John Berger: Ryszard Kapuściński es un viajero genial y probablemente conoce el mundo más que cualquier otra persona. A través de sus escritos, nos ofrece la posibilidad de seguirlo en sus viajes y en sus observaciones. De vez en cuando, mientras escribe, se detiene, levanta la vista al cielo y dice algo de carácter más general. Para empezar esta velada, quisiera leer una frase extraída de uno de sus libros, un fragmento en el que Ryszard interrumpe de pronto su relato, por un instante deja de observar a la gente y dice:

«Del mismo modo que Colón vivía en una época de grandes descubrimientos geográficos, en la que cada expedición modificaba el cuadro del mundo, hoy nosotros atravesamos una época de grandes descubrimientos políticos, en la que revelaciones siempre nuevas cambian incesantemente el cuadro de lo contemporáneo», a saber, lo que significa estar vivos hoy en día.

Me gustaría utilizar esta cita como tema de esta jornada: al menos para empezar, hablaremos de la relación entre historias —escribir, si os parece, literatura, o en otras palabras, relatos impresos— y experiencia vivida. ¿En qué consiste esta relación? Es algo muy misterioso.

Tengo una hija, Katia, que se casó con un griego y vive en Atenas. Hace cinco días recibí una carta suya en que me explicaba una breve historia. También en Grecia hubo una riada, como en Italia, aunque de dimensiones más modestas. Pero antes de la riada, dice Katia en su carta, Atenas fue el teatro de otra tragedia, mucho más íntima, de entidad mucho menor, una tragedia que no encontró su espacio en la prensa internacional. El conductor del autobús de la línea 222, que mi hija coge cada mañana para ir a trabajar, perdió el control y el vehículo, después de haber ido dando bandazos hasta el otro lado de la calle, embistió a un grupo de personas que esperaban en la parada, principalmente estudiantes que se dirigían a la universidad. Nueve de ellos resultaron muertos, aplastados por el autobús, y muchos otros sufrieron heridas, algunos de gravedad, y fueron trasladados al hospital. Al día siguiente, Katia cogió el autobús 222, bajó en la parada de siempre, aquella en la que había ocurrido el accidente, y vio a un grupo de tres o cuatrocientos ancianos que hablaban apasionadamente y con gran excitación, la clase de personas que se ven habitualmente sentadas en un bar, jugando a cartas o al backgammon. Pero esa mañana estaban todos en la calle. Mi hija pensó que se estaba celebrando alguna asamblea o una especie de manifestación, quizá por los recortes en las pensiones. En cambio, se trataba de algo muy distinto: aquellas trescientas o cuatrocientas personas estaban reunidas para discutir y comentar el accidente del día anterior. Uno de ellos decía: «Fue aquí donde perdió el control y embistió a aquel viejo». Y otro contestaba: «No, es imposible, porque si aquel viejo hubiera estado aquí, no se habría roto las piernas. Que Dios lo proteja y se apiade de su alma: ahora está en el hospital, tal vez a punto de morir». La discusión siguió largo rato. Mi hija se quedó allí durante una hora, luego tuvo que marcharse para ir a su trabajo. Al día siguiente, cuando Katia bajó del autobús, había un grupo más reducido, pero seguían siendo un centenar de personas las que continuaban discutiendo. Y la carta sigue así: cuando la gente habla de Atenas como la cuna de la democracia, me dan ganas de vomitar. No es más que retórica y nadie comprende lo que de verdad pasa en Atenas o en Grecia. Pero los atenienses tienen una característica: la capacidad de comentar los sucesos, de criticarlos, de darles un significado y de extraer conclusiones que, por lo general, comenta Katia, son olvidadas inmediatamente. De repente, me di cuenta, continúa Katia, de que aquellos hombres eran el coro de una tragedia griega, que actuaban exactamente del mismo modo.

Esta historia, ocurrida realmente hace un par de semanas, nos dice algo sobre la misteriosa relación que une a la experiencia vivida y la literatura.

Tal vez ha llegado ya el momento de hacer distinciones entre relatos e incluso abolir, al menos por el momento, la palabra «fiction». La fiction se inventó en el siglo XIX, cuando la gente pasaba largas veladas junto al fuego, empleando su tiempo en leer el mundo. Antes del siglo XIX, la vida era más sedentaria, menos sujeta a los cambios y menos segura. En aquel tiempo, se relataban y se repetían tantas historias que, sin embargo, no eran consideradas fiction. Éstas, precisamente porque eran relatadas y repetidas, eran una mezcla de hechos y de leyendas. Y las leyendas no eran menos importantes que los hechos. Lo que escribía Homero ¿era fiction? Sería imposible responder a esta pregunta, porque la palabra fiction es demasiado reductiva, cuando de lo que se trata es de dar un nombre a las cosas en el momento en que se originan, en el momento de su fundación.

Hoy los cambios se suceden cada vez más rápidamente, frente a lo que ocurría en el siglo XIX. Como señala Ryszard, aunque «el escenario político gira a un ritmo mucho más rápido que el de nuestra existencia cotidiana», la vida material, la vida de cada día, para la mayor parte de la gente, no cambia casi nada, y si cambia algo, casi siempre es a peor[24]. Sin embargo, asistimos a enormes cambios en el campo de la tecnología, y en la esfera de la política, los cambios aparecen muy dramatizados. La información se ha convertido en un bombardeo continuo. Los viajes, se hagan por placer o por necesidades económicas, como en el caso de la emigración, se han convertido en un lugar común. El mundo se ha convertido, por tanto, en algo inmenso. Y, sin embargo, ya no podemos sentirlo como nuestra casa. Esto significa que los relatos se vuelven extraños. La imaginación ha ocupado su lugar. Las sensaciones han sustituido al sentido del destino, que constituye la parte esencial de un relato. Quizás, hoy en día, gracias a la calidad esencial de la voz humana que canta, que grita todo su dolor, la forma narrativa popular más vital y genuina es la música rock.

Sin embargo, sigue produciéndose fiction, pero, por regla general, hay algo que no funciona, porque las palabras y las expresiones son demasiado grandes y demasiado cercanas a nosotros, y lo que está más allá de ellas, muy a menudo, en realidad, carece de cuerpo. Mientras que cualquier historia, en su significado más profundo, es algo que le sucede a los cuerpos: hombres, mujeres, caballos, incluso naves, que son como cuerpos. La diferencia que separa a la información de las historias verdaderas, las historias que les suceden a los cuerpos, está en la perspectiva, en la óptica de los hechos. La cuestión radica en cómo se narra una historia. A propósito de esto, quisiera leeros un breve párrafo de una historia, escrita por Ryszard:

«Conocí a un hombre que había pasado diez años de su vida en un lager por haber recibido la orden de colocar un pesado busto de Lenin en una sala de recreo que estaba en un primer piso. Como la puerta era demasiado estrecha, el pobre desgraciado decidió entrar el busto por el balcón, para lo cual rodeó el cuello del autor de Materialismo y empirocriticismo con una gruesa soga. Aún no le había dado tiempo de quitar el lazo cuando ya lo habían arrojado al fondo de una mazmorra»[25].

Esto es un relato, no una noticia. Pero para observar lo que es físico, para observar la esencia de los relatos, es necesario que el cuerpo propio y verdadero del narrador se encuentre en el lugar de los hechos o en las inmediatas cercanías. No se pueden realizar observaciones sobre una pantalla. Todo lo más que permite una pantalla es leer.

Ryszard Kapuściński es un corresponsal en el extranjero, un periodista, un viajero. No forma parte de los autores de fiction, pero es uno de los grandes narradores de nuestro tiempo. Aparte de su cultura y de su corazón, es un gran narrador porque se encuentra en el lugar de los hechos con su cuerpo, y muestra lo que les sucede a otros cuerpos. En sus relatos se encuentran los sabores, el aliento que respira tras las palabras, el miedo, el cansancio, la vejez, el recuerdo de una madre. Ninguno de ellos aparece en las noticias. De todo este material físico nace una esencia: el sentido del destino. A menudo lo expresa con una pregunta que exige ser formulada, a pesar de que no pueda encontrar respuesta.

«Junto al mismo camino —sólo hay que bajar hasta el fondo de una abismal hendidura entre dos abruptas laderas de la montaña—, se levanta el monasterio de Debre Libanos. En el interior de la iglesia hace frío y reina la oscuridad. Después de las horas pasadas en un coche inundado por la cegadora luz del sol, la vista tarda mucho en acostumbrarse a un lugar semejante y que en un primer momento parece sumido en la oscuridad más absoluta. Al cabo de un rato se distinguen unos frescos en las paredes y también se ve que en el suelo, cubierto por esteras, yacen, boca abajo, unos peregrinos etíopes vestidos de blanco. En uno de los rincones, con voz soñolienta y que se apaga por momentos, un monje viejo canta un salmo en ge’ez, lengua hoy ya muerta. En esta atmósfera de recogimiento místico y silencioso, todo parece estar más allá del tiempo, de la medida y de la gravedad; más allá del ser.

»No se sabe cuánto llevan esos peregrinos en el monasterio: a lo largo del día he salido y entrado en él varias veces y ellos seguían allí, inmóviles sobre sus esteras.

»¿Un día? ¿Un mes? ¿Un año? ¿La eternidad?»[26].

Este es el tipo de pregunta que no tiene respuesta y que evoca el destino.

Pero ¿por qué es necesario relatar historias como ésta? ¿Por qué relatamos historias? ¿Para pasar el rato? A veces. ¿Para informar? ¿Para decir algo que no ha sido dicho todavía? Sí, a veces, sólo para ganarnos el pan de cada día o para hacer que la gente entienda lo afortunada que es, dado que hoy la mayor parte de los relatos son trágicos. A veces parece que el relato tenga una voluntad propia, la voluntad de ser repetido, de encontrar un oído, un compañero. Como los camellos cruzan el desierto, así los relatos cruzan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al oyente, o buscándola. Lo contrario de un relato no es el silencio o la meditación, sino el olvido. Siempre, siempre, desde el principio, la vida ha jugado con el absurdo. Y dado que el absurdo es el dueño de la baraja y del casino, la vida no puede hacer otra cosa que perder. Y, sin embargo, el hombre lleva a cabo acciones, a menudo valientes. Entre las menos valientes, y no obstante, eficaces, está el acto de narrar. Estos actos desafían el absurdo y lo absurdo. ¿En qué consiste el acto de narrar? Me parece que es una permanente acción en la retaguardia contra la permanente victoria de la vulgaridad y de la estupidez. Los relatos son una declaración permanente de quien vive en un mundo sordo. Y esto no cambia. Siempre ha sido así. Pero hay otra cosa que no cambia, y es el hecho de que, de vez en cuando, ocurren milagros. Y nosotros conocemos los milagros gracias a los relatos.

Con esto quisiera situar lo que estamos haciendo o intentando hacer en un contexto actual e, incluso, en la historia. Una vez hecho esto, ya podemos hablar con mucha más precisión del lado práctico de los relatos, del escribir, del leer, de las diferentes formas de situarse, de observar. Pero quería hacer estas observaciones para demostrar que tal vez el tema de esta velada es importante.

Ryszard Kapuściński: John es una gran figura de la literatura y para mí en particular tiene un significado muy especial. Aunque me haya reunido con él, físicamente, por primera vez ayer por la noche, conocía sus escritos desde hace mucho tiempo. John ha creado grandes poemas y literatura, ha escrito prosas maravillosas, pero una parte de sus escritos ha tenido una importancia particular para mí, porque me ha enseñado a mirar el arte, la vida y la fotografía con una disposición activa. Yo soy fotógrafo, pero mi forma de hacer fotografías es muy instintiva. Cuando, hace años, compré en Filadelfia su ensayo Mirar, me quedé fascinado, sobre todo por su interpretación de la fotografía y de lo que se encuentra en las fotografías. Generalmente, ignoramos las fotografías. Vemos decenas de ellas cada día. Y no nos damos cuenta de que para comprender las fotografías y la literatura, es necesaria una participación activa. No se pueden comprender las fotografías si uno no se pone como creador activo. Cada fotografía y cada relato necesita dos componentes: el que ha realizado la fotografía, ha pintado un cuadro, ha escrito un relato y, al mismo tiempo, el que observa o lee activamente. Sin este último, el arte no puede existir, por cuanto el arte es un proceso bilateral. A veces se habla de la crisis de la literatura, y ésta está determinada no por la crisis de los escritores, sino por la crisis de los lectores. Si el lector no se pone al nivel de la gran literatura, la gran literatura no puede existir. Ésta es la lección que aprendí en la filosofía de John Berger, una lección que me tomé muy a pecho para comprender el mundo. De todos modos, mientras se dé una participación tan numerosa en una velada como la de hoy, la literatura y el arte no podrán morir. La literatura sigue viva todavía porque todos somos creadores. Cada vez más, nos encontramos ante el hecho de que cada obra de arte, cada obra literaria es una creación colectiva. En tiempos de Herodoto o de Tucídides, era posible que aparecieran individualidades únicas como las suyas porque trabajaban en un campo vacío. Pero todos nosotros tenemos una mente y una imaginación cada vez más creativas, porque leemos mucho antes de escribir, vemos mucho antes de pintar.

En nuestra mente existe una inmensa interacción entre lo que a veces es percibido de forma inconsciente —e influye sin embargo en nuestra fantasía—, nuestro modo de observar el mundo y nuestra creatividad, hasta el punto en que cada vez se hace más difícil trazar una línea que delimite lo que nos pertenece y lo que pertenece a la imaginación, a los descubrimientos y a las creaciones de los demás. Estamos llegando a una situación en que el acto de creación es una conquista colectiva, que llevará el nombre de alguien, pero en el que encontramos cada vez con mayor frecuencia la participación de los demás. En este sentido, creo que debemos ser muy modestos, porque es bastante difícil determinar qué hemos realizado con nuestras fuerzas y cuál ha sido la contribución de los demás. El arte y la literatura contemporáneos requieren por tanto la participación activa de los otros. Cualquiera que tenga la posibilidad de leer a John Berger, descubrirá cuánta actividad mental, cuánta participación activa se contiene en una obra de arte, una fotografía, una obra literaria aparentemente sencilla. De esta manera, cada obra de arte, así como cada fotografía u obra literaria, nos pertenece a todos cada vez más. El arte se está haciendo cada vez más comunitario, y los escritos de John Berger están centrados precisamente en este aspecto del arte creativo.

J. B.: Quizá la palabra apropiada sea atención.

R. K.: ¿Concentración?

J. B.: Sí, la concentración necesaria para prestar atención. Está claro que yo no puedo dedicar mi atención a todas las fotografías que veo, pero si una fotografía me habla, por una u otra razón, o parece a punto de hablarme, se trata tan sólo de prestar atención a esa fotografía y sólo a esa fotografía, no a la técnica fotográfica, no a la biografía del fotógrafo, sino a lo que veo en esa fotografía. Se tendría que prestar la misma atención cuando somos testigos de alguna experiencia vivida por otra persona o cuando alguien nos habla. Si prestamos atención, es posible que esa experiencia nos sea transmitida, es posible que esa experiencia le sea transmitida al narrador, al escritor y, luego, a través de la atención del lector, vuelva a la vida. Viene de la vida, entra en el circuito de la fotografía, de la escucha, de la observación, de la página, y luego regresa de nuevo a la vida. Si este es el ciclo, el papel del narrador se convierte en el del portador que traslada algo desde un punto hasta otro. Si no nos resistimos a la tentación de no ser modestos, perdemos la capacidad de prestar atención.

R. K.: Me di cuenta de que no tenía esta capacidad de atención leyendo una colección de ensayos de John Berger. En este texto, titulado Mirar, aparece una fotografía de August Sander, que tuve que mirar y volver a mirar muchas veces. Es el retrato de tres jóvenes campesinos húngaros, vestidos con trajes modernos, de ciudad, que tal vez iban a una fiesta. La fotografía es banal, no hay nada de dramático en ella: no hay sangre, ninguna violencia. Se trata de una fotografía muy simple y natural. Y resulta que Berger escribe un ensayo increíble —que Foucault desarrolló años después— sobre la relación entre el cuerpo y el traje y sobre la indumentaria como expresión de la cultura. El ensayo está centrado en cómo el cuerpo del campesino, dedicado al trabajo en el campo, inmerso en la naturaleza, no es adecuado para los trajes urbanos, en lo artificial que era aquella situación. Y de este punto nace toda una maravillosa teoría sobre la relación entre indumentaria y cuerpo, entre cultura urbana y campesina. Este breve texto, de dos o tres páginas, es una lección sobre cuánto podemos aprender del detalle más banal cuando participamos activamente en su interpretación, sobre cuánto podemos aprender cuando prestamos atención, sobre cómo esta atención es una especie de conocimiento, de comprensión de la cultura.

Maria Nadotti: Como me parece que lo que están diciendo Berger y Kapuściński —dos personajes sin duda extraordinarios que, al reunirse por primera vez, sólo podían decirse cosas hermosísimas y estar de acuerdo— es un poco idílico, quisiera que pisaran de nuevo el suelo de la realidad contemporánea, que no es una realidad hecha de atención. Quisiera por tanto citar una observación de uno de los últimos libritos de Enzensberger, Perspectivas de guerra civil:

«No cabe duda de que nos hemos convertido en meros espectadores. Esto es lo que nos diferencia de las generaciones anteriores, que, cuando no eran personalmente víctimas, autores o testigos oculares, sólo se enteraban de las tropelías a través de rumores, de leyendas blancas o negras. Lo que ocurría en otra parte sólo se conocía de oídas. Todavía hacia mediados de nuestro siglo la opinión pública sabía poco o nada de los mayores crímenes de la época. Hitler y Stalin hicieron todo lo posible para mantenerlos en secreto. El genocidio era alto secreto de Estado. Y es que en los campos de exterminio no había cámaras de televisión. Hoy, por el contrarío, los asesinos se muestran dispuestos a ser entrevistados, y los medios de comunicación se sienten satisfechos de poder asistir a la matanza. La guerra civil se convierte así en una serie televisiva. […] Los reporteros aseguran que no hacen sino cumplir con su obligación de informar; nos muestran sin contemplaciones lo ocurrido, y el comentarista añade la indignación imprescindible. Pero a esta acusación se le suma inevitablemente un mensaje diferente, subliminal. Viene a decir que el horror es lo usual…».

Entonces, ¿qué es lo que pasa?, se pregunta Enzensberger: nosotros, por las imágenes, por el terror de las imágenes, de los relatos de la realidad, somos transformados en una de estas dos posibles cosas: terroristas o voyeurs. «Cada uno de nosotros está expuesto a un chantaje permanente. Porque sólo aquel que se ve obligado a ser testigo ocular puede ser el destinatario del reproche de qué piensa hacer contra las tropelías que se le muestran. Y por esta vía el más corrupto de todos los medios de comunicación, la televisión, se erige en instancia moral»[27].

J. B.: No estoy plenamente de acuerdo. Ryszard escribe de catástrofes que suceden en todo el mundo. Sus libros no son, en absoluto, idílicos. Son libros que nos traen a casa malas noticias. Siempre. Yo me he pasado los últimos quince años escribiendo sobre la trágica desaparición de los campesinos de todo el mundo. He dedicado los últimos tres años de mi vida a escribir una novela sobre el sida, Hacia la boda. No me parece que haya propuesto una visión idílica del mundo. Esto es de lo ultimo que podemos ser acusados tanto Ryszard como yo. El libro de Enzensberger, que por otro lado, es un gran poeta, es, francamente, una locura. Hans Magnus es un buen chico y es una lástima que se haya dejado llevar por semejante paranoia. Naturalmente, existen esas dos posibilidades. Es absolutamente cierto que frente a lo que Enzensberger llama información, frente a la pantalla televisiva —pero esto es sólo un modo de hacer información—, frente a los medios de comunicación, sólo pueden adoptarse dos posibilidades: ser un voyeur o lo que él define como terrorista. No estoy seguro de lo que en verdad pretende con esta definición, quizás un cómplice. Pero existen otras posibilidades si no se considera únicamente la información que se recibe a través de los medios. Cuando Ryszard y yo hablamos de atención, es precisamente porque damos la espalda a la pantalla e intentamos regresar a la vida y es allí donde se requiere la atención. A veces es muy difícil dedicarle esta atención. No es una atención de carácter sentimental, de eso nada. Es la que los niños aprenden en los juegos, antes de que la escuela intervenga para hacer que desaparezca. Para recibir algo, es necesario prestar nuestra propia atención.

R. K.: No puedo manifestarme tan decididamente en contra de Enzensberger porque es mi editor, pero estoy de acuerdo con John en el hecho de que Hans Magnus, siendo un gran poeta, adopta una posición más bien paradójica en sus ensayos y especialmente en este libro. Le gusta llevar sus argumentaciones hasta el límite para provocar precisamente el tipo de respuesta que hemos escuchado ahora. Hace algunos años, Francis Fukuyama, el politólogo americano, escribió un ensayo sobre el final de la historia. Se trataba de una típica provocación intelectual encaminada a provocar respuestas, como la de que la historia no ha llegado aún a su término, sino que se encuentra más bien en sus inicios. La cuestión es que empieza la historia de otros. Naturalmente, ésta también es una afirmación extremista, paradójica y provocativa. Se nos proponen estas dos posiciones extremas, pero verdaderamente la vida no está en los extremos. La vida y, por tanto, la realidad del mundo, están en el medio, no en los extremos.

En mi opinión, la desaparición del mundo campesino del globo es una de las más grandes paradojas del mundo contemporáneo, porque producimos una cantidad de comida cada vez menor en proporción a una población en continuo crecimiento. La liquidación del mundo campesino, que es un fenómeno social y económico a escala mundial, consiste en un acto suicida global. Mi especialidad es África y puedo decir que se trata de un proceso típicamente suicida al que la humanidad se abandona algunas veces: el continente que tiene cada vez menos comida y cada vez más habitantes está liquidando la clase campesina y lo está haciendo muy rápidamente. En la práctica, una gran parte de la humanidad vive de las ayudas; y con estas ayudas que estamos enviando a Ruanda y a otros países estamos creando una situación trágica: una clase parásita de refugiados a escala mundial, que son alejados de sus pueblos, de sus campos, de su ganado, internados en campos de refugiados y alimentados por organizaciones mundiales —algunas de las cuales están completamente corruptas— a las que va a parar nuestro dinero, nuestros impuestos. Estamos creando una clase de millones y millones de personas, los llamados refugiados, que consiguen sobrevivir sólo si las ayudas siguen llegando, porque son incapaces de volver a casa y de producir, dado que han dejado ya de aprender el arte de la producción. Esta clase de parásitos, que cuenta ya con cuarenta o cincuenta millones de seres humanos, sigue creciendo, cada año y con cada guerra. Nos encontramos cada vez más enmarañados en este círculo vicioso que ha provocado, por ejemplo, en torno a las ciudades africanas, campos de refugiados cuyos habitantes son cada vez más numerosos y sobreviven sólo gracias a las ayudas de los países industrializados. Son incapaces de emprender una vida distinta porque están acostumbrados a recibir estas ayudas y a depender de ellas pasivamente. He visitado estos campos bastante a menudo. Estuve en los campos de refugiados en la frontera entre Etiopía y Somalia precisamente el año pasado, donde viven trescientas mil o quinientas mil personas. Cada una de ellas recibe tres litros de agua para todo, para cocinar, beber y lavarse, y medio kilo de maíz. Y viven con esto. El agua es transportada por ochenta y dos cisternas Mercedes y, si las carreteras están cortadas o no hay gasolina, el agua no llega al campo y la gente muere al día siguiente. Estamos creando, mediante este alocado mecanismo de las denominadas organizaciones humanitarias, un problema inmenso para la humanidad, liquidando la clase campesina y haciendo a la humanidad cada vez más dependiente de la burocracia de las denominadas organizaciones humanitarias. Lo que dice John sobre la defensa del mundo rural significa que si seguimos liquidando la clase campesina, muy pronto nos encontraremos ante una situación trágica.

Posiblemente, John está preocupado por el hecho de que la gente conozca el mundo cada vez más a través de las imágenes ofrecidas por los medios de comunicación. Por primera vez en la historia de la humanidad, en la segunda mitad del siglo XX hemos empezado a vivir no una, sino dos historias. Durante cinco mil o siete mil años de historia escrita, hemos vivido una sola historia, la que hemos creado y en la que hemos participado. Pero desde el desarrollo de los medios de comunicación en la segunda mitad del siglo XX, estamos viviendo dos historias distintas: la de verdad y la creada por los medios. La paradoja, el drama y el peligro están en el hecho de que conocemos cada vez más la historia creada por los medios de comunicación y no la de verdad. Por ello, nuestro conocimiento de la historia no se refiere a la historia real, sino a la creada por los medios. Soy muy consciente de ello porque trabajo en el mundo de la información. Colaboro con equipos de televisión y sé cómo trabajan. Me acuerdo, por ejemplo, de que en Moscú, durante el golpe de Estado de 1991, los trabajadores de televisión, después de algunos días, ya estaban cansados: hacía un tiempo horrible, llovía, hacía frío. Cuando ocurría algún hecho importante, los equipos se reunían, se ponían a beber vodka o lo que fuera y acordaban no contar nada. Y si los acontecimientos no aparecían en televisión, era como si nunca hubieran ocurrido. Esos buenos chicos decidían si la historia sucedía o no sucedía.

Todos nosotros somos testigos de esta situación. Antes, la profesión de periodista era un trabajo de especialistas. Había un limitado grupo de periodistas especializados en algún campo en concreto. Ahora la situación ha cambiado por completo: no existen especialistas en ningún campo. El periodista es simplemente uno al que trasladan de un lugar a otro, según las exigencias de la cadena televisiva. Pero más importante que esto es que los medios de comunicación, la televisión, la radio, están interesados no en reproducir lo que sucede, sino en ganar a la competencia. En consecuencia, los medios de comunicación crean su propio mundo y ese mundo suyo se convierte en más importante que el real. Asistimos, entonces, a este fenómeno de los desplazamientos en masa de los medios. Si hay una crisis en el Golfo Pérsico, todos van al Golfo Pérsico. Si hay un golpe de Estado en Moscú, todos van a Moscú. Si hay una tragedia en Ruanda, todos van a Ruanda. Al mismo tiempo que la tragedia de Ruanda, sucedieron en África tres o cuatro acontecimientos muy importantes, a los que no se les prestó la más mínima atención, porque todos estaban en Ruanda. La tragedia de Ruanda fue presentada como la tragedia africana, como la tumba de África, la muerte de África. Nadie señaló que Ruanda es una nación muy pequeña, cuyos habitantes ascienden a menos del uno por ciento de la población africana. Pero los que fueron enviados a Ruanda, dado que no conocen nada de África, estaban plenamente convencidos de que aquello era África. Por tanto nos encontramos en un mundo que ha perdido todo criterio, toda proporción, en el que son los medios de comunicación los que crean la historia. En el siglo XXI, dentro de cincuenta años, el historiador que estudie nuestro tiempo se verá obligado a mirar millones de kilómetros de grabaciones televisivas para intentar comprender las migraciones, los genocidios, las guerras, y sacará la idea de un mundo enloquecido en el que todos disparaban contra todos, mientras que sabemos muy bien que vivimos en un mundo relativamente pacífico, si tenemos en cuenta el hecho de que en nuestro planeta viven casi seis mil millones de personas, que hablan dos mil o tres mil lenguas diferentes, con intereses innumerables. Pero el historiador del siglo XXI tendrá una visión de nuestro mundo completamente distinta, llena de tragedias, de dramas, de problemas.

M. N.: ¿A qué se debe, John, que tú busques tus relatos cerca de casa, mientras que Ryszard va muy lejos? Quisiera citar a Walter Benjamin, quien señala que los relatos nacen de dos tipos distintos de narrador: uno es el que tiene que viajar lejos de casa para encontrar hechos y relatos, el viajante de comercio, el marino; el otro el campesino, el que se queda en casa recogiendo recuerdos y transmitiéndolos[28].

En cierto sentido, John es el campesino, mientras que Ryszard es el marinero. ¿Se trata siempre de una elección psicológica y personal? Ambos os interesáis por un tipo de relato útil para el resto del mundo. Entonces, ¿por qué John busca esta utilidad cerca de casa y en el pasado, en el recuerdo de los campesinos que están desapareciendo, mientras que Ryszard encuentra esta utilidad lejos de casa y en personas completamente distintas a sus lectores? ¿Estáis de acuerdo en el hecho de que John es el campesino, que indaga en el pasado para explicar el presente, mientras que Ryszard es el marinero o el mercader que viaja lejos de casa para describir el presente y quizá para predecir el futuro?

J. B.: Es una pregunta y una observación muy interesantes. Quizá la diferencia no sea tan grande. Es un poco presuntuoso decir esto delante de Ryszard, pero me parece muy importante: tal vez Ryszard empezó a viajar debido a la situación en Polonia y en Varsovia en el momento en que se convirtió en escritor. Fue un modo de mantenerse en condiciones de poder hablar de la vida, algo que no hubiera podido hacer si se hubiera quedado en Varsovia. Quizá las razones no vayan unidas a la genética, al carácter, sino a las circunstancias históricas.

Por lo que a mí respecta, durante quince años he escrito sobre el mundo rural. Los campesinos hablan siempre del pasado, a veces hasta en exceso, pero lo hacen para encontrar las mejores soluciones a problemas verdaderos, a peligros absolutamente imprevisibles que deben afrontar cultivando la tierra o cuidando el ganado. Por tanto, observan el pasado como otros consultan los diccionarios o las enciclopedias. ¿A qué se debe que haya decidido relatar el mundo de los campesinos? Aunque sea extraño, es un ejemplo del modo en que los extremos opuestos se tocan. Hace veinte años, trabajaba junto a mi amigo, el fotógrafo Jean Mohr, sobre los emigrantes, sobre las migraciones, sobre los viajes, sobre el desarraigo, sobre el verse inmerso en otra cultura, en otro país. Ésta es una historia muy corriente en la Italia de hace unos años: gran parte de la literatura y del cine italianos se ocuparon de esta experiencia. De todas formas, para escribir ese libro teníamos que escuchar y ver con frecuencia a los emigrantes que llegaban desde los países más distintos —desde Portugal o Turquía hasta los del África del Norte—. Todos o casi todos estos hombres procedían de pueblecitos y, escuchándolos, lograba entender, al menos en parte, su experiencia de la gran ciudad y cómo habían llegado hasta ella. Lo que no lograba comprender, aunque me hablaran de ello, era lo que habían dejado a sus espaldas y con lo que a veces soñaban por las noches. Me avergonzaba de mí mismo porque en aquella época más de la mitad de la población mundial vivía en pueblos pequeños y yo, en cambio, que intentaba comprender algo del mundo moderno, me daba cuenta de que era, fundamentalmente, un ignorante y que mi ignorancia no podía subsanarse consultando las enciclopedias, las de verdad. De manera que me dije que tenía que aprender, ir al campo y aprender. No me era necesario aprender a escribir, sino aprender al menos una parte de la vida y de los conocimientos de los campesinos. Por tanto, mi elección de estar sólo en un sitio no tiene que ver con mi carácter, sino, de forma similar a lo que le ocurrió a Ryszard, con los temas sobre los que quería escribir. Naturalmente, en aquel tiempo mis amigos también me decían que era demasiado joven para jubilarme y, a pesar de mis protestas, siguieron pensando lo mismo. Para explicar el mundo rural, es fundamental conocer lo que saben los campesinos, comprender su instinto adquirido, su inmensa capacidad de observación y esa especie de sabiduría que poseen. Todo esto está siendo destruido, cuando el mundo necesita de ello. En su libro El Imperio, Ryszard, que escribe muchas veces sobre este crimen monstruoso, habla de la eliminación de los campesinos en el marco de la denominada colectivización de la tierra, especialmente en Ucrania: millones de campesinos desaparecieron, fueron exterminados. Hoy, en Moscú todo el mundo busca a los campesinos. ¿Pero cómo hacerlo? ¡Ojalá hubiera alguien, una sola persona, que nos dijera cómo actuar en esta catastrófica situación agrícola!

Volviendo un momento a mi caso, fue la elección de los temas lo que me condujo a llevar una existencia sedentaria, porque una de las características de los campesinos es que, si quieren seguir siendo campesinos, no pueden elegir el lugar en que vivir: este ha sido ya elegido para ellos desde su nacimiento. Esta es su forma de sedentarismo.

Quisiera añadir algo más a propósito del tema del que estábamos hablando antes, completando lo que Ryszard ya ha expuesto brillantemente sobre los medios de comunicación y el sentido histórico. Ese proceso se ve apoyado por otro cambio. Hace algunas semanas, un periodista inglés muy competente se encontraba en una escuela de enseñanza media en el norte de Inglaterra, una zona muy pobre actualmente, donde el paro es enorme. Le preguntaron a un chico de doce años qué quería hacer en el futuro y cómo pensaba que sería el mundo en el año 2015. El chico respondió que él, en cualquier caso, ya no iba a estar. Esta es una demostración muy gráfica del modo en que el dominio mundial del mercado libre ha abolido el futuro. En los inicios del mercado libre, se hablaba de un nuevo orden en el mundo. Pero cada vez más nos vamos dando cuenta de que este nuevo orden mundial nos ofrece una perspectiva de algunos meses, o de algunos años, cinco años como mucho. Cinco años son casi una eternidad según los parámetros actuales. En consecuencia, si el futuro ha sido abolido en los pensamientos de la gente, es imposible ver o escribir la historia. El futuro es un eje absolutamente indispensable para escribir la historia. Si es abolido, la historia ya no existe. Este proceso, que tiene un gran valor filosófico, se funde perfectamente con las invenciones y las distorsiones de los acontecimientos contemporáneos por parte de los medios de comunicación, que sustituyen de este modo a la historia verdadera.

R. K.: Me gustaría añadir algunos datos estadísticos a la descripción del mundo rural, que es una de las pasiones de John. No estamos acostumbrados a pensar en la humanidad de principios del siglo XX como una realidad en gran parte campesina. Las ciudades eran escasas y muy distantes entre sí, concentradas principalmente en Europa y en Estados Unidos. La inmensa mayoría de los continentes no tenían ciudades o tenían muy pocas. Ahora, cien años después, a finales del siglo XX, nuestra sociedad es principalmente urbana. Por tanto, una de las grandes revoluciones acaecidas durante el siglo XX ha consistido en una de las más masivas migraciones desde los pueblos, desde las aldeas, desde el campo, en dirección a la ciudad. Hemos empezado a construir una cultura y una escala de valores completamente nuevas. Ahora la población urbana se rebela contra la gente del campo. Para volver al ejemplo de África, la burocracia actual de los estados africanos procede del campo y, sin embargo, ha establecido el régimen de explotación de aquellas tierras más despiadado que pueda encontrarse en cualquier parte del mundo. Esa gente, o sus hijos, se ha convertido en la clase que explota a las personas con las que comparte un mismo origen social.

Por lo que se refiere a la pregunta sobre el sedentarismo y sobre la elección del viaje, se pueden dar varias explicaciones de carácter político, de libertad, y otras muchas. Pero en la comunidad de los escritores, se puede hacer una división muy simple entre los escritores que encuentran su inspiración en sí mismos y los que deben ser inspirados por motivos externos. Existen caracteres reflexivos y caracteres que reflejan el mundo. Hay escritores como John, que poseen el don de la reflexión. Como ya se ha dicho, se puede ver todo el mundo sin abandonar nuestra habitación. Esto es típico de los caracteres reflexivos, que encuentran la inspiración en sí mismos, en el material que tienen en sí mismos, que debe ser animado, formulado y expresado. Este es un tipo de literatura. En mi caso, por el contrario, yo reflejo el mundo: tengo que ir al lugar de los hechos para poder escribir. Quedándome en un único sitio, me muero, mientras que John crea. Es una cuestión muy personal, pero, en el fondo, lo que importa es el producto final.

J. B.: A lo mejor tenemos en común mucho más de lo que parece. Ayer por la noche, después de habernos visto en persona por primera vez, soñé con Ryszard. A veces los sueños son difíciles de interpretar, porque a menudo son pre-verbales y, por tanto, difíciles de explicar con palabras. Pero la situación del sueño era más o menos la siguiente. Había muchas mujeres ancianas. Yo era quien las observaba, pero no me encontraba en el centro. En medio de aquellas mujeres estaba Ryszard: todas hablaban con él, le contaban sus historias, aunque yo no consiguiera oírlas. Luego me di cuenta de que Ryszard buscaba algo en sus palabras, en sus voces, algo que era material y, en efecto, yo sabía de qué se trataba: Ryszard buscaba un diente de ajo. Con gran alivio por mi parte, encontró uno: lo tenía entre sus dedos. El diente de ajo se fue agrandando hasta que se convirtió en una habitación o una tienda, en la que estaba sentado Ryszard. En ese momento me desperté. Si pienso en este sueño, me doy cuenta de que hay una invitación a escuchar para encontrar luego una habitación para la historia, la habitación del relato, donde se entra para escribirlo. Esto sucede ya se escriba por la mañana o por la tarde, ya se viaje alrededor del mundo o se permanezca sentado bajo un árbol, como hago yo con un ciruelo, aunque las ciruelas este año no han sido buenas porque la primavera mató las flores.

M. N.: Quisiera saber qué uso hacéis del silencio en vuestro modo de escribir.

J. B.: Naturalmente, el silencio es absolutamente esencial: el arte de la narración depende de lo que se deja fuera de la misma. De otro modo, no existiría una historia, porque simplemente el mundo se saturaría de palabras. Es, por tanto, una cuestión de selección, de lo que se excluye, del espacio a veces entre las palabras, y siempre entre las frases y los párrafos. Cuando el lector es creativo, cuando la atención es recíproca, al principio debe, en cierto modo, saltar para llegar a la frase siguiente, pero a medida que la historia avanza, los saltos se hacen cada vez más largos y este es un modo para establecer la complicidad entre el escritor, el lector y el relato. El silencio, lo que no se dice, es increíblemente importante. Se podría expresar esta importancia a un nivel mucho más metafísico y filosófico, porque es muchísimo lo que no se puede expresar y quizás es el elemento más valioso. Pero, hablando a un nivel más artesanal, el silencio representa el instrumento principal para establecer la complicidad con el oyente o el lector.

R. K.: El silencio es algo que en parte ha sido creado por el escritor, pero también, en gran medida, por el lector. A veces lo vemos en los actores, en los intérpretes de un texto. Esta es la respuesta: es un poema de John. Lo que significa el silencio en el texto se deja a la improvisación, al modo en que lo leamos, a cómo lo interpretemos.

Oh, my beloved, / how sweet it is to go down / and bath in the pool, / before your eyes, / letting you see / how my drenched line dress / marries the beauty of my body. / Come, / look at me.[29]

(El poema es leído sin entonación alguna, sin interrupciones, y es recitado con una serie de silencios. N. de la Red.).

Todo consiste en la interpretación del texto. Por tanto el silencio se crea por el modo en que interpretamos el texto. En todos los textos hay, y no hay, silencio: depende de lo que encontremos en el texto. Naturalmente, escribir es una selección, una elección, una decisión. Pero sé, por mi trabajo, que quien escribe intenta atraer al lector hacia el gusto por las palabras. Luego, de pronto, encontramos a alguien que ha leído un libro nuestro en una hora. Esto significa que no lo ha leído, porque ese libro estaba destinado a durar una semana, un mes, sólo para llegar a entender algo del mismo. Por tanto el silencio es una relación entre el autor y el lector.