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Una discusión entre susurros que se filtró por las cortinas de mi habitación, como la primera brisa de otoño que avisa de la llegada del invierno, me sacó de una ciénaga de sueños que no recuerdo.
—¿Qué está pasando aquí? —exigió saber una voz con acento indio. Tardé un instante en reconocerla: ¡Ramonojon! Gracias a los dioses, estaba a salvo—. ¿Dónde se encuentra Ayax?
—El comandante Ayax está dentro —oí decir a la capitana Liebre Amarilla—. No puede usted entrar.
Me incorporé en mi cama, arrojé al suelo la sábana de lino, me puse la túnica que llevaba la noche anterior y salí atravesando la cortina. Liebre Amarilla se colocó instantáneamente entre Ramonojon y yo e hizo un gesto con la mano para impedir que me acercara demasiado.
—Ayax —dijo Ramonojon—. ¿Qué es todo esto? ¿Por qué estás siendo vigilado?
Ramonojon se había quedado mucho más delgado durante su mes de permiso; su corta túnica india y su falda colgaban sueltas sobre su delgado contorno. Había una expresión macilenta en sus ojos, como si no hubiera dormido en años. Su piel se había endurecido, como si hubiera pasado por una tenería. Y su voz y su rostro tenían una extraña placidez, como si no hubiera pasado cada uno de sus cincuenta años de vida sumido en constante reflexión.
—No pasa nada, capitana —le dije a Liebre Amarilla—. Yo respondo por el dinamicista Ramonojon.
Me volví hacia mi amigo indio.
—Ven a mis habitaciones y te lo explicaré.
Mi guardaespaldas se hizo a un lado y dejó que Ramonojon atravesara conmigo los cortinajes colgantes. Ella nos siguió, sin apartar su dorada y penetrante mirada de él.
Ramonojon ladeó la cabeza y me miró, expectante.
—Me atacaron cuando volvía a Atenas.
Abrió mucho los ojos y su rostro adoptó la expresión de asombro que había hecho que muchos jueces superficiales de carácter creyeran que era un simple. Luego parpadeó como si advirtiera qué cara había puesto, inspiró lenta y profundamente cuatro veces y su expresión adquirió su nueva y misteriosa pasividad.
—¿Te atacaron? —preguntó, como si yo hubiera acabado de contarle un cotilleo sin importancia.
—Una cometa de combate apareció en los cielos mediterráneos y trató de hundir el barco mercante en el que yo viajaba.
—¿Una cometa de combate? ¿Aquí? Eso es... —Se interrumpió e inspiró cuatro veces más—. ¿Cómo puede ser?
No pude ofrecerle una respuesta. La distancia que él intentaba mantener entre nosotros era insondable. Lo único que pude hacer fue estudiar su rostro a través de sus ciclos de asombro, respiración y control. Fue como observar a un actor prepararse para un papel con el que todavía no se siente cómodo.
—¿Te ha ocurrido algo? —pregunté—. ¿Tuviste algún problema al volver de la India?
—No, Ayax —dijo él—, en mi viaje no hubo incidentes. Cuéntame más de ese ataque.
Mientras le contaba la historia, vi cómo sus ojos y su boca se llenaban de asombro. Me consolé con la normalidad de esas reacciones, pero, justo cuando el Lisandro estaba a punto de destruir el aparato enemigo con un disparo perfecto, la expresión aturdida de Ramonojon se convirtió en una perfecta expresión de desconcertante falta de reacción, como si el actor ahora supiera su parte y se hubiera puesto la máscara de un demonio sereno.
Irritado, traté de borrar esa expresión mencionando los detalles del peligro, deteniéndome en la explosión del motor de vapor, para la que tan poco había faltado, y escalando a alturas desacostumbradas de oratoria mientras describía mis intrépidas acciones para salvar el navío. Pero Ramonojon continuó imperturbable. Mi narración se hundió en el silencio después del momento en que la capitana Liebre Amarilla me llevó a bordo del Lisandro.
Ramonojon se mantuvo callado un instante; luego, en un tono cuidadosamente controlado, preguntó:
—¿Cuánto tiempo tendrá que pasar hasta que podamos devolverte a la seguridad de nuestra nave?
Liebre Amarilla le respondió.
—La Lágrima de Chandra llegará al muelle celeste de Atenas una hora después de mediodía.
Miré el reloj de agua situado en un rincón de la habitación. Teníamos cinco horas de espera por delante. La idea de pasar ese tiempo en la Academia, siendo visitado por colegas que vendrían a felicitarme por mi «triunfo» de la noche anterior, me revolvió el estómago. Quería salir de allí antes de que nadie más se despertara.
Pero ¿adonde ir? Un recuerdo cruzó mi mente, un delicioso olor de harina y miel que me impulsó a volver a uno de mis lugares favoritos de toda Atenas.
Había una panadería en una callejuela a medio kilómetro de la Academia, apartada del ruido del tráfico. El panadero era un viejo cuya familia llevaba mil doscientos años horneando pan y vendiéndolo. Las paredes de piedra estaban impregnadas del dulce olor del pan de cebada, horneado siguiendo una tradición que no había cambiado durante siglos. La única diferencia entre aquel panadero y su remoto tatarabuelo era que él usaba un horno de metal autocalentador en vez de uno de ladrillo y ceniza.
No se me ocurrió otro sitio donde pudiera estar mejor que en aquella tienda, comiendo pan fresco regado con dulce aceite de oliva y discutiendo de la Atenas de siglos pasados con el panadero en aquella pieza de historia viva.
Le dije a la capitana Liebre Amarilla que quería caminar por las calles de la auténtica Atenas, no la ciudad de burócratas que se las daban de importantes y de científicos que se engañaban a sí mismos, sino la bendita ciudad de Atenas de personas reales que vivían las mismas vidas que habían vivido sus antepasados desde que los minoicos dominaron el Peloponeso.
—No, comandante —dijo Liebre Amarilla con la determinación de Zeus emitiendo su juicio—. No puedo permitir que corra ningún riesgo.
Oí ruidos en los pasillos, esclavos fregando los suelos, puliendo las estatuas. Pronto los estudiantes despertarían para realizar sus ejercicios matutinos, y luego los sabios se levantarían para enseñar y discutir. La Academia empezaba a desperezarse, y yo quería marcharme antes de que parpadeara con sus ojos soñolientos y me viera.
Atenea me dio un suave golpecito en el hombro y me dijo la forma de salir. Aunque mi guardaespaldas me negaba el corazón de la ciudad, no podía apartarme de su alma. Me volví hacia la capitana Liebre Amarilla.
—¿Podemos ir a la Acrópolis? Quiero hacer las paces con Clío.
—Por supuesto —dijo ella, y en el brillo de sus ojos dorados pude ver un destello de aprobación—. Ni siquiera los medianos atacarían un santuario de los dioses.
Esparcí agua fría sobre mi cuerpo y lo froté con aceite caliente, me puse la burda ropa de viaje y tomé dos manzanas y un trozo de pan de nueces de la cargada cesta del desayuno que trajo una esclava. Luego Liebre Amarilla, Ramonojon y yo salimos de la Academia. Ni siquiera miré hacia atrás para ver los salones y el bosquecillo que estaba abandonando.
La capitana Liebre Amarilla llamó a una cápsula-tubo para nosotros e impidió que nadie más la utilizara. Los hombres que vigilaban en las estaciones gruñeron, pero ningún soldado raso habría discutido jamás las órdenes de un oficial espartano. El viaje desde el extrarradio al centro de Atenas pasó tranquilamente, sin acontecimientos dignos de mención. Yo estaba sumido en mis pensamientos, reflexionando cómo dar mejor forma a mis oraciones. Ramonojon se recostó en el banco y retorció con fuerza las correas de cuero entre sus manos. Tenía los ojos cerrados y parecía susurrar para sí, aunque no pude oír lo que decía. La capitana Liebre Amarilla permanecía sentada junto a mí, la espalda recta, la mirada atenta, un brazo detenido cerca de la empuñadura de su espada, el otro rozando la bolsa de municiones situada en la culata de su lanzador evac. Esperaba como el rayo de una tormenta, dispuesta a golpear al primer choque de truenos.
Salimos de la estación terminal a la larga sombra de la mañana, cerca de la base occidental de la Acrópolis, y subimos las escaleras talladas en ese lado de la colina sagrada. Ya había un puñado de fieles atravesando la puerta Propilea, alegremente coloreada. Los ciudadanos de Atenas que venían a presentar sus respetos y a pedir a los dioses fortuna, amor o gloria alternaban con visitantes de las provincias que venían a ver la estatua original de Atenea Parthenos, de la cual se habían hecho miles de copias que se repartían por los templos de toda la Liga.
Una vez dentro del sagrado recinto, la capitana Liebre Amarilla pareció considerar que nos encontrábamos lo suficientemente a salvo como para dejarnos a Ramonojon y a mí a nuestro aire durante una hora mientras ella se dirigía al pequeño templo de Atenea Niké, al sur de la puerta. Supongo que fue a pedir a la diosa victoriosa ayuda en el cumplimiento de su deber.
Ramonojon y yo subimos a lo alto de la colina, pasando junto a las columnas rojas y azules del Partenón mismo: recorrimos el camino de losas hasta el otro lado de la Acrópolis y llegamos al Erecteón, donde se alojaban la mayoría de los dioses. Pasamos ante la estatua de Atenea, protectora de la ciudad, y descendimos por la corta escalera que conducía a la galería de dioses menores en el nivel inferior.
Me acerqué vacilante al nicho que albergaba a las Musas, la cabeza inclinada, los brazos extendidos con un cuenco de vino que ofrecí en libación a Clío antes de susurrarle:
—Diosa que me libró de la desesperación y me dio vida, que me ofreció palabras de verdad para pronunciar cuando mi propia voz estaba apagada. Perdóname por no haber transmitido tu oráculo a la Academia. Pero ellos no me habrían escuchado. Me ofrezco de nuevo a ti y juro por Zeus en los cielos, Poseidón en las aguas y Hades bajo la tierra, que haré todo lo que pueda en tu servicio de este día en adelante.
Me aparté del nicho delicadamente tallado y vi que Ramonojon se inclinaba mecánicamente ante los dioses con una sorprendente mirada de indiferencia, casi de disgusto, en el rostro. No comprendía qué le había sucedido. Siempre había sido un hombre muy religioso, entusiasta con sus oraciones y sacrificios a la enorme gama de deidades hindúes, y nunca había descuidado ofrecer obediencia a los dioses helénicos. Quise desafiar sus acciones, pero no fui capaz de cuestionar su devoción en presencia de una diosa a la que había insultado y cuyo favor estaba intentando recuperar.
Cuando serví una última libación a la Musa y estaba a punto de marcharme, Ramonojon alzó una mano para detenerme. Me llevó aparte de la docena de otros fieles que hacían sus ofrendas a sus deidades.
En un rincón oscuro, rebuscó en su túnica, sacó un rollo de pergamino y lo introdujo en la manga de mi túnica.
El rollo no era de papiro, sino que tenía la suave fragilidad del papel de arroz, lo cual significaba que tenía que proceder del Reino Medio. Desenrollé el principio y vi los complejos ideogramas que los medianos usan para escribir. El título decía: «Registros del historiador, por Ssu-ma X’ien.»
Estuve a punto de romper el papel, presa del nerviosismo. Era un documento del que sólo había oído rumores, escrito por el más grande historiador que el Reino Medio había producido jamás, y se decía que detallaba el ataque de Alejandro a los medianos y el revuelo político que eso causó en el Reino Medio.
—Sabía cuánto deseabas leerlo —dijo Ramonojon, una fina sonrisa quebrando su semblante.
—Gracias —susurré, sin saber si estaba hablando con mi amigo o con la diosa de la historia, quien quizás acababa de darme un signo de su perdón.
—¿Cómo lo conseguiste? —le pregunté a Ramonojon.
—Me lo encontré por casualidad en la India —dijo él vagamente. Y supe que no iba a decirme nada más.
Escondí con cuidado el documento entre los pliegues de mi túnica, pues no quería que mi guardaespaldas me viera con un texto del Reino Medio. Los espartanos suelen sentir desconfianza hacia aquellos que muestran demasiado interés en las costumbres del enemigo.
Nos reunimos con la capitana Liebre Amarilla en el Partenón y nos unimos a la multitud que ofrecía sus oraciones a la estatua dorada de Atenea. Recorrimos las instalaciones del templo contemplando a la gente, viendo la ciudad desde su segunda estructura más alta, hasta que Helios escaló al punto más alto de su viaje a través del cielo. Entonces llamamos otra cápsula tubo y realizamos un rápido viaje bajo la ciudad para encontrarnos con la Lágrima de Chandra.
La seguridad en el muelle celeste era más férrea que de costumbre. Había cuatro guardias en vez de los dos habituales, situados ante las gruesas puertas de acero que conducían al complejo de almacenes, edificios de oficinas burocráticas y habitaciones de esclavos en torno a la columna de acero de un kilómetro de altura. Estos guardias examinaron tres veces mi rollo de identidad, palpando los sellos por si eran falsos o habían sido manipulados, asegurándose de que yo encajaba con la descripción escrita hasta el último detalle. Escrutaron a Ramonojon aún con más atención, y me exigieron que jurara por el agua, la tierra, y el fuego que era quien decían sus documentos. Naturalmente, la capitana Liebre Amarilla pasó sin más comentarios. No había manera de falsificar el aire espartano que tenía, y ningún soldado raso habría puesto en duda la integridad de un oficial espartano.
Nos abrimos paso a través de la multitud de esclavos que cargaban enormes cajas de madera en grandes carros flotantes de bronce que gravitaban a pocos centímetros del suelo, de empleados que comprobaban manifiestos escritos y dirigían a los esclavos para que llevaran una carga de materia lunar a un almacén, apartaran esa caja de lanzadores evac recién manufacturados y la prepararan para cargar, o tuvieran cuidado con lo que hacían con aquella caja de oro. «Tened cuidado, norteños sin seso, ¿no sabéis lo frágil que es un cargamento de ónice? Cuidado, oh, ustedes perdonen, comandante, capitana. Las puertas interiores están por aquí.»
Atravesamos de nuevo el procedimiento de seguridad ante las puertas de basalto que daban al patio interior que rodeaba el muelle en sí. Mientras esperábamos para franquear este control, la Lágrima de Chandra apareció a la vista, flotando sobre el horizonte desde el este. Mi nave era un pedazo de la Luna de un kilómetro y medio de largo, tallada por los equipos de Ramonojon en forma de perfecta gota plateada. Flotaba majestuosamente sobre la ciudad, al principio sólo un disco brillante en el cielo, no más grande que un óbolo. Una docena de diminutos puntos negros aparecieron debajo de ella, las bolsas de lastre llenas de agua que controlaban el descenso de la nave. La Lágrima de Chandra se hizo más grande a medida que se fue acercando a la Tierra. La luz plateada que emitía se hizo más brillante, hasta que superó el dorado del Sol.
Un kilómetro y medio por encima del suelo mi nave conectó con la parte superior del muelle celeste. Hubo un chasquido de acero y un puro y agudo tono como el resonar de una campana de piedra tallada por un maestro: era la armonía pura de la Luna, una de las siete notas de la música de las esferas.
La contemple ansiosamente y lo único que pude pensar fue que pronto estaría por fin a bordo.
Nos permitieron atravesar la última puerta para pasar al patio central. Esclavos y soldados llenaban el complejo. Los soldados comprobaban sistemáticamente el contenido de las cajas antes de entregarlas a los esclavos. Los esclavos, a su vez, metían las cajas en cápsulas de carga esféricas, y éstas en el hueco del tubo ascensor del muelle celeste. Las enormes máquinas de vapor situadas junto a la columna gemían al sacar el aire del tubo, entonces, cuando la placa impulsora enterrada bajo el tubo brotaba del suelo, éste latía lanzando las cápsulas hacia arriba a través del fino aire, hacia la cubierta de carga de la Lágrima de Chandra.
En el complejo divisamos inmediatamente al único hombre que no iba vestido de soldado ni como los esclavos. Cleón fue una visión de agradecer, con su túnica corta cretense, una falda azul intenso y sandalias tan bien atadas que parecían tejidas.
Corría por el complejo como un pollo asustado, señalando un montón de pesadas cajas y exigiendo a continuación que las subieran. Le sonreí a Ramonojon y éste me respondió con una media sonrisa que reprimió rápidamente.
—Cleón, ¿qué es todo esto? —grité, para hacerme oír por encima del silbido y los golpes de las máquinas de vapor.
—¡Ayax! —exclamó él, encantado—. ¡No te creerás lo que ha pasado! Yo...
Se dio media vuelta y le gritó a un soldado que correteaba junto a una caja larga y fina.
—Cuidado con eso. Se podría comprar media Persia con lo que hay ahí dentro. —Se volvió hacia mí—. Tengo los impulsores de Ares. Reducirán semanas nuestro tiempo de viaje.
—¿Hiciste qué?
Sacudí la cabeza, esperando que el ruido estuviera haciéndome oír mal. Los impulsores de Ares eran los rarificadores de aire más largos jamás construidos; cuando se montaran, serían cuarenta varillas de sólido oro-fuego, cada una de ochocientos metros de longitud. Habían sido creados para una misión de exploración en el quinto planeta, no para la Lágrima de Chandra. Di un respingo al pensar en cuánto de nuestro presupuesto habría gastado Cleón en esas cosas, y en cuántos favores debíamos ahora Jasón y yo a los comandantes de otros proyectos.
—¡A los cuervos contigo, Cleón! Te envié a Creta para sustituir algunos impulsores rotos, no para robar el proyecto más caro que jamás ha salido de la Academia. ¿Y qué dijiste para que los navegantes celestes te los dieran?
Cleón sonrió como un maníaco. Sus dientes brillaron en su oscuro rostro marrón, y sus ojos castaños chispearon a la luz plateada.
—Les mostré la autorización que te dio Creso.
Me llevé las manos a la cabeza, incrédulo. El arconte de Atenas me haría cortar la cabeza por aquel abuso de autoridad.
Cleón me dio un golpecito en la mano, consolándose como si fuera una tía mía.
—No te preocupes por eso. Los diseñadores del Ares enviaron un mensaje a Délos antes de entregarme los impulsores. Creso autorizó en persona la transferencia. La Cofradía de Navegantes Celestes está enfadada conmigo por arrebatarles el juguete, puede que incluso me expulsen.
No pude creer que se sintiera feliz por eso.
—Esos impulsores fueron diseñados para la Lanza de Ares. ¿Eres consciente de cuánto tendremos que excavar en la Lágrima de Chandra para que pueda volar después de instalarlos?
—Eso no será ningún problema. —Empezó a tararear alegremente y se volvió hacia Ramonojon—. Será fácil reconfigurar la dinámica, ¿no?
Ramonojon parpadeó como si no hubiera estado escuchando la conversación.
—Humm. Sí, supongo que sí.
¿Se habían vuelto locos todos mis subordinados? Durante dos años Ramonojon había estado esculpiendo cuidadosameante la Lágrima de Chandra para que pudiera volar hasta Helios y volver con y sin el fragmento solar.
Ahora Cleón había deshecho de golpe todo ese trabajo, y Ramonojon se comportaba como si fuera un problema sin importancia.
—Vamos —dijo Cleón—. Tomaremos la siguiente cápsula que suba. No puedo esperar a recalcular nuestro curso de vuelo.
Corrió hacia la cápsula de pasajeros más cercana y entró.
Ramonojon se encogió de hombros y le siguió hasta la semi-esfera de acero repujada de oro-fuego. Corrí tras ellos, seguido por la capitana Liebre Amarilla.
Los cuatro nos amarramos al suelo de acero de la cápsula, forrado con una tupida alfombra de algodón bajo una capa de cuero y con suficientes almohadas para que una rani india estuviera cómoda. Sentí un golpecito bajo nosotros: a través de una de las diminutas ventanas cuadradas situadas en el costado de la cápsula vi a los esclavos empujar un carro flotante bajo nuestra máquina y conducirnos hasta el tubo de subida al muelle celeste.
A través del techo de cuarzo, contemplé el kilómetro y medio de oscuridad moteada de pequeños nódulos brillantes de oro-fuego. Una columna de estrellas, todas claramente visibles en el aire rarificado a través del cual viajaríamos como un tetraedro salido de un cañón.
Los motores de vapor gimieron al evacuar el tubo, para volver el aire lo más fino que fuera humanamente posible. Esperamos. Ramonojon respiraba regularmente. Cleón canturreaba para sí, elaborando planes de vuelo entre las esferas celestes con las matemáticas musicales de Pitágoras. La capitana Liebre Amarilla permaneció inmóvil como un cadáver. Yo me aferré a las blandas almohadas de plumón y conté hacia atrás desde cien.
Al llegar a sesenta y cuatro, la placa impulsora se estampó contra la base de la cápsula y nos disparó hacia arriba. El aire escapó de mis pulmones mientras volábamos más allá de las estrellas artificiales, rumbo a las auténticas.
Un minuto después hubo un golpe ensordecedor cuando nuestra cápsula semiesférica golpeó la cúpula semiesférica situada en lo alto de la columna. Las tiras de cuero se me clavaron en el pecho y las piernas cuando mi cuerpo intentó seguir volando hacia arriba. Después de un momento de vacilación en medio del aire, la cápsula renunció a la idea del ascenso y cayó, pero sólo unos centímetros. El suelo resonaba como un gong amortiguado haciendo que vibraran todos los huesos cuando golpeamos la placa recogedora que la bahía de atraque de mi nave había interpuesto automáticamente entre nosotros y la caída de un kilómetro y medio hasta la Tierra.
Recuperé la respiración y me desaté lentamente. Sentía los músculos tan frágiles como juncos secos. Una puerta se abrió en el costado del tubo, dejando entrar una vaharada de aire y luz. Dos de los esclavos de la nave retiraron la cápsula del tubo de ascenso y volvieron a sellar la puerta para que el tubo pudiera ser reevacuado para la siguiente carga.
La puerta de la cápsula se abrió y, guiados por la capitana Liebre Amarilla, salimos rápidamente al brillante paisaje plateado de mi nave. El aire frío y claro de las alturas me acarició la piel, sorbiendo de mi cuerpo el rocío acumulado de la Tierra. La superficie de la nave presionó contra mis pies; yo sabía que era sólo el movimiento circular natural de la materia lunar que daba impulso a la linealidad natural de mi cuerpo, pero lo sentí como si fuera una afectuosa bienvenida.
Un hombre con una armadura de bronce pintada de negro avanzó a través del plateado resplandor y me dirigió un breve saludo. Anaximandro, jefe de seguridad de la Lágrima de Chandra, tenía el mismo aspecto que cuando lo dejé hacía un mes: alto, de piel olivácea, musculoso, el perfecto modelo de un oficial espartano, excepto que, para su vergüenza, no era espartano; no era uno de esos hombres que habían aprendido en la más grande escuela militar del mundo. Su digno porte y su rostro estoico ocultaban su conocida furia por haber ascendido hasta lo más alto que se le permitía en el Ejército de la Liga Délica.
—El comandante Jasón ha ordenado una reunión del personal dentro de una hora —dijo, sin un atisbo de saludo.
Yo asentí. Lo mismo hizo Ramonojon. Cleón pareció apurado.
—Tengo que instalar los impulsores.
—No hay tiempo —gruñó Anaximandro—. Mis hombres —dijo, y su voz se alzó llena de soberbia por tener a otros a sus órdenes—, mis hombres tendrán que comprobar las cajas de la cápsula antes de desembalar el equipo. —Hizo una pausa y miró desde su metro ochenta de altura al diminuto Cleón—. Es una cuestión de seguridad.
Anaximandro se volvió para dirigirse a mí, pero cuando vio por encima de mi hombro a la capitana Liebre Amarilla su arrogancia se tambaleó. La perfección del espartanismo de ella superó su cuidadosa pose como la luz del sol lo haría con el resplandor de una lámpara.
—Reunión dentro de una hora —murmuró tras dirigirle el saludo más envarado que yo le había visto hacer jamás.
Cleón vio una oportunidad para discutir con el jefe de seguridad, pero Ramonojon lo detuvo colocándole amablemente una mano sobre el hombro.
—Ya habrá tiempo de sobra para trabajar. El comandante Jasón tiene buenos motivos para querer vernos.
Ramonojon me dirigió una mirada, y yo sacudí la cabeza. Aparte de su intrepidez como piloto, Cleón era básicamente una persona nerviosa y excitable. No quería ser yo quien le contara lo del ataque.
Cleón nos miró a todos, y luego dirigió su atención a Anaximandro.
—¿Cuánto tardarán los suministros en ser descargados?
—Veinte minutos.
—Entonces me aseguraré de que estemos en marcha antes de que empiece la reunión.
Cleón recogió su bolsa de viaje y la funda de su lira, nos saludó a todos con un gesto de cabeza, y luego se volvió hacia la proa de la nave y se marchó con toda la dignidad que su paso de saltamontes le permitía. Lo observé caminar-saltar-caminar por las descubiertas extensiones de la superficie de mi nave mientras cruzaba los cuatrocientos metros que separaban la bahía de atraque de la torre de navegación, donde él vivía y trabajaba. Lo perdí de vista cuando desapareció tras el anfiteatro de mármol azul que se encontraba justo a popa de aquella brillante torre de granito y roca lunar donde vivíamos.
Ramonojon se despidió y se marchó dando tumbos hacia popa, sorteando la gran colina central de la Lágrima de Chandra, presumiblemente camino de su laboratorio subterráneo en la popa de mi nave.
Una docena de guardias de seguridad de Anaximandro se habían congregado y esperaban pacientemente delante de las cápsulas de carga selladas. Tras ellos había unos veinte grandes esclavos varones, deambulando con ese pretendido interés que hace las veces de disciplina entre los norteños. Yo había estado apartado del mando tanto tiempo que tardé un instante en darme cuenta de que esperaban mi permiso para comenzar la inspección.
—Adelante, jefe de seguridad —le dije a Anaximandro. Él saludó mientras yo me disponía a marcharme, y puso a sus hombres a trabajar inspeccionando las cajas.
La capitana Liebre Amarilla me siguió mientras yo me dirigía despacio a babor y luego a popa. Pasamos unos buenos diez minutos deambulando por la pelada roca lunar antes de llegar a la cúpula de acero que servía de dormitorio a mis jóvenes científicos. Pensé en asomar la cabeza y dar un saludo general a mis subordinados pero decidí esperar a la reunión, así que me encaminé al pequeño edificio de mármol que se alzaba sobre mi cueva. Como todos los mandos de la nave, tenía la intimidad de un hogar; la mayoría de los miembros de la tripulación vivían en el dormitorio de babor o en los barracones de estribor, dependiendo de si eran científicos míos o soldados de Jasón.
Pasé entre las columnas dóricas verdes y rojas de mi hogar y entré en la cámara pelada que contenía solamente una escalera de caracol tallada dentro de la Lágrima de Chandra. Bajé aquellos estrechos escalones de plata hasta llegar al cuerpo de mi nave.
Mi mano fue pasando por la suave pared tallada de brillante plata mientras descendía hacia mis oscuras habitaciones. ¿Oscuras? Los esclavos debían haber dejado las mantas de noche en las paredes, el techo y el suelo; esas mantas eran una precaución necesaria si uno quería dormir en una cueva tallada en roca siempre luminiscente. Los tripulantes de algunas naves celestes se habían vuelto locos intentando protegerse los ojos de la constante luz lunar.
Me detuve antes de continuar internándome en la oscuridad. Siempre existía la posibilidad de que los esclavos hubieran cambiado algún mueble de sitio, y no quería tropezar. Pero cuando di un paso hacia delante, alguien me agarró por el brazo, me lo retorció, y me hizo caer al suelo. Una mano avanzó para cubrirme la boca antes de que pudiera gritar. Traté de escapar, pero me agarró con fuerza. Una voz me susurró al oído, en torpe helénico:
—No te resistas o morirás dolorosamente.
La voz era entrecortada, pero tenía una seguridad casi espartana.
Entonces oí un fuerte golpe, la mano se apartó de mi cara. Por un momento me apretujaron con más fuerza contra el suelo, y luego mi atacante despareció de mi espalda. Me arrastré y me puse en pie. No veía qué estaba pasando, pero supe que la capitana Liebre Amarilla estaba luchando por mi vida en la oscuridad.
Corrí hacia la pared y fui palpando hasta que encontré el grueso cordón de algodón. Tiré de él y la manta nocturna de la pared de babor se enrolló como un pergamino hasta el techo. La habitación se llenó de luz plateada, iluminando a las dos figuras en lucha. Liebre Amarilla estaba enzarzada en un cuerpo a cuerpo y espada contra espada con un hombre ataviado con un gi de seda gris. ¡En mi nave había un mediano!
Corrí hasta mi mesa, situada en el estrecho extremo de popa de la caverna oval, así mi pesado banco de caoba y lo lancé contra la espalda del mediano. Él se volvió para esquivarlo y Liebre Amarilla lo apuñaló en el pecho: el acero rasgó la seda, luego la piel, después el corazón. El mediano se desplomó mudo en el suelo.
La espartana se aseguró de que estaba muerto, luego se me acercó.
—¡No vuelva a ponerse en situación de riesgo! —rugió, su pétrea divinidad rompiéndose en humana ira—. Estoy aquí para protegerlo a usted, no para que usted me proteja a mí. ¿Comprende?
Asentí.
—¿Está usted bien? —pregunté.
—No tengo heridas —dijo ella—. Escúcheme con atención, comandante. No es usted soldado: su presencia me dificulta aún más la lucha, ya que tengo que controlar dónde se encuentra. La próxima vez que esto pase, quiero que busque un escondite y se quede allí.
—¿La próxima vez?
—Sí, comandante, la próxima vez. Hasta que averigüe cómo un asesino enemigo subió a bordo de una nave supuestamente segura, debemos asumir que habrá nuevos atentados contra su vida.
—Comprendo, capitana.
—¿Y hará lo que yo considero necesario para su seguridad, comandante?
—Mientras no interfiera en mis deberes —repliqué.
Ella asintió y luego se volvió para examinar la habitación, asegurándose de que todo era seguro. Después, examinó el cadáver.
—Un comando niponiano. Los medianos no los utilizan muy a menudo.
Se cargó a la espalda el cadáver con indiferencia y subió por la escalera.
—Tendré unas palabras con su jefe de seguridad respecto a este tema mientras usted se prepara para esa reunión.
Solo en mi hogar, donde un asesino me había estado esperando. En mi caverna, en mi nave.
Me senté en el suelo y agarré la negra manta de lana con manos temblorosas. Mis ojos se dirigieron a la pared de estribor y las hileras de cubículos llenos de rollos que la ocupaban. Durante varios minutos deseé poder sacar uno de aquellos rollos de su agujero y perderme en el mundo de la ciencia o la historia. Cualquier cosa que librara mi mente de asesinos y guardaespaldas.
Atenea me rescató de mi estupor; blandió la égida delante del ojo de mi mente, mostrándome la cabeza de Medusa, cercenada por Perseo. La elección que sugería el gesto de la diosa estaba clara. Yo podía quedarme sentado en el suelo como una estatua de piedra o levantarme como un hombre. Di las gracias a la diosa por su desafiante presencia mientras me incorporaba.
Me quité la ropa manchada del sudor del viaje y la arrojé al suelo cerca de mi lecho, en el extremo de proa de la cueva. Luego abrí un gran baúl de roble situado cerca de la cabecera de la cama. El olor de alcanfor fresco y mirra me dijo que habían cuidado bien mi ropa durante mi ausencia. Había una vasija de aceite fresco junto a mi lecho, así que me froté la cara y las manos. Inspiré profundamente para despejarme la cabeza e inhalé el punzante olor de la sangre derramada.
Ansioso por salir de la habitación, me puse una túnica limpia de erudito y me coloqué la placa con la lechuza que indicaba mi grado de comandante científico en el hombro izquierdo, justo por debajo de la orla azul. Me calcé las finas sandalias con suelas endurecidas para poder caminar por la Lágrima de Chandra y guardé el ejemplar de la historia de Ssu-ma X’ien en el fondo del baúl.
Recuperada la dignidad, salí de la cueva y subí la escalera hasta la superficie de mi nave. El suelo zumbaba levemente y se sacudía un poco bajo mis pies; se había alzado viento y el aire era límpido, frío y mucho más seco que antes. Habíamos dejado el muelle y ahora volábamos a unos sesenta kilómetros por encima de la Tierra, todavía ascendiendo. Pude sentir que el aire puro separaba mis pensamientos para convertirlos en claros y brillantes hilos mientras el exceso de átomos de agua y tierra escapaba de mi cuerpo con cada aliento. Todo erudito sabe que la pesadez de la Pneuma terrestre puede nublar la mente de un hombre, atando sus ideas en nudos irracionales; pocos se dan cuenta de las consecuencias de esto, que cuanto más lejos estás de la Tierra, más claros se vuelven tus pensamientos.
La Lágrima de Chandra continuó orbitando la Tierra a su ritmo natural, al mismo paso que la propia Selene en su diario circuito alrededor del globo. La proa se inclinaba un poco hacia arriba, así que mi nave continuaba alzándose suavemente. Tanto mejor, puesto que ésta era la zona del cielo que las cometas de combate de los medianos solían patrullar más a menudo. Una vez que estuviéramos por encima de los quinientos kilómetros, o eso se decía, estaríamos a salvo.
La capitana Liebre Amarilla me estaba esperando en la antesala. No se veía el cadáver del asesino por ninguna parte.
Ella me siguió de cerca mientras nos dirigíamos a la colina que Jasón y yo utilizábamos como zona de reunión y centro de mando. Cinco minutos antes del inicio de la reunión, Liebre Amarilla y yo llegamos a la escalera tallada en el lado de babor de la colina y subimos los empinados escalones hasta llegar al patio de columnas que coronaba el punto más alto de mi nave.
La entrada de babor al cuadrángulo, como su contrapartida a proa y estribor, estaba bendecida por una estatua de cuatro metros y medio de Atenea y guardada por dos soldados de Jasón. La simetría a tres bandas de las puertas era rota por el extremo de popa del patio, ocupado por tres edificios cuadrados azules: mi oficina, la biblioteca de la nave y la oficina de Jasón.
Liebre Amarilla y yo atravesamos el portal de babor; los guardias nos saludaron mientras nos inclinábamos ante la estatua roja y dorada de la diosa. La lanza y la égida alzadas, aquella imagen de Palas iba armada para la guerra; su penetrante mirada bendecía continuamente la Lágrima de Chandra y a su tripulación con sus habilidades guerreras, mientras que la lechuza de calcosina en su hombro miraba hacia el patio, bendiciendo a los comandantes de la nave con su sabiduría.
Nos encaminamos hacia el centro del patio, donde un par de estatuas de tres metros de altura se alzaban sobre pedestales de un metro de largo. Una estatua era de Aristóteles, pintada con distintos tonos de azul. El gran científico sostenía en la mano derecha un modelo de cristal del universo que se movía en perfecta imitación del movimiento eterno iniciado por el Primer Movedor. El modelo destellaba a la luz del Sol, mostrando con intrincado detalle los siete planetas sujetos en sus concéntricas esferas de cristal, orbitando en su divina danza de ciclos y epiciclos alrededor de la Tierra.
Frente a Aristóteles había una estatua de Alejandro. Estaba tallada en obsidiana con el gracioso estilo tolteca. El famoso general blandía una espada en una mano, apuntando hacia la Tierra, y una lanza en la otra, alzada como para desafiar a los dioses. Ambas estatuas mostraban a los héroes en la gloria de sus últimos años. Aristóteles tenía más de ochenta años, pero sus ojos aún brillaban con su genio. Y Alejandro, a los setenta y siete, poseía la larga barba y el rostro arrugado de la experiencia, pero sus músculos aún conservaban el tono y el poder que la formación espartana había impartido a la gracia nativa de aquel joven príncipe macedonio.
Liebre Amarilla y yo alcanzamos el círculo de asientos de mármol entre las estatuas donde se celebraban las reuniones. El resto del personal (Cleón, Ramonojon, Mihradario, Anaximandro y, por supuesto, Jasón) ya estaban presentes. Sólo el asiento más cercano a Aristóteles, mi asiento, estaba sin ocupar. Jasón se levantó del asiento situado más cerca de Alejandro y se acercó a mí. Los otros se levantaron también rápidamente.
Jasón y yo nos saludamos, agarrándonos el brazo por el codo. Había tristeza en sus ojos grises, y un frunce en su boca que traicionaba un nerviosismo que ni él ni ningún otro espartano admitirían jamás.
Le sonreí, alegre por una vez de sentir su amistad. Le solté el brazo y contemplé el círculo.
Anaximandro estaba igual que siempre, el pecho hinchado y la mirada levemente levantada, como si posara para la estatua de un héroe. Ramonojon se encontraba a su lado. No se había cambiado la ropa del viaje. Cleón, junto a él, movía nerviosamente los pies y miraba alternativamente la torre de navegación y a Anaximandro.
Me volví hacia Mihradario. Iba vestido como yo, a la guisa ateniense.
—Comandante Ayax —dijo formalmente—, te devuelvo la nave.
—Gracias, uranólogo jefe —respondí. Mihradario no pareció ni aliviado ni entristecido por la pérdida del mando, como si no hubiera sido ni una carga ni una bendición, sino un problema más para que lo resolviera su intelecto sin par.
Jasón me hizo un gesto con la cabeza. Nos acercamos a la mesa situada en el centro de los asientos y tomamos dos copas doradas llenas de oscuro vino púrpura. Nos separamos y salimos del círculo, yo volviéndole hacia Aristóteles, Jasón hacia Alejandro.
Nos detuvimos exactamente en el mismo momento e hicimos libaciones a los pies de los héroes.
—Bendecid esta asamblea —dijimos.
—Evitad los peligros de la batalla —dijo Jasón.
—Evitad los peligros de la estupidez —dije yo.
—Mantenednos a salvo en cuerpo y mente —dijimos ambos.
—Bendecid esta asamblea.
El vino fluyó sobre las estatuas hasta caer en los cuencos de plata que tenían delante. Jasón y yo nos volvimos a la vez, depositamos las copas en la mesa y regresamos a nuestros asientos. Me senté y le hice un gesto a Jasón, dándole plena autoridad en la reunión.
—Hace dos días —dijo él—, esta nave estaba atracada en Atlantea del Sur cuando recibimos una cápsula de emergencia con un mensaje transmitido desde Délos a través de Tenoctitlán. Se refería al Proyecto Hacedor de Hombres... —Eso me sorprendió. Rara vez recibíamos información alguna sobre las otras dos ramas del Proyecto Prometeo—. El mensaje decía que Aristogaros de Atenas, comandante científico del Proyecto Hacedor de Hombres, había sido asesinado por dos comandos niponianos en su laboratorio supuestamente secreto al sur de Sudán. El mensaje nos conminaba a reforzar la seguridad y asignar un guardaespaldas a nuestro comandante científico. —Se volvió hacia mí y su voz adquirió el tono de ironía típico de un hermano mayor—. Nuestro comandante científico, sin embargo, fue lo bastante imprudente como para estar de vacaciones. —Dos días de preocupación marcaban su rostro, pero su voz aún contenía su calma espartana—. Envié un mensaje a Esparta solicitando a la capitana Liebre Amarilla como guardaespaldas —continuó Jasón, haciendo un gesto con la cabeza hacia ella—. Es la mejor comando del Ejército de la Liga. Los dos ataques que Ayax ha sufrido dejan claro que actué justo a tiempo.
—¿Ataques? —chilló Cleón—. ¿Qué ataques?
Jasón asintió y Liebre Amarilla relató la historia de la cometa de combate y el asesino.
—Comandante Jasón —concluyó—, ya he interrogado a su jefe de seguridad respecto a cómo pudo colarse el niponiano en este navío.
—¿Cuál fue su respuesta, jefe de seguridad? —le preguntó Jasón a Anaximandro.
—Señor —dijo Anaximandro, tratando de permanecer estoico ante dos espartanos disgustados—, esta nave ha tenido demasiados científicos en su tripulación como para que se pueda mantener la disciplina adecuada.
—Sin embargo, esto no debe volver a suceder —dijo Jasón—. Voy a darle a la capitana Liebre Amarilla plena autoridad para hacer todo lo que considere necesario para proteger al comandante Ayax. Usted y sus hombres deben obedecer sus órdenes sin discusión.
El jefe de seguridad saludó sin decir una palabra, pero pude ver la furia cociéndose en él como el trueno en el entrecejo de Zeus.
Jasón continuó:
—Desde este momento hasta que nos dirijamos a Helios, el contacto entre esta nave y la Tierra será reducido al mínimo. Haremos las paradas de carga imprescindibles y no habrá más permisos.
Mihradario iba a protestar, pero Jasón lo interrumpió con una mirada.
—La seguridad será reforzada, todas las cápsulas que lleguen serán registradas, y todos los miembros del alto mando harán saber a los guardias dónde están en todo momento. Sólo se ha ordenado que Ayax tenga guardaespaldas, pero cualquier científico experto que quiera uno lo tendrá también.
Mihradario y Ramonojon se miraron el uno al otro un momento y luego negaron con la cabeza. Mihradario parecía molesto por la sugerencia; Ramonojon parecía apenado.
Cleón, sin embargo, quiso uno, y que se aumentara el destacamento de soldados a la entrada de la torre de navegación.
Jasón tosió y me miró expectante. Yo tenía que decir algo para evitar que la moral de mis subordinados se viniera abajo. Ninguna Musa acudió para inspirarme con palabras para animar a mi gente, así que dije lo que siempre decía cuando los militares necesitaban hacer algo que no gustaba a mi personal.
—Por el bien del proyecto, espero que todos cooperen con el Ejército en este asunto.
Ellos aceptaron a regañadientes. Jasón asintió, animándome a tomar el control de la reunión. Incliné la cabeza hacia mi inteligente subordinado persa.
—Informe de progresos.
Mihradario se levantó y se acercó a la estatua de Aristóteles.
—Durante el mes que estuviste fuera, completé mis pruebas sobre los cuatro prototipos de la red solar. Mi conclusión fue que el modelo Delta es el único diseño que puede soportar la tensión de nuestro viaje de regreso.
Ramonojon alzó la cabeza y parpadeó, momentáneamente sorprendido.
—¿Puedo ver tus cálculos?
—Si insistes —dijo Mihradario—. Pero sin ánimo de ofender tu intelecto, dinamicista jefe, dudo que puedas seguir mis cálculos.
«Oh, no —pensé—, otra discusión no.»
—Simplemente tengo curiosidad —dijo Ramonojon.
Mihradario lo miró, luego se encogió de hombros.
—Puedes consultar los diarios de los experimentos, si quieres.
Ramonojon asintió y guardó silencio. Suspiré aliviado porque Ramonojon no había prendido otra chispa en el temperamento de Mihradario.
El persa continuó:
—Para construir la red Delta, necesitamos seis metros cúbicos de materia afroditiana además de veintiún metros cúbicos de materia hermética.
Maldije entre dientes. Conseguir material de Hermes ya era bastante caro, pero al menos la Liga Délica tenía una base allí. Para conseguir la roca de Afrodita habría que enviar una expedición especial. Eso, unido a la adquisición que Cleón había hecho de los impulsores de Ares, lastraría nuestro presupuesto. Pude oír ya a Creso gritándome por despilfarrar el contenido de las arcas de la Liga. Pero Mihradario decía que lo necesitábamos, así que tendría que conseguirlo.
—Construye de la red tanto como puedas —dije—. Enviaremos una solicitud a Délos y esperemos que la aprueben. Si no, tal vez tengamos que detenernos en Afrodita por el camino, extraer el material nosotros mismos y tejer la red sobre la marcha.
Me volví hacia Cleón.
—¿Cuánto tardarás en instalar los impulsores?
Él canturreó y fue dando golpecitos con el pie mientras calculaba.
—Una semana, dos como máximo.
—Ramonojon, ¿cuánta reestructuración necesitará la nave?
Alzó súbitamente la cabeza.
—Lo siento, ¿qué decías?
¿Qué era lo que le pasaba?
—¿Cuánto tiempo hará falta para alterar la dinámica de la nave, para que funcione con los nuevos impulsores?
—Humm. Un mes.
—¿Tan poco tiempo?
Yo había pensado que necesitaría seis semanas o incluso dos meses para hacer una reconfiguración tan grande.
Él pareció sorprendido por la pregunta.
—Sí, eso espero.
—¿Algo más? —pregunté—. ¿Alguien?
Nadie habló. A través del silencio de la reunión, los vientos del aire superior tocaron mis oídos con los ruidos de la vida de mi tripulación. Desde la parte de proa de la nave oí a los soldados de Jasón cavar. De debajo de la colina llegaba el ruido de los esclavos que trabajaban en las cuevas de almacenamiento y los gruñidos de los animales a medio formar en la granja de generación espontánea. Y desde proa llegaba la desafinada discusión de los jóvenes científicos que hacían alteraciones menores del aparato de la red solar.
Miré a Helios, que se alzaba sobre nosotros con fiera majestad. Bajo el brillo de la luz del día, sentí el toque de Apolo en mi voz.
—Hombre y naturaleza conspiran para detenernos —dije—. Pero de todas formas tocaremos el Sol. Esta reunión ha terminado —concluí, mirando a los reunidos—. Que los dioses bendigan nuestro trabajo.