El tema del Otro —Stranger, Other— me interesa, me apasiona incluso, desde hace mucho tiempo. En 1956 hice mi primer largo viaje más allá de Europa (a la India, Pakistán y Afganistán) y desde entonces me he dedicado a la problemática del Tercer Mundo, es decir, de Asia, África y América Latina (aunque el calificativo de Tercer Mundo también se puede aplicar a Oceanía y a buena parte de Europa). Pasé en esos territorios un considerable período de mi vida profesional, viajando mucho y escribiendo sobre aquellas gentes y sus cosas.
Digo todo esto porque a continuación me gustaría esbozar un retrato del Otro —por necesidad esquemático—, pero no de uno abstracto, con rasgos generalizadores, sino de mi Otro, aquel que encontré en los poblados indios de Bolivia, entre los nómadas del Sáhara, entre las multitudes que lloraban en Teherán la muerte de Jomeini.
¿Cómo es su idiosincrasia, su visión del mundo? ¿Cómo ve a los Otros, a mí mismo sin ir más lejos? Al fin y al cabo, no solo él es un Otro; también yo lo soy para él.
Lo primero que llama la atención es la sensibilidad que muestra mi Otro hacia el color, y más concretamente, el de la piel. El color ocupa un lugar primordial en la escala que aplicará para clasificar y evaluar a las personas con las que se tope en su camino. Uno puede pasar toda la vida sin tan siquiera percatarse de cómo es, sin plantearse si es negro, amarillo o blanco. La cosa cambia cuando cruza la frontera de su entorno racial. Entonces enseguida aflora la tensión, enseguida nos sentimos Otros, rodeados por otros Otros. En Uganda, ¡cuántas veces no me habrán tocado los niños para, después, contemplar fijamente sus manos a fin de comprobar que no se les habían vuelto blancas! Idéntico mecanismo —más aún: reflejo— de identificar y evaluar a la gente según el color de su piel funcionaba también dentro de mí. En los años de la guerra fría, cuando reinaba la implacable división ideológica entre Este y Occidente que obligaba a las personas a ambos lados del telón de acero a mostrar su mutua desconfianza, incluso su odio, yo, un corresponsal del Este, allí, en algún recóndito rincón de la selva zaireña, me lanzaba jubiloso a los brazos de cualquier occidental, que, al fin y al cabo, era mi «enemigo de clase», un «imperialista», y lo hacía solo porque aquel «vil explotador» y «fautor de guerra» era, pura y simplemente, un blanco. ¿Es preciso que añada lo mucho que me avergonzaba de aquella debilidad, a la que, sin embargo, no lograba resistirme?
Un segundo componente de la cosmovisión de mi Otro radica en su nacionalismo. Como acertadamente ha observado el profesor norteamericano John Lukacs, en las postrimerías del siglo XX el nacionalismo ha resultado el más poderoso de todos los «ismos» que el hombre contemporáneo conoce. En ocasiones llega a haber nacionalismos paradójicos, por ejemplo allí donde aún no se han formado naciones, como es el caso de algunos países africanos. La nación no existe y, no obstante, sí el nacionalismo (o, como sostienen algunos sociólogos, el «subnacionalismo»). El nacionalista considera a su pueblo —en África, su Estado— como el valor supremo y a todos los demás como algo inferior (cuando no digno de desprecio). Al igual que el racismo, el nacionalismo es un instrumento de identificación y clasificación que mi Otro emplea en todas las ocasiones que se le presentan. Se trata de un instrumento primario, primitivo, que achata y superficializa la imagen del Otro, pues para el nacionalista el Otro no tiene sino un único rasgo: su adscripción a una nación. No importa si es joven o viejo, tonto o sabio, bueno o malo; solo importa una cosa: si es armenio o turco, inglés o irlandés, marroquí o argelino. Cuando vivo en aquel mundo de nacionalismos exacerbados, no tengo nombre, ni profesión, ni edad; no soy más que un polaco. En México, los vecinos me llaman «el polaco» y en Yakutsk, la azafata que me llama por megafonía grita el nombre de mi país en ruso: Polsha! Los pueblos pequeños y dispersados —como, por ejemplo, el armenio— tienen una habilidad fenomenal para ver el mapa del mundo como una red de puntos habitados por sus paisanos, aunque solo sea una familia, incluso una sola persona. El rasgo más peligroso del nacionalismo es que a él va indisolublemente unido el odio hacia el Otro. La dosis de ese odio puede variar, pero su concurrencia es segura.
Finalmente, el tercer componente de la visión del mundo de mi Otro lo constituye la religión. Su religiosidad se manifestará en dos planos: el de la fe —indefinida, no verbalizada— en la existencia, la presencia, de una trascendencia, una Fuerza Creadora, el Ser Supremo, Dios (es muy frecuente la pregunta: Mr. Kapuchinski, do you believe in God?, y de la respuesta que dé dependerá todo lo que suceda a partir de entonces); y el de la religión como institución, como una fuerza social e, incluso, política. Quisiera centrarme en el segundo aspecto. Mi Otro es un ser que cree profundamente en la existencia de un mundo extracorporal, extramaterial, pero esto siempre ha sido así. Lo que resulta característico para el mundo contemporáneo es una especie de renacimiento religioso, patente hoy en muchos países. La religión que más dinámicamente se expande en nuestros días es sin duda el islam. Lo curioso es que en todas partes —e independientemente de qué religión se trate—, allí donde se produce una intensificación del celo religioso, esa intensificación reviste un carácter regresivo, conservador, fundamentalista.
He aquí mi Otro. Si la vida pone en su camino a otro Otro —para él lo es— le resultarán fundamentales tres rasgos suyos: raza, nacionalidad y religión. Busco en ellos un denominador común, ese algo que los une, y descubro que todos llevan una gran carga de emoción, tan grande que de vez en cuando mi Otro es incapaz de dominarla. Entonces se produce el conflicto, la colisión, la masacre, la guerra. Mi Otro es una persona extremadamente emocional. Por eso el mundo en que vive es un barril de pólvora que rueda peligrosamente en dirección al fuego.
Mi Otro es un hombre no blanco. ¿Cuántos hay en el mundo de hoy? El ochenta por ciento.
Ocupados en la lucha entre el Este y Occidente, entre democracia y totalitarismo, no enseguida —y no todos— nos dimos cuenta de que mientras tanto había cambiado el mapa del mundo. En la primera mitad de nuestro siglo XX, dicho mapa aparecía organizado según el modelo de la pirámide. Arriba: los sujetos históricos, es decir, los grandes imperios coloniales, Estados del hombre blanco. Y abajo: sus colonias y dominios, territorios de una u otra manera dependientes, o sea, el resto del mundo. Aquella configuración se derrumbó ante nuestros ojos, en vida nuestra, y en la arena de la historia aparecieron, casi de la noche a la mañana, más de cien nuevos países —al menos formalmente independientes—, habitados por las tres cuartas partes de la humanidad. Este es el aspecto del nuevo mapamundi: lleno de color, variopinto, rico y extremadamente complicado. Fijémonos en que, al comparar el mapa de nuestro globo de los años treinta con uno de los ochenta, nos hallamos ante dos imágenes del mundo totalmente distintas. Además, la relación entre las dos imágenes no es estática ni inamovible sino que, sujeta a una evolución dinámica e imparable, no cesa de experimentar cambios. En la historia contemporánea, de la que somos testigos, nuestros Otros del Tercer Mundo empiezan a adquirir la condición de sujetos, a cobrar una entidad cada vez mayor, son cada vez más significativos. Esto, en primer lugar. Y, en segundo lugar, estamos en pleno apogeo de una invasión (económica y demográfica, pero invasión al fin y al cabo) de representantes del Tercer Mundo a los países desarrollados. Se calcula que a mediados del siglo XXI la población procedente de Asia y de América Latina constituirá la mitad de la población de Estados Unidos.
Cada vez menos inmigrantes de Irlanda y Noruega, y cada vez más de Ecuador y Tailandia, recorrerán el mundo con un pasaporte norteamericano en el bolsillo.
¿Estamos nosotros, los europeos, preparados para semejante cambio? Creo que, por desgracia, en un grado muy exiguo. Sobre todo, tratamos al Otro como a un extraño (aunque Otro no tiene por qué significar extraño), como al representante de un género aparte y, lo más importante, como una amenaza.
¿Y la literatura contemporánea? ¿Ayuda a abolir estos prejuicios, nuestra ignorancia o, lisa y llanamente, nuestra indiferencia? De nuevo me parece que en un grado exiguo. He echado un vistazo a los premios literarios franceses del año pasado: ni un solo libro que diga algo sobre el mundo contemporáneo en el sentido más amplio de la expresión. Triángulos matrimoniales, un conflicto entre padre e hija, la fracasada convivencia de una pareja, sin duda son temas importantes y en absoluto carentes de interés, pero me ha llamado la atención la displicencia con que se trata la nueva —y cuán apasionante— corriente en la literatura cuyos representantes intentan mostrarnos el mundo de las culturas contemporáneas, la manera de pensar y el comportamiento de personas que, aunque es cierto que viven en otras latitudes geográficas y adoran a otros dioses, no por eso dejan de formar parte de esa gran familia humana a la que pertenecemos todos. Me refiero a títulos como El antropólogo inocente, de Nigel Barley, el magnífico desde el punto de vista literario Behind the Wall, de Colin Thubron, o la soberbia obra de Bruce Chatwin Los trazos de la canción. Son libros que no se premia, ni tan solo se repara en ellos, porque —en opinión de algunos— no pertenecen a la llamada verdadera literatura.
La llamada verdadera literatura, a su vez, se blinda ante los problemas y los conflictos en que viven inmersos miles de millones de nuestros Fremden. Por poner un ejemplo, uno de los mayores dramas del mundo contemporáneo —especialmente punzante para Estados Unidos— no ha sido otro que la revolución iraní, el derrocamiento del sha, la suerte de los rehenes, etc. Ante mi sorpresa, en los muchos meses que duró aquel conflicto, no encontré en Irán un solo escritor norteamericano; vaya, tampoco uno europeo. ¿Cómo es posible —me preguntaba en Teherán— que tamaña conmoción histórica, tamaño choque civilizatorio, no despierte ningún interés entre los escritores? Por supuesto no se trata de que hoy corran en tropel al nuevo foco incendiario, el golfo Pérsico, pero ese desencuentro absoluto de la literatura con los dramas que sacuden al mundo ante nuestros ojos, su resignación a dejar el relato de los grandes acontecimientos en manos de los cámaras de televisión y los técnicos de sonido, constituye, a mi parecer, una manifestación de la profunda crisis que viven las relaciones entre línea historia y literatura, un síntoma de la impotencia de la literatura ante los fenómenos del mundo contemporáneo.
De manera que, pese a un mapamundi totalmente nuevo, el cometido de observar, examinar, interpretar y describir la filosofía y la existencia, el pensamiento y las condiciones de vida de tres cuartas partes de la humanidad, sigue —igual que en el siglo XIX— en manos de un reducido grupo de especialistas: antropólogos, etnógrafos, viajeros, periodistas…
El Extraño, el Otro, en su encarnación tercermundista (es decir, el individuo más numeroso de nuestro planeta) sigue siendo tratado como un objeto de investigación; no se ha convertido todavía en nuestro partenaire, corresponsable del destino de la tierra que habitamos.
Para mí, el mundo siempre ha sido una enorme torre de Babel, solo que en esa torre Dios no solo mezcló las lenguas, sino también las culturas y las costumbres, las pasiones y los intereses, y la pobló con sujetos ambivalentes que aunaban en su ser al Yo y al no-Yo, al de casa y al de fuera, a uno mismo y al Otro.