ζ

Con la única excepción de montar un camello a pelo por terreno abrupto durante una tormenta de arena, los trineos lunares son la forma más incómoda de viajar que el hombre ha descubierto. El giro del movimiento lunar, unido al interminable roce sobre olas de aire rarificado sacudía nuestros costados y magullaba nuestras piernas. Cada nube y cada corriente de aire sobre la que saltábamos añadía otra herida a mi cuerpo y traía a mis labios otra bendición para los diseñadores de la Lágrima de Chandra, que la habían hecho lo bastante grande para neutralizar tales indignidades.

La incomodidad aumentaba con el abarrotamiento, pues aunque íbamos atados a nuestros asientos, estábamos tan apretujados que cada movimiento del trineo me hacía chocar de lado con Jasón, Liebre Amarilla o uno de los soldados del arconte.

La única justificación para los trineos lunares es su velocidad. Su pequeño tamaño y su gran impulsor hacen que vuelen más rápido que ninguna otra nave terrestre o celeste. Tardamos apenas tres horas en cruzar media Atlantea del Norte y atravesar todo el océano Atlántico; en tres horas pasamos de la medianoche a un amanecer cubierto de nubes rojizas. Así, cuando llegamos a Europa en medio de un claro cielo matutino, descendimos hasta el puerto militar de las Columnas de Heracles.

Bajo nosotros, una flota se dirigía al oeste atravesando la puerta que conecta el Mediterráneo y el Atlántico. Siete barcos de guerra de la misma clase que el Lisandro, escoltados por treinta y cinco barcos más pequeños, pasaron despacio bajo los cañones de la alta roca. La batería de Heracles disparó salvas, esferas de fuego en honor a los barcos que marchaban a las guerras.

Nuestra navegante hizo virar el trineo lunar y descendimos, volando hacia los seis muelles celestes que se alzaban en las Columnas como media docena de tridentes de Poseidón. Cuando nos situamos a una altura de tres kilómetros, tres trineos armados llegaron volando desde uno de los muelles para recibirnos. Nos rodearon y escoltaron hasta el puerto. En los costados de las Columnas habían tallado plataformas de cincuenta pies de diámetro, haciendo que las antiguas piedras parecieran pirámides escalonadas de Atlantea del Sur. Los trineos de escolta nos condujeron a uno de estos salientes, donde aterrizamos. Un escuadrón de esclavos salió y atracó el trineo lunar al suelo con cadenas de hierro.

—¿Estaremos aquí mucho tiempo? —le pregunté a la navegante, esperando poder estirar mis doloridas piernas.

—No, comandante —respondió ella—. En cuanto tengamos permiso del general del puerto, partiremos. Normalmente, ni siquiera nos habríamos detenido aquí, pero por razones que desconozco la seguridad en el Mediterráneo ha sido reforzada últimamente.

Liebre Amarilla, Jasón y yo guardamos silencio. Si los arcontes habían decidido no informar a sus propios mensajeros de la cometa de combate que había logrado entrar en el corazón de la Liga, no íbamos a hacerlo nosotros.

La piloto de nuestro trineo mostró su vara de correo a un oficial del puerto, y nos dieron un plan de vuelo que seguir mientras estuviéramos en el Mediterráneo. Nos advirtieron que desviarnos de ese rumbo implicaría que nos dispararía cualquier barco de la Armada o cualquier nave celeste que nos localizase.

Despegamos y ascendimos hasta diez millas, y luego bordeamos la costa de África, desde donde atisbamos la llana Cartago. Luego sobrevolamos Sicilia y sufrimos un breve retraso mientras la nave celeste Cuerno de Hathor atracaba en el muelle celeste de Siracusa.

Siguiendo nuestro rumbo nos detuvimos en Esparta para unirnos a la diaria caravana de una docena de trineos mensajeros que transmitían órdenes e información entre Délos y el corazón militar de la Liga.

Oh, Esparta, ciudad de los lacedemonios, de Jasón y Liebre Amarilla, de mi padre y mis antepasados paternos hasta donde la historia recuerda, oh ciudad, la más amada de Hera, ciudad de Licurgo el legislador, ¿qué diré de ti? Que de todas las ciudades de la Liga como ninguna desprecias los adornos, que tus hogares son de sencilla piedra, tus puertas de sólido acero, e incluso tus templos son de mármol sin pintar. Sólo a las estatuas de los dioses das algo de belleza, y a ellos lo das todo. ¿Cómo describiré tu fuerza y tu poder sin límites? ¿Cómo puedo yo, que no fui aceptado en tu seno, hablarle a nadie de tu espíritu?

Baste decir, espero, que mientras volábamos sobre tus murallas hacia la brillante columna de tu muelle celeste, Jasón y Liebre Amarilla se llenaron de ti, y se hicieron más grandes con la presencia de los dioses, de modo que quienes los acompañaban parecían ser hombres de la Edad de Piedra junto a hombres de la Edad de Oro; que la fuerza de su pureza abrumó mis pensamientos, apartando de mí, por primera vez desde que puse el pie en Atenas, las dudas que me asaltaron en la Academia.

Sólo puedo considerar una suerte que no nos quedáramos mucho tiempo, pues si lo hubiéramos hecho, no sé qué habría quedado de mi espíritu.

Pero sólo hizo falta una breve comprobación de nuestras credenciales en el muelle celeste y nos colocaron al final de una fila de doce trineos flotantes que esperaban partir para Délos. Por fortuna, éramos el último trineo que esperaban y el convoy partió unos minutos después de nuestra llegada.

Sólo a diez minutos de Esparta, un destello apareció en el horizonte y rápidamente se convirtió en la cúpula de acero y plata que cubría toda la diminuta isla de Délos. Cañones montados sobre goznes siguieron nuestra aproximación hasta que volamos a nivel de las aguas y flotamos bajo el dosel de bronce que se proyectaba como el pico de un pájaro desde el extremo meridional de la isla, cuatrocientos metros de escudo broncíneo, cubriendo las aguas, protegiendo la bahía de los ataques aéreos.

Volamos bajo aquella égida hacia el muelle en forma de medialuna de Délos, donde un centenar de soldados defendían a los arcontes. Veinte patrullaban la orilla en pelotones de cinco: los otros ochenta permanecían dentro de cajas blindadas, apuntando al agua con cañones de boca ancha. La caravana de trineos lunares se detuvo bajo el dosel y esperó a que los soldados la invitaran a desembarcar.

Después de tan rápido viaje a través de medio mundo parecía ridículo estar esperando una hora en un trineo bamboleante a que llegara nuestro turno de atracar, pero esperamos de todas formas. Finalmente, nos dieron permiso para avanzar. Nuestra piloto condujo el trineo hacia uno de los huecos que cubrían las gruesas paredes de piedra caliza al fondo de la bahía cubierta. Los esclavos encadenaron el trineo al suelo y los guardias comprobaron nuestros papeles cuidadosamente. Pidieron amable pero firmemente que Jasón y Liebre Amarilla entregaran sus armas, y luego nos permitieron desembarcar.

Salí del trineo lunar y me desperecé para librar mis músculos de tres horas de dolor. Inspiré profundamente y lo lamenté de inmediato: el aire cargado de agua de la isla saturó mis pulmones y atontó mi mente justo cuando más necesitaba pensar con claridad.

—¿Puedo escoltarle, comandante? —preguntó amablemente la mensajera.

Asentí y ella nos condujo hasta el punto central de la medialuna, donde se alzaban las puertas dobles de hierro de seis metros de altura que constituían la última barrera entre los arcontes y el mundo.

Los guardianes, dos fornidos esclavos vestidos sólo con taparrabos, abrieron las puertas y la mensajera nos guió rápidamente hacia el túnel que conectaba la bahía con la isla. El pasadizo era lo bastante amplio para seis hombres, pero el bajo techo y los guardias emplazados cada dos metros hacían que el trayecto fuera estrecho y opresivo, o quizás era la pesadez del aire en mis pulmones o mis preocupaciones por la inminente reunión o por Ramonojon. No puedo explicar la sensación de opresión, pero la sentí.

Los dos guardias de la puerta del otro extremo comprobaron de nuevo nuestras credenciales, y luego nos condujeron a través de las gruesas hojas de bronce hasta la isla de Délos. Salimos a un paraíso de arquitectura y verdor iluminado por centenares de globos de fuego-fijo sobre pilares de cristal tejido. La cúpula del techo había sido pintada con escenas del Olimpo: la guerra entre los dioses y los Titanes y el triunfo final de los primeros. En otras partes, lo sabía, había escenas de Zeus juzgando, de los Campos Elíseos, de la guerra de Troya y de la fundación de la mayoría de las antiguas ciudades de los helenos. Liebre Amarilla se quedó momentáneamente boquiabierta ante el esplendor que la rodeaba; mi corazón se alegró al saber que mi estoica guardaespaldas no era inmune a la belleza de Délos.

—Debo regresar a mi puesto —dijo la mensajera—. Los esperan en el Patio Púrpura: se encuentra ochocientos metros sendero abajo.

Señaló en esa dirección y luego desapareció tras una loma.

Cruzamos lentamente el paseo pavimentado de mármol, dejando atrás los templos de cúpula azul y los jardines colgantes de rosas y jacintos. Cruzamos grandes patios abiertos llenos de estantes de rollos y escritorios, rodeados de viñedos cargados de suculentas uvas. Por el camino encontramos muchas estatuas de pasados arcontes que nos contemplaban con expresiones de severa benevolencia. Todo aquel que había sido arconte de la Liga estaba representado en mármol pintado en algún lugar de la isla. Los arcontes que habían sido declarados héroes tras su muerte tenían estatuas más altas pintadas de azul o negro para distinguirlos de sus colegas mortales de color carne.

Lo único que turbaba aquel tranquilo escenario eran los burócratas y los subalternos militares, que corrían de acá para allá cumpliendo órdenes de los arcontes y tratando desesperadamente de parecer importantes para no ser degradados y enviados de vuelta a Atenas o Esparta o, Zeus los protegiera, a las provincias.

La primera vez que vine a Délos me sorprendió el gran número de gente que habitaba la isla. La mayoría de los ciudadanos de la Liga Délica creían que sus arcontes vivían alejados del tumulto de la política de la Liga para poder dedicarse a tomar las importantes decisiones necesarias para garantizar el bienestar de la gente. Ése era el motivo por el que los arcontes se habían instalado en un principio en aquella pequeña isla que una vez guardó el tesoro de la Liga, en vez de hacerlo en Atenas, con la burocracia, o en Esparta, con el alto mando. Pero a lo largo de los siglos el Gobierno de la Liga se había vuelto tan complejo y la velocidad de los viajes tan rápida, que se hizo necesario y a la vez resultó fácil que ciertos problemas, pequeños pero cruciales, fueran encomendados a los dos ejecutivos de Délos por parte de los funcionarios menores de Atenas y Esparta. Como resultado, los arcontes habían acumulado un personal que continuaba creciendo año tras año.

Un nervioso burócrata vestido con la túnica verde de los funcionarios menores nos interceptó en nuestro camino.

—Bienvenidos a Délos, comandante Ayax, comandante Jasón, capitana Liebre Amarilla —dijo—. Si me siguen por aquí, los otros ya están reunidos.

—¿Los otros? ¿Quiénes? —pregunté.

—Los otros comandantes del Proyecto Prometeo —respondió él, y nos guió por un largo sendero bordeado de narcisos hasta un patio despejado rodeado por una columnata púrpura. Ocho divanes de madera de nogal, ricamente decorados con cojines púrpura de Tiro, estaban dispuestos en semicírculo. Cuatro de los asientos los ocupaban otros tantos hombres, y dos soldados jóvenes y de aspecto atlético permanecían de pie tras ellos, observando nuestra aproximación con la cautela propia de los guardias. Parecía que sólo Jasón se había atrevido a pedir una oficial espartana para que sirviera como guardaespaldas. Varios trípodes habían sido dispuestos con bandejas de comida. Nuestro guía nos indicó el resto del camino y desapareció por donde había venido.

Yo conocía a tres de los hombres allí sentados. Egisto de Mitilene, uno de los sabios más engreídos surgidos de la Academia, y Filates, uno de los oficiales más crédulos jamás salidos de Esparta: eran respectivamente el comandante científico y el militar del Proyecto Previsión. Los dos hombres estaban reclinados, susurrando entre sí. Sin duda Egistos confirmaba a Filates que su espúreo proyecto progresaba brillantemente.

Frente a ellos, vestido con la armadura tradicional de los generales egipcios, estaba sentado Ptah-Ka-Xu, un veterano de cincuenta años que comandaba la parte militar del Proyecto Hacedor de Hombres. Alzó la cabeza y nos saludó, y luego continuó mirando a Egisto y Filates con desdén.

Junto a Ptah-Ka-Xu, casi escondido a su sombra, se hallaba un hombre a quien yo no conocía, un etíope de rostro nervioso, de no más de treinta años. Iba vestido con la túnica de los sabios y llevaba el pelo peinado al estilo ateniense, pero sus miradas furtivas de soslayo dejaban claro que no estaba acostumbrado a los cenáculos del poder.

Egisto alzó la cabeza y nos saludó como si acabara de darse cuenta de nuestra presencia.

—¿Os habéis enterado de la maravillosa noticia? —preguntó.

Jasón y yo intercambiamos una mirada. Por diferentes motivos, a ninguno de los dos nos caía bien Egisto. A mí no me gustaba la dignidad que se daba en la Academia a su especialidad, la blasfema pseudociencia de la manticología; Jasón, como cualquier espartano sensato, ponía objeciones a cualquiera que dijese ser capaz de formular augurios que decidieran cuándo llevar a cabo una acción militar. Si alguien necesitaba más pruebas de que algo iba horriblemente mal en la historia de la ciencia, no tenía más que mirar la vanidosa creencia de aquel hombre de que los humanos podían constreñir a los dioses y obligarlos a decirles el futuro.

—¿Qué noticia? —pregunté, apartándome de él para tomar un plato de comida. Seleccioné una tira de carne de carnero envuelta en crujiente hojaldre, la mastiqué un poco y me la tragué.

Egisto esperó a que terminara de comer y me volviera de nuevo hacia él. Sin duda quería ver la expresión de mi rostro.

—Nuestra parte del Prometeo es un éxito —dijo, como un padre que alardea de los logros de su hijo—. Nuestro vidente más capaz ha determinado el día y la hora exactos en que tendréis que partir hacia el Sol.

La ligera pasta se convirtió en mi estómago en un ladrillo de barro. El motivo de nuestra convocatoria estaba ahora claro: iban a enviarnos demasiado pronto debido a la obsesión de Creso por el Proyecto Previsión. Empecé a balbucear mis objeciones de costumbre, pero Ptah-Ka-Xu me interrumpió, interponiéndose entre mi «colega» y yo.

—Ayax, Jasón, permitidme que os presente a Kunati, el nuevo comandante científico del Proyecto Hacedor de Hombres.

Me di la vuelta y saludé al etíope. Él me devolvió el saludo, claramente agradecido por cualquier gesto de amistad entre tanta pugna.

—Enhorabuena —dije—. Lamento que su ascenso se produzca en tan tristes circunstancias.

—Gracias —respondió él. Retorció las manos sobre el rollo de pergamino que llevaba—. Espero poder terminar el proyecto.

—¡Lo harás, joven, lo harás! —tronó una voz estentórea que sonó como la risa de Zeus. Creso y Milcíades entraron en el patio, a una velocidad enorme para tratarse de hombres que tenían más de setenta años. Su séquito de burócratas ansiosos, cargados de rollos, apenas podía alcanzarlos.

Creso atravesó la arcada entre las columnas y todos avanzamos para saludarlo. Favoreció a cada sabio con un fuerte apretón en el brazo, el destello de una sonrisa y una muda expresión de confianza. La fuerza de su personalidad me llenó de renovada fe y pensé que, a pesar de todas las dificultades, el Ladrón Solar tendría éxito, pero luego miré a Egisto y la duda volvió a instalarse en mi mente.

Milcíades siguió a su vital camarada. El viejo soldado iba cubierto completamente por su armadura y tenía una expresión de férrea severidad que ningún espartano, excepto Liebre Amarilla, igualaba. En contraste con los rizos grises de Creso, el cabello del arconte militar conservaba aún el negro de su juventud. El único signo de edad era su rostro, arrugado y roto como un antiguo acantilado bendecido por Poseidón, el sacudidor de la Tierra.

El arconte de Esparta nos indicó que nos sentáramos. Los esclavos trajeron cuencos brillantemente pintados y decorados con figuras de las tres Parcas tejiendo las cortas vidas doradas de los héroes y los llenaron con vino diluido de Samotracia, muy aguado pero maravillosamente dulce de sabor. Liebre Amarilla me dejó para reunirse con los otros dos guardias, quienes parecían sorprendidos de tener a una capitana espartana como camarada. Milcíades la saludó con un gesto y sonrió paternalmente, una expresión a la que su rostro no estaba acostumbrado. Ella le devolvió la sonrisa, y aunque el gesto iba dirigido al anciano me reconfortó.

Los dos arcontes se sentaron. Milcíades tomó un cuenco de vino. Creso hundió la nariz en un pergamino y despidió al esclavo que le ofreció una bebida.

Un minuto más tarde, el arconte de Atenas alzó la cabeza y enrolló su escrito con el descuido que da la larga práctica.

—Ésta será la última reunión del Proyecto Prometeo.

De un pliegue de su túnica sacó tres largas tiras de papiro, y me tendió una a mí, otra a Egisto y otra a Kunati.

—Son vuestros últimos planes operativos. Tenéis que aprenderlos de memoria y entregármelos. No se hará ningún registro por escrito de este calendario. Todas las órdenes a vuestros subordinados serán orales.

Estudié la hoja de letras impresas, memorizando con cuidado fechas y horas. A la mitad, me detuve y volví a leer una línea tres veces antes de levantar la cabeza.

—Arconte, mi nave no puede llegar al Sol y regresar en sólo cuatro meses.

Creso entornó los ojos y se inclinó hacia delante como una serpiente que mira a un pájaro.

—Tu navegante dijo que podía hacerlo si le daba los impulsores de Ares.

Sentí un nudo en el estómago. Cleón nunca mentiría sobre algo así. Violaría sus juramentos pitagóricos. Pero no habría tenido en cuenta la comodidad de la tripulación durante un vuelo semejante, y sin duda estaría dispuesto a poner en peligro nuestras vidas si eso significaba reducir el tiempo de viaje.

—Arconte —dije—, mi navegante no ha terminado todavía de calcular su rumbo de vuelo y yo no he tenido tiempo de revisarlo. En este momento no puedo garantizar con mi juramento cuál será nuestro tiempo de viaje.

Kunati trinó un nervioso «Discúlpenme» que inmediatamente atrajo hacia sí la mirada de halcón de Creso.

—Arconte —dijo el tembloroso joven—, el Proyecto Hacedor de Hombre es... técnicamente un éxito. Hemos generado espontáneamente pseudohombres plenamente desarrollados en el laboratorio, pero nuestro guerrero prototipo no ha sido perfeccionado. Y no sé si podremos perfeccionarlos y reunir quinientos mil generadores y plantarlos en la frontera del Reino Medio en los dos meses que nos concede este calendario. Señor, hace muy poco que me hice cargo de este proyecto, y...

Creso descartó sus palabras con un gesto enérgico. Nos barrió con la mirada.

—Egisto, explícales la situación.

El manticólogo se sacó un papiro doblado de la manga. Lo abrió y enseñó un cuadrado de noventa centímetros cubierto de extraños símbolos escritos a mano, incluido un mapa inexacto de los planetas.

—Según nuestros resonadores deíficos, el momento del ataque debe ser dentro de cuatro meses contando a partir de mañana. Hemos probado esta hipótesis con seis métodos de pronosticación diferentes y todos dieron la misma fecha.

Creso sonrió y asintió como un cachorrito. Como si eso zanjara la cuestión.

Oh, dioses, cuando llegue el momento de juzgar a Creso, recordad la valentía de su juventud, recordad su ascenso a la Luna, tened en cuenta su trabajo sobre dinámica y uranología, que llevó a la creación de flotas de naves celestes y la exploración de las esferas. Prestad mayor atención a sus esfuerzos para dirigir la Liga en momentos difíciles, pero perdonadle su locura. Todos los grandes héroes han sufrido de ceguera de un modo u otro. Perdonad a Creso porque pensó que el futuro podía verse con la ciencia, sin la intervención de los dioses.

—Señor —le dije, esperando que los detalles prácticos pudieran disuadirlo donde ya sabía que fracasaría la teología—. No tenemos los materiales para fabricar la red solar. En ese aspecto, ni siquiera tenemos suministros para alimentarnos durante tan largo viaje.

—Ya se ha dispuesto. Comida y generadores espontáneos os esperan en la Luna. También he ordenado que la materia celeste que necesitáis sea refinada en Hermes y Afrodita. Podéis recogerla por el camino y construir la red sobre la marcha.

Miré a Jasón en busca de ayuda. Él se había cruzado de manos y estaba contemplando la cúpula. La pintura del techo representaba a Zeus expulsando a Orión de la Tierra y colocándolo entre las constelaciones en la esfera de estrellas fijas. Pude sentir el ansia en Jasón, el profundo deseo de su corazón de viajar a través de las esferas. Pero era demasiado espartano para poner en peligro su mando por cumplir ese sueño. Miró momentáneamente a Creso, luego giró la cabeza y miró directamente a Milcíades de esa práctica manera espartana que muchas veces había interrumpido un debate ateniense cargado.

—Señor —dijo—, no puedo permitir que la Lágrima de Chandra parta todavía. Tenemos serios problemas de seguridad. Incluso es posible que un miembro destacado del personal científico sea un traidor.

Milcíades frunció el entrecejo, proyectando hacia afuera su barbilla. Se volvió hacia Creso.

—La seguridad tiene precedencia sobre el calendario.

—¡No puede hacer eso! —exclamó Egisto.

Los fríos ojos grises del comandante en jefe militar de la Liga Délica se volvieron hacia él.

—¿No?

Egisto bajó la cabeza y la voz, replegándose en sí mismo como una flor.

—Tendríamos que esperar nueve años para otro día tan auspicioso.

—Entonces atacaremos en un día que no sea auspicioso —dijo fríamente el arconte—. Si te hubieras pasado la vida estudiando las batallas del pasado, en vez de las entrañas de las cabras, sabrías que se ganaron tantas batallas cuando los augurios eran malos como cuando eran buenos. El favor de los dioses no es tan fácil de adivinar como crees, y ningún hombre ha conseguido robarles el conocimiento del futuro.

Egisto sacudió la cabeza, más apenado que airado, y compartió con Creso una mirada de confianza ateniense antes de volverse hacia Milcíades.

—Arconte, esos antiguos pronósticos eran burdas predicciones, no científicas. El Proyecto Previsión es el estudio científico del futuro. Es mil veces más preciso que los farfulleos de esas mujeres locas que olfatean la bahía.

Contuve mi lengua y me pregunté cuándo se vengaría Apolo de aquel ateo por blasfemar contra su oráculo.

—Es mi decisión que esperen —dijo el arconte de Esparta.

—Y la mía es que partan —dijo el arconte de Atenas.

Milcíades y Creso se miraron el uno al otro durante un largo minuto. Había sucedido lo inevitable, como nos había pasado a Jasón y a mí mismo y a todas las demás parejas de líderes de la Liga. Los dos arcontes mantenían distintos puntos de vista, y uno de ellos tendría que ceder.

Por fin Creso rebuscó en su túnica y sacó un rollo sellado con el pavo real de hierro de Esparta. Luego metió la mano en una bolsita de piel que llevaba atada al cinto y sacó dos dados tallados en hueso. Los depositó sobre el diván de Milcíades. El arconte espartano los contempló varios segundos. Finalmente los recogió con su manaza y se los guardó dentro de la armadura.

Después se levantó y nos miró a los seis.

—Haréis todo lo posible para cumplir el calendario, pero se os dará un margen de flexibilidad. Kunati, los militares plantarán los paquetes para crear hombres a diez días de marcha de la frontera. Ayax, Jasón, tenéis diez días más para viajar al Sol y regresar. Espero que sea suficiente para permitiros resolver vuestros problemas de seguridad.

No era mucho, pero le di las gracias por ello.

—Esta reunión ha terminado —dijo Creso. Se marchó, seguido por el enjambre de funcionarios. Los comandantes de los proyectos Hacedor de Hombres y Previsión se marcharon también, acompañados por sus guardaespaldas, pero Milcíades nos indicó a Jasón y a mí que nos quedáramos. También hizo señas a Liebre Amarilla para que se acercase.

Milcíades agarró el brazo de Jasón en un gesto de despedida.

—Lamento que ése haya sido todo el tiempo que he podido concederos.

Jasón apartó el brazo y saludó formalmente. Mantuvo la mano sobre el corazón y miró a Milcíades a los ojos. Por tradición, cualquier graduado de la escuela de guerra espartana podía preguntar a cualquier otro sus motivos para una decisión militar, para que así la sabiduría de los comandantes experimentados se transmitiera a los más jóvenes.

—Señor, ¿por qué no pudiste darnos el tiempo necesario para consolidar la seguridad del Ladrón Solar? Sin duda no tenía nada que ver con esa tontería de Egisto.

Milcíades rompió el sello del rollo que Creso le había dado y se lo tendió a Jasón. Mi co-comandante lo leyó y volvió a releer con mucha atención.

—No era consciente de que la guerra iba tan mal.

El arconte asintió.

—Los medianos han conseguido un logro reciente en miniaturización. —Se volvió hacia mí—. El arma que ese asesino empleó contigo parece ser una lanza Xi portátil, aparentemente capaz de perturbar el equilibrio de los humores corporales de la misma manera que una lanza Xi grande perturba el flujo del agua o el aire.

Atesoré esta información en mi corazón y traté de encontrarle sentido. ¿Cómo podían tener nada que ver las marcas o las corrientes de aire con los humores? Traté de encajarlo con todas las otras incomprensibles piezas de ciencia mediana que había leído a lo largo de los años, pero no pude unirlas en un todo coherente. Suspiré frustrado y el espíritu de la Academia suspiró conmigo.

Milcíades volvió a enrollar el documento.

—Los medianos han estado armando a sus comandos con estas armas y los han enviado a asesinar a nuestros gobernadores, nuestros científicos y nuestros generales. En los últimos tres meses hemos perdido a los gobernadores de ocho ciudades-estado de Atlantea del Norte, también al príncipe heredero de los olmecas, al general Tideo, comandante de los ejércitos que invaden el Tíbet, y a seis de nuestros principales científicos. Si esto continúa nos quedaremos sin líderes, y el Reino Medio podrá conquistarnos a todos fácilmente.

»Creso y yo llegamos a la conclusión de que sólo un golpe rápido y decisivo, a gran escala, por nuestra parte podría desbaratar su estrategia. El Proyecto Ladrón Solar es nuestra mejor esperanza para lograrlo. Si destruís HangXou, entonces serán ellos, y no nosotros, quienes se queden sin líderes, y nuestras tropas, apoyadas por los pseudohombres del Proyecto Hacedor de Hombres, podrán poner fin a la guerra de una vez. —Había fuego en sus ojos—. Pero debemos actuar pronto, antes de que perdamos a demasiada gente insustituible. Creso me enseñó estos dados para recordarme que ha llegado el momento en que debemos correr mayores riesgos si queremos sobrevivir.

—¿Y entonces el Proyecto Previsión? —dije.

—Eso reafirma a Creso en la idea de que está haciendo lo adecuado —dijo Milcíades—. Pero la verdad es que en quien confiamos es en vosotros.

Me llevé la mano al corazón y le dirigí el saludo espartano.

 

Regresamos a la Lágrima de Chandra en el mismo trineo lunar con la misma navegante y los mismos guardias, pero en medio de un silencio más pesado. Viajamos principalmente en la oscuridad, alcanzando la noche en mitad del Atlántico, y luego sobrevolamos la negra extensión de Atlantea. Llegamos a mi nave y al regreso de la luz del Sol muy por encima del Océano Occidental. Mil seiscientos kilómetros bajo nosotros se encontraban las islas que controlaba indisputablemente el Reino Medio; por delante se encontraban Asia y los hogares del enemigo.

Contemplando el amanecer desde mil seiscientos kilómetros por encima de la mitad del mundo que no controlábamos, respirando el rarificado aire superior, reflexioné sobre los acontecimientos de Délos. Los arcontes habían depositado su confianza en mí, y era mi deber, jurado ante Atenea y Zeus, no defraudar esa confianza. Pero Ramonojon también había depositado su confianza en mí, y era igualmente mi deber ayudarlo. Esperaba no tener que elegir entre ambos.

Volamos hasta situarnos encima de la Lágrima de Chandra y luego empezamos a descender; me asomé por el costado del trineo para ver la pequeña gota perlada convertirse en la brillante plata de mi nave. Esperaba ver el habitual hervidero de actividad, no las unidades de guardias patrullando por toda la nave, de proa a popa, de babor a estribor, algunos entrando en las cuevas, otros saliendo. Parecía como si todos los soldados de Jasón estuvieran de patrulla.

Siguiendo mis instrucciones la piloto posó el trineo cerca de la torre de navegación, donde había patrullando más de una docena de soldados. Jasón, Liebre Amarilla y yo nos desatamos y pasamos de un trozo de Luna a otro. El trineo desapareció en el cielo, mientras Jasón llamaba a los guardias y exigía saber dónde estaba Anaximandro.

—En la colina, señor. —El hombre tenía los ojos hinchados, como si no hubiera dormido en los dos días que habíamos estado fuera.

Nos dirigimos rápidamente a popa, cruzándonos con más patrullas. Nos saludaron vigorosamente, y detecté más de una mirada agradecida hacia Jasón. Llegamos al patio de mando y encontramos al jefe de seguridad de pie a la sombra de la estatua de Alejandro, leyendo un puñado de papeles.

—¡Informe! —ordenó Jasón.

Anaximandro se puso firmes y saludó.

—Se ha puesto en marcha una estrategia de seguridad absoluta, comandante. Se han desplegado contingentes de guardia cuádruples en todo momento. Todos los hombres disponibles están en patrullas aleatorias.

Tan grande era su confianza en sus osados y dramáticos procedimientos que no se daba cuenta de que con aquello sólo conseguiría agotar a los soldados y disminuir la eficacia de la tripulación.

Jasón inspiró profundamente, y noté que su malestar por el exceso de celo de Anaximandro irradiaba de él como el calor de un fuego.

—Diles a los hombres que descansen —dijo Jasón—. Reduce la guardia a la mitad, y rebaja las patrullas aleatorias a una vez cada cuatro horas.

—Sí, comandante.

—¿Algo más que deba saber?

—Sí, señor —dijo Anaximandro—. Las habitaciones del prisionero Ramonojon han sido selladas, pero no las he registrado todavía. Supuse que querría encargarse usted mismo de eso.

Jasón se frotó la fina barba.

—Correcto, jefe de seguridad. Lo haré ahora. —Se volvió hacia mí—. Ayax, ¿qué vas a...?

—Voy contigo.

Jasón me condujo hasta la estatua de Aristóteles y me habló en voz baja, para que Anaximandro no pudiera oírlo. Por encima de mi cabeza el modelo del universo que el héroe tenía en la mano continuaba su inexorable girar, marcando el paso del tiempo.

—Ayax, tienes demasiadas cosas que hacer para perder el tiempo con esto. Tenemos que estar listos para partir la semana que viene si queremos tener alguna esperanza de cumplir lo previsto.

—Jasón de Esparta —dije con la formalidad de un comandante hablando a otro comandante—, no intentes decirme cuál es mi deber. Si Ramonojon es culpable entonces todo el trabajo que ha hecho en esta nave tendrá que ser revisado por los otros dinamicistas y habrá que alterar la nave para deshacer el daño que pueda haber causado. Si no es culpable, quiero que se le libere inmediatamente para que termine su trabajo.

—Ayax de Atenas, ¿no confías en que cumpliré con mi deber al dirigir este registro? —preguntó él, devolviendo desafío por desafío.

—Confío en ti, Jasón —dije yo, en un tono más amistoso—. Pero no conoces a Ramonojon tan bien como yo, ni has sido adecuadamente instruido en asuntos de ciencia para interpretar lo que encuentres allí.

Él me miró un momento y luego me agarró por el codo.

—Agradeceré tu ayuda en este registro —dijo—. Pero recuerda que se trata de un asunto principalmente militar, no científico.

—De acuerdo —dije yo, agarrándole a mi vez el codo.

Así, los cuatro (Jasón, Anaximandro, Liebre Amarilla y yo) nos dirigimos a la parte de babor de la colina, hacia el círculo de cúpulas de bronce que albergaban las habitaciones del personal veterano, atravesamos la cortina de la antecámara de Ramonojon y entramos en la cueva donde vivía mi amigo y subordinado.

Yo no había vuelto a entrar en el hogar de Ramonojon desde nuestras vacaciones, y me sorprendieron los cambios que había hecho desde nuestro regreso. En vez de los ricos tapices que describían escenas del Mahabarata, las paredes estaban cubiertas de sencillas mantas nocturnas de lino. En lugar de la gruesa alfombra dorada bordada con complejos trazos negros, rojos y azules que, aparentemente, representaban alguna sutil y desconocida estructura, había una esterilla marrón tejida con cañas de papiro sin secar. Incluso las suaves almohadas de pluma de cisne donde normalmente se reclinaba habían desaparecido: en su lugar había un simple jergón.

Pero lo más sorprendente por su ausencia eran las cuatro docenas de estatuas de los principales dioses hindúes con las que Ramonojon había poblado divinamente su cueva.

Alineados en la pared de proa, en sustitución del altar a Shiva, había tres grandes cofres de roble, sin adornos. Ocupaba la pared de popa, donde antes había una serie de estatuas describiendo a Vishnu como dios y cada una de sus formas de avatar, un sencillo escritorio de pino sin pintar.

Jasón y Anaximandro abrieron los cofres y empezaron a rebuscar sistemáticamente en ellos. Sacaron ropa, rollos, tinteros, plumas, pinceles, toda la parafernalia habitual del erudito. Mientras tanto, la capitana Liebre Amarilla pasó metódicamente las manos por los tapices, buscando algo oculto.

Yo los observé un rato, tratando de encontrar sentido a lo que le había sucedido a esa habitación. Aquél no era el hogar del Ramonojon que yo había conocido. Ese hombre tenía un ojo especial para la belleza y sentía un profundo amor por el arte de su patria. Recientemente había recopilado y mostrado públicamente muchas estatuas de los dioses hindúes. ¿Por qué se había deshecho de ellas? ¿Y cómo las había eliminado sin que nadie lo advirtiera?

—¿Jefe de seguridad? —dije, desviando a Anaximandro de una montaña de túnicas amarillas.

—¿Sí, comandante?

—¿Observaron tus hombres a Ramonojon desde que regresó de sus vacaciones?

Su cara se torció ligeramente en una sonrisa sibilina, como si siempre hubiera sabido que Ramonojon era un espía y estuviera esperando que los demás nos diéramos cuenta.

—De manera intermitente.

—¿Se le vio alguna vez arrojando algo por la borda?

Anaximandro sacó un grueso rollo de una cajita que llevaba atada al cinto. Lo abrió y lo leyó hasta el final antes de contestar.

—Es posible, comandante. Se me informó de que el dinamicista jefe Ramonojon había pasado varias noches asomado a babor durante el tiempo en que estuvo usted ingresado en el hospital. Pero mis hombres no se acercaron, ni lo vigilaron constantemente.

—Gracias.

Apenas podía imaginarme a Ramonojon haciendo algo tan blasfemo como arrojar a sus dioses por la borda, pero era la única explicación que se me ocurría.

Anaximandro regresó a las prendas. A falta de otra cosa mejor que hacer, abrí los cajones del escritorio y empecé a curiosear entre los rollos de Ramonojon, separando lo científico de lo personal.

—Lo he encontrado —dijo Liebre Amarilla.

Todos nos volvimos a mirar. De detrás de uno de los tapices sacó una cajita de madera de uno de cuyos extremos sobresalían agujas de oro y plata. Desde luego parecía la lanza Xi personal que se había utilizado contra mí, pero ¿quién podía decirlo con la tecnología mediana?

—Ahí tenemos nuestra prueba —dijo Anaximandro, anotando en su rollo de vigilancia con el sucinto placer de un trabajo bien hecho.

—No tan rápido —repliqué—. Ramonojon lleva dos días arrestado. Cualquiera podría haber colocado esto aquí.

—La seguridad ha sido perfecta —dijo Anaximandro fríamente.

—¡Seguid buscando! —rugió Jasón. Los dos oficiales acataron al instante la orden de su comandante.

Regresé a los pergaminos, desenrollándolos uno a uno, leyendo un poco y luego devolviéndolos a la mesa. Me detuve cuando encontré un ejemplar del Ramayana. Ramonojon me había prestado esa epopeya muchas veces y conocía el tacto de aquel papiro concreto. Era más pesado que la última vez que lo sostuve.

Desenrollé el pergamino despacio, repasando las palabras familiares en sánscrito. Dentro del documento encontré otro papel enrollado. Un sello de plomo roto con dos peces mordiéndose las colas adornaba el final del papel.

Aquel rollo estaba también en sánscrito, pero no era letra impresa, sino la propia escritura de Ramonojon, con los concienzudos trazos que empleaba cuando quería copiar algo con exactitud. Leí las primeras líneas y me quedé lívido.

Los cambios de la habitación y las preguntas de Ramonojon sobre ética por fin cobraron sentido. Ese pergamino demostraba que no era el espía, pero también contenía la prueba evidente de que había cometido otro tipo de ofensa que la Liga no iba a perdonar.

Casi abrí la boca para declarar lo que había encontrado. Ahora me pregunto qué habría sucedido si lo hubiera hecho. ¿Estaría sometido ahora a juicio si hubiera hablado entonces? No puedo decirlo. Sí sé que tomé mi decisión sin que me impulsara ningún dios. Tal vez estaba tejido en el hilo de mi destino, pero prefiero recabar la culpa para mí. Pues en ese momento en que el deber con el Estado y el deber con un amigo se opusieron, decidí equilibrarlos ambos, recordar mis dos juramentos y hacer todo lo que estuviera en mi mano para mantenerlos.

Enrollé el pergamino y me lo guardé en la túnica. Gracias a Hermes, patrón de los ladrones, los demás estaban demasiado ocupados con el registro para advertir lo que había hecho. Miré a los tres soldados que destrozaban metódicamente la habitación de Ramonojon, preguntándome si alguno de ellos podría ayudarme con aquello. Sabía que Anaximandro era demasiado ambicioso. Consideraba a Liebre Amarilla demasiado espartana. Mis ojos se dirigieron hacia Jasón; era mi amigo, pero también él colocaba el deber con el Estado por encima de todo lo demás. Llegué a la conclusión, errónea como se demostraría, de que tendría que encargarme yo solo del asunto.

Ellos terminaron el registro poco después.

—Tenemos todas las pruebas que necesitamos —dijo Anaximandro, empuñando el arma taoísta como si fuera una antorcha que arrojara luz sobre la culpa de mi amigo—. Debemos enviar a Ramonojon a Esparta para que sea juzgado.

Jasón estaba a punto de asentir cuando interrumpí.

—Comandante Jasón —dije formalmente—, como comandante tuyo exijo hablar con mi subordinado en privado para descubrir la verdad.

Jasón me miró apesadumbrado. Yo le devolví la mirada. Pude sentir a Atenea colocar el manto de su presencia sobre mi espalda, y la expresión de Jasón se convirtió en un gesto introspectivo.

—¿De verdad crees que Ramonojon es inocente? —preguntó.

—Lo creo. Y no puedes negarte a mi demanda.

Él asintió.

—Pero yo sí —intervino Liebre Amarilla—. Va contra mis órdenes dejarle a usted a solas con un enemigo potencial.

—Capitana Liebre Amarilla... —dije, pero mi voz se apagó. No se podía contradecir el implacable tono de su voz, ni contravenir las órdenes de los arcontes—. Muy bien —dije por fin—. Pero me asistirá sólo como guardaespaldas.

—Por supuesto.

—Entonces no le importará entender o no el idioma en el que hablemos.

Esperaba que ella fuera a poner objeciones a este subterfugio, pero me sorprendió.

—En absoluto, comandante —dijo—. Estaré allí solamente para proteger su vida.

La prisión de la Lágrima de Chandra consistía en cinco pequeñas cuevas bajo la colina, conectadas a la superficie por un largo túnel por el que apenas pasaba un hombre. Una puerta de acero cerraba cada cueva y otra la salida del túnel. Dos guardias permanecían apostados en lo alto y otros dos patrullaban el pasillo ante las celdas. Hasta que recogimos al médico mediano, la prisión sólo se había utilizado para castigar infracciones de poca importancia por parte de los soldados, así que yo nunca había tenido ocasión de bajar a aquella estrecha y ominosa caverna.

Liebre Amarilla me acompañó hasta la celda de Ramonojon, una cueva pelada de tres metros de lado. Las paredes y el suelo tenían tiras de cuero para amarrar a los prisioneros cuando la nave se movía, pero no había mantas de noche para apagar el brillo plateado. Esperé que Ramonojon hubiera podido dormir con el resplandor.

Lo encontramos sentado en el suelo, con las piernas cruzadas. Tenía los ojos cerrados y las manos sobre las rodillas, las palmas hacia arriba.

—Ramonojon.

Abrió los ojos.

—Es hora de que hablemos.

—Sí, Ayax, supongo que sí.

Me volví hacia Liebre Amarilla.

—¿Habla usted hindi?

Ella asintió.

—¿Farso? ¿Etrusco? ¿Egipcio? ¿Fenicio? ¿Hebreo?

Repasé la docena de lenguajes que Ramonojon y yo compartíamos, hasta descubrir por fin que ella no hablaba asirio. Fue un alivio; de otro modo habría tenido que hablar con Ramonojon en el dialecto hunán del Reino Medio. No creía que a la capitana Liebre Amarilla fuera a gustarle oírme hablar a un espía en la lengua del enemigo.

—Descubrí el Diamante Sutra entre tus pergaminos —le dije a Ramonojon—. No comprendo por qué no querías decirme que te habías hecho budista.

—La Liga no nos aprecia —dijo él, comprensivo—. Deberías entregarme. De lo contrario, te ejecutarán a ti también por albergar simpatías budistas.

Sentí un arrebato de orgullo por no haber entregado a mi amigo a los espartanos pese a practicar la única religión proscrita por la Liga. Un siglo atrás el budismo se había hecho tan popular en la India que esparció el pacifismo por toda la franja oriental de la Liga y la franja occidental del Reino Medio. Tanto la Liga como el Reino contraatacaron ejecutando a miles de maestros y monjes budistas. La posesión del Diamante Sutra o de cualquier otro tratado budista merecía la ejecución a los ojos de Esparta.

Pero a pesar de su ilegalidad, lo cierto era que los budistas se oponían a la guerra. Ninguno de ellos espiaría por cuenta de los medianos, y ninguno participaría en un asesinato. Por eso supe que Ramonojon era inocente de los cargos de los que le acusaban, aunque difícilmente podría emplear ese argumento en su defensa. El único resultado sería que lo ejecutarían por un crimen en vez de por otro.

—¿Por qué te convertiste? —pregunté.

—Es difícil de explicar —dijo él—. Nunca te he contado cuánto ha llegado a preocuparme mi trabajo a lo largo de los últimos años. Todas las naves que he tallado, todas las muertes que he causado. Me decía a mí mismo que mi dharma era hacer este trabajo. Pero durante los tres últimos años, trabajando en el Ladrón Solar, me ha estado acosando la visión de HangXou ardiendo, y entonces, en estas vacaciones...

Hizo una pausa, descruzó las piernas e inclinó la cabeza entre ellas.

—Déjame empezar de nuevo. ¿Sabes algo del budismo Xan?

—No —dije. Era una secta de la que no había oído hablar.

—Fue fundado hace unos quinientos años por budistas y taoístas en la frontera entre la India y el Reino Medio.

—¿Taoístas? ¿Qué tiene que ver el budismo con la ciencia mediana?

—Taoístas de las montañas —dijo él—. Son filósofos, no científicos. El Reino Medio los aprecia tanto como la Liga a los platónicos. Cuando estuve en casa de vacaciones, me encontré con un amigo de la infancia al que no veía desde hacía años; en ese momento no supe que había estado en el Tíbet aprendiendo el camino óctuple. Le hablé de mi trabajo y mis preocupaciones, y él me presentó a un maestro Xan. En vez de empezar con el budismo, empezó con el Tao. Me hizo ver la locura que es el Ladrón Solar mostrándome que estábamos rompiendo el equilibrio del yin y el yang.

—He visto esas palabras en textos científicos taoístas que hemos capturado. ¿Qué significan?

—El yin y el yang son aparentemente opuestos... fuerzas es el término que los define mejor, aunque dista mucho de ser exacto. Lo importante es que su oposición es una ilusión. De hecho, trabajan juntos. Cuando están en equilibrio, se sigue el Tao, es decir, el camino. Cuando no se sigue el Tao, se produce la destrucción para todo el mundo. El Ladrón Solar es parte de esa destrucción.

No comprendí nada de lo que dijo, pero estaba claro que era importante para él. Pero una cosa me preocupó.

—Si consideraste que ya no podías seguir trabajando en el Ladrón Solar, ¿por qué regresaste?

—Mis aprendices podían continuar el trabajo sin mí. Mi esperanza al regresar era convencerte de que abandonaras el Ladrón Solar. Era la única forma de deshacer el daño que ya había hecho, la única manera de impedirte matar a toda esa gente. Pero regresaste con asesinos siguiéndote, con una espartana por guardaespaldas y cargado de recelo. ¿Cómo podía hablarte de que dejaras el trabajo sin que me consideraras un espía del Reino Medio?

—Así que cambiaste de táctica —dije—. Intentaste frenar el trabajo convenciéndome de que el diseño de la red de Mihradario es defectuoso.

Un destello de fuego regresó a sus ojos abotargados.

—Es defectuoso. Si usas esa red, harás naufragar esta nave.

—¿No encajaría eso en tus planes?

—No —dijo él—. No son sólo las muertes lo que debe terminar, es la decisión de matar. ¿No lo ves? Si no hubiera dicho nada sobre el error de Mihradario, sería responsable de tu muerte y de la de todas las personas que están a bordo.

Creí la mayor parte de lo que decía, pero no su afirmación de que había algún defecto en la red. Me pareció que lo más conveniente para los fines de Ramonojon era hacerme dudar de Mihradario, porque sin el persa el Ladrón Solar tendría que ser suspendido.

—Haré lo que pueda para liberarte —dije—. Pero tengo que continuar con el Ladrón Solar. Es mi deber, mi dharma.

—Comprendo. Pero sigo esperando que cambies de opinión.

Me volví hacia Liebre Amarilla.

—Vámonos —le dije en helénico.

Ella asintió y me siguió a través de la puerta de acero. Subimos lentamente por el pasadizo y llegamos a la superficie, y luego nos encaminamos hacia mi oficina. Esperé que ella me preguntara de qué habíamos discutido Ramonojon y yo, pero guardó silencio.

Me senté ante mi mesa y contemplé el techo mientras trataba de digerir la entrevista. Liebre Amarilla ocupó su lugar de costumbre junto a la puerta, quieta y sagrada como una estatua.

Unos cuantos minutos de contemplación me llevaron a la conclusión de que tenía que impedir que enviaran a Ramonojon a ser juzgado a la Tierra mientras los demás viajábamos hasta el Sol. Era la única opción que me daría tiempo para demostrar su inocencia y llevar al Ladrón Solar a buen término.

—Capitana —le dije a Liebre Amarilla—, ¿quiere por favor enviar un mensajero para que pida a Jasón y Anaximandro que se reúnan aquí conmigo?

—Sí, comandante —respondió ella. Abrió la puerta y llamó a uno de los esclavos mensajeros que esperaban en la biblioteca.

Jasón llegó de inmediato. Le pedí que esperara a que apareciese el jefe de seguridad. Anaximandro tardó varios minutos, y explicó que había estado pasando revista a las tropas.

—He tomado una decisión en lo referente a Ramonojon —dije, manteniendo la mirada fija en Jasón—. Sé que no es el espía, pero no puedo proporcionar ninguna prueba.

Ninguno de ellos habló, así que continué:

—Me niego a permitir que lo enviéis a la Tierra para ser juzgado.

—¿Negarse? —dijo Anaximandro—. Comandante Ayax, éste es un asunto militar. No puede contravenir esta orden.

Me volví hacia Jasón.

—Pero tú sí —dije.

—Cierto —respondió Jasón—. Pero debo tener un motivo.

—No puedo darte ninguno. Pero te juro por Atenea que si no haces lo que pido, dimitiré de mi cargo y el Ladrón Solar no se completará nunca.

Ares se alzó tras los ojos de mi co-comandante, y la furia de la guerra sonó en su voz.

—¡Ayax! ¿Cómo puedes decir eso después...? —Se interrumpió, pues no quería dejar que Anaximandro oyera lo que nos habían dicho los arcontes—. Ayax de Atenas, tienes un deber jurado.

—Tengo dos deberes jurados —dije—. Al Estado y a mi amigo.

Jasón me miró con el entrecejo fruncido, pero yo mantuve mi postura y, gradualmente, sus rasgos se suavizaron, mientras Atenea reemplazaba a Ares en su mente.

—No puedo dejar que Ramonojon salga de la cárcel sin pruebas —dijo.

—De acuerdo. Pero lo mantendrás en esta nave.

—Muy bien.

—Jefe de seguridad —le dije a Anaximandro—, tus hombres seguirán investigando. Todavía hay un espía a bordo. Quiero que lo encuentren rápidamente. Partimos para el Sol en cuestión de días.

—Pero... yo creía...

—Eso es todo, jefe de seguridad.

—Sí... comandante.