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En el agua helada del arroyo subterráneo nos lavamos por primera vez desde el naufragio de la Lágrima de Chandra. El agua corriente, pura y clara, lavó de mi cuerpo el polvo acumulado tras las largas semanas de trabajo que había pasado intentando regresar a la Tierra. Con jabón de potasa y un paño de burdo lino eliminé el polvo lunar que se me había pegado a la piel, y lo vi flotar a través del agua, añadiendo un plateado brillo de espejo al transparente arroyo.
Cuando las acumulaciones celestes fueron eliminadas de mi cuerpo, me tendí de espaldas, flotando en el río helado. Los últimos vestigios de las píldoras de supervivencia me permitieron bañarme cómodamente en aquella nieve recién derretida. Me relajé y escuché a través del fluir del agua el reconfortante latido del corazón de Gea, madre de todas las cosas; el profundo pulso de la Tierra sobre mis sienes me dio la bienvenida a los pliegues de su regazo.
Unos cuantos metros corriente abajo, Liebre Amarilla limpió metódicamente su cuerpo con un cepillo de bambú que había encontrado en una de las chozas, hasta que su piel brilló dorada. Luego se soltó las trenzas y se lavó el pelo en las aguas plateadas hasta que brilló como alas de cuervo a la luz de la Luna.
Fan había encendido una pequeña hoguera al fondo de la caverna, y Liebre Amarilla y yo nos acurrucamos allí para secarnos mientras el anciano taoísta se metía en el arroyo para lavarse. A solas con Liebre Amarilla, me acerqué a ella y le susurré al oído.
—Hay un secreto que debo contarte —dije—. Tendrás necesidad de él en caso de que no vivamos después de mañana.
Ella volvió hacia mí su mirada dorada, y sentí su espíritu entrar en mi corazón a través de sus ojos y discernir la naturaleza de lo que deseaba contarle.
—Ayax —dijo, sus palabras susurradas, suaves como la brisa pero afiladas como la mordedura del viento de invierno—, ¿traicionarás tu juramento ante los dioses?
—No. No habrá ninguna traición, pues aún estamos en el Hades y es mi deber ayudarte a escapar.
Ella asintió despacio y acercó el oído a mis labios. Le susurré el secreto de los misterios órficos, contándole a aquella que había protegido mi vida cómo librar su alma del reino de los muertos.
Me presento ahora ante vosotros y declaro que mis palabras a Liebre Amarilla no fueron ninguna violación de mi juramento. Pues fue por el secreto del misterio que Jasón me había encomendado el deber de asegurar nuestra supervivencia, y ese deber no se había cumplido todavía cuando le dije esas palabras a Liebre Amarilla, iniciándola en la sagrada banda de aquellos que conocen el verdadero camino de Orfeo. Y entregado ese secreto ya no temí lo que pudiera desprenderse de mis acciones. Desde ese punto hasta ahora, ni yo ni ninguno de aquellos que me acompañaron temieron que la vida o la muerte cayera sobre nosotros.
Un poco después, Helios se posó sobre la cordillera, al oeste, pero los dos fragmentos de Sol todavía dieron luz a nuestra montaña, bengalas gemelas que guiaron a Jasón y Ramonojon de vuelta tras sus embajadas. Limpios y vestidos, Liebre Amarilla, Fan y yo salimos a saludarlos y ayudarlos a atracar el trineo lunar en el saliente situado ante la cueva.
—¿Cómo os ha ido? —pregunté a mis mensajeros una vez que entramos al refugio de la caverna.
—Al principio los medianos se mostraron reacios a enviar una delegación —dijo Ramonojon, arqueando la espalda y frotándose los hombros—. Estaba claro que sospechaban alguna trampa. Pero cuando les dije que Fan estaba vivo y era responsable en parte de nuestro regreso, su general decidió que tenían que venir a averiguar qué hacía que mereciera la pena arriesgar las vidas de sus familiares.
—Creo que no se sentirá decepcionado —dijo Fan—. Y si todo va bien, creo que mi familia sobrevivirá.
Me volví hacia Jasón. Él metió la mano en el río y bebió copiosamente el agua plateada. Luego se secó los labios.
—El general Antíocles, comandante del escuadrón de naves celestes que nos persigue, estará aquí. Está ansioso por descubrir la causa que hace que dos oficiales espartanos y un sabio ateniense se aparten de sus deberes.
—Bien hecho —dije yo—. Ahora, acercaos. Tenemos mucho que hacer antes de mañana.
Siguiendo mis indicaciones, Ramonojon nos buscó unas hojas de papel de arroz, unas cuantas plumas de bambú, una docena de barras de tinta roja y unos cuantos tinteros que los budistas habían dejado. Fan y yo nos sentamos en el suelo alfombrado de pieles de la choza más grande, apoyamos el papel en las tablas de madera y empezamos a escribir.
A la luz de los fragmentos del Sol que iluminaban la cueva a través de las nubes, redactamos el puente entre nuestras ciencias. Fan, acostumbrado a escribir con pinceles, se equivocó unas cuantas veces escribiendo caracteres del Reino Medio a pluma. Y mi mano resbaló ocasionalmente, ya que no estaba acostumbrado a tener en la mano una pluma de bambú en vez de una pluma de ave. Pero los inconvenientes de nuestras envolturas mortales fueron fácilmente superados por la comprensión que fluyó de nuestras almas a las páginas durante aquella larga y brillante noche.
Cuando Helios se alzó por Oriente para saludar a sus hijos secuestrados y encadenados a la montaña, yo había cubierto treinta hojas de papel con textos y fórmulas helénicos mientras que Fan había llenado cinco hojas con los más compactos caracteres del Reino Medio.
—Ahora debemos prepararnos para recibir a nuestros invitados —dije.
Jasón y Liebre Amarilla se vistieron con sus armaduras, que habían limpiado y bruñido durante la noche. Sus placas espartanas con el estandarte de hierro del pavo real de Hera colgaban noblemente de sus cuellos y las crestas de pelo de caballo de sus cascos se alzaban rectas y firmes. Durante la noche Ramonojon había remendado los agujeros de la ajada túnica de seda de Fan y devuelto la dignidad al atuendo del anciano. Mi amigo indio también había lavado mi túnica de erudito, devolviéndole la blancura y reavivando la orla azul ateniense. En el hombro derecho me coloqué mi placa de mando, orgulloso de lucir la lechuza de Atenea.
El propio Ramonojon se vistió con una sencilla túnica azafrán de budista. El atuendo amarillo declaraba silenciosa pero osadamente su separación de la Liga y del Reino.
Tres horas después del amanecer, nos preparamos para recibir a los visitantes. Esperamos en la entrada de la cueva, de cara al exterior: Fan y yo juntos en el centro, Ramonojon detrás de mí, a la izquierda, Liebre Amarilla y Jasón flanqueándonos. Los espartanos permanecían firmes, con sus relucientes espadas de acero desnudas ante sí en la postura tradicional de una guardia de honor.
Se alzó el viento delante de la cueva, levantando remolinos de nieve. En mi corazón sonó un trueno. Algo grande y terrible se alzó dentro de mí, creciendo en tamaño hasta que llenó todas las cavernas de mi espíritu. Toda mi mente fue barrida por los sonidos y visiones de una vasta tormenta; pero el tumulto de mi corazón no me preocupó, pues por el poder de esa divinidad que gobierna los cielos me planté por encima del estruendo de los truenos y más allá de la cegadora fuerza del relámpago.
Volví la cabeza a la derecha y vi a Fan de pie en medio de la tranquilidad, una amable corriente de vientos de céfiro en primavera, pero grave y sonora como las mareas de las profundidades del océano. Me estaba mirando y, a través de mis ojos y a través de sus ojos, la grandeza que nos acompañaba a cada uno observó a la otra durante un rato, y luego se extendió a través de las corrientes de neuma que nos unían luz a luz y aliento a aliento, y se tocaron.
—Ayax —dijo Jasón desde muy lejos—. Aquí están.
Me volví hacia la entrada de la cueva. Un gran trineo lunar había aterrizado fuera. Junto a él flotaba enroscada una cometa dragón, gravitando sólo a noventa centímetros sobre el suelo. Las delegaciones salieron de sus transportes y en dos columnas entraron en la cueva. Por la derecha vinieron los hombres de la Liga Délica guiados por un general espartano y un sabio ateniense, ambos con placas de mando. No conocía al espartano, pero el ateniense era un hombre de sesenta años llamado Polícrates. Habíamos trabajado juntos algunos años antes en el estudio de la ciencia mediana: era un hombre de mente ágil y gran devoción. Pude sentir que la mano de Atenea estaba detrás de su presencia allí.
Detrás de estos dos líderes llegaron una docena de soldados con armaduras ligeras de infantería, espadas y lanzadores envainados, y al final de las filas iban dos mujeres jóvenes vestidas con túnica de eruditas. El general saludó a Jasón y Liebre Amarilla y ellos devolvieron el saludo. Polícrates me miró con curiosidad, como si esperara adivinar el significado de mis acciones.
Por la izquierda entraron diez soldados del Reino Medio vestidos con armaduras de seda marrón: llevaban las espadas envainadas a la espalda y lanzas personales Xi enfundadas en sus cinturones. Detrás de ellos venía su general, un hombre alto y de mediana edad vestido con una ligera cota de acero que se movía como tela siguiendo los movimientos de su cuerpo. Luego llegaron dos hombres más jóvenes vestidos con túnicas similares a la de Fan. Miraron con incertidumbre a mi compañero, y luego inclinaron ligerísimamente la cabeza.
Fan y yo contemplamos las delegaciones un momento, dejando que los espíritus de nuestro interior fluyeran para tocar los corazones de los hombres que habían venido a escuchar. El sonido del viento en el exterior se mezcló con el trueno que rugía en mí, y el rumor del arroyo de la montaña se unió a la armonía del Xi que fluía de Fan, llenando a todos los presentes con la canción del Cielo y la Tierra.
—Habéis venido por los fragmentos solares —dije yo, y el trueno se alzó en mis palabras—. Podréis llevároslos cuando vuestros científicos hayan leído estos papeles.
Liebre Amarilla dio un paso al frente y entregó mis escritos a Polícrates, mientras que Jasón llevó el trabajo de Fan a los científicos del Reino Medio.
Los eruditos abrieron las hojas con cautela. Empezaron a leer con moderada curiosidad que fue rápidamente sustituida por una ávida fascinación.
—¡Ayax! —dijo Polícrates, mirándome, el rostro pintado de asombro—. ¿De verdad has hecho esto?
—Sigue leyendo.
Una de sus subordinadas señaló las primeras páginas.
—Aquí hay un experimento que podríamos hacer esta noche —dijo—. Tenemos todo el equipo en las naves.
Sonreí levemente. Los primeros experimentos en los papeles de Fan y los míos estaban diseñados para que el complemento normal de científicos que acompañaban a cualquier ejército de cualquiera de los dos imperios pudiera hacerlos. Los experimentos posteriores requerirían los laboratorios de Atenas o de HangXou y la atención de docenas de científicos.
Como yo ya sabía, la animación y el asombro de los científicos creció a medida que leyeron los trabajos.
Escribir la parte científica de la tesis había sido sencillo. Había sido mucho más difícil colocar sutilmente dentro de las páginas las referencias históricas que demostraban cómo los dos imperios habían llegado a un conflicto eterno, y por qué ambos bandos pensaban que estaban perdiendo la guerra. Clío me había advertido que ninguno de los que ahora estaban vivos entendería esas palabras, pero, si como Atenea había prometido la ciencia que les estábamos ofreciendo eliminaba la desesperación de la Liga Délica y del Reino Medio, entonces, en algún momento, quizás al cabo de treinta años, de cincuenta o incluso de un siglo, habría sabios capaces de leer los significados ocultos de mi texto, que se adelantarían para hablar de historia en el bosquecillo de la Academia.
Ambos grupos de eruditos terminaron de leer aproximadamente al mismo tiempo, y ambos se volvieron para hacernos preguntas. No les di la oportunidad.
—Toma —dije, tendiendo otra hoja de papel de arroz a Polícrates, mientras Fan hacía lo mismo con uno de los científicos del Reino Medio. El papel que ofrecí enseñaba cómo sujetar una red solar a una nave celeste usando una disposición similar a nuestros controles de la Reproche del Fénix. El diagrama de Fan enseñaba cómo guiar un fragmento entre varias cometas de combate por un pasillo de aire rarificado tendido a través de una corriente de Xi reforzada; también explicaba cómo crear ese pasillo usando muestras de oro-fuego capturado.
—Os instruirán para recuperar los fragmentos del Sol —dije—. Tomadlo y marchaos.
—Pero... —dijo Polícrates.
—¡Marchaos! —rugió la voz de Zeus desde mis labios.
Ambos grupos se retiraron de la cueva, y el espíritu que se alzaba en mi interior los acompañó para asegurarse de que recogían el fuego del Sol y se marchaban, llevando a sus casas los secretos que les habíamos entregados. Cuando el trueno abandonó mi corazón, Atenea volvió a aparecer y me susurró que no habría ninguna batalla ese día: ningún general se arriesgaría a perder lo que le habíamos dado por intentar detener al enemigo.
Una hora más tarde el brillo de fuego en la cima de la montaña que había pintado el cielo de un rico rojo dorado disminuyó y acabó por desaparecer.
—Se han llevado los fragmentos del Sol —dije—. Lo hemos conseguido.
—¿Qué has hecho? —preguntó Jasón.
—He cambiado el rumbo de la guerra —dije—. De una pugna desesperada entre dos bandos que no pueden comprenderse, y que por eso no pueden sino batallar, ha pasado a ser un conflicto entre naciones que crecerán para comprenderse mutuamente, y por eso no necesitarán pelear por todas las cosas y no necesitarán tratar al universo entero como material para su lucha.
—No lo comprendo —dijo Jasón, contemplando el Sol y siguiendo el camino de Helios con sus ojos románticos.
—Durante nueve siglos la Academia ha justificado ante sí misma su fracaso a la hora de comprender la ciencia taoísta declarando que una vez que el Reino Medio fuera conquistado sus sabios podrían aprender todos los secretos de ese estudio. Pero al darles lo que he aprendido de la ciencia taoísta, he encendido un fuego que ha quemado esa excusa, una llama de investigación que consumirá todas las mentes de la Academia. Novecientos años de deseo acumulado estallarán, llenando a cada académico de cada campo de la necesidad de comprender a homólogos del Reino Medio. Una nueva forma de gloria surgirá en la Academia; se nombrarán héroes por sus avances en ciencia taoísta en vez de solamente por sus trabajos militares.
Hera se posó sobre los hombros de Liebre Amarilla y la divinidad añadió profundidad a su voz.
—Y Esparta aceptará que la naturaleza de esta guerra ha cambiado y que, de ser un conflicto eterno ha pasado a ser una pugna intermitente, que de ser una batalla continua por un objetivo final ha pasado a ser un conjunto de luchas ocasionales sobre objetivos específicos. La gloria de la guerra se elevará a nuevas alturas, además, cuando los héroes de Esparta ejecuten grandes hazañas que no serán olvidadas en un año o un siglo o un milenio.
—Y en las pausas de la batalla —dijo Ramonojon, sentado pacíficamente en el suelo, envuelto en su túnica azafrán—, ambos bandos tendrán que hablar entre sí.
Jasón dejó de estudiar el cielo.
—No lo comprendo —dijo.
—Mis notas cuentan a la Academia todo lo que sé sobre la ciencia taoísta —dije—, pero aunque los propios dioses me ayudaron a aprenderla, sigo sin saber mucho sobre el Tao o sobre la corriente Xi y la manera en que guía la naturaleza. Las notas de Fan son similares en lo que dicen al Reino Medio sobre la ciencia délica; hay muchas lagunas en su comprensión de materia y forma, de material y fuerza. Ambos bandos tienen suficiente para empezar sus investigaciones, pero el progreso será frustrantemente lento.
—En la Academia han trabajado lentamente antes.
—Pero sabrán que el enemigo tiene las respuestas a sus preguntas. Intentarán usar a los prisioneros para conseguir información, pero eso no los llevará muy lejos. En los períodos de paz, cuando Esparta y los generales del Reino Medio no tengan nada por lo que luchar, se harán preguntas y se responderán a través de tierra de nadie, y los eruditos que traigan conocimiento de esos intercambios ascenderán en la Academia.
Mi boca se secó súbitamente con tanta charla y sentí cansancio en el corazón, un letargo que parecía fluir del centro de mi ser y esparcirse por todo mi cuerpo.
Sin que se lo pidiera, Liebre Amarilla me trajo un cuenco de agua del arroyo helado.
Mientras cerraba los ojos para beber la fría agua de la Tierra, mi corazón se llenó con una visión del Olimpo. Desde las alturas envueltas en nubes de la montaña divina, Hermes descendió con sus sandalias aladas y me tocó con su vara de serpientes entrelazadas. El dios de los mensajeros tomó mi alma y me llevó montaña arriba hasta aquí, hasta los patios de los dioses.
Oh, divinidades reunidas, éste es todo mi relato. He intentado comprender como mejor ha podido mi corazón mortal las órdenes y advertencias que me habéis dado y cumplir los deberes que habéis colocado sobre mis hombros. Me postro a vuestros pies y abrazo en súplica vuestras rodillas, esperando haber cumplido vuestros fines. Clío, rezo para que mis acciones lleven a la restauración de tu culto. Selene, Hermes, Afrodita, Helios, que vuestros cuerpos celestes nunca sean excavados por bien de la guerra humana. Atenea, oh, mi patrona, rezo para que tu ciudad se libere de su ceguera autoinducida. Y a ti, oh, padre Zeus, y a ti, Hera, reina del cielo, os doy las gracias con toda mi alma por el honor que me habéis hecho, el honor de serviros en la ordenación del mundo.
Richard Garfinkle vive en Chicago (Illinois, EE. UU.) con su esposa e hija. Es un gran aficionado a todo tipo de lecturas, entre las que dominan las referentes a temas de matemáticas, historia y religión.
En 1996, sorprendió a todos con su primera novela, MATERIA CELESTE (NOVA número 161), una curiosa obra de ciencia ficción sólidamente basada en la ciencia... cuando esa ciencia es la de los antiguos griegos como Ptolomeo y Aristóteles. La novela fue galardonada con el COMPTON CROOK AWARD a la mejor primera novela.
Posteriormente ha publicado ALL OF AN INSTANT (2000), una novela de viajes y conspiraciones a través del tiempo, una dimensión que se comporta como el agua, formando un verdadero océano temporal en el que se sumergen (e intrigan) los seres que alcanzan la existencia al margen del tiempo. Una trama dominada por las consecuencias físicas, y también las metafísicas, de una hipótesis de gran interés.