II

La historia de las relaciones de los europeos con los Otros se podría dividir —simplificando y esquematizando mucho— en cuatro épocas:

Primera: la de los mercaderes y embajadores; cuando los que recorren los caminos del mundo, ya en las rutas comerciales, ya como emisarios enviados por sus soberanos a otros países, entran en contacto con los Otros. La época en cuestión se prolonga más o menos hasta el siglo XV.

Segunda: la de los grandes descubrimientos geográficos (los patriotas del Tercer Mundo rechazan esta definición. ¿Cómo es eso?, dicen. ¿Cómo es que América o Asia fueron descubiertas? Nosotros las conocíamos desde tiempos inmemoriales. ¡Hemos vivido allí desde siempre!). Es la época de la conquista, de las masacres y los saqueos, auténticos siglos oscuros en las relaciones europeas con los Otros. Dura varios cientos de años.

Tercera: la de la Ilustración y el humanismo, de apertura al Otro, de los primeros intentos de comprenderlo, de entablar contactos y establecer un intercambio no solo de mercancías, sino también de valores culturales y espirituales.

Cuarta: iniciada por la Ilustración y que dura hasta hoy, se caracteriza por tres sucesivos —y revolucionarios— puntos de inflexión:

— el de los antropólogos,

— el de Lévinas,

— el de la multiculturalidad.

El más importante para nuestra reflexión es el Siglo de las Luces, que, en la historia de las relaciones de Europa con los Otros, cierra el período del «salvajismo» para dar comienzo a la época moderna. Aparece un lenguaje nuevo, un léxico nuevo. Los enciclopedistas propagarán la idea de la nueva ciencia universal, Goethe soñará con la literatura universal, se barajarán nociones como «gobierno universal» y «ciudadano del mundo». Aun cuando sigue en uso la palabra «salvaje», irá acompañada del adjetivo «bueno»: «el buen salvaje».

Todo esto no significa que se corte de raíz la trata de esclavos ni la expansión colonial, pero algo empieza a cambiar en la manera de pensar y en la actitud moral de los europeos; se vuelve necesario crear ciertas apariencias: no se dice «colonialismo» sino «misión civilizadora», «conversión», «voluntad de socorrer a los desvalidos de este mundo».

En esa época de cambio cultural —el paso de un eurocentrismo estrecho de miras a visiones más amplias que abarcan el mundo entero— surge una nueva disciplina de las ciencias sociales, la antropología, que dirige su mirada y se consagra al Otro. La guía la idea de conocerlo para comprenderlo, la idea de aceptación de la diferencia y la alteridad como rasgos inherentes al género humano.

Con el tiempo, entre los antropólogos surgirán dos escuelas: la evolucionista y la difusionista. Dicho sea de paso, aquella primera división —bajo muchas formas y manifestaciones, así como bajo los más diversos nombres— se mantiene hasta hoy y sale a la luz cada vez que se produce una disputa entre ambas.

Los evolucionistas, que creían en el progreso inexorable de toda la humanidad, sostenían que todas las comunidades humanas avanzaban desde lo más bajo, lo «primitivo», hasta lo más alto, lo «civilizado», o sea, que todos los habitantes del mundo íbamos por el mismo camino del progreso y del desarrollo, y que solo era cuestión de tiempo que quienes cerraban el desfile alcanzaran a los que marchaban en cabeza. También creían —cosa igualmente importante— en la unicidad psíquica del género humano, y esgrimían como prueba las similitudes culturales que descubrían en las más diversas comunidades del mundo. En una palabra, los evolucionistas rezumaban optimismo, creían en la cohesión y la unidad de la familia humana, eran ciudadanos del mundo y daban el mismo estatus a todos los Otros. Eran, diríamos hoy, globalistas.

Los difusionistas, a su vez, sostenían que en nuestro planeta habían existido y seguían existiendo muchas y muy diversas civilizaciones y culturas que, dependiendo del lugar y el momento, entraban en contacto y penetraban unas en otras; que a través de préstamos mutuos se producía entre ellas un proceso de fusión y compenetración; que nunca se había interrumpido el dinámico proceso de comunicación, traducido en un diálogo fecundo y un intercambio tan vívido como complejo. La diversidad y la multiplicidad de culturas, así como el hibridismo producto del contacto intercultural, era lo que fascinaba a los difusionistas. Veían a los Otros no como una comunidad compacta y homogénea, sino como una multitud abigarrada, multicolor y multilingüe, compuesta por muchos grupos que vivían por separado, tenían sus propios dioses y recorrían sus propios caminos.

Si los evolucionistas eran, como he dicho, globalistas, los difusionistas eran todo lo contrario, pero no en el sentido de luchadores contra el globalismo, sino porque, según ellos, el mundo era, a semejanza de una alfombra persa, una diversidad infinita, exquisitamente tejida y extraordinariamente rica.

Aunque los representantes de las dos escuelas habían mantenido fuertes disputas, sus intenciones eran de lo más sinceras y fecundas, pues todos perseguían el mismo fin: encontrar la mejor manera de conocer y comprender a los Otros; de describirlos para acercarlos a nuestros ojos.

En su deseo de conocerlos en su estado puro, inasequible a las influencias ajenas, algunos antropólogos (que más tarde recibirán el nombre de funcionalistas) parten hacia los lugares más remotos de nuestro planeta, tales como los islotes del Pacífico o las zonas más recónditas del África, para estudiar y registrar in situ cómo funcionan comunidades de Otros en su natural entorno cultural. De resultas de ello aparece una serie de obras —a menudo de gran valor literario además de científico— que abre los ojos del europeo a la multiplicidad, riqueza y coherencia, tanto lógica como funcional, de unas culturas que desconocía. Autores como Rivers, Radcliffe-Brown o Evans-Pritchard demuestran que esas culturas de los Otros son tan valiosas y racionales como la europea, solo que son diferentes.

Un paso más —¡pero cuán importante!— lo da Malinowski, quien convierte los llamados estudios sobre el terreno en condición sine qua non para conocer a los Otros. No solo hay que ir a verlos sino también vivir entre —y con— ellos. De modo que parte hacia una isla del archipiélago Trobriand y, una vez allí, planta su tienda de campaña en medio de un poblado. No tarda en descubrir, atónito, que los blancos que llevan décadas instalados en las islas no solo viven lejos de los poblados, sino que todo lo que dicen de la población local no es más que un cúmulo de absurdos, falsedades y estereotipos sin sentido. En una palabra, que en el trópico el blanco es el peor y el menos fiable de los informadores acerca de aquellos pueblos y sus culturas, y se evitan mutuamente porque el encuentro con el Otro no es algo sencillo y automático, sino algo que necesita de una voluntad y un esfuerzo que no todo el mundo —y no siempre— está dispuesto a afrontar.

El trabajo sobre el terreno no solo es recomendable en el caso de los antropólogos. También es una condición básica en el oficio de reportero. En este sentido a Malinowski se le puede considerar el fundador del reportaje antropológico, que a partir de él tomará cuerpo y se propagará por doquier.

Los textos producto de aquellos estudios sobre el terreno influyeron poderosamente en la idea que de los Otros tenían formada los europeos, pues demostraban que no se trataba de hordas de haraganes primitivos e impredecibles, sino de personas que vivían en el seno de unas culturas desarrolladas, culturas que poseían estructuras y jerarquías de lo más refinadas y complejas. Así, en nuestras relaciones con los Otros, en nuestras actitudes hacia ellos, subimos un peldaño más.

Aunque el trabajo sobre el terreno había desempeñado un papel tan importante y positivo en la ampliación de nuestros conocimientos de la familia humana, tenía dos puntos flacos que con el tiempo lo llevaron a un impasse.

En primer lugar, cada antropólogo estudiaba e intentaba describir una sola tribu, por lo general pequeña, cuando en África, por ejemplo, había en aquel entonces (a caballo entre los siglos XIX y XX) varios miles. Por añadidura, no tardó en hacerse evidente que la mayoría de aquellas comunidades tenía una estructura y unas tradiciones —incluso unas lenguas— propias, únicas, diferenciadas, y que los estudios llevados a cabo en el seno de una tribu no proporcionaban clave alguna para describir otras, o sea, que los trabajos de observación hechos por separado, aisladamente, no se organizaban en un cuadro armónico y coherente. Existían muchas teselas sueltas que no se componían en un mosaico legible.

En segundo lugar, se intentaba estudiar y conocer culturas tradicionales como si estas existieran en estado puro, secularmente aisladas. Se las describía, por lo tanto, como estructuras estáticas, inamovibles, dadas de una vez para siempre, cuando en realidad estaban sometidas —sobre todo en nuestro tiempo— a continuos cambios, a unas transformaciones no solo profundas sino a veces también radicales, de modo que, por ejemplo, antes de que Evans-Pritchard concluyera su descripción de la tribu azande, esta era ya del todo diferente, cuando no estaba dispersa y había desaparecido junto con su cultura y sus dioses. Y es que ya habían empezado tiempos de migraciones forzosas: millones de personas se trasladaban a las ciudades dejando despoblado el baluarte de la tradición, el campo, cuyos habitantes eran diezmados por hambrunas, guerras civiles, sequías y epidemias.

Así, el hombre que encontramos y conocemos hoy en las grandes ciudades del Tercer Mundo ya es otro Otro, un producto difícil de definir de la híbrida cultura urbana, descendiente de mundos diversos y contradictorios, un ser amalgamado, de formas y rasgos imprecisos, fluctuantes. Este es el Otro con el que nos topamos hoy.

Y ahora, unas palabras acerca del revolucionario punto de inflexión que supuso el pensamiento de Emmanuel Lévinas. Entre otras cosas, considero su filosofía una reacción a las experiencias de la humanidad en la primera mitad del siglo XX, sobre todo a los cambios y la crisis de la civilización occidental, y muy especialmente a la atrofia de las relaciones interpersonales entre el Yo y el Otro. El problema del Otro, de nuestra actitud hacia él, constituye uno de los principales temas de la reflexión levinasiana. La necesidad y la trascendencia de tal enfoque son de fundamental importancia.

Cuando estalla la Primera Guerra Mundial, Lévinas tiene ocho años; treinta y tres cuando estalla la Segunda. De manera que el período de su formación coincide con la época en la que en Europa surgen la sociedad de masas y dos sistemas totalitarios: el comunismo y el fascismo. El miembro de la sociedad de masas se caracterizará por el anonimato, la falta de vínculos sociales, la indiferencia hacia el Otro y —a causa de su desarraigo cultural— su impotencia frente al mal y su disposición a cometerlo él mismo, con todas las trágicas consecuencias que ello implica y cuyo símbolo más atroz será el Holocausto.

Precisamente a esa indiferencia hacia el Otro, indiferencia creadora de una atmósfera que en circunstancias especiales puede llevar a un Auschwitz, contrapone Lévinas su filosofía. Detente, parece decirle al hombre que corre en medio de la multitud desbocada. ¡Detente! Junto a ti hay otro ser humano. Ve a su encuentro, pues en ese encuentro reside la mayor vivencia, la experiencia más importante. Mírale a la cara. Él te la ofrece, y al hacerlo te transmite su ser. Más aún: te acerca a Dios.

Lévinas va más lejos todavía: dice que no solo tienes la obligación de ir al encuentro del Otro, acogerlo y mantener con él una conversación, sino que también debes responsabilizarte de él. La filosofía de Lévinas contempla al ser humano por separado, lo individualiza, señala que junto a mí hay un Otro y que, si no hago el esfuerzo de prestarle atención y no manifiesto un deseo de dialogar con él, nos cruzaremos indiferentes, fríos, insensibles, sin expresión y sin alma, cuando, dice, ese Otro tiene un rostro, y ese rostro es un libro en el que está inscrito el bien.

Aquí nos interesa la tesis en la que Lévinas habla de la importancia fundamental de la diferencia: aceptamos al Otro aunque sea diferente, y precisamente en esa diferencia, en esa alteridad, residen la riqueza, el valor y el bien. Al mismo tiempo, la diferencia no impide mi identificación con el Otro: «El Otro soy yo».

Si la Ilustración nos dijo que el Otro era nuestro igual, que era miembro de la misma familia a la que pertenecíamos también nosotros; si, más tarde, la antropología dio un paso más que la Ilustración al mostrar al europeo que el representante de otra raza y tradición tenía su propia cultura social y espiritual perfectamente evolucionada, Emmanuel Lévinas, al proclamar el elogio del Otro, su superioridad y nuestro deber de responsabilizarnos de él, nos lleva aún más lejos: a decir que el Otro es nuestro maestro y que se halla más cerca de Dios que nosotros. Y que nuestra actitud hacia él debería ser un movimiento en dirección del Bien. Nos encontramos ante una filosofía de postulación, profundamente ética, que exige entrega y heroísmo, y que se puede materializar más allá del horizonte de las experiencias cotidianas del hombre corriente. Es una filosofía cuyo primer postulado se encierra en el mandamiento de «No matarás».

A medida que se avanza en la lectura de los libros del autor de El tiempo y el otro, se imponen dos observaciones:

La primera: el Otro siempre es un ser individual, único. Ese ser, sin embargo, suele mostrarse más «humano» cuando está solo que cuando forma parte de la multitud, de unas masas excitadas. Por separado somos mejores, más sabios y más sensatos. La adscripción a un grupo puede convertir a un mismo individuo sereno y amable en el mismísimo demonio.

La segunda: Lévinas habla de un Otro que pertenece a una misma raza: la blanca, y a un mismo entorno cultural: el occidental. No habla de situaciones en que un blanco encuentra a alguien que tiene otro color de piel, cree en otros dioses y habla una lengua incomprensible. Entonces, ¿qué?

Planteé esta pregunta a la catedrática Barbara Skarga, gran conocedora de la obra levinasiana. ¡Pero si su filosofía —me respondió— solo es un marco que hay que llenar con experiencias y observaciones propias! Lévinas no cesa en su búsqueda de un camino hacia el Otro, quiere arrancarnos de las ataduras del egoísmo y la indiferencia, guardarnos de la tentación de separarnos, aislarnos, encerrarnos en nosotros mismos. Nos muestra una nueva dimensión del Yo, a saber: que ese Yo no se circunscribe a un solo individuo, sino que también acoge al Otro, formando así una nueva persona, un nuevo ser.