Capítulo 3

Ya habían recorrido algunas cuadras por la calle de entrada al pueblo cuando advirtieron que también allí ocurrían cosas raras: ¡las casas, las calles, todo se había transformado!

Algunas casas que ambos recordaban perfectamente hasta en sus detalles, ya no estaban y en su lugar había terrenos baldíos o potreros; otras, como la vieja casona de la panadería, que ocupaba toda una esquina hasta la mitad de cuadra, había cobrado un increíble aspecto de recién construida; donde siempre estuvo la plaza del centro, ahora había un terreno descuidado en el que pastaban tranquilamente varias ovejas. También la iglesia parecía nueva pero no así la comisaría, en reemplazo de la cual había un corral rodeado de pastizales.

Los niños no dejaban de asombrarse ante cada nuevo descubrimiento de ese insólito cambio y por un instante hasta dudaron de encontrarse en el mismo pueblo donde habían vivido siempre y de donde habían salido un rato antes. Un rato antes… ¡pero si cuando salieron era casi de noche y ahora era de madrugada…!

—Matías Elias.

—¿Qué?

—Estoy asustada.

—Yo también.

—Quiero irme a mi casa. Acompáñame.

—¿A tu casa? Bueno, espero que aún existan nuestras casas.

Recorrieron las tres cuadras hasta la casa de Irene René mirando constantemente hacia uno y otro lado, encontrando a cada momento nuevos detalles de esa asombrosa transformación.

Tan cambiado estaba el pueblo, que no se animaron a entrar a la casa de Irene cuando llegaron a ella. Es que el viejo chalet de los Levene parecía haber rejuvenecido y hasta le faltaban algunos arreglos y agregados que le había hecho el padre de Irene el año anterior.

Los niños se quedaron ante la puerta, indecisos, tratando de animarse a entrar de una buena vez. De pronto la puerta se abrió y salió a la vereda una mujer de unos treinta años, vestida con una larga pollera y luciendo un ridículo rodete en la nuca.

—¿Quién es? —preguntó Matías Elias a Irene René, pero mientras lo estaba diciendo le pareció reconocer a la mujer—. ¿No es tu abuela?

—¿Estás loco? No sé quién es. Además mi abuela tiene como setenta años. ¿Qué hace esa mujer en mi casa?

—Buenos días, chicos —dijo sonriente la mujer, mientras comenzaba a barrer la vereda.

—Buen día —contestó Matías Elias Díaz—. Dígame una cosa, señora, ¿la familia Levene vive aquí?

—Yo soy la señora de Levene. ¿Qué necesitan?

—No, nada. Es decir, sí: buscamos a Irene René Levene.

—¿Irene René Levene? Aquí no vive nadie con ese nombre. ¿Ustedes de dónde son?

—De un pueblo cercano. Nos dijeron que la chica que buscamos vive acá. Tiene doce años.

—Qué raro. Yo tengo una hija, pero es más pequeña. Tiene ocho años.

—¿Y cómo se llama? —se apuró a preguntar Irene, nerviosísima.

En lugar de responder, la mujer se asomó al interior de la casa y gritó: ¡Egle Hebe! ¡Ven!

—¡No puede ser! ¡No puede ser! —exclamó Irene René.

—¿Qué «no puede ser»? —quiso saber Matías Elias.

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—No puede ser —repitió su amiga.

—Esta es mi hijita —dijo la mujer, acariciándole la cabeza a la nena que acababa de salir.

Irene René se llevó las manos a la cara y un segundo después corrió al encuentro de la niñita, mientras gritaba:

—¡Mamá, mamá!

Se abrazó a la pequeña que, próxima a llorar, miraba la expresión sorprendida de su madre.

—¡Qué broma es esta! ¿Están locos?

Matías Ellas tomó a Irene del brazo y la sacó de allí.

—Era mi mamá, era mi mamá —repetía Irene René—. Y la otra es mi abuela con muchos años menos, ¿te das cuenta?

—Sí, sí. No sé qué ha ocurrido. Es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo.

—¿Y qué vamos a hacer?