CAPÍTULO II

RÚA RUERA, VISTA DESDE DOS LADOS

(El lector impaciente de acontecimientos recorra con mirada ligera este capítulo que no es sino el escenario donde se va a desarrollar la acción).

E LA ZONA profunda, negra y dormida de la memoria, laguna Estigia de nuestra alma, en donde se han ido sumiendo los afectos y las imágenes de antaño, se levantan, de raro en raro, inesperadamente, viejas voces y viejos rostros familiares, a manera de espectros sin corporeidad. Así como en la noche los lóbregos e inmóviles pantanos respiran niebla blanca y fantasmal, así nuestra interior laguna Estigia deja en libertad sus vaporosos espectros a las horas en que la tiniebla del sueño satura nuestro espíritu. Pero, en ocasiones, las criaturas incorpóreas del más allá de la memoria se alzan a la luz del día.

Ahora mismo me apercibía yo a describir la Rúa Ruera, de la muy ilustre y veterana ciudad de Pilares, en donde vivía Belarmino Pinto, llamado también monxú Codorniú, zapatero y filósofo bilateral, cuando, al pronto, en el umbral u orilla de mi conciencia, se yergue el espectro de don Amaranto de Fraile, enarbolando un tenedor de peltre, que a mí se me ha figurado tridente de Caronte, ese Neptuno del mar de la eternidad. Como Bruto a la silueta de César en la tragedia shakespeariana, digo a la sombra incorpórea del excelente don Amaranto:

¡Speak! ¡Speak!

Y la sombra rompe a hablar, con la propia gracia y penetración que hace tantos años me deleitaban:

—¿Vas a describir la Rúa Ruera? ¿Vas a describirla, o vas a pintarla? —Advierto dos novedades. Primera, que don Amaranto ahora me trata de tú. Segunda, que la voz se le ha ahilado y suena como la de un eunuco. Prosigue la voz: —Los cíclopes veían el mundo superficialmente, porque sólo tenían un ojo. Los cíclopes, por ver el mundo superficialmente, quisieron asaltar el Olimpo; pero los dioses los precipitaron en el hondo Tártaro. —Don Amaranto siempre con sus mitologías. —El novelista es como un pequeño cíclope, esto es, como un cíclope que no es cíclope. Sólo tiene de cíclope la visión superficial y el empeño sacrílego de ocupar la mansión de los dioses, pues a nada menos aspira el novelista que a crear un breve universo, que no otra cosa pretende ser la novela. El hombre, con ser más mezquino, aventaja al cíclope, a causa de poseer dos ojos con que ve en profundidad el mundo sensible. Ahora bien: describir es como ver con un ojo, paseándolo por la superficie de un plano, porque las imágenes son sucesivas en el tiempo, y no se funden, ni superponen, ni, por lo tanto, adquieren profundidad. En cambio, la visión propia del hombre, que es la visión diafenomenal, como quiera que, por enfocar el objeto con cada ojo desde un lado, lo penetra en ángulo y recibe dos imágenes laterales que se confunden en una imagen central, es una visión en profundidad. El novelista, en cuanto hombre, ve las cosas estereoscópicamente, en profundidad; pero, en cuanto artista, está desprovisto de medios con que reproducir su visión. No puede pintar: únicamente puede describir, enumerar. La misión de ver con mayor profundidad, delicadeza y emoción y enseñar a los otros a ver de la propia suerte, le toca al pintor. La maldición originaria del novelista cífrase en que necesariamente se ha de extender sobre sinnúmero de objetos. El pintor, por el contrario, escoge un solo objeto, o, si toma varios, los agrupa en reducido espacio, los concentra y sensibiliza. El pintor, a la inversa del novelista, no se deja dominar por la vastedad del objeto, sino que lo domina. Que sea el objeto vértice del ángulo de visión del pintor, y no el pintor vértice del ángulo de contemplación del panorama, como lo es el novelista. El pintor que pinta cuadros de más de dos metros cuadrados, es inexorablemente un pintor superficial. La cuestión, para el pintor de grandes dimensiones, es de concepto; de que se dé cuenta que debe ser artísticamente superficial, o de que sea superficial e inartístico sin darse cuenta. Los famosos pintores de frescos, así antiguos como modernos, dándose cuenta de esto, pintaron por largos planos, con tintas monótonas, esquivando la sensación obvia de volumen y profundidad; fueron deliberadamente superficiales.

Yo interrumpo a la sombra locuaz, de voz de eunuco:

—En la iglesia vecina ha sonado el Ángelus meridiano. En una hora interrumpiré mi trabajo. Si te escuchase, jamás haría otra cosa que dejarme arrastrar en el curso ocioso de la deleitación discursiva. Dime, en resolución, cómo he de describir la Rúa Ruera, y que te plazca la descripción.

—No describiéndola. Busca la visión diafenomenal. Inhíbete en tu persona de novelista. Haz que otras dos personas la vean al propio tiempo, desde ángulos laterales contrapuestos. Recuerda si en alguna ocasión te aconteció ser testigo presencial de cómo ese mismo objeto, la Rúa Ruera, suscitó duplicidad de imágenes e impresiones en dos observadores de genio contradictorio; y tú ahora amalgama aquellas imágenes e impresiones.

—¡Recuerdo, recuerdo…! —exclamo; pero ya la sombra del excelente don Amaranto se ha desvanecido, al hombro el tenedor de peltre, emblema del ascetismo de las casas de huéspedes.

—Sí; recuerdo que…

En rigor, ¿qué importa describir o pintar? ¿Qué importa obtener una visión de dos o de tres dimensiones? Lo importante es comunicarse, manifestarse, darse a entender, siquiera sea por alusiones remotas, gestos mudos y palabras volanderas. Mas, porque no me importune nuevamente la silueta magistral e imperiosa del admirable don Amaranto, me doblegaré esta vez a seguir su pauta.

Recuerdo que, viviendo yo en la ilustre y veterana Pilares, vinieron a visitar la urbe mis amigos madrileños Juan Lirio, pintor, y Pedro Lario, que no sé lo que era; él decía que espenceriano. Les acompañé como guía. Al llegar a la acrópolis, o parte alta de la ciudad, cuya calle más antigua y señalada es la Rúa Ruera, Lirio dijo, haciendo descompuestos ademanes de entusiasmo:

—¡Qué calle más hermosa!

—¡Qué calle tan horrible! —corrigió Lario, frunciendo un gesto desabrido. Añadió: —¡Qué calle tan absurda!

—Por eso es hermosa.

—¿Lo absurdo es lo hermoso?… ¿Qué diría de esa opinión un griego, para quien la belleza era el resultado más meticuloso y fino de la lógica? El mundo es hermoso, pulcro, porque es lógico.

—En cuanto a la belleza de los griegos, te respondo que a la nariz, en mármol de Paros, de una estatua, prefiero la nariz respingadilla y de aletas palpitantes de esa chatunga que sube por la calle. Y en cuanto a la belleza lógica del mundo, te respondo que me atraen más las obras del hombre que las de la Naturaleza. Me gusta más una góndola que un tiburón, y si me apuras, admiro más un cacharro de Talavera que el Himalaya. En la Naturaleza, transijo mejor con lo caprichoso y absurdo, o que tal parece. Una jirafa me divierte más que el terreno terciario.

—Has caído en contradicción. Prefieres la chata a la estatua; y la chata es una obra de la Naturaleza. Prefieres la góndola al tiburón, porque la góndola es obra del hombre.

—Sobre las obras de la Naturaleza pongo las del hombre, y sobre las del hombre, la vida misma, y con preferencia la fuente de la vida: la mujer. Pero concedo que me contradigo con frecuencia. ¿Y qué? Así me siento vivir. Si no me contradijese y obedeciese a pura lógica, sería un fenómeno de naturaleza y no me sentiría vivir. Las obras del hombre, y más todavía las de arte, son estimables en la medida que se las siente animadas de esa necesidad de contradicción, que es la vida. Esta calle es hermosa y tiene vida, porque es contradictoria. Déjame que tome un apunte de ella; no me voy sin pintarla. La única nota molesta y detonante es aquella casa nueva y afrancesada.

—Te has mostrado al desnudo. Los pintores y los filólogos y eruditos sois bestias de la misma especie, y me irritáis tanto los unos como los otros. Unos y otros os alimentáis de vejeces. Os fascina lo caduco, lo carcomido, lo apolillado. Entre un mamotreto momia y un gustoso tratado de sociología, recién salido del horno, el filólogo y el erudito eligen el primero. Entre un mancebo apolíneo y un vejete horrendo, de verrugosa nariz, el pintor elige el segundo y disputa de buena fe que es más hermoso pictóricamente. ¡Qué aberración! Pero hay algo que me exaspera aún más. Y es que el erudito se figura que los libros no cumplen una misión social de amenización y perfeccionamiento del espíritu, sino que existen sólo para que él tome notas. Y el pintor se figura que las cosas y los seres carecen de finalidad propia y utilidad colectiva, y que existen nada más para que él tome apuntes. —A todo esto, Lirio se ocupaba en dibujar la Rúa Ruera. Como no le atajaban, Lario prosiguió: —He aquí esta calle absurda y odiosa. ¿Por qué se le ha de denominar calle? Cada casa es el producto impulsivo del arbitrio de cada habitante. No hay dos iguales. No se echa de ver norma ni simetría. Todo son líneas quebradas, colorines desvaídos y roña, que tú quizá llames pátina. Está, además, en una pendiente de 45°, losada de musgosas lápidas de granito. Por ella no pueden subir carruajes, ni caballerías, ni cardíacos. Soledad, soledad. El sol no penetra por esta angostura, que parece un intestino aquejado de estreñimiento. Ahora tañen las campanas de la catedral y nos atruenan. Probablemente están tañendo a todas horas, desde esa mole hinchada, de alargado cuello, que gravita sobre las prietas casucas, como una avestruz clueca que empollase una nidada de escarabajos. ¿Y esto es una calle, una calle hermosa? Una calle es una arteria de una ciudad, por donde deben circular la salud y la vida. Ahora bien: la idea, el concepto de ciudad aparece cuando el hombre comprende que por encima del capricho impulsivo de su arbitrio personal están la utilidad y el decoro colectivos, el propósito común de prosperidad, cultura y deleite, en los cuales participan por obligación y derecho cuantos en la ciudad conviven. Antes de llegar a este punto, el hombre arraiga en aldehuelas salvajes o posa en aduares nómadas. Mas ya que el individuo se aplica a realizar el concepto de ciudad, es decir, de un esquema, una estructura, con propósitos ideales, de la cual él no es sino subordinada partícula, surge la ciudad helénica, arquetipo de urbes, surgen la norma, el canon, la simetría, las calles soleadas, regulares y homogéneas, las viviendas civiles de hospitalario pórtico e inviolable hogar, los jardines, el mercado, el ágora, el templo armonioso, que no esa catedral bárbara y campanuda.

—El bárbaro eres tú —interrumpió Lirio, mirando con ojos desdeñosos a Lario—. ¿De suerte que, para ti, una ciudad hermosa, una ciudad civilizada, una ciudad lógica, es una ciudad regular y homogénea?

—Claro está.

—Si el hombre no pudiera dar de sí más que eso, la ciudad homogénea, entonces holgaba que las especies hubieran evolucionado y ascendido hasta fructificar en el género humano. Las abejas y los castores construyen ciudades homogéneas.

—La ciudad de las abejas es la república ideal. Ya te he dicho que el mundo es hermoso, es pulcro, porque es lógico; eso quiere decir la voz mundo, mundus, si no me equivoco. Todo en el universo está sujeto a maravillosa ordenación. Lo inorgánico se rige por leyes serenas, no contingentes. Lo orgánico y zoológico, hasta el hombre, se atiene al instinto, que procede siempre en derechura y sin dubitaciones. En cambio, el símbolo del hombre fué el jumento de Buridán, que poseía una vislumbre o premonición de inteligencia discursiva, y por esto mismo murió de inanición entre dos montones de heno, dudando por cuál decidirse. Antes de que las especies evolucionen y produzcan, el género humano, antes del orto del hombre con su conciencia, la Naturaleza se desarrolla en un sentido ideológico de coordinación y finalidad. Seres y cosas ensamblan por algún modo sutil. La jirafa, ese animal que te agrada, por absurdo, no es nada absurdo; tiene el cuello largo, para poder alcanzar los dátiles de las altas palmeras. El tigre tiene chorreada la piel para poder disimularse entre los cañaverales.

—Y las palmeras son altas —cortó Lirio—, porque la jirafa tiene el cuello largo. Los cañaverales existen para que el tigre, confundiéndose con el medio, adquiera una piel bonita. Esa calle existe para que yo la pinte, porque la juzgo preciosa y porque me da la gana.

—Prosigo sin hacer caso de tus chocarrerías. El advenimiento del hombre, con su inteligencia precaria, en medio de la Naturaleza, trae aparejados el desorden, la discordia, las dudas y confusiones, en cuanto a la finalidad. ¿Qué otra cosa es la inteligencia normal humana sin tentación al desorden y torpeza de coordinación? Apenas levanta la cabeza, el hombre trastrueca todo el bien concertado sistema de finalidades con que el universo se sustenta en equilibrio, y él mismo se erige centro del universo y foco de todas las finalidades. La finalidad de todas las cosas reside en el hombre, dice el hombre. Pero, y el hombre, ¿qué finalidad tiene? Comienza la era de lo absurdo. La lógica humana, en su origen, es rudimentaria e ilógica, porque procede por tanteos y no en derechura ni con seguridad. Débese ello a que durante esta etapa el hombre anda buscando finalidades absolutas, en lugar de coordinaciones experimentales y finalidades relativas; y todo porque tiene miedo a la muerte, pusilanimidad desconocida en la Naturaleza hasta el nacimiento de la conciencia humana. Cuando el hombre, por fin, se limpia de niebla metafísica y se libra de superstición (que esta palabra viene de superesse y superstare, sobre ser, sobre estar, sobrevivir, o seguir viviendo, y expresa el desdén irónico que sentían los antiguos hacia los cristianos, que creían en la inmortalidad), renuncia a escudriñar finalidades absolutas, confórmase con finalidades concretas, naturales, biológicas, se perfecciona, se somete a la lógica cósmica, supera el absurdo, obra con rectitud, simplicidad y eficacia, como un mecanismo perfecto; vuelve a la Naturaleza.

Lirio va a interrumpir. Lario le contiene alargando la mano.

—Aguarda. Concluyo en seguida. ¿Qué es una ciudad, y dentro de una ciudad, una calle? Una finalidad concreta; un lugar donde vivir de asiento, con agrado y comodidad. El hombre ya manumitido de supersticiones y que acepta con buena gracia los postulados biológicos, trazará una vía ancha, en lugar llano, y edificará viviendas holgadas, aireadas, luminosas, higiénicas, conforme a un patrón fijo y que mejor provea en las necesidades domésticas. El conjunto será una calle lógica, decorosa, bella. Contempla ahora ese callejón incongruente, hacinamiento de zahurdas, que no viviendas, vergonzoso vestigio de tiempos ignorantes y supersticiosos. Quienes levantaron esas casas no pensaban vivir en ellas de asiento, sino de paso, de tránsito, mientras ganaban el cielo. No les preocupaba el estar, sino el superestar, el sobrevivir en el otro mundo. No les importaba la humedad, el mal olor, la falta de aire, luz y agua, sino la salvación eterna. Todas las casucas se apretujan y amontonan por ponerse en contacto con el torso de la catedral, o, cuando menos, por situarse a la sombra de su torre. Sólo hay una casa decente: esa de tres pisos, blanca y aseada, con miradores de hierro; ésa, en cuyo piso terrizo hay una confitería, con su grande y llamativo rótulo, que dice: «L'Ambrosie des dieux; le plaisir des dames. Confisserie et pâtisserie de René Colignon».

—¿Has concluído?

—He concluído.

—Pues voy a responderte, sin lógica, porque me revienta la lógica. La casa esa blanca, yo la derruía, y a René Colignon lo ahorcaba de lo más empinado de la torre de la catedral. Dices que el hombre es hombre superior cuando se convierte en un mecanismo perfecto; vaya, cuando deja de ser hombre. Pues yo no quiero ser hombre superior. No quiero emanciparme de supersticiones. Quiero sentirme vivir; y no me siento vivir sino porque sé que puedo morir. Amo la vida, porque temo la muerte. Amo el Arte, porque es la expresión más íntima y completa de la vida. Pongo el Arte sobre la Naturaleza, porque la Naturaleza, no sabiendo que de continuo se está muriendo, es una realidad inexpresiva y muerta. El árbol amarillo de otoño ignora que se muere; yo soy quien lo sabe, cuando en un cuadro perpetúo su agonía. El Arte vivifica las cosas, las exime de su coordinación concreta y de su finalidad utilitaria: las hace absolutas, únicas y absurdas; las satura de esa contradicción radical que es la vida, puesto que la vida es al propio tiempo negación y afirmación de la muerte. Sólo las cosas vivas son hermosas. Esa calle es hermosa, porque vive; es lo contrario de esas calles inanimadas e inexpresivas que pregonas. Tú mismo has dicho que las casas se amontonan, se empujan; buscan el abrigo de la catedral. Sí; parece que las casas están dotadas de volición y de movimiento. Cada una tiene su personalidad, su alma, su fisonomía, su gesto, su biografía. Una medita; otra sueña; otra ríe; otra bosteza. Aquella casona de sillares de granito, angostos y escasos huecos de románico diseño, gran portón de arco apuntado y escudos junto al alero, es un señorón feudal que se atreve a mirar a la Iglesia casi par a par y se mantiene apartado de ella. Aquella otra casa solariega, de entrada barroca y escudo blanquinoso, labrado no ha mucho, es un noble de ayer, y muy afecto a la Iglesia, puesto que salen del portal dos dominicos de abundantes libras. Luego vienen los burgueses, el estado llano, la plebe. En aquella casuca amarilla, de entrada abismática, como el orificio de una boca desdentada, galería de vidrios como antiparras, y tejado redondo, negruzco y a trechos desguarnecido, como gorro mugriento, vive, sin duda, un prestamista. Aquella casita cenceña y larguirucha, con ventanas pobladas de macetas y pájaros, ¿qué ha de ser sino la morada de una doncella talluda? Que un zapatero se asila en aquel bajo, lo proclaman las dos disformes botas de montar que cuelgan de sendas palomillas; y que el zapatero es persona de fantasía, se desprende con evidencia del rótulo: «El Nenrod boscoso y equitativo. Zapatería bilateral de Belarmino Pinto». ¿A qué seguir? Ya he concluído mi dibujo. ¿Qué opinas, Lario?

Lario examina el dibujo, y exclama, despojándose del sombrero, meneando la cabeza y rascándose el colodrillo:

—La calle no puede ser más fea. El dibujo no puede ser más hermoso. Puesto que ya la has perpetuado, ahora debían arrasar la Rúa Ruera.