Entre los muchos problemas a los que ha dedicado su filosófico discurrir el profesor Józef Tischner se encuentran, también, reflexiones en torno al tema del Otro. El Otro, es decir, esa persona con la que nos topamos, entablamos un contacto y tendemos un hilo de comunicación. Entre todos los pensadores polacos que conozco, el padre Tischner es el único que ha tratado y desarrollado el tema del Otro de una manera tan amplia a la vez que profunda. ¿En qué radica la importancia de esta problemática, su peso específico y su actualidad?
En las ciencias filosóficas, la primera mitad del siglo XX estuvo dominada por la ontología y la epistemología de Husserl y de Heidegger. Ninguno de ellos, sin embargo, concede un lugar destacado a la ética, pese a que las experiencias del pasado siglo, con sus trágicas consecuencias para el género humano y su cultura, llevan, por el curso natural de las cosas, a abordar precisamente esta y no otra problemática. No es sino en suelo europeo donde en las primeras décadas del siglo se manifiestan dos fenómenos nuevos, desconocidos en la historia. El primero es la aparición de la sociedad de masas, y el segundo, la de dos sistemas totalitarios que atentan contra la esencia misma del ser humano como individuo: el fascismo y el comunismo.
La aparición y las conexiones entre estos dos fenómenos y procesos concentran todo el interés de los escritores y pensadores de la época, tales como José Ortega y Gasset, Erich Fromm, Hannah Arendt, Theodor Adorno y otros muchos, que intentan comprender ese mundo asombroso que los asedia desde todas partes; quieren aprehenderlo, desentrañarlo y definirlo. Para esa definición, se convierten en palabras clave los calificativos: «de masas», «masivo», «colectivo». Así, tenemos la cultura de masas y la histeria de masas, el gusto (o más bien su falta) colectivo y la locura colectiva, el cautiverio masivo y, finalmente, el exterminio masivo. El único protagonista que queda en la escena mundial es la multitud, y el principal rasgo de esa multitud, de esas masas, es su anonimato, su falta de personalidad y de identidad, de un rostro. El individuo se ha extraviado, se ha diluido; se han abatido sobre él las aguas del lago. Se ha convertido en, por usar palabras de Gabriel Marcel, «sujeto impersonal y anónimo en estado residual».
Aquella corriente crítica del estado de cosas fructificó con una serie de obras de gran calado que intentaban mostrar el destino del hombre de forma generalizadora: como experiencia colectiva y drama compartido. Entre muchos, muchos títulos, podríamos citar, por ejemplo, La rebelión de las masas, La muchedumbre solitaria o Los orígenes del totalitarismo.
Sin embargo, a medida que vamos adentrándonos en los análisis, las observaciones y las teorías de estos pensadores, en un determinado momento empezamos a acusar una cierta carencia: en sus síntesis y su modo de discurrir nos falta un eslabón muy importante que no es otro que el individuo, el hombre concreto, aislado de la masa, un Yo y un Otro concretos, ya que, de acuerdo con lo que afirman los filósofos del diálogo, mi Yo puede manifestarse como un ser definido tan solo en relación con, es decir, en relación con el Otro, cuando este aparece en el horizonte de mi existencia, dándome un sentido y otorgándome un papel.
En su Filosofía del drama, Tischner escribió el siguiente pasaje:
Ya en el origen de la conciencia del yo está la presencia del tú, o tal vez incluso del nosotros. Solo en el diálogo, en la discusión y la contraposición, así como en la aspiración a crear una nueva comunidad, surge la conciencia de mi yo como ser autónomo, diferente al otro. Sé que existo porque sé que existe ese otro.
No es sino la necesidad de elevar esa experiencia, esa vivencia, a un principio generalizador lo que hace surgir la filosofía del diálogo.
La filosofía del diálogo es esa dirección, orientación o corriente que quiere centrarse en la problemática del ser humano Yo y —lo que es sumamente importante— su relación con otro ser humano, el Otro. Esa enriquecedora reorientación de la problemática estrictamente ontológica a la más amplia problemática ética, ese radical acercamiento del pensamiento filosófico al ser humano como sujeto autónomo, único, incomparable e irrepetible, también está presente en la obra de Józef Tischner, en la que el tema del encuentro entre el Yo y el Otro —cierto que apuntado ya en 1982, en su Pensamiento conforme a los valores— se convierte en un tema fundamental en la Filosofía del drama, publicada en 1990.
En nuestro tiempo, los que más consecuentemente han perseverado en esta corriente han sido Martin Buber y Franz Rosenzweig, Gabriel Marcel y —el más frecuentemente citado por Tischner— Emmanuel Lévinas.
Las protofuentes específicas de la filosofía del diálogo —o, como decimos a veces, filosofía del encuentro o filosofía del Otro, sobre todo en aquellas afirmaciones que sugieren que el camino a Dios conduce a través del Otro, en cuyo rostro somos capaces de ver el del Supremo— las podemos buscar en la Antigüedad, aquella época antropomórfica en que la imaginación humana aún no había trazado una frontera entre el mundo de los dioses y el de los humanos, y la divinidad se representaba a la imagen y semejanza del hombre y viceversa.
La filosofía del Otro fue objeto de apasionado estudio por parte de Józef Tischner hasta el final de su peregrinar por la tierra. Es en la incansable propagación de los valores y los principios de esta filosofía —precisamente hoy, en la época en la que vivimos— donde radica su profundo humanismo y su auténtico heroísmo. Y se le tiene en tan alta estima porque, además de valores estrictamente científicos, con valentía y a cara descubierta sale en defensa de otro hombre, del Otro, y lo hace en un mundo expuesto a las tentaciones del egoísmo y de un consumismo desbocado.
Uno de los grandes méritos de esta filosofía radica ya en el mero hecho de que habla del individuo como valor en sí mismo, que no cesa de recordarnos su existencia, su derecho a vivir y a expresarse. En medio de nuestro ruido posmoderno, en medio de nuestra confusión de lenguas, es inestimable esa voz clara y poderosa que proclama valores como la identidad, el respeto y el deber de reparar en el Otro y tratarlo con consideración. Pero ahí no acaba la cosa, pues Tischner, siguiendo el hilo de algunas ideas que nutren la filosofía de Lévinas —sobre todo las expuestas en Totalidad e Infinito—, dice que el Yo no solo ha de relacionarse con el Otro, sino también responsabilizarse de él y estar dispuesto a afrontar las consecuencias de esa decisión. ¿Que semejante actitud encierra un acto de sacrificio cristiano? Sí: de sacrificio, renuncia y humildad.
Hasta ahora, el problema del Otro, de la relación con él y la actitud hacia él, la filosofía del encuentro lo ha contemplado por lo general en situaciones de presencia tangible, en el ámbito de una misma cultura. La disciplina aún tiene por delante el estudio de la relación entre el Yo y el Otro cuando una de las partes pertenece a una raza, a una religión y a una cultura diferentes. ¿Cómo incidirá esta realidad en el hilo de nuestra reflexión? ¿Hasta qué punto se volverá más compleja y difícil, y en qué medida asumirá nuevos y múltiples significados?
La cuestión cobra especial importancia hoy, cuando vivimos en un mundo multicultural y cuando el progreso en las comunicaciones es tal que esa multicultural naturaleza de nuestra contemporaneidad se nos antoja cada vez más obvia, visible y omnipresente. Es cierto que nuestro planeta desde siempre fue multicultural, que desde los tiempos más remotos la gente habló las más diversas lenguas y creyó en los más diversos dioses, pero el destino del mundo se había configurado de tal manera que, a lo largo de los últimos cinco siglos, la dominante fue la cultura —o la civilización— europea; de ahí que al decir «nosotros», aunque lo comprendíamos como «todos los seres humanos», en realidad pensábamos en «nosotros, todos los europeos». Hoy, sin embargo, empezamos a entrar inexorablemente en una época en que aquella ecuación de «nosotros» igual a «europeos» como sinónimo de toda la población mundial, la ponen en tela de juicio los cambios que trae la historia.
A consecuencia de estos cambios, han resucitado, despertado y empezado a exigir un lugar en torno a la mesa del mundo —y en igualdad de condiciones— otras culturas, bastante numerosas, pero que durante largo tiempo fueron avasalladas o marginadas. Son ambiciosas y dinámicas, y a la vez tienen fuertemente desarrollado el sentido de su propia valía. En estas sus aspiraciones a un nuevo lugar bajo el sol y a la concesión al Otro de unos derechos dignos, los filósofos de las culturas emergentes podrán inspirarse en el legado del sacerdote y pensador de la montañesa opuszna.
Tischner y otros dialoguistas intentan sembrar en nosotros una salvadora inquietud, concienciarnos de la existencia del Otro, incluso de su presencia aquí y ahora, de la necesidad de sentirnos responsables de él y, más aún, de la asunción de que esa responsabilidad es un importante deber ético. ¡Cuánta valentía encierra el solo hecho de abordar semejante tema y señalar su dimensión trascendental cuando en la cultura contemporánea domina la postura de limitarse y encerrarse en «yoes» privados y egoístas, en herméticos círculos estancos en los que se puede dar rienda suelta a las tentaciones y a los caprichos de consumidor! Oponer a los impulsos y dictados del consumismo el espíritu de la responsabilidad para con el Otro: he aquí donde el autor de Un sacerdote en pleno desconcierto ve uno de los deberes del hombre.
La reflexión en torno a la alteridad lleva al padre Tischner a detenerse en la naturaleza y la esencia del encuentro entre el Yo y el Otro, el L cual, como a menudo subraya, debe ser un acontecimiento importante. De manera que hay que prepararse, pues debe ser lo contrario a nuestro habitual comportamiento de cruzarnos, indiferentes, en medio de la multitud. El encuentro es una experiencia —que puede llegar a ser muy profunda— digna de ser recordada. Y, una vez más, Tischner nos exhorta a que seamos conscientes de lo importante que es ese encuentro, su lugar y su papel en la historia —espiritual, privada, individual— del Yo propio. Y con esta exhortación aspira a elevar y colocar en un lugar destacado el carácter, el meollo, de las relaciones interhumanas, su importancia para nosotros y su influencia sobre nosotros.
¿En qué radica, sin embargo, la esencia del encuentro? En el diálogo. En los últimos escritos del autor de Perfil polaco del diálogo, a cada momento se repiten expresiones como: «apertura dialoguista», «conciencia dialoguista», «plano dialoguista», etc. Lévinas lo define así: «El hombre es un ser que habla». El diálogo, pues. Su finalidad no es otra que la comprensión mutua, la cual, a su vez, lleva a un acercamiento mutuo, dos cosas que se consiguen a través del conocimiento. ¿Cuál es la condición previa de todo este proceso, de toda esa ecuación? Pues no otra que la voluntad de conocer, la disposición a dirigirse al Otro, a ir a su encuentro, a entablar con él una conversación. No obstante, tal cosa resulta harto difícil en la vida diaria. La experiencia humana demuestra que en un primer momento el hombre, por un reflejo, reacciona ante el Otro con desconfianza, recelo, aprensión y a veces incluso con hostilidad. Todos nosotros, miembros del género humano, a lo largo de la historia nos hemos asestado demasiados golpes, nos hemos infligido demasiado dolor, para que las cosas sean de otra manera. De ahí que civilizaciones enteras se distinguieran por su sentimiento de excepcionalidad y su ostracismo frente al Otro. A los no griegos, los griegos los llamaban bárbaros, es decir, seres que emitían balbuceos incomprensibles; y como no había manera de entenderlos, más valía mantenerlos a distancia. A distancia y en inferioridad. Para separarse de los Otros, los romanos levantaban sus limes, grandes redes de fronteras fortificadas. A los que llegaban de ultramar los chinos los llamaban Yang Kui, o sea, monstruos marinos, y también intentaban mantenerlos a raya.
¿Y en nuestra época? ¿Y la arrogancia de unas culturas y religiones frente a otras? ¿¡Y todos esos muros, verjas, vallas y alambradas que hienden todos los continentes¡? ¡En qué desafío tan fenomenal se ha convertido el progreso de las últimas décadas en el campo de las comunicaciones! Por un lado, sin duda nos acerca unos a otros, pero ¿nos acerca de verdad? Entre dos personas, entre uno y otro Yo, se ha metido un intermediario técnico: la chispa eléctrica, el impulso electrónico, redes y enlaces, el satélite… La palabra hindú «Upanishad» significaba «estar cerca», «al alcance de la mano». El Yo se transmitía al Otro no solo con la palabra sino también con la presencia, la cercanía, la permanencia en un mismo lugar, el trato directo. Nada puede sustituir esta experiencia.
Lo paradójico de la actual situación mediática va aún más lejos. Por un lado, aumenta la globalización de los medios, pero, por el otro, también aumenta su superficialidad, su cualidad de algo desconcertante y caótico. Cuanto más convive el hombre con los medios, más se queja de su extravío y de su soledad. A principios de los años sesenta, cuando la televisión estaba todavía en pañales, Marshall McLuhan usó la expresión de «aldea global». McLuhan, que era un católico dotado de un apasionado sentido de misión, imaginaba que el nuevo medio nos convertiría a todos en hermanos pertenecientes a una misma comunidad en la fe. Aquel calificativo suyo, repetido hoy sin reflexión alguna, ha resultado uno de los mayores errores de la cultura contemporánea, pues la esencia de la vida de aldea radica en que sus habitantes están cerca unos de otros, se tratan cara a cara y comparten una misma existencia. Ninguna de estas cosas puede decirse de la sociedad de nuestro planeta, la cual más bien recuerda a la anónima multitud de un gran aeropuerto: una multitud compuesta por personas que, siempre deprisa y corriendo, pasan indiferentes ante sus desconocidos congéneres.
Solo con este telón de fondo percibimos con mayor nitidez el profundo humanismo, el fervor y la esperanza que nutren las enseñanzas filosóficas de Józef Tischner en torno al Yo y el Otro como base de la conciencia humana en la tierra.