CAPÍTULO VII
PEDRITO Y ANGUSTIAS
ESPUÉS DEL largo sermón de las siete palabras, la noche del Viernes Santo, don Guillén tenía la voz tomada, hendida, un poco estridente. Había sido actor, durante dos horas, y ante un auditorio de reyes, infantes y demás tropa palatina, en el drama de los dramas: la pasión y muerte del Hombre-Dios. Su rostro no se había despojado aún de la persona o máscara trágica. No quiero dar a entender que don Guillén fuese un histrión, y que, después del gran esfuerzo hipócrita sobre el proscenio, al volver entre bastidores, fingiese hallarse dominado todavía por el espanto y rigidez patéticos, y no poder recobrar la elasticidad y movilidad de los músculos de la expresión. Polus, actor griego, cuéntase que, representando Electra, de Sófocles, sacó a escena la urna con las cenizas de su propio hijo, porque el sentimiento de su dolor fuese sincero y comunicativo. De seguro don Guillén, al representar aquella tarde el drama del Calvario, había conducido en la urna recóndita del corazón las cenizas de su propia vida; cenizas ardientes aún. Horas después, todavía los ojos, las mejillas, la boca, la posición de cabeza, torso y brazos, eran como signos gráficos de fácil interpretación, en donde se podía leer un traslado de las divinas palabras: Tristis est anima mea usque ad mortem; triste está mi alma hasta la muerte.
Yo pensé que si don Guillén perseveraba en aquel modo de espíritu, no proseguiría narrándome la interioridad de su vida. Recordé lo que él me había dicho la noche anterior: que su padre, Apolonio, creía, de conformidad con la sapiencia búdica, que cada hombre lleva su destino escrito en la frente, con caracteres invisibles. Acaso, pensaba yo, los caracteres que don Guillén lleva escritos en la frente no son por entero invisibles, y la diversidad de sus nombres bautismales indica correspondiente diversidad de personalidades. Y así, esperé que, pasado un lapso de tiempo prudencial, la personalidad del hombre sereno y expansivo se sobrepusiese a la del hombre apasionado, triste y taciturno, y que don Guillén reanudase su cuento. Le hablé, por favorecer el tránsito, de cosas indiferentes a su preocupación actual, pero no tan indiferentes que resultasen frívolas o necias. Advertí que la cerrazón de la máscara trágica se abonanzaba. Se insinuó una sonrisa. Era el advenimiento del hombre efusivo.
—Anoche —dijo al fin don Gillén— comencé a contarle innumerables futesas, sin interés o de muy escaso interés. Pero este asomo de interés se desvanecerá si dejamos truncada la historia. Anoche me despedí de usted desde las puertas del Seminario conciliar de la diócesis de Pilares. Ahora, le invito a entrar conmigo. Doce añitos de estancia; pero, no se asuste usted. Comprimiremos estos años hasta dejarlos reducidos al volumen de un cuarto de hora. La consideración del tiempo por venir mete miedo; y, sin embargo, el tiempo no ocupa lugar; pero no nos damos cuenta de que no existe hasta que ha pasado. Nos afanamos por apoderarnos de prisa, de prisa, trozo a trozo, del gran bloque del tiempo venidero, y estamos en la situación de un avaro que no hiciese sino guardar onzas de oro en un arca, y que cada onza se le desvaneciese sin llegar al fondo. Fíjese usted en la impropiedad del lenguaje, en lo que respecta al tiempo y a la edad de los hombres. Se dice: «Este niño tiene muy pocos años», o «este viejo tiene muchos años». ¡Qué disparate! El niño es el que tiene muchos años y el viejo el que tiene pocos años, poquísimos, quizás meses, quizás días, quizás horas, porque el tiempo pasado ya no existe.
Aquellas consideraciones, aunque sutiles y originales, no me parecían pertinentes. Lo que yo quería conocer no eran las ideas de don Guillén, sino su vida y sentimientos. Le atajé, con cauta ironía:
—Tiene usted razón. No presumía que en los seminarios enseñaban a discurrir de esa manera sintética y plástica, por paradojas.
—¡Qué han de enseñar…! —exclamó
don Guillén, riéndose alegremente—. Comprendo, comprendo…, Quiere
usted darme a entender que le he metido en el Seminario para un
cuarto de hora solamente y que no desea usted dilatarse en este
lugar ni un minuto más de lo imprescindible. Pues ya se ha cerrado
la puerta a nuestra espalda. En las narices, en los ojos, en los
oídos, en la lengua, en el tacto, en el alma, recibe usted una
impresión de verdín, lo que en Pilares llaman verdín; ese moho fofo
y viscoso que nace, junto con las lombrices de tierra, en los
rincones húmedos, sombríos y silenciosos. Estaremos en uno de esos
rincones un cuarto de hora justo; viviremos luego cien años, y no
se despegará de nuestros sentidos aquella sensación de verdín, de
cardenillo vegetal, de frío en los tuétanos y de contigüidad con
exangües lombrices, dúctiles y ondulantes cirios de cera amarilla.
Estos cirios eran, claro está, mis compañeros. Los más provenían de
extracción humildísima, de las breñas y entrañas del terruño
labriego; pertenecían a familias de aldeanos pobres, con el peculio
preciso para pagar a uno de los varones la modicísima pensión del
Seminario, por entonces poco más de una peseta diaria; eran de una
raza intermedia entre la pura animalidad y un rudimento de especie
humana. ¡Qué facies y qué cogote, señor…! Había colodrillos
perfectamente planos y obtusos, en cuya intimidad no era posible
que cupiese un cerebelo. Otros colodrillos eran exageradamente
apepinados y piramidales. Yo me preguntaba: ¿Dónde se les va a
situar a éstos la tonsura, si no tienen espacio? Algunos de los
dueños de estos colodrillos se sientan hoy a mi lado en el cabildo
catedral; todos ellos están revestidos de autoridad, e imperan, en
alguna medida, sobre el régimen privado de las familias y el
régimen público de la sociedad. Lo curioso es que aquellas
selváticas y fornidas criaturas, de frente angosta, cejas unidas,
ojos montaraces y piel bronceada, apenas entraban en el Seminario
adquirían el color incoloro y exangüe de la lombriz y de la cera. Y
lo cierto es que, aunque muy mal (garbanzos agusanados, lentejas
entreveradas con guijas, sebáceos pendejos de carne, queso
ratonado, avellanas y nueces vanas), comían mejor que en sus casas.
¡Inexplicable fenómeno! Éramos unos doscientos. Entre tantos, por
de contado que había hijos de familias mejor paradas de hacienda;
de menestrales prósperos, de tenderos y tal cual de la clase media.
De estos últimos había un Estanislao Correa, hijo de un procurador
de los Tribunales, tímido y delicado como una virgen o como un
lirio, al cual llamaban, groseramente, por mofa, San Estanislao de
Cuesco, y le amargaban de continuo la vida. ¡Qué bárbaros! También
yo pasé mis malos ratos. Lo que señaladamente les molestaba era que
yo no perdía los buenos colores. Siempre fuí tan coloradete como
ahora soy. Los más cerriles y pobretones caían sobre los que
teníamos algún dinero, nos los ordeñaban por las buenas o por las
malas, y después de sobornar a los criados les encargaban
sustancias de comer y de beber, sobre todo vino blanco. Eran
aficionadísimos al vino blanco. Como estaba prohibido el vino en el
Seminario ni se consentía tener botellas, servíanse, para guardar
el vino, de un expediente repugnante: lo metían en orinales, y de
ellos bebían, a modo de cuenco. Dormíamos en grandes dormitorios
comunes, que casi nunca barrían. El suelo estaba sembrado de mondas
de castañas, naranjas y otros frutos, según la estación. Algunos de
los medianos, y aun de los mayores, por la noche se escapaban «de
mozas», como allí se decía. Solíamos asistir los demás a la
escapatoria; quiero decir, al acto de escaparse. El Seminario, por
la parte de los dormitorios, caía sobre un profundo barranco, ya en
las afueras de la ciudad. El prófugo tenía que ser mozo recio y de
cabeza firme contra el vértigo. El instrumento de la evasión se
aparejaba con no menos de veinte sábanas, que algunos de los
seminaristas, procedentes de pueblos costeños, unían por medio de
nudos de marinero. Cuáles veces, por embromar al juerguista, le
retiraban la escala de sábanas y no se la echaban sino de mañana,
con el tiempo preciso para que se presentase a la primera
inspección, haciéndole pasar varias horas de congoja en el
barranco, entre maleza e inmundicia, acaso bajo la lluvia. Pues en
aquel ambiente se estaban incubando los futuros ministros de Dios.
¿Cuántos tenían vocación? ¿Cuántos se habían encaminado al
Seminario siguiendo una voz interior persuasiva, una estrella
ineludible? Yo les oía contar chascarrillos de curas de aldea, de
lo mucho que tragaban, de lo majamente que vivían, de los amores
con que se distraían, del respeto y obediencia que se les tenía; y
se refocilaban de antemano con la esperanza de arrastrar una
existencia a lo regalado y holgón en una parroquia rústica, con el
ama y la sobrina, pues casi todos profesaban, teórica y
cínicamente, la poligamia. ¿Tenía yo vocación? No sé si, por
reacción y enojo contra mis compañeros, llegué a estar convencido
de sentir una gran vocación. A ratos soy muy sentimental. Entonces,
lo era mucho más. Los oficios canónicos, las ceremonias del culto,
el canto del órgano, el resplandor de las luces, el misterioso
recato de las imágenes; todo esto me enternecía y agitaba hasta los
posos del alma, y tanto más en la medida que iba entendiendo el
latín. Verdaderamente, la liturgia de la Iglesia católica es muy
bella, muy bella, muy sensual, a propósito para temperamentos
delicadamente voluptuosos. Leyendo vidas de santos, y sobre todo de
santas, se observa que los arrebatados fervores y movimientos
místicos del alma coinciden con las edades críticas: la pubertad y
la menopausia. A este fenómeno, un materialista le daría un sentido
bajo y torpe; diría que el sentimiento religioso es una emoción
sexual disfrazada. Para un espiritualista, el fenómeno tiene una
explicación más natural y profunda. Puesto que en esas edades
críticas el cuerpo, con infatigable tenacidad, impone su hegemonía
sobre el alma, es natural que en los seres de fina textura
espiritual, el espíritu intente divorciarse desesperadamente de la
materia y oponer a las precarias y fugitivas apetencias de la carne
un objeto absoluto e incorruptible, adonde se concentren los
anhelos elevados, y de él extraigan los más puros e inefables
deleites. Se me dirá que esto no acontece sino a las naturalezas
enfermizas y anormales. Concedo. Pero es que la inteligencia
extraordinaria, los sentimientos nobilísimos y fuera de lo común,
la peregrina aptitud para producir belleza, ¿no son anormalidades,
enfermedades, como la perla es una enfermedad de la ostra? La
materia en equilibrio, en inercia, es realidad a medias. La materia
en transformación, en descomposición, es realidad íntegra, porque
está creando vida y nuevas energías. Y la energía es el elemento
espiritual del universo. Yo, sin jactancia, ¿qué jactancia puede
caber en esto?, soy un hombre bastante normal y equilibrado. Pero
mucho más equilibrados eran mis cerriles compañeros. Yo asistía a
los oficios con emoción, aunque sin subir al deliquio ni al arrobo;
ellos estaban como los perros en misa. Durante los cuatro primeros
años de seminario, en los cuales se estudia con preferencia el
latín, me apliqué a dominar esta lengua: ellos concluyeron los
cuatro cursos sabiendo menos latín que un toro de Miura. Yo tenía
afición a los idiomas. El francés había comenzado a enseñármelo la
duquesa. Luego, por mi cuenta, perfeccioné su conocimiento. Me
inicié también en el inglés. Mis únicas distracciones eran el
estudio y la lectura, cosa inexplicable para mis compañeros.
DISQUISICIÓN
DE
DON
GUILLÉN
ACERCA
DE LA
POESÍA
DEL
BREVIARIOMi lectura favorita, los himnos del Breviario.
Ahora tiene usted que perdonarme si le hablo con alguna extensión
del Breviario. ¡Sus himnos han influído de tal suerte en mi vida…!
Me sé muchos de memoria, y he traducido algunos en lengua
castellana. ¡Lástima que yo no sea un buen poeta! Los españoles no
conocen la poesía cristiana. Los grandes poetas franceses,
Corneille, Racine y otros, han vertido los himnos del Breviario en
deliciosos versos franceses. En la manera de amar y preferir
decláranse espontáneamente las personas y desnudan su alma. El
ardiente Corneille traduce siempre al ardiente San Ambrosio;
Racine, más cerebral y refinado, traduce a Prudencio, meticuloso
artífice de la poesía litúrgica. En la segunda estrofa del himno a
Laudes, de la quinta Feria, dice Prudencio: Volvamus obscurum
nihil, y en la tercera estrofa: Ne noxa corpus
inquinet. Racine, en estos dos versos, creyó ver un como
remoto antecedente de la estética de Boileau, y tradujo,
respectivamente: Et que la vérité brille en tous nos
discours, y qu'un frein legitime—Aux lois de la raison
asservisse les sens. Yo no sé de ningún gran poeta español a
quien se le haya ocurrido ungirse con el óleo denso y aromoso de la
poesía cristiana. Los himnos más primitivos y arcaicos eran los que
con más dulce violencia me movían los afectos. Ya desde aquellos
primeros años de seminario me he atrevido a pensar que la Iglesia
cristiana, en el curso de los siglos, fué mudando de condición; de
potencia espiritual y apostolado de caridad social, se trocó en
potencia política. Con esta mudanza, lo que ganó en poderío e
influencia lo perdió en eficacia y estabilidad, porque todas las
potencias políticas son perecederas, por ser odiosas. Aquellos
himnos originarios e infantiles correspondíanse con las almas
simples e inflamables que los cantaban a coro en los humildes
templos. Aquellas almas inocentes y piadosas consideraban decoroso
y prudente que los clérigos viviesen con mujer, y la Iglesia
consentía el concubinato eclesiástico. ¿Por qué la Iglesia, pensaba
yo entonces, no ha de permitir ahora el matrimonio de los clérigos?
Cuántos daños se evitarían…, Y lo pensaba, no porque yo sintiera
deseos, ni estuviese enamorado de mujer alguna, sino porque miraba
y compadecía a mis compañeros. El enamoramiento vino después; y el
Galeoto, el Breviario. El primer cantor cristiano fué San Ambrosio
de Milán, cuyo corazón era como un grano de incienso entre brasas.
Un autor dice que San Ambrosio enseñó a la lengua latina a orar. En
el himno Aeterna Christi munera, que se canta a maitines
el día de los Apóstoles, se expresa así San Ambrosio:
Devota sanctorum Fides, Invicta spes credentium, Perfecta Christi charitas Mundi triumphat principem. |
«En vosotros, la fe religiosa de los santos, la esperanza invicta de los creyentes, la caridad perfecta de Cristo, triunfa sobre los príncipes del mundo». ¿No es admirable de sencillez y de claridad? Nada de autoridad ni potencia política. Fe, esperanza y caridad, esto es, amor gracioso y no debido. Estas tres virtudes teologales le bastan al cristiano para triunfar sobre los caducos principados de la tierra. Tal era la misión social y espiritual de la Iglesia primitiva, de la Iglesia apostólica. El día de los apóstoles San Pedro y San Pablo, consta en el Breviario un himno compuesto por Elpis, siciliana, mujer del filósofo Boecio. Este himno se canta en el Vaticano, con música de Palestrina, por un coro numerosísimo, sobre la tumba de San Pedro, bajo la cúpula de Miguel Ángel. Dice la última estrofa:
O felix Roma, quae tantorum Principum Es purpurata pretioso sanguine: Non laude tua, sed ipsorum meritis Excedis omnem mundi pulchritudinem. |
«Oh Roma afortunada, estás
enrojecida con la sangre preciosa de aquellos mártires (príncipes
cristianos). No por tus esplendores, sino por sus méritos (los de
ellos), excedes la hermosura de todo el mundo». ¿No está aquí
claramente acusada la contraposición de la Iglesia primitiva, como
potencia espiritual, frente al fausto de las potencias temporales y
caedizas? Sin duda, debe de ser magnífico, imponente y maravilloso
el aparato y circunstancias de contorno con que actualmente se
canta este himno en Roma; pero, ¿qué dirían Boecio y su mujer si
levantasen la cabeza? No se impaciente usted, que vuelvo en seguida
a mi historia; pero estos preámbulos son esenciales. PROSIGUE
LA
NARRACIÓNNo le hablaré a usted de las diferentes
recensiones, refundiciones y manejos que el Breviario padeció a
manos de sucesivos pontífices, porque esto, probablemente, no le
interesa, y, aun cuando le interesase, aquí estaría fuera de lugar.
Sólo quiero decirle que la segunda edición tipo del Breviario fué
publicada bajo Clemente VIII, con el concurso y dirección del
cardenal Belarmino. Recordará usted, anoche se lo referí, otro
Belarmino, zapatero y filósofo, padre de una chiquilla amiga mía,
Angustias. Pues bien: yo no podía por menos de ver en el cardenal
Belarmino algo así como la paternidad putativa o adoptiva del
Breviario. El nombre de Belarmino aparece con frecuencia, y no me
era dado eximirme de esta idea caprichosa. Por otra parte, yo me
había enterado que Belarmino, el zapatero, no era padre, en la
carne, de Angustias, sino padre putativo o adoptivo. Él decía
profesar la filosofía, pero yo digo que tenía mucho de poeta; así
como mi padre, Apolonio, que decía profesar la dramaturgia, tenía
mucho de filósofo. Extraña y misteriosa asociación de ideas y
sentimientos se fué operando poco a poco en mi espíritu; la poesía
del Breviario, la esencia indecible, penetrativa, mareante, que
brota de sus melodías y se adhiere para siempre en el corazón donde
se derrama, eran la misma poesía y esencia que se exhalaban del
alma de Angustias, la niña que en su candor y pulcritud parecía una
rosa dilecta del Hacedor Supremo. El Breviario me traía, no ya la
presencia espiritual de Angustias, sino también la presencia
sensible. El Breviario abunda en locuciones e imágenes de extremada
visibilidad y plasticidad, y lo que no residía en la virtud
plástica y evocadora del Breviario, lo suplía mi imaginación
adolescente. Además, los melodas litúrgicos, enamorados congojosos
de la castidad, hacen a menudo grandes gestos de conjuro para
ahuyentar las visiones impuras. Estos recios conjuros son, sin
duda, de sumo provecho para lustrar y aquietar las almas donde se
encierran recuerdos de la propia experiencia impura, en las cuales
las imágenes torpes son, o recuerdos materiales, o fragmentos de
recuerdos, aderezados y embellecidos por la fantasía. Pero en las
almas blancas, vírgenes de experiencias y recuerdos, los tales
conjuros, lejos de ahuyentar visiones turbadoras, que no existen,
las sugieren. Como ya le he indicado más arriba, los himnos del
Breviario nacieron en diferentes períodos de la vida de la Iglesia:
unos, al período infantil y mozo, que son los de la Iglesia
primitiva; otros, al período adulto y de madurez, y otros,
poquísimos, al período senil, que es un período estéril. Como
quiera que la substancia de la poesía es, necesariamente, el amor,
así también los himnos litúrgicos son expansiones de amor, de un
amor sobremanera copioso y ambicioso, puesto que aspira a un objeto
absoluto e incorruptible. Se advierte que los himnos de la Iglesia
primitiva y moza están inspirados en un amor concebido en el
corazón, y los de la Iglesia ya madura, en un amor concebido en la
cabeza. Contra lo que piensan y dicen las inteligencias
superficiales, es más natural en el mozo ser inclinado al pesimismo
y a la desesperación, que no en el hombre maduro, como lo prueban
los suicidios, que la mayoría son de personas jóvenes. Chamfort
habla de un joven que, a pesar de no tener edad para conocer el
mundo, estaba tan triste como si ya lo conociese todo. Liviana
observación; pues por eso precisamente estaría tan triste. Para el
joven inteligente y sensitivo, el mundo es un caos sumido en
lobreguez. El joven posee deseos vastos, quiere poner orden y luz
en las cosas, un orden suyo, a la luz que de su propio corazón
dimane. Esta luz, luz y lumbre, claridad y ardor, es el amor. Si
alguien de fuera, el espíritu malo, extingue esta luz, el mundo se
ha derrumbado irremisiblemente. Tal era la psicología de la Iglesia
primitiva; tal era la mía, en los cinco primeros años de seminario.
Miedo a la tiniebla, al frío caos, al soplo del espíritu malo;
deseo desesperado de luz, de calor, de amor. Todos los primeros
himnos del Breviario son un clamor continuo y angustioso hacia la
luz. Cada vez que yo leía, con el corazón en suspenso:
claritas, lux lucis, lux refulgens sensibus, lucis aurora
rutilans; claridad, luz de luces, luz que ilumina los
sentidos, rutilante luz auroral…, veía en presencia la imagen de
Angustias, y exclamaba, con San Ambrosio: os, lingua, mens,
sensus, vigor —confessionem personent; que resuene mi
confesión de amor en mi boca, en mi lengua, en mi mente, en mis
sentidos, con todas mis fuerzas. Cuando leía: Virgo super omnes
speciosa, flos, dulcedo; doncella más gentil que todos, flor,
dulcedumbre; o como decía Prudencio, aquel esteta de la Iglesia
antigua: Thesaurus et fragans odor—Thuris Sabaei ac
myrrheus; tesoro, aroma fragante del incienso sabeo y de la
mirra…, veía en presencia la imagen de Angustias. Otras veces,
cuando leía el conjuro de San Gregorio el Magno a la
concupiscencia: Absint faces libidinis—Me foeda sit vel
lubrica—Compago nostri corporis; lejos de mí las antorchas de
la libidinosidad; que la sucia lubricidad no se asiente en las
articulaciones de mi cuerpo…, la imagen de Angustias se me
presentaba más linda, cándida y adorable que nunca, y mis brazos,
involuntariamente, se tendían para asirla contra mi pecho. Y cuando
leía en San Fortunato: Membra pannis involuta—Virgo mater
alligat—Et manus pedesque et crura—Stricta cingit facia; de
cómo la Virgen madre envuelve en pañales los torpes miembros del
recién nacido y le ciñe con vendas las manos, los pies, las
piernas…, veía también a Angustias, con un hijo; y mi corazón se
derretía de ternura. Preguntábame, en la soledad de mi conciencia;
¿son éstas malicias de Satanás, que me inducen a imaginaciones
impías? ¿O son, por el contrario, insinuaciones divinas con que se
me hace patente que debo servir al Señor antes como buen casado que
como sacerdote melancólico? Consulté con el confesor, el cual
respondió afirmativamente a la primera pregunta; eran malicias de
Satanás, que yo vencería sin esfuerzo. Sin esfuerzo…, Mi confesor
era un santo varón, albino y adiposo, que no tenía ni sospecha de
lo que fuese un esfuerzo. Sin embargo, me atuve al consejo y
parecer del confesor, sabiendo que la voz de Dios busca a manera de
instrumento en donde articularse esas almas huecas y limpias, que
son como albogues de madera sana, no obstruídos, resecos, ni
agrietados; y me esforcé, ¡con qué frenético ahinco!, en rechazar
de mi frente y de mi pecho imágenes y blanduras amorosas. Pero
cuanta mayor era mi diligencia, con tanta más insidia, suavidad y
mimo me perseguían, me cercaban, me penetraban. Alcancé el ápice
doloroso de este estado de espíritu cuando cursaba el quinto año de
seminario y primero de filosofía. Acentuóse el malestar a medida
que se acercaban las vacaciones. En las vacaciones posteriores a
los dos primeros cursos, y aun en las del tercero, Angustias era
todavía una chiquilla, y yo, aunque prematuramente apersonado con
mi temo de paño negro, un mozuelo. Nada tenía de particular que
reanudásemos cada estío la añeja amistad, si bien no tan asidua,
porque nos faltaba Celesto, el aprendiz, el cual, al pasar
Belarmino a zapatero remendón, había entrado de zagal en una
cochera de carruajes de alquiler. A pesar de la separación, el
zagal conservaba mucho afecto a Belarmino, a Angustias y a mí. Mi
trato con Angustias era del todo inocente. Mi pasión no se me hizo
patente hasta el cuarto curso de seminario. Aquel año, al salir del
Seminario, hallé a Angustias hecha ya una mujercita. La primera vez
que nos cruzamos en la calle, me sentí tan turbado que no acerté a
moverme ni a hablarle. Comprendí que me ponía pálido como un
muerto. En todo aquel verano no nos dirigimos la palabra. Siempre
que nos veíamos, yo me ponía pálido y ella encendida. Y así llegó
el quinto año de seminario, nueve meses de martirio; y salí
nuevamente de vacaciones. Me espantaba tener que volver a ver a
Angustias. Estuve tentado de rogar a la duquesa que me permitiese
pasar las vacaciones en su casa de campo, aunque fuera como fámulo;
pero desistí en un principio. Y ocurrió que una solterona, llamada
Felicita Quemada, que vivía dos puertas más abajo de mi padre, y
que cuando niño me solía llevar a merendar a su casa, un día que
nos tropezamos en la calle me dijo: «Querido don Pedrito, estás
hecho un guapo mozo, un hombre hecho y derecho. Ante todo, no te
enojará que te siga tratando de tú. Para mí, siempre serás un niño,
aunque te hagan obispo de la ínsula Barataria. Pero, vaya, que eres
un mozo garrido. Lástima que vayas para cura, que si no, las niñas
andarían detrás de ti despepitadas. Y aun así y todo…, ¿quién sabe?
Es decir…, yo creo saber…, Pero, cambiemos de palique. No sé por
qué no has de venir por mi casa, como otros años, como siempre.
Cierto que yo soy una mujer soltera y tú un guapo galán, y hay
lenguas de avispa; pero esto no debe importarnos, porque quien a mí
me importa sé que no lo toma a mal, y además eres ya medio cura, y
los curas tienen vía libre en todas partes. Conque mañana te espero
a merendar…». Y fuí al día siguiente. Aquella mujer era víctima de
un amor imposible, y no pudiendo dar feliz término a su amor, se
perecía porque todas las demás criaturas del universo se
confundiesen en estrecho e indisoluble abrazo amoroso. Su charla
era bastante para marear a cualquiera, pero aquella tarde, lo que
realmente anduvo a pique de hacerme caer sin sentido, no fué la
forma, sino el fondo y asunto de su charla. Aunque muy velado y
desmenuzado en minúsculas alusiones, que entreveraba y envolvía
entre vanas parrafadas, vino a decirme que Angustias estaba
locamente enamorada de mí y que no podía vivir sin mí. Yo no
ignoraba que Angustias venía con frecuencia por casa de la
solterona, y que a veces dormía allí. Volví por la casa. A cada
merienda, la solterona se clareaba más. Un día me propuso que me
reuniese allí mismo con Angustias; ella lo prepararía bien y nadie
lo sabría. Me negué, en redondo, Dios sabe a costa de cuánto
esfuerzo y agonía. ¡Y mi confesor me persuadía que cercenar las
inclinaciones amorosas no cuesta ningún esfuerzo! La solterona me
replicó: «No te apures, don Pedrito; estoy convencida que tienes
verdadera vocación de cura». Harto comprendía ella mi amor y mi
dolor. Prosiguió: «No había mal en lo que te proponía, ni peligro,
ya que es tan firme tu vocación religiosa. Era una caridad, una
limosna que harías a la pobre Angustias. Sólo con verte de cerca,
por última vez, quedaría dichosa para el resto de su vida. Hasta
podías inculcarle la vocación, y que se meta monja…». Insistí en mi
negativa. Dijo la solterona: «Sea. Cada cual es dueño de sus
actos». ¿Yo, dueño de mis actos…? «Pero lo que hemos hablado no
será obstáculo para que de vez en cuando me visites. Yo procuraré
que no coincidáis aquí ni por casualidad. ¿Cuándo volverás? ¿El
jueves próximo?». Aquel jueves, al salir de mi casa para ir a la de
la solterona, vi que entraba en ella una mujer. No es que la viese.
Sólo alcancé a ver el vuelo de una falda y un pie que subía de la
losa al umbral. Me bastaba. Era Angustias. Salí huyendo, fuera de
la ciudad, aldea adelante, andando, andando varias horas, y me
encontré en casa de la duquesa. Cuando llegué, me duraba todavía el
aturdimiento, la insensatez. Dije a la duquesa que no me hallaba
bien de salud y que iba a la aldea a reponerme. La señora me
preguntó si había tenido algún disgusto con mi padre. Por el gesto
de mi respuesta, la duquesa, que era un lince, presumió la oculta
causa. «Pobre Pedrín, hijito —dijo, dándome una palmada en el
cogote—; ahora, a pasear, a pescar, a cazar; distráete,
embrutécete. No des excesivo valor a las cosas de poca monta. Ya se
te pasará esa pequeña enfermedad». Pero no se pasó. Transcurrió un
mes. Iba de vencida el verano. El cielo estaba ya desvaído y
triste. En veinte días escasos debía entrar en el Seminario. No
pude resistir más. Volví a Pilares y a casa de Felicita. Antes de
que ella hablase, me adelanté a decir: «Quiero ver a Angustias».
Respondió la solterona: «Lo esperaba. Tienes un corazón de oro.
Vuelve mañana a la hora de la merienda, como de costumbre». Llegué
al día siguiente. Felicita me condujo a su gabinete, cerró la
puerta y me dejó dentro. Estaba Angustias en pie. Yo, en pie, a
tres pasos de ella. Nos mirábamos sin decir palabra. Brillaban sus
ojos con lágrimas; se empañaban los míos. Y nos mirábamos sin decir
palabra. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ni sé cómo la hallé ya entre mis
brazos; las bocas unidas. ¿Cuánto tiempo? Tampoco lo sé. Había en
el gabinete una cómoda; sobre la cómoda, una imagen de la Virgen de
Covadonga, con una lamparilla ardiendo. Nos arrodillamos ante la
imagen, tomé la mano de Angustias y dije: «Ante la reina de los
cielos, te prometo casarme contigo». Entró Felicita: «Niños,
loquines, que ya es tarde. Cada mochuelo a su olivo y cada pollo a
su corral». Yo no quería separarme de Angustias ya en la vida. «Qué
súbito es don Pedrito —comentó Felicita—; claro, tiene hambre
atrasada. Tonto, ¿de quién es la culpa? Ya lo arreglaremos todo, y
de prisita, para que no te consuma la impaciencia». Sin embargo, yo
no quería separarme de Angustias sin llevarme por lo menos un
retrato que contemplar en las horas de ausencia. Por fortuna,
Angustias tenía en casa un pequeño retrato. Quedamos que se lo
traería a Felicita y que ésta me lo enviaría al punto. En días
contados (y todos los días nos veíamos), Felicita ideó, maduró y
dispuso el plan de lo que habíamos de hacer. Angustias y yo no
poníamos nada de nuestra parte; nos dejábamos llevar por Felicita,
y en verdad que si grande era nuestro gozo no era menor el de la
pobre solterona. Sólo de raro en raro se detenía a murmurar, con
acento de quejumbre: «¡Qué envidia me dais, tortolines…! Pero no
caigáis en soberbia o egoísmo, que no sois solos en el mundo.
También a mí me llegará mi hora; y quizá muy pronto. Cuando Anselmo
y yo nos casemos, seremos amigos los dos matrimonios, aunque
vosotros pertenezcáis a una clase humilde. Yo no reparo en eso, y
no reparando yo, Anselmo no reparará tampoco». Felicita era de
opinión que por las buenas y siguiendo los trámites usuales no
llegaríamos a casarnos. Por lo tanto, era menester apelar a un
procedimiento rápido y enérgico; nos escaparíamos, pediríamos
luego, por carta, perdón y consentimiento a nuestros padres, y a la
postre, para evitar el escándalo, todo se arreglaría a pedir de
boca. Angustias, por no causar una pena a Belarmino, repugnaba la
idea de la escapatoria. «¿Por qué hemos de escaparnos? Se escapan
los que han hecho una cosa mala, y nosotros no la hemos hecho. ¿Qué
pensará mi padre?», decía Angustias, con angelical mansedumbre. Yo,
por la violencia de mi amor, me sentí violento en la lengua: «Nos
escapamos, porque es el único camino que se nos abre, y si tú no lo
sigues conmigo, es que no me quieres». «No digas eso», suspiró
Angustias, con lágrimas nacientes, que yo acudí a evitar con mis
labios. «¡Jesús! ¡Jesús! —chillaba la solterona, en tono burlesco—.
Niños, no os pongáis pecaminosos, que me ruborizo y se me alargan
los dientes…». ¡Pobre mujer; alma jugosa y generosa, como la vid
buena, revestida de un tronco sarmentoso y casi momia! No había
inconveniente u obstáculo a nuestra presunta evasión que ella no
saliese al paso con el adecuado remedio. Ella nos facilitó el
dinero, que yo luego entregué a Angustias; ella nos sugirió la idea
de avisar a nuestro fiel amigo Celesto, para que nos proporcionase
el carruaje y nos sirviese de mayoral; ella apercibió todos los
pormenores; ella, por fin, desinteresada sacerdotisa del amor,
vetusta vestal, nos bendijo enternecida, cuando partíamos. ¡Cómo
llovía el día de nuestro éxodo feliz! ¡Cómo sonaba el agua a
cristal, a campanas de gloria! Era un nuevo diluvio, que anegaba a
la humanidad entera; nuestro coche, como el arca de salvación; sólo
nosotros sobrevivíamos al universal naufragio, destinados a ser
origen de una humanidad nueva. Pronto brillaría el arco de la
alianza. A la mañana siguiente, temprano, repicaron con los
nudillos a nuestra puerta. Me incorporé. Angustias, blanca y dulce,
con el cuello en escorzo, dormía como una paloma. Decía la
sirvienta, de fuera del postigo, que unos señores me esperaban
abajo. Venían, sin duda, en nuestra persecución, a quebrantar
nuestra dicha. Yo estaba resuelto a dejarme matar, antes que
entregarme. No tenía armas. Miré en torno. Nada había que pudiese
servirme de arma eficaz. La sirvienta insistía desde fuera. Lo que
yo más temía era que Angustias se despertase. Me vestí de cualquier
modo. Salí a la puerta con intención de sobornar a la sirvienta.
Unas manos de hierro, las de aquel bárbaro Patón, el criado de la
duquesa, me amordazaron, me sujetaron cruelmente los miembros, me
tomaron en vilo, me descendieron a un zaguán, en donde estaban mi
padre y el señor Novillo, el cortejador de Felicita, me metieron en
un coche…, Y, entretanto, Angustias dormía como una paloma, y acaso
soñaba que era feliz. Aquellas manos de hierro no rebajaron un
punto su salvaje presión hasta que llegamos a Pilares. Yo era como
un inválido, como una cosa inútil y paralítica. El bárbaro Patón me
conducía como liviano fardo. Y yo conducía mi pobre vida, mi pobre
alma, como otro fardo, pero insostenible, abrumador. Según íbamos
en el coche, pensé: «Si yo pudiera morderme con disimulo una
arteria y dejarme desangrar, calladamente…». Todo era inútil.
Sentía el corazón tumefacto, insensible. Lloré, lloré entonces como
flaca mujer, por mi tesoro, que no había sabido defender como
hombre; lloré todo el viaje. De camino, mi padre ni el señor
Novillo no desplegaron los labios. La duquesa me encerró en un
cuarto oscuro, y allí me tuvo la semana que faltaba para volver al
Seminario. No podía yo imaginar que me admitiesen en el Seminario,
después del escándalo. Mientras estuve encerrado, nadie me enteró
de nada. El día primero de curso, la propia duquesa me llevó en su
coche al Seminario. ¿Qué había pasado? Andando el tiempo, lo supe.
El señor obispo, bajo la influencia de los dominicos y de los
marqueses de San Madrigal, quería casarme. La duquesa de Somavia se
oponía tenazmente y pretendía que yo continuase mi carrera. Como
Angustias había desaparecido, sin dejar vestigio ni presunción de
su paradero, finalmente triunfó la voluntad de la duquesa y yo
volví al Seminario; otros siete años…
Don Guillen apoyó los codos en las piernas, la frente en las palmas. Hubo un largo silencio. Irguióse y enhebró la interrumpida hebra del discurso:
—Siete años…, La almendra del
árbol de la Iglesia: Sagrada Escritura, Teología dogmática,
Teología moral. Siete años de triple martirio, no ya en el corazón,
como los años anteriores, sino en la carne y en la conciencia. Ya
no eran las tentadoras imágenes de antes, fingidas por la humareda
que se elevaba del corazón; era la experiencia de la carne, el
recuerdo de lo pasado, que, no obstante haber pasado, permanecía
actual sobre mi piel, como la cicatriz de las heridas. El contacto
de Angustias había impregnado mis nervios ya para siempre: la
sensación estaba de continuo sobre mí, me erizaba el vello con un
calofrío placentero. Angustias seguía formando parte de mi ser y me
dolía como un miembro amputado. Martirio del corazón, martirio de
la carne y martirio de la conciencia, acaso más desesperado que
todos. DRAMA
DE
CONCIENCIA
DE
DON
GUILLÉNA diferencia de mis compañeros, yo continuaba leyendo
y estudiando. Ninguno se preocupaba de que yo leyese, ni de los
libros que leía. Y lo que yo leía eran obras francesas e inglesas,
y traducciones alemanas al francés y al inglés, sobre crítica
bíblica. Me apliqué a meditar sobre el problema de los Evangelios
sinópticos. Era evidente, ¡ay!, era evidente. Los Evangelios no
poseían valor histórico; no eran testimonios personales de la vida
y enseñanza de Jesucristo; habían sido urdidos muchos años después,
casi un siglo. Las piedras angulares sobre que se asentaba la
Iglesia eran otros tantos fraudes. El profesor de Sagrada Escritura
se llamaba don Salomón Caicoyas. Salomón, el hijo de David, se
había posado brevísimo tiempo en la inteligencia de este otro su
homónimo. ¡Hombre más ignorante, soberbio y poseído de sí…! Llevaba
el manteo terciado, la teja al bies, y tenía todo el empaque de un
majo. En el Seminario se murmuraba que era muy galanteador y que se
introducía siempre entre la muchedumbre y en lugares muy
concurridos, por disfrutar de apreturas con las mujeres. Su voz era
como el estridor de un cuchillo contra un plato. Yo no podía oírle
sin sentir dentera y malestar de estómago. Además, no sé por qué,
me tenía franca ojeriza, y no perdía oportunidad de recordarme en
público la grave falta que yo había cometido. Pues este hombre era
quien debía disipar los negros vapores que ensombrecían mi
conciencia… ¡Figúrese usted!… Yo mismo hube de procurarme la
salvación; yo mismo, con la ayuda de Dios y de la mano de San
Pablo, el apóstol de los gentiles, que no conoció a Cristo. Las
epístolas de San Pablo son los documentos más antiguos y
fehacientes del cristianismo; son propiamente obra de la fe, de la
voluntad de creer. San Pablo no exigía virtudes heroicas; antes
bien, virtudes moderadas. Hay un oportunismo de la virtud, que es
la verdadera doctrina paulina. La religiosidad sincera, para San
Pablo, se cifra en algo más importante que los hechos probados y la
rigidez de conducta. En la segunda epístola a los Corintios, San
Pablo dice: o Khirios to pneuma estin; el Señor es el
espíritu. Los griegos, aunque espiritualistas, no habían acertado a
sutilizar el alma humana sino asimilándola y, por ende,
denominándola con la palabra psique, mariposa, que para
ellos era imagen de la levidad suma. ¡Qué milagroso avance en la
espiritualización del alma desde la psique, material
todavía, hasta el pneuma, materia inmaterial, sustancia
etérea, soplo divino!… El Señor es el espíritu; Dios reside en
nuestra alma. Todo el resto, documentos, testimonios y dogmas, es
secundario. No hay sino robustecer y exaltar el elemento espiritual
de nuestro ser. Tal es el deber religioso primordial y único. El
cristianismo enriqueció la historia de la conciencia humana con un
acto de creación: la creación del espíritu. El espíritu es algo más
fino y elevado que el alma. Los egipcios creían ya en el alma. Pues
el espíritu es el alma en libertad. El espíritu, sobre la tierra,
existe con conciencia de sí propio —pues antes existía a ciegas—
desde hace diez y nueve siglos; desde San Pablo. Acaso un psicólogo
experimental me replicará con sorna: «pero, si el espíritu sigue
sin existir…, Yo no he tropezado con el espíritu en mis
experimentaciones». Responderé yo: «tanto peor para usted, pues es
señal de que usted no tiene espíritu y no puede ser cristiano». El
espíritu es superior a la psique y no se puede llegar
hasta él por la mera psicología. San Pablo fué también el apóstol
áspero de la castidad. Más vale casarse que abrasarse; pero la
castidad es madre de la fortaleza. DON
GUILLÉN
HACE
VOTO
DE
CASTIDADUna noche de insomnio, meditando y cavilando sobre
lo que habría sido de Angustias, creí oír una voz interior, una voz
que resonaba con misteriosa certidumbre: «Esa mujer está perdida. A
esa mujer la has perdido tú. Esa mujer no puede pecar, porque es
inocente de su caída. Los pecados de esa mujer pesan sobre tu
conciencia. Tanto pecarás tú cuanto ella peque, y ella permanecerá
limpia, porque no es suyo su pecado. Todo le será a ella perdonado,
por haberte amado tanto. Haz tú que tantas culpas te sean
perdonadas, compensando con severa castidad la cadena de pecados
que tú mismo hubiste de forjar y remachar, y que llevas asida al
tobillo y a las muñecas». Y con resolución que arrancaba del
tuétano de mis huesos, exclamé: «Así lo haré». Y lo cumplí. Creo en
el espíritu y soy continente: todo el resto es secundario. Ya más
sano en mi alma, volví a bañarme en la onda tépida y vigorizante
del Breviario. Ahora, tres himnos se alojaron en mi pecho y ardían
de modo inmarcesible, como lámpara de tres lenguas iguales: los
tres himnos a María Magdalena, uno precisamente del cardenal
Belarmino, otro de San Gregorio, retocado por Belarmino, el tercero
de San Odón de Cluny, retocado también por Belarmino. Dice San
Odón:
In thesauro reposita Regis est drachma perdita; Gemmaque lucet inclita De luto luci reddita; |
el dracma perdido es repuesto en el tesoro del rey, y la perla luce nuevamente sacada desde la tiniebla hasta la claridad.
Y dice San Gregorio:
Nardo Maria pistico Unxit beatos domini Pedes, rigando lacrymis Et detergendo crinibus; |
con nardo machacado María unge los santos pies del Señor, regándolos de lágrimas y enjugándolos con los cabellos.
Y dice Belarmino:
Amore currit saucia Pedes beatos ungere, Lavare fletu, tergere Comis, et ore lambere; |
herida de amor, corre a ungir los santos pies, a lavarlos con llanto, a enjugarlos con la cabellera, a acariciarlos con la boca. Y un día, vendrá así la mujer a quien perdí; en su inocencia, me pedirá perdón, y yo le diré: «Levántate, mujer. Tú eres quien debe perdonarme. Heme aquí a tus plantas». Así pensaba yo entonces…, y luego…, muchos años. Y he llevado siempre conmigo la imagen de la mujer, la imagen anterior a su desdicha y a la mía; y no pudiendo hacerla mi amada, hice de ella mi hermana.
Después de breve pausa, prosiguió don Guillén:
—Mi primera misa la dije en la
casa de campo de la Somavia. La duquesa fué mi madrina. Me regaló
una rica casulla, bordada en oro. Entre sus arabescos, muy
disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del corazón cae
un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A
equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera
blanca. Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la
duquesa; pero Su Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua
calaverada, me envió, apenas ordenado de mayores, a una parroquia
rural inhospitalaria: San Madrigal de Breñosa. Allí tenían una
hermosa finca los señores de Neira, de donde tomaron pie para el
título; pero jamás iban, por lo muy apartado y fragoso de la
comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo en aquellos
andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda, fué a
guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy
devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su
capellán. Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad
todavía, muy blanca, y simple que no cabía más. Sus ideas
religiosas eran caprichosas, y aun cómicas. Creía que el cielo de
los bienaventurados era un teatro, con su escenario y localidades
para el público. Su marido, don Restituto, según ella, se había
adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y
reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de
que su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse
de mí y en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra
matrona de Éfeso. La cosa no tenía nada de particular, si se tiene
en cuenta que el único hombre de traza humana que allí veía era yo;
que su marido había sido mucho más viejo que ella; que poseía un
corazón muy tierno y dadivoso, y, por último, que el verme vestido
con ropa negra y larga, a modo de falda, como ella, le infundía
confianza y atrevimiento para manifestarse, a pesar de su natural
tímido y cuitado. Ella sabía de mi fuga con Angustias, y debía de
calcular que me rendiría fácilmente al amor. Pero yo me di
excelente maña para disuadirla. Con fervor y unción retóricos, lo
confieso, me las arreglé para convencerla de que fijásemos nuestra
mutua relación en un terreno puro y espiritual. No le prohibía que
me amase, pues Dios no pide de sus flacas criaturas lo imposible, e
imposible es desarraigar los afectos profundos por un mero
movimiento de la voluntad; pero le vedaba declararse paladinamente,
pues Dios exige que nos sobrepongamos a la flaqueza y a la pasión,
y esto sí le es posible a la voluntad. Le hablé yo mismo de aquel
gran pecado de mi atropellada mocedad, de lo arrepentido que estaba
y de cuán firme era mi propósito de la enmienda. Le di a entender,
fingidamente y por proporcionarle algún alivio a sus afanes, que
correspondía a su afecto, pero que mi estado sacerdotal me obligaba
a poner una venda sobre los ojos de la carne. Yo sería su padre
espiritual; ella, mi hija. En confesión, de penitente a sacerdote,
podría confiarme las cuitas de su pecho; de mujer a hombre, jamás.
Estaba maravillada de aquello que ella reputaba fortaleza y virtud
mías, y que no era sino deseo de tranquilidad y de que no me
molestara. «Es usted un santo, un santo de veras; el único santo
que he conocido», me decía de cuando en vez, mirándome con
adoración, las manos en actitud de rezo. Yo comía siempre con ella.
Tal vez me contemplaba con ojos lacrimosos de oveja, interrumpiendo
la deglución. Tal vez, de sobremesa, alejado ya el sirviente,
lanzaba terribles suspiros; pero no pasaba de ahí. Dormía yo
también en la finca; pero elegí una estancia holgada y desnuda,
como celda, de luz permanente y plateada, mirando al Norte, al
extremo de la casona, y más allá de los dormitorios de la
servidumbre, por evitar maledicencias. Era señor de mi tiempo, y me
pasaba horas y horas estudiando, ya en la gente del campo, ya en
los libros. Allí, en contacto con los esclavos de la gleba, se me
reveló la gran tragedia de la sociedad humana. Me aficioné entonces
a las ciencias sociales, las cuales siguen siendo mi preocupación.
DON
GUILLÉN
SIENTE LA
VOCACIÓN
DE
REFORMADOR
SOCIAL.
SOCIAL.
DISQUISICIÓN
SOBRE LA
FELICIDAD Yo he nacido para reformador social. Que la
sociedad está mal organizada y ha de cambiar, es evidente. Los
hombres tienen derecho a la felicidad; todos los hombres; pero
tienen derecho aquí mismo, en la tierra. El estímulo más vehemente
y constante, el móvil más poderoso y activo que ha puesto Dios en
la conjunción humana de alma y cuerpo, es el deseo de felicidad.
Luego si lo primordial humano, por designio divino, es el deseo de
felicidad, el hombre tiene derecho a la felicidad. Todas las
grandes actividades conscientes (y no digamos de las reflejas e
inconscientes) se engendran de aquel móvil fatal e ineluctable, el
deseo de felicidad: la religión, la moral, el derecho, el arte, la
ciencia. Todas estas actividades conspiran desde su origen a
perfeccionar la sociedad, con el fin de alcanzar últimamente el
máximo de felicidad para el máximo de individuos, si bien, por
deficiencia humana, todos los ensayos de organización, hasta ahora,
se han hecho a base de una manera de felicidad limitada y mediante
uno solo de aquellos grandes órdenes de actividad consciente, con
preferencia y preterición de los otros. La Iglesia nació como un
ensayo de organización para la felicidad. En las epístolas de San
Pablo vemos, sin posible interpretación en contrario, que el
apóstol se creía inmortal, que cuantos profesasen en la fe de
Cristo se harían inmortales, y que el Salvador volvería a
establecer el reinado de la felicidad sobre la tierra para sus
fieles, lo que él llamaba la Parousia; y como lo predicaba
el apóstol así lo creían los secuaces. Pero sucedió en Tesalónica
que algunos de los convertidos se murieron, con lo cual los
cristianos tesalonicenses movieron grandes motines, llamándose a
engaño; y lo mismo los de Éfeso. El apóstol vió al cabo que él y
todos los cristianes tenían que morirse; pero como no podía
renunciar a la felicidad, decidió que no se moría sino el cuerpo, y
que el espíritu, inmortal, penetraba en el reinado de Cristo, en la
Gloria. Así, la Iglesia de los primeros siglos fué una dulce y
baldía anarquía, un ensayo de organización para obtener la
felicidad después de la muerte. En aquel ensayo de organización
para la felicidad fueron menospreciados o preteridos los órdenes de
actividad consciente distintos del religioso: el científico, el
artístico, el político, y muchas veces el moral. Nuestra
organización social al presente, esto que dicen la sociedad
capitalista, es otro ensayo de organización para la felicidad, a
base de dos órdenes de actividad, el político y el científico, con
menosprecio y preterición de los otros. Es un estado de anarquía
cruel y productiva, así como la Iglesia primitiva era un estado de
dulce y baldía anarquía. El socialismo, mayorazgo del capitalismo,
pretende ser un ensayo a base solamente de actividad científica.
Todos los ensayos de organización para la felicidad, hasta ahora,
han sido ensayos fracasados; aunque todos diferentes, tienen de
común entre sí que en el fondo de todos ellos late una anarquía
disimulada, vergonzante, cohibida. Aunque parezca paradoja, ¿no
será tal vez la anarquía la única organización posible para la
felicidad? El día que todos los órdenes de actividad consciente,
incluso el político y jurídico (por el cual yo no entiendo el arte
de gobernar, sino el de vivir en comunidad, sin estorbarse ni
dañarse mutuamente), alcancen su plenitud y autonomía, y entre sí
se armonicen sin menoscabarse ni lastimarse, ¿no resultará una
organización espontánea de perfecta anarquía, libertad absoluta e
insuperable felicidad terrena? Bien. No es pertinente que le
exponga aquí todas mis ideas sociales. PROSIGUE
LA
NARRACIÓN Ello es que allá, en San Madrigal, pensaba yo a
veces: «si yo tuviera medios de fortuna, hacienda bastante, para
ensayar una comunidad de hombres felices, en lo posible, una
experimentación social, como otras que se han hecho, pero
aleccionado por los errores de los demás». Cuando he aquí que, un
día, la viuda me suelta, como ducha de agua fría, que tiene la
intención de dejarme heredero universal; cerca de dos millones de
duros. Desde luego no supe qué decir; pero, a poco, Dios me
concedió bastante serenidad y reflexión para responderle: «Señora:
le agradezco, con emoción no traducible en palabras, su
generosidad; generosidad que no acepto, ni aceptaré, no tanto por
mí, cuanto por usted y su buena memoria. Se pensaría que la índole
de nuestras relaciones me había acarreado esta prueba póstuma de su
amor de usted hacia mí». Y doña Basilisa, tan bobalicona siempre,
habló, excepcionalmente en aquella ocasión, con cierta elocuencia y
buen sentido: «Lo que digan los juzgadores temerarios, allá ellos
con su conciencia. La mía está tranquila y confiada ante Dios, que
ve el secreto de mis intenciones. No es esto dádiva de amor, no; ni
siquiera premio a su santidad y virtud, sino muestra débil del
agradecimiento con que usted me ha obligado, por haberme persuadido
a guardar mi virtud y servido de guía en el áspero sendero del
bien. Cuando me junte con mi Restituto, en el celestial coliseo,
estoy segura que lo primero que me va a decir es: no creas que
ahora aplaudo la afinación de los divinos coros; lo que hago es
aplaudirte por lo que has hecho». Sin embargo, yo me negué a
aceptar la herencia, a no ser con una condición: que constase en el
testamento que me dejaba su fortuna al modo de fideicomiso para que
yo la emplease en aquellas empresas y obras de utilidad y beneficio
del prójimo que yo juzgase conveniente. Y en eso quedamos. A los
siete años de estar yo en San Madrigal murió la duquesa de Somavia.
La asistí en sus últimos momentos. Hasta el mismo punto de morir no
perdió la alegría ni el desparpajo. En medio de la pena y el llanto
que nos causaba verla morirse nos hacía reír con sus salidas. Yo
siempre había creído que tenía el pelo muy ensortijado, y era que
se lo rizaba todas las noches, mechón a mechón, enroscándolos en
unos rollitos de papel, que luego extendía a entrambos cabos, a
modo de blanca mariposa. Todas las noches, en su lecho de muerte,
hacía que la doncella le aderezase el cabello, poniéndole aquella
especie de mariposas, que al día siguiente conservaba durante todo
el día. Hacía un efecto muy chusco. Pues así se murió; con la
cabeza cubierta de mariposas de papel. Como yo la mirase con
sorpresa, al verla por primera vez en aquella guisa, ella, con sus
graciosas despachaderas, me dijo: «¿Qué miras ahí, papanatas? ¿Es
que nunca has visto una mujer en la cama y sin vestir? ¿O es que te
parece mal que las viejas cuidemos de sostener y realzar los restos
de belleza que nos quedan? Y no vayas a figurarte, ya que como cura
serás malicioso, que sois como mulas resabiadas, y los resabios del
mal pensar los habéis adquirido en el confesonario, en donde de la
gente no aprendéis sino lo malo y lo feo, y eso que no os lo dicen
todo; no vayas a figurarte que me pongo estos moños por vanidad; ¡a
buena hora…! Lo hago por decoro, y por algo más. El primer deber de
los decentes y bien nacidos es atender al decoro de su persona. Y
además lo hago, y lo he hecho toda mi vida, por imponerme una
obligación molesta, ya que ninguna otra tenía; un acto de paciencia
y disciplina, una mortificación, como vosotros decís. Quiero
morirme con los papillons sobre mi cabeza, y cuando el
alma se escape de mis labios, que todas estas mariposas la lleven,
revoloteando, más ligera al regazo de Dios Padre, que me crió
Beatriz Valdedulla, y me sostuvo toda la vida Beatriz Valdedulla, y
me aceptará en su eterna misericordia como Beatriz Valdedulla;
porque ¿yo qué culpa tengo de ser Beatriz Valdedulla?». Sólo con
recordar estas palabras me conmuevo. Una mañana, el día antes de
entregar su alma a Dios, en presencia del duque, me dijo: «Don
Pedrito, hijo mío; te quiero casi casi como un brote de mi sangre.
Pero como las palabras son como moscas, que no se dejan atar por el
rabo, he querido dejarte algo de más substancia que la palabra de
mi cariño, y por intermedio del duque, mi marido y señor, que tiene
mucha mano con el Gobierno, te he conseguido una credencial de
canónigo en Castrofuerte. Una canonjía, digan lo que quieran, no es
gran cosa. Si yo viviese más años te verías obispo. Lo que yo no he
podido hacer, tú, con tu maña y despejo, lo conseguirás. Me voy de
entre vosotros con un grande reconcomio y desazón, y es por tu
padre. Bolonio debiera llamarse, que no Apolonio. Sus asuntos ya no
tienen arreglo. Al duque y a ti os recomiendo que cuando le veáis
en la calle, y esto tiene que venir necesariamente, le busquéis un
asilo, y allí le enviéis aquellas cosillas imprescindibles a su
vanagloria, sin las cuales no podría vivir». Antes de morir, se
expresó de esta suerte: «Duque, has cumplido mal como casado; pero
te perdono. Pido tu perdón, si en algo te falté, que habrá sido
involuntario. A ti, hijo mío muy querido, nada tengo que
perdonarte, que soy de opinión que los hijos no tienen deber alguno
para con sus padres, y sí sólo los padres para con sus hijos. Si
algún día la vida te pesa demasiado, perdóname; que yo quise darte
una vida amasada con dichas y venturas. A ti, Facundo (estaba
presente el obispo), ¡cuántas veces te llamé mastuerzo, sin más
razón que es verdad que lo eres…! Pero ya sabes que te he estimado,
que jamás te perjudiqué a sabiendas; antes por el contrario, te
favorecí en lo que pude, y hasta te admiré en una ocasión, que
quizás hayas olvidado. Perdóname lo de mastuerzo. A ti, Pedrín, te
digo algo como a mi hijo; si alguna vez sientes una carga en la
vida, por mi culpa, perdóname; otra era mi intención. Perdónenme
todos a quienes haya ofendido o causado dolor. Y tú, Señor mío
Jesucristo (besando el crucifijo), ya sé que me perdonas, como
perdonas a todos en tu infinita bondad, que si no fuese así
llovería fuego sobre la tierra, por lo menos, cada diez minutos.
Hasta luego, vosotros; que la vida es breve. Hasta ahora, Señor mío
Jesucristo». Murió como una santa. Era una santa a su manera, pues
hay muchas maneras de ser santo. Yo he observado que en el mundo
hay muchísimos más santos de lo que ordinariamente se piensa. Es
más: yo creo que el mundo anda tan mal porque hay demasiados
santos; porque la gente, en general, es demasiado bondadosa y
resignada. Pero dejémonos de glosas. Murió la duquesa. Yo pasé de
canónigo a Castrofuerte, y allí llevo vegetando hace algunos años.
Doña Basilisa me sigue escribiendo cartas frecuentes, prolijas y
tiernas. Dice que, últimamente, anda quebrantada de salud. De la
herencia nada me dice. No sé si continúo siendo su presunto
heredero, o si algún fraile, que sé que la visitan en San Madrigal,
le ha socaliñado la herencia para su Orden. Mi padre y Belarmino,
éste ya viudo, están en un asilo, como la duquesa predijo. Quise
que viviese conmigo, y le llevé a mi casa, en Castrofuerte, por una
temporada. Pero era de todo punto imposible. En primer lugar, hacía
el amor a todas las criadas de la vecindad, y en cierta ocasión
hizo publicar en un periódico local una declaración amorosa, en
verso, a la señora del alcalde. Además, contraía tales deudas, que
mi módico estipendio canónico no nos bastaba para vivir. En
conclusión: que, pesándome mucho, hube de mandarle nuevamente al
asilo. Le envío allí a mi padre aquellos regalitos a mi alcance que
la duquesa me encomendó. El que ahora tiene en Pilares un gran
bazar de calzado mecánico y porradas de dinero es aquel Martínez,
antiguo oficial de Belarmino. Por cierto que en el mismo asilo de
caridad que mi padre y Belarmino está recogido un usurero
apellidado Bellido, causante de la ruina de Belarmino; se arruinó a
su vez en la famosa quiebra de la banca Hurtado y Compañía[c]. Rarezas del
destino.
Y don Guillén quedó con ojos vacantes, como dicen los ingleses, tan expresivamente; con ojos vacíos, ciego para las cosas ambientes, y acaso enfilando una perspectiva interior y remota de recuerdos inmóviles. Hablando él y yo escuchando, las horas nocturnas, de negra clámide, se habían ido alejando armoniosamente; las horas matutinales danzaban ya en los umbrales del día, y un revuelo de sus túnicas color violeta penetraba por la hendedura de nuestros balcones; la aurora, con dedos de rosa, golpeaba silenciosamente en el vidrio de nuestras pupilas. Ante el suave llamamiento de la luz del cielo en sus ojos, don Guillén exclamó:
—Ya es sábado de gloria; ya es pascua florida. Los almendros están vestidos con un velo rosado y los pomares con un velo de nieve. Dentro de poco resonarán las alegres campanas en toda la cristiandad. Cristo va a resucitar:
Sat funeri, sat lacrymis. Sat est datum doloribus, |
canta el laude pascual; no más duelo, no más lágrimas, no más pesados dolores. Y dice la voz inaudible de los coros angélicos: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Todo es paz y todo es contento en el valle de lágrimas. Los hijos de Dios se abrazan y besan en la mejilla, murmurando: «Salud, hermano; salud, hermana; el Señor sea con nosotros». Y tú, hermana mía —prosiguió, tomando en sus manos el joyel con el retrato y mirándolo con el rostro descompuesto por la piedad y la amargura—, ¿dónde estás, en qué oscura mazmorra te encerré, a ciegas, que no doy con la entrada, aunque sangran mis pies de tanto caminar y mis manos de tanto tropezar a tientas?
Te busqué, y no te he encontrado; te esperé, y no has venido. Mi alma estará triste hasta la muerte; muertos mis oídos a las campanas de resurrección; muertos mis ojos a los colores de primavera.
Yo, naturalmente, juzgué espontánea, sincera, y, por lo tanto, lícita en la ocasión, la pequeña expansión retórica de don Guillén, y apenas concluyó y dejó caer con abatimiento la cabeza, dije, sin vacilar un segundo:
—Ya le he dicho que conozco a esa mujer, y se la voy a traer aquí en un instante.
Supongo que le dejé fulminado y sin acertar a emitir palabra ni sonido articulado. Salí sin volverme a mirarle, sin haberle oído resollar. La ciudad se arrebujaba en la luz cenizosa y aterida de los amaneceres. Me encaminé, rápido, al cafetín. Allí, en su rincón acostumbrado, con el vaso de recuelo ante sí, Angustias esperaba al Tirabeque.
—Mujer, ven conmigo —le dije, emocionado y conminatorio. Angustias se levantó—. Sígueme.
—¿Le ha ocurrido algo al Tirabeque? ¿Una bronca? ¿Una pendencia? No quiero ver nada. No me importa. Es mi libertad —decía de camino, jadeando por seguir mi paso impaciente.
Al llegar a la puerta de la casa, vaciló.
—¿Qué quiere de mí, señor? ¿No me trata de engañar? Siempre le tuve por bueno…, Soy una desdichada.
—Ven conmigo, mujer —insistí, cogiéndole la mano.
—Pero, ¿dónde me lleva?
Yo no sabía qué decir. Se me ocurrió una bobada.
—Hacia la resurrección. ¿No sabes que es pascua florida?
Se detuvo, temblando.
—¿Está usté loco, señor? ¡Ay, Dios mío, ten piedad de mí!
Yo tiré de ella, escaleras arriba.
—Ven conmigo, mujer.
—¡Virgen de Covadonga! Gritaré, aunque se arme un escándalo y me lleven a la delegación —y se detuvo, con firmeza.
—Angustias, no sea usted niña —dije, comenzando, sin darme cuenta, a tratarla de usted—. ¿Cómo puede creer que trato de hacerle mal? Al contrario: la llevo hacia la dicha, al encuentro de alguien que usted espera volver a ver hace varios años. —La cerilla con que nos alumbrábamos me quemó los dedos. Pronuncié una exclamación adecuada, al arrojar la cerilla al suelo. Quedamos a oscuras. Angustias se acercó a mí, medrosa. La sentía tiritar, con miedo del corazón.
—Déjeme usted escapar, huir —suplicaba—. ¿Cómo me atreveré a presentarme delante de él? Lo sabrá todo ya. Usté mismo se lo habrá contado. Me escupirá. Me arrojará lejos de sí, y con razón. Luego, el Tirabeque nos vendrá siguiendo; me matará a mí y le hará a él un chirlo en la cara.
—Ea, Angustias. No nos cuidemos del Tirabeque. Don Pedrito espera a usted. ¿Quiere usted acudir? ¿Quiere usted salvarse? —murmuré con impaciencia, a tiempo que encendía otra cerilla.
¡Qué cara la de Angustias: infantil, contraída, atormentada por un dolor oscuro, apenas consciente!
—¡Quiero salvarme! ¡Quiero salvarme! —dijo con voz sollozante, agarrándose desesperada a mi brazo, como a tabla de salvación.
Llegamos a la habitación de don Guillén. No quiso ella pasar delante, y hube de hacerlo yo. Mi intención era dejarla adentro y retirarme discretamente a mis cuarteles. Contra mi propósito, hube de presenciar el principio de la escena, porque se desarrolló súbitamente, y la continuación, porque, a pesar mío, permanecí asido e inmóvil por la expectación.
Angustias se arrojó a los pies de don Guillén. Se abrazaba con ellos, escorzando, el cuello dúctil y albo; se los regaba de lágrimas; se los enjutaba con la cabellera copiosa y cobriza. Y se reprodujo la imagen emotiva que con línea ingenua y tintas translúcidas bosquejaron los santos melodas del Breviario.
—¡Perdón! ¡Perdón! —imploraba Angustias, en el candor de su alma intachable—. Soy muy mala, pero a nadie he querido sino a ti. El amor me ha perdido, la desesperanza de amor. Ya te contaré y me perdonarás.
Don Guillen, lívido, rígido, balbuciente, pidió:
—¡Levanta, hermana!
Angustias obedeció como una criatura pasiva. Entonces, don Guillen se arrodilló ante ella.
—Tú estás limpia. Todos tus pecados se vuelven contra mí. Tú y Dios sois los que debéis perdonarme, y me perdonaréis, porque he amado y sufrido mucho. Di que me perdonas; di un sí con los labios, un sí con la cabeza, aunque no salga del corazón.
—Mil veces sí —dijo Angustias, con un grito sofocado, blandiendo en el aire la cabellera.
Levantábase del suelo don Guillén, y Angustias se precipitó en sus brazos, tendiendo hacia él los labios sedientos, la cabeza derribada hacia la espalda, como inerte. Don Guillén le enderezó suavemente la cabeza y le besó la frente.
Yo comprendí que era el momento preciso de retirarme con disimulo, y giré furtivamente sobre mis talones, cuando oí que don Guillén, con acento entre alarmado y severo, me decía:
—¿Qué va usted a hacer? Aguarde un instante; tengo que pedirle un gran favor. Es menester que me ayude a improvisar un acomodo donde mi hermana descanse unas horas. Si usted tiene en su habitación un diván, o siquiera una butaca, yo puedo dormir allí, si usted no tiene inconveniente, y que Angustias quede en este cuarto.
Arreglamos el acomodo como don Guillén deseaba. Por su voluntad expresa y decidida, se tendió sobre mi diván. El diván estaba contiguo al tabique medianero entre mi habitación y la suya. Al otro lado del tabique, se apoyaba el lecho en donde Angustias reposaba.
Acostados ya, don Guillén me dijo desde su diván:
—Lo más inmediato y urgente ya lo tengo decidido. Dentro de pocas horas, en el primer tren, saldrá Angustias camino de Castrofuerte, con una carta para don Abel Parras, un canónigo viejo, gordo, pacífico y bonachón, que es mi mejor amigo. Angustias vivirá con él, y así se estorbarán murmuraciones malignas. Más adelante, ya veremos lo que se hace…, In thesauro reposita…; el dracma extraviado ha sido repuesto en los tesoros del rey, y la perla luce nuevamente, sacada desde la tiniebla a la claridad. ¡Si a la infeliz de doña Basilisa no se le ocurre modificar el testamento!… ¡Oh, qué hermosas lontananzas al servicio de los hombres, que es el servicio de Dios!…
Con los artejos dió un ligero repique en la pared. Respondióle otro repique cauto. Se echó a reír, volviéndose a mirarme.
—¿No se ha enterado usted lo que nos hemos dicho?
Yo respondí que no, opacamente, porque el sueño me rendía.
—Pues yo dije: «Duerme en paz, hermana; has resucitado con el Señor». Ella respondió: «Dios te lo pague; guárdame siempre».
«¡Qué penetración! Les ha sido otorgado el don de lenguas, como si en lugar de pascua de Resurrección fuese de Pentecostés», pensé borrosamente, entre la penumbra inicial del sueño.
Lo último que le oí a don Guillén, fué:
—Sat funeri, sat lacrymis, sat est datum doloribus…, O Khirios to pneuma estin.
Y ya desde muy hondo, a punto de derretirse mi conciencia vigilante, comenté, se me figura que en voz alta:
—¡El don de lenguas! ¡La Pentecostés!
Desperté a las dos de la tarde. Don Guillén había desaparecido del diván y de Madrid. Sobre mi mesa destacaba un blanco escrito, que decía: «Adiós, buen amigo. Le he dado un abrazo de agradecimiento y despedida, sin que usted, profundamente dormido, se haya percatado. Ya sabrá usted de mí. Amigo suyo para siempre, Pedro Guillén Caramanzana».
Y, en efecto, años después, supe y presencié grandes cosas de él, las cuales pienso referir en otra ocasión, si se tercia y no tengo nada mejor que hacer.