Andrea Semplici: Usted viajó a África por primera vez en 1958. Tenía veintiséis años y la Ghana de Nkrumah acababa de conquistar su independencia. Para este continente había empezado la época de las grandes esperanzas. ¿Cómo era África, en aquel tiempo?
Ryszard Kapuściński: No había entonces, ni la hay hoy en día, una única África. No podemos olvidarlo. Hay diferentes Áfricas, cuatro, por lo menos: África del Norte, una franja inmensa que se extiende desde las costas mediterráneas hasta el Sáhara; África occidental, África oriental y, finalmente, África austral. Cada una de estas regiones africanas es profundamente distinta respecto a cada una de las otras. Pero había algo, sobre todo entonces, que unía al continente: la lucha por la independencia, una aspiración general a la libertad. Era un espíritu que recorría todos los rincones de África: había expectativas y esperanzas sobre el final del colonialismo. En todos los lugares de África encontraba este clima, este fantasma de la libertad: era el espíritu de Uhuru, el espíritu de la independencia, palabra clave de aquellos años[11].
La única diferencia que atravesaba todo el continente eran los efectos de los diferentes tiempos de esa libertad. Algunos países consiguieron alcanzar la independencia antes que otros, que, en cambio, tuvieron que esperar todavía muchos años. Pero el espíritu era verdaderamente el mismo en toda África y el continente estaba unido por esa aspiración.
Los caminos hacia la independencia fueron muy distintos. Hubo quien luchó con las armas para conquistarla: Argelia es el país donde la lucha fue más enconada y larga, pero también en otros muchos lugares fueron necesarias guerras sangrientas. En las colonias portuguesas, los conflictos duraron hasta los años setenta. La revuelta de los Mau-Mau sacudió Kenia durante años[12], las guerrillas estallaron en las regiones meridionales de Sudán.
Otros países, sobre todo las ex colonias británicas, consiguieron obtener la libertad con instrumentos constitucionales. Hubo negociaciones, conferencias que se desarrollaron, a finales de los años cincuenta, en países como Malawi, Kenia y Uganda. Nigeria, un país importantísimo, se hizo independiente mediante estos acuerdos constitucionales. Eran soluciones de compromiso: Gran Bretaña reconocía los derechos del nuevo país y, a cambio, obtenía privilegios económicos y militares.
Las colonias francesas siguieron, en cambio, un tercer camino: París concedió la independencia, pero con la condición de que el nuevo Estado permaneciera en manos de una élite formada culturalmente en Francia, y fiel a la vieja potencia colonial.
1960 fue el año de las independencias: diecisiete países africanos, sobre todo ex colonias francesas, obtuvieron la libertad. Pero aquellos eran también los años de la guerra fría y las grandes potencias irrumpieron rápidamente en África.
Los países africanos se dividieron, casi de inmediato, en dos grandes bloques: algunos escogieron alianzas occidentales, otros miraron hacia el Este; algunos se alinearon con Moscú, otros firmaron acuerdos con los Estados Unidos. Esta división fue uno de los principales obstáculos para la unidad de los nuevos países. Sólo el gran prestigio de Haile Selassie[13] consiguió establecer un diálogo entre los dos grupos: el emperador de Etiopía fue aceptado por los dos grupos enfrentados. Se mantuvo neutral, se reunió con los líderes africanos y en 1963 logró organizar un primer encuentro: todos los protagonistas de las independencias se reunieron en Addis Abeba. Fue entonces cuando nació la OUA, la Organización para la Unidad Africana. Una cita a la que yo, joven cronista, no podía faltar.
A. S.: A pesar de las divergencias entre los distintos países africanos, en Addis Abeba prevaleció la unidad. ¿Qué recuerda de aquel acontecimiento? ¿Se realizó verdaderamente el sueño de Nkrumah[14]?
R. K.: La cumbre de Addis Abeba fue el acontecimiento más importante del África contemporánea. Treinta y dos países africanos rubricaron la Carta fundamental de África. Ahora son cincuenta y tres los países independientes. Y Kwane Nkrumah, un gran político y un gran escritor, fue la personalidad más importante de aquel acontecimiento, el verdadero protagonista de aquel encuentro. Era el líder que tenía una visión de futuro, un proyecto ambicioso para todo el continente.
A. S.: ¿Quién era Kwane Nkrumah?
R. K.: Poco antes de la cumbre de Addis Abeba, Nkrumah escribió su manifiesto para África: Africa must unite; era su programa y su sueño. Nkrumah era un visionario y sabía muy bien que los estados africanos aislados, por sí solos, no estarían en condiciones de competir con el mundo moderno. Eran demasiado débiles: sólo una África unida podría desempeñar un papel importante, podría tener un peso en la comunidad internacional. Nkrumah creía que sólo una federación de estados africanos tendría alguna posibilidad. El mundo, según las previsiones del líder ghaniano, iba a ser dirigido por las grandes potencias y África, para poder hacer escuchar su voz, debería también ella convertirse en una verdadera potencia. De otro modo, su destino estaría determinado: divisiones, rivalidades, guerras interafricanas.
Recuerdo perfectamente el momento en que Nkrumah se presentó ante la asamblea de Addis Abeba. La cumbre estaba viviendo un momento de cansancio: los delegados abandonaban las salas, se iban al bar, hablaban con los periodistas, pero de repente, una sacudida eléctrica nos recorrió a todos. Se había corrido la voz: Nkrumah iba a tomar la palabra, estaba a punto de hablar. La sala se volvió a llenar en pocos minutos, Nkrumah subió al estrado y se hizo el silencio de inmediato.
Era un líder carismático, un hombre capaz de provocar grandes emociones, un personaje apasionante. Tenía una mirada que parecía mirar siempre a lo lejos. Con seguridad, era el más grande entre los nuevos jefes de África, aunque en Addis Abeba no faltaban otras personalidades extraordinarias. Como Haile Selassie, el emperador de Etiopía, que vio consagrado su prestigio.
Nasser, en cambio, era el punto de referencia para toda el África árabe. En la comida inaugural, el emperador de Etiopía y el presidente egipcio entraron los primeros, juntos, el uno al lado del otro. Era impresionante ver a los protagonistas de la historia africana reunidos de aquel modo: me impactaron Ben Bella, el luchador de Argelia, y Sékou Touré[15], el líder guineano, otro defensor del panafricanismo. No acudió a Addis Abeba Jomo Kenyatta, el padre de la libertad de Kenia. Nunca viajó fuera de las fronteras de su país.
A. S.: Usted profiere palabras casi de admiración hacia Haile Selassie. Y, sin embargo, escribió un libro durísimo contra él. ¿Podría explicar eso?
R. K.: Yo describí la corte imperial de Haile Selassie. Mi libro era un relato sobre un sistema de poder. El Emperador era, sin duda alguna, un personaje político asombroso. Etiopía era un país extremadamente pobre, una tierra feudal, atrasadísima. Vivía en un verdadero y profundo medievo. La esclavitud era una realidad todavía muy concreta. Y el Emperador, en algunas cosas un hombre moderno, era de veras una figura surgida directamente de esa Edad Media. Su poder era despótico y absoluto. Sus costumbres, sus vestidos, su protocolo eran propios de una corte medieval. Haile Selassie sabía que no podía desafiar a su aristocracia. Formaba parte de ella, aquellos feudatarios eran el pilar de su poder: el Emperador ni podía ni tenía la intención de cambiar las instituciones feudales de Etiopía. Era un hombre despiadado: quien se oponía a él, era condenado. Quien desafiaba al Emperador era asesinado. Tras el intento de golpe de Estado de 1960[16], su represión no conoció la clemencia: mató a todos los rebeldes, incluidos sus colaboradores más cercanos.
A. S.: En Addis Abeba tampoco estaba uno de los líderes más queridos de la nueva África. Los secesionistas de Katanga habían asesinado ya a Patrice Lumumba[17]. ¿Quién era Lumumba?
R. K.: Una estrella fugaz, que no tuvo tiempo de brillar. Fue primer ministro del Congo poquísimos meses. Fue asesinado de manera brutal por Ciombé y por los secesionistas katangueses seis meses después de su nombramiento. Era joven. Un mes después de convertirse en primer ministro, el Congo se sumió en una sangrienta guerra civil. En realidad, no podemos decir muchas cosas de él. Yo estaba en el Congo cuando Lumumba fue asesinado. Me asombró la rapidez y la brutalidad de los acontecimientos y el aislamiento de Lumumba. Nunca tuvo verdadero poder, lo dejaron solo, fue abandonado. Se ha convertido en un símbolo: es un Che Guevara africano, su mito está unido también a una muerte cruel.
No tuvo tiempo de expresar a fondo sus ideas. No dejó ningún libro para la posteridad. Fue elegido, estalló la guerra y el Congo se transformó en un campo de batalla donde se desafiaron las grandes potencias. Llegaron los rusos y los americanos. Si alguien releyera hoy las primeras páginas de los periódicos de entonces tendría la sensación de que el Congo estaba a punto de convertirse en el detonante de la Tercera Guerra Mundial. En el verano de 1960, el foco congoleño podía haber provocado un incendio mundial: el Congo, como Sarajevo para la Primera Guerra Mundial o Polonia en la Segunda. Había una tensión inmensa en aquel corazón de África. Era un juego terrible: americanos, rusos, chinos y belgas tenían proyectos brutales y, allí abajo, en mitad del África más profunda, chocaron duramente.
Lumumba no tenía ninguna posibilidad: para los poderosos de la tierra, no pintaba nada. Ordenaron eliminarlo sin ningún reparo.
A. S.: ¿Por qué el África de las independencias ha fracasado? ¿Por qué se ha desvanecido ese sueño?
R. K.: Por muchas razones. En Addis Abeba, en aquella primera cumbre africana, se tomó una decisión importante y fundamental. La Carta de la Organización para la Unidad Africana proclamó que las fronteras establecidas por las potencias coloniales eran intocables. Aquellas fronteras habían sido fijadas casi un siglo antes en Berlín por los países europeos que se repartieron el continente. Los líderes africanos temían que modificar aquellas fronteras significaría abrir las puertas de par en par a infinitos conflictos étnicos, a rivalidades sin fin, a guerras civiles. Los estados eran demasiado débiles para afrontar una situación como esa. A menudo, se trataba de simples entidades cuyo poder no se extendía más allá de las periferias de las capitales. Establecer la invulnerabilidad de las fronteras entonces, en 1963, fue una sabia decisión. Pero no se tuvo la voluntad de evitar un fenómeno negativo: las nuevas clases dirigentes africanas ocuparon, simplemente, el lugar de los viejos patronos blancos. Heredaron de ellos, de un día para otro, privilegios y poder. Una élite negra sustituyó automáticamente a los colonialistas blancos. Esta es una de las razones del completo fracaso de los nuevos estados. No hubo nuevas reglas, no hubo una nueva forma de administrar. No fueron transformados el estado o los mecanismos económicos. Todo siguió igual: los nuevos patronos negros tenían los mismos privilegios que sus predecesores blancos. No tardaron mucho tiempo en comprender los engrasados mecanismos de la corrupción. La independencia no modificó la estructura del poder blanco: aquí están las raíces del naufragio de África. La lucha por el poder alimentó las rivalidades entre las etnias y las diferentes tribus: la administración se transformó en un campo de batalla para repartirse la riqueza nacional y el poder político. La corrupción se fue extendiendo y los conflictos fueron inevitables.
Igualmente inevitable fue, en esta situación, la época de los golpes de Estado militares. No hubo que esperar mucho tiempo para ver a los militares hacerse con el poder en casi toda África. Los años sesenta fueron el decenio de los golpes de Estado militares. Tengo contados más de cuarenta. Pocos países consiguieron evitar la intervención de los militares. La decadencia de las administraciones civiles favoreció el éxito de esos golpes de Estado. El ejército era, en aquellos años, la única institución que funcionaba: tenía estructuras propias y su propio presupuesto, era una fuerza disciplinada, controlaba los sistemas de comunicación. A los militares no les costó hacerse con el poder frente a gobiernos civiles conflictivos e ineptos. No sólo eso: en muchos casos, los militares contaban con el apoyo popular, el ejército aparecía como una institución no corrupta, limpia, austera.
A. S.: Pero tampoco los militares fueron una solución para África…
R. K.: No, sin duda. La nueva década, los años setenta, fue la peor de la historia reciente de África. Es cierto: otros países conquistaron la independencia. Eran las ex colonias portuguesas, como Angola, Mozambique y Cabo Verde. Pero para este continente empezó también la gran tragedia, los años de las sequías y de las carestías. Dejó de llover en el Sahel. Los años setenta, en África, significaron el final de toda esperanza: desapareció aquel clima de espera, de confianza, que había diferenciado, hasta entonces, a aquel continente. La gente de África había creído que la libertad encendería la chispa del desarrollo, que la independencia haría posible una vida mejor. Eran ingenuidades, pero esta gran esperanza había puesto en movimiento a África. El decenio de las sequías mató esta esperanza. En Etiopía y en el Sahel se produjeron tragedias atroces. África cambió de aspecto. Y otros fenómenos agravaron este drama horroroso: una tremenda explosión demográfica se añadió a las carestías y al hambre. Nacieron millones y millones de personas y no había nada para comer. Tensiones terribles recorrieron el continente durante todos los años setenta y ochenta. África conoció nuevas divisiones: toda aspiración de unidad desapareció, el espíritu de las independencias se desvaneció por completo. Cada país, en rincones diferentes de África, se encontró viviendo realidades completamente distintas.
Algunos países lograron encontrar cierto equilibrio, aunque fuera precario: pienso en Botswana y en Ghana, que se han construido una historia reciente, en cierto modo, positiva. Otro grupo de países, más pobres, han mostrado de todas formas, en los últimos años, una cierta estabilidad: Namibia, Zimbabwe, Tanzania, Senegal y los países norteafricanos como Túnez o Marruecos han intentado realmente salir a flote. Otros países, en cambio, aparecen perdidos: guerras civiles han devastado, y están devastando todavía, Angola, Sudán, Liberia, Sierra Leona. Somalia ya no es un Estado. Ya no existe como tal. Prácticamente, dos gobiernos se disputan Congo-Brazzaville, mientras que Sierra Leona ha vivido auténticos infiernos. En estos lugares, la autoridad del gobierno, admitiendo que exista, no va más allá de los límites de la capital. Estos países son una parte importante de África y están al borde, en cada momento, de una total desintegración. Se combate sólo por el dominio de un bando sobre el contrario. Y el futuro de las nuevas generaciones está marcado por la ausencia total de cualquier clase de instrucción. Son estas tres Áfricas demasiado distintas entre ellas: pero es así, con estas impresionantes divisiones, como ha entrado el continente en el siglo XXI.
A. S.: Pero el final de la guerra fría ha supuesto también el desinterés de las grandes potencias hacia África. ¿Por qué se sigue combatiendo hoy?
R. K.: Ésta es una de las grandes amarguras para quien contempla el África de estos últimos años. El final del enfrentamiento entre Estados Unidos y la Unión Soviética no ha significado la paz en África. En Angola, la UNITA[18] fue financiada, durante años, por Sudáfrica y América contra el gobierno de Luanda, aliado de Moscú. Terminada la guerra fría, incumplido el acuerdo de paz, la UNITA combate actualmente por los diamantes. En África se hacen nuevas guerras por el poder y la riqueza. Así ocurre en Angola, así ocurre en Sierra Leona, así ocurre en el Congo. África, antes de 1989, era el campo de batalla entre dos potencias que se desafiaban en cualquier lugar del mundo: tras la caída del muro de Berlín, es como si África hubiera dejado de existir. Nadie, en el año 2000, tiene ya intereses en África. Se trata tan sólo de un continente en los confines del planeta. En los últimos diez años se han ido reduciendo los apoyos internacionales: la ayuda al desarrollo ha descendido por debajo del 1%. Esto quiere decir que cada africano recibe menos de dos dólares al mes. Es decir, nada. Y estos cálculos no se refieren únicamente a las ayudas monetarias, sino a todos los sectores en los que interviene la cooperación, desde la sanidad hasta la educación. Los líderes africanos están convencidos de que las ayudas que antes llegaban al continente han tomado, actualmente, los caminos del Este europeo. África ha sido olvidada por completo. Europa, a los ojos de los africanos, ha decidido abandonar el continente y privilegiar a los otros europeos.
A. S.: Y, sin embargo, en años recientes un viento de optimismo recorrió África. ¿Recuerda el viaje del presidente norteamericano, Bill Clinton, en primavera de 1998? Proclamó la nueva era de África, el inicio del Renacimiento africano. Un Renacimiento que duró sólo dos meses.
R. K.: Clinton realizó ese viaje por razones internas: necesitaba conquistar el apoyo de los afroamericanos. Quería llamar también la atención del Banco Mundial, del Fondo Monetario y de algunas grandes empresas americanas sobre África. Quería que las grandes multinacionales americanas invirtieran allí sus propios fondos. Washington había hecho una valoración simple y errónea: los americanos consideraban que África era, a esas alturas, un continente vacío. Rusia estaba fuera de juego, y hasta las antiguas potencias coloniales, Francia y Gran Bretaña, parecían no tener ya intereses en África. Por eso, los estrategas del Departamento de Estado convencieron a Clinton de que debía considerar aquel viaje como histórico; por eso le sugirieron que hablara de una nueva frontera, de un nuevo Renacimiento. En América se creyeron que, por poco dinero, iban a poder comprarse África. No había una idea muy noble en aquel viaje de Clinton. Pero ninguna empresa americana podría, aunque hubiera querido, invertir a gran escala en África. Las inversiones americanas podrían estar, y lo estaban, dirigidas tan sólo a proteger los intereses de los Estados Unidos: África es una alternativa indispensable en el aprovisionamiento de petróleo destinado a Norteamérica. África es el segundo proveedor de los Estados Unidos, que compran crudo en Nigeria, en Gabón, en Angola[19].
Pero los observadores americanos, en el fondo, tenían algo de razón: los intereses franceses e ingleses en África son, en la actualidad, puramente políticos. París y Londres ya no tienen ambiciones económicas relevantes en el continente. ¿Sabe cuál es la nueva potencia económica en África? China.
Pekín produce mercancías que África puede comprar. Son productos que cuestan poquísimo dinero y son cosas necesarias para los africanos. Zapatos, lápices, sandalias, palanganas, radios pequeñas, aparatos electrónicos elementales, camisas, tejidos: los mercados africanos están llenos de objetos made in China. Cada pueblo, hasta el más perdido, utiliza productos chinos. Los estudiantes, en las escuelas rurales, utilizan libretas chinas. Son productos todos ellos que cuestan un dólar, un dólar y medio como mucho. Ni un céntimo más. Las mercancías europeas son demasiado caras para África. Y ninguna empresa europea puede producir para clientes que no tienen dinero. China y, en menor medida, la India, no tienen rival. Se trata de un fenómeno singular: es como si se hubieran reabierto, en estos últimos años, las rutas tradicionales, caminos ya recorridos hace cientos de años. Las primeras vías comerciales, mucho antes de la llegada de los blancos, enlazaban África con Oriente, unían las costas del océano Indico con Asia, a la península arábiga con el Oriente Medio. Mercaderes indios y chinos vendían, hace miles de años, sus mercancías en Somalia, en Mozambique, en Kenia. La cultura asiática influyó, de forma palpable, en la religión, la cultura y los comercios africanos. Aquellos antiguos vínculos están reconstruyéndose hoy, en el año 2000.
A. S.: Otro viajero recorrió África en los mismos años de sus aventuras. Me refiero a Alberto Moravia[20]. Leyendo los libros de Moravia y los suyos se tiene una curiosa impresión: es como si hubieran visto dos continentes distintos. Moravia habla de la belleza de África; usted, de sus tragedias. ¿No le interesa la naturaleza de África?
R. K.: En mi último libro, puede usted leer páginas que hablan de la belleza de África[21]. Moravia y yo hacíamos dos trabajos distintos y teníamos dos tiempos distintos. Amo la naturaleza de África, me extasío ante ella, pero Moravia tuvo más suerte que yo: fue a África como escritor. Yo era un esclavo, un esclavo de mi trabajo obsesivo. Era corresponsal de una agencia de prensa y tenía que cubrir todo el continente. Y, en aquellos años lejanos, comunicar desde África con el resto del mundo no era una tarea nada fácil. Había pocos teléfonos, nada de televisión, poquísimos periódicos, las comunicaciones eran imposibles. Internet era ciencia ficción. Yo vivía en África y, para mí, conseguir noticias era dificilísimo. Vivía en Tanzania y no tenía forma de saber qué estaba pasando en Argelia. Un periodista en París o Londres sabía de eso mucho más que yo. El único instrumento de contacto con el mundo era el télex, y sólo en algunos países tenía la suerte de encontrar un télex que funcionara. Saber dónde había un télex era mi problema principal cada vez que salía de viaje. Y tenía que esperar que funcionase. La nuestra era una agencia pobre y yo no tenía mucho dinero. No podía gastar para enviar noticias. Tenía que ser Varsovia la que me buscara, la que me encontrara, la que se pusiera en contacto conmigo. Pero eso suponía que mi agencia tenía que saber dónde encontrarme, que teníamos que establecer citas delante de un télex. Los problemas surgían sin fin, y a menudo eran irresolubles. Era un infierno. No tenía, obviamente, tiempo material para ir a ver las pinturas rupestres de Tanzania o para visitar los parques de Kenia. Yo tenía que ocuparme de política, de economía, de guerras. Quería ver África, admiraba su belleza, pero me vi obligado a trabajar en ella para tener la posibilidad de conocerla. No podía costearme viajes a África.
No me era posible, ni siquiera, ser un freelance. Un periodista polaco no podía tener tal oportunidad. Por eso, a diferencia de Moravia, en mis libros sólo he podido hablar del África de los golpes de estado, de las guerras, de los grandes líderes políticos. Ahora tengo más tiempo y puedo permitirme otras cosas: en mi último libro aparece la naturaleza de África, su cultura, sus grandes entornos. Pero siempre con una atención particular por el hombre, por sus relaciones con esa extraordinaria naturaleza.
A. S.: ¿A qué país iría hoy?
R. K.: A Argelia. Un país muy peculiar. No es un clásico país africano, sin duda alguna. Si lo miramos en un mapa geográfico, aparece como un país inmenso. Es pequeño, en cambio, si pensamos que el 95% de su población vive en las costas del Mediterráneo. Francia se obstinó en considerarla como un territorio metropolitano. Esto fue un elemento decisivo: la colonización francesa quería poblar Argelia. Era el contrario exacto del colonialismo inglés: Londres pretendía controlar sus propias colonias con el mínimo indispensable de hombres. Sólo los administradores emigraban hacia las colonias británicas. Podía vivir en ellas sólo quien tuviera una buena razón para estar allí. Londres intentó controlar un país gigantesco como Nigeria con un reducido pelotón de doce funcionarios. Argelia, por el contrario, estaba cerca de las costas francesas y es un país bellísimo, rico, con grandes reservas de petróleo. Los franceses se trasladaron a millares. Eran campesinos y se convirtieron en propietarios de latifundios. Llegaron incluso los grandes agricultores y se apropiaron de las tierras de los argelinos. Las tensiones sociales y políticas fueron inevitables. Precedieron incluso a toda aspiración independentista. Por eso la lucha por la libertad de Argelia fue tan dura, por eso la guerra anticolonial fue tan feroz. En la lucha de liberación argelina cayeron un millón de personas. Más que en cualquier otro conflicto africano. Fue una verdadera guerra: el Frente de Liberación Nacional estaba bien armado. No fue una guerrilla clásica, sino un durísimo enfrentamiento entre dos ejércitos.
En las ciudades argelinas se respiraba una atmósfera francesa. Argel y Oran eran ciudades con fortísimas influencias francesas. Los bares, los cafés, el urbanismo reflejaban la colonización francesa. Tras la independencia, los militares argelinos intentaron borrar esa atmósfera. Querían el control absoluto sobre el país. Todos los colonos franceses, un millón de personas, tuvieron que marcharse de allí. No fue una operación indolora: fue otro verdadero conflicto, una nueva guerra. Argelia siempre ha sido un país excesivo: la lucha anticolonial fue terrible; el ejército argelino, surgido tras la independencia, tenía un poder desmesurado y eran las fuerzas armadas más potentes de aquella parte del mundo. El islamismo radical encontró un campo abonado en Argelia, donde se desarrolló con gran ímpetu sobre todo en los años setenta. El choque entre el ejército y los fundamentalistas fue inevitable: los militares estaban asustados por su creciente fuerza.
El resultado de las elecciones de 1991[22] era inaceptable para el ejército: habían perdido y temían también perder el control del país. El enfrentamiento de estos años ha sido despiadado. Sólo hoy, después de casi diez años de masacres, pueden intuirse vías de solución. El nuevo presidente, Abdelaziz Bouteflika[23], es un político óptimo. Lo conocí cuando era ministro de Asuntos Exteriores en los años sesenta. Ya por entonces era un hombre hábil. Pero la suya es una misión difícil. Se requiere tiempo. La pacificación será un proceso lento. Incluso porque hay algo en Argelia que hace que todas las cosas sean muy complicadas. El símbolo de este país es la kasbah: callejones estrechísimos, calles angostas, una maraña de escalones. Un laberinto en el que es fácil entrar y del que es difícil salir. Eso es: Argelia es un lugar complejo, nadie puede asegurar que lo conoce completamente.
A. S.: En el otro extremo del continente hay otro país peculiar, Sudáfrica.
R. K.: Sudáfrica es un milagro. El conflicto social y racial fue profundísimo, y es una de las heridas más grandes de África. Un país inmenso con una amalgama étnica inextricable: blancos, negros, mestizos, asiáticos. Una complejidad social enorme. Estuve allí en los meses inmediatamente posteriores al final del régimen de apartheid: los terratenientes blancos estaban armados, tenían ametralladoras escondidas en sus casas. Esperaban el estallido de la guerra civil. Querían defender sus intereses feudales. Sus latifundios eran verdaderamente reinos medievales y esa gente temía de verdad perder su poder y sus riquezas. Incluso parecía inevitable el choque entre los zulúes y los ksosas, las dos etnias negras mayoritarias del país. Mandela hizo el milagro. No estalló ninguna guerra civil y el poder político pasó a manos de los negros. Es un caso casi único en la historia: una sola persona, extraordinaria, Nelson Mandela, consigue llevar a cabo una empresa que está más allá de la imaginación.
Pero Sudáfrica es un país que debe afrontar problemas gigantescos. La criminalidad predomina en gran parte del territorio y se hace fuerte en las ciudades. Los equilibrios sociales son precarios y el riesgo de una guerra civil no ha desaparecido del todo. La transición será todavía larga: las contradicciones, en Sudáfrica, son lacerantes. Los blancos conservan todavía sus grandes riquezas, viven prósperamente en barrios lujosos. Mientras tanto, una multitud de negros están confinados en barriadas de chabolas obscenas, en horribles poblados de barracas, los peores lugares que he visto en el mundo. Un sociólogo me explicó que durante sus clases los estudiantes se dormían. Indagó sobre esos sueños repentinos y descubrió que la mayor parte de aquellos muchachos procedía de los arrabales de Johannesburgo. En su casa no podían dormir: se amontonaban unos treinta en una chabola con una sola habitación. Esta no es vida. Sudáfrica es un país espléndido, pero son muchas sus contradicciones. Y hasta que no sean eliminadas, la posibilidad de nuevas oleadas de violencia siempre será algo real. Ahora la paz y la esperanza, gracias a este verdadero milagro, han triunfado. Los blancos no han huido. Pocos, poquísimos, se han marchado. Mándela, con su excepcional historia, es uno de los padres de África.