IV

Mi padre jamás olvidó las enseñanzas de mi abuelo en cuanto a la libertad. De niño riñó con Marcelo, que tenía cinco años más que él y a quien Augusto había concedido el título de «Jefe de los Cadetes». Le dijo a Marcelo que el título le había sido otorgado sólo en mérito a una ocasión especial (un combate fingido, denominado «griegos y troyanos», que se libraba en el Campo de Marte entre dos fuerzas de cadetes montados, hijos de caballeros y senadores), y que no implicaba ninguno de los poderes judiciales generales que Marcelo había asumido desde entonces; y que, en cuanto a él, ciudadano romano libre, no se sometería a semejante tiranía. Recordó a Marcelo que el bando opuesto en la ficción de combate había sido encabezado por Tiberio, y que éste había conquistado los honores del encuentro. Desafió a Marcelo a un duelo. Augusto se sintió muy divertido cuando se enteró, y durante mucho tiempo no se refirió a mi padre sin llamarlo, en broma, «el romano libre».

Ahora, cada vez que estaba en Roma mi padre se enardecía ante el creciente espíritu de sumisión a Augusto que encontraba en todas partes, y anhelaba volver a estar sobre las armas. Durante una ausencia de Augusto y Tiberio en Francia, mientras actuaba en el puesto de uno de los principales magistrados de la ciudad, se sintió disgustado ante el auge de la búsqueda de puestos y de la politiquería. Le dijo en privado a un amigo, de quien lo supe años después, que en una sola compañía de sus soldados podía encontrarse más del antiguo espíritu romano de libertad que en todo el orden senatorial. Poco antes de su muerte escribió a Tiberio una amarga carta en ese sentido, desde un campamento del interior de Germania. Dijo que desearía que Augusto siguiera el ejemplo glorioso del dictador Sila, que, cuando era el amo único de Roma, después de las primeras guerras civiles, subyugados o pacificados todos sus enemigos, sólo se detuvo después de solucionar a su placer unos pocos asuntos de Estado, para dejar luego las insignias de su mando y convertirse otra vez en un ciudadano común. Si Augusto no hacía lo mismo muy pronto —y siempre había insinuado que ésa era su intención final—, sería demasiado tarde. Las filas de la antigua nobleza estaban lamentablemente diezmadas: las proscripciones y las guerras civiles se habían llevado consigo a los más audaces y mejores, y los sobrevivientes, perdidos en el seno de la nueva nobleza —¡nobleza, vaya!—, tendían cada vez más a comportarse como esclavos de la familia de Augusto y Livia. Pronto Roma habría olvidado el significado de la libertad y caería a la postre bajo una tiranía tan bárbara y arbitraria como las del Oriente. No era para alentar semejante calamidad por lo que había librado tantas y tan fatigosas campañas bajo el mando supremo de Augusto. Ni su cariño, ni su profunda admiración personal por Augusto, que había sido para él un segundo padre, podían impedirle expresar esos sentimientos. Solicitaba la opinión de Tiberio: ¿no podrían, los dos juntos, persuadir, incluso obligar a Augusto a retirarse? «si él consiente, le tendré mil veces más amor y admiración que antes. Pero lamento tener que decir que ese orgullo secreto e ilegítimo que nuestra madre Livia ha obtenido siempre de su ejercicio del poder supremo a través de Augusto será el más grande obstáculo que encontraremos en este asunto».

Por desgracia, la carta fue entregada a Tiberio mientras se encontraba en presencia de Augusto y Livia.

—¡Un despacho de tu noble hermano! —gritó el correo imperial, entregándosela. Tiberio, que no sospechaba que la carta contuviera nada que no pudiera ser comunicado a Augusto y Livia, pidió permiso para abrirla y leerla en el acto.

—Por cierto, Tiberio, pero con la condición de que nos la leas en voz alta —dijo Augusto haciendo salir a los criados de la habitación—. Vamos, no perdamos tiempo. ¿Cuáles son sus últimas victorias? Estoy impaciente por saberlo. Sus cartas están siempre bien escritas y son interesantes, mucho más que las tuyas, mi querido amigo, si me perdonas que haga la comparación.

Tiberio leyó las primeras palabras y enrojeció. Trató de saltarse la parte peligrosa, pero descubrió que la carta casi no contenía nada que no fuese peligroso, salvo el final, en que mi padre se quejaba de los vértigos que le producía una herida en la cabeza y hablaba de su dificultosa marcha hacia el Elba. Curiosos presagios se habían presentado últimamente, escribía. Un extraordinario despliegue de estrellas fugaces, noche tras noche; sonidos como lamentos de mujeres, que salían del bosque, y dos divinos jóvenes sobre caballos blancos, con vestimenta griega, no germana, habían atravesado de pronto el campamento, al alba. Finalmente una mujer germana de estatura normal había aparecido ante la puerta de su tienda y hablado en griego, diciéndole que no continuara avanzando porque el destino estaba en su contra. De modo que Tiberio leyó una palabra aquí y otra allá, tartamudeó, dijo que la escritura era ilegible, reinició la lectura, volvió a tartamudear y finalmente se disculpó.

—¿Qué pasa? —preguntó Augusto—. Sin duda puedes descifrar mucho más que eso.

Tiberio intentó no perder la compostura.

—Para ser sincero, señor, puedo, pero la carta no merece ser leída. Es evidente que mi hermano no estaba bien en el momento en que la escribió.

Augusto se mostró alarmado.

—¡Espero que no estará gravemente enfermo!

Pero mi abuela Livia, como si su ansiedad de madre triunfase por una vez sobre sus buenos modales —aunque, por supuesto, había adivinado en el acto que la carta contenía algo que Tiberio temía leer porque se relacionaba con Augusto o con ella misma—, se la arrebató de entre las manos. La leyó de cabo a rabo, frunció torvamente el ceño y se la entregó a Augusto mientras decía:

—Es un asunto que sólo te concierne a ti. No es cosa mía castigar a un hijo, sino tuya, como su guardián y jefe del Estado.

Augusto se sintió alarmado, porque no sabía qué era lo que podía haber ocurrido. Leyó la carta, pero le pareció que merecía desaprobación como algo que había ofendido a mi abuela y no como algo escrito contra él. En verdad, aparte de la fea palabra «obligar», aprobaba en secreto los sentimientos expresados en la carta, aunque el insulto contra mi abuela recayese sobre él también, puesto que ella lo había persuadido y obligado a contrariar su discernimiento. El Senado se estaba volviendo, por cierto, vergonzosamente obsequioso en su conducta hacia él, sus familiares y el personal a su cargo. Le desagradaba la situación tanto como a mi padre, y era cierto que mucho antes de la derrota y la muerte de Antonio había prometido públicamente retirarse cuando no quedase en el terreno ningún enemigo público que se le opusiera. Y desde entonces, en varias ocasiones, se había referido en sus discursos al dichoso día en que su tarea quedase concluida. Estaba cansado ahora de los perpetuos asuntos de Estado y de los perpetuos honores. Anhelaba el descanso y el anonimato. Pero mi abuela jamás le habría permitido abandonar la brega; siempre decía que su labor no estaba cumplida ni siquiera a medias, y que si se retiraba ahora no podía esperarse otra cosa que el desorden civil. Sí, admitía que él trabajaba ahora mucho más, pero ella trabajaba aún más que él, y sin una recompensa pública directa. Y no tenía que ser ingenuo: una vez que abandonase su puesto y se convirtiese en un ciudadano común, podía ser objeto de un proceso y sin duda se le condenaría al destierro o a algo peor aún. ¿Y los secretos resentimientos que tenían contra él los parientes de los hombres a quienes había hecho ejecutar o deshonrado? Como ciudadano común tendría que abandonar su guardia de corps, lo mismo que sus ejércitos. Tenía que aceptar otros diez años en el puesto, y al cabo de este tiempo quizá las cosas habrían cambiado ya para mejor. De modo que él siempre cedía y continuaba gobernando. Aceptaba en cuotas sus privilegios monárquicos. Se le concedían para cinco o diez años por vez, generalmente para diez.

Mi abuela clavó la mirada en Augusto, cuando éste terminó de leer la desdichada carta.

—¿Y bien? —preguntó.

—Estoy de acuerdo con Tiberio —respondió él con benignidad—. El joven debe de estar enfermo. Este es el producto de una perturbación por exceso de fatiga. Fíjate en el párrafo final, en el que menciona los resultados de su herida en la cabeza y esas visiones que tiene. Bueno, eso lo demuestra. Necesita un descanso. La natural generosidad de su alma ha sido pervertida por las ansiedades de la campaña. Esos bosques germanos no son lugar para un hombre mentalmente perturbado, ¿no es cierto, Tiberio? El aullido de los lobos le crispa a uno los nervios, creo. Los lamentos de las mujeres de que habla deben de haber sido sin duda los aullidos de los lobos. ¿Qué te parece si lo llamamos ahora que ha dado a esos germanos un escarmiento que no olvidarán jamás? Me haría mucho bien volver a verlo aquí, en Roma. Sí, tenemos que llamarlo. Tú te alegrarás, queridísima Livia, de tener a tu hijo de vuelta, ¿no es cierto?

Mi abuela no le contestó directamente. Dijo, todavía ceñuda:

—¿Y tú, Tiberio?

Mi tío se mostró más político que Augusto. Conocía mejor la naturaleza de su madre. Respondió:

—Mi hermano parece enfermo, por cierto, pero ni siquiera la enfermedad puede justificar una conducta tan poco filial y una locura tan enorme. Convengo en que hay que llamarlo para recordarle la atrocidad de haber albergado tan bajos pensamientos acerca de su abnegadísima e infatigable madre, y de la enormidad de confiar dichos pensamientos al papel y enviarlos por correo a través de un país hostil. Además, el argumento del caso de Sila es infantil. En cuanto Sila dejó el poder las guerras civiles volvieron a comenzar y su nueva constitución fue anulada.

De modo que Tiberio salió con bien del asunto, pero gran parte de su severidad contra mi padre era auténtica, porque lo había colocado en una posición incómoda.

Livia se ahogaba de cólera contra Augusto por permitir que los insultos contra ella pudieran pasar con tanta facilidad, y además en presencia de su hijo. Su ira contra mi padre era igualmente violenta. Sabía que cuando este regresara era muy probable que pusiera en práctica su plan para obligar a Augusto a retirarse. También veía que ahora no podría gobernar por intermedio de Tiberio —incluso aunque lograse asegurarle la sucesión—, mientras mi padre, un hombre de enorme popularidad en Roma, y con todos los regimientos del oeste a sus espaldas, esperase el momento de imponer la restauración de las libertades públicas. Y para ella el poder supremo había llegado a ser más importante que la vida o el honor. Sin embargo era capaz de disimular sus sentimientos. Fingió aceptar el punto de vista de Augusto de que mi padre estaba simplemente enfermo, y le dijo a Tiberio que le parecía que su censura era demasiado severa. Convino, sin embargo, en que mi padre debía ser llamado en el acto. Incluso agradeció a Augusto su generosa disculpa de la falta de su pobre hijo, y dijo que le enviaría su propio médico, con un paquete de heléboro de Anticira, Tesalia, que era un famoso remedio para casos de trastornos mentales.

El médico partió al día siguiente en compañía del correo, que llevaba la carta de Augusto. La carta contenía amistosas felicitaciones por las victorias, y expresiones de pesar por su herida en la cabeza. Le permitía regresar a Roma, pero en un lenguaje que significaba que debía regresar, lo quisiera o no.

Mi padre contestó varios días después, agradecido por la generosidad de Augusto. Dijo que volvería en cuanto se lo permitiese su salud, pero que la carta le había llegado al día siguiente de sufrir un leve accidente: su caballo se había caído en pleno galope, aplastándole la pierna y machacándosela contra una piedra. Agradecía a su madre su solicitud, por el envío del heléboro y del médico, con cuyos servicios se había beneficiado enseguida. Pero temía que incluso la reconocida habilidad del emisario no había podido impedir que la herida siguiese su curso de empeoramiento. Finalmente decía que habría preferido permanecer en su puesto, pero que los deseos de Augusto eran órdenes, y repetía que en cuanto estuviese bien regresaría a la ciudad. En esos momentos acampaba cerca del Saal de Turingla.

AÑO 9
a. de C.

Al enterarse de esta noticia, Tiberio, que se encontraba con Augusto y Livia en Pavia, pidió en el acto permiso para correr al lado del lecho de enfermo de su hermano. Augusto se lo otorgó, y él montó en su jaca y galopó rumbo al norte, con una pequeña escolta, dirigiéndose hacia el paso más rápido a través de los Alpes. Tenía ante sí un viaje de ochocientos kilómetros, pero podía contar con frecuentes relevos de caballos en las postas, y cuando estaba demasiado cansado de la silla podía requisar una calesa y dormir unas cuantas horas sin demorar el avance. El tiempo lo favorecía. Cruzó los Alpes y descendió hacia Suiza, y luego siguió por la carretera principal del Rin, sin haberse detenido una sola vez para una comida caliente, hasta que llegó a un lugar llamado Manheim. Allí cruzó el río y se dirigió hacia el nordeste por fragosos caminos, a través de territorio hostil. Estaba solo cuando llegó a su destino en la tarde del tercer día, ya que su primera escolta había quedado atrás hacía tiempo y la nueva escolta que formó en Manheim tampoco pudo seguir su ritmo. Se afirma que el segundo día y la segunda noche recorrió más de trescientos kilómetros entre uno y otro mediodía. Llegó a tiempo para saludar a mi padre, pero no para salvarle la vida, porque entonces tenía la pierna gangrenada hasta la rodilla. Mi padre, aunque estaba al borde de la muerte, tuvo la suficiente presencia de ánimo para ordenar que el campamento presentase a mi tío Tiberio los honores que le correspondían como comandante del ejército. Los hermanos se abrazaron y mi padre susurró:

—¿Leyó ella mi carta?

—¡Antes que yo! —gimió mi tío Tiberio.

No se dijo nada más, salvo por parte de mi padre, que suspiró:

—Roma tiene una madre severa; Lucio y Cayo tienen una peligrosa madrastra.

Esas fueron sus últimas palabras, y muy pronto mi tío Tiberio le cerró los ojos.

Este relato lo conocí por Jenofonte, un griego de la isla de Cos, que en ese entonces era muy joven. Era el cirujano del estado mayor de mi padre y se había sentido muy disgustado por el hecho de que el médico de mi abuela le quitase el paciente de entre las manos. Cayo y Lucio, tengo que explicar, eran los nietos de Augusto, hijos de Julia y Agripa. Los había adoptado como hijos propios cuando todavía eran muy pequeños. Había un tercer hijo, Póstumo, así llamado porque había nacido póstumamente. Augusto no lo adoptó, sino que dejó que llevase el nombre de Agripa.

El campamento en que murió mi padre fue llamado «El maldito», y su cadáver fue transportado en procesión militar hasta el cuartel de invierno del ejército, en Maguncia, junto al Rin; mi tío Tiberio hizo todo el trayecto como familiar más próximo. El ejército quería enterrar el cuerpo allí, pero él se lo llevó consigo para hacerle un funeral en Roma, donde fue quemado en una monstruosa pira, en el Campo de Marte. El propio Augusto pronunció la oración fúnebre, en el curso de la cual dijo: «Ruego a los dioses que hagan de mis hijos Cayo y Lucio hombres tan nobles y virtuosos como este Druso, y que me concedan una muerte tan honorable como la de él».

Livia no sabía con seguridad hasta qué punto podía confiar en Tiberio. A su regreso con el cadáver de mi padre, su simpatía para con ella pareció forzada e insincera, y cuando Augusto deseó para sí una muerte tan honorable como la de mi padre, Livia vio que una breve semisonrisa cruzaba por el rostro de mi tío Tiberio, que según parece sospechaba desde hacía tiempo que mi abuelo no había muerto de muerte natural, decidió en adelante no contrariar la voluntad de su madre en nada. Como comía con tanta frecuencia en su mesa, se sentía completamente a su merced. Se esforzó por conquistar su favor. Livia entendió lo que pasaba por su mente, y no se sintió insatisfecha. Era el único que sospechaba de sus actividades de envenenadora, y era indudable que se guardaría sus sospechas para sí. Había superado el escándalo de su casamiento con Augusto, y ahora se la citaba en la ciudad como un ejemplo de virtud en su forma más estricta y desagradable. El Senado votó que se erigiesen cuatro estatuas suyas en varios lugares públicos, a modo de consolación por su pérdida. También la incluyeron, por medio de una ficción legal, entre las «Madres de Tres Hijos». Las madres de tres o más hijos gozaban de privilegios especiales, en especial como legatarias; las solteronas y las mujeres estériles no podían beneficiarse de legado alguno, y lo que ellas perdían lo ganaban sus hermanas más fructíferas.

Claudio, viejo aburrido, he aquí que estás a punto de terminar el cuarto rollo de tu autobiografía, y ni siquiera has llegado a tu lugar de nacimiento. Regístralo de una vez, o nunca llegaras a la parte central de tu historia. Escribe: «Mi nacimiento ocurrió en Lyon, en Francia, el primero de agosto, un año antes de la muerte de mi padre». Muy bien. Mis padres tuvieron seis hijos antes de nacer yo, pero como mi madre siempre acompañaba a mi padre en sus campañas, sus hijos tenían que ser muy robustos para sobrevivir. Sólo vivían mi hermano Germánico, cinco años mayor que yo, y mi hermana Livila, un año mayor que yo. Ambos heredaron la magnífica constitución de mi padre. Yo no. Casi morí en tres ocasiones, antes de llegar a mi segundo año de edad, y si la muerte de mi padre no hubiese llevado a mi familia a Roma, es muy poco probable que esta historia hubiera podido ser escrita.