CAPÍTULO IV

APOLONIO Y SU HIJO

UÉ EL JUEVES Santo, por la noche. Habíamos cenado en la habitación de don Guillen. El canónigo fumaba un cigarro largo y fino; yo, un cazador, ese tabaco oscuro, velloso y de sangre, tan enérgico, sutil y esencial provocador de ideas e imágenes que, a veces, sustituye con ventaja los beneficios del trato humano, sin sus inconvenientes y molestias. Como dijo, siglos ha, Cristóbal Hayo, maestro físico de Salamanca, en loor del tabaco: «usando del no se siente soledad». Don Guillén me lo había ofrecido, sabiendo que era la vitola más de mi gusto; delicado agasajo que yo le agradecí. No faltaban las copitas de coñac viejo.

Anoto estos detalles, quizás impertinentes, para que se vea que don Guillén era hombre atento a los detalles y moderado gratificador de los sentidos, de donde se deduce que, para él, la realidad externa existía, y que la aceptaba en toda su importancia, procurando solamente que el contraste con ella fuese lubrificado y terso.

Estaba riéndose para sí, como ante una visión cómica y tierna al propio tiempo. Comenzó a hablar:

—No puedo pensar en mi padre sin reírme. Sin reírme amorosamente, entiéndame usted. Mi madre murió cuando yo cumplía apenas los tres años. No la recuerdo. Mi padre era, o, por mejor decir, es, pues vive; vive como sombra de lo que fué…, Mi padre es hijo de un criado de la casa de Valdedulla, antiquísimo linaje gallego que viene de los godos o cosa así. Mi familia paterna, de padres a hijos, desde hace ya dos o tres siglos, vivía a la sombra de la casa de Valdedulla, cumpliendo más que en menesteres de servidumbre en empleos de confianza. El primogénito permanecía siempre al servicio de la casa, y a los demás hijos varones los condes los dedicaban a la Iglesia, o los enviaban a que se ganasen la vida por el mundo. En mi familia ha habido bastantes abades, y no me sorprendería tener algún tío ricacho en América, sin yo saberlo. Mi abuelo era así como administrador de la casa de Valdedulla. Cuando yo nací, esta poderosa casa había quedado reducida a dos vástagos, don Deusdedit, el conde, y doña Beatriz, que se había casado con el viejo duque de Somavia, y vivía en Pilares. El conde era solterón, padecía muchos achaques y tenía la cara llena de erupciones amoratadas. No había esperanza de que se casase, no tanto por feo y raquítico, ya que las mujeres apencan con todo, si el pretendiente guarda hacienda o luce ejecutoria, cuanto porque el duque era misógino y misántropo. Solía decir: «En mí, gracias a Dios, concluyen los Valdedulla, que, desde Mauregato, no han hecho más que burradas». Nada le interesaba. Nunca salía del Pazo. El único que le divertía algo era mi padre. No quiso el duque que mi padre recibiese a su tiempo, hereditariamente, el cargo familiar de mi abuelo, «porque —decía— esto se acaba conmigo; el nombre se pierde, gracias a Dios, y la casa se transmite al hijo de Beatriz, que es un Somavia; conque allá entonces que él haga lo que le pete». El conde deseaba cooperar a que mi padre se valiese por sí, mediante una profesión u oficio, y aun carrera. Parece ser que mi padre, desde muy niño, componía versos y era muy dado a leer novelas y dramas. Ya de entonces mi padre había caído en gracia al conde, que era unos quince años más viejo que mi padre. Respondiendo a los deseos del conde, mi abuelo optó por la carrera eclesiástica, en la cual, dado su natural despejo, mi padre llegaría, probablemente, a cardenal; pero mi padre no sentía afición a los cánones, y, sobre todo, el conde, que alardeaba de volteriano, dijo en seco que no. Enviaron a mi padre al Instituto, en donde estudió dos años, y, consecutivamente, obtuvo dos tandas de suspensos en las mismas asignaturas. Uno de les profesores escribió al conde que a mi padre el exceso de imaginación le impedía concentrarse y estudiar con disciplina y provecho. Mi padre no ha olvidado aquel fracaso; ahora, que él lo explica a su modo, y se queda tan satisfecho. Siempre dice: «Yo, que he recibido una educación académica…». Mi padre quería seguir la carrera de autor dramático, y cuando le convencieron de que no había semejante carrera, respondió: «Pues si no autor dramático, zapatero». ¡Peregrino dilema! No puedo por menos de reírme…, Estas cosas raras e ilaciones sorprendentes, eran las que divertían al conde. Le estoy fastidiando a usted…

—Nada de eso —respondí.

—Abrevio. Hasta los doce años viví en el Pazo de Valdedulla. Tres años antes había muerto mi abuelo. Desde aquel punto, el propio conde llevó las cuentas y administración de sus bienes. Mi padre tenía una zapatería abierta en Santiago de Compostela. El negocio andaba malamente, porque mi padre se pasaba lo más del tiempo de tertulia y juerga con algunos amigos estudiantes. Se sostenía gracias a la benevolencia y liberalidad del conde. De cuando en cuando, venía de visita al Pazo, y ¡había que verle lo pomposo y majetón, con su flor en el ojal, su sombrero ladeado y su chaquet, un chaquet paradisíaco, como decía el conde, no sé por qué! «Chico —exclamaba el conde—, me dejas patidifuso con tu elegancia y tus ínfulas». Y, muerto de risa, le hacía recitar fragmentos de un drama que mi padre estaba escribiendo, titulado: El cerco de Orduña y señor de Oña. Mi padre le explicaba el argumento y hacía especial hincapié en la tesis, o, como él decía, la idea, a lo cual replicaba el conde, pensativo: «Pues no creas; eso tiene intríngulis:» «¡Que si tiene!… —replicaba mi padre, con inocente petulancia—. Ya verá el señor conde cuando el drama se estrene».

—Probablemente sería más racional que los de su conterráneo el señor Linares Rivas —interrumpí. Estaba yo, como el lector advertirá, en esa indiscreta edad juvenil en que, para aquilatar el mundo, los hombres y las cosas, se hace uso de términos de comparación nominativos.

—No puedo decirle, porque no asisto al teatro ni leo literatura frívola. Continúo. Durante aquellos tres años, después de muerto mi abuelo, el conde no se dió instante de reposo, visitando tierras, apuntando lindes, recontando ganado, recorriendo la casa, embalando vajillas y cubiertos de plata, escribiendo horas y horas en su despacho. Al cabo de los tres años, una mañana apareció difunto, no sé si de cansancio o de aburrimiento. Entre sus papeles había una carta para mi padre, en donde se decía: «… eres bueno; pero eres algo ganso, y no vales para andar solo por el mundo. Te dejo en mi testamento un pequeño legado, que si tú lo manejas, la del humo. Por lo tanto, de que yo me haya muerto, vas con tu hijo a Pilares. Mi hermana, la duquesa de Somavia, tiene instrucciones mías y te dirá la forma en que dispongo que se emplee el legado. Con ella nada te faltará». Esta carta la leí siendo ya hombre. Mi padre se la había entregado a la duquesa, y ella me la enseñó. Pero recuerdo cuando mi padre la leyó por vez primera, en el Pazo de Valdedulla, estando el conde de cuerpo presente. Le vi apretar las cejas y palidecer; era, sin duda, que leía lo de ganso. Luego se le aflojaron las cejas, le comenzó a temblar una mejilla, le asomaron lágrimas a los ojos, dejó caer la carta, sin acabar de leerla, se cruzó de brazos, estuvo silencioso largo rato, mirando al muerto, sollozó:

«Para ti, alma generosa,

no es noble ni decorosa

la terrena inhumación.

Te daré entierro en la fosa

de mi triste corazón».

Se arrodilló y besó, con prolongado beso, la mano del conde. Yo lo observaba todo, de hito en hito. Los niños son los mejores observadores, y las observaciones intensas de la niñez jamás se olvidan. Pensará usted que mi padre es un grandísimo figurón, que todo aquello era fingido, teatral y a propósito para reír, a pesar de la presencia del difunto. Que sea para reír, no lo niego; pero también para llorar. Mi padre ha tenido siempre una sensibilidad excesiva. Cualquiera cosa le agitaba. Se enternecía por fútiles motivos hasta las lágrimas. Todo lo tomaba a pecho. Por manera espontánea, se producía con exuberancia y énfasis. Era también muy aficionado al canto. Cuando cantaba me hacía el efecto de que se iba a derretir en la atmósfera, como un terrón de azúcar en agua. Y en cuanto a lo de improvisar versos, también era natural en él. Se convencerá usted muy pronto de cómo mi padre, sin duda por el continuo ejercitarse, componía ya versos por rutina. Pero, para no interrumpir la narración, prosigo por orden. Mi padre no se apartó del cadáver hasta que los enterradores terminaron con la poco noble y decorosa inhumación terrena. Volvimos al Pazo. Mi padre me traía de la mano y gimoteaba como una criatura. Entramos en lo que había sido capilla ardiente. La carta póstuma del conde yacía por tierra. Mi padre la recogió, a fin de concluir la lectura. Yo vi que apretaba nuevamente las cejas, tiraba de una comisura del labio hacia arriba, inflando así la mejilla, la cual se arrascaba, indicio de contrariedad. Antes había dejado caer la carta al llegar a lo de la herencia. Ahora, aquello de ir a establecerse en Pilares, entre gente desconocida y bajo la tutela inmediata de la duquesa, le molestaba sobremanera. Pero, ¿qué remedio? Mi padre arrancó las raíces que le sujetaban a la hermosa tierra gallega y tomamos el portante para otra región, no menos hermosa. Mi primer viaje por ferrocarril: ¡lo que hube de gozar!… En León doblábamos el rumbo y cambiábamos a un tren directo hasta Pilares, que partía de allí mismo. Era en las postrimerías del mes de abril, después de unos días tormentosos, y se decía si en el puerto que hay entre León y Pilares estaba interceptada la vía, hacia la estación de Busdongo, a causa de la nieve. Eso de pasar sobre montañas cubiertas de nieve me entusiasmaba. Paseábamos mi padre y yo, no sé quién con mayor impaciencia, a lo largo de los andenes, aguardando que formasen el convoy. Y aquí viene la prueba de que mi padre componía versos sin darse cuenta. Mi padre rezongaba entre dientes: «El tren se retrasa ya. ¿Qué demonio ocurrirá?». «Acaban de dar las dos. ¿Qué pasa? Sábelo Dios». Y aleluyas y más aleluyas. En nuestra caminata arriba y abajo pasábamos por delante de una garita que me llamaba la atención, porque tenía encima un rótulo, para mí enigmático: «Lampistería». En una de las vueltas, un hombre, con un farol, salió de la garita. Mi padre, dirigiéndose a él, dijo: «Oiga, señor lampistero; no habiendo aviso, supongo que hay vía libre, y espero que el tren pase de Busdongo». Y volviéndose hacia mí: «Dime, Pedriño, ¿no es esto señal de ser un poeta? Sin intención he compuesto una sonora cuarteta. Siempre expreso en poesía el contento o el fastidio. Valeiro bien me decía que soy el moderno Ovidio». No quiero cansarle. Baste decirle que mi padre, en cuanto se ponía un poco agitado, respiraba en verso. Esta peculiaridad, o si usted quiere manía, acaso haya sido causa de sus infortunios, pero ciertamente merced a ella los ha sobrellevado con pasmosa resignación e indiferencia. A mi padre le cae una teja en el cogote, por ejemplo. De este accidente no tiene la culpa la poesía, naturalmente. Pero mi padre, sin inmutarse, explicará que le ha sobrevenido la desgracia porque es un elegido de los dioses —mi padre siempre habla de Dios en plural, como los paganos—, y añadirá que todos los personajes trágicos son semidivinos —erudición compostelana—; y la explicación la dará en verso, con lo cual se le mitiga el dolor de la descalabradura. Otra peculiaridad de mi padre es la instantaneidad con que se le inflama la pasión del amor. Mujer que ve, ya está él por las nubes; o cuando menos, las exalta a la altanería de las nubes, y cátalas ya Elviras, Lauras y Beatrices. Se morirá en un suspiro de amor, exhalado por la mujer que en aquel trance esté a su vera, ya sea una monja joven y admisible, ya sea una portera pitañosa. Mi padre, como autor dramático, suponía que cada persona es víctima de una pasión, necesariamente; si no el amor, el odio; si no el odio, la envidia; si no, la cólera; si no, la avaricia. Concebía a los hombres como muñecos de una pieza con un solo resorte, y los dividía en nobles, indiferentes y viles, según la pasión dominante. Siendo, pues, cada hombre un elemento simple, rara vez puede entenderse con los demás, y de aquí vienen los conflictos dramáticos. Sólo los nobles se entienden entre sí, y no siempre si se interpone el amor. Los indiferentes se ignoran; los viles se aborrecen y aborrecen a los demás. Mi padre clasificaba a todas las personas que veía según ciertos rasgos de la fisonomía, y aseguraba: «ése es noble», «ése es vil», e inmediatamente se dedicaba a imaginar la biografía del desconocido, con los conflictos dramáticos que le habían sucedido o que le habían de suceder. Decía mi padre, siguiendo la sapiencia búdica: «Cada hombre lleva su destino escrito en la frente con caracteres invisibles». Bueno; me estoy retrasando, como el tren en León, el cual salió por último ya anochecido, y yo pasé durmiendo sobre las montañas nevadas. Pilares: la primera ciudad que yo veía. Como illo tempore no había coches de plaza, hubimos de ir a pie, preguntando por la Rúa Ruera, la calle donde está el palacio de Somavia. Ya en la calle, nos guió hasta la misma puerta del palacio un rapacejo pelirrojo, como de mi edad, que acompañaba a una niña. ¡Niña más delicada, dulce y hermosa…! El nombre del rapaz, Celesto; de la niña, Angustias. Fuimos amigos desde luego. Más adelante le contaré. Entramos en el palacio, preguntamos por la duquesa, nos pasaron a una habitación obscura, y después de una hora de espera, que a mí me duró un siglo, apareció la duquesa, vestida con una bata colorada, a pesar del luto reciente, cosa que me escandalizó. Nosotros íbamos de negro y mi padre hasta se había hecho una camisa toda negra, para la ocasión y para que no se le manchase con los ciscos del tren. La duquesa abrió las maderas de la habitación y se nos quedó mirando: «Vaya, vaya —dijo, cuando se satisfizo de mirarnos—; con que éste es el gran Apolonio Caramanzana, y este otro el camuesín…». De allí en adelante me llamó el camuesín. La duquesa era muy campechana, y de vez en cuando… ¿cómo lo diré?, pues, como vulgarmente se dice, echaba ajos; ahora que, como mujer, los convertía en femeninos, mudando la o final en a. También fumaba. Todos los Valdedulla fueron entes estrafalarios. En cuanto al corazón de la duquesa, emplearé una frase de mi padre: todo de miel hiblea y más grande que el monte Olimpo. Los beneficios con que aquella gran señora nos colmó a mi padre y a mí son de los que no pueden pagarse. Pasaba entonces de los cuarenta, ya lo creo; lo que se dice una jamona; antes fea que guapa, para ser sincero, pero con un no sé qué de alegría, desenvoltura y buena gracia, más atractivo que la misma belleza. Le digo a usted que cuando soltaba un ajo, que en ella eran signo de hallarse contenta, se quedaba uno embobado y sonriente como si escuchase una nota de ruiseñor. De las palabras no cuenta la estructura, sino el timbre y la intención; son como vasijas que, aunque de la misma forma, unas están hechas de barro y otras de cristal puro y contienen una esencia deliciosa. Y ahora se me representa en el recuerdo la imagen de Belarmino, zapatero filósofo, que vivía también en Rúa Ruera, tipo casi fabuloso, al cual pertenece precisamente la anterior teoría sobre las palabras: «La mesa, decía, se llama mesa porque nos da la gana; lo mismo podía llamarse silla; y porque nos da la gana llamamos a la mesa y a la silla del mismo modo cuando las llamamos muebles; pero lo mismo podían llamarse casas; y porque nos da la gana llamamos a los muebles y a las casas del mismo modo cuando los llamamos cosas. La cuestión de la filosofía está en buscar una palabra que lo diga todo cuando nos da la gana». Yo no sé si era un loco cuerdo o un cuerdo loco. Me he desviado. Iba a decir que, si bien la señora no estaba para el caso, mi padre se inflamó de sopetón en amor hacia ella. Como mi padre ha vivido fuera de la realidad, se conduce siempre con desparpajo que asusta y admira; así es que, al poco rato de conversación con la duquesa, y como quiera que se hallaba bastante agitado, comenzó a dispararle versos amatorios, un tanto velados todavía, más por artificio que por timidez, declarando que no en balde la señora se llamaba doña Beatriz y que él, como el Dante, subía del infierno de Compostela al paraíso de su presencia y protección. Extrañará usted lo sabihondo que era mi padre; pero la cosa es bien clara. Mi padre tenía portentoso poder de asimilación. Su erudición, disparatada y pintoresca, la había adquirido oralmente, como los griegos, bajo los pórticos compostelanos, entre estudiantes, gente ociosa y pícara, quienes, lo declaro con rubor, por reírse de él, dándole pábulo a su manía, le abarrotaban la cabeza con noticias y noticiones históricos y literarios, unos ciertos, otros inventados. Mi padre lo había absorbido todo, en revoltiño, y luego lo aplicaba a su modo, ya con tino, ya desatinadamente, ora a pelo, ora a contrapelo; pero siempre con familiaridad despampanante. Si nombraba a Ovidio o a Sófocles, era como si hubieran comido juntos pote gallego. Cuando mi padre se entregó al delirio poético amatorio en presencia de la duquesa, yo, presa del terror, abatí la cabeza y pensé: «La señora nos suelta los perros y salimos de estampía». A la señora le cayó en gracia la ingenua osadía de mi padre, emitió un ajo encantador, y le alentó a que improvisase nuevos versos elegíacos. Conocía la duquesa a mi padre de los años mozos, y, sobre todo, por referencias epistolares de su hermano; de suerte que la escena no le cogía de nuevas. ¡Qué gran señora! Nos alojó en su palacio, en tanto se llevaba a cabo la instalación de la zapatería de mi padre, un establecimiento por todo lo alto, pues resultó que las instrucciones del difunto conde consistían en que una parte del legado se emplease en este fin, que la duquesa presidiese en todo lo tocante al buen empleo del dinero, que buscase clientela segura y estuviese al cuidado de que mi padre no se desmandase. De la otra parte del legado nada dijo la duquesa hasta pasado algún tiempo. Era la señora, si muy campechana, no menos celosa de la jerarquía. Su afabilidad y benevolencia descendían siempre de lo alto, a modo de protección. Espontáneamente, y al parecer sin deliberado propósito, colocaba a las demás personas, a todas, en su lugar debido, es decir, por debajo de ella, unas próximas, otras más bajas, acaso a algunas en posición humillante. A nosotros nos situó, desde luego, en una categoría intermedia; casi criados y casi amigos. En rigor, amigos, lo que se llama amigos, por su parte no los tenía. A las personas más próximas a ella en amistad las trataba como vasallos emancipados; un peldaño más alto que nosotros, que no estábamos todavía del todo emancipados. Esta persistencia del orgullo de casta, aunque envuelto en blandas maneras, era el único ángulo rígido de su carácter, y por este lado llegaba en ocasiones a extremos de dureza e insensibilidad, inconscientemente, y, por lo tanto, sin remordimiento. Por lo que a nosotros toca, no teníamos por qué quejarnos, antes sí, mucho que agradecer. Vivía sola lo más del año. El viejo duque y el unigénito, adolescente de veintiún años, pasaban los inviernos en Madrid, ciudad que ella aborrecía, sobre todo por el sol. Le gustaban los cielos grises y la luz cernida. Decía que la luz de Madrid le alborotaba la sangre y la impulsaba a cometer barbaridades. «Con el marido que Dios me dió —esto se lo oí yo mismo, años después—, la menor barbaridad, viviendo en Madrid, hubiera sido el adulterio. Aquí distraigo el aburrimiento murmurando y sacando tiras de pellejo. En Madrid, con mi temperamento, no me hubiera contentado con menos que con sacar tiras de pellejo de verdad. Todos mis antepasados han sido un poco salvajes, y eso que vivieron en climas templados y lluviosos. De vivir bajo el sol bárbaro del Mediodía, hubieran sido enteramente salvajes, peores que rifeños». Digo, pues, que nos alojó en su casa como huéspedes, pero no comíamos en su mesa, ni tampoco con la servidumbre, que era numerosa; nos servían aparte. En el Pazo yo comía con los criados. Sin embargo, como cosa de una semana después de vivir en su palacio, nos invitó a que la acompañásemos a comer. La razón es que se aburría sola, y mi padre le proporcionaba distracción y divertimiento. Y, en efecto, por divertirse, maquinó un plan maligno y agudo, y fué que, como mi padre en su vecindad se ponía en estado de excitación poética y todo le salía en verso, ella le prohibió severamente que dijese nada rimado: «La poesía es salsa que fatiga la digestión. Conque, ya sabes; si te viene un verso a la lengua, cierras la boca». Mi padre padecía mortales congojas. Yo le veía trasudar. La nuez le sobresalía de modo pavoroso, como si los consonantes, contenidos y atragantados, le hicieran bulto desde dentro de la garganta y le fueran a estrangular. «Habla, hombre, habla; pero en prosa», le ordenaba la duquesa. Mi padre comenzaba a hablar, pensándolo mucho, y a lo mejor ¡zas! una aleluya. «Apolonio: mira lo que hablas, que te castigo sin postre», amenazaba la señora. La señora gozaba abiertamente, y yo —los chicos siempre son crueles— no dejaba de pasar un buen rato, aparte de que mi padre y yo no habíamos convivido nunca hasta entonces, y era para mí un ser algo extraño, en todos los sentidos de la palabra. Ahora, cuando pienso en ello, me duele un poco el corazón. Lo único que me tenía avergonzado entonces era no saber comer con modales finos ni usar ordenadamente del tenedor y del cuchillo. La señora me aleccionaba, con afectuosa solicitud, y cuidando de no aumentar mi vergüenza. Al final de la comida, la señora confirmó su pragmática para siempre en adelante: «Queda, pues, entendido, Apolonio, que nunca, nunca, me hablarás en verso. Tus versos llegarían a irritarme. Desestimamos lo que se nos ofrece con derroche. Y tú no querrás que tus versos me fastidien ni me enfaden. Sé más avaro de ellos. Además, los versos amorosos no son para publicados en alta voz, ante testigos, que tal vez son criados. ¿No te inspira ningún escrúpulo mi reputación de dama honesta? Las poesías de amor son para compuestas a solas y para leídas con recogimiento. Haz tantas poesías como se te antoje, pero por escrito; luego me las das para que yo las lea en secreto. Ahora que, pues posees ese don inapreciable y fuera de lo común de improvisar como quien bosteza, no es justo, ¡qué ajo!, que en ocasiones sonadas no hagas gala de él y dejes aturulados a quienes te oigan. Pero yo seré la que decida cuándo ha llegado la ocasión. Quedamos en que no hablarás en verso sino cuando yo lo ordene expresamente, y aun entonces, sería mejor visto que te hicieses de rogar un poco». Mi padre se dobló por la cintura, con ademán de acatamiento. Cualquiera menos inocente y sencillo que mi padre hubiese penetrado la ironía y propósito de la duquesa. Mi padre, por el contrario, se hinchaba, como si inhalase un gran volumen de lisonja y vanidad. Todas las noches, después de la cena, la señora recibía unos cuantos amigos en tertulia; aquello, en puridad, era un rendimiento de vasallaje. Una tarde dijo la duquesa a mi padre: «Quiero que asistas hoy a mi tertulia. Mis amigos te conocen ya, por referencias de fuera, y porque les he hablado de ti». Yo que lo oí, adiviné, desde luego, que había invitado a mi padre para que sirviese de espectáculo, y que le ordenaría hablar en verso. Esto de que unos señorones, que no sabíamos quiénes eran, se riesen de él, me producía cierta lástima y me daba alguna rabia. Pero a estos sentimientos se sobrepuso la curiosidad que sentía por conocer de visu la tertulia de la señora. Así es que, después de cenar, me pegué a los faldones de mi padre, decidido a colarme en el salón, detrás de él. Estaba mi padre tan embebecido y agitado que no se fijó en que yo le seguía. A la puerta del salón, vestido de librea, montaba la centinela Patón, un lacayo de labios bozales y ojos de cerdo, que nos tenía a mi padre y a mí mala voluntad y envidia no disimuladas. Cuando yo iba a filtrarme en el salón, este animal me cogió por el cerviguillo, sin decir palabra, y me arrojó a trompicones diez metros pasillo adelante. Me senté en una butaca, con la cara escondida, hipando. En esto pasó la duquesa: «¿Qué te ocurre, camuesín?». «Que Patón no me deja entrar». «Pues no faltaba otra cosa, hijo». Hijo me llamó; sentí como que el corazón se me deshacía; y siempre que lo recuerdo experimento la misma sensación. La señora me cogió por la mano, y al cruzar frente a Patón, que se había puesto más tieso, sacaba más el hocico y parpadeaba con rapidez, le dijo: «¿Eres tú el que elige mis invitados?». Me atrincheré, acurrucado en un rinconcito, debajo de una palmera, y como se suele decir, no perdí ripio de cuanto ante mí tenía. La reunión estaba ya completa. No había otra señora que la duquesa, que presidía en un sillón de alto respaldo, a manera de sitial. Los demás, a un lado y otro de la duquesa, formaban en semicírculo, fumaban y tomaban café, y bebían licores de unas mesitas colocadas a trechos. También la duquesa fumaba, y no un cigarrillo, sino un cigarro puro nada flaco. El único que no fumaba era un cura, de piel lechosa, nariz colgante, ojos tiernos y postura de feto, todo encogido. Este cura, don Cebrián Chapaprieta, era quien decía la misa particular para la duquesa y sus criados. Mi padre estaba magnífico. Si un forastero entra de pronto en el salón, dice a la primera ojeada: aquí hay una gran señora y un gran señor. El gran señor, mi padre, naturalmente. Tenía las manos apoyadas en los muslos, con los codos sacados hacia adelante, el torso erguido, el cuello estirado, la cabeza desviada en leve escorzo de melancolía y desdén, el cigarro puro olvidado y periclitante en un ángulo de la boca. Levantaba dos palmos sobre los otros tertuliantes. Allí estaba, pues era punto fijo en la tertulia, un señor Novillo, apoderado político del duque y edecán de la duquesa. Este Novillo tenía sus pujos de señorón, pero a mí me hacía el efecto de un criado vestido con el traje de día de fiesta. Hablaban todos, menos mi padre, siempre guiados por la duquesa, de chismes y cuentos locales. Terminados los licores y el café, y cuando ya el humo de todos los cigarros se había mezclado y confundido, formando un a manera de toldo que colgaba del techo, la duquesa dijo: «Don Hermenegildo, hace tiempo que no nos obsequia usted con el salto de la trucha». Don Hermenegildo se puso en pie. Era un magistrado de la Audiencia provincial; viejo ya, calvo, diminuto, flaquísimo; aladares rizados con tenacilla sobre las orejas; bigotes horizontales, engomados con zaragatona, tan largos, que sobresalían a los lados como balancín de funámbulo; corbata de chalina; chaqueta hasta media posadera; pantalones a menudos cuadros negros y blancos, de campana excesiva, para disimular la enormidad de los pies, aprisionados en zapatos de colgantes cintas de seda, tan anchas como la chalina. Ante mis ojos estupefactos, don Hermenegildo se puso en cuatro patas. Entonces, Pedro Barquín, colono de la duquesa, hombre tosco y de aspecto soez, se colocó detrás del viejo magistrado, e introduciéndole el pie por la entrepierna, lo levantó en vilo y lo lanzó a regular distancia. La bochornosa operación se repitió varias veces, con gran goce y algazara de los presentes, incluso el presbítero Chapaprieta. Mi padre era el único que se mantenía impasible, porque despreciaba lo cómico. Confieso que también me reí como un idiota. Ahora me avergüenzo, por mí y por la duquesa. No acierto a explicarme cómo aquella señora hallaba placer en vilipendiar a un anciano que, además, ostentaba la respetable investidura de magistrado. Esta era la arista dura e insensible de su carácter. No debe omitirse, a guisa de exculpación, que el don Hermenegildo se lo debía todo a los Somavias, y había hecho su carrera en fuerza de vilezas. Concluído el número acrobático, Pedro Barquín, que era especialista en chascarrillos, refirió algunos, nada aseados ni inocentes por cierto. Después de varios chascarrillos, y en un momento de reposo y silencio, el señor Chapaprieta dijo recatadamente, como para su sotana: «Parece confirmado que Su Santidad concede un título pontificio a los señores de Neira». Estos señores de Neira eran un matrimonio sin hijos, riquísimos, muy metidos por la Iglesia. El marido presumía de origen hidalgo. Vivían en un palacio, frontero al de Somavia. Lo habían adquirido de una tal Pepona, cortesana vieja, la cual, a su vez, lo poseía por graciosa donación de su amante, el marqués de Quintana, desaparecido hacía años del mundo de los vivos. El señor Neira había hecho labrar fantásticos escudos junto al alero del palacio para que se vieran de lejos y de muy lejos, pero no de cerca, por eso, por fantásticos. Gestionaba un título del reino, y por sí o por no se lo daban, y para ganar tiempo, otro del Vaticano, negocio más hacedero. En resolución, que los Neira querían hombrearse con los Somavia. Al oír la duquesa al señor Chapaprieta, comentó: «El Papa no puede hacer nobles». «Claro que no —dijo Barquín—; el Papa sólo puede hacer santos. Los nobles los hace el rey». La duquesa replicó: «Barquín, eres un necio; ni el Papa puede hacer santos, ni el rey nobles. Santos y nobles se hacen ellos a sí propios. Lo que hacen el Papa y el rey es reconocerlos como santos y como nobles. Ni el Papa me puede hacer a mí santa, ni el rey noble a ti, aunque a mí me canonicen y a ti te otorguen un título de la Corona. La nobleza y la santidad son dos cosas justamente contrarias. Los nobles fueron los más bravos; los santos, los más tímidos. Se diferencian nobleza y santidad en que la nobleza se transmite por herencia y la santidad no. Ya no hay más nobles que los que vienen de nobles, ni más aristocracia que la de la sangre vieja, porque no vivimos tiempos en que se puedan hacer nuevos nobles ni nuevos santos; nuevos nobles, porque en nuestra sociedad no hay ocasiones en que acreditar la bravura personal; nuevos santos, porque todos estamos tan bien protegidos por las leyes, que ni a los más tímidos se les pone en trance de que muestren su timidez en términos de santidad. En estos tiempos no hay posibilidad de ejecutar actos nobles ni actos santos; sí solamente actos provechosos, digo ganar dinero. Los hombres ahora pueden hacerse ricos». Había hablado la Valdedulla. Aquellos mismos conceptos se los había oído ella infinitas veces a su padre, don Teodosio, y a su hermano, don Deusdedit. Respondió Barquín: «Luego debemos admitir que la aristocracia moderna es la del dinero…». Dijo la duquesa: «Me cisco en esa aristocracia». Así dijo. Y prosiguió: «Toda esta aristocracia de ricos se compone de negreros, de aprovisionadores de ejército, de prestamistas con pacto de retro, de desamortizadores; en una palabra: ladrones. No es que me escandalice. Ustedes me conocen y saben que nada me asusta. Reconozco que en el principio de las casas nobles, como en el de las grandes fortunas, hay siempre uno o varios ladrones. Sólo que aquellos ladrones obraban de frente, a pecho descubierto, eran bravos y generosos, o, lo que es lo mismo, nobles; y estos otros ladrones son cobardes, traicioneros, alevosos, miserables, taimados, bellacos, amigos de la encrucijada y la asechanza». Como la duquesa se había acalorado, cuando calló nadie se atrevía a hablar. Pero mi padre dijo lentamente, porque no le saliese la frase en verso y de modo que sus palabras adquirieron un tono pedante y aforístico: «Tiene razón mi señora la duquesa. Quienes amontonan el oro son hombres viles. ¿Qué aconsejó Yago? Llena tu bolsa. Quienes lo conquistan y lo reparten son hombres nobles. ¿Qué hizo Hernán Cortés? Quemar sus naves. Quienes carecen de oro son hombres indiferentes». La alusión a las naves de Hernán Cortés, ni la entiendo, ni creo que mi padre la entendiese. Ello es que las sentencias de mi padre produjeron asombroso efecto. La duquesa sonrió complacida y los tertuliantes mascullaron murmullos de aprobación. Terminó la reunión sin que la señora pusiese en evidencia el don poético de mi padre. No volví a asistir a las reuniones hasta muchos años después. Abrió mi padre, al fin, la zapatería con gran fortuna, y nos fuimos a vivir al local del establecimiento, de la parte del patio. Teníamos una asistenta vieja para aviar las habitaciones, porque la duquesa, sabiendo lo enamoriscado que era mi padre, no consintió que tomase criada, no fuese a perder la chaveta y hacerme a mí perder la inocencia. La señora cuidaba de mí como una madre. Me llevaba con frecuencia a comer con ella, y me daba libros a que se los leyese. También me enseñó algo de francés. Gozaba yo entonces de hermosa libertad. Mis mejores amigos eran Celesto y Angustias, la hija de Belarmino. Pasábamos juntos dos o tres horas todos los días, bajo los arcos de la plaza en tiempo lluvioso, y los días serenos, de paseo en el parque o de excursión por las afueras, a coger flores y nidos, cazar grillos y pescar ranas. De Belarmino ya le he hablado. A poco de abrir mi padre la zapatería, la de Belarmino se hundió. Un usurero apellidado Bellido se lo embargó todo, dejándole en la calle con su mujer y su hija. Le recogieron unos frailes dominicos, que tenían residencia en el palacio de los señores de Neira, marqueses ya de San Madrigal, y le habilitaron en la portería del palacio un zaquizamí, en donde trabajaba de zapatero remendón. Este Belarmino había sido republicano frenético y orador demagógico. Después de su ruina, se apaciguó del todo. Cuando yo iba por su cuchitril, estaba siempre con expresión seráfica, como si soñase. No le sacaca de su placidez bendita ni su mujer, que era un basilisco. Decíase en la ciudad que los Padres dominicos le habían socaliñado y convertido. Socaliñado, quizá. Convertido, quia. Lo que yo puedo garantizar es que ni entonces, ni mucho después, cumplía con sus deberes religiosos. Si no un incrédulo, cuando menos era un tibio. Mi padre, que jamás ha querido mal a nadie, demostraba caprichosa inquina contra Belarmino. He aquí la razón. Mi padre, de su estancia en Compostela, estaba acostumbrado a moverse en un ambiente de ilustración, como decía él, o sea entre estudiantes. En Pilares, no ya le faltaba este ambiente o relación habitual, sino que quien lo disfrutaba era Belarmino. Este curioso individuo hablaba un idioma indescifrable, de su propia invención, con singular facundia. Era un fenómeno. A oírle, medio en guasa primeramente, luego empeñados en descifrarle, acudía buen número de estudiantes, y por último de profesores. Mi padre no podía llevar con paciencia su postergación. Se perecía por atraer la amistad de los estudiantes y demostrarles que él, intelectualmente, era muy superior a aquel loco. Un día que yo le menté mis paseos con Angustias y Celesto, me prohibió que siguiese cultivando aquella compañía; pero, como no se enteraba de nada, no le hice caso. No hay que decir que mi padre había clasificado a Belarmino y todos los suyos entre las personas viles. Así pasaron cerca de dos años. Un mes de septiembre, volviendo la duquesa de la aldea, me invitó a comer. Cuál no sería mi susto y perplejidad cuando vi que había otro invitado, nada menos que Su Ilustrísima el señor Obispo de la diócesis. Llamábase Fray Facundo Rodríguez Prado. Este varón solemnísimo había sido en su mocedad pastor de vacas, al servicio del duque de Somavia. La duquesa continuaba tratándole como criado. Los Somavia, merced a sus influencias, le habían hecho obispo. Provenía de la Orden dominicana. Había vivido algunos años en las islas Filipinas, y allí se había granjeado reputación de sabio entomólogo y se le atribuía el descubrimiento de varias familias de insectos: la musca magallanica, mosca como la de aquí, sólo que reside en el archipiélago magallánico; el draco furibundus, especie de mosquito de trompetilla; formica cruenta, hormiga que pica, y otras bestezuelas domésticas. Los periódicos siempre le nombraban así: «Nuestro prelado, el sabio naturalista, de fama universal, que ha descubierto tantos insectos». Y el diario republicano ponía invariablemente esta glosa: «Si nuestro prelado, en lugar de descubrir tantos insectos, hubiera descubierto un buen insecticida, se lo agradecería más la Humanidad y la Ciencia y ostentaría una fama mejor conquistada». Era un cacique, tenía el cráneo como una bola, faz sombría y concupiscencias políticas. Durante la comida, la duquesa le soltó varias frescas y uno que otro sabroso ajo. Después de la comida, Su Ilustrísima se fué, en apariencia emberrenchinado, y quedé cara a cara con la duquesa, la cual, muy seria, me dijo: «Mi hermano, en su testamento, ha dejado unos cuartejos, poca cosa, para que con ellos, según mi arbitrio, vea yo de hacerte hombre. Después de pensarlo mucho, he determinado que seas cura. Hoy por hoy, hijo mío, los curas son los hombres que en España cuentan con porvenir más halagüeño, máxime si tienen aldabas. A un gaznápiro con faldas, aunque pertenezca a la familia más baja, se le admitirá en las mejores familias; aunque no posea un céntimo, no le desdeñarán los más ricos; aunque sea un sandio, le escucharán los políticos y los académicos; aunque sea más feo que Picio, le mirarán hasta con embeleso las más hermosas mujeres. Todo depende de que él sepa manejarse. Poco hemos de poder mi marido y yo si no te hacemos obispo. Ya has visto este majadero de Facundo, tan obispo como San Agustín. Y al pobre Chapaprieta no le tenemos ya de obispo, porque a ése, tan engurruñado, soso y melifluo, nada se le puede hacer, como no sea madre abadesa. Tú eres listo y nada gazmoño. Los hábitos no te sentarán como un miriñaque. Cuando sea menester, sabrás remangarlos. Además, eres honrado, veraz y tienes buen corazón, todo lo que se necesita para ser sacerdote caritativo y digno. Confío que nunca me motejarás, ni con el pensamiento, por haberte empujado por ese camino». Nunca se lo motejé, ni con el pensamiento. Ella hizo lo que en conciencia juzgó más conveniente, lo que quizá fué más conveniente. Entré en el Seminario, de edad de quince años. Son ya las dos de la madrugada. Mañana continuaremos, si a usted no le hastía seguir escuchando.

—Lo que lamento es que no sean ahora mismo las diez de la noche del día de mañana.

Nos despedimos, con un apretón de manos.