LA MUJER VESTIDA DE HOMBRE

(FALSA NOVELA ALEMANA)

I

Se había ya anunciado en Marien desde pequeña el deseo de ser un hombre en vez de una mujer. Sentía que si hubiese sido hombre, el sentido de su libertad hubiera sido más amplio y su posibilidad emprendedora, gananciosa y hasta conquistadora, hubiera sido mucho mayor.

Con las mujeres más hermosas se hubiese atrevido ella como el seductor más audaz del mundo, pues conociendo a la mujer como mujer que era, se sentía en el secreto de su vulneración.

En la adolescencia había triunfado su sexo y había querido ser mujer, logrando el moño más nutrido de pelo rubio de dos colores, que una muchacha de su edad pudo lograr nunca. Era un verdadero fenómeno aquel moño con doradez de ensaimada.

Realmente, de los quince a los diez y siete años y medio, fue una mujer que supo dar a las curvas el valor atractivo que deben tener. Los hombres la miraban hasta dejarse la cabeza detrás, pero después de comprobar que era una señorita muy mujer y que ya sabían dónde había una mujer así, para cuando alguna vez pensasen buscar una entre todas las que tenían vistas como posibles, se iban por su camino.

Ella había ido dejando en la calle largos colegios de ella misma; colegios lentos y displicentes de muchachas casaderas. Ella se veía repetida en el internado de los días, como colegiala no admisible ya en los colegios, pero sola en la hilera de la escuela libre de las talluditas.

Estaba desesperada de aquellos atardeceres en la ciudad llena de escaparates y de letras tan imprimirientes que en compactos letreros imprimaban el blanco papel de su alma. Cuando ya en la noche plena se volvía un fantasma cansado, no recordaba sino letreros y letreros comerciales. Conocía la procesión retardada de esa hora en que se llenaban de gente las calles céntricas, y los hombres que parecían irla siguiendo se metían en un estanco y allí se quedaban comprando los cigarrillos del olvido de la mujer.

Marien tenía con sólo veintidós años, y en gracia a su deseo de agradar y pavar al hombre, un tipo más de señora que de señorita. Es decir, parecía, más que una señorita, una pequeña señora.

Se sentía parte alícuota del decorado de las calles de Berlín para que la capital tome el cierto aspecto cósmico que sólo logran dar a una ciudad entre todas las muchachas de la edad y las hechuras de Marien.

Se sentía comparsa del teatro del atardecer, una de tantas, en el coro que pasaba por el cangilón de esas horas tan sociales.

Una sorda rebeldía se producía en ella: la rebeldía de no querer ser múltiple en ese concepto que provocan las tiendas de guantes, sobre todo, sendas de manos aspirantes, a cuyos escaparates lanzaba miradas de odio.

“¡Qué tipo hecho al por mayor tengo!”, se decía frente a esos espejos que se esconden en las estanterías laterales que suelen tener las tiendas de velos, de encajes o de corbatas.

Calculaba en aquella época qué podría hacer para dar a su tipo algún rasgo definitivo. Pero temía resultar más femenina, y con eso, hundirse más en el almacén de féminas.

Los tacos de los almanaques se deshojaban como los tacos de billetes para subir en los transbordadores o en los ascensores del Metro.

Marien no encontraba el adorno retenedor, ni la sonrisa con que detener al hombre miedoso de la época.

Estaba tan preocupada con aquella falta de seducción, cuánto más seductora se volvía como mujer, que, aprovechando las modas y los rasgos del momento, se cortó la melena en forma de pollo y comenzó a adoptar trajes y sombreros de muchacho joven, adquiriendo esos chalecos que ostentan bordados numerosos palotes y señales de la tribu, especiales chalecos que hombres y mujeres discuten ante los escaparates, sin acabar de saber si son de hombre o de mujer, respondiendo el elegante camisero que los vende, cuando alguien le acosa con la duda, un “lo mismo da” que pasma.

Marien comenzó a usar también el corsé que hace el torso liso, y apretaba el primero, el segundo y el tercer cordón con el arte de componerse cuerpo de muchacho.

Su madre la miraba con gesto de extrañeza, pero comprendiendo con su listeza de mujer la estratagema que empleaba su hija para dominar a los hombres indecisos de la actualidad. Parecía imposible que la dejase exagerar aquella moda, pero la madre, con un gran cariño, se daba cuenta de todo, y aunque alguna vez fue a sonreír de aquel tipo de su hija, al verla remontar la calle con su bastoncito, detuvo su sonrisa gracias a su comprensión.

El padre también se hacía el bobo, no atreviéndose a reprobar aquel arbitrario modismo de su hija.

Sólo en plena confianza, alguna vez se atrevió a decirle con más burla que dureza: “Muchas veces te miro porque pareces, más que mi hija, mi secretario particular...” También la madre se atrevió a decirle un día de trifulca: “Hija, no te podría imitar... No sería tu madre; sería otro padre tuyo, y si bien podemos haber tenido dos hijos en vez de un hijo y una hija, no es cosa que tú tengas dos padres y ninguna madre”.

—Queridos papás... No me comprendéis... Soy más hija vuestra que si tuviera otro tipo, y seré la madre y no el padre de mis hijos, gracias a este disfraz mío —les contestó ella.

Marien, exagerando más y más su tipo de mujer vestida de hombre, comenzó a notar cómo respondían al reto los hombres que pasaban, venciendo en ellos la terrible ambigüedad.

Estaba satisfecha, y se sentía como jugador de hockey en plena ráfaga. Se sentía conquistadora, ligera, dispuesta a luchar con las mismas armas de hombre en cualquier conversación que pudiese surgir. Su mismo reloj de pulsera, enganchado en una cinta de seda negra, era como muñequera en la muñeca de un joven de la Gimnástica.

Ya nadie desdeñaba su figura de mujer y obligaba a todos a que salieran al campo del pugilato, si no querían quedar como unos cobardes.

“¿Con que en tan poco podía estar el secreto de dominar a los hombres de esta época? —pensaba ella—. Si lo hubiera sabido antes, ¡qué susto les hubiera dado, porque hubiera sido la mujer de perfecto incógnito!”

Con su pelo cortado a la manera con que se lo cortan y se lo peinan los hombres que se ponen todas las noches el frac, fumando sus cigarrillos en la larga pipa del cinismo, cerrada la americana y con una flor en el ojal, se sentía el aventurerillo que espera su fortuna; lo que se siente todo joven que vive en casa de sus padres y que, sin embargo, la mujer vestida de mujer y con moño amplio no puede sentirse. Marien, además, tenía una ventaja, y es que aplicándose las hechuras del hombre la estaba permitido el contonearse.

Las mujeres de la calle la miraban con sorpresa. No se daban cuenta de que iba así con más seguridad al encuentro del hombre y al engaño en que está el triunfo del sexo y de la maternidad. Era como cazador que se disfraza de lo que ha de atraer a la víctima.

Parecía silbar el aire del entretenimiento soplado por su larga pipa.

¡Difícil mimetismo el de la mujer! No puede aficionarse ni a un ideal, ni a una clase de alma, porque el alma que quizá tenga que escoger tendrá que ser muy distinta de la ambicionada, ni tampoco se puede aficionar a un traje, ni a un color, ni a un peinado. Debe variar todos los días y contestar de manera distinta a las mismas preguntas, y preguntar de manera distinta los mismos interrogantes. Contra eso es contra lo que Marien se rebelaba.

II

Hasta a las amigas las había dado mayor confianza en Marien aquella transformación que las maravillaba y en la que, indudablemente, se encontraba una venganza.

Sophien, que era su amiga íntima, buscaba a Marien con más persistencia, como si la compensara de su tristeza de mujer opulenta y bella el espectáculo anguloso y anárquico de Marien, que resultaba como una anarquista de la feminidad.

Hablaban las dos amigas:

—¿Para qué andar con tantas seducciones? Lo importante es que se encuentren el sexo contrario... Con las muchas seducciones se asustan... Parecía que íbamos a ahorcarles con muchos cabellos largos—decía Marien.

—¿Pero crees de verdad que temen la serpiente de nuestra trenza? —exponía Sophien.

—Ya lo creo... La creían la serpiente del paraíso... Les hemos asustado. Con sus amiguitos van más tranquilos, sin temor ni ansiedad de fidelidad.

—¿Así es que crees que han huido de nuestros imponentes peinados y de nuestra escandalosa apariencia de mujeres?

—Indudablemente... Hay que entrar en batalla con ellos y que sepan que tenemos la silueta de sus simples amiguitos y, además, lo que ellos no tienen...

Sophien se rio de buena gana y después dijo desde su opulencia de mujer de exuberancias y morbideces ostentosas:

—¿Pero no comprendes que yo no puedo disimular que soy mujer?

Realmente la amacizada y opulenta Sophien no podía disimular su feminidad.

—Yo, si me cortase la melena, parecería una niña de esas a las que ha robustecido y hecho crecer el tifus desesperadamente...

Marien la miró pensativa, y después dijo:

—Tú estás bien... Tú atraes francamente a los hombres que no temen a la mujer, pero yo, que soy una de tantas, una de esa multitud de mujeres de forma esbelta y sobria, corría más el peligro de no ser comprendida. Así podré darles la batalla como si fuera un hombrecito. ¡Es tan fácil convertirse en hombre, y, tan difícil ser mujer!

—Pero, ¿tú sabes lo que me dijo un “aficionado” una vez que le acosé mucho? Pues me dijo que en el hombre se sabe cuándo se comparte el placer y en la mujer sólo se puede creer por su palabra.

La cuestión peliaguda hizo que guardasen silencio las dos amigas.

Pasaron unos instantes pensativas.

Reanudaron la charla:

—Pero yo creo que, sobre todo, les estorba nuestra ostentación, la cosa decorativa que tenemos... Se han acostumbrado a los compañeros de oficina...

—¿Y si fuese miedo?

—Pues por eso hay que hacérselo perder... Hay que ser el reclamo disimulado de lo que temen cuando se proclama con todos sus rizos... Al verme tan dispuesta a contradecirles, les tiembla el alma y se sienten inferiores a mí...

—Pero, ¿no será contraproducente todo eso?

—No... Les veo cómo me miran, sobre todo, cuando tomo actitud de muchacho atento a una lectura o de meritorio de un Banco que repasa sus notas... No tiene disimulo su encanto... No les preparo la trampa de mi descote —que de eso saben defenderse los muy torpes—, pero caen en lo que de secretario de mí misma tengo.

—Tú nos vengarás.

—Eso quiero, y por eso me disfrazo, cómo los que se han de vengar... Mucho les tiene que hacer sufrir la contradicción que han de encontrar en mí... El que caiga no tendrá escape.

Las dos amigas, en charla interminable, celebraban la despedida de dos estilos diferentes.

III

Entre los amigos de su hermano Rudolf había uno, llamado Otto, que era el que más la interesaba, pues sentía como un secreto asedio de ella misma, aquel asedio a su hermano que tanto se le parecía y al que sólo descomponía, como una ráfaga fría y antipática, el detalle destellante de sus lentes sin marco, sus lentes como dos alas solitarias de cristal.

Aquel amigo de su hermano le atraía. La excitaba el saber de aquellas confidencias simples que los dos amigos se encerraban a rumiar. En el cenicero estudiantil del cuarto de Rudolf se reunían las cenizas de los cigarros de entrambos, como en una urna común que había reunido sus horas. Ella, al limpiarlo como para despejar la casa de una pesadilla de colillas, se quedaba mirando aquellas cenizas reunidas, como si ése fuera el símbolo de la amistad perfecta.

No quería pensar nada de aquella asiduidad entre los jóvenes; pero, aunque la excitaba, la era antipático aquel atrincheramiento, lejos los dos de todas las mujeres, huidos de todo compromiso.

Otto tenía el tipo recuadrado y linfático del que nace para cura y se niega a su vocación. Llevaba tirilla de cura y corbata de cura. Era mayor que su hermano, y le miraba como reconociendo con nostalgia una edad no muy lejana a la suya, pero cuya lejanía ya le preocupaba.

A ella la miraba apenas, y Marien tenía la convicción de que no la conocía. Sólo entreveía en ella una silueta de mujer y renunciaba a buscar más. Sabía que era la hermana de su amigo, es decir, la mujer, el ser temible que hace duplicar todas las cifras y que amenaza con las mayores vergüenzas si no se la complace.

Otto era como un embozado que pasaba sin mirar hacia el despacho de Rudolf.

Dotado de lentes también, cuando se encerraba con Rudolf se los quitaba, como éste, y los dos hombres, como desenmascarados de sus cristales, como fuera de sus escaparates de todo el día, se hallaban frente a frente.

Marien miraba por el ojo de la cerradura, a veces, y les veía como disfrazados de videntes, trasmudados; a Otto, como no era al pasar por la galería, y a su hermano, como no era ni a la hora de la mesa, en que la presencia bondadosa de los padres parecía que les habría de hacer lo más verdaderos e infantiles que fuese posible.

Marien, para hacerse visible a Otto, tomaba todas las precauciones, se enfocaba, tomaba las posturas más distraídas, aspiraba la bocanada de humo mayor y la soltaba con el escándalo con que el tren suelta la ráfaga de vapor en los más estridentes pitidos. Otto seguía pasando siempre de largo, hasta que un día, por fin, se verificó el ansiado encuentro. Fue una casualidad.

Otto, al ver su escorzarse de varón sobre un periódico, la confundió con el hermano y la llamó.

—¡Rudolf!

Ella, como el actor en el mejor de sus papeles, y despegando de sus labios la boquilla del cigarrillo para sonreír mejor, se volvió y dirigió a Otto una mirada irónica.

—¡Ah! Es usted, Marien... —dijo como con confianza antigua Otto.

Marien seguía sonriendo, pero pronto cambió la expresión. La iba a descubrir en aquel juego su sonrisa. Se repuso y contestó:

—Rudolf está en su cuarto...

Pero Otto no se movía, estaba como absorbido por una idea que no había tenido nunca. Encontraba lo parecida al hermano que era la hermana, y le despertaba la sinceridad de un sentimiento que no se había dicho nunca y que, en súbita lumbrarada, veía que le acercaba a aquella clase especial de seres. Una casualidad, pero una casualidad irreparable.

Aquel día, Marien había exagerado más su tipo descarado de muchacho, y se había puesto el chaleco de su hermano, y aquella americana de tennis que el hermano usaba para dentro de casa.

—Marien —volvió a decir, por fin, Otto—, se parece usted tanto a Rudolf, que ahora veo que sólo se completaría la visita a esta casa y al amigo, saludando y hablando antes a la hermana.

Marien sonreía con aire displicente de socio de Gran Club, recién presentado a otro socio. Lo que había en ella de mujer lo ocultaba detrás de lo que tenía de pillete y exageraba el gesto de flabelizar el humo en largos y agudos flabeles, subrayando mucho el gesto de soportar en el ojo más próximo al cigarrillo ese monóculo de la voluta que se pega a él con rijosidad.

Otto, vuelto al enlevitado silencio, contemplaba a Marien, y parecía como no acordarse del hermano.

—¿Y mis manos, se parecen a las de mi hermano? —dijo, por decir algo, Marien.

Otto bajó los ojos hacia ella y repuso:

—No..., no... Sus manos no tienen la cosa espatular de los que tecleamos en las duras máquinas que han de durar cincuenta años... Las manos de usted son mefistofélicas, suponiendo que hubiese una Mefistófela además de un Mefistófeles.

Ya había vuelto a salir el miedo del hombre, que quiere el trato sin compromiso con el hombre. Otto prefería la compasión a las manos dedicadas a la labor de oficina que la admiración por las manos bellas. Un compañerismo bárbaro y exclusivo le llevaba a todas las alianzas con el amigo, encontrando en él, con las similitudes de un mismo martirologio, el consuelo de sus tormentos y las confidencias sin deseo de matrimonio, que parecen más sinceras.

Marien movió la cabeza como sólo los violinistas y las mujeres pueden moverla, y dijo a Otto:

—Pero que Rudolf le espera... Yo he de ir al Rupestre...

—¿Es posible que vaya usted a esa cueva infecta, en que se nada en cerveza y humo?

—Y tan posible... Todas las tardes...

Otto hubiera insistido en sus improperios, pero se dio cuenta de que no tenía ningún derecho a decir nada a aquella mujer, con la que hablaba por primera vez. En vista de eso, se despidió de Marien con el “Hasta luego” que disculpa las ausencias subitáneas.

IV

No era una asidua al Rupestre, como le había dicho a Otto. Sólo había estado tres o cuatro veces en el Bar Subterráneo; pero en la sagaz conversación con Otto había querido espantarle un poco y se había dado cuenta de que había que imitar una mundanidad de aburrido calavera de los bares, de tipo de los andenes naufragados y hundidos de las cuevas.

Aquella tarde, excitada por el contacto con el hombre, sintió la necesidad de verle retrepado en su guarida, y atravesando el elefantentor, entró en el cubil de los griposos de la vida moderna, en una de esas cuevas en que se ha aprovechado el sótano perdido de las casas.

Imitaba el Rupestre los salones de las cavernas del hombre primitivo, iluminadas por las llamas oscilantes de unos hachones. Se veían medrar y embestir con acuernen que no sabría lidiar ningún torero, a los terribles toros abufalados del tiempo primitivo, rayados en la pared con duros cuchillos.

Bebida allí la cerveza, tenía más tipo amargo, fresco, primitivo. Era como cerveza de la primera cisterna de cerveza que se encontró en las bodegas naturales del subsuelo.

También se expendía una bebida de mosto que quería ser como la original bebida, de los primeros hombres, cuya principal desgracia consistió en no poder beber ningún alcohol para soportar el largo dominio de la edad de las cavernas.

En el Rupestre todas las actitudes de las parejas estaban permitidas, porque no era cosa de que en tan primitivo rincón, anterior a toda moral, se anduviese con tapujos.

Los rotundos alemanes, que ven la tierra primera con sus miradas abarcantes, se guarecían en el Rupestre con verdadera delectación, sabiendo disfrutar de la espera en la cueva de un porvenir incalculable, de valles fértiles e inmensos. La acuciante actitud de sus almas contemplativas del panorama rico en caza, en frutos y en arbolado, que para ellos es la vida, encontraba divertido reposo sintiéndose en la oscuridad del Rupestre.

Había estado acertado el inventor de aquella bodega, que satisfacía a los hombres más ambiciosos de cada día, a los que necesitaban pensar en un mundo no colonizado en que encontrarlo todo virgen para sus ojos rosas de glotones.

Marien, en un rincón de la cueva, observaba al público y pensaba cómo era de retadora su figura de mujer solitaria y rebelde en medio de aquellos hombres que posaban de primitivos y necesitaban la mujer de largos cabellos como colas de caballos salvajes.

En verdad que muchos la miraban como a un espía desenmascarado. Si todos no comenzaban una silva contra ella, era porque aquel aspecto de Marien les dejaba en la duda de que quizá era un caballero.

Marien pensaba, en la lividez de Otto, pillado por la primera mujer, por haber estado huido de ellas.

Repetía en su memoria la escena simple, de pocas palabras y de mucho embarazo, y veía a Otto envenenado ya de ella, llevándose la mano a la frente, a los ojos y a la garganta, mientras conversaba con Rudolf.

Marien se sobresaltó en sus pensamientos. Una sombra avanzaba hacia ella.

—Usted perdone, caballero —le dijo la sombra juvenil, llevándose una silla de su mesa. Ella, sin quitarse el cigarrillo de la boca, le miró de frente y sonrió.

—¡Ah!, usted perdone, señorita —balbuceó el joven que se llevó la silla, volviendo la cabeza con atracción irremediable.

Ya en el repliegue de su mesa, aquel joven vigilaba con inquietud a aquella mujer, que era superior al hombre, porque con todo el desparpajo del hombre era también mujer.

Marien le correspondía. Era el único que había descubierto su importancia en la cueva Rupestre. El muchacho estaba inquieto por cómo vigilaba a aquella mujer no supeditada; los enlaces de hombres, y mujeres, la atmósfera demasiado libre del cabaret primitivo. Tan inquieto llegó a estar el joven, que, en el hilo de una de las miradas de ella, se dirigió a su mesa de nuevo:

—Señorita —la dijo, cuando estuvo cerca de ella—, usted comprenderá que todo lo que sucede aquí es inevitable... Son gentes de las cavernas... Usted parece que está aquí para denunciar esto a las mujeres civilizadas... No sea usted tampoco demasiado rigurosa.

—Joven, muchas gracias por no confundirme con estas mujeres, a las que pierde el imán de los abrazos sobre la nuca... Parecen magnetizadas.

—Ese gesto es la especialidad del cabaret... Como usted sabe, hay cabarets en que los enamorados se enlazan por la cintura y otros por la garganta.

—Después de todo, en las cuevas Rupestres se agarraban por el pelo.

—¡Es que ahora, como tienen tan poco pelo las mujeres!

—Pero por eso debían ser menos esclavas del hombre de lo que son... ¿A que conmigo no se atreven?

—¡Ah!, es que usted es como una exploradora... Usted es algo así como la ingeniera...

—Sí; guaséese usted... Todas las mujeres serán como yo algún día.

—Entonces habrá que cerrar la cueva Rupestre... o ensancharla más, minar toda la ciudad.

Marien había escogido a aquel muchacho locuaz para entretenerse en la lucha con el hombre.

Según sus últimos pensamientos, necesitaba escribir a máquina para dar cierta forma de lanceta a sus dedos, y necesitaba mayor decisión de vividora en medio del mundo, para que no se sospechase que era el joven tímido, que era la disfrazada de hombre, que es la máscara de que más se abusa en el carnaval y a la que dan azotes todos los hombres. Tenía que hacer pasar muchos escalofríos a los que anduviesen a su alrededor. “

“Otto no aparece por la puerta terrosa de la cueva —pensaba ella, mientras el desconocido seguía diciendo su papel en la comedia Rupestre—, pero es mejor que no aparezca, si ha de aparecer con mi hermano; los dos, como dos cazadores buscando la pieza entre la penumbra de los rincones“.

—Usted —seguía diciendo el desconocido— es una burla en esta taberna; parece la mujer intrépida que, tocando un resorte, va a hacer saltar todo esto... Desde lejos me ha dado usted también la sensación de una domadora de leones, tomándose una cerveza en la jaula.

Marien sonreía, o de vez en cuando le decía, para que siguiese hablando, un “es usted un burlón”, verdadera frase de aluminio en las conversaciones.

Nuevos seres, macizos como de piedra, iban entrando en el Rupestre, casi todos con largas barbas y fumando la pipa de los primeros hombres, suponiendo que los primeros hombres hubiesen fumado en pipa.

Marien tenía miedo a esa última hora, y poniéndose en pie se despidió de aquel amigo desconocido que, con atrevida camaradería, la preguntó:

—¿En qué billar nos vemos mañana?

—¿Sigue usted burlándose de mí?

—No... Es que se me ha ocurrido hacerle esa pregunta ingenuamente... No creo que ignore usted que van muchas mujeres a los billares.

—Yo también voy alguna vez... Mañana, a las seis, en “La Carambola Ideal”... Adiós.

—Adiós.

Se dieron la mano, como si se despidieran hasta algún día, convertidos en camaradas de gabardinas veloces y traslaticias.

V

Otto, con sus lentes de redondo marco, tanto en el rostro como en el nombre —astigmáticos también, una O mayor que la otra—, estaba cada vez más obcecado por Marien.

Ya acudía al té de las cinco, en que Marien sola lo preparaba en el servicio de plata alemana, cuyo aire de bazar para bodas imponía.

Era el tercer té de su asiduidad y aun era Otto el ser meloso que teme el gran desprecio de su dama.

Escena suelta de comedia era aquel diálogo del desusado Otto con la intrépida Marien:

Marien, acercando la tetera y levantando la tapadera. —Aún no

Otto. —Usted, preparando el té, es como un hada preparando una infusión mágica...

Marien. —Lo que sí demuestro es que tengo idea de la proporción.

Otto. —Cada té tiene una misión. El de esta tarde me va a permitir hacerla una cuantas preguntas.

Marien. —Vengan.

Otto. —No; primero es necesario que entone usted su alma con los primeros sorbos de té.

Marien. —Me echará usted mucho azúcar si las preguntas van a ser inquietantes.

Otto. —Regulares...

Marien vuelve a levantar la tapadera de la tetera, como quien consulta un reloj. Su mano nerviosa, con la larga cucharilla empuñada, remueve el fondo, como quien agita el fondo del corazón apasionado. A una seña, Otto acerca la taza como pobre atraído por una caridad o como ferviente de una licuificación.

Otto recibe el té, y después de servir el azúcar a Marien —cinco cucharillas— se sirve él, y apresurado, nervioso, suicida, se lleva la taza a la boca, quemándose atrozmente. Precipitado por la quemadura, estallante, sin encabezamiento, Otto lanza a Marien la primera pregunta zambombeante:

—¿Qué idea tiene usted del amor?

—¿Del amor? ¿Y qué es eso? —le contesta ella con su aire de colegial.

Otto guarda silencio un momento, muy desconcertado, y después repone:

Él. —Ese sentimiento que provoca en el hombre la mujer, y en la mujer el hombre...

Ella. —¿Pero no se trata de un juguete ya destrozado, algo como el gramófono en comparación con la telefonía sin hilos?

Él. —¿Por qué cree usted eso?

Ella. —Pues porque los hombres se han dedicado a una cosa esparcida en todos sentidos, sin reserva, sin fidelidad, sin saber distinguir entre los hombres y las mujeres.

Él. —Así es que, para usted, es ya un mar de ondas perdidas.

Ella. —La promiscuidad es una cosa así... Circulan ustedes como el viento... yo me defiendo... Soy pura por repugnancia, pero no querría un hombre puro; querría uno que dejase todos los vicios por mí.

Él. —Eso, a poco trabajo... Yo...

Ella (interrumpiéndole). —¿Que usted tiene todos los vicios?

Él. —No es eso, aunque en Berlín hay estancos de vicios y se despachan en todos los bares.

Ella. —Yo ando por en medio de todo y juego al tennis con todas las miradas, aprovechando que mi pareja está al otro lado de una red, que es como una verja.

Él. —Pero debajo de ese desparpajo lleva usted muchos encajes, como se entrevé a simple vista.

Ella. —Después de protestar de que llame usted desparpajo al cheviot de mi traje, le diré que contra esas gentes que creen que no se peca porque la camisa es demasiado sencilla, yo quiero ser la más hostil de las mujeres con la camisa más cara y más bonita del mundo.

Otto estaba encendido, sintiendo la caída de la mejilla de Marien, como caricia de su mejilla. El rosal de aquella carne era apetitoso y tenía un perfume especial, como el de la leche con fresa.

El gesto de soledad en que se sumía y la aplicación que ponía en hacer ceniza para escanciarla meticulosamente en el cenicero, la abstraían tanto, que tomaba, más que el aspecto interesado de la mujer, el aspecto displicente, energético de disparada sensualidad del adolescente.

La gran tentación de la vida de Otto se concentraba cada vez más en ella, pero, él se disponía a luchar, a defenderse, a buscar los medios indirectos de zaherir a la mujer. Ahora, con toda su zalamería, tenía que procurar llegar al otro extremo. Necesitaba, aun siendo el vencido, vencer a la mujer.

Marien, que comprendía que los tiempos que corren no son de prudencia y discreción, avanzaba sobre Otto con sus audacias:

—Estoy dispuesta a conocerlo todo, para saber contestar a todo.

—Hará usted mal... Una mujer no debe saber contestar a muchas cosas...

—Son ustedes los dominadores de los cabarets... Unas mujeres de silueta muy femenina pasan allí por todo y esperan a cualquiera con aire de no esperar a nadie... Yo también quiero ser dominador de cabaret.

—Será usted tentación de los cabarets.

—Esta noche iré al primero... ¿Cuál me recomienda usted?...

—¿Yo? Yo no puedo recomendarle a usted un cabaret... Pero si insiste usted, la recomendaré “Kip” que pertenece a una numerosa clase de cabarets mundiales, que son como la seriedad de los vagones lits del cabaretismo... En todas las grandes ciudades hay un “Kip”, y las mujeres parecen las del mismo vagón restaurant.

Otto estaba colorado pensando en aquella excursión a los cabarets de la muchacha indisciplinada.

—Pues a «Kip» iré esta noche... No tendría usted por qué decírselo a mi hermanito... Si usted quiere ser mi policía de vista, allí me encontrará...

Para continuar la charla sirvió Marien una segunda taza de té, pero ya estaba tan cargado, que ninguna agua caliente podía aclararlo.

—Hoy ha sido usted excesiva.

—Tan excesiva como usted en sus preguntas...

Rudolf, que apareció en aquel momento, cortó explicaciones más difíciles, derivaciones más aclarantes.

VI

Marien penetró en el gran cabaret americano “Kip” atravesando la mampara, sobre la que se destacaba la figura enlevitada de un criado, fiel guardador de la intangibilidad del lema más falsario de los lemas, el del “derecho de admisión”, lema que enorgullece a todos los que ya han entrado, y que, en puridad, no debían haber sido admitidos.

Como verdadera figura de hombre, como si ya hubiese roto su contención evolutiva, así se destacó, dentro de la vidriera esmerilada, la figura de Marien.

Otto, que había atisbado escondido en el vestíbulo, sintió el vuelco que daba su corazón, pues la pura apariencia de su varonilidad se volvió como verdad súbita de pronto. Era como si Marien hubiese traspasado el dintel de la magia.

Otto presenció, quieto, aquella silueta parada en el mirador de la antesala, preguntando algo al conserje, con el pitillo tieso en la boca, como en el momento más nervioso del fumador.

Aquella mujer parecía ir a bailar con las mujeres más que con los hombres.

Otto penetró en el local. La música sonaba como en la alcoba lejana en que el enfermo sensual se consume de fiebre.

Siguió el rumbo del cigarrillo de Marien como vereda de borrachera. Suponía que tendría que encontrarla a ella al final de aquella veta invisible como imantado por la punta de su cigarrillo.

Otto levantó la cortina del salón, lleno de una luz compuesta de potente electricidad y de otra cosa que se escapaba de las parejas y era como humo y polvo de su bailar.

Para encontrar a Marien buscaba más entre los hombres que entre las mujeres, pero iba rechazando expresiones y composturas, pues las encontraba con esa palidez desbarbada y cruzada de cicatrices que no era la de ella.

Detrás de algún lado recóndito pensaba él que le había visto ya ella y sonreía ocultándose detrás de las volutas del humo irónico de su cigarrillo.

Otto iba clasificando los caminos por los que había pasado ya la mirada, descontando muchos círculos irregulares.

Cada vez despreciaba más a los jovencitos, en cuya fisonomía no encontraba, desde luego, ni la inocencia ni la ávida curiosidad de ella.

Alguna vez, sin embargo, se encontraba con algún rostro de efebo, en que se paraba atraído por esa atención perdida de los hombres, esa atención y esa espera insaciable que están proponiendo siempre un negocio urgente.

Las mujeres en que el tipo de mujer se recargaba le eran tan hostiles como los hombres en que se recargaba el tipo de hombres por sus grandes bigotes. Saltaba sobre ella sin pararse.

Él buscaba a aquélla que reunía los dos tipos en uno y demostraba que era valiente como una flor nueva.

“¿Estará bailando o sentada?”, seguía preguntándose, después de haber recorrido la sala por entero dos veces.

Esperó que fuese pasando la parsimoniosa rueda de los que bailaban, ese carrousel cargado de gente hasta los topes, y nada a cada vuelta.

Veía a un hombre que, atraído por aquella mujer, y como flotante opositor en la dura oposición del amor, se enlazaba con ella en vueltas sin vergüenza, pues había una delicada curva de ella que demostraba que era la mujer. Cuando viese dos cabezas vueltas, para no irritarse los ojos con el humo de sus cigarrillos en largas boquillas, allí estaría ella, la temible, la desdeñosa.

El salón giraba, como si todos los cigarrillos, en una rueda de cigarros, se hubiesen vuelto locos en revuelta zarabanda.

Otto se distrajo un momento, mirando a la mujer que tenía a su lado en pie. Esperaba a alguien, que no llegaba, para comenzar a bailar, y decía que no a todos los que la preguntaban si gustaba de danzar con ellos.

Aquella mujer quieta parecía bailar con el musiquín del jazz. Se iba, estaba como perdida entre las parejas, tenía tacones de notas y, sin embargo esperaba, como él, a su pareja.

El bombo —siempre— le tocaba el polisón y los platillos el vientre. Se desangraba por la orquesta y no había nada que la pudiese contener.

Los llantos de capricho, los gruñidos que había en la música, eran como quejidos de su coquetería y de su voluptuosidad; eran como arrumacos elevados al techo por la sonoridad de la música.

Otto la miraba con cierto dolor, pensando: “¡Cómo se pierden en la continuidad del baile, cómo se extravían en sus vericuetos sin saber con quién!”

Se evaporaban las piernas de aquella mujer en la música.

Otto las miraba, pero las encontraba desvanecidas, sin aquella inervación que les daba vida propia y voluntariosa cuando callaba la música.

Como si esa contemplación de la mujer, ansiosa de bailar, que tenía a su lado, hubiese atraído a Marien, ésta se le apareció de pronto haciéndosele presente pidiéndole lumbre, como quien pide un disimulado beso de fuego. Otto, desconcertado, la dio lumbre y se entregó al baile con ella. Fue la mutua y muda respuesta que se dieron los dos en la ansiedad de encontrarse que les poseía.

Otto y Marien bailaban sin prisa, aprovechando la ocasión para fumar, displicentes, como si bailasen para adelgazar.

Bruscamente, y por causa de Otto, el baile se precipitó. Marien se dejó llevar en la epilepsia de Otto, que había entrado en velocidad, al notar que todos esperaban que diese la vuelta el rostro de Marien, para comprobar quién era aquel caballerito, cuya falda era, por su tipo, como una sola pernera de un ancho pantalón.

En aquel precipitado voltijeo, la feminidad de Marien se notaba más y su rostro era visible más tiempo, sin provocar aquella actitud de espera que Otto había ido viendo en el corro de los que están parados, porque se marearían si subiesen al carrousel del baile.

Acabada la pieza, Otto convidó a Marien en los palcos de las consumaciones, y los dos se pusieron a pacer sedientamente sus sendos bocks.

—Marien —dijo Otto, cuando hubo devuelto la voz a su laringe seca—, ¿por qué quiere ser una interrogación para todo?

—Porque lo más sincero que se puede ser es una interrogación.

—Y si hubiese quien la dijese una verdad que no admitiese duda, ¿modificaría usted su interrogación?

—No puede haber nada que no admita duda...

Otto guardó silencio un momento y volvió a la vertiente verdosa de su apacientamiento. Marien, excitada y levantisca, como si se la hubiese subido el baile a la cabeza, le dijo:

—Tengo que vengar a las mujeres que sufren a los llamados “castigadores”, siendo yo castigadora de hombres. ¿Es que cree usted que ha habido algo más cínico en el mundo que el hombre que se luce como castigador y sienta plaza de eso?

—Pero con su venganza no adelantaría nada como no la ejerciese sobre el mismo castigador... Se convertiría usted en el tipo original del castigador si me castigase a mí, por ejemplo.

Marien fijó en él la mirada compasivamente; pero en seguida encontró lo que había de falso en aquella sumisión provisional, y poniéndose en pie con brusquedad dijo que quería irse, y momentos después tomaba uno de esos taxis que convierten a las personas en los muñecos mecánicos que van dentro de los automóviles de bazar. A la media hora reposaba en su lecho de soltera, valiente y atemorizada.

VII

Vivía ya Otto la época homicida que se vive junto a una mujer que ha permitido un acompañamiento asiduo. Ella no le había contestado ni sí ni no, procurando siempre desvirtuar la pregunta que iniciaba repetidamente Otto.

Paseaban juntos por las calles de Berlín, sintiendo que les tatuaban el alma como con sellos de caucho los letreros comerciales, redactados en letras anchas, perfectamente industriales, de carácter nuevo, tanto, que la plana de anuncios impresa en la fachada de la ciudad estaba impresa en mejores caracteres que lo estaban los periódicos, siempre renovados en las imprentas.

En esta tarde de otoño, la gran ciudad se volvía más casillero y clasificador ideal, adoptando los revocos un gesto de impasividad extranjera, hasta para los mismos indígenas.

Berlín olía a impermeable y sabía a paraguas de un modo latente y especial, porque no llovía, ni había llovido, ni iba a llover. El plato del día era chanclos nuevos a la financière.

Pasaban numerosos grupos de tres caballeros, todos con serios bastones, que en el fondo eran maquilas temibles con alma de caucho.

Aire de entierro desperdigado tenía la multitud, todos buscando dónde estaba el muerto, dónde se les había perdido.

Las plumas estilográficas, que son lo más ostentoso de la vida moderna, lucían sus uñas de oro y eran como banderillas que los escaparates clavaban en el viandante.

Un alto sombrero de copa, que emergía de la multitud, era como paso de procesión llevado con solemnidad

Los postes postales aparecían en aquella tarde expresiva como seres que esperaban en las esquinas las cartas urgentes. Tan de hierro pesado eran, que por eso no podían tener impaciencia. Si no estarían temblando, inquietos, dándose cuenta de que pasaba la hora de la salida.

Los dos estaban locuaces, indiscretos, haciéndose fotografías en los escaparates.

—¿Y esta necesidad de comprar máquinas de escribir que se siente al pasar por las calles de Berlín? Yo no la he sentido en ningún sitio como aquí —decía Marien.

—Yo antes iba siempre con el maletín de mi máquina en la mano —repuso Otto—, pero un día perdí la costumbre para siempre... No tenía nada que hacer con la máquina, pero llevaba el maletín conmigo, como quien lleva el cerebro y el riñón aparte, aunque no piense beber agua ni pensar... Me sentía completo con ese solo equipaje.

—Le comprendo... Ahora lleva usted siempre bastón-paraguas, en cambio... Y debía de llevar también una manga para caso de incendio.

Otto sonreía, como si alguna idea picaresca hubiese pasado por su imaginación.

Marien se miraba en los escaparates la espalda de pollo que tenía, y que era como una réplica a los trajes de los sastres que aparecían en los salones al descubierto de las sastrerías de tienda.

Berlín tenía esa fuerza de gran fundición humana que le caracteriza. Intentaba mezclar combinaciones y fuertes fusiones. La raza se sentía amalgamada y la electricidad humana rumoreaba en el fondo de los motores transeúntes.

Marien, cada vez más convertida en un joven, orientaba a los hombres hacia la mujer, como queriendo convertir a los efugientes que se entregan a la concupiscencia de los brindis con otros hombres emborrachados y pletóricos. Ella había dicho una vez con valentía: “Si todas las mujeres adoptasen mi gesto, estaba salvada la situación... sólo se podría conservar un par de mujeres de tirabuzones para cuando pudiese reanudarse la feminidad del pasado, con sus lazos y sus flores, con sus caderas y sus redondeces”.

Las calles aburridas, por las que parecían transitar en busca de un sello o de un cepillo de dientes, les recomendaban la entrada en cualquier antro en que hablar entre puntos seguidos de patatas souflés y puntos aparte de bocks de cerveza.

Marien propuso ir al Rupestre. Tres cambios de Metro, y entraron en el Rupestre, que se comunicaba con el Metro por una puerta especial, la que le ofrecía mayor público.

El Rupestre tenía algo de infierno fresco, en el que el otoño había metido a todos los hombres sin gabán, sin paraguas.

Otto, en aquel ambiente rudo, en que la mujer como Marien resultaba incomprensible, se sintió poseído del ansia del pugilato.

Allí parecía que Marien no podía quejarse y que oiría resignada los ataques del hombre que prueba la elasticidad de la mujer antes de obligarse a ella.

Otto, después de observarla unos momentos, mientras repasaba una de esas revistas que están muy encarceladas en las formidables pastas de los libros de coro, la dijo con miedo en el tono:

—La actitud de las mujeres de cabellos cortos parece ser la de que están ustedes pensando en lo que las falta.

—No habría que pensar eso mucho, porque es lo que cualquiera de ustedes nos podría dar.

Contestación tan ruda dejó parado al hombre que se atrevía a luchar con la mujer que hombreaba.

—Además, parecen ustedes eternos estudiantes, siempre de vacaciones... Jóvenes nostálgicos pensando siempre en su novia.

Marien comprendía aquella persecución. Eran las impertinencias de la seducción. Debía ser bondadosa con ellas, aunque no dejase de ser algo cáustica con él.

—Observe —repuso— que nosotras les decimos que nos parezcan ustedes unas mujeres feas vestidas de caballero...

—Perdóneme, Marien —repuso Otto, como quien ha roto un objeto de cristal—si la dije alguna imprudencia, pero es que su actitud de caballerito infatuado me tienta a decirla esas cosas... Además que, entre camaradas, un puñetazo en un ojo es la mejor contestación a una insinuación que no agrada.

—Pero yo no llego a ser camarada hasta ese punto... Yo me levanto y me voy... Yo no pierdo el honor por no tirarle a usted un guante, como le sucedería a usted con un camarada... Yo le doy a usted la mayor lección yéndome.

—Es que si me tirase usted un guante, sería como si me tirase una flor, y yo me quedaría oliendo su perfume un largo rato.

—¡Por qué malos caminos va usted a la galantería!... Siempre llega retrasado.

—Es que, la repito, Marien, que provoca usted en mí la irritación de un pugilato... Desde su afectación de joven de anchos muslos y faz imberbe, parece que arroja sobre los demás miradas de desdén, sombras de desafío.

—Nada de eso... sonrío de verles atemorizados en pleno desconcierto... los que no tienen un cigarrillo digno de ofrecerme no saben por dónde comenzar. ¿Pero es que cree usted que se podía seguir aguantando la competencia sin salirles al paso a los jovencitos de las camisas abiertas?

Otto guardó silencio, como si Marien hubiese tropezado con su mayor remordimiento.

—¿Pero, qué es lo que quiere ser usted, Marien?

—Yo no quiero ser mujer; pero tampoco quiero ser hombre.

—¿Y por qué se ha cortado el pelo de ese modo entonces?

—Porque la cabellera es el único exvoto verdadero... Y es grato colgarle del altar del destino para esperar algo bueno de él.

—¿Pero no comprende usted, Marien, que con esa actitud que ha tomado se siente uno siempre junto a un estudiante que no pierde su cara de estudiante y no pasa de segundo de latín? Es un poco cargante esa juventud de un varoncito imberbe... El joven hombre se transforma más.

—¡Ah! Si nos pudiéramos dejar el bigote —repuso, airada, Marien—, yo tendría uno de esos bigotes cinematográficos que convencen a cualquiera. La competencia se haría entonces con todas las de la ley. ¿Pero qué quiere usted que yo le haga, si con ningún petróleo logró que me salga?

—Con lo que deseo llegar a un acuerdo con usted... ¿Cuándo será usted mujer?

—Tardaré. Es una transformación que dejo para última hora, para cuando vea que el hombre es digno de que yo me presente como mujer a él... Lo reservo para la segunda mitad del matrimonio.

Tan sensatas eran aquellas palabras y representaban tan bien el castigo que merecían los que habían buscado otra cosa, que Otto guardó silencio.

El barbudo camarero rupestre escamoteó los bocks de la mesa, y al sentirse injustificados, frente a sus fieltros sin pedestal, los dos seres, que se perseguían ferozmente aun en medio de los armisticios, levantaron el vuelo hacia sus futuras disputas en otros ánditos.

VIII

Cada vez vivía Marien más la vida de hombrecito de rostro terso y de mirada siempre ida, como no logra estarlo la de los hombres. En aquellos ojos desvanecidos en los cielos desconocidos del placer, estaba más que nada la feminidad, la casa anunciadora que tiene siempre la mujer.

Usaba los cosméticos del hombre y ya sabía usar ella sola la escardadera de su gillette para afeitarse la nuca, aquella nuca fría, con algo de placa fotográfica virgen, en la que la impresionaban las cosas y las personas como si fuesen peluqueros que la amenazasen con el titiriteo helado de las tijeras....

Por las calles ya era conocida con su tipo de hombre de cabeza pequeña, que parecía llevar prendas de una medida mayor que la que necesitaba.

Dejaba pensativos en el problema de los sexos a todos los que pasaban: Problematizaba toda la ciudad. Se fruncían los ojos y los lentes de los oficinistas al paso de ella.

Muchos jóvenes volvían al buen camino viéndola, pues si materialmente torcían su itinerario para seguirla, quedaban vueltos de espaldas a su desorientación del pasado y a su lacrimeo de borrachos de sí mismos. Algunos, decididamente, ya no buscarían esos condiscípulos de la noche, esos consocios de la nocturnidad que ofrecen corazones sentimentales y comprensivos, amigos de desembarco, marineros confraternizadores de los barcos recién llegados.

Marien cuidaba en todos los detalles el ser la perturbadora de los hombres y su acusadora. Con las mujeres no cruzaba siquiera la mirada, para que la fama no deformase el sentido de su misión. Era el guión entre hombres y mujeres, la flecha que señalaba lo mismo que había sido siempre y que ahora parecía languidecer, desviarse, perder el norte.

Otto seguía luchando con ella para volverla mujer, pero ella había tomado gusto a su disfraz y se iba volviendo un ser aparte.

El doctor Werted, médico de enfermedades incalculables, le había pedido que fuese a su gabinete y allí, entre desnudas Venus de mármol que parecían enfermas olvidadas que esperan un diagnóstico enfriándose mucho, fue sometida a los aparatos que todo el mundo lleva de Alemania y que allí habían sido comprados en cualquier calle, siendo mucho más complicados que los que se exportan.

El doctor Werted la dijo lo peor, lo más grave que se puede decir a una mujer:

—Es usted el caso más interesante que he conocido.

Después la preguntó las cosas más incongruentes.

—Cuando bebe usted un vaso de agua, ¿se pone nerviosa? ¿Qué suele usted pensar cuando sube al tranvía? Al ponerse los zapatos, ¿qué sensación experimenta usted en el cerebelo?

Marien asistía a aquella consulta como amazona, del porvenir. Era otro éxito que debía a su decisión original de actriz de la vida. Por eso había tomado un aire de artista agasajada.

—Si tuviese usted un hijo no se olvide de traerlo por aquí... quiero seguir la evolución de su tipo —la dijo el doctor ya en la despedida.

—¿Y si es hija? —preguntó ella.

—De usted no puede brotar más que un hijo —objetó el doctor.

—Cómo se equivoca usted... Yo no podré tener sino hijas... Hijas que volverán a engañar a un doctor tan sabio como usted, que estudia como esencial lo que sólo es un mimetismo de la época.

El doctor se quedó patidifuso, y vio partir a aquel cliente de imitación, que para quien sería más peligroso iba a ser para su marido.

Marien, después de saber que era el caso más interesante del doctor de enfermedades incalculables, comenzó a usar el monóculo de los Barones, con B alta, porque los Barones son como Condes, gracias al monóculo.

Otto estaba perdido. Berlín le jalonaba como una vida demasiado insignificante. Se compuso el bigote absurdo y exageró su cuello de tirilla, dejando que se ensanchase en lo alto y así diese a su cabeza una apariencia de bouquet grotesco.

Quería conquistar a Marien, gracias a la extravagancia, gracias al encanto que tiene el ser un tipo absurdo incrustado en un hombre serio. Quería ser el actor de la vida digno de representar en escena con Marien.

Pero Marien cada día se distanciaba más, había variado de destino, se había fatalizado al encarnar el tipo de la época, el único que podía luchar con los adolescentes en descosida animalidad gracias a no pensar más que en el deporte.

Marien fue admitida en algún círculo que no admitía mujeres, y sentada en los sillones que sólo dejan emerger la cabeza, parecía un joven rico que vive entre almohadas y cigarrillos.

Pero una tarde en que Marien se había sentado en la terraza de un café cualquiera, se le acercó un hombre imponente, medio gigante, medio el figurín agrandado de un petimetre pequeño. Resultaba raro ver tan a la última moda a aquel hombre colosal, cuyos botines imitaban los cascos de un caballo normando.

Con el junco finísimo de su bastón, como cetrillo pizpireto de su figura, aquel hombre, agrandado por los focos de la realidad, propuso a Marien lo siguiente:

—Señorita, soy el director de la gran casa cinematográfica “Fulmin”, y encuentro en usted la mujer de la época que necesitamos para la película “La que no cede”. ¿Quiere usted fijar el precio de su trabajo? ¿La conviene mi proposición? No es cosa de que me conteste ahora mismo, pero necesito su contestación dentro de tres horas. Aquí está la dirección del estudio.

Y el caballero monumental dejó una tarjeta en la mesa de Marien y, saludando, quitándose el sombrero y doblándose como si la hubiese hecho una fotografía con la calva destaponada, se dirigió a pasos de trípode hacia el estudio filmador de que era responsable.

Marien tomó el taxi de los días extraordinarios y se decidió a hacer tiempo hasta la hora de la cita. Estaba decidida desde aquel momento, y lo que le resultaba difícil era comunicar su decisión tres horas después.

Su misión de equilibradora del mundo y de saneadora de Berlín se la aparecía agrandada, con posibilidades extraordinarias de propaganda.

Su disfraz iba a imponérsele a ella misma. Aquella imitación de un tipo que había inventado para cazar al hombre la iba a permitir cazar a numerosos hombres, haciendo meditar a los públicos de las salas religiosas de los cines, religiosas por su oscuridad y silencio, aunque pueden ser profanadas en la oscuridad.

El automóvil trazaba el circuito inesperado que sabe enlaberintar el chauffeur al que se le dice: “siga usted a cualquier parte”.

En el Berlín clasificado, requeteclasificado y vuelto a clasificar, aquel chauffeur iba encontrando calles de ésas que no están ni en los libritos que sacan los policías para orientar al transeúnte extraviado, y jardines públicos de los que no sabe ninguna niñera.

Por fin, después de muchas vueltas por la ciudad, llegó a la dirección de la tarjeta, a un palacio en forma de gasómetro, hecho así para que los días de sol se pudiese quitar de encima el gran sombrero negro de su cúpula.

Todo estaba pintado en blanco y negro, y tenía aspecto de infierno allí dentro.

Bolsa, sinagoga, teatro, sala de baños, misterioso recinto de ejecuciones, era aquel local de columnas sin remate.

El director visto en la terraza del café casual lo llenaba todo, imponente, con un reflector a su espalda que proyectaba su sombra sobre el embaldosado de catedral de la sala de las explicaciones. Parecía obedecer aquella exorbitación del director a un plan, según el cual, el director no debe ser abandonado nunca a sus proporciones humanas, aunque fuesen tan descomunales como las de aquel hombre.

Marien no hizo más que asomar la cabeza, y el monstruo la salió al encuentro.

—¿Está decidida?

—Sí —dijo Marien.

—Pues venga —y el director, tomándola de la mano, la condujo a la dirección, pasando por la sala de señoritas desnudas, de las niñas más redonditas de la canasta humana, de los novios verdaderos —nuevo elemento original de la casa “Fulmin”—, de los indeseables, de los que pudieron matar, de los ex suicidas, etc., etc.

En la dirección, el director tuvo que aconsejarla un precio extraordinario en marcos oro y la señaló el camerino de la “mujer moderna”, que ya estaba construido exprofeso para cuando se encontrase el tipo ideal y verdadero de esa clase de mujer.

—Pero ahora tengo miedo de volver a la vida —confesó Marien al director—. Allí están esperándome para empequeñecerme.

—¿Es usted mayor de edad?

—Sí... contestó Marien.

—Pues entonces quédese aquí... No saldrá en una temporada y podrá pasearse en los jardines del estudio. Nadie la volverá a ver, si usted quiere, pues tengo preparado el fondo de los jardines para las que profesaron.

—Me quedo —contestó Marien, no queriendo ser menoscabada ya por aquel pobre Otto redimido, pero trivial, con rostro de operado a quien le extirparon las glándulas de la originalidad, de la aspiración, del intento...