Enero Rojo en Berlín
Romain Rolland
A pesar del sobrecogimiento producido por el asesinato de Liebknecht y Rosa Luxemburgo —ese vergonzoso atentado, ese bestial encarnizamiento con una mujer desvanecida, cuyo cuerpo jadeante es arrastrado por una banda de chacales para entregarse con él a infames profanaciones—, no parece que la prensa francesa[1] se haya dado perfecta cuenta de la gravedad trágica de estas jornadas de enero, no sólo para la revolución alemana, sino para la paz del mundo. Los gobiernos de la Entente y su prensa burguesa dan pruebas de una singular ceguera. Tan singular, que uno se pregunta si no será voluntaria. Llevados del miedo que los invade ante los progresos de la idea comunista en Europa, han saludado con alivio la derrota de los espartaquistas, sin cuidarse de los peligros políticos que su desaparición entrañaba para la Entente. Su preocupación única por los intereses capitalistas los hace desentenderse de la inquietud que estos buenos nacionalistas deberían sentir hacia su nación.
Yo, por mi parte, que he seguido atentamente la marcha de los acontecimientos desde hace dos meses, me he convencido de que la reacción conservadora, militarista y monárquica, en Alemania, avanza a pasos agigantados, con ella se propagan, como una fiebre, los odios nacionales y las ideas de desquite. Y yo os grito: «¡Cuidado!». Vosotros Gobiernos de la Entente, habéis contribuido a ello, con vuestra política torpe y contradictoria, dura y débil al mismo tiempo, con sus provocaciones brutales al orgullo nacional, de una parte, y de otra sus inauditas complacencias hacia ciertos Gobiernos alemanes. Pues decidme, ¿cómo habéis podido, vosotros que reclamáis ruidosamente el castigo del káiser y del kronprinz culpables, cómo habéis podido, cómo podéis aún negociar con un Erzberger, con el hombre que escribía:
Si se pudiese destruir a Londres entero, sería más humano que dejar desangrarse en el campo de batalla a un solo ciudadano alemán…? Por cada barco echado a pique habría que destruir, por lo menos, una ciudad inglesa… ¡El sentimentalismo en la guerra es una estupidez criminal!
¿Cómo podéis apoyar con vuestros votos el triunfo de los Scheidemann, cómplices de la política imperialista, de los Ebert y los Noske, que llaman en su ayuda a los oficiales monárquicos y se inspiran en el Estado Mayor de Ludendorff, espíritu invisible y omnipresente, para aplastar a los espartaquistas, cuando éstos lo que quieren es que se acepten las lecciones de la guerra, que se acepte una paz leal, la reconciliación entre los pueblos?
Gobiernos burgueses de Europa, los intereses de vuestra clase os atan más que los de vuestra patria (y no hablo de los de la Humanidad, pues éstos todo el mundo sabe que os son completamente indiferentes).
Resumo los hechos valiéndome, sobre todo, del valiente periódico de Guillermo Herzog la Republik, que ha sabido conservar, en medio del sangriento caos, su firmeza de espíritu. Su punto de vista es el de un intelectual independiente que ama la verdad sobre todas las cosas[2]. Sus simpatías están con el progreso social más franco, con la unión del pueblo trabajador, por encima de las barreras ficticias de los partidos. Pero su instinto de justicia lo lleva, aun condenando las violencias de los dos campos, a defender valientemente a los espartaquistas perseguidos, porque ve en ellos a los más idealistas, los más desinteresados y seguros campeones de la causa del pueblo.
El drama del 6 al 17 de enero se había anunciado por los sangrientos choques del 6 y del 23-24 de diciembre que habían divorciado definitivamente a los socialistas mayoritarios de la Revolución y a los independientes socialdemócratas de los mayoritarios y de los espartaquistas, a los que reprochaban por igual sus violencias. Pero, al retirarse, como protesta, del Consejo Central (Centralrat der Socialistischen Republik) el 28 de diciembre, Haase, Dittman, Barth, habían dejado el campo libre a los reaccionarios del socialismo, que llamaron inmediatamente a un hombre de presa, a Noske, gobernador de Kiel. Este personaje, a quien Liebknecht había de llamar el Cavaignac, el Galliffet de Berlín iba a desempeñar un papel importantísimo en las jornadas de enero.
El 2 de enero, el coronel Reinhardt, nada simpático a las ideas revolucionarias, era nombrado ministro de la Guerra de Prusia. Los independientes, que aún formaban parte del Gobierno de Prusia —Stroebel, el conde Arco, Adolfo Hoffman, Kurt Rosenfeld, Breitscheid, Paul Hoffman, Hofer, Simon[3]—, dimitieron en masa. Según manifiestan en una protesta de 3 de enero, agotaran todos los medios de concordia: se les exigía que firmasen sin discusión el nombramiento del coronel Reinhardt; hasta se les negaba el derecho a conocer la declaración escrita del programa de Reinhardt; el Consejo Central opone a las preguntas más esenciales un mutismo absoluto. Su colaboración se ha hecho imposible.
Entretanto, en diversos puntos se producen sangrientas colisiones entre el ejército contrarrevolucionario y el pueblo: el 30 de diciembre, en Allstein, entre las tropas de artillería que vuelven del frente y las comisiones populares llegadas para recibirlas, con sus banderas rojas; el 3 de enero en Koenigshütte, donde la tropa dispara sobre los trabajadores. La defensa de la frontera del este es una máscara bajo la cual se oculta y abriga la contrarrevolución; los agitadores reaccionarios afluyen a estas regiones. El 4 de enero, en el mismo Berlín, se celebra una reunión pública contrarrevolucionaria, en la que toman parte el conde Westarp, el capitán Nerger y muchos oficiales; en nombre de la asamblea, se envía un telegrama de homenaje al emperador.
Por fin, el 5 de enero, el ministro del Interior decide reemplazar al director de policía, Eichhorn, cuyo espíritu revolucionario es bien conocido, por el antiguo ministro de la policía prusiana, Ernst. Es la última jugada. Es evidente que el gobierno quiere librarse completamente de sus rivales y asegurarse la fuerza para sí, apoyándose en los partidos conservadores. A esta provocación, independientes, espartaquistas y organizaciones obreras de las grandes fábricas de Berlín, responden inmediatamente con un llamamiento a una manifestación en masa. Los jefes espartaquistas, Liebknecht y Rosa Luxemburgo, convierten esta manifestación en un asalto. En la noche del 5, las oficinas del Vorwaerts y de la Agencia Wolff, el telégrafo central y la Reichsbank, son ocupados por sus huestes. ¿Cómo han podido recurrir súbitamente a la fuerza después de haberse comprometido en su propio Manifiesto de diciembre, a no usar nunca de la fuerza más que por la voluntad, claramente manifestada, de las masas proletarias? Sin duda, por la impulsividad apasionada de Liebknecht y de Rosa, por la indignación que los abrasaba, y también por la exasperación de los revolucionarios contra las mentiras de la prensa burguesa (sobre todo del traidor Vorwaerts), esa peste de mentira, herencia de cuatro años y medio de guerra y que nunca ha sido más indignante e intensa que después de la revolución. Sea de ello lo que quiera, el paso fatal está dado. La guerra civil se ha desencadenado.
* * *
Al punto, cobra un furor extremo. En la Siegesallee, el día 6 Liebknecht arenga a la multitud:
¡El momento de obrar ha llegado! ¡Que la República socialista no sea una mentira, sino una realidad! Hoy comienza la revolución socialista que irradiará por el mundo entero. ¡Hagamos que el gobierno Ebert-Scheidemann, sea puesto en la picota de los pueblos!
Y Scheidemann, desde una ventana de la cámara imperial, grita a sus partidarios:
La porquería (Schweinerei) que reina en Berlín debe acabar. El gobierno va a tomar medidas muy graves. No os puedo decir más. Os garantizo que el gobierno obrará con toda energía contra la minoría de perturbadores. Ésta será ahogada… El gobierno llamará al ejército en socorro suyo… Armaremos a las masas. ¡Y naturalmente, no será con palos!
El mismo 6 de enero intentan linchar a Liebknecht, cuando pasa en coche por la Wilhelmstrasse.
Noske es nombrado comandante en jefe de las tropas del gobierno. Llama a las tropas de todas partes, a la artillería del frente. Hace venir de Kiev, a su guardia pretoriana, su «división de hierro», 1400 hombres que le son totalmente leales. Forma una guardia blanca de estudiantes burgueses; el rector y el senado de la Universidad berlinesa acuerdan suspender las clases durante una semana para permitir a los estudiantes ponerse al servicio del gobierno.
En Berlín reina una excitación espantosa. Entre el 7 y el 10, noche y día, disparos y ruidos alarmantes que la prensa propaga. Las tropas del gobierno están reunidas en el Centro; el este es el cuartel general de los revolucionarios, que continúan sus éxitos, se apoderan de las casas editoriales Scherl, Mosse, Ullstein, así como de los periódicos que en ellas se editan. Pequeñas escaramuzas por todas partes. La nerviosidad general es tal, que el puesto de guardia de la Wilhelmstrasse lanza granadas de mano sobre un grupo de paseantes burgueses inofensivos.
En vano Ledebour primero, luego Kautsky, Oscar Cohn, Dittmann, Breitscheid, agotan sus esfuerzos para llegar a una inteligencia entre los partidos enemigos. En vano lanza un aeroplano, el 9, sobre la ciudad, millares de proclamas firmadas por los Consejos de soldados de Marina:
¡Basta de sangre! ¡Queremos, por fin, la paz! ¡No es la fuerza bruta, sino la razón, la que conduce al fin!
En vano, el mismo día, el Consejo central de la Marina dirige a todos los socialistas y al Gobierno una emocionante proclama, conjurando tanto a Eichhorn como a Scheidemann, Ebert, Noske y demás jefes a deponer su amor propio y sus querellas:
Camaradas Scheidemann, Ebert, Noske, Lansberg, Eichhorn, ¿amáis aún al pueblo? ¿Lo habéis amado jamás? ¡Dejad el sitio a otros! ¡El amor propio y el duro egoísmo no deben ser la regla de nuestra conducta! ¡La sangre del pueblo es más preciosa que vuestros puestos! ¡Que la unidad del pueblo sea vuestra suprema ley!
En vano, el 10 de enero, 40 000 obreros de Berlín deciden realizar la unión de los trabajadores de todos los partidos socialistas, con los jefes, si éstos quieren, si no contra los jefes, para hacer cesar la sangre. En vano organizan cortejos, manifestaciones, llamando a la unión; en vano nombran una Comisión integrada por mayoritarios, independientes, revolucionarios, espartaquistas que busquen una nueva base de concordia. Del lado espartaquista aún estarían dispuestos a la conciliación, mediante ciertas garantías. Pero el gobierno tergiversa, da rodeos, con el fin de ganar tiempo para reunir tropas. En el fondo, tropieza con su orgullo inhumano, resuelto a quebrantar todas las oposiciones. Tal es, en algunas semanas, la embriaguez brutal del poder, que a estos mayoritarios socialistas, la simple proposición de discutir sus órdenes, les parece un crimen de lesa majestad. Los hombres que distribuyen la llamada, tan generosa, a la conciliación, del Consejo central de la Marina, son detenidos, asaltados en la calle, tratados de «bolcheviques, de salteadores, de asesinos, de agentes de la Entente», amenazados, golpeados en el rostro. Se oye gritar: «¡Fusiladlos!… ¡No, arrojadlos al agua!».
El 10, el gobierno tiene todas sus fuerzas reunidas; rompe las negociaciones. Los revolucionarios, arrinconados y obligados a la lucha suprema, lanzan la llamada al combate y a la huelga general. Inútilmente llegan de los gobiernos de Baviera, Aldemburg, Brunswick, telegramas enérgicos, suplicando al gobierno de Berlín que renuncie a su política de violencia…
Es preciso que eso acabe —escribe Kurt Eisner—, si no queremos que Alemania entera se aniquile. La única salvación parece estar en un gobierno que merezca la confianza del pueblo, en que estén representadas todas las tendencias del socialismo y que esté resuelto a continuar, sobre el terreno de la revolución, la marcha de la democracia y del socialismo hasta la victoria. Por todas partes, en el sur de Alemania, se levanta la cólera del pueblo contra Berlín…
Pero, escribe Guillermo Herzog, el gobierno permanece duro. Despiadado. Inhumano. Se apoya, como sus predecesores imperialistas, en la fuerza de las armas. Noske quiere ser el Hindenburg de la Revolución. Ludendorff, se dice, está a veinte minutos de Berlín. Los Scheidemann y los Ebert se unen con los Dioscuros de la guerra mundial…
A la hora en que verán la luz estas líneas [11 de enero] lo peor estaba hecho, los nuevos versalleses habían hecho su entrada en Berlín.
El 11 de enero es la jornada terrible, la jornada de triunfo para la prensa burguesa, cuyos relatos de combates parecen comunicados rebosantes de júbilo de la victoria nacional. Las tropas de asalto avanzan por la Belle-Alliancestrasse y por la Blücherstrasse, con lanza minas, pesadas ametralladoras y granadas de mano. Es bombardeado el Vorwaerts; cincuenta y cinco cañonazos en una hora. Luego, como dicen alegremente los periódicos, «entran en juego las granadas de mano; cada soldado tiene quince granadas». Bajo las ruinas del Vorwaerts yacen cien muertos y heridos; un herido grave, mutilado, ha sido lanzado sobre una casa vecina. Los espartaquistas que se rinden, sollozan de conmoción. Y naturalmente, el buen pueblo feroz, el pueblo eterno de Shakespeare, se lanza sobre los desgraciados prisioneros y los maltrata. El barrio rebosa de alegría. Las mujeres y las jóvenes sobre todo, deliran de rabia; les parece que los canallas no han sufrido bastante. Un pensionado de señoritas está en plena efervescencia… «Freudensfest…». Fiestas jubilosas… La prensa azuza a la jauría. «Reina el mismo júbilo —dice Wilhelm Herzog—, que después de la victoria de Tannenberg y el torpedeo del Lusitania…».
Sólo una cosa, escribe la Deutsche Tageszeitung, «nubla la alegría popular; el pensamiento de que Liebknecht y Rosa se han escapado. Por todas partes se expresa este voto: ¡Esperemos que esos vampiros sean apresados pronto!».
El Consejo central (Vollzugsrat) de los obreros independientes, hace visitas a los prisioneros y publica un relato impresionante del estado en que encuentra a trescientas personas amontonadas en la cuadra sin luz de un cuartel, después de haber sufrido las brutalidades bestiales del público burgués; siete de estos desgraciados han sido fusilados ya a la entrada del cuartel, por los soldados furiosos. La tropa que los custodia es el regimiento de Potsdam, al que pertenece el teniente-príncipe de Hohenzollern. Un Hohenzollern combatiendo por la seguridad de Ebert.
* * *
Los Alldeutschen[4] triunfan. En una reunión celebrada el día 13, el pastor Traub dice: «No fue el Gobierno el que nos ha desembarazado de los espartaquistas, fueron los cazadores de Potsdam (Potsdam Riger)[5]… Muchos son los que aspiran en estos días al retorno del antiguo régimen. (Ruidosa aprobación). Nosotros no nos olvidaremos de saludar a nuestro emperador alemán, Guillermo. Saludamos también a Ludendorff». (Ruidosas aclamaciones). Gritos: «¡Y a von Tirpitz!». El consejero áulico Hoetsch, dice: «Nadie nos arrancará del corazón el amor por la idea monárquica. La obra de Bismarck no está destruida para siempre; de las ruinas saldrá un nuevo y fuerte imperio alemán… No olvidaremos a Alsacia y Lorena… Gritaremos, por todos los ámbitos del mundo: “¡No renunciamos!”. (Tempestad de aplausos prolongados). Yo no pierdo la esperanza de que llamaremos a nuestra Casa imperial». (Entusiasmo indescriptible, gritos y aclamaciones durante algunos minutos. La asamblea saluda la bandera negra-roja-oro, y se cantan a coro los antiguos himnos imperiales: ¡Heil dir in Siegerkranz! y el Deutschland über alles!).
El sabio G. Fr. Nicolai, perdido en medio de esta locura, eleva su voz de razón, entristecida, que ahoga la batahola de rabia y de dolor. «¡Contra el Terror y el Odio! ¡Por el amor fraternal y por la Humanidad!». En noviembre último, Nicolai, desterrado por el Gobierno imperial, al escribirme desde Suecia, en el momento de volver a entrar en la Alemania de la Revolución, y presintiendo ya los desgarramientos próximos, me decía cuánto más fácil es guardar la fe optimista en el progreso humano cuando no se ve a los hombres, desde el fondo de una cárcel, que cuando se les vuelve a encontrar después de salir del cautiverio. Los artículos de Herzog revelan un amargo desaliento:
El pueblo alemán no ha cambiado… Este pueblo sigue tan engañado, tan envenenado como durante la guerra, sigue llevando en la masa de la sangre el respeto a la fuerza; siempre las viejas fórmulas del antiguo régimen: «¡Por el bien de la patria, por la paz, por la libertad!». Siempre la misma ceguera popular… de 1914 a 1918 se nos tildaba de traidores en el país de los ententistas. En 1919 se nos trata de bolcheviques, de espartaquistas, de defensores de los ladrones y asesinos. ¿Por qué? Porque reclamamos justicia para nuestros conciudadanos. Porque creemos que Alemania no puede recobrar su puesto honroso y respetado en el mundo más que después de haber depurado toda su vida pública. Porque las ideas del socialismo están en gran peligro por las mil fuerzas de reacción del mercantilismo y la violencia… ¡Seamos leales hasta el último minuto! Pero, poca ayuda se puede aportar a este pueblo… Ningún sentido político… Se desespera uno ante los resultados de una educación de medio siglo de mentira y de culto a la fuerza.
Kurt Eisner, en un discurso pronunciado en Munich el 14 de enero, fustiga al dictador Noske:
Un gobierno Noske es tan peligroso como un gobierno bolchevique. Es de los consejos del pueblo de donde debe salir la voluntad del pueblo. Nuestra ambición personal es el trabajo en común para la salvación del socialismo.
Y el 15 de enero, los Consejos de trabajadores independientes de Berlín, en una reunión plena, protestan indignados contra un gobierno que se apoya, por una parte, en los peores elementos del canalla y, por otra, en todas las fuerzas de la reacción. «En los generales se encarna un espíritu que nosotros debemos combatir aún más que a Espartaco», dice Molkenbuhr, entre ovaciones prolongadas.
Nada detiene la reacción militar lanzada sobre su presa. Del 14 al 15 de enero, los oficiales detienen (y a menudo, por su propia autoridad, sin órdenes del Gobierno) a Ledebour y a Meyer, a Kautsky, a Franz Pfemfert, director de la revista Die Aktion; al escritor Karl Einstein, gravísimamente herido; al capitán pacifista von Beerfelde, cuyo valiente discurso —pronunciado en la primera asamblea pública de la Sociedad «Nueva Patria» (Bund Neues Vaterland)— citaba yo anteriormente. Las oficinas mismas del Bund son registradas y clausuradas, bajo la ridícula inculpación de que son un foco de espartaquismo (Spartakische Zentrale). Ha llegado la hora de asestar el golpe definitivo. El 15 de enero por la noche, Liebknecht y Rosa Luxemburgo son asesinados.
El número de la Republik, que lo anuncia (¡por primera vez el 17 de enero!) es de un aspecto trágico. La primera página entera la llena una carta célebre de Hoelderlin (Hyperion en Bellarmin, 1798), donde el desgraciado genio expresa su amargo aislamiento entre los bárbaros de su patria. Se vuelve la página y se lee:
La repugnancia y la vergüenza nos cierran la boca ante el crimen que han perpetrado las masas groseras y engalladas. La humanidad no existe ya, los hombres son bestias, deliran… Las palabras son demasiado débiles para expresar tanta monstruosidad.
Sigue un relato breve, de un miembro del Consejo central de obreros y soldados de Gross-Berlín: el cuerpo de Liebknecht ha sido depositado en la Morgue, «como cadáver desconocido», por un teniente, el 15 de enero, a las once y veinte de la noche.
* * *
Todo el mundo conoce el relato oficial de la Agencia Wolff. Liebknecht, detenido el miércoles 15, a las nueve y treinta de la noche, por la guardia burguesa de Wilmersdorf, fue conducido al Estado Mayor de la Caballería de la guardia, emplazado en el Hotel Edén; se dio orden de conducirlo a la prisión de Moabit; pero, a la salida del hotel fue herido gravemente en la cabeza por la multitud congregada; el auto que lo conducía sufrió una panne en medio del Tiergarten; y cuando el prisionero se encaminaba a pie con sus guardianes hacia la avenida de Carlotemburgo, para tomar allí otro coche, intentó fugarse y fue alcanzado por varios disparos en la espalda.
Pero hay que advertir que la descripción hecha por los primeros testigos que pudieron, en la jornada del día 16, examinar el cuerpo en el depósito, menciona tres heridas, una muy grave, única mortal, en la frente, a la izquierda; la segunda cerca de la clavícula derecha; la última en la parte superior del brazo; las tres hechas de cerca y por delante con una pistola militar de reglamento.
Por otra parte, el hermano de Liebknecht, Teodoro, protestó violentamente, en nombre de la familia, contra el sumario oficial instruido por la autoridad militar encargada de la causa.
En fin, el relato de un testigo que presenció una parte del segundo crimen, cometido un poco después del asesinato de Liebknecht, permite reconstruir la escena.
Rosa Luxemburgo había sido detenida media hora después y conducida igualmente al Hotel Edén. Según el relato oficial, se habían tomado precauciones para despejar los alrededores del hotel, lanzando sobre otra pista a la muchedumbre amenazadora; pero ésta había burlado la astucia; al salir del hotel, Rosa había sido golpeada, y metida, desvanecida, en el automóvil militar que una patrulla había detenido más lejos a la entrada de Berlín. Unos desconocidos aprovecharon esta detención para lanzarse sobre el coche, apoderarse del cuerpo de Rosa y desaparecer con él en medio de la noche.
Ahora bien, he aquí el testimonio que un soldado envió al Consejo central de los obreros y soldados de Berlín. Se encontraba él en el Hotel Edén el 15 por la noche. Vio salir a Rosa[6]. Ante el hotel, ni un solo paisano. Quince o veinte militares, oficiales, aspirantes, que rodeaban el auto. En el instante en que Rosa franqueaba el umbral, el centinela de la entrada levantó su fusil y asestó un culatazo a Rosa, que cayó hacia atrás. El centinela le asestó un segundo golpe y quiso darle un tercero; pero ya el cuerpo inanimado había sido conducido al auto, que arrancó. En este momento, un soldado saltó al automóvil, por detrás, e inclinándose sobre Rosa, desvanecida, la golpeó con un objeto en que el testigo creyó ver un revólver. El automóvil estaba a cien metros de distancia, cuando sonó un disparo…
Scheidemann, que tuvo la suerte de hallarse en Cassel, el 16, cuando supo la muerte de sus enemigos políticos, expresó apenas su sentimiento, por pura fórmula; en un discurso violento se encarnizó contra ellos. En Shakespeare, los vencedores son generosos con sus grandes rivales, cuando no tienen ya vida. Anfidius, después de haber hecho asesinar a Coriolano, reconoce su grandeza y, magníficamente, le hace rendir los honores fúnebres. ¡Pero Scheidemann no es un héroe de Shakespeare!
Se ha llamado a esta lucha —dice— una guerra de hermanos. ¡No! Los criminales y los ladrones no son hermanos míos…
Consintió en admitir la integridad personal de Liebknecht y de Rosa, a los que presentó como fanáticos peligrosos; pero se cuidó mucho de hacer pesar sobre el espartaquismo la acusación habitual, de corrupción por los bolcheviques. Y, nuevo Cicerón, juró que había servido a su patria.
El aniquilamiento de los espartaquistas es un acto de salud pública que teníamos que cumplir ante nuestro pueblo y ante la historia…
En cuanto a la prensa burguesa, ruge de alegría. La Deutsche Zeitung dice que ningún castigo era bastante para Liebknecht y Rosa Luxemburgo. Según la Deutsche Tageszeitung, Liebknecht ¡ha tenido suerte!, un feliz destino le ha evitado el castigo legal; es un juicio de Dios; se ultraja su muerte, se le representa como un cobarde que huye. La Kreuz-Zeitung manifiesta una sensación de alivio (Erleichterung). La Taegliche Rundschau hace sonar el oro bolchevique. Para el Lokal Anzeiger ¡la culpa es del propio Liebknecht! El pueblo alemán es dulce por naturaleza: Liebknecht lo ha provocado con su arrogancia. No se encuentra alguna dignidad más que en la Vossische Zeitung, que, aun condenando a los dos jefes espartaquistas, no disculpa su linchamiento; en el Vorwaerts, que censura a los dos muertos, pero flagela a sus asesinos; y, sobre todo, en el 8-Uhr Abendblat. Este periódico burgués publica un noble y conmovedor homenaje hecho al abogado Liebknecht por un antiguo colega, el abogado doctor Johannes Werthauer. En él se habla de su bondad inagotable como defensor de los pobres y los desgraciados; el autor cita un ejemplo del que ha sido testigo y celebra en Liebknecht «al hombre desinteresado, al campeón incansable de la verdad, de corazón puro, entregado a los peores infortunios». Tan raro es un acto de justicia en nuestra época brutal e hipócrita, que no apea de los labios el nombre de la justicia, que hay que guardar el recuerdo de este generoso adversario, único que se inclina, al día siguiente del asesinato, ante la pureza moral de Liebknecht.
Pero sus palabras caerán en el vacío. Los vencedores fratricidas se regocijan sin pudor.
* * *
El pueblo de Herder, de Hoelderlin, de Kant, de Humboldt y de Kleist, ha caído —escribe Herzog—, en cincuenta años de adoración del éxito, en un aplanamiento, bajo una fuerza medieval, tan alejada de todo sentimiento del derecho, de todo sentimiento humano, que considera este asesinato tan justo como el torpedeamiento del Lusitania… ¿Para qué sirven las palabras? Toda la energía es impotente, ante un mar de mentiras… Se nos injuria, se nos amenaza. Hemos buscado la reconciliación entre los partidos. Los representantes de la fuerza la rechazaron como deshonrosa; se han convertido en esclavos de su propio sistema… Habíamos creído que esta revolución nos haría realizar las grandes ideas de la humanidad, que podríamos dar la mano a los hermanos de los demás pueblos… ¡Error peligroso el de pensar que esta revolución, que no fue una revolución, sino un motín de marineros, había transformado la mentalidad del pueblo alemán! La intoxicación estaba demasiado avanzada… Los gobernantes, espantados ante las consecuencias de su conducta, no pueden ya retroceder, ni salir de su crítica posición, procuran justificarse… El pueblo es un calenturiento, a quien sus médicos no quieren curar —cuyo odio alimentan…— ¡Insensato espectáculo! ¡Los hombres que se han esforzado en levantar al pueblo, son denunciados al populacho como enemigos del pueblo! ¡Porque les estorban! Es un contrasentido hablar de humanidad, hoy que la amenaza, la violencia, el asesinato, están a la orden del día, hoy que la vida de los ciudadanos está menos protegida que bajo Guillermo II… Un pueblo que se encuentra aún en este grado de la escala ¿no deberá temer que las democracias de los demás pueblos se nieguen a admitirlo en su seno, por falta de madurez?…
A estas palabras severas hace eco la reprobación de Kurt Eisner:
Cuando piensa uno —dice el 16 por la noche — que un Guillermo II, un Kronprinz, un Tirpitz, un Ludendorff (éste, a las puertas de Berlín) viven impunemente, se estremece de horror por la demencia de Berlín, donde proletarios rabiosos son lanzados contra los que fueron los primeros en combatir, abiertamente, la guerra en Alemania, contra hombres que han tenido errores, sin duda, pero que por puro idealismo se han sacrificado por su fe. Los criminales de la guerra mundial por el contrario, viven todos. Esta hora atestigua una profunda enfermedad interna en Alemania, mancilla el honor alemán.
Hamburgo organiza una huelga de protesta: toda la actividad cesa, todo se suma al duelo. El duelo y el luto reinan también en Dusseldorf, donde se realizan manifestaciones fúnebres. Hasta en Berlín huelgan los obreros de las grandes industrias.
El sábado, 25 de enero, se verifica el entierro de Liebknecht y de sus compañeros. A pesar de las severas disposiciones del gobierno, cuyas tropas bloqueaban las plazas y las grandes avenidas con artillería, un cortejo impresionante acudió al cementerio de Friedrichsfeld. De todos los barrios de Berlín afluyeron los pobres; alrededor de los treinta y tres ataúdes, la miseria formaba una guardia de honor; rostros lívidos, jóvenes harapientos, soldados escapados de las prisiones rusas, mujeres y muchachas deshechas en llanto; delegaciones de obreros, de soldados, de marineros de todo el imperio, las juventudes socialistas, banderas rojas, carteles con esta única palabra: «¡Asesinos!» (Moerder). En la misma tumba fueron depositados los treinta y dos espartaquistas y su jefe. Ni un grito. Sólo un estruendo en el fondo de los corazones. Y en todos los espíritus resonaban las últimas palabras del jefe, el artículo escrito por Liebknecht para la Rote Fahne ¡la víspera de su muerte!, el «¡A pesar de todo!», de Espartaco expirante:
¡Espartaco aniquilado! Sí, han sido aplastados los obreros revolucionarios. Sí, cien de sus mejores hijos han sido asesinados. Cien de entre sus más fieles han sido lanzados a la prisión… Sí, han sido aniquilados. ¡Era una necesidad histórica el que fuesen aniquilados! Los tiempos no eran aún llegados… Pero hay derrotas que son victorias; y hay victorias que son más funestas que derrotas. Los vencidos de la sangrienta semana de enero cayeron luchando por grandes ideales, por la más noble causa de la humanidad doliente, por la redención moral y material del hombre; derramaron su sangre, que se ha hecho santa, por cosas santas. Y de cada gota de esta sangre surgirán los vengadores… El calvario de la clase obrera alemana no se ha acabado aún. Pero el día de la redención se aproxima. Se acerca el día del juicio para Ebert, Scheidemann, Noske y para los potentados capitalistas que se esconden tras ellos… Nosotros no viviremos ya cuando ese día llegue; pero nuestro programa vivirá. Y dominará el mundo de la humanidad rescatada. ¡A pesar de todo!
Más de una vez, este ¡A pesar de todo! sonará como un grito de unión y de alianza, en las batallas sociales del porvenir. Las represiones sangrientas no lo ahogarán jamás. Pero es ésta la primera vez que el socialismo se encuentra, en la lucha al lado del poder, contra el proletariado. Situación temible que, al acentuar el aislamiento del proletariado, amenaza dar a sus luchas un carácter de aspereza desesperada, del que sufrirá el mundo entero. ¿No se comprenderán estos hermanos enemigos? ¿No abdicarán de sus pasiones personales ante el interés común? El relato que acabo de hacer del «enero rojo» en Berlín, demuestra que en todo caso el pueblo obrero ve más claro que sus jefes y que desea la unión de todos los trabajadores. No hemos necesitado aguardar hasta hoy para saber que hay mejor sentido en el pueblo que trabaja que en la burguesía que ha salido de él y lo niega. Estos cinco años de guerra han sentado su superioridad de razón sana y humana sobre sus jefes envenenados de orgullo y de ideología.
4 de febrero de 1919.