INTRODUCCIÓN
Nacido en Pinsk (actualmente Bielorrusia) en 1932, el polaco Ryszard Kapuściński es una de las figuras intelectuales más originales y complejas del panorama internacional de la actualidad. Autor de memorables obras de historia contemporánea, a caballo entre el reportaje periodístico y la gran literatura —desde El Emperador (un irresistible perfil de Haile Selassie, estructurado como un puzzle que reúne materiales de distinta procedencia, relatos orales, conversaciones con los allegados del emperador, sirvientes, cortesanos, parientes, pero también con sus opositores) y La guerra del fútbol hasta El Sha (no traducido al italiano, aunque el relato de la revolución iraní de 1980 es evidentemente uno de sus trabajos ejemplares) o incluso Another Day of Life (sobre las recientes guerras en Angola)—, en Italia Kapuściński se ha convertido en una figura de culto gracias a El Imperio. Un libro escrito «arriesgándolo todo. Sin saber, hasta el final, si acabaría consiguiéndolo». Tres años de trabajo ininterrumpido —dos de ellos, 1990 y 1991, exactamente en vísperas del golpe de Estado que impondría la «peligrosa» hegemonía de Boris Yeltsin— que pasó explorando el vasto y contradictorio territorio soviético; evitando con cuidado los obstáculos de los encuentros institucionales, de las versiones oficiales y de las voces de palacio; privilegiando en todas las ocasiones los contactos directos, las charlas informales con la gente corriente o con los responsables directos de zonas tan remotas del por entonces «imperio» soviético que no aparecían ni siquiera en el atlas de la visibilidad y de la toma de decisiones políticas. Kapuściński, que habla perfectamente la lengua rusa, consigue «desaparecer entre la gente», ser tomado en todas partes como alguien del lugar.
Es importante, para comprender la naturaleza de sus libros y el secreto de su profunda, inteligente y humanísima capacidad de penetrar en los nudos de la más compleja actualidad política, recordar que es ésta precisamente la clave de su método de trabajo y de su condición de escritor. La regla número uno parece ser la de saber mimetizarse, de renunciar a los discutibles y narcisistas beneficios de la hipervisibilidad a favor de las bastante más útiles ventajas del anonimato. «He viajado muchísimo sirviéndome de toda clase de medios de transporte disponibles. Si me hubieran reconocido como extranjero, como diferente, es posible que la gente me hubiera dirigido la palabra, pero sin duda no se habría lanzado con la misma libertad a hacer comentarios y observaciones sinceras», afirma Kapuściński. Hasta el aspecto, parece desprenderse, cuenta. Si se está demasiado connotado, si los signos de reconocimiento social —ropa, conducta— son demasiado identificables, es posible acabar siendo excluido del contacto con la gente corriente y con las informaciones de primera mano, para acabar convertido en asistente obsesivo y cada vez más desorientado a conferencias de prensa cuya función es la de hacer de caja de resonancia a los regímenes. «Cuando se llega como enviado o corresponsal a un país en el que hay una guerra o una revolución», afirma el escritor, quien desde 1956 hasta hoy parece no haber hecho otra cosa, «el problema de las fuentes de información y el de cómo orientarse es enorme».
Formado, como él mismo declara, en la escuela de los Annales franceses, la de Kapuściński, por tanto, es una historia construida desde abajo. Una historia atenta a las pequeñas cosas, a los detalles, a los humores. Nunca burocrática, unilateral, embalsamada, nunca de tesis. Fruto, al mismo tiempo, de la observación y de la intuición. Historia/relato centrada en los contenidos, pero también en la técnica narrativa, en el acto de escritura en sí mismo. En El Emperador, por ejemplo —y en este punto insiste el escritor con particular énfasis—, «el relato es un auténtico tejido de voces. Cada personaje tiene un estilo particular y, sobre todo en la última parte del relato, la lengua se hace ampulosa, pomposa, arcaizante, intencionalmente literaria. Me pregunto si en la traducción se habrán conservado estos registros. Sería una lástima que se hubieran perdido, porque a este tipo de escritura llegué por razones estrictamente funcionales, para darle una apariencia lingüística adecuada a una experiencia cortesana cuyos rasgos eran de un arcaísmo casi surrealista, después de un largo trabajo de documentación en textos literarios polacos del siglo XVII. En este libro mío, buena parte de la reconstrucción histórica pasa, en efecto, por la invención lingüística». O bien, en el caso de El Imperio, «el desafío no era sólo entender qué estaba pasando en aquel archipiélago desconocido que era la Unión de las Repúblicas Socialistas en decadencia, sino cómo contarlo, qué debía incluir en el libro y qué debía desechar. De qué manera, por ejemplo, explicar cómo había llegado a ciertas zonas que, legalmente, eran inaccesibles por completo, gracias a la ayuda de quién, a través de qué peripecias y con qué riesgo no sólo personal, sin perjudicar la seguridad de quien me había ayudado a llegar a ver con mis propios ojos realidades completamente borradas de los mapas historiográficos». Así, vemos por ejemplo que, entre los numerosos protagonistas que pueblan las páginas de El Imperio, aparecen los mineros de un minúsculo pueblo del extremo norte de la por entonces Unión Soviética, «hombres que en las interminables noches septentrionales están condenados a no ver nunca la luz del sol», que beben para sobrevivir y cuya esperanza de vida no supera los treinta y cinco años. El escritor se mezcla con ellos, los escucha, registra sus humores, la distancia sideral que los separa de la Historia del socialismo real. Y sobre esa historia, también por ellos, se pregunta. Fracturando, con una intuición y una inteligencia que, por sí sola, ninguna pasión política podría proporcionar y que nace sobre todo de una genuina pasión por sus semejantes, cualquier forma de visión monolítica de los acontecimientos históricos y de sus causas. La suya es una historia de individuos, de existencias analizadas en su materialidad, totalmente antiideológica. Nunca es tendenciosa, y, sin embargo, nunca es indiferente. A contracorriente por completo. «Hoy, para entender hacia dónde vamos», sostiene Kapuściński, «no hace falta fijarse en la política, sino en el arte. Siempre ha sido el arte el que, con gran anticipación y claridad, ha indicado qué rumbo estaba tomando el mundo y las grandes transformaciones que se preparaban. Es más útil entrar en un museo que hablar con cien políticos profesionales. Hoy en día, como el arte nos revela, la historia se está posmodernizando. Si le aplicáramos a ella las categorías interpretativas que hemos elaborado para el arte, quizá lograríamos desentrañarla mejor y tendríamos instrumentos de análisis menos obsoletos que los que, generalmente, nos empeñamos en utilizar. Caídas las grandes ideologías unificadoras y, a su manera, totalitarias, y en crisis todos los sistemas de valores y de referencia apropiados para aplicar universalmente, nos queda, en efecto, la diversidad, la convivencia de opuestos, la contigüidad de lo incompatible. Puede derivarse de todo ello una conflictividad abierta y sanguinaria, arcaica, el enfrentamiento difuso, el renacimiento de los localismos y de los más feroces tribalismos, pero también podría surgir un lento aprendizaje de la aceptación de lo distinto a uno mismo, de la renuncia a un centro, a una representación única. Como el arte posmoderno nos enseña, quizá podríamos darnos cuenta de que hay espacio para todos y que nadie tiene más derecho de ciudadanía que los demás».
El año pasado, a casi un lustro de El Imperio, con el que había saldado simbólicamente una especie de deuda con la actualidad política «europea», Kapuściński publicó Ébano, la prueba del nueve de su método de trabajo y una especie de síntesis final de su relación con África. Hace unos seis años, hablándome de sus futuros proyectos, me dijo que lo que más le apetecía era reflexionar sobre las enormes transformaciones que, en el transcurso de pocas décadas, habían cambiado, literalmente, el mapa del continente africano y, al mismo tiempo, del mundo. En los inicios de su carrera como periodista, a mediados de los años cincuenta, cuando debía cubrir para la agencia de prensa polaca —solo, y con escasos recursos— toda África, nos encontrábamos todavía en plena época colonial. Y luego, en pocos años, a menudo como consecuencia de guerras y revoluciones sangrientas, cada vez eran más los estados africanos que se habían emancipado del dominio de los países europeos y que habían encontrado dificultosamente el camino de la independencia. Él había asistido, en primera persona, a muchas de aquellas transformaciones y a muchas de las guerras fratricidas que las habían acompañado o seguido. Blanco en un continente de negros, había conseguido mezclarse incluso allí entre la gente corriente, sin refugiarse en los ricos y blindados barrios de los europeos, había llegado a ser uno entre tantos. A esto le ayudó, obviamente, su condición de polaco, un «europeo de serie B» y, por otro lado, sin medios. Pero, sobre todo, la convicción de que para tener derecho a explicar se tiene que tener un conocimiento directo, físico, emotivo, olfativo, sin filtros ni escudos protectores, sobre aquello de lo que se habla.
Hoy, quien lea Ébano encontrará más o menos al final del primer tercio del libro un capítulo con un título curioso: «Mi callejón 1967». Son unas diez páginas, íntegramente dedicadas a la descripción del apartamento que Kapuściński escoge para alquilar en un barrio africano de Lagos y para transformarlo en su base africana. El íncipit es seco y decidido: «El apartamento que tengo alquilado en Lagos es escenario de continuos robos». Sin embargo, se equivocaría quien se esperara un crescendo de lamentaciones, malévolos contrastes entre Norte y Sur, expresiones de angustia o de miedo, un rastro, aunque tenue, de racismo, o bien la más leve sombra de moralismo. El autor tiene las ideas claras y un enorme sentido del humor y sabe que todo, absolutamente todo, es relativo. «Yo quiero vivir en una ciudad africana», dice poco después, «en una casa africana. ¿Cómo, si no, podría conocer esta ciudad, este continente?
»Pero a un blanco no le resulta fácil vivir en un barrio africano. Los primeros en indignarse y protestar son los europeos. El que alberga unas intenciones como las mías tiene que ser un loco, no estar en su sano juicio. Así que intentan disuadirle, le advierten: te expones a una muerte segura en que sólo puede variar la manera de morir: o te matarán, o te morirás tú solo de lo terribles que allí son las condiciones de vida.
»Tampoco la parte africana contempla con entusiasmo mi idea. En primer lugar, porque hay dificultades técnicas: ¿dónde vivir? Un barrio como este significa miseria y hacinamiento, edificaciones pequeñas, endebles y pobres, casuchas de barro y chabolas, falta de aire y de luz, polvo, olores apestosos e insectos. ¿Dónde meterse? ¿Dónde encontrar un rincón recóndito? ¿Cómo ir de un lado a otro? La cuestión del agua, sin ir más lejos: hay que acarrearla desde la bomba, que está al otro extremo de la calle. Es trabajo de los niños. Las mujeres lo hacen a veces, pero los hombres, jamás. Y de repente, ante el pozo, se planta un señor blanco haciendo cola junto con los niños. ¡Ja, ja, ja! ¡Imposible!…»[1].
Progresando en la lectura, poco a poco nos damos cuenta de que, al hablar de sí mismo y de sus orwellianas peripecias sociales, Kapuściński está haciendo también otra cosa: el África de los callejones metropolitanos, con sus reglas, sus jerarquías, sus ritmos y sus humores, aflora lentamente para ir a situarse con claridad en un primer plano. El aparente protagonismo del escritor, ese autobiográfico colocarse en el centro de la escena, no es más que un revelador. Como si él, desde el ángulo de perspectiva de un incidente personal irrelevante, estuviera en realidad haciendo zoom y contrazoom, pasando de lo particular a lo general, del detalle a la visión de conjunto. Porque es a través de los detalles como se puede mostrar el mundo entero ya que «dentro de una gota hay un universo entero»[2]. Al final, lo que pudiera ser una digresión privada, se revela como lo que es en realidad: una lección de historia social y una reflexión filosófica sobre las relaciones con la alteridad y sobre su posible conciliación, además de un fulgurante, vivísimo reportaje desde el corazón de África. Lagos, descrita afectuosamente desde el interior, no es distinta de París o de Londres, de Nueva York o de Nápoles. Hacer de ellas las capitales del consumo o del subdesarrollo está en la mirada y en la pluma de quien vive en ellas y escribe sobre ellas. Y Kapuściński siempre ha declarado su desinterés por los blancos, los ricos, los occidentales, por los poderosos de la tierra.
En Lapidarium, donde se encuentran recogidos los apuntes privados, las reflexiones, los aforismos, las consideraciones que no han encontrado un lugar en sus reportajes, «los despojos, los residuos carentes de valor de mi trabajo, que a menudo son precisamente los materiales más valiosos, porque sin ellos no habría huellas de los recorridos de la memoria», el autor ha escrito: «El tema de mi vida son los pobres. Es esto lo que yo entiendo por Tercer Mundo. El Tercer Mundo no es un término geográfico (Asia, África, América Latina) y ni siquiera racial (los denominados continentes de color), sino un concepto existencial. Indica precisamente la vida de pobreza, caracterizada por el estancamiento, por el inmovilismo estructural, por la tendencia al subdesarrollo, por la continua amenaza de la ruina total, por una difusa carencia de soluciones»[3].
Y, para Kapuściński, ni la pobreza ni la opresión pertenecen al orden natural de las cosas. Por eso, como afirma en El Sha, la palabra, «las palabras que circulan libremente, palabras clandestinas, rebeldes, palabras que no van vestidas de uniforme de gala, desprovistas del sello oficial», terror de los tiranos, es «el catalizador imprescindible»[4], el instrumento de revuelta, de organización y de lucha contra el cual las armas del poder se revelan de repente, en un momento misterioso e imponderable de la historia, completamente ineficaces. Para el cronista, entonces, además de la capacidad de observación, se convierte en fundamental el oído, el talento de la escucha, la consciencia de la abismal diferencia «que en nuestra época se produce entre el tiempo de la cultura material (o, dicho de otra forma, de la vida cotidiana) y el de los acontecimientos políticos»[5].
Veamos cuáles son, en efecto, según Kapuściński, los deberes del corresponsal de una agencia de prensa y las dotes necesarias para llevarlos a buen término: «Debe ser testigo de todos los acontecimientos de relevancia que se producen en un territorio de treinta millones de kilómetros cuadrados (la superficie de África), debe saber lo que está ocurriendo al mismo tiempo en los cincuenta países del continente, lo que ha ocurrido allí antes y lo que puede suceder en el futuro, conocer por lo menos la mitad de las dos mil tribus que conforman la población africana, dominar cientos de detalles técnicos […]. También debe ser un hombre de gran resistencia física y psíquica, pues, por más que piense, ¿de qué nos sirve nuestro corresponsal si se abandona a la depresión y cae en un estado de postración que lo inmoviliza y le impide escribir una sola palabra en los momentos en que se suceden acontecimientos de máximo interés e importancia? […] Tampoco puede ser corresponsal el que tiene miedo de la mosca tse-tse y de la cobra negra, del elefante, de los caníbales, de beber agua de ríos y arroyos, de comer tartas hechas de hormigas asadas; el que se estremece con sólo pensar en las amebas y en las enfermedades venéreas, en que le robarán y lo apalearán; el que ahorra cada dólar para construirse una casa cuando vuelva a su país; el que no sabe dormir en una choza de barro africana, y el que desprecia a la gente sobre la cual escribe»[6].
El que —añado, citando otras obras suyas— «no sabe que en la política y en la vida es necesario saber esperar» y que «un hombre no empuña un hacha para proteger su cartera, sino en defensa de su dignidad». El que no sabe admitir y administrar su propio miedo ni estar solo, el que no es curioso ni lo suficientemente optimista como para pensar que los seres humanos son el centro de la historia, el que no ha comprendido que «el concepto de totalidad existe en la teoría, pero nunca en la vida». El que no sabe preguntarse cuál es el alcance de una noticia y si es más lo que se dice o lo que se calla. El que cree en la objetividad de la información, cuando el único informe posible siempre resulta «personal y provisional».
Me gustaría acabar estas notas introductorias con una reflexión que me hiciera Kapuściński poco antes del encuentro de Capodarco. Estábamos hablando de la relación entre generaciones, de los problemas de comunicación entre personas de edades distintas, de la obstinación con que los adultos se aferran a sus posiciones y a sus pequeños y grandes poderes, de la impotencia de los jóvenes para hacer oír su propia voz y defender su propio punto de vista, cuando de pronto Kapuściński formuló el siguiente razonamiento: «Cuando algunos colegas de mi generación hablan de sus enemigos, les pregunto qué edad tienen estos enemigos. Generalmente, son jóvenes. Siempre les aconsejo que se esfuercen por encontrar una forma de comprenderlos, de mediar y de conectar con ellos. En efecto, los jóvenes, por definición, están destinados a vencer. ¿Por qué? Pues por la sencilla razón de que son más jóvenes, y por eso mismo pertenecen a una época y una civilización en las que quien es más viejo, es ya incapaz de seguir su estela. Mi sugerencia es, por tanto, la de no olvidarlo y, en lugar de combatirlos ciegamente y sin hacer ningún esfuerzo por ver las cosas desde su perspectiva, intentar antes que nada una solución de compromiso. No hay otra vía. Vencerán, de todos modos; aunque sólo sea porque, cuando estemos muertos y enterrados, ellos seguirán aquí. Quien sigue creyendo que la experiencia acumulada o los éxitos obtenidos tienen que proporcionar, automáticamente, el respeto y la aceptación de los demás, se equivoca de todas todas. En nuestras sociedades, la pirámide del poder ya no se estructura en función de la edad y de los saberes que en otras épocas se adquirían con los años. La edad, hoy en día, se ha convertido en una carga. Desde siempre, en tiempos de crisis y de grandes cambios —cambios que en nuestros días han adquirido una aceleración sin precedentes—, se asiste a la liquidación de las estructuras jerárquicas precedentes. En el momento actual, esta liquidación convierte al desfase generacional en algo más serio y profundo. De hecho, adultos y ancianos no quieren darse cuenta o aceptar la nueva situación, y permanecen aferrados a un privilegio de datos personales que ya no tiene razón de ser. El conflicto con los más jóvenes se convierte así, evidentemente, en algo inevitable. Y no me refiero solamente a la distancia que existe entre un quinceañero y alguien de sesenta y cinco años, sino también a la diferencia abismal que existe entre un quinceañero y quien tiene veinticinco. La relación entre generaciones nunca ha sido tan precaria y dramática como ahora».
¿Consejos para los adultos? «Escuchar a los jóvenes y prestarles atención, renunciar a toda posición de poder, admitir que uno ya se encuentra en el bando de los derrotados. Si nos encontramos frente a una nueva consciencia y a nuevas actitudes que niegan valor y autoridad a la experiencia de los mayores, es necesario que entendamos que esto tiene un sentido y unas razones. Y que estas razones vencerán de todas formas. Es necesario que entendamos que los jóvenes nos escucharán sólo con la condición de que nosotros les escuchemos a ellos y de que sean ellos los que nos inviten a hablar. La clave de todo está en el interés recíproco. Si no nos damos cuenta de esto, los jóvenes seguirán venciendo, porque el futuro es de ellos y los más viejos seguirán siendo prisioneros de su propia ceguera. Vivimos en un mundo en constante y rapidísima transformación y no se puede seguir pensando y sintiendo como si nada hubiera cambiado. Los cambios hay que reconocerlos y aceptarlos, si se quiere, en consonancia, ser aceptado. Y para ser aceptado hay que aceptar a los demás, en especial a aquellos que representan las nuevas tendencias. Hablo, naturalmente, de lo mejor de las nuevas generaciones, porque, como siempre, las nuevas generaciones están integradas por personas diferentes. Pero lo mejor, en la actualidad, es fantástico: los jóvenes están mejor informados, son mucho más inteligentes, más capaces de expresarse, más ágiles y maduros, intelectualmente, que quienes los han precedido. Lo digo sin ideología, es una pura y simple constatación. Por lo demás, tomemos como ejemplo mi país: en otra época no había ni forma ni tiempo de desarrollarse uno mismo, no había televisión, no había libertad para viajar, no había contacto con el resto del mundo, no se sabía que existieran otras culturas, no existía la información. Hoy en día, los mejores de entre los jóvenes saben muchas más cosas que nosotros, por eso yo prefiero ser humilde y modesto antes que decir: soy más viejo, por tanto, sé más que tú».
MARIA NADOTTI
A continuación, proporcionamos la bibliografía de las obras de Ryszard Kapuściński citadas en el texto:
— Another Day of Life (edición original en polaco, 1976), traducción inglesa Picador, Londres, 1987.
— El Emperador (edición original en polaco, 1978), Anagrama, Barcelona, 1989 (Crónicas, 14).
— El Sha o la desmesura del poder (edición original en polaco, 1982), Anagrama, Barcelona, 1987 (Crónicas, 8).
— La guerra del fútbol y otros reportajes (edición original en polaco, 1988), Anagrama, Barcelona, 1992 (Crónicas, 24).
— El Imperio (edición original en polaco, 1993), Anagrama, Barcelona, 1994 (Crónicas, 32).
— Lapidarium. In viaggio tra i frammenti della storia (edición original en polaco, 1995), traducción italiana de Vera Verdiani, Feltrinelli, Milán, 1997 (inédito en España).
— Ébano (edición original en polaco, 1998), Anagrama, Barcelona, 2000 (Crónicas, 45).
Todas las obras publicadas en España han sido traducidas por Ágata Orzeszek (El Emperador, en colaboración con Roberto Mansberger Amorós).