejo que fué lechuguino): —Una corbata, señor, una corbatina, de las muchas que le sobrarán en el guardarropa; y si pudiese ser azul persia, que es el color de moda…, Sólo los criados van sin corbata. Aquí tiénennos sin corbata, que es peor que no comer.

Cillero (un viejo glotón): —Calla tú, silbante. ¿Adonde vas? Señor, las lentejas, y las judías y los garbanzos tienen coco. El queso está ratonado. Que lo sepa el excelentísimo señor Presidente de la Diputación. ¿Y carne? Pa agolerla. Juntando con un fuso, porque está desfilachada y en hebras, la que nos dan a todos, saldría, a lo más, a lo más, un ovillo no mayor que este puño.

El señor Colignon (palpándose, satisfecho de reconocerse tan vivo y pingüe, en medio de las sombras quejumbrosas de los hombres pretéritos): —Bueno, bueno, mis queridos pequeños viejos; algún día ello lloverá sidra, cigarrillos, corbatas, un epatante solomillo…

Bellido (el usurero): —Qué sidra, ni pitillos, ni corbatas, ni solomillo. A mí no me importa beber, ni fumar, ni andar en pelota, ni comer lentejas con guijarros. Yo no soy un borracho; yo no soy una chimenea; yo no soy un pisaverde; yo no soy un cerdo; yo soy un hombre honrado, trabajador y justo. Justicia, justicia. Yo quiero lo mío. No moriré tranquilo, señor Coliñón, hasta que no sepa que han dado garrote vil al bandolero de Hurtado, que me robó el fruto de mis privaciones. Y usté sabe, señor Coliñón, que Belarmino me debe dinero. Usté fué socio de Belarmino. Usté debe pagarme ese resto de crédito.

Varias voces: —El bandolero eres tú. Y ladrón. Cochino. Abrenuncio. Fétido. Hasta aquí se arregla para llevarnos las cosas, ya que no hay cuartos.

Bellido (irritado y convulso): —Callaivos, manguanes. Son transacciones lícitas, negocios de buena ley. ¿Quién vos tiene la culpa de ser perros y gandules?

Varias voces: —Engaños. A mí llevóme una camisa. A mí unos brodequines. A mí los pañuelos. Y pecunia también la esconde, señor franchute. Tiene gato. Tiene gato encerrado. Yo bien sé donde se acobija. Una noche llevaráselo la garduña.

Bellido (lívido, iracundo y amedrentado): —Salteadores. Unicornios. No tengo gato, no; ni gato ni liebre. Engañasvos. Vivo por el amor de Dios y de las buenas almas. Todos me robaron, y vosotros también, manguanes, que me pedís cosas emprestadas y luego me negáis los réditos…

En esto, como inflado navío de aparejo redondo, un navío de ensueño, aporta Apolonio en el grupo. La tempestad de los viejos se encalma. Los viejos se alejan.

Están a solas Apolonio y el confitero francés. Apolonio habla, con su acostumbrada prosopopeya. El confitero escucha, con su regocijo acostumbrado. Después de un rato de palique, el señor Colignon se encamina hacia el lugar en donde Belarmino ha permanecido sin moverse. El banco donde descansa Belarmino está emboscado en un macizo de laureles, al modo de muro en semicírculo. Por detrás del muro verde se oye un chorro de agua.

El señor Colignon se sienta al lado de Belarmino y le toma afectuosamente las manos. El francés, sin desasir las manos del amigo, habla, con su acostumbrada profusión. Belarmino escucha, con su mutismo acostumbrado y sonriente.

—¿Qué es lo que es aquello? —interroga el señor Colignon, solicitado por insólito revuelo y algarabía que se ha movido entre los viejos, al pie del casón. Belarmino ni siquiera vuelve la cabeza a mirar. Nada le inspira curiosidad. Pasa algún tiempo.

La hermana Lucidia se acerca al rincón habitual en donde se halla Belarmino, y le entrega un papelito verdiazul, plegado. Es un telegrama. Belarmino, con gesto resignado e indiferente, lo abre y lo lee. Pero, apenas lo lee, se pone blanco. Una lágrima palpita en el borde de sus pestañas. Se pasa una mano por la frente.

—¿Sueño? ¿Estoy soñando? Yo, ¿soy yo? No me facturan las beligerancias, la inquisición, el pongo y quito de los comensales. Resurréxit. Aleluya.

La hermana Lucidia jamás había oído hablar así, ni casi de ninguna otra manera, al taciturno Belarmino. Piensa que, súbitamente, se ha vuelto loco. El señor Colignon eleva los brazos al cielo, en actitud de triunfo y acción de gracias.

—A la fin, a la fin —exclama—, ella se deslía la dulce y deliciosa lengua de otras veces. Habla, habla, mi bien amado amigo.

Pero Belarmino, húmedos los ojos, la voz opaca, extiende un brazo, y dice:

—Ahora, no; ahora, no. Otro día hablaremos; hablaremos, mi muy querido señor Coliñón; hablaremos hasta que el corazón se nos derrita en saliva, y la saliva en palabras, y las palabras en el viento.

Levántase Belarmino y va a ocultar su emoción detrás del macizo de laureles.

La hermana Lucidia y el señor Colignon se retiran. Antes de marcharse, el francés busca a Apolonio; pero no le halla, y se va sin despedirse de él. Apolonio también ha recibido un telegrama. Luego de leerlo, había dicho a los demás asilados:

—Señores: soy un sátrapa; tengo ya más riquezas que el preste Juan de las Indias, Creso y Montezuma juntos. Os prometo erigir un palacio donde viváis y llevéis cada cual la vida que os apetezca. —Y ésta era la causa del revuelo y algarabía de antes. Los viejos zarandeaban a Apolonio, disputándoselo a tirones de chaqueta y formulando, desde luego, solicitudes para lo futuro. Apolonio recibe, embriagado de dicha y vanagloria, como falso ídolo, las preces de aquellos infelices. En esto recuerda que el agua de Vichy se ha concluído, y que tiene que improvisarla, de prisa y corriendo, para la comida, que es a la una de la tarde. Se zafa de sus compañeros; se escurre por un pasillo, en busca de una botella vacía; sale al jardín y da un gran rodeo, porque nadie sospeche la maniobra. Crúzase, por ventura, con la hermana Lucidia, y le dice, al paso, sin detenerse:

—Grandes nuevas han llegado. Nos uniremos en himeneo, ángel consolador. Nuestro tálamo estará labrado en sándalo; digo, ¡qué impropiedad!, en otras maderas preciosas y adornado con gemas orientales.

Ya está Apolonio en la fuente de los laureles, llenando con agua apócrifa la botella de agua de Vichy. Como la postura en cuclillas le resulta incómoda, da una vuelta, y… ahí, frente a él, mirándole de hito en hito, sonriendo con lástima —cuando menos a Apolonio se le antoja una sonrisa de lástima—, descubre a Belarmino en persona. ¿En persona? A Apolonio le flaquean las piernas. Cae de rodillas. Belarmino está en pie, callado e inmóvil.

—¿Eres Belarmino, o eres un fantasma ilusorio? —balbuce Apolonio.

Belarmino no rechista ni se mueve.

—Seas Belarmino, seas su cuerpo astral —prosigue Apolonio, en expansión irresistible de amor propio vejado—, te advierto que es verdad que padezco del estómago; que el agua de Vichy que siempre he bebido era agua de Vichy auténtica; que ahora no venía a llenar de agua la botella, sino a lavarla, porque la necesito para meter agua de Colonia, ya que debo emprender en seguida un largo viaje. Y si pones en duda mi palabra, que es palabra más que de rey, ¡ya quisiera Su Majestad…!, te reto en singular combate.

Y se pone en pie, empuñando la botella por el cuello. Por la frente dramática de Apolonio cruza un negro pensamiento. Ahí está Belarmino, desmedrado e inerme, a su merced. Un botellazo en la cabeza, y asunto concluído. Que luego le procesarían, ¿y qué? Con dinero se cohecha a los jueces. Pero antes de rematar a Belarmino, saciando así un viejo afán de venganza, cuyos motivos, por más que ha rebuscado, Apolonio no ha conseguido encontrarlos en su corazón, ocúrresele humillarlo, rebajarlo cumplidamente, haciendo que por primera y última vez le envidie.

—Toma y lee —dice, ceñudo, Apolonio, alargando despectivamente a Belarmino, como si fuese su sentencia de muerte, el telegrama que acaba de recibir.

Después de haber leído el telegrama de Apolonio, Belarmino saca de la chaqueta otro telegrama, que entrega a Apolonio. Luego abre los brazos, mira al firmamento, y suspira:

—Toma y lee. ¡Bendito sea Dios!

El telegrama de Apolonio decía: «De vuelta en Castrofuerte me informan que soy heredero de fortuna fabulosa. Iré a buscarle en seguida. Viviremos juntos una vida venturosa.— Pedro».

El telegrama de Belarmino decía: «Estoy salvada. Pedro me ha salvado. El mismo Pedro le sacará de ahí y le traerá conmigo en seguida. Seremos todos felices.— Angustias».

Belarmino se mantiene con los brazos en cruz: pero ahora no mira al firmamento, sino a Apolonio.

Apolonio vacila un segundo, nada más que un segundo. Una fuerza ineluctable, una exigencia del destino le lleva, también con los brazos abiertos, la botella en la mano, y en alto, agresivo, hacia Belarmino. Belarmino se adelanta a su encuentro. Apolonio y Belarmino… se abrazan en un abrazo callado, prieto, efusivo y fraternal.

—Nunca te he odiado; lo juro —dice Apolonio, al cabo—. Nunca te he odiado, aunque tú me despreciabas.

—Nunca te he despreciado —murmura suavemente Belarmino.

Es la primera vez que se hablan, y se tratan de tú con espontaneidad, porque en el misterio del pecho eran íntimos el uno del otro, desde hace muchos años.

—Yo te admiraba y te envidiaba —confiesa Apolonio, con rubor.

—Yo también te he tenido envidia —declara Belarmino, con franqueza.

—Eres como mi otra mitad.

—Sí, y tú mi otro testaferro. (Testaferro = hemisferio).

—Ya estamos unidos. Qué dramas voy a escribir ahora. Tú serás mi inspirador, como Sócrates lo fué de Sófocles; al menos, Valeiro así me lo aseguraba.

Suena, lejos, la campana que llama al refectorio.

—Concluye de llenar la botella —aconseja Belarmino.

—Es verdad. Pero te aseguro que es la primera vez que hago esto.

—Ya lo sé.

Van del brazo, por el jardín de asfodelos, envueltos en la niebla dorada del sol, que produce una ilusión evanescente, como si aligerase la gravedad de las cosas materiales.

—Pero, ¿no estamos soñando? —interroga Apolonio, anhelante—. Apenas si toco la tierra en donde piso.

—Parece un sueño. El tetraedro es un sueño. Sólo es verdad el amor, el bien, la amistad.

Dentro de la casa, los asilados, en fila, están aguardando que lleguen Apolonio y Belarmino, a fin de ponerse al punto en marcha hacia el comedor y los pasteles.

—¿Por dónde andarán esos chiflados? —pregunta la hermana de los Dolores. Y sale en busca de ellos.

Al verlos venir del bracero, a lo largo de una vereda, la monja se santigua:

—¡Jesús, María y José! ¿Estoy soñando? ¿Qué milagro es éste? No es sueño, no. Es realidad. —Y añade, ya al par de ellos: —Gracias a Dios que se han reconciliado ustedes. El Señor les ha tocado en el corazón. Nada hay más sabroso que el perdón, sobre el resentimiento. Hoy, que es día de gloria, también yo me atrevo a pedirles que me perdonen. Hace ya años, y aunque con la mejor intención, yo les he hecho sufrir. Y algo peor: yo he contribuído, con mi aturdimiento insensato, a hacer desgraciada a Angustias, quizás a don Pedrito, y, desde luego, a ustedes. ¡Bien lo he pagado! Dios me perdonará. Perdónenme ustedes.

—¿Qué dice usté ahí, Felicita? No sea usté simple. Usté, sin saberlo, y por consecuencia de aquellos manejos de hace años, ha sido el Deus ex machina de este día, el día más feliz de nuestra vida, de don Pedrito, de Angustias, de Belarmino y mía.

—Así es —comentó Belarmino. Y en seguida, meditabundo—. ¿Cuánto durará?

—Lo que nos resta de vivir —afirma Apolonio, accionando con rotundidad escénica.

Y le muestran a Felicita los telegramas. La hermana de los Dolores, invadida de congoja, casi desfallecida, se lleva las manos al corazón.

—A todos les ha llegado su hora de felicidad —bisbisea, como hablando consigo misma—. A todos, menos a mí. ¡Mucho premio me debe Dios en el otro mundo!

Ya están incorporados Apolonio y Belarmino en las dos filas de asilados. Ya se mueven las filas torpemente, con bastoneo, carraspeos y arrastrar de pies. Belarmino va andando, como siempre: con la cabeza baja, sonriente y ensimismado en su mundo interior. Apolonio, como siempre, ya desde su juventud, anda híspido, enhiesto el cráneo, con lentitud y prestancia pontificales. En los brazos, ostentatoriamente, conduce la botella de agua de Vichy, apócrifa, presumiendo que todos los demás contemplan con envidia aquel signo de distinción, testimonio de riqueza e indicio de dolor de estómago.