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Más allá de la esfera de Hermes perdimos la reconfortante uniformidad del día y la noche. La Tierra ocultaba tan raramente el Sol que casi teníamos luz diurna perpetua, pero veíamos tonos e intensidades de brillo desconocidas en la Tierra. Cuando la Lágrima de Chandra y el Sol estaban en el mismo cuarto del cielo, la luz de Helios era tan brillante que teníamos que cubrirnos los ojos con telas para no quedarnos ciegos. Pero cuando el Sol y la nave estaban en lados opuestos de la Tierra, ocupando cuadrantes contrapuestos del círculo celeste, disfrutábamos de un pacífico crepúsculo que duraba horas. A falta de una frase más original, llamamos a esos extensos períodos de cielo naranja oscuro moteado de estrellas las «largas tardes».
Jasón y yo reelaboramos el horario de la tripulación para que la mayoría estuviera libre durante al menos parte de esos momentos pastorales. Muchas veces, cuando los cielos nos tentaban con la llegada de la corta noche, Liebre Amarilla y yo encontramos a Jasón sentado en la falda de la colina, contemplando a través de los jirones de luz los planetas exteriores y la esfera de estrellas fijas tras ellos. Hablaba de los cielos como si fueran un lugar mágico, más allá del contacto del hombre. Era relajante dejar que su romanticismo barriera los fríos hechos de la uranología; olvidando órbitas, epiciclos y trozos de piedra celeste para ver con él las joyas de los dioses adornando la corona del cielo.
Estos acontecimientos me revitalizaron, dándome algo en qué pensar, aparte de la situación de Ramonojon y el espía a bordo de la nave; pues esos problemas ocupaban mis pensamientos todas las horas restantes del día. Mis búsquedas por la nave habían sido infructuosas, y a medida que la primera semana de nuestro vuelo a Afrodita se agotaba, me di cuenta de que no podría encontrar lo que estaba buscando por los métodos sistemáticos tan amados por la Academia.
Me volví por tanto hacia los dioses en busca de inspiración. Uno a uno los consulté a la usanza tradicional desde la creación del hombre. Acudí primero a Atenea, ofreciendo una libación ante sus estatuas, pero la Sabiduría, aunque era mi patrona, permaneció distante. Luego supliqué a Apolo, inhalando los ardientes humos de hojas de laurel, pero ningún oráculo vino a mí. A Hermes le ofrecí un gallo negro y un collar de oro durante uno de los períodos de oscuridad de la nave, pero el Señor del Lenguaje no dijo nada. Finalmente, me volví hacia la más peligrosa fuente de ayuda divina, Dionisos.
Estábamos a siete días de distancia de Hermes, y la Lágrima de Chandra se encontraba en una de sus raras horas de absoluta oscuridad. Yo estaba sentado en el suelo de mi cueva, a solas con Liebre Amarilla. Las mantas de noche, echadas, amortiguaban el brillo plateado. La única luz procedía de las velas de cera de abeja que había sobre la mesa. No había comido ni bebido agua ni vino durante doce horas. Me había vestido con una túnica de cuero sin curtir; en mi regazo había un tirso, una vara de madera envuelta en tallos de parra, y delante de mí tenía una gran jarra de barro donde estaba pintada la historia del nacimiento de Dionisos y su dominio de Tebas. La vasija estaba llena hasta el borde con vino sin mezclar, tan denso que parecía gelatina.
—Señor del vino —dije, inclinando la cabeza ante la imagen del dios que había en la jarra—. Jefe de las Bacantes, hijo sagrado nacido del muslo de Zeus, dame el poder de tu divina manía, bendíceme con la sabiduría de tu frenesí.
Alcé la pesada vasija redonda y serví el fuego de Dionisos en mi mente.
El sabor de la uva en mi boca se convirtió en el olor del arce en los bosques de Atlantea del Norte. Fui un lobo corriendo por los bosques, cazando algo fuera de mi alcance; sabía que estaba allí, pero no podía olerlo por el denso hedor de la savia sangrante. Me convertí en un delfín nadando por los océanos, sintiendo las corrientes mientras huía de un tiburón. Me convertí en un leopardo, blanco contra las montañas nevadas, corriendo a través de la nieve recién caída, persiguiendo a la liebre blanca. Entonces lo encontré, un conejo diminuto que se acurrucaba contra una roca temblando de miedo y frío. Salté para desgarrarle la garganta, pero el conejo saltó sobre mí y, con sus frágiles patas delanteras, bloqueó las hojas curvas de mis uñas de marfil y con sus patas traseras golpeó con fuerza las agudas puntas de mis colmillos.
—¡Ayax!
El férreo dorso de la mano de Liebre Amarilla me golpeó la mejilla, arrancándome de la visión divina, pero no de la locura de las Bacantes.
La ataqué de nuevo, intentando arañarla con mis garras, abalanzándome con las manos para atenazar su pecho acorazado, pero ella ya no estaba allí. Liebre Amarilla me había esquivado y ahora estaba detrás de mí.
Mientras me volvía para enfrentarme a ella, me agarró los brazos y me arrojó al suelo. Rugí y escupí como un gato furioso, tratando de quitármela de encima, pero ella se había vuelto tan imposible de mover como el Olimpo; durante media hora me sujetó hasta que el dios dejó mi mente y me volví humano una vez más.
—Puede soltarme, Liebre Amarilla —dije con la garganta ronca por los rugidos.
Ella soltó su tenaza de hierro y yo me levanté, cuidando de no mover mi dolorida cabeza demasiado rápidamente.
—Mi agradecimiento, capitana —dije.
—Fui honrada sirviéndole como guardiana —contestó ella—. ¿Le ha bendecido el dios con alguna comprensión?
—Creo que sí. No he comprendido toda la visión, pero Dionisos decididamente me ha dado a entender que debo buscar su ayuda.
Una oleada de mareo me cubrió y mis rodillas se tambalearon, pero Liebre Amarilla me sostuvo antes de que pudiera desplomarme. Con una suave y firme presa sobre mis hombros, me llevó al lecho y me ayudó a acostarme.
—Comandante —dijo, manteniendo el tono de voz piadosamente bajo—. Le he ayudado en sus registros tal como me ha pedido.
—Pero ¿lo ha hecho con todo su corazón?
Tomé un sorbo de agua del cuenco que había junto a mi lecho. No despejó mis pensamientos, pero suavizó mi garganta. Había rugido durante mucho tiempo mientras era un leopardo.
Liebre Amarilla no dijo nada durante varios minutos mientras yo permanecía tendido, los ojos cerrados, sintiendo mi pulso correr por mis sienes como las olas del océano por un estrecho rocoso.
Por fin, habló.
—No, Ayax, no he dedicado todo mi corazón a su búsqueda del otro espía.
—¿El otro espía?
—Sigo creyendo que Ramonojon es agente del Reino Medio. La enfermedad del navegante celeste Cleón sólo demuestra que hay otro.
—¿Por qué no puede creer que no hay más que un espía? —dije, y de inmediato lamenté la vehemencia de mis palabras—. ¿Por qué insiste en creer en la culpabilidad de Ramonojon?
—Las pruebas contra él siguen siendo válidas.
—¿Y si hubiera otra explicación de las pruebas? —pregunté, tentativamente.
—Dígame cuál es.
Y ahí se encontraba mi dilema.
No podía decirle por qué Ramonojon era inocente; pero el dios había dado a entender que yo necesitaba la ayuda de Liebre Amarilla para demostrar su inocencia.
Entonces Atenea me susurró a través de la bruma de Dionisos. La diosa me recordó que había cosas que convencerían a una espartana tan pura como Liebre Amarilla y no moverían a un alma menor.
Mis piernas casi cedieron bajo mi peso cuando me levanté y adopté la postura más erguida que pude. Luego, con cuidado, me cubrí el corazón con ambas manos.
—Yo, Ayax de Atenas, juro ante Zeus todopoderoso que poseo pruebas que exoneran a Ramonojon de la acusación de espía.
Liebre Amarilla me miró con el ceño fruncido, mezcla de respeto y preocupación.
—¿Por qué no le ha mostrado esas pruebas a Jasón?
—Como comandante militar de esta nave —dije—, Jasón tiene deberes que se sentiría obligado a cumplir aunque personalmente esté en desacuerdo con ellos.
Liebre Amarilla se inclinó hacia delante, los brillantes ojos ardiendo de comprensión.
—¿Qué crimen ha cometido Ramonojon?
—No puedo decirle eso —contesté, complacido por la rapidez de su mente—. Pero juro que esa ofensa no impedirá que el Ladrón Solar tenga éxito. Le juro ante la laguna Estigia que al intentar ayudar a Ramonojon he buscado cumplir hasta el último mis propios deberes.
—Ayax de Atenas —dijo Liebre Amarilla, desenvainando la espada y colocándose la punta delante del rostro—. Me pongo a sus órdenes en este asunto y las obedeceré mientras no pongan su vida en peligro.
Extendí las manos y envolví las suyas y la empuñadura de la espada.
—Liebre Amarilla de Esparta, la acepto a mi servicio.
Retiré las manos y ella envainó la espada. Las últimas gotas de fuerza huyeron de mis músculos y me desplomé en el lecho. Liebre Amarilla se acercó a la mesa para apagar las velas. La oscuridad total suavizó el latido de mi cabeza mientras me sumergía en el sueño. Esa noche soñé con delfines y con las profundas corrientes del océano.
A la mañana siguiente, bajé a la cueva hospital para recibir una inyección de humor jovial con el que despejar mi resaca. Euripos me introdujo la caña en el brazo, pero en vez de hacerme las habituales advertencias sobre entregarme a esa sensación artificial de felicidad, murmuró maldiciones en voz baja, en una mala caricatura del acento mediano.
—¿Qué estás haciendo, en nombre de Hermes? —pregunté cuando mi cabeza se despejó.
Una mueca amarilla quebró el tramado de arrugas de su rostro.
—Tengo un papel en una comedia. Hago de alquimista mediano que pretende desarrollar un nuevo explosivo.
Alcé una ceja.
—No sé por qué pero no te imagino en una comedia.
—No te hagas el sorprendido —dijo él—. Hubo una época en mi juventud en que actué muchísimo. Creo que tenías unos dos años de edad y vivías con tu madre en Tiro. Tu padre estaba destinado en una guarnición cerca de la margen superior de la orilla este del Mississipp. El terreno era pantanoso y, como médico de la compañía, vi un montón de enfermedades desagradables. No creerías la cantidad de enfermedades que causa el mal aire de los pantanos.
—¿Qué hay de tus actuaciones? —dije, pues no tenía la fuerza mental para soportar otra historia de guerra con mi padre como protagonista.
—Bueno, el trabajo era muy aburrido. Tu padre organizó juegos de atletismo, naturalmente, pero llega un momento en que incluso los soldados más aplicados necesitan algo que ejercite su mente. Así que, a regañadientes, nos permitió que representáramos obras.
—¿Comedias?
—Por supuesto. A tu padre no le gustaba, pero sabía que era bueno para la moral. En una ocasión hice de Sócrates en Las nubes, de Aristófanes.
—Por favor, no menciones esa obra —dije. A ningún académico le gusta que le recuerden semejante mofa.
—Mis disculpas, comandante.
El anciano guardó silencio. Siempre le molestaba que le recordaran que el niño que antaño rebuscaba en su bolsa de medicinas por pura curiosidad era ahora su superior.
—Tengo ganas de ver tu actuación —dije para resarcirlo, y fui recompensado con una sonrisa de agradecimiento. Mientras salía de la cueva, advertí para mi sorpresa que en efecto quería ver la obra. Mi mente se había liberado de la carga de la constante preocupación con el regalo que Liebre Amarilla me hizo de su servicio. No sólo me había liberado para pensar en otras cosas, sino que había reforzado mi esperanza de que podría exonerar a Ramonojon, guiar al Ladrón Solar al éxito y, a partir de ahí, cumplir los planes de los arcontes para ganar la guerra.
Abrumado por esta sensación de felicidad, decidí buscar más aliados. Recogí a Liebre Amarilla y fui a ver a Mihradario.
Encontramos al inteligente persa en su laboratorio, sentado ante su escritorio, contemplando la figura de Alejandro que brillaba en su pared. Mihradario golpeaba con tanta fuerza el pergamino lleno de cálculos con el astil de la pluma que las barbas se estaban estropeando.
Tosí, y él dio un brinco en el banco.
—Comandante, eres tú. Me has sobresaltado. Lo siento, no he terminado los cálculos del remolque solar; espero que no necesites las cifras inmediatamente.
—No, Mihradario —dije—. No he venido por tu trabajo. Quiero hablar contigo de Ramonojon.
El persa me ofreció un taburete y un cuenco de vino. Acepté lo primero pero rechacé lo segundo.
—¿Qué hay de Ramonojon? —preguntó Mihradario.
Me froté los labios con la yema de los dedos, esperando discernir las actitudes de Mihradario en su rostro, y fracasando.
—No es ningún espía.
Mihradario torció el gesto y soltó dos carcajadas.
—Ése es el secreto peor guardado de esta nave. —Miró a Liebre Amarilla por encima de mi hombro y bajó la voz—. Sólo los militares pueden ser tan estúpidos como para creer que Ramonojon sea un asesino.
El vello de la nuca se me erizó al escuchar el insulto hacia mi guardaespaldas, pero mantuve la calma porque quería ganarme la ayuda de Mihradario en vez de discutir con él.
—Entonces, ¿quién crees que es el espía? —pregunté.
—No creo que haya ninguno —dijo él, tomando un sorbo de su cuenco—. Creo que los medianos han desarrollado un aparato que les permite observarnos desde larga distancia. Un instrumento semejante les permitiría orquestar los ataques a esta nave y los atentados concretos a tu persona.
—No —dijo Liebre Amarilla.
Mihradario y yo nos volvimos bruscamente a mirarla. Aquella negación directa, «No», sin ninguna explicación que la acompañase, era contraria a los modos de la Academia. El persa alzó una ceja en dirección a mi guardaespaldas, como para preguntar a la ruda espartana qué hacía interrumpiendo un discurso ateniense.
—Explique esa aseveración, capitana —dije.
—Si los medianos tuvieran un aparato semejante, lo usarían para orquestar emboscadas a nuestros ejércitos, o ataques a nuestras ciudades indefensas, no para asesinar a nuestros líderes.
—En cualquier caso —dije yo—, ese aparato no explicaría las piezas de tecnología mediana halladas en esta nave, ni la enfermedad de Cleón.
—¿Explicarla? —dijo Mihradario—. ¿Por qué necesita explicación la hiperclaridad de neuma?
Le conté la idea de Liebre Amarilla sobre la fuente de la enfermedad, recalcando que era idea suya.
Mihradario alzó los brazos, desalentado.
—Tal vez la capitana tenga razón, pero ¿quién puede asegurarlo? Especular sobre la ciencia taoísta es fútil.
—Lo sé —dije yo—. Pero tenemos muy poco para continuar. —Hice una pausa, pero él no dijo nada, así que continué—: Mihradario, me gustaría contar con tu ayuda en este asunto.
—Comandante —respondió él, alisándose las mangas—, Ramonojon y yo nunca hemos sido muy amigos, pero si hay algo que pueda hacer para ayudarte, te doy mi palabra como ateniense de que lo haré.
—Gracias, uranólogo jefe —dije—. Quiero que hables con tu personal y averigües si alguien ha advertido alguna actividad extraña en esta nave.
—Ahora mismo, comandante —contestó él, y nos acompañó a la salida de su laboratorio.
Pasé los días siguientes hablando con científicos, soldados y esclavos sobre Ramonojon, buscando información y aliados. Los que lo conocían bien pensaban que era imposible que fuera un espía, pero todos reconocían que había estado actuando de un modo extraño; el resto de los tripulantes estaban tan agradecidos de que la amenaza en su seno hubiera sido neutralizada que no querían creer que se hubiera cometido un error. No obtuve ninguna ayuda útil por parte de ningún grupo, ni nadie me informó de ninguna peculiaridad importante.
Al final de esas entrevistas, mi esperanza no era ya un fuego brillante sino unas pobres ascuas. Mi tristeza debía ser obvia, pues Liebre Amarilla me habló al respecto.
—Comandante —dijo—, he descubierto muchas cosas sobre nuestro desconocido espía.
—¿Y que ha descubierto?
—Que está lo suficientemente bien colocado en la Lágrima de Chandra para poder desviar y distraer a toda la tripulación, incluidos a los comandantes de la nave.
—Quiere decir que el espía es miembro del equipo de mando.
—No necesariamente —dijo ella—. Un esclavo bien situado podría hacer lo mismo; igual que algunos oficiales del Ejército, los capitanes de la guardia, incluso un funcionario bien situado podría hacerlo. Pero cuanto más descubrimos, más cerca estoy de averiguar quién es.
—Gracias, capitana —dije, complacido por la solidez de su razonamiento—. Un análisis sucinto.
Esa noche iban a representarse las obras y fui a verlas con el espíritu animado por las palabras y la presencia de Liebre Amarilla.
La representación tomó la forma clásica de una tragedia en tres actos seguida de una comedia en uno. La trilogía dramática era una obra de doscientos años de antigüedad titulada El asedio de Persépolis, y contaba en forma semimítica un acontecimiento que tuvo lugar unos trescientos años antes de que fuera escrita.
La tragedia había sido seleccionada inocentemente por uno de los capitanes de la guardia debido a su mensaje espartano: «¡Los que estamos a punto de morir lo haremos valientemente, dándolo todo por nuestro pueblo!»; pero mis ojos de historiador vieron la actuación de forma muy distinta. De hecho, a medida que la obra avanzaba, empecé a darme cuenta de que era un ataque velado a la nobleza de los soldados. Los apagados gruñidos a mi izquierda me hicieron comprender que la capitana Liebre Amarilla veía lo mismo que yo; una vez más me impresionó la claridad con que captaba todo lo militar.
Mis sospechas despertaron en una de las primeras escenas, en la primera parte de la trilogía. Jantipos, el gobernador militar espartano de Persépolis, sale de la ciudad para parlamentar con T’Sao T’Sao, el general mediano, cuya captura de esa ciudad lo lanzó al camino para convertirse en Hijo del Cielo. La mayoría de las obras helenas sobre T’Sao T’Sao lo retratan como un monstruo cuya maldad estaba más allá de la comprensión de los hombres, pero esta obra pinta un retrato muy humano.
Durante la conferencia Jantipos intenta convencer a T’Sao T’Sao de que abandone el asedio. El debate entre los dos generales se convierte rápidamente en un intercambio de citas de Alejandro. El gobernador es incapaz de replicar cuando T’Sao T’Sao cita, palabra por palabra, las justificaciones de Alejandro ante el último emperador persa cuando nuestro héroe conquistó su país. Expresiones como «lo inevitable del destino», «el claro favor de los dioses» y «la gloria de la victoria» resonaron en el anfiteatro mientras el actor con la máscara amarilla representaba al futuro emperador del Reino Medio.
La segunda parte consiste casi en su totalidad en una serie de discusiones entre el espartano Jantipos y el gobernador ateniense de la ciudad, cuyo nombre no se recuerda. Los debates se van volviendo cada vez más acalorados mientras les va quedando claro a ambos que Persépolis será tomada. A la mitad, el ateniense le implora al espartano que permita la rendición, pero Jantipos hace repetidas referencias a Leónidas y los Trescientos de las Termópilas. Las líneas del general estaban escritas con la suficiente ligereza para hacerle parecer un loco cegado por Ares en vez de un hombre valiente que acepta la muerte según las mejores tradiciones de su patria.
La trilogía termina con un duelo singular entre T’Sao T’Sao y el gobernador militar, que acaba con la muerte del espartano. Apuñalado en el pecho, Jantipos se arrodilla en el escenario y suelta su monólogo final durante casi cinco minutos. Su soliloquio expresa su firme convicción de que dejar que la ciudad sea saqueada y sus ciudadanos pasados a cuchillo le asegura un lugar como héroe en el Olimpo. T’Sao T’Sao ordena que su cuerpo sea expuesto para que los pájaros lo picoteen, y luego ordena a sus doctores que atiendan a los supervivientes de ambos bandos.
Naturalmente, el general fue declarado héroe; contuvo a T’Sao T’Sao durante el largo año de asedio, y al hacerlo retrasó al general mediano lo suficiente para impedirle que alcanzara el Peloponeso antes de tener que volverse para ocupar el trono del Reino Medio.
Después de este velado sarcasmo dramático, disfrutamos de la comedia en la que actuaba Euripos. Era una pieza breve con sólo dos protagonistas: un par de alquimistas taoístas. La obra era una comedia agradable y sin pretensiones. Las explosiones se sucedían en el escenario mientras los dos protagonistas trataban de superarse el uno al otro creando bombas que sembraran el caos entre los soldados helénicos que permanecían fuera del escenario. La obra terminaba con un enorme despliegue de pirotecnia; los alquimistas saltaban volando a los cielos y allí se reunían con un dios mediano que se ofrecía a enseñarles a hacer explosiones realmente grandes.
Liebre Amarilla se negó a dejarse alegrar por aquel despliegue humorístico y regresó gruñendo a mi cueva.
—Si la opinión de un ateniense sobre asuntos militares sirve de algo —dije mientras nos disponíamos a dormir, yo en mi lecho y ella en las mantas del suelo—, no creo que la valentía de Jantipos fuera realmente estupidez.
Ella volvió hacia mí los soles gemelos de sus ojos y sonrió:
—Gracias, Ayax. Y yo no creo que la inteligencia del gobernador ateniense fuera realmente cobardía.
Cuatro días más tarde llegamos a la esfera de Afrodita y desaceleramos para acercarnos al planeta verdigris. Jasón y yo contemplamos la maniobra de aproximación desde lo alto de la colina, ofreciendo libaciones de vino con miel a la diosa del amor.
Cleón nos guió cuidadosamente a través de la maraña de los epiciclos de Afrodita hacia nuestro encuentro previsto con el Collar de Ishtar, la nave minera que traía nuestra carga de materia afrodítica para la red.
Después de una hora de maniobras nos internamos en la esfera de cristal y llegamos al otro lado de Afrodita. Allí, en el ecuador del planeta, había una diminuta cicatriz grabada en su cuerpo y oculta de la visión terrestre con modestia virginal. Tres kilómetros por encima de ese punto la nave que supuestamente cubría la cicatriz se separó de ella.
Pero en vez de una nave celeste, vimos que se trataba de siete fragmentos irregulares de roca verde que flotaban en perfecta sincronía con el planeta de debajo.
—Han sido atacados —dijo Liebre Amarilla.
—Imposible —contesté yo—. Tiene que haber sido un accidente. Los medianos nunca han viajado más allá de Selene.
Pero en aquel momento una enorme sombra de seda salió de detrás de uno de los fragmentos para desmentir mis confiadas palabras. Era la cometa de combate más grande que hubiese visto jamás, un dragón sin alas de doscientos metros de largo con lanzas Xi de plata asomando por toda su espalda azulina, y una boca roja llena de fuego increíblemente líquido. Su contorno fluctuó extrañamente en la mezcla de luz verde del planeta y el brillo plateado de la Lágrima de Chandra. El resplandor nos impedía saber exactamente dónde estaba la cometa, pero definitivamente se dirigía hacia nosotros.
—¡Al suelo! —gritó Liebre Amarilla, empujándome tras la estatua de Alejandro. Jasón y ella se escudaron detrás de la estatua, flanqueándome, y sacaron sus lanzadores.
Nuestros cañones superiores abrieron fuego, lanzando a través del aire rarificado una andanada de tetras contra el cuerpo de la cometa dragón. Docenas de agujeros aparecieron en la nave enemiga, pero siguió volando. El vientre de seda del dragón se abrió para revelar el esqueleto de bambú que había debajo. Colgando de los arqueados huesos de madera de la cometa había docenas de bultos verdes; a la titilante luz parecían pergaminos enrollados de dos metros y medio de largo. Los bultos cayeron del dragón y cada uno se convirtió en una cometa de un solo hombre en forma de murciélago de jade. Los enjambres de aparatos sobrevolaron nuestro lado de babor, disparando sus lanzas Xi al unísono contra nuestras baterías de cañones. Los cilindros de metal empezaron a retorcerse como si unas enormes manos invisibles los estuvieran aplastando.
La cola de la cometa principal se abrió como una flor y de ella saltaron escuadrones de hombres, cayendo de manera increíblemente lenta hacia el centro de la Lágrima de Chandra. Mientras descendían, lanzaron pequeñas estrellas de metal que volaban demasiado rápido y atravesaban las armaduras de nuestros soldados como las guadañas cortan el trigo. La boca del dragón vomitó enormes bolas de fuego que explotaron a babor, fundiendo los retorcidos cañones evac y convirtiéndolos en fragmentos de oro y acero.
Nuestros soldados subieron corriendo la colina para apoyar a Jasón y Liebre Amarilla justo cuando los primeros medianos llegaban al patio. Ambos bandos abrieron fuego de inmediato, llenando el aire de estrellas y tetras. Liebre Amarilla mató a cuatro enemigos con su lanzador antes de que la alcanzaran, y entonces desenvainó su espada y se enzarzó en una lucha cuerpo a cuerpo.
Apuñaló a un hombre en la garganta y se replegó para colocarse entre mí y los otros tres. Jasón se situó en paralelo, abatiendo al enemigo con precisión y calma espartanas.
Uno de los medianos gritó una sola palabra en su lenguaje:
—¡Sangre!
Cuatro guerreros que se habían mantenido a distancia lanzaron cuatro grandes estrellas de acero contra Jasón. Mi co-comandante las vio venir, se tiró al suelo y rodó, pero el mediano que había dado la orden apuntó con una lanza Xi de mano a las estrellas volantes. Cuando estaban a punto de pasar inofensivamente sobre él, los proyectiles giraron de un modo imposible en el aire y cayeron, perforando el pecho y la cabeza de Jasón.
Solté un grito y eché a correr hacia el mediano que había dado las órdenes, pero Liebre Amarilla me empujó a un lado y atravesó el corazón del hombre. Cayó tan silenciosamente como lo había hecho Jasón.
Llegaron refuerzos... los nuestros, gracias a Ares y Atenea. Expulsaron a los medianos de la colina con una coordinada andanada de tetras. Corrí hasta Jasón y me arrodillé. Todavía respiraba, pero tenía los ojos cerrados y su respiración era entrecortada. Liebre Amarilla ordenó a los soldados que rodearan la cima de la colina. Luego quitó metódicamente a Jasón el casco y la armadura, arrancó las estrellas de su cuerpo y le vendó las heridas.
Obligándome a recordar mi deber, me aparté de Jasón para supervisar la batalla. El dragón había llegado hasta la proa de la nave, haciendo cabriolas y enroscándose para esquivar las descargas de los cañones delanteros. La cabeza de la cometa escupió de nuevo fuego y el anfiteatro explotó. Como si eso fuera una señal, los escuadrones de murciélagos dejaron sus ataques individuales y viraron para seguir a su madre, convergiendo sobre la torre de navegación.
—¡Proteged la torre! —grité a nuestros soldados desde la colina—. ¡Salvad a Cleón!
Pero no tendría que haberme molestado. Mientras gritaba mis órdenes, apareció una línea de luz dorada que clarificó el aire a nuestra derecha con el despliegue de los impulsores primarios de estribor. Un halo amarillo se alzó para cubrir la banda de estribor de la nave mientras diez bolas de ascenso emergían de babor. La voz de Cleón resonó por toda la nave.
—Agarraos.
—¡Liebre Amarilla, sujeta a Jasón! —grité al darme cuenta de lo que Cleón estaba haciendo. Los dos nos agarramos a la base de la estatua de Aristóteles y apretamos el cuerpo de mi co-comandante contra el nuestro.
Impulsada por el desequilibrio del aire rarificado, la Lágrima de Chandra describió un rápido cuarto de círculo, hasta que el puente quedó perpendicular en vez de paralelo a la superficie de la Tierra. La nave, al girar, aplastó las pequeñas cometas como si fueran otras tantas moscas y destrozó con nuestro costado de babor la cabeza del dragón. El esqueleto de bambú se hizo pedazos bajo la fuerza de giro de la piedra lunar.
Sin la masa de roca lunar para sostenerlos, docenas de tripulantes quedaron en el aire, incapaces de agarrarse a ningún punto de apoyo. Flotaron un segundo y luego, atrapados por su movimiento terrestre natural, cayeron de la nave. Unos momentos más tarde sus cadáveres se aplastaron contra la esfera de Afrodita, manchando la pureza de la diosa.
Grite por la tensión de agarrarme de tal manera contra la naturaleza, pero Liebre Amarilla me sujetó, y su fuerza bastó para los tres.
El cadáver de la cometa dragón quedó congelado en el espacio un buen rato, sujeto todavía por el misterioso poder que le permitía volar desafiando todas las leyes conocidas de la física. Luego ese poder falló y el cuerpo destrozado cayó a pico a través del aire rarificado, rompiendo la mitad de nuestros impulsores de estribor antes de unirse a sus hijos como basura celeste.
Desaparecido el enemigo, Cleón recogió las bolas de ascenso de estribor y los impulsores restantes mientras desplegaba simultáneamente sus contrapartidas de babor. La nave se meció de nuevo y se enderezó. Cleón recogió rápidamente todas las bolas y varas en el cuerpo de la Lágrima de Chandra antes de que la nave oscilara hacia el otro lado.
Liebre Amarilla y yo soltamos la estatua y llevamos a Jasón al hospital de Euripos, cruzando un campo plateado salpicado de trozos de acero, seda, sangre y huesos. El túnel de acceso al hospital estaba lleno de soldados heridos que eran atendidos por los médicos y esclavos del hospital. Liebre Amarilla y yo nos abrimos paso a través de la abarrotada caverna hasta la cueva de cirugía.
—¡Euripos! —grité.
El doctor salió corriendo del pabellón.
—Atiende a Jasón —dije.
—Sí, comandante.
El viejo médico romano llevó a Jasón al pabellón privado y se puso a trabajar. Había visto demasiadas batallas para perder el tiempo con palabras.
Colocó a Jasón en una plancha de mármol cubierta con un grueso paño de lana. Entonces le inyectó una pluma entera de humor sanguíneo y esperó a que su respiración se hiciera regular. Luego sacó de un panel dos largos tubos de goma con puntas de oro-fuego, retiró los vendajes improvisados que Liebre Amarilla había atado alrededor del pecho de Jasón y cauterizó las heridas con rápidos picotazos de las agujas; de la mesa se levantó una vaharada de humo con olor a sangre.
Euripos cosió piel humana generada espontáneamente sobre los agujeros en la carne de Jasón y vertió sanguíneo en las suturas para acelerar la curación. Retiró las vendas del cráneo y estudió las heridas.
—¿Cómo está? —pregunte, incapaz de soportar la duda del silencio.
—No tiene buen aspecto —respondió el—. Por favor, márchate para que yo pueda trabajar.
Liebre Amarilla y yo regresamos a la superficie de la nave. Cuando atravesábamos los pabellones, los soldados que estaban conscientes hicieron todos la misma pregunta, no importaba cuáles fueran sus propias heridas.
—¿Cómo está el comandante?
—Vivo —respondí, esperando que permaneciera así.
Para cuando conseguimos llegar a la superficie, los dinamicistas e ingenieros habían sacado las pesadas grúas y alisadores de la cueva de almacenamiento y las estaban empleado para retirar los escombros y arreglar las grietas de los edificios. El anfiteatro era un completo caos, pero me pareció que nadie volvería a estar de humor para representaciones.
Dos líneas de pensamiento lucharon por mi atención. ¿Iba a vivir Jasón? Y ¿cómo consiguió una cometa de combate atravesar las patrullas de las esferas de Selene y Hermes? Pero no tuve mucho tiempo para pensar en eso porque una persona tras otra, todos acudían a mí en busca de órdenes. ¿Qué debía ser arreglado primero? Las baterías y los impulsores. ¿Qué debía hacerse con los cadáveres? Llevarlos a la cueva de almacenamiento; celebraríamos juegos funerarios por ellos cuando tuviéramos la lista completa de bajas, y así sucesivamente.
Anaximandro y Cleón me encontraron junto a la estatua de Aristóteles, repasando los daños de la nave. La armadura del jefe de seguridad tenía dos tajos en los lugares en los que las estrellas lo habían alcanzado. Su casco había desaparecido, y llevaba la espada partida en dos. La túnica de Cleón estaba desgarrada y se le notaban magulladuras en los brazos y el pecho.
Cleón corrió hacia mí, retorciendo las manos.
—Ayax, te juro que fue la única opción que me quedó para proteger la nave. Lamento lo de los soldados. Creo que la manía no se volvió a apoderar de mí. Fue lo único que pude hacer.
—Has hecho bien, Cleón —dije—. Salvaste la Lágrima de Chandra, hiciste lo que había que hacer.
—Gracias, Ayax.
Me volví hacia Anaximandro.
—¿Cuáles son los daños, jefe de seguridad?
—La mitad de los soldados han muerto. La mayoría de los supervivientes están heridos. Siete científicos y unos veinte esclavos cayeron por la borda también.
—¿Cuáles son los daños estructurales?
Anaximandro comprobó una de sus listas.
—La batería de babor ha desaparecido. Tendremos que mover algunos de los cañones para compensarlo. Hemos perdido una cuarta parte de los impulsores primarios...
—Podemos arreglar eso —dijo Cleón.
—Encárgate de ello, navegante jefe.
—Sí, comandante.
Anaximandro continuó:
—Los almacenes sólo han sufrido daños menores, pero la mitad de los animales de generación espontánea han muerto. Mihradario dice que la red no ha recibido ni un rasguño, y ha enviado algunos de nuestros trineos lunares a recoger la materia afrodítica de los restos del Collar de Ishtar.
—¿Qué hay de Ramonojon?
Anaximandro hizo una mueca.
—El traidor ha sufrido unas cuantas magulladuras menores, nada más. Pero uno de los soldados enemigos entró en la otra celda y mató a ese médico mediano.
Hizo una pausa, y contempló la caverna hospital desde la colina.
—¿Cómo está el comandante?
Puse mi mejor cara de espartano, pues no quería que Anaximandro viera mi tristeza ni mi ira.
—Euripos sigue operando, pero no tiene demasiadas esperanzas.
Anaximandro se enderezó y echó hacia atrás los hombros. Sus ojos brillaron con confianza mientras miraba al Sol por encima de nuestras cabezas.
—Como segundo de Jasón, asumo entonces el cargo de comandante militar de la Lágrima de Chandra.