Maria Nadotti: En uno de tus primeros libros, Another Day of Life, un reportaje sobre las guerras en Angola todavía inédito en Italia [y en España], escribiste: «Es erróneo escribir sobre alguien con quien no se ha compartido al menos un poco de su vida»[7].
En El Imperio, siendo testigo de la modernización de una ciudad, escribes: «Enfrente del hotel en que me alojo echan abajo el casco antiguo de Ereván. Derriban las viejas casas sombreadas, los miradores, los jardines colgantes, los parterres y caballones, los minúsculos arroyos y saltos de agua, los aleros cubiertos de alfombras de flores, las vallas envueltas en espesas parras, derrumban las escaleras de madera, destruyen los bancos colocados junto a las paredes de las casas, derruyen los cobertizos y los gallineros, los portales y las verjas. Todo esto desaparece de la vista. La gente contempla cómo los bulldozers allanan un paisaje formado durante años (en este lugar levantarán unas cajas de cemento hechas de placas de hormigón), cómo arrasan y reducen a escombros sus callejones verdes, silenciosos y acogedores, los rincones que les proporcionaban albergue y refugio. La gente lo mira y llora. Y yo, entre ellos, también lloro»[8].
En La guerra del fútbol, en una especie de digresión autobiográfica que arroja luz sobre la naturaleza y la medida de tu compromiso como escritor y periodista, escribes: «En África he caído enfermo muy a menudo, pues el trópico lo fecunda todo en exceso […]. No hay salida: si alguien quiere penetrar en los rincones más recónditos y apartados de las rutas trilladas, los más ocultos y traicioneros de estas tierras, tiene que estar preparado para pagar su osadía con la salud o incluso con la vida […]. En vista de las circunstancias, hay quienes deciden llevar una existencia paradójica, a saber: al llegar a África desaparecen en hoteles que les brindan todas las comodidades, y nunca abandonan los lujosos barrios de los blancos; en una palabra, estando topográficamente en África, siguen viviendo en Europa, sólo que se trata de una Europa en miniatura, de un sucedáneo reducido a la mínima expresión. Es un estilo de vida que, sin embargo, resulta indigno de un auténtico viajero e inconcebible para un reportero, que tiene que vivirlo todo en su propia carne»[9].
Tu obra más reciente, Ébano, es la fotografía de una África vista desde dentro y desde abajo, la tentativa exitosa de una observación participativa y, a su manera, militante, de las mil vidas de un continente que para nosotros sigue siendo nada más que un inmenso agujero negro en el mapa del mundo.
Por todo ello, me gustaría invitarte a que empezaras precisamente por aquí, por el relato y las motivaciones de una actividad periodística marcada por una opción ética muy fuerte y por la necesidad del riesgo, de la experiencia directa y de la compenetración.
Ryszard Kapuściński: Antes que nada, quisiera expresar mi gran alegría por estar aquí. No es la primera vez que participo en una reunión de periodistas en Italia, y tengo muy buenos recuerdos de estos encuentros. En segundo lugar, quisiera decir que estoy contento de ver a tantos jóvenes. Nuestra profesión necesita nuevas fuerzas, nuevos puntos de vista, nuevas imaginaciones, porque en los últimos tiempos ha cambiado de una forma espectacular. Habéis nacido para llevar a buen puerto un trabajo que acaba apenas de empezar. El periodismo está atravesando una gran revolución electrónica. Las nuevas tecnologías facilitan enormemente nuestro trabajo, pero no ocupan su lugar. Todos los problemas de nuestra profesión, nuestras cualidades, nuestro carácter artesanal, permanecen inalterables. Cualquier descubrimiento o avance técnico pueden, ciertamente, ayudarnos, pero no pueden ocupar el espacio de nuestro trabajo, de nuestra dedicación al mismo, de nuestro estudio, de nuestra exploración y búsqueda.
En nuestro oficio hay algunos elementos específicos muy importantes.
El primer elemento es una cierta disposición a aceptar el sacrificio de una parte de nosotros mismos. Es ésta una profesión muy exigente. Todas lo son, pero la nuestra de manera particular. El motivo es que nosotros convivimos con ella veinticuatro horas al día. No podemos cerrar nuestra oficina a las cuatro de la tarde y ocuparnos de otras actividades. Este es un trabajo que ocupa toda nuestra vida, no hay otro modo de ejercitarlo. O, al menos, de hacerlo de un modo perfecto.
Hay que decir, naturalmente, que puede desempeñarse de forma plena en dos niveles muy distintos.
A nivel artesanal, como sucede en el noventa por ciento de los periodistas, no se diferencia en nada del trabajo común de un zapatero o de un jardinero. Es el nivel más bajo.
Pero luego hay un nivel más elevado, que es el más creativo: es aquel en que, en el trabajo, ponemos un poco de nuestra individualidad y de nuestras ambiciones. Y esto requiere verdaderamente toda nuestra alma, nuestra dedicación, nuestro tiempo.
El segundo elemento de nuestra profesión es la constante profundización en nuestros conocimientos. Hay profesiones para las que, normalmente, se va a la universidad, se obtiene un diploma y ahí se acaba el estudio. Durante el resto de la vida se debe, simplemente, administrar lo que se ha aprendido. En el periodismo, en cambio, la actualización y el estudio constantes son la conditio sine qua non. Nuestro trabajo consiste en investigar y describir el mundo contemporáneo, que está en un cambio continuo, profundo, dinámico y revolucionario. Día tras día, tenemos que estar pendientes de todo esto y en condiciones de prever el futuro. Por eso es necesario estudiar y aprender constantemente. Tengo muchos amigos de una gran calidad junto a los que empecé a ejercer el periodismo y que a los pocos años fueron desapareciendo en la nada. Creían mucho en sus dotes naturales, pero esas capacidades se agotan en poco tiempo; de manera que se quedaron sin recursos y dejaron de trabajar.
Hay una tercera cualidad importante para nuestra profesión, y es la de no considerarla como un medio para hacerse rico. Para eso ya hay otras profesiones que permiten ganar mucho más y más rápidamente. Al empezar, el periodismo no da muchos frutos. De hecho, casi todos los periodistas principiantes son gente pobre y durante bastantes años no gozan de una situación económica muy boyante. Se trata de una profesión con una precisa estructura feudal: se sube de nivel sólo con la edad y se requiere tiempo. Podemos encontrar muchos periodistas jóvenes llenos de frustraciones, porque trabajan mucho por un salario muy bajo, luego pierden su empleo y a lo mejor no consiguen encontrar otro. Todo esto forma parte de nuestra profesión. Por tanto, tened paciencia y trabajad. Nuestros lectores, oyentes, telespectadores son personas muy justas, que reconocen enseguida la calidad de nuestro trabajo y, con la misma rapidez, empiezan a asociarla con nuestro nombre; saben que de ese nombre van a recibir un buen producto. Ese es el momento en que se convierte uno en un periodista estable. No será nuestro director quien lo decida, sino nuestros lectores.
Para llegar hasta aquí, sin embargo, son necesarias esas cualidades de las que he hablado al principio: sacrificio y estudio.
La pregunta de Maria hacía referencia al peso que la experiencia personal tiene sobre lo que uno está escribiendo. Depende. En nuestra profesión pueden hacerse cosas muy distintas. Con los años, nos especializamos en una carrera particular.
En general, los periodistas se dividen en dos grandes categorías. La categoría de los siervos de la gleba y la categoría de los directores. Estos últimos son nuestros patronos, los que dictan las reglas, son los reyes, deciden. Yo nunca he sido director, pero sé que hoy no es necesario ser periodista para estar al frente de los medios de comunicación. En efecto, la mayoría de los directores y de los presidentes de las grandes cabeceras y de los grandes grupos de comunicación no son, en modo alguno, periodistas. Son grandes ejecutivos.
La situación empezó a cambiar en el momento en que el mundo comprendió, no hace mucho tiempo, que la información es un gran negocio.
Antaño, a principios de siglo, la información tenía dos caras. Podía centrarse en la búsqueda de la verdad, en la individuación de lo que sucedía realmente, y en informar a la gente de ello, intentando orientar a la opinión pública. Para la información, la verdad era la cualidad principal.
El segundo modo de concebir la información era tratarla como un instrumento de lucha política. Los periódicos, las radios, la televisión en sus inicios, eran instrumentos de diversos partidos y fuerzas políticas en lucha por sus propios intereses. Así por ejemplo, en el siglo XIX, en Francia, Alemania o Italia, cada partido y cada institución relevante tenía su propia prensa. La información, para esa prensa, no era la búsqueda de la verdad, sino ganar espacio y vencer al enemigo particular.
En la segunda mitad del siglo XX, especialmente en estos últimos años, tras el fin de la guerra fría, con la revolución de la electrónica y de la comunicación, el mundo de los negocios descubre de repente que la verdad no es importante, y que ni siquiera la lucha política es importante: que lo que cuenta, en la información, es el espectáculo. Y, una vez que hemos creado la información-espectáculo, podemos vender esta información en cualquier parte. Cuanto más espectacular es la información, más dinero podemos ganar con ella.
De esta manera, la información se ha separado de la cultura: ha comenzado a fluctuar en el aire; quien tenga dinero puede cogerla, difundirla y ganar más dinero todavía. Por tanto, hoy nos encontramos en una era de la información completamente distinta. En la situación actual, es este el hecho novedoso.
Y este es el motivo por el que, de pronto, al frente de los más grandes grupos televisivos encontramos a gente que no tiene nada que ver con el periodismo, que sólo son grandes hombres de negocios, vinculados a grandes bancos o compañías de seguros o cualquier otro ente provisto de mucho dinero. La información ha empezado a «rendir», y a rendir a gran velocidad.
La actual, por tanto, es una situación en la que en el mundo de la información está entrando cada vez más dinero.
Hay otro problema, además. Hace cuarenta, cincuenta años, un joven periodista podía ir a su jefe y plantearle sus propios problemas profesionales: cómo escribir, cómo hacer un reportaje en la radio o en la televisión. Y el jefe, que generalmente era mayor que él, le hablaba de su propia experiencia y le daba buenos consejos.
Ahora, intentad ir a Mr. Turner, que en su vida ha ejercido el periodismo y que rara vez lee los periódicos o mira la televisión: no podrá daros ningún consejo, porque no tiene la más mínima idea de cómo se realiza nuestro trabajo. Su misión y su regla no son mejorar nuestra profesión, sino únicamente ganar más.
Para estas personas, vivir la vida de la gente corriente no es importante ni necesario; su posición no está basada en la experiencia del periodista, sino en la de una máquina de hacer dinero.
Para los periodistas que trabajamos con las personas, que intentamos comprender sus historias, que tenemos que explorar y que investigar, la experiencia personal es, naturalmente, fundamental. La fuente principal de nuestro conocimiento periodístico son «los otros». Los otros son los que nos dirigen, nos dan sus opiniones, interpretan para nosotros el mundo que intentamos comprender y describir.
No hay periodismo posible al margen de la relación con los otros seres humanos. La relación con los seres humanos es el elemento imprescindible de nuestro trabajo. En nuestra profesión es indispensable tener nociones de psicología, hay que saber cómo dirigirse a los demás, cómo tratar con ellos y comprenderlos.
Creo que para ejercer el periodismo, ante todo, hay que ser un buen hombre, o una buena mujer: buenos seres humanos. Las malas personas no pueden ser buenos periodistas. Si se es una buena persona se puede intentar comprender a los demás, sus intenciones, su fe, sus intereses, sus dificultades, sus tragedias. Y convertirse, inmediatamente, desde el primer momento, en parte de su destino. Es una cualidad que en psicología se denomina «empatía». Mediante la empatía, se puede comprender el carácter del propio interlocutor y compartir de forma natural y sincera el destino y los problemas de los demás.
En este sentido, el único modo correcto de hacer nuestro trabajo es desaparecer, olvidarnos de nuestra existencia. Existimos solamente como individuos que existen para los demás, que comparten con ellos sus problemas e intentan resolverlos, o al menos describirlos.
El verdadero periodismo es intencional, a saber: aquel que se fija un objetivo y que intenta provocar algún tipo de cambio. No hay otro periodismo posible. Hablo, obviamente, del buen periodismo. Si leéis los escritos de los mejores periodistas —las obras de Mark Twain, de Ernest Hemingway, de Gabriel García Márquez—, comprobaréis que se trata siempre de periodismo intencional. Están luchando por algo. Narran para alcanzar, para obtener algo. Esto es muy importante en nuestra profesión. Ser buenos y desarrollar en nosotros mismos la categoría de la empatía.
Sin estas cualidades, podréis ser buenos directores, pero no buenos periodistas. Y esto es así por una razón muy simple: porque la gente con la que tenéis que trabajar —y nuestro trabajo de campo es un trabajo con la gente— descubrirá inmediatamente vuestras intenciones y vuestra actitud hacia ella. Si percibe que sois arrogantes, que no estáis interesados realmente en sus problemas, si descubren que habéis ido hasta allí sólo para hacer unas fotografías o recoger un poco de material, las personas reaccionarán inmediatamente de forma negativa. No os hablarán, no os ayudarán, no os contestarán, no serán amigables. Y, evidentemente, no os proporcionarán el material que buscáis.
Y sin la ayuda de los otros no se puede escribir un reportaje. No se puede escribir una historia. Todo reportaje —aunque esté firmado sólo por quien lo ha escrito— en realidad es el fruto del trabajo de muchos. El periodista es el redactor final, pero el material ha sido proporcionado por muchísimos individuos. Todo buen reportaje es un trabajo colectivo, y sin un espíritu de colectividad, de cooperación, de buena voluntad, de comprensión recíproca, escribir es imposible.
En fin, esto es lo mínimo que puedo responder a la pregunta, que era muy larga y compleja.
M. N.: «El otro» elegido por Kapuściński no es, sin embargo, un «otro» genérico. Has afirmado en varias ocasiones que «el otro» que te interesa es el pobre. En Lapidarium, por ejemplo, dices: «El tema de mi vida son los pobres». En La guerra del fútbol, citando al Lévi-Strauss de los Tristes trópicos, escribiste que tu decisión de ser un reportero de los países del Tercer Mundo respondía a una profunda incompatibilidad hacia tu grupo, tu cultura, tu país…
R. K.: Verás… El problema del escritor que lleva muchos años escribiendo es que el mundo y nosotros mismos cambiamos continuamente. Muchas veces me recuerdan que he escrito esto o aquello y yo contesto: Es imposible. Entonces me dicen: Pero si está escrito aquí. Sí, pero el libro se publicó hace treinta o cuarenta años. Desde entonces, todo ha cambiado. Es imposible vivir en el mundo contemporáneo sin cambiar y sin adaptarse a los cambios. Porque nuestro objeto está en un cambio constante. Y estamos intentando describir el mundo contemporáneo con instrumentos que funcionaban hace cuarenta años, y que hoy están completamente obsoletos, desenfocados.
Nuestra profesión necesita continuos reajustes, modificaciones, mejoras. Claro está, debemos atenernos a ciertas reglas generales. Ser éticamente correctos, por ejemplo, es una de las principales responsabilidades que tenemos. Pero, por lo demás, nuestro objeto está en continuo movimiento. Yo, por ejemplo, me he especializado en los países del Tercer Mundo —África, Asia y América Latina—, a los cuales he dedicado casi toda mi vida profesional. Mi primer viaje largo fue a la India, Pakistán y Afganistán, en 1956. Por tanto, hace más de cuarenta años que viajo a los países del Tercer Mundo. He vivido en ellos permanentemente durante más de veinte años, porque intentar conocer otras civilizaciones y culturas con una visita de tres días o de una semana no sirve para nada.
Cuando empecé a escribir sobre estos países, donde la mayoría de la población vive en la pobreza, me di cuenta de que aquel era el tema al que quería dedicarme. Escribía, por otro lado, también por algunas razones éticas: sobre todo porque los pobres suelen ser silenciosos. La pobreza no llora, la pobreza no tiene voz. La pobreza sufre, pero sufre en silencio. La pobreza no se rebela. Encontraréis situaciones de rebeldía sólo cuando la gente pobre alberga alguna esperanza. Entonces se rebela, porque espera mejorar algo. En la mayor parte de los casos, se equivoca; pero el componente de la esperanza es fundamental para que la gente reaccione. En las situaciones de pobreza perenne, la característica principal es la falta de esperanza. Si eres un pobre agricultor en un pueblo perdido de la India, para ti no hay esperanza. La gente lo sabe perfectamente. Lo sabe desde tiempos inmemoriales.
Esta gente no se rebelará nunca. Así que necesita que alguien hable por ellos. Esta es una de las obligaciones morales que tenemos cuando escribimos sobre esta parte infeliz de la familia humana. Porque todos ellos son nuestros hermanos y hermanas pobres. Que no tienen voz.
Mi intención, sin embargo, es más ambiciosa. No pretendo limitarme a escribir sobre pobres o ricos, porque esto es competencia principalmente de una serie de organizaciones, desde las iglesias a las Naciones Unidas. Mi intención es sobre todo la de mostrar a todos nosotros, los europeos —que tenemos una mentalidad muy eurocéntrica—, que Europa, o, mejor dicho, una parte de la misma, no es lo único que existe en el mundo. Que Europa está rodeada por un inmenso y creciente número de culturas, sociedades, religiones y civilizaciones diferentes. Vivir en un planeta que cada vez está más interconectado significa tener en cuenta esto, y adaptarnos a una situación global radicalmente nueva.
Antes era posible vivir separados, sin conocer nada los unos de los otros, ni de un país a otro. Pero en el siglo XXI ya no lo será. Por tanto, lentamente —o mejor, rápidamente— tenemos que adaptar nuestro imaginario, nuestro tradicional modo de pensar, a esta situación. Algo que, obviamente, es muy difícil. En muchos casos, es casi imposible a corto plazo.
Nuestro imaginario ha sido educado para pensar en pequeñas unidades: la familia, la tribu, la sociedad. En el siglo XIX se pensaba en términos de nación, de región o de continente. Pero no tenemos ni instrumentos ni experiencia para pensar a escala global, para comprender lo que significa, para darnos cuenta de cómo las otras partes del planeta influyen en nosotros o cómo influimos nosotros en ellas.
En otras palabras, es muy difícil comprender que cada uno de nosotros es un ser humano que está conectado a otros seres humanos, que tenemos que imaginarnos a nosotros mismos como figuras dotadas de muchísimos hilos y vínculos que van en todas direcciones; para muchos es difícil aceptar esta realidad, y por eso vivimos con tantas tensiones, depresiones, tanto estrés.
En mi caso, precisamente porque vivía en esos continentes, intenté hacer comprender a través de mis escritos que asistimos a una gran revolución, en la que todos tomamos parte; y que en primer lugar tenemos que comprender la situación y, en consecuencia, adaptarnos a ella.
M. N.: ¿Cuáles son las fuentes con las que trabajas y dónde las buscas?
R. K.: Las fuentes son variadas. En la práctica, hay de tres tipos. La principal son los otros, la gente. La segunda son los documentos, los libros, los artículos sobre el tema. La tercera fuente es el mundo que nos rodea, en el que estamos inmersos. Colores, temperaturas, atmósferas, climas, todo eso que llamamos imponderabilia, que es difícil de definir, y que sin embargo es una parte esencial de la escritura.
El problema principal, hoy en día, es que las dos primeras fuentes están creciendo incesantemente. En cualquier parte a la que uno vaya, cada vez hay más personas. La selección de las personas que queremos como «material» para nuestros reportajes es un asunto de elección que se lleva a cabo gracias a la intuición y a la suerte. Y sobre esto es imposible dar alguna definición o formular alguna receta.
Una de las cosas que resulta fundamental entender es que, en la mayor parte de los casos, la gente sobre la que vamos a escribir la conocemos durante un brevísimo periodo de su vida y de la nuestra. A veces vemos a alguien durante cinco o diez minutos, estamos viajando a otra parte y a esa persona no volveremos a verla nunca más. Por tanto, el secreto de la cuestión está en la cantidad de cosas que estas personas son capaces de decirnos en un tiempo tan breve. El problema es que las personas, en un primer contacto, son generalmente muy calladas, no tienen ganas de hablar. Es una experiencia que todos compartimos: es necesario cierto tiempo para adaptarse al otro. ¡Pero esos escasos minutos a veces son los únicos que tenemos para hablar con una persona! Para un periodista, si esos minutos transcurren en silencio o generan una comunicación insatisfactoria, el encuentro es un fracaso. El éxito depende entonces de situaciones que están fuera de nuestro control, casi casi de «accidentes».
Otro gran problema de esta profesión, al menos desde el plano del periodismo internacional, es el de la lengua. Es un problema constante de la humanidad. Incluso aquí, ahora, entre nosotros, existe el problema de la lengua. Si yo hablara en mi lengua materna, el polaco, me expresaría de una manera bastante más interesante. Pero hablando en inglés, la lengua de otro pueblo, no estoy en condiciones de hilar demasiado fino y hay una serie de matices que se pierden. Y Maria, por si fuera poco, está traduciendo de una lengua que tampoco es la suya.
El de la lengua es uno de los problemas crecientes de este mundo. Una de las características del mundo contemporáneo es el aumento de los nacionalismos y de las lenguas que van unidas a ellos. Cada nación, y cada región en el seno de naciones particulares, insiste cada vez más en querer hablar la lengua propia y no la de los «otros». Esto se refleja incluso en las relaciones interpersonales. Si alguien quiere hablar conmigo y tiene que hacerlo en mi lengua, no conseguirá expresarse plenamente. Os pondré un ejemplo: hace poco se publicó un libro sobre la historia de los Estados Unidos. El autor, cuando estaba buscando los documentos relativos a los acuerdos escritos y firmados entre los colonizadores europeos que estaban en fase de expansión y los jefes de las tribus indígenas, los indios americanos, descubrió de pronto que todos esos tratados —de cualquier año, lugar o situación en que fueron adoptados— estaban escritos en una lengua extraña a una de las partes. Y, además, los indios que los firmaron eran analfabetos: no sólo no hablaban aquella lengua, ni siquiera sabían leer ni escribir. Se descubrió así que todos aquellos documentos, precisamente debido al problema de la lengua, son en gran parte un fraude. Y por tanto, la historia de los Estados Unidos de América se funda sobre una errónea comprensión de la lengua. El problema de la lengua no es sólo internacional, sino también nacional. Baste con pensar en las diferencias lingüísticas existentes en un país como el vuestro, donde la lengua nacional convive con los dialectos, las lenguas de las denominadas minorías y las lenguas de los grupos inmigrados recientemente.
El problema de la comunicación, por tanto, es tremendo, especialmente para los periodistas, porque el uso de un lenguaje preciso es una cuestión muy delicada en nuestra escritura.
Recapitulando: hay un primer problema psicológico, que consiste en tener que hablar con personas a las que nunca antes hemos visto e intentar obtener lo máximo posible en encuentros que suelen ser brevísimos. El segundo problema es el lingüístico: a menudo no logramos ni siquiera comunicarnos con el otro, porque no conocemos su lengua ni tenemos traductores a nuestra disposición. Y así, tal vez, construimos la historia basándonos sólo en una percepción visual.
Os pondré un ejemplo explicado también en uno de mis libros, El Sha, escrito durante el periodo de la revolución jomeinista. Dicha revolución se expresaba en forma de grandes manifestaciones callejeras. Cuando estaba en Teherán, hace veinte años, las lenguas europeas estaban prohibidas, la lengua local era el farsí y yo no lo hablaba. Las fuentes oficiales no tenían ningún interés en dar a conocer a la prensa extranjera lo que estaba sucediendo verdaderamente en el país. Las noticias relativas a manifestaciones en las calles, tumultos, etcétera, eran censuradas sistemáticamente. Y, no conociendo la lengua del lugar, era un verdadero problema encontrar fuentes alternativas de información. Pues bien, necesité un poco de tiempo, pero luego me di cuenta de que trabajando a partir de ciertos indicios, de ciertas microseñales en apariencia insignificantes, no resultaba difícil prever lo que se estaba preparando. Noté que una pequeña tienda de una calle popular de cierto barrio, uno de esos pequeños establecimientos que exponen sus productos hasta en las aceras, determinados días no exponía sus mercancías y que, incluso, no abría. No me hizo falta pensar demasiado para comprender que podía utilizar esa señal como una nota de prensa más que fiable. Según los movimientos en la calle, de los que estaba evidentemente al corriente, el propietario de la tienda escogía su línea de conducta, manifestando de esta, forma, a quien quisiera entender la indirecta, lo que podía esperarse, a qué hora y en qué parte de la ciudad.
Hay muchos casos como este, pero sólo quería expresar que en nuestro oficio a menudo es necesario prestar mucha atención no tanto a las cosas que nos llegan a través de la radio, de la televisión o en las conferencias de prensa, como a lo que simplemente está a nuestro alrededor y que pertenece, precisamente, a los imponderabilia.
Otro problema: cada uno de nosotros ve la historia y el mundo de forma distinta. Si cada uno de nosotros fuera a un lugar donde está sucediendo algo y quisiera describirlo, obtendríamos versiones completamente diferentes de esos acontecimientos, cada uno los contaría a su manera. ¿A quién creer? ¿Cuáles son los criterios?
Tengo una hermana un año más joven que yo y a quien quiero mucho; vive en Canadá. Nos vimos hace unos dos o tres años. Desde hacía mucho tiempo, tenía yo en la cabeza escribir un libro sobre nuestra infancia en un pequeño pueblo de Bielorrusia, donde crecimos juntos y al que siempre tuvimos un gran apego. Así que intenté desempolvar junto a ella nuestros recuerdos de la Segunda Guerra Mundial. Le pedí que me explicara lo que recordaba de aquellos años, luego recuperé mi propia memoria. Pues bien, a pesar de haber vivido siempre juntos, cada uno de nosotros recordaba cosas completamente distintas. Seguía preguntándole si recordaba algunos episodios particulares y ella respondía que no. Y lo mismo sucedía conmigo cuando era ella la que me preguntaba.
No es más que un ejemplo de lo difícil que es nuestro trabajo con los otros. No es porque quieran engañarnos, sino sólo porque nuestra memoria funciona como un mecanismo selectivo. Entrevistando a personas distintas, tendremos relatos distintos de un mismo hecho. Tomemos un experimento realizado por una gran escritora mexicana, Elena Poniatowska: en la historia reciente de México sucedió un hecho muy trágico, la masacre de varios cientos de estudiantes en Ciudad de México en 1968, en la plaza de Tlatelolco. Poniatowska escribió un libro —cuyo título precisamente es La noche de Tlatelolco— que consiste en una pura crónica, sin ningún comentario, de ese acontecimiento que ocurrió en aquella misma plaza, explicado, no obstante, por cientos de personas de las que asistieron. Pero, mientras Poniatowska escribió un libro de quinientas páginas, para un periódico vosotros tenéis que contar una historia en tres páginas, o bien hacer un reportaje de apenas un minuto para la radio o la televisión. La selección de lo que tenéis que escribir está completamente reservada a vuestra intuición, a vuestro talento y a vuestros principios éticos. Podemos mentir sin pretenderlo, sólo porque nuestra memoria es limitada o los recuerdos son erróneos, o bien a causa de nuestras emociones.
El último problema concierne al cambio de nuestras actitudes y de nuestros recuerdos con el paso del tiempo. A veces, entre el acontecimiento sobre el cual hemos recogido material y el momento en que nos ponemos a escribir, transcurre un largo periodo de tiempo. Y en el curso de ese tiempo nuestros recuerdos han cambiado.
Todo esto es sólo para deciros lo difícil que es nuestra profesión en cuanto empezamos a ejercerla seriamente.
Pregunta del público: ¿Cómo empezó a recorrer el mundo? Y, antes de empezar a recorrerlo, ¿fue un poco cínico también usted, como lo somos un poco todos nosotros?
R. K.: Empecé a escribir como poeta. Cuando estaba todavía en el colegio, publiqué algunas poesías, el director de una revista se fijó en mí y me pidió que trabajara para ellos en cuanto acabara los estudios. Así que terminé la escuela a los dieciocho años y al día siguiente empecé a trabajar como periodista. Desde el primer momento descubrí lo fascinante que es esta profesión. Acabábamos de salir de la Segunda Guerra Mundial, Europa estaba destruida, muchos refugiados vagaban de un país a otro, entre la pobreza y las ruinas. Puede parecer patético, pero fue entonces cuando se desarrolló en mí la pasión por describir nuestra pobre existencia humana. También me interesaba mucho ver mundo, pero estábamos en el periodo comunista y para nosotros resultaba imposible salir al extranjero. Luego vino una época de tranquilidad en las relaciones internacionales, y tras la muerte de Stalin, poco a poco se nos fue permitiendo viajar fuera de nuestro país. En mi primer viaje, me mandaron a la India, Pakistán y Afganistán. Desde entonces hasta hoy, he dividido mi tiempo entre escribir sobre mi país y escribir sobre otros países.
Estoy convencido de que el siglo XX ha sido un siglo extremadamente fascinante. Generalmente, ha sido descrito como un siglo de desastres: la Primera y la Segunda guerras mundiales, las dictaduras, los regímenes totalitarios, el fascismo, el comunismo… Yo creo que en el siglo XX hemos vivido una experiencia histórica única: la creación de un planeta independiente. Si cogemos un mapa de nuestro planeta tal y como era a principios de siglo y uno de como es al final, tendremos dos situaciones completamente distintas. En la primera encontramos pocos estados independientes, y el resto del mundo vive bajo la dependencia colonial o semicolonial. Hoy encontramos casi doscientos estados independientes, y su número sigue creciendo todavía. El colonialismo ha dejado de existir y las colonias ya casi no existen. Aunque el nivel económico de muchísimas naciones es bajísimo, aunque existen sociedades muy infelices, vivimos en un mundo en el que casi seis mil millones de personas son, por lo menos nominalmente, seres humanos políticamente independientes. Creo que ésta es una característica positiva de nuestro siglo, algo que no debemos dejar caer en el olvido.
He sido uno de los testigos de este fenomenal acontecimiento, que nunca antes había ocurrido en la historia de la humanidad, y que no volverá a repetirse. Todas mis obras están dedicadas a esta excepcional experiencia humana.
En cuanto a la segunda parte de su pregunta, nuestra profesión no puede ser ejercida correctamente por nadie que sea un cínico. Es necesario diferenciar: una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes. Esto es absolutamente necesario, de otro modo, no se podría hacer periodismo. Algo muy distinto es ser cínicos, una actitud incompatible con la profesión de periodista. El cinismo es una actitud inhumana, que nos aleja automáticamente de nuestro oficio, al menos si uno lo concibe de una forma seria. Naturalmente, aquí estamos hablando sólo del gran periodismo, que es el único del que vale la pena ocuparse, y no de esa forma detestable de interpretarlo que con frecuencia encontramos.
En mi vida, me he encontrado con centenares de grandes, maravillosos periodistas, de distintos países y en épocas distintas. Ninguno de ellos era un cínico. Al contrario, eran personas que valoraban mucho lo que estaban haciendo, muy serias; en general, personas muy humanas.
Como sabéis, cada año más de cien periodistas son asesinados y varios centenares más son encarcelados o torturados. En distintas partes del mundo se trata de una profesión muy peligrosa. Quien decide hacer este trabajo y está dispuesto a dejarse la piel en ello, con riesgo y sufrimiento, no puede ser un cínico.
Pregunta del público: Ha dicho usted que uno de los grandes problemas de este oficio nuestro es que los relatos sobre un mismo hecho son distintos, dependiendo de los testigos, mientras que el hecho es uno, y sólo uno. Entonces, ¿la diversidad de relatos no es una riqueza?
Al entrar, se felicitaba al ver a tantos jóvenes, pero este es un trabajo que hace envejecer rápidamente…
R. K.: Hace unos veinte años, en mi país se planteó el problema de crear un fondo de pensiones para los periodistas, ya que se supone que la jubilación debe llegar al final de todas las carreras profesionales. En el sindicato de periodistas llegamos a la siguiente conclusión: que era un problema que no se podía afrontar, puesto que en nuestra categoría casi nadie llega a la edad de la jubilación. Es ésta una de las características de nuestra profesión, una profesión hecha de constante estrés, de nerviosismo, inseguridad y riesgo, y en la que se trabaja día y noche. Por tanto, en la que se envejece pronto y pronto se sale de escena. De mi generación, poquísimos compañeros aún siguen vivos. Algunos se han jubilado tranquilamente, pero de los que empezaron conmigo, ninguno sigue todavía en activo. No es para asustaros…
Naturalmente, hay campos de nuestra profesión en los que se puede trabajar más o menos con tranquilidad, pero no son muchos.
Con respecto a su primera pregunta, lo que usted dice es justo, si se tiene la posibilidad de describir un acontecimiento desde muchas perspectivas, como cuando se escribe un libro. Pero en nuestra profesión, en todas las formas en que se manifiesta (prensa, televisión…), la tendencia es abreviar cada vez más los relatos. Si sólo tienes una o dos hojas para escribir, todos los matices se pierden. Tienes que condensarlo todo en una pulsación, en una frase. No queda sitio para la riqueza de los detalles, a menos que seas un escritor. Si eres un periodista-escritor, entonces puedes permitirte mostrar toda la riqueza de las opiniones, de las experiencias. Pero si hablamos de la vida cotidiana, a menudo el periodista tiene que hacer una selección dramática, ceñirse a una lacerante reducción que le permita comprimir la realidad —que siempre es rica y pluridimensional— en una descripción breve y muy simplificada.
Pregunta del público: Hemos hablado de un periodismo que sobre todo presta atención a los débiles, de una profesión peligrosa, que desgasta. Quisiera saber, primero en su experiencia como persona y luego como periodista, cuál ha sido su relación con el poder, en especial con los regímenes de la Europa del Este, y cuál debería ser hoy la relación del periodista con el poder.
R. K.: Es una pregunta verdaderamente compleja. Tengo una larga trayectoria periodística que explicar y sería necesario todo un libro para responder cumplidamente. No hay una única regla. Lo ideal es ser lo más independiente posible, pero la vida está muy lejos de ser ideal. El periodista se ve sometido a muchas y distintas presiones para que escriba lo que su jefe quiere que escriba. Nuestra profesión es una lucha constante entre nuestro propio sueño, nuestra voluntad de ser completamente independientes y las situaciones reales en que nos encontramos, que nos obligan a ser, en cambio, dependientes de los intereses, puntos de vista, expectativas de nuestros editores.
Hay países en los que existe la censura, y entonces es necesario luchar para evitarla y para escribir, en lo posible, todo lo que uno pretende escribir, a pesar de todo. Hay países en los que existe libertad de expresión, en los que no se da una censura oficial, pero la libertad del periodista está limitada por los intereses de la cabecera para la que trabaja. En muchos casos, el periodista, especialmente si es joven, debe afrontar muchos compromisos y usar diversas tácticas para evitar el choque directo, y así ir tirando. Pero no siempre es posible, y este es el motivo por el que se dan tantos casos de persecución. Son tácticas de persuasión indudablemente muy distintas de las acciones violentas de las que hablábamos antes: asumen la forma del despido, de la marginación efectiva de la vida laboral, de la amenaza de naturaleza económica. En general, se trata de una profesión que requiere una lucha continua y un estado de alerta constante. Para responder exactamente a su pregunta, sería necesario analizar caso por caso, pero de todos modos es difícil decir si en un determinado país la situación es mejor o peor que en otro. Las cosas fluctúan, cambian en pocos años. En general, la conquista de cada pedacito de nuestra independencia exige una batalla.
Cada uno de nosotros, después de cierto número de años de trabajo y de viajes, tiene en su currículum al menos algún caso personal de persecución, de expulsión de algún país, de detención, de tensiones con la policía o las autoridades, que tal vez se niegan a conceder el visado, que utilizan centenares de recursos para ponernos las cosas difíciles.
Pregunta del público: Al principio de nuestro encuentro, ha dicho usted que no hay que cansarse nunca de estudiar el mundo, porque este cambia constantemente a nuestro alrededor. Debemos, en consecuencia, intentar anticiparnos a los acontecimientos, prever el futuro. Esto me ha recordado una frase del historiador Hobsbawm, en su libro Entrevista sobre el nuevo siglo. Pero ¿cuál es la relación entre crónica e historia, entre el periodista y el historiador? ¿No ocurre a veces que hacemos el mismo trabajo?
R. K.: Yo soy licenciado en historia, y ser historiador es mi trabajo. Mientras estaba completando mi currículum académico, me encontré con que tenía que elegir entre continuar mis estudios históricos para convertirme en un profesor de historia, un académico, o estudiar la historia en el momento mismo de su desarrollo, lo que es el periodismo. Elegí este segundo camino. Todo periodista es un historiador. Lo que él hace es investigar, explorar, describir la historia en su desarrollo. Tener una sabiduría y una intuición de historiador es una cualidad fundamental para todo periodista. El buen y el mal periodismo se diferencian fácilmente: en el buen periodismo, además de la descripción de un acontecimiento, tenéis también la explicación de por qué ha sucedido; en el mal periodismo, en cambio, encontramos sólo la descripción, sin ninguna conexión o referencia al contexto histórico. Encontramos el relato del mero hecho, pero no conocemos ni las causas ni los precedentes. La historia responde simplemente a la pregunta: ¿por qué?
En nuestra profesión, es muy importante prestarle mucha atención al lector (o telespectador) al que nos dirigimos. De un hecho concreto, nosotros conocemos muchas más cosas que él; es más, a menudo no sabe nada sobre el mismo. Debemos, por tanto, ser muy equilibrados. Tenemos que introducirlo a la comprensión del acontecimiento, diciéndole qué ha sucedido antes, contándole la historia del mismo.
Pregunta del público: Hay dramas de la historia contemporánea que han sido poco o nada tratados en los periódicos. Me refiero, por ejemplo, a las persecuciones de algunas minorías religiosas o étnicas en Irán. ¿Cómo es posible que ciertos hechos nunca hayan formado parte de la agenda de la prensa internacional?
R. K.: Porque la prensa internacional está manipulada. Y las razones de dicha manipulación son diversas. Hay, por ejemplo, razones ideológicas: entre las actividades humanas, los medios de comunicación son los más manipulados porque son instrumentos para determinar la opinión pública, algo que puede ocurrir de maneras diversas, dependiendo de quién los gestione. Hay diversas técnicas de manipulación. En los periódicos, se puede llevar a cabo una manipulación según lo que se escoja colocar en la primera página, según el título y el espacio que dedicamos a un acontecimiento. En la prensa hay cientos de maneras de manipular las noticias. Y otros cientos existen en la radio y en la televisión. Y sin decir mentiras. El problema de la radio y de la televisión es que no es necesario mentir: podemos limitarnos a no decir la verdad. El sistema es muy sencillo: omitir el tema. La mayor parte de los espectadores de la televisión reciben de forma muy pasiva lo que ésta les ofrece. Los patronos de los grandes grupos televisivos deciden por ellos qué deben pensar. Determinan la lista de las cosas en que pensar y qué pensar sobre ellas. No podemos pretender que el telespectador medio pueda llevar a cabo estudios independientes sobre la situación del mundo, sería imposible incluso para los especialistas. El ciudadano medio, que trabaja, vuelve a casa cansado y quiere tan sólo estar un rato con su familia, recibe únicamente lo que le llega en esos cinco minutos de telediario. Los temas principales que dan vida a las «noticias del día» deciden qué pensamos del mundo y cómo lo pensamos.
Se trata de un arma fundamental en la construcción de la opinión pública. Si no hablamos de un acontecimiento, este, simplemente, no existe. Para muchos, de hecho, las «noticias del día» son la única vía para conocer algo del mundo. Fui testigo, en persona, de esta situación en Moscú en 1991, cuando hubo el intento de derrocar el primer gobierno de Yeltsin y de restaurar el comunismo. El hecho principal, el que lo decidió todo, sucedió en Leningrado, hoy San Petersburgo. Sin embargo, todos los equipos de la televisión estaba en Moscú.
El problema de las televisiones y, en general, de todos los medios de comunicación, es que son tan grandes, influyentes e importantes que han empezado a construir un mundo propio. Un mundo que tiene poco que ver con la realidad. Pero, por otro lado, estos medios no están interesados en reflejar la realidad del mundo, sino en competir entre ellos. Una cadena televisiva, o un periódico, no puede permitirse carecer de la noticia que posee su rival directo. Así, todos ellos acaban observando no la vida real, sino a la competencia.
Hoy en día, los medios de comunicación se mueven en manadas, como rebaños de ovejas; no pueden desplazarse de forma aislada. Por eso, sobre todo lo que se nos cuenta leemos y escuchamos las mismas informaciones, las mismas noticias. Tomad la Guerra del Golfo: doscientos equipos de televisión se concentran en la misma zona. En ese mismo momento, muchísimas otras cosas importantes, hasta cruciales, ocurren en otras partes del mundo. No importa, nadie hablará de ellas: todos están en el Golfo. Porque el objetivo de todos los grandes grupos de comunicación no es el de ofrecer una imagen del mundo, sino el de no ser desbancados por otros grupos. Si luego, inmediatamente después, hay otro gran acontecimiento, todos se mueven en esa dirección, y todos se quedarán allí sin tener tiempo de cubrir otros lugares. Este es el modo en que el hombre medio se hace una idea de la situación mundial.
Naturalmente, hay revistas, boletines y sobre todo libros que ofrecen una imagen más equilibrada y completa, pero son para minorías, para grupos pequeños de especialistas. Para el gran público, la información es sólo el resultado de la competencia, de la lucha entre los grandes medios de comunicación. Y eso es otra historia.
El otro tipo de manipulación es la consciente. Hoy en día, los medios están dispuestos a hablar de un acontecimiento sólo cuando están en condiciones de explicar las causas del mismo y de proporcionar todas las respuestas necesarias. Por ejemplo, la crisis de Kosovo hace ocho años que dura, pero no se habla de ella hasta que no se toma la decisión de empezar a resolver el problema. La noticia no existe si no se tiene preparada la respuesta sobre las causas.
M. N.: Acabaremos este encuentro, que evidentemente no ha agotado, ni podía agotar, todas las cuestiones planteadas, leyendo la página final de La guerra del fútbol y otros reportajes, una síntesis perfecta y totalmente abierta sobre el modo de trabajar, vivir e investigar de Ryszard Kapuściński:
«Después, el viento de los acontecimientos volvió a empujarme al otro hemisferio y luego a África. Sin embargo, ¿tiene algún sentido seguir el hilo de esta historia? ¿Hablar de la odisea a la hora de atravesar el Zambeze o de la visita al mariscal Idi Amín? Describir el mundo sólo era posible cuando la gente vivía en un planeta tan pequeño como el de los tiempos de Marco Polo. Hoy el mundo es inmenso e infinito, se ensancha día a día, y, en verdad, antes pasará un camello por el ojo de una aguja que podamos nosotros conocer, sentir y comprender todo aquello que configura nuestra existencia, la existencia de varios miles de millones de personas.
»Estoy leyendo Moby Dick, de Herman Melville. El protagonista del libro, el marinero de nombre Ismael, navega por el océano. Junto con los demás miembros de la tripulación, persigue a una peligrosa y escurridiza ballena que acabará emergiendo de las profundidades del mar para asestarles un poderoso golpe. En un momento dado oye al capitán, el terrible, implacable y despiadado Ahab, lanzar la orden: “¡Caña a barlovento! ¡A dar la vuelta al mundo!”. Y entonces Ismael piensa: “¡La vuelta al mundo! Hay mucho en ese sonido que inspira sentimientos de orgullo, pero ¿adónde lleva toda esa circunnavegación? Sólo a través de peligros innumerables, al mismo punto de donde partimos, donde los que dejamos atrás, a salvo, han estado todo el tiempo antes que nosotros”.
»Y, sin embargo, Ismael sigue navegando»[10].
Vinicio Albanesi: Es difícil reunirse con maestros, y nosotros, esta noche, nos hemos reunido con un maestro. Los maestros no son infalibles, son guías. Yo, escuchando a Kapuściński, he oído una reflexión llena de humanidad, de esa piedad de la que hablábamos al principio de este congreso, y de esperanza. Kapuściński ha visto transcurrir muchas décadas: empezó como joven corresponsal, ha visto las transformaciones de los medios tecnológicos, pero no ha perdido el norte, ha seguido navegando. Es esto lo que debemos interiorizar. Vosotros sois jóvenes, conoceréis otros mundos, otros medios. Pero lo que hemos intentado comunicaros a través de Kapuściński es esta interioridad, esta humanidad, esta dignidad. Le agradezco a Maria Nadotti que lo haya hecho venir hasta aquí. No ha sido fácil. Esta mañana, La Repubblica ha publicado una entrevista de gran interés. Han ido a buscarlo hasta Zúrich. Es un pequeño ejemplo de poder: han preferido no venir hasta Capodarco a reunirse con él porque tenían que demostrar que eran los mejores, es decir, los primeros. Buscáis ejemplos para no imitar y resulta que los tenéis delante de vuestros ojos.
Gracias, de todo corazón, a Ryszard Kapuściński.