CAPÍTULO VII

PEDRITO Y ANGUSTIAS

ESPUÉS DEL largo sermón de las siete palabras, la noche del Viernes Santo, don Guillén tenía la voz tomada, hendida, un poco estridente. Había sido actor, durante dos horas, y ante un auditorio de reyes, infantes y demás tropa palatina, en el drama de los dramas: la pasión y muerte del Hombre-Dios. Su rostro no se había despojado aún de la persona o máscara trágica. No quiero dar a entender que don Guillén fuese un histrión, y que, después del gran esfuerzo hipócrita sobre el proscenio, al volver entre bastidores, fingiese hallarse dominado todavía por el espanto y rigidez patéticos, y no poder recobrar la elasticidad y movilidad de los músculos de la expresión. Polus, actor griego, cuéntase que, representando Electra, de Sófocles, sacó a escena la urna con las cenizas de su propio hijo, porque el sentimiento de su dolor fuese sincero y comunicativo. De seguro don Guillén, al representar aquella tarde el drama del Calvario, había conducido en la urna recóndita del corazón las cenizas de su propia vida; cenizas ardientes aún. Horas después, todavía los ojos, las mejillas, la boca, la posición de cabeza, torso y brazos, eran como signos gráficos de fácil interpretación, en donde se podía leer un traslado de las divinas palabras: Tristis est anima mea usque ad mortem; triste está mi alma hasta la muerte.

Yo pensé que si don Guillén perseveraba en aquel modo de espíritu, no proseguiría narrándome la interioridad de su vida. Recordé lo que él me había dicho la noche anterior: que su padre, Apolonio, creía, de conformidad con la sapiencia búdica, que cada hombre lleva su destino escrito en la frente, con caracteres invisibles. Acaso, pensaba yo, los caracteres que don Guillén lleva escritos en la frente no son por entero invisibles, y la diversidad de sus nombres bautismales indica correspondiente diversidad de personalidades. Y así, esperé que, pasado un lapso de tiempo prudencial, la personalidad del hombre sereno y expansivo se sobrepusiese a la del hombre apasionado, triste y taciturno, y que don Guillén reanudase su cuento. Le hablé, por favorecer el tránsito, de cosas indiferentes a su preocupación actual, pero no tan indiferentes que resultasen frívolas o necias. Advertí que la cerrazón de la máscara trágica se abonanzaba. Se insinuó una sonrisa. Era el advenimiento del hombre efusivo.

—Anoche —dijo al fin don Gillén— comencé a contarle innumerables futesas, sin interés o de muy escaso interés. Pero este asomo de interés se desvanecerá si dejamos truncada la historia. Anoche me despedí de usted desde las puertas del Seminario conciliar de la diócesis de Pilares. Ahora, le invito a entrar conmigo. Doce añitos de estancia; pero, no se asuste usted. Comprimiremos estos años hasta dejarlos reducidos al volumen de un cuarto de hora. La consideración del tiempo por venir mete miedo; y, sin embargo, el tiempo no ocupa lugar; pero no nos damos cuenta de que no existe hasta que ha pasado. Nos afanamos por apoderarnos de prisa, de prisa, trozo a trozo, del gran bloque del tiempo venidero, y estamos en la situación de un avaro que no hiciese sino guardar onzas de oro en un arca, y que cada onza se le desvaneciese sin llegar al fondo. Fíjese usted en la impropiedad del lenguaje, en lo que respecta al tiempo y a la edad de los hombres. Se dice: «Este niño tiene muy pocos años», o «este viejo tiene muchos años». ¡Qué disparate! El niño es el que tiene muchos años y el viejo el que tiene pocos años, poquísimos, quizás meses, quizás días, quizás horas, porque el tiempo pasado ya no existe.

Aquellas consideraciones, aunque sutiles y originales, no me parecían pertinentes. Lo que yo quería conocer no eran las ideas de don Guillén, sino su vida y sentimientos. Le atajé, con cauta ironía:

—Tiene usted razón. No presumía que en los seminarios enseñaban a discurrir de esa manera sintética y plástica, por paradojas.

—¡Qué han de enseñar…! —exclamó don Guillén, riéndose alegremente—. Comprendo, comprendo…, Quiere usted darme a entender que le he metido en el Seminario para un cuarto de hora solamente y que no desea usted dilatarse en este lugar ni un minuto más de lo imprescindible. Pues ya se ha cerrado la puerta a nuestra espalda. En las narices, en los ojos, en los oídos, en la lengua, en el tacto, en el alma, recibe usted una impresión de verdín, lo que en Pilares llaman verdín; ese moho fofo y viscoso que nace, junto con las lombrices de tierra, en los rincones húmedos, sombríos y silenciosos. Estaremos en uno de esos rincones un cuarto de hora justo; viviremos luego cien años, y no se despegará de nuestros sentidos aquella sensación de verdín, de cardenillo vegetal, de frío en los tuétanos y de contigüidad con exangües lombrices, dúctiles y ondulantes cirios de cera amarilla. Estos cirios eran, claro está, mis compañeros. Los más provenían de extracción humildísima, de las breñas y entrañas del terruño labriego; pertenecían a familias de aldeanos pobres, con el peculio preciso para pagar a uno de los varones la modicísima pensión del Seminario, por entonces poco más de una peseta diaria; eran de una raza intermedia entre la pura animalidad y un rudimento de especie humana. ¡Qué facies y qué cogote, señor…! Había colodrillos perfectamente planos y obtusos, en cuya intimidad no era posible que cupiese un cerebelo. Otros colodrillos eran exageradamente apepinados y piramidales. Yo me preguntaba: ¿Dónde se les va a situar a éstos la tonsura, si no tienen espacio? Algunos de los dueños de estos colodrillos se sientan hoy a mi lado en el cabildo catedral; todos ellos están revestidos de autoridad, e imperan, en alguna medida, sobre el régimen privado de las familias y el régimen público de la sociedad. Lo curioso es que aquellas selváticas y fornidas criaturas, de frente angosta, cejas unidas, ojos montaraces y piel bronceada, apenas entraban en el Seminario adquirían el color incoloro y exangüe de la lombriz y de la cera. Y lo cierto es que, aunque muy mal (garbanzos agusanados, lentejas entreveradas con guijas, sebáceos pendejos de carne, queso ratonado, avellanas y nueces vanas), comían mejor que en sus casas. ¡Inexplicable fenómeno! Éramos unos doscientos. Entre tantos, por de contado que había hijos de familias mejor paradas de hacienda; de menestrales prósperos, de tenderos y tal cual de la clase media. De estos últimos había un Estanislao Correa, hijo de un procurador de los Tribunales, tímido y delicado como una virgen o como un lirio, al cual llamaban, groseramente, por mofa, San Estanislao de Cuesco, y le amargaban de continuo la vida. ¡Qué bárbaros! También yo pasé mis malos ratos. Lo que señaladamente les molestaba era que yo no perdía los buenos colores. Siempre fuí tan coloradete como ahora soy. Los más cerriles y pobretones caían sobre los que teníamos algún dinero, nos los ordeñaban por las buenas o por las malas, y después de sobornar a los criados les encargaban sustancias de comer y de beber, sobre todo vino blanco. Eran aficionadísimos al vino blanco. Como estaba prohibido el vino en el Seminario ni se consentía tener botellas, servíanse, para guardar el vino, de un expediente repugnante: lo metían en orinales, y de ellos bebían, a modo de cuenco. Dormíamos en grandes dormitorios comunes, que casi nunca barrían. El suelo estaba sembrado de mondas de castañas, naranjas y otros frutos, según la estación. Algunos de los medianos, y aun de los mayores, por la noche se escapaban «de mozas», como allí se decía. Solíamos asistir los demás a la escapatoria; quiero decir, al acto de escaparse. El Seminario, por la parte de los dormitorios, caía sobre un profundo barranco, ya en las afueras de la ciudad. El prófugo tenía que ser mozo recio y de cabeza firme contra el vértigo. El instrumento de la evasión se aparejaba con no menos de veinte sábanas, que algunos de los seminaristas, procedentes de pueblos costeños, unían por medio de nudos de marinero. Cuáles veces, por embromar al juerguista, le retiraban la escala de sábanas y no se la echaban sino de mañana, con el tiempo preciso para que se presentase a la primera inspección, haciéndole pasar varias horas de congoja en el barranco, entre maleza e inmundicia, acaso bajo la lluvia. Pues en aquel ambiente se estaban incubando los futuros ministros de Dios. ¿Cuántos tenían vocación? ¿Cuántos se habían encaminado al Seminario siguiendo una voz interior persuasiva, una estrella ineludible? Yo les oía contar chascarrillos de curas de aldea, de lo mucho que tragaban, de lo majamente que vivían, de los amores con que se distraían, del respeto y obediencia que se les tenía; y se refocilaban de antemano con la esperanza de arrastrar una existencia a lo regalado y holgón en una parroquia rústica, con el ama y la sobrina, pues casi todos profesaban, teórica y cínicamente, la poligamia. ¿Tenía yo vocación? No sé si, por reacción y enojo contra mis compañeros, llegué a estar convencido de sentir una gran vocación. A ratos soy muy sentimental. Entonces, lo era mucho más. Los oficios canónicos, las ceremonias del culto, el canto del órgano, el resplandor de las luces, el misterioso recato de las imágenes; todo esto me enternecía y agitaba hasta los posos del alma, y tanto más en la medida que iba entendiendo el latín. Verdaderamente, la liturgia de la Iglesia católica es muy bella, muy bella, muy sensual, a propósito para temperamentos delicadamente voluptuosos. Leyendo vidas de santos, y sobre todo de santas, se observa que los arrebatados fervores y movimientos místicos del alma coinciden con las edades críticas: la pubertad y la menopausia. A este fenómeno, un materialista le daría un sentido bajo y torpe; diría que el sentimiento religioso es una emoción sexual disfrazada. Para un espiritualista, el fenómeno tiene una explicación más natural y profunda. Puesto que en esas edades críticas el cuerpo, con infatigable tenacidad, impone su hegemonía sobre el alma, es natural que en los seres de fina textura espiritual, el espíritu intente divorciarse desesperadamente de la materia y oponer a las precarias y fugitivas apetencias de la carne un objeto absoluto e incorruptible, adonde se concentren los anhelos elevados, y de él extraigan los más puros e inefables deleites. Se me dirá que esto no acontece sino a las naturalezas enfermizas y anormales. Concedo. Pero es que la inteligencia extraordinaria, los sentimientos nobilísimos y fuera de lo común, la peregrina aptitud para producir belleza, ¿no son anormalidades, enfermedades, como la perla es una enfermedad de la ostra? La materia en equilibrio, en inercia, es realidad a medias. La materia en transformación, en descomposición, es realidad íntegra, porque está creando vida y nuevas energías. Y la energía es el elemento espiritual del universo. Yo, sin jactancia, ¿qué jactancia puede caber en esto?, soy un hombre bastante normal y equilibrado. Pero mucho más equilibrados eran mis cerriles compañeros. Yo asistía a los oficios con emoción, aunque sin subir al deliquio ni al arrobo; ellos estaban como los perros en misa. Durante los cuatro primeros años de seminario, en los cuales se estudia con preferencia el latín, me apliqué a dominar esta lengua: ellos concluyeron los cuatro cursos sabiendo menos latín que un toro de Miura. Yo tenía afición a los idiomas. El francés había comenzado a enseñármelo la duquesa. Luego, por mi cuenta, perfeccioné su conocimiento. Me inicié también en el inglés. Mis únicas distracciones eran el estudio y la lectura, cosa inexplicable para mis compañeros. DISQUISICIÓN
DE
DON
GUILLÉN
ACERCA
DE LA
POESÍA
DEL
BREVIARIO
Mi lectura favorita, los himnos del Breviario. Ahora tiene usted que perdonarme si le hablo con alguna extensión del Breviario. ¡Sus himnos han influído de tal suerte en mi vida…! Me sé muchos de memoria, y he traducido algunos en lengua castellana. ¡Lástima que yo no sea un buen poeta! Los españoles no conocen la poesía cristiana. Los grandes poetas franceses, Corneille, Racine y otros, han vertido los himnos del Breviario en deliciosos versos franceses. En la manera de amar y preferir decláranse espontáneamente las personas y desnudan su alma. El ardiente Corneille traduce siempre al ardiente San Ambrosio; Racine, más cerebral y refinado, traduce a Prudencio, meticuloso artífice de la poesía litúrgica. En la segunda estrofa del himno a Laudes, de la quinta Feria, dice Prudencio: Volvamus obscurum nihil, y en la tercera estrofa: Ne noxa corpus inquinet. Racine, en estos dos versos, creyó ver un como remoto antecedente de la estética de Boileau, y tradujo, respectivamente: Et que la vérité brille en tous nos discours, y qu'un frein legitime—Aux lois de la raison asservisse les sens. Yo no sé de ningún gran poeta español a quien se le haya ocurrido ungirse con el óleo denso y aromoso de la poesía cristiana. Los himnos más primitivos y arcaicos eran los que con más dulce violencia me movían los afectos. Ya desde aquellos primeros años de seminario me he atrevido a pensar que la Iglesia cristiana, en el curso de los siglos, fué mudando de condición; de potencia espiritual y apostolado de caridad social, se trocó en potencia política. Con esta mudanza, lo que ganó en poderío e influencia lo perdió en eficacia y estabilidad, porque todas las potencias políticas son perecederas, por ser odiosas. Aquellos himnos originarios e infantiles correspondíanse con las almas simples e inflamables que los cantaban a coro en los humildes templos. Aquellas almas inocentes y piadosas consideraban decoroso y prudente que los clérigos viviesen con mujer, y la Iglesia consentía el concubinato eclesiástico. ¿Por qué la Iglesia, pensaba yo entonces, no ha de permitir ahora el matrimonio de los clérigos? Cuántos daños se evitarían…, Y lo pensaba, no porque yo sintiera deseos, ni estuviese enamorado de mujer alguna, sino porque miraba y compadecía a mis compañeros. El enamoramiento vino después; y el Galeoto, el Breviario. El primer cantor cristiano fué San Ambrosio de Milán, cuyo corazón era como un grano de incienso entre brasas. Un autor dice que San Ambrosio enseñó a la lengua latina a orar. En el himno Aeterna Christi munera, que se canta a maitines el día de los Apóstoles, se expresa así San Ambrosio:

Devota sanctorum Fides,

Invicta spes credentium,

Perfecta Christi charitas

Mundi triumphat principem.

«En vosotros, la fe religiosa de los santos, la esperanza invicta de los creyentes, la caridad perfecta de Cristo, triunfa sobre los príncipes del mundo». ¿No es admirable de sencillez y de claridad? Nada de autoridad ni potencia política. Fe, esperanza y caridad, esto es, amor gracioso y no debido. Estas tres virtudes teologales le bastan al cristiano para triunfar sobre los caducos principados de la tierra. Tal era la misión social y espiritual de la Iglesia primitiva, de la Iglesia apostólica. El día de los apóstoles San Pedro y San Pablo, consta en el Breviario un himno compuesto por Elpis, siciliana, mujer del filósofo Boecio. Este himno se canta en el Vaticano, con música de Palestrina, por un coro numerosísimo, sobre la tumba de San Pedro, bajo la cúpula de Miguel Ángel. Dice la última estrofa:

O felix Roma, quae tantorum Principum

Es purpurata pretioso sanguine:

Non laude tua, sed ipsorum meritis

Excedis omnem mundi pulchritudinem.

«Oh Roma afortunada, estás enrojecida con la sangre preciosa de aquellos mártires (príncipes cristianos). No por tus esplendores, sino por sus méritos (los de ellos), excedes la hermosura de todo el mundo». ¿No está aquí claramente acusada la contraposición de la Iglesia primitiva, como potencia espiritual, frente al fausto de las potencias temporales y caedizas? Sin duda, debe de ser magnífico, imponente y maravilloso el aparato y circunstancias de contorno con que actualmente se canta este himno en Roma; pero, ¿qué dirían Boecio y su mujer si levantasen la cabeza? No se impaciente usted, que vuelvo en seguida a mi historia; pero estos preámbulos son esenciales. PROSIGUE
LA
NARRACIÓN
No le hablaré a usted de las diferentes recensiones, refundiciones y manejos que el Breviario padeció a manos de sucesivos pontífices, porque esto, probablemente, no le interesa, y, aun cuando le interesase, aquí estaría fuera de lugar. Sólo quiero decirle que la segunda edición tipo del Breviario fué publicada bajo Clemente VIII, con el concurso y dirección del cardenal Belarmino. Recordará usted, anoche se lo referí, otro Belarmino, zapatero y filósofo, padre de una chiquilla amiga mía, Angustias. Pues bien: yo no podía por menos de ver en el cardenal Belarmino algo así como la paternidad putativa o adoptiva del Breviario. El nombre de Belarmino aparece con frecuencia, y no me era dado eximirme de esta idea caprichosa. Por otra parte, yo me había enterado que Belarmino, el zapatero, no era padre, en la carne, de Angustias, sino padre putativo o adoptivo. Él decía profesar la filosofía, pero yo digo que tenía mucho de poeta; así como mi padre, Apolonio, que decía profesar la dramaturgia, tenía mucho de filósofo. Extraña y misteriosa asociación de ideas y sentimientos se fué operando poco a poco en mi espíritu; la poesía del Breviario, la esencia indecible, penetrativa, mareante, que brota de sus melodías y se adhiere para siempre en el corazón donde se derrama, eran la misma poesía y esencia que se exhalaban del alma de Angustias, la niña que en su candor y pulcritud parecía una rosa dilecta del Hacedor Supremo. El Breviario me traía, no ya la presencia espiritual de Angustias, sino también la presencia sensible. El Breviario abunda en locuciones e imágenes de extremada visibilidad y plasticidad, y lo que no residía en la virtud plástica y evocadora del Breviario, lo suplía mi imaginación adolescente. Además, los melodas litúrgicos, enamorados congojosos de la castidad, hacen a menudo grandes gestos de conjuro para ahuyentar las visiones impuras. Estos recios conjuros son, sin duda, de sumo provecho para lustrar y aquietar las almas donde se encierran recuerdos de la propia experiencia impura, en las cuales las imágenes torpes son, o recuerdos materiales, o fragmentos de recuerdos, aderezados y embellecidos por la fantasía. Pero en las almas blancas, vírgenes de experiencias y recuerdos, los tales conjuros, lejos de ahuyentar visiones turbadoras, que no existen, las sugieren. Como ya le he indicado más arriba, los himnos del Breviario nacieron en diferentes períodos de la vida de la Iglesia: unos, al período infantil y mozo, que son los de la Iglesia primitiva; otros, al período adulto y de madurez, y otros, poquísimos, al período senil, que es un período estéril. Como quiera que la substancia de la poesía es, necesariamente, el amor, así también los himnos litúrgicos son expansiones de amor, de un amor sobremanera copioso y ambicioso, puesto que aspira a un objeto absoluto e incorruptible. Se advierte que los himnos de la Iglesia primitiva y moza están inspirados en un amor concebido en el corazón, y los de la Iglesia ya madura, en un amor concebido en la cabeza. Contra lo que piensan y dicen las inteligencias superficiales, es más natural en el mozo ser inclinado al pesimismo y a la desesperación, que no en el hombre maduro, como lo prueban los suicidios, que la mayoría son de personas jóvenes. Chamfort habla de un joven que, a pesar de no tener edad para conocer el mundo, estaba tan triste como si ya lo conociese todo. Liviana observación; pues por eso precisamente estaría tan triste. Para el joven inteligente y sensitivo, el mundo es un caos sumido en lobreguez. El joven posee deseos vastos, quiere poner orden y luz en las cosas, un orden suyo, a la luz que de su propio corazón dimane. Esta luz, luz y lumbre, claridad y ardor, es el amor. Si alguien de fuera, el espíritu malo, extingue esta luz, el mundo se ha derrumbado irremisiblemente. Tal era la psicología de la Iglesia primitiva; tal era la mía, en los cinco primeros años de seminario. Miedo a la tiniebla, al frío caos, al soplo del espíritu malo; deseo desesperado de luz, de calor, de amor. Todos los primeros himnos del Breviario son un clamor continuo y angustioso hacia la luz. Cada vez que yo leía, con el corazón en suspenso: claritas, lux lucis, lux refulgens sensibus, lucis aurora rutilans; claridad, luz de luces, luz que ilumina los sentidos, rutilante luz auroral…, veía en presencia la imagen de Angustias, y exclamaba, con San Ambrosio: os, lingua, mens, sensus, vigor —confessionem personent; que resuene mi confesión de amor en mi boca, en mi lengua, en mi mente, en mis sentidos, con todas mis fuerzas. Cuando leía: Virgo super omnes speciosa, flos, dulcedo; doncella más gentil que todos, flor, dulcedumbre; o como decía Prudencio, aquel esteta de la Iglesia antigua: Thesaurus et fragans odor—Thuris Sabaei ac myrrheus; tesoro, aroma fragante del incienso sabeo y de la mirra…, veía en presencia la imagen de Angustias. Otras veces, cuando leía el conjuro de San Gregorio el Magno a la concupiscencia: Absint faces libidinis—Me foeda sit vel lubrica—Compago nostri corporis; lejos de mí las antorchas de la libidinosidad; que la sucia lubricidad no se asiente en las articulaciones de mi cuerpo…, la imagen de Angustias se me presentaba más linda, cándida y adorable que nunca, y mis brazos, involuntariamente, se tendían para asirla contra mi pecho. Y cuando leía en San Fortunato: Membra pannis involuta—Virgo mater alligat—Et manus pedesque et crura—Stricta cingit facia; de cómo la Virgen madre envuelve en pañales los torpes miembros del recién nacido y le ciñe con vendas las manos, los pies, las piernas…, veía también a Angustias, con un hijo; y mi corazón se derretía de ternura. Preguntábame, en la soledad de mi conciencia; ¿son éstas malicias de Satanás, que me inducen a imaginaciones impías? ¿O son, por el contrario, insinuaciones divinas con que se me hace patente que debo servir al Señor antes como buen casado que como sacerdote melancólico? Consulté con el confesor, el cual respondió afirmativamente a la primera pregunta; eran malicias de Satanás, que yo vencería sin esfuerzo. Sin esfuerzo…, Mi confesor era un santo varón, albino y adiposo, que no tenía ni sospecha de lo que fuese un esfuerzo. Sin embargo, me atuve al consejo y parecer del confesor, sabiendo que la voz de Dios busca a manera de instrumento en donde articularse esas almas huecas y limpias, que son como albogues de madera sana, no obstruídos, resecos, ni agrietados; y me esforcé, ¡con qué frenético ahinco!, en rechazar de mi frente y de mi pecho imágenes y blanduras amorosas. Pero cuanta mayor era mi diligencia, con tanta más insidia, suavidad y mimo me perseguían, me cercaban, me penetraban. Alcancé el ápice doloroso de este estado de espíritu cuando cursaba el quinto año de seminario y primero de filosofía. Acentuóse el malestar a medida que se acercaban las vacaciones. En las vacaciones posteriores a los dos primeros cursos, y aun en las del tercero, Angustias era todavía una chiquilla, y yo, aunque prematuramente apersonado con mi temo de paño negro, un mozuelo. Nada tenía de particular que reanudásemos cada estío la añeja amistad, si bien no tan asidua, porque nos faltaba Celesto, el aprendiz, el cual, al pasar Belarmino a zapatero remendón, había entrado de zagal en una cochera de carruajes de alquiler. A pesar de la separación, el zagal conservaba mucho afecto a Belarmino, a Angustias y a mí. Mi trato con Angustias era del todo inocente. Mi pasión no se me hizo patente hasta el cuarto curso de seminario. Aquel año, al salir del Seminario, hallé a Angustias hecha ya una mujercita. La primera vez que nos cruzamos en la calle, me sentí tan turbado que no acerté a moverme ni a hablarle. Comprendí que me ponía pálido como un muerto. En todo aquel verano no nos dirigimos la palabra. Siempre que nos veíamos, yo me ponía pálido y ella encendida. Y así llegó el quinto año de seminario, nueve meses de martirio; y salí nuevamente de vacaciones. Me espantaba tener que volver a ver a Angustias. Estuve tentado de rogar a la duquesa que me permitiese pasar las vacaciones en su casa de campo, aunque fuera como fámulo; pero desistí en un principio. Y ocurrió que una solterona, llamada Felicita Quemada, que vivía dos puertas más abajo de mi padre, y que cuando niño me solía llevar a merendar a su casa, un día que nos tropezamos en la calle me dijo: «Querido don Pedrito, estás hecho un guapo mozo, un hombre hecho y derecho. Ante todo, no te enojará que te siga tratando de tú. Para mí, siempre serás un niño, aunque te hagan obispo de la ínsula Barataria. Pero, vaya, que eres un mozo garrido. Lástima que vayas para cura, que si no, las niñas andarían detrás de ti despepitadas. Y aun así y todo…, ¿quién sabe? Es decir…, yo creo saber…, Pero, cambiemos de palique. No sé por qué no has de venir por mi casa, como otros años, como siempre. Cierto que yo soy una mujer soltera y tú un guapo galán, y hay lenguas de avispa; pero esto no debe importarnos, porque quien a mí me importa sé que no lo toma a mal, y además eres ya medio cura, y los curas tienen vía libre en todas partes. Conque mañana te espero a merendar…». Y fuí al día siguiente. Aquella mujer era víctima de un amor imposible, y no pudiendo dar feliz término a su amor, se perecía porque todas las demás criaturas del universo se confundiesen en estrecho e indisoluble abrazo amoroso. Su charla era bastante para marear a cualquiera, pero aquella tarde, lo que realmente anduvo a pique de hacerme caer sin sentido, no fué la forma, sino el fondo y asunto de su charla. Aunque muy velado y desmenuzado en minúsculas alusiones, que entreveraba y envolvía entre vanas parrafadas, vino a decirme que Angustias estaba locamente enamorada de mí y que no podía vivir sin mí. Yo no ignoraba que Angustias venía con frecuencia por casa de la solterona, y que a veces dormía allí. Volví por la casa. A cada merienda, la solterona se clareaba más. Un día me propuso que me reuniese allí mismo con Angustias; ella lo prepararía bien y nadie lo sabría. Me negué, en redondo, Dios sabe a costa de cuánto esfuerzo y agonía. ¡Y mi confesor me persuadía que cercenar las inclinaciones amorosas no cuesta ningún esfuerzo! La solterona me replicó: «No te apures, don Pedrito; estoy convencida que tienes verdadera vocación de cura». Harto comprendía ella mi amor y mi dolor. Prosiguió: «No había mal en lo que te proponía, ni peligro, ya que es tan firme tu vocación religiosa. Era una caridad, una limosna que harías a la pobre Angustias. Sólo con verte de cerca, por última vez, quedaría dichosa para el resto de su vida. Hasta podías inculcarle la vocación, y que se meta monja…». Insistí en mi negativa. Dijo la solterona: «Sea. Cada cual es dueño de sus actos». ¿Yo, dueño de mis actos…? «Pero lo que hemos hablado no será obstáculo para que de vez en cuando me visites. Yo procuraré que no coincidáis aquí ni por casualidad. ¿Cuándo volverás? ¿El jueves próximo?». Aquel jueves, al salir de mi casa para ir a la de la solterona, vi que entraba en ella una mujer. No es que la viese. Sólo alcancé a ver el vuelo de una falda y un pie que subía de la losa al umbral. Me bastaba. Era Angustias. Salí huyendo, fuera de la ciudad, aldea adelante, andando, andando varias horas, y me encontré en casa de la duquesa. Cuando llegué, me duraba todavía el aturdimiento, la insensatez. Dije a la duquesa que no me hallaba bien de salud y que iba a la aldea a reponerme. La señora me preguntó si había tenido algún disgusto con mi padre. Por el gesto de mi respuesta, la duquesa, que era un lince, presumió la oculta causa. «Pobre Pedrín, hijito —dijo, dándome una palmada en el cogote—; ahora, a pasear, a pescar, a cazar; distráete, embrutécete. No des excesivo valor a las cosas de poca monta. Ya se te pasará esa pequeña enfermedad». Pero no se pasó. Transcurrió un mes. Iba de vencida el verano. El cielo estaba ya desvaído y triste. En veinte días escasos debía entrar en el Seminario. No pude resistir más. Volví a Pilares y a casa de Felicita. Antes de que ella hablase, me adelanté a decir: «Quiero ver a Angustias». Respondió la solterona: «Lo esperaba. Tienes un corazón de oro. Vuelve mañana a la hora de la merienda, como de costumbre». Llegué al día siguiente. Felicita me condujo a su gabinete, cerró la puerta y me dejó dentro. Estaba Angustias en pie. Yo, en pie, a tres pasos de ella. Nos mirábamos sin decir palabra. Brillaban sus ojos con lágrimas; se empañaban los míos. Y nos mirábamos sin decir palabra. ¿Cuánto tiempo? No lo sé. Ni sé cómo la hallé ya entre mis brazos; las bocas unidas. ¿Cuánto tiempo? Tampoco lo sé. Había en el gabinete una cómoda; sobre la cómoda, una imagen de la Virgen de Covadonga, con una lamparilla ardiendo. Nos arrodillamos ante la imagen, tomé la mano de Angustias y dije: «Ante la reina de los cielos, te prometo casarme contigo». Entró Felicita: «Niños, loquines, que ya es tarde. Cada mochuelo a su olivo y cada pollo a su corral». Yo no quería separarme de Angustias ya en la vida. «Qué súbito es don Pedrito —comentó Felicita—; claro, tiene hambre atrasada. Tonto, ¿de quién es la culpa? Ya lo arreglaremos todo, y de prisita, para que no te consuma la impaciencia». Sin embargo, yo no quería separarme de Angustias sin llevarme por lo menos un retrato que contemplar en las horas de ausencia. Por fortuna, Angustias tenía en casa un pequeño retrato. Quedamos que se lo traería a Felicita y que ésta me lo enviaría al punto. En días contados (y todos los días nos veíamos), Felicita ideó, maduró y dispuso el plan de lo que habíamos de hacer. Angustias y yo no poníamos nada de nuestra parte; nos dejábamos llevar por Felicita, y en verdad que si grande era nuestro gozo no era menor el de la pobre solterona. Sólo de raro en raro se detenía a murmurar, con acento de quejumbre: «¡Qué envidia me dais, tortolines…! Pero no caigáis en soberbia o egoísmo, que no sois solos en el mundo. También a mí me llegará mi hora; y quizá muy pronto. Cuando Anselmo y yo nos casemos, seremos amigos los dos matrimonios, aunque vosotros pertenezcáis a una clase humilde. Yo no reparo en eso, y no reparando yo, Anselmo no reparará tampoco». Felicita era de opinión que por las buenas y siguiendo los trámites usuales no llegaríamos a casarnos. Por lo tanto, era menester apelar a un procedimiento rápido y enérgico; nos escaparíamos, pediríamos luego, por carta, perdón y consentimiento a nuestros padres, y a la postre, para evitar el escándalo, todo se arreglaría a pedir de boca. Angustias, por no causar una pena a Belarmino, repugnaba la idea de la escapatoria. «¿Por qué hemos de escaparnos? Se escapan los que han hecho una cosa mala, y nosotros no la hemos hecho. ¿Qué pensará mi padre?», decía Angustias, con angelical mansedumbre. Yo, por la violencia de mi amor, me sentí violento en la lengua: «Nos escapamos, porque es el único camino que se nos abre, y si tú no lo sigues conmigo, es que no me quieres». «No digas eso», suspiró Angustias, con lágrimas nacientes, que yo acudí a evitar con mis labios. «¡Jesús! ¡Jesús! —chillaba la solterona, en tono burlesco—. Niños, no os pongáis pecaminosos, que me ruborizo y se me alargan los dientes…». ¡Pobre mujer; alma jugosa y generosa, como la vid buena, revestida de un tronco sarmentoso y casi momia! No había inconveniente u obstáculo a nuestra presunta evasión que ella no saliese al paso con el adecuado remedio. Ella nos facilitó el dinero, que yo luego entregué a Angustias; ella nos sugirió la idea de avisar a nuestro fiel amigo Celesto, para que nos proporcionase el carruaje y nos sirviese de mayoral; ella apercibió todos los pormenores; ella, por fin, desinteresada sacerdotisa del amor, vetusta vestal, nos bendijo enternecida, cuando partíamos. ¡Cómo llovía el día de nuestro éxodo feliz! ¡Cómo sonaba el agua a cristal, a campanas de gloria! Era un nuevo diluvio, que anegaba a la humanidad entera; nuestro coche, como el arca de salvación; sólo nosotros sobrevivíamos al universal naufragio, destinados a ser origen de una humanidad nueva. Pronto brillaría el arco de la alianza. A la mañana siguiente, temprano, repicaron con los nudillos a nuestra puerta. Me incorporé. Angustias, blanca y dulce, con el cuello en escorzo, dormía como una paloma. Decía la sirvienta, de fuera del postigo, que unos señores me esperaban abajo. Venían, sin duda, en nuestra persecución, a quebrantar nuestra dicha. Yo estaba resuelto a dejarme matar, antes que entregarme. No tenía armas. Miré en torno. Nada había que pudiese servirme de arma eficaz. La sirvienta insistía desde fuera. Lo que yo más temía era que Angustias se despertase. Me vestí de cualquier modo. Salí a la puerta con intención de sobornar a la sirvienta. Unas manos de hierro, las de aquel bárbaro Patón, el criado de la duquesa, me amordazaron, me sujetaron cruelmente los miembros, me tomaron en vilo, me descendieron a un zaguán, en donde estaban mi padre y el señor Novillo, el cortejador de Felicita, me metieron en un coche…, Y, entretanto, Angustias dormía como una paloma, y acaso soñaba que era feliz. Aquellas manos de hierro no rebajaron un punto su salvaje presión hasta que llegamos a Pilares. Yo era como un inválido, como una cosa inútil y paralítica. El bárbaro Patón me conducía como liviano fardo. Y yo conducía mi pobre vida, mi pobre alma, como otro fardo, pero insostenible, abrumador. Según íbamos en el coche, pensé: «Si yo pudiera morderme con disimulo una arteria y dejarme desangrar, calladamente…». Todo era inútil. Sentía el corazón tumefacto, insensible. Lloré, lloré entonces como flaca mujer, por mi tesoro, que no había sabido defender como hombre; lloré todo el viaje. De camino, mi padre ni el señor Novillo no desplegaron los labios. La duquesa me encerró en un cuarto oscuro, y allí me tuvo la semana que faltaba para volver al Seminario. No podía yo imaginar que me admitiesen en el Seminario, después del escándalo. Mientras estuve encerrado, nadie me enteró de nada. El día primero de curso, la propia duquesa me llevó en su coche al Seminario. ¿Qué había pasado? Andando el tiempo, lo supe. El señor obispo, bajo la influencia de los dominicos y de los marqueses de San Madrigal, quería casarme. La duquesa de Somavia se oponía tenazmente y pretendía que yo continuase mi carrera. Como Angustias había desaparecido, sin dejar vestigio ni presunción de su paradero, finalmente triunfó la voluntad de la duquesa y yo volví al Seminario; otros siete años…

Don Guillen apoyó los codos en las piernas, la frente en las palmas. Hubo un largo silencio. Irguióse y enhebró la interrumpida hebra del discurso:

—Siete años…, La almendra del árbol de la Iglesia: Sagrada Escritura, Teología dogmática, Teología moral. Siete años de triple martirio, no ya en el corazón, como los años anteriores, sino en la carne y en la conciencia. Ya no eran las tentadoras imágenes de antes, fingidas por la humareda que se elevaba del corazón; era la experiencia de la carne, el recuerdo de lo pasado, que, no obstante haber pasado, permanecía actual sobre mi piel, como la cicatriz de las heridas. El contacto de Angustias había impregnado mis nervios ya para siempre: la sensación estaba de continuo sobre mí, me erizaba el vello con un calofrío placentero. Angustias seguía formando parte de mi ser y me dolía como un miembro amputado. Martirio del corazón, martirio de la carne y martirio de la conciencia, acaso más desesperado que todos. DRAMA
DE
CONCIENCIA
DE
DON
GUILLÉN
A diferencia de mis compañeros, yo continuaba leyendo y estudiando. Ninguno se preocupaba de que yo leyese, ni de los libros que leía. Y lo que yo leía eran obras francesas e inglesas, y traducciones alemanas al francés y al inglés, sobre crítica bíblica. Me apliqué a meditar sobre el problema de los Evangelios sinópticos. Era evidente, ¡ay!, era evidente. Los Evangelios no poseían valor histórico; no eran testimonios personales de la vida y enseñanza de Jesucristo; habían sido urdidos muchos años después, casi un siglo. Las piedras angulares sobre que se asentaba la Iglesia eran otros tantos fraudes. El profesor de Sagrada Escritura se llamaba don Salomón Caicoyas. Salomón, el hijo de David, se había posado brevísimo tiempo en la inteligencia de este otro su homónimo. ¡Hombre más ignorante, soberbio y poseído de sí…! Llevaba el manteo terciado, la teja al bies, y tenía todo el empaque de un majo. En el Seminario se murmuraba que era muy galanteador y que se introducía siempre entre la muchedumbre y en lugares muy concurridos, por disfrutar de apreturas con las mujeres. Su voz era como el estridor de un cuchillo contra un plato. Yo no podía oírle sin sentir dentera y malestar de estómago. Además, no sé por qué, me tenía franca ojeriza, y no perdía oportunidad de recordarme en público la grave falta que yo había cometido. Pues este hombre era quien debía disipar los negros vapores que ensombrecían mi conciencia… ¡Figúrese usted!… Yo mismo hube de procurarme la salvación; yo mismo, con la ayuda de Dios y de la mano de San Pablo, el apóstol de los gentiles, que no conoció a Cristo. Las epístolas de San Pablo son los documentos más antiguos y fehacientes del cristianismo; son propiamente obra de la fe, de la voluntad de creer. San Pablo no exigía virtudes heroicas; antes bien, virtudes moderadas. Hay un oportunismo de la virtud, que es la verdadera doctrina paulina. La religiosidad sincera, para San Pablo, se cifra en algo más importante que los hechos probados y la rigidez de conducta. En la segunda epístola a los Corintios, San Pablo dice: o Khirios to pneuma estin; el Señor es el espíritu. Los griegos, aunque espiritualistas, no habían acertado a sutilizar el alma humana sino asimilándola y, por ende, denominándola con la palabra psique, mariposa, que para ellos era imagen de la levidad suma. ¡Qué milagroso avance en la espiritualización del alma desde la psique, material todavía, hasta el pneuma, materia inmaterial, sustancia etérea, soplo divino!… El Señor es el espíritu; Dios reside en nuestra alma. Todo el resto, documentos, testimonios y dogmas, es secundario. No hay sino robustecer y exaltar el elemento espiritual de nuestro ser. Tal es el deber religioso primordial y único. El cristianismo enriqueció la historia de la conciencia humana con un acto de creación: la creación del espíritu. El espíritu es algo más fino y elevado que el alma. Los egipcios creían ya en el alma. Pues el espíritu es el alma en libertad. El espíritu, sobre la tierra, existe con conciencia de sí propio —pues antes existía a ciegas— desde hace diez y nueve siglos; desde San Pablo. Acaso un psicólogo experimental me replicará con sorna: «pero, si el espíritu sigue sin existir…, Yo no he tropezado con el espíritu en mis experimentaciones». Responderé yo: «tanto peor para usted, pues es señal de que usted no tiene espíritu y no puede ser cristiano». El espíritu es superior a la psique y no se puede llegar hasta él por la mera psicología. San Pablo fué también el apóstol áspero de la castidad. Más vale casarse que abrasarse; pero la castidad es madre de la fortaleza. DON
GUILLÉN
HACE
VOTO
DE
CASTIDAD
Una noche de insomnio, meditando y cavilando sobre lo que habría sido de Angustias, creí oír una voz interior, una voz que resonaba con misteriosa certidumbre: «Esa mujer está perdida. A esa mujer la has perdido tú. Esa mujer no puede pecar, porque es inocente de su caída. Los pecados de esa mujer pesan sobre tu conciencia. Tanto pecarás tú cuanto ella peque, y ella permanecerá limpia, porque no es suyo su pecado. Todo le será a ella perdonado, por haberte amado tanto. Haz tú que tantas culpas te sean perdonadas, compensando con severa castidad la cadena de pecados que tú mismo hubiste de forjar y remachar, y que llevas asida al tobillo y a las muñecas». Y con resolución que arrancaba del tuétano de mis huesos, exclamé: «Así lo haré». Y lo cumplí. Creo en el espíritu y soy continente: todo el resto es secundario. Ya más sano en mi alma, volví a bañarme en la onda tépida y vigorizante del Breviario. Ahora, tres himnos se alojaron en mi pecho y ardían de modo inmarcesible, como lámpara de tres lenguas iguales: los tres himnos a María Magdalena, uno precisamente del cardenal Belarmino, otro de San Gregorio, retocado por Belarmino, el tercero de San Odón de Cluny, retocado también por Belarmino. Dice San Odón:

In thesauro reposita

Regis est drachma perdita;

Gemmaque lucet inclita

De luto luci reddita;

el dracma perdido es repuesto en el tesoro del rey, y la perla luce nuevamente sacada desde la tiniebla hasta la claridad.

Y dice San Gregorio:

Nardo Maria pistico

Unxit beatos domini

Pedes, rigando lacrymis

Et detergendo crinibus;

con nardo machacado María unge los santos pies del Señor, regándolos de lágrimas y enjugándolos con los cabellos.

Y dice Belarmino:

Amore currit saucia

Pedes beatos ungere,

Lavare fletu, tergere

Comis, et ore lambere;

herida de amor, corre a ungir los santos pies, a lavarlos con llanto, a enjugarlos con la cabellera, a acariciarlos con la boca. Y un día, vendrá así la mujer a quien perdí; en su inocencia, me pedirá perdón, y yo le diré: «Levántate, mujer. Tú eres quien debe perdonarme. Heme aquí a tus plantas». Así pensaba yo entonces…, y luego…, muchos años. Y he llevado siempre conmigo la imagen de la mujer, la imagen anterior a su desdicha y a la mía; y no pudiendo hacerla mi amada, hice de ella mi hermana.

Después de breve pausa, prosiguió don Guillén:

—Mi primera misa la dije en la casa de campo de la Somavia. La duquesa fué mi madrina. Me regaló una rica casulla, bordada en oro. Entre sus arabescos, muy disimulado, hay un corazón estrujado por una mano; del corazón cae un hilo de sangre, que, retorciéndose, describe una A equívoca. En lo alto de la capilla enarbolaron una gran bandera blanca. Ofició conmigo el señor obispo, por exigencia de la duquesa; pero Su Ilustrísima, que no me había perdonado la antigua calaverada, me envió, apenas ordenado de mayores, a una parroquia rural inhospitalaria: San Madrigal de Breñosa. Allí tenían una hermosa finca los señores de Neira, de donde tomaron pie para el título; pero jamás iban, por lo muy apartado y fragoso de la comarca. Sucedió que a los dos años de estar yo en aquellos andurriales falleció don Restituto; doña Basilisa, la viuda, fué a guardar el luto en las soledades de San Madrigal, y como era muy devota, y oía, antes del desayuno, misa diaria, me nombró su capellán. Era una señora rechonchita, nada fea, en buena edad todavía, muy blanca, y simple que no cabía más. Sus ideas religiosas eran caprichosas, y aun cómicas. Creía que el cielo de los bienaventurados era un teatro, con su escenario y localidades para el público. Su marido, don Restituto, según ella, se había adelantado a entrar en el teatro, para coger buen sitio y reservárselo a su mujercita. Ello es que, olvidándose en seguida de que su marido la esperaba, con un sitio acotado, dió en enamorarse de mí y en dármelo a entender con palmarias manifestaciones. Otra matrona de Éfeso. La cosa no tenía nada de particular, si se tiene en cuenta que el único hombre de traza humana que allí veía era yo; que su marido había sido mucho más viejo que ella; que poseía un corazón muy tierno y dadivoso, y, por último, que el verme vestido con ropa negra y larga, a modo de falda, como ella, le infundía confianza y atrevimiento para manifestarse, a pesar de su natural tímido y cuitado. Ella sabía de mi fuga con Angustias, y debía de calcular que me rendiría fácilmente al amor. Pero yo me di excelente maña para disuadirla. Con fervor y unción retóricos, lo confieso, me las arreglé para convencerla de que fijásemos nuestra mutua relación en un terreno puro y espiritual. No le prohibía que me amase, pues Dios no pide de sus flacas criaturas lo imposible, e imposible es desarraigar los afectos profundos por un mero movimiento de la voluntad; pero le vedaba declararse paladinamente, pues Dios exige que nos sobrepongamos a la flaqueza y a la pasión, y esto sí le es posible a la voluntad. Le hablé yo mismo de aquel gran pecado de mi atropellada mocedad, de lo arrepentido que estaba y de cuán firme era mi propósito de la enmienda. Le di a entender, fingidamente y por proporcionarle algún alivio a sus afanes, que correspondía a su afecto, pero que mi estado sacerdotal me obligaba a poner una venda sobre los ojos de la carne. Yo sería su padre espiritual; ella, mi hija. En confesión, de penitente a sacerdote, podría confiarme las cuitas de su pecho; de mujer a hombre, jamás. Estaba maravillada de aquello que ella reputaba fortaleza y virtud mías, y que no era sino deseo de tranquilidad y de que no me molestara. «Es usted un santo, un santo de veras; el único santo que he conocido», me decía de cuando en vez, mirándome con adoración, las manos en actitud de rezo. Yo comía siempre con ella. Tal vez me contemplaba con ojos lacrimosos de oveja, interrumpiendo la deglución. Tal vez, de sobremesa, alejado ya el sirviente, lanzaba terribles suspiros; pero no pasaba de ahí. Dormía yo también en la finca; pero elegí una estancia holgada y desnuda, como celda, de luz permanente y plateada, mirando al Norte, al extremo de la casona, y más allá de los dormitorios de la servidumbre, por evitar maledicencias. Era señor de mi tiempo, y me pasaba horas y horas estudiando, ya en la gente del campo, ya en los libros. Allí, en contacto con los esclavos de la gleba, se me reveló la gran tragedia de la sociedad humana. Me aficioné entonces a las ciencias sociales, las cuales siguen siendo mi preocupación. DON
GUILLÉN
SIENTE LA
VOCACIÓN
DE
REFORMADOR
SOCIAL.
SOCIAL.
DISQUISICIÓN
SOBRE LA
FELICIDAD
Yo he nacido para reformador social. Que la sociedad está mal organizada y ha de cambiar, es evidente. Los hombres tienen derecho a la felicidad; todos los hombres; pero tienen derecho aquí mismo, en la tierra. El estímulo más vehemente y constante, el móvil más poderoso y activo que ha puesto Dios en la conjunción humana de alma y cuerpo, es el deseo de felicidad. Luego si lo primordial humano, por designio divino, es el deseo de felicidad, el hombre tiene derecho a la felicidad. Todas las grandes actividades conscientes (y no digamos de las reflejas e inconscientes) se engendran de aquel móvil fatal e ineluctable, el deseo de felicidad: la religión, la moral, el derecho, el arte, la ciencia. Todas estas actividades conspiran desde su origen a perfeccionar la sociedad, con el fin de alcanzar últimamente el máximo de felicidad para el máximo de individuos, si bien, por deficiencia humana, todos los ensayos de organización, hasta ahora, se han hecho a base de una manera de felicidad limitada y mediante uno solo de aquellos grandes órdenes de actividad consciente, con preferencia y preterición de los otros. La Iglesia nació como un ensayo de organización para la felicidad. En las epístolas de San Pablo vemos, sin posible interpretación en contrario, que el apóstol se creía inmortal, que cuantos profesasen en la fe de Cristo se harían inmortales, y que el Salvador volvería a establecer el reinado de la felicidad sobre la tierra para sus fieles, lo que él llamaba la Parousia; y como lo predicaba el apóstol así lo creían los secuaces. Pero sucedió en Tesalónica que algunos de los convertidos se murieron, con lo cual los cristianos tesalonicenses movieron grandes motines, llamándose a engaño; y lo mismo los de Éfeso. El apóstol vió al cabo que él y todos los cristianes tenían que morirse; pero como no podía renunciar a la felicidad, decidió que no se moría sino el cuerpo, y que el espíritu, inmortal, penetraba en el reinado de Cristo, en la Gloria. Así, la Iglesia de los primeros siglos fué una dulce y baldía anarquía, un ensayo de organización para obtener la felicidad después de la muerte. En aquel ensayo de organización para la felicidad fueron menospreciados o preteridos los órdenes de actividad consciente distintos del religioso: el científico, el artístico, el político, y muchas veces el moral. Nuestra organización social al presente, esto que dicen la sociedad capitalista, es otro ensayo de organización para la felicidad, a base de dos órdenes de actividad, el político y el científico, con menosprecio y preterición de los otros. Es un estado de anarquía cruel y productiva, así como la Iglesia primitiva era un estado de dulce y baldía anarquía. El socialismo, mayorazgo del capitalismo, pretende ser un ensayo a base solamente de actividad científica. Todos los ensayos de organización para la felicidad, hasta ahora, han sido ensayos fracasados; aunque todos diferentes, tienen de común entre sí que en el fondo de todos ellos late una anarquía disimulada, vergonzante, cohibida. Aunque parezca paradoja, ¿no será tal vez la anarquía la única organización posible para la felicidad? El día que todos los órdenes de actividad consciente, incluso el político y jurídico (por el cual yo no entiendo el arte de gobernar, sino el de vivir en comunidad, sin estorbarse ni dañarse mutuamente), alcancen su plenitud y autonomía, y entre sí se armonicen sin menoscabarse ni lastimarse, ¿no resultará una organización espontánea de perfecta anarquía, libertad absoluta e insuperable felicidad terrena? Bien. No es pertinente que le exponga aquí todas mis ideas sociales. PROSIGUE
LA
NARRACIÓN
Ello es que allá, en San Madrigal, pensaba yo a veces: «si yo tuviera medios de fortuna, hacienda bastante, para ensayar una comunidad de hombres felices, en lo posible, una experimentación social, como otras que se han hecho, pero aleccionado por los errores de los demás». Cuando he aquí que, un día, la viuda me suelta, como ducha de agua fría, que tiene la intención de dejarme heredero universal; cerca de dos millones de duros. Desde luego no supe qué decir; pero, a poco, Dios me concedió bastante serenidad y reflexión para responderle: «Señora: le agradezco, con emoción no traducible en palabras, su generosidad; generosidad que no acepto, ni aceptaré, no tanto por mí, cuanto por usted y su buena memoria. Se pensaría que la índole de nuestras relaciones me había acarreado esta prueba póstuma de su amor de usted hacia mí». Y doña Basilisa, tan bobalicona siempre, habló, excepcionalmente en aquella ocasión, con cierta elocuencia y buen sentido: «Lo que digan los juzgadores temerarios, allá ellos con su conciencia. La mía está tranquila y confiada ante Dios, que ve el secreto de mis intenciones. No es esto dádiva de amor, no; ni siquiera premio a su santidad y virtud, sino muestra débil del agradecimiento con que usted me ha obligado, por haberme persuadido a guardar mi virtud y servido de guía en el áspero sendero del bien. Cuando me junte con mi Restituto, en el celestial coliseo, estoy segura que lo primero que me va a decir es: no creas que ahora aplaudo la afinación de los divinos coros; lo que hago es aplaudirte por lo que has hecho». Sin embargo, yo me negué a aceptar la herencia, a no ser con una condición: que constase en el testamento que me dejaba su fortuna al modo de fideicomiso para que yo la emplease en aquellas empresas y obras de utilidad y beneficio del prójimo que yo juzgase conveniente. Y en eso quedamos. A los siete años de estar yo en San Madrigal murió la duquesa de Somavia. La asistí en sus últimos momentos. Hasta el mismo punto de morir no perdió la alegría ni el desparpajo. En medio de la pena y el llanto que nos causaba verla morirse nos hacía reír con sus salidas. Yo siempre había creído que tenía el pelo muy ensortijado, y era que se lo rizaba todas las noches, mechón a mechón, enroscándolos en unos rollitos de papel, que luego extendía a entrambos cabos, a modo de blanca mariposa. Todas las noches, en su lecho de muerte, hacía que la doncella le aderezase el cabello, poniéndole aquella especie de mariposas, que al día siguiente conservaba durante todo el día. Hacía un efecto muy chusco. Pues así se murió; con la cabeza cubierta de mariposas de papel. Como yo la mirase con sorpresa, al verla por primera vez en aquella guisa, ella, con sus graciosas despachaderas, me dijo: «¿Qué miras ahí, papanatas? ¿Es que nunca has visto una mujer en la cama y sin vestir? ¿O es que te parece mal que las viejas cuidemos de sostener y realzar los restos de belleza que nos quedan? Y no vayas a figurarte, ya que como cura serás malicioso, que sois como mulas resabiadas, y los resabios del mal pensar los habéis adquirido en el confesonario, en donde de la gente no aprendéis sino lo malo y lo feo, y eso que no os lo dicen todo; no vayas a figurarte que me pongo estos moños por vanidad; ¡a buena hora…! Lo hago por decoro, y por algo más. El primer deber de los decentes y bien nacidos es atender al decoro de su persona. Y además lo hago, y lo he hecho toda mi vida, por imponerme una obligación molesta, ya que ninguna otra tenía; un acto de paciencia y disciplina, una mortificación, como vosotros decís. Quiero morirme con los papillons sobre mi cabeza, y cuando el alma se escape de mis labios, que todas estas mariposas la lleven, revoloteando, más ligera al regazo de Dios Padre, que me crió Beatriz Valdedulla, y me sostuvo toda la vida Beatriz Valdedulla, y me aceptará en su eterna misericordia como Beatriz Valdedulla; porque ¿yo qué culpa tengo de ser Beatriz Valdedulla?». Sólo con recordar estas palabras me conmuevo. Una mañana, el día antes de entregar su alma a Dios, en presencia del duque, me dijo: «Don Pedrito, hijo mío; te quiero casi casi como un brote de mi sangre. Pero como las palabras son como moscas, que no se dejan atar por el rabo, he querido dejarte algo de más substancia que la palabra de mi cariño, y por intermedio del duque, mi marido y señor, que tiene mucha mano con el Gobierno, te he conseguido una credencial de canónigo en Castrofuerte. Una canonjía, digan lo que quieran, no es gran cosa. Si yo viviese más años te verías obispo. Lo que yo no he podido hacer, tú, con tu maña y despejo, lo conseguirás. Me voy de entre vosotros con un grande reconcomio y desazón, y es por tu padre. Bolonio debiera llamarse, que no Apolonio. Sus asuntos ya no tienen arreglo. Al duque y a ti os recomiendo que cuando le veáis en la calle, y esto tiene que venir necesariamente, le busquéis un asilo, y allí le enviéis aquellas cosillas imprescindibles a su vanagloria, sin las cuales no podría vivir». Antes de morir, se expresó de esta suerte: «Duque, has cumplido mal como casado; pero te perdono. Pido tu perdón, si en algo te falté, que habrá sido involuntario. A ti, hijo mío muy querido, nada tengo que perdonarte, que soy de opinión que los hijos no tienen deber alguno para con sus padres, y sí sólo los padres para con sus hijos. Si algún día la vida te pesa demasiado, perdóname; que yo quise darte una vida amasada con dichas y venturas. A ti, Facundo (estaba presente el obispo), ¡cuántas veces te llamé mastuerzo, sin más razón que es verdad que lo eres…! Pero ya sabes que te he estimado, que jamás te perjudiqué a sabiendas; antes por el contrario, te favorecí en lo que pude, y hasta te admiré en una ocasión, que quizás hayas olvidado. Perdóname lo de mastuerzo. A ti, Pedrín, te digo algo como a mi hijo; si alguna vez sientes una carga en la vida, por mi culpa, perdóname; otra era mi intención. Perdónenme todos a quienes haya ofendido o causado dolor. Y tú, Señor mío Jesucristo (besando el crucifijo), ya sé que me perdonas, como perdonas a todos en tu infinita bondad, que si no fuese así llovería fuego sobre la tierra, por lo menos, cada diez minutos. Hasta luego, vosotros; que la vida es breve. Hasta ahora, Señor mío Jesucristo». Murió como una santa. Era una santa a su manera, pues hay muchas maneras de ser santo. Yo he observado que en el mundo hay muchísimos más santos de lo que ordinariamente se piensa. Es más: yo creo que el mundo anda tan mal porque hay demasiados santos; porque la gente, en general, es demasiado bondadosa y resignada. Pero dejémonos de glosas. Murió la duquesa. Yo pasé de canónigo a Castrofuerte, y allí llevo vegetando hace algunos años. Doña Basilisa me sigue escribiendo cartas frecuentes, prolijas y tiernas. Dice que, últimamente, anda quebrantada de salud. De la herencia nada me dice. No sé si continúo siendo su presunto heredero, o si algún fraile, que sé que la visitan en San Madrigal, le ha socaliñado la herencia para su Orden. Mi padre y Belarmino, éste ya viudo, están en un asilo, como la duquesa predijo. Quise que viviese conmigo, y le llevé a mi casa, en Castrofuerte, por una temporada. Pero era de todo punto imposible. En primer lugar, hacía el amor a todas las criadas de la vecindad, y en cierta ocasión hizo publicar en un periódico local una declaración amorosa, en verso, a la señora del alcalde. Además, contraía tales deudas, que mi módico estipendio canónico no nos bastaba para vivir. En conclusión: que, pesándome mucho, hube de mandarle nuevamente al asilo. Le envío allí a mi padre aquellos regalitos a mi alcance que la duquesa me encomendó. El que ahora tiene en Pilares un gran bazar de calzado mecánico y porradas de dinero es aquel Martínez, antiguo oficial de Belarmino. Por cierto que en el mismo asilo de caridad que mi padre y Belarmino está recogido un usurero apellidado Bellido, causante de la ruina de Belarmino; se arruinó a su vez en la famosa quiebra de la banca Hurtado y Compañía[c]. Rarezas del destino.

Y don Guillén quedó con ojos vacantes, como dicen los ingleses, tan expresivamente; con ojos vacíos, ciego para las cosas ambientes, y acaso enfilando una perspectiva interior y remota de recuerdos inmóviles. Hablando él y yo escuchando, las horas nocturnas, de negra clámide, se habían ido alejando armoniosamente; las horas matutinales danzaban ya en los umbrales del día, y un revuelo de sus túnicas color violeta penetraba por la hendedura de nuestros balcones; la aurora, con dedos de rosa, golpeaba silenciosamente en el vidrio de nuestras pupilas. Ante el suave llamamiento de la luz del cielo en sus ojos, don Guillén exclamó:

—Ya es sábado de gloria; ya es pascua florida. Los almendros están vestidos con un velo rosado y los pomares con un velo de nieve. Dentro de poco resonarán las alegres campanas en toda la cristiandad. Cristo va a resucitar:

Sat funeri, sat lacrymis.

Sat est datum doloribus,

canta el laude pascual; no más duelo, no más lágrimas, no más pesados dolores. Y dice la voz inaudible de los coros angélicos: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Todo es paz y todo es contento en el valle de lágrimas. Los hijos de Dios se abrazan y besan en la mejilla, murmurando: «Salud, hermano; salud, hermana; el Señor sea con nosotros». Y tú, hermana mía —prosiguió, tomando en sus manos el joyel con el retrato y mirándolo con el rostro descompuesto por la piedad y la amargura—, ¿dónde estás, en qué oscura mazmorra te encerré, a ciegas, que no doy con la entrada, aunque sangran mis pies de tanto caminar y mis manos de tanto tropezar a tientas?

Te busqué, y no te he encontrado; te esperé, y no has venido. Mi alma estará triste hasta la muerte; muertos mis oídos a las campanas de resurrección; muertos mis ojos a los colores de primavera.

Yo, naturalmente, juzgué espontánea, sincera, y, por lo tanto, lícita en la ocasión, la pequeña expansión retórica de don Guillén, y apenas concluyó y dejó caer con abatimiento la cabeza, dije, sin vacilar un segundo:

—Ya le he dicho que conozco a esa mujer, y se la voy a traer aquí en un instante.

Supongo que le dejé fulminado y sin acertar a emitir palabra ni sonido articulado. Salí sin volverme a mirarle, sin haberle oído resollar. La ciudad se arrebujaba en la luz cenizosa y aterida de los amaneceres. Me encaminé, rápido, al cafetín. Allí, en su rincón acostumbrado, con el vaso de recuelo ante sí, Angustias esperaba al Tirabeque.

—Mujer, ven conmigo —le dije, emocionado y conminatorio. Angustias se levantó—. Sígueme.

—¿Le ha ocurrido algo al Tirabeque? ¿Una bronca? ¿Una pendencia? No quiero ver nada. No me importa. Es mi libertad —decía de camino, jadeando por seguir mi paso impaciente.

Al llegar a la puerta de la casa, vaciló.

—¿Qué quiere de mí, señor? ¿No me trata de engañar? Siempre le tuve por bueno…, Soy una desdichada.

—Ven conmigo, mujer —insistí, cogiéndole la mano.

—Pero, ¿dónde me lleva?

Yo no sabía qué decir. Se me ocurrió una bobada.

—Hacia la resurrección. ¿No sabes que es pascua florida?

Se detuvo, temblando.

—¿Está usté loco, señor? ¡Ay, Dios mío, ten piedad de mí!

Yo tiré de ella, escaleras arriba.

—Ven conmigo, mujer.

—¡Virgen de Covadonga! Gritaré, aunque se arme un escándalo y me lleven a la delegación —y se detuvo, con firmeza.

—Angustias, no sea usted niña —dije, comenzando, sin darme cuenta, a tratarla de usted—. ¿Cómo puede creer que trato de hacerle mal? Al contrario: la llevo hacia la dicha, al encuentro de alguien que usted espera volver a ver hace varios años. —La cerilla con que nos alumbrábamos me quemó los dedos. Pronuncié una exclamación adecuada, al arrojar la cerilla al suelo. Quedamos a oscuras. Angustias se acercó a mí, medrosa. La sentía tiritar, con miedo del corazón.

—Déjeme usted escapar, huir —suplicaba—. ¿Cómo me atreveré a presentarme delante de él? Lo sabrá todo ya. Usté mismo se lo habrá contado. Me escupirá. Me arrojará lejos de sí, y con razón. Luego, el Tirabeque nos vendrá siguiendo; me matará a mí y le hará a él un chirlo en la cara.

—Ea, Angustias. No nos cuidemos del Tirabeque. Don Pedrito espera a usted. ¿Quiere usted acudir? ¿Quiere usted salvarse? —murmuré con impaciencia, a tiempo que encendía otra cerilla.

¡Qué cara la de Angustias: infantil, contraída, atormentada por un dolor oscuro, apenas consciente!

—¡Quiero salvarme! ¡Quiero salvarme! —dijo con voz sollozante, agarrándose desesperada a mi brazo, como a tabla de salvación.

Llegamos a la habitación de don Guillén. No quiso ella pasar delante, y hube de hacerlo yo. Mi intención era dejarla adentro y retirarme discretamente a mis cuarteles. Contra mi propósito, hube de presenciar el principio de la escena, porque se desarrolló súbitamente, y la continuación, porque, a pesar mío, permanecí asido e inmóvil por la expectación.

Angustias se arrojó a los pies de don Guillén. Se abrazaba con ellos, escorzando, el cuello dúctil y albo; se los regaba de lágrimas; se los enjutaba con la cabellera copiosa y cobriza. Y se reprodujo la imagen emotiva que con línea ingenua y tintas translúcidas bosquejaron los santos melodas del Breviario.

—¡Perdón! ¡Perdón! —imploraba Angustias, en el candor de su alma intachable—. Soy muy mala, pero a nadie he querido sino a ti. El amor me ha perdido, la desesperanza de amor. Ya te contaré y me perdonarás.

Don Guillen, lívido, rígido, balbuciente, pidió:

—¡Levanta, hermana!

Angustias obedeció como una criatura pasiva. Entonces, don Guillen se arrodilló ante ella.

—Tú estás limpia. Todos tus pecados se vuelven contra mí. Tú y Dios sois los que debéis perdonarme, y me perdonaréis, porque he amado y sufrido mucho. Di que me perdonas; di un sí con los labios, un sí con la cabeza, aunque no salga del corazón.

—Mil veces sí —dijo Angustias, con un grito sofocado, blandiendo en el aire la cabellera.

Levantábase del suelo don Guillén, y Angustias se precipitó en sus brazos, tendiendo hacia él los labios sedientos, la cabeza derribada hacia la espalda, como inerte. Don Guillén le enderezó suavemente la cabeza y le besó la frente.

Yo comprendí que era el momento preciso de retirarme con disimulo, y giré furtivamente sobre mis talones, cuando oí que don Guillén, con acento entre alarmado y severo, me decía:

—¿Qué va usted a hacer? Aguarde un instante; tengo que pedirle un gran favor. Es menester que me ayude a improvisar un acomodo donde mi hermana descanse unas horas. Si usted tiene en su habitación un diván, o siquiera una butaca, yo puedo dormir allí, si usted no tiene inconveniente, y que Angustias quede en este cuarto.

Arreglamos el acomodo como don Guillén deseaba. Por su voluntad expresa y decidida, se tendió sobre mi diván. El diván estaba contiguo al tabique medianero entre mi habitación y la suya. Al otro lado del tabique, se apoyaba el lecho en donde Angustias reposaba.

Acostados ya, don Guillén me dijo desde su diván:

—Lo más inmediato y urgente ya lo tengo decidido. Dentro de pocas horas, en el primer tren, saldrá Angustias camino de Castrofuerte, con una carta para don Abel Parras, un canónigo viejo, gordo, pacífico y bonachón, que es mi mejor amigo. Angustias vivirá con él, y así se estorbarán murmuraciones malignas. Más adelante, ya veremos lo que se hace…, In thesauro reposita…; el dracma extraviado ha sido repuesto en los tesoros del rey, y la perla luce nuevamente, sacada desde la tiniebla a la claridad. ¡Si a la infeliz de doña Basilisa no se le ocurre modificar el testamento!… ¡Oh, qué hermosas lontananzas al servicio de los hombres, que es el servicio de Dios!…

Con los artejos dió un ligero repique en la pared. Respondióle otro repique cauto. Se echó a reír, volviéndose a mirarme.

—¿No se ha enterado usted lo que nos hemos dicho?

Yo respondí que no, opacamente, porque el sueño me rendía.

—Pues yo dije: «Duerme en paz, hermana; has resucitado con el Señor». Ella respondió: «Dios te lo pague; guárdame siempre».

«¡Qué penetración! Les ha sido otorgado el don de lenguas, como si en lugar de pascua de Resurrección fuese de Pentecostés», pensé borrosamente, entre la penumbra inicial del sueño.

Lo último que le oí a don Guillén, fué:

Sat funeri, sat lacrymis, sat est datum doloribus…, O Khirios to pneuma estin.

Y ya desde muy hondo, a punto de derretirse mi conciencia vigilante, comenté, se me figura que en voz alta:

—¡El don de lenguas! ¡La Pentecostés!

Desperté a las dos de la tarde. Don Guillén había desaparecido del diván y de Madrid. Sobre mi mesa destacaba un blanco escrito, que decía: «Adiós, buen amigo. Le he dado un abrazo de agradecimiento y despedida, sin que usted, profundamente dormido, se haya percatado. Ya sabrá usted de mí. Amigo suyo para siempre, Pedro Guillén Caramanzana».

Y, en efecto, años después, supe y presencié grandes cosas de él, las cuales pienso referir en otra ocasión, si se tercia y no tengo nada mejor que hacer.