Un mensajero llevó a mi mansión una carta de madame de Sévigné, en la que ésta me preguntaba si deseaba asistir con ella a la retractación pública de la marquesa de Brinvilliers, frente a Notre-Dame, y después a su decapitación en la plaza de Grève. Inventé una disculpa para no asistir. No creo que la Sévigné, de haber sabido mi relación con la condenada, me hubiera hecho aquella propuesta; habría sido algo muy cruel y burdo. Pero nunca más volví a visitarla.
No sé qué me hizo salir de casa para asistir a los últimos momentos de Marie-Madeleine. No había tenido el valor de asistir a la ejecución de su cómplice La Chaussée y, abandonando París, había buscado refugio en el castillo de mi padre; ¿qué me llevaba entonces a presenciar la ejecución de la mujer que más amé en mi vida? ¿Verla purificarse de sus pecados gracias al arrepentimiento y a la muerte? ¿Qué fuerza inhumana me prestaba aquel valor? Hasta hoy no lo sé explicar, y sufro por eso, como sufro al pensar cuán cobarde fui al abandonar a Molière mientras agonizaba.
Una multitud colmaba las calles de París adyacentes a los locales de la ceremonia siniestra. Todos sabían que iban a asistir a un espectáculo más conmovedor que cualquier tragedia de Racine.
A las cinco de la tarde Marie-Madeleine llegó a la catedral de Notre-Dame envuelta en el traje de los condenados, con una cuerda al cuello y una antorcha encendida en la mano. Algunas personas vociferaban maldiciones. Pero cuando ella se arrodilló y, de forma audible, como mandaba la sentencia, se retractó de sus culpas y confesó sus crímenes, sus torpes motivos, y pidió perdón a Dios, al rey y a la justicia, el silencio frente a la catedral era absoluto. El dolor de mi corazón creció más aún cuando sentí las lágrimas que mojaban mi rostro. No recordaba haber llorado nunca.
Acompañada por una multitud, Marie-Madeleine fue conducida en el vehículo infamante hasta la plaza de Grève, donde se erguía el cadalso. Las ventanas de las casas que rodeaban la plaza estaban atestadas de espectadores.
Eran las seis cuando subió al patíbulo, sin ayuda, con el semblante resignado y tranquilo. Toda su belleza y frescura se habían desvanecido, sus ojos lucían cenicientos, su rostro pálido y macerado. Se oyeron algunos gritos y vituperios, pocos, que sin embargo resonaron con fuerza, porque el grueso de la multitud contemplaba transido de espanto el ritual de la ejecución. El verdugo tronchó su cabeza de un solo golpe.
Después, el cuerpo de Marie-Madeleine fue quemado, y sus cenizas lanzadas al viento. Muchos de los que estaban próximos al sitio de la ejecución dijeron que, en el momento en que el cuerpo de Marie-Madeleine ardía, un halo luminoso surgió a su alrededor, lo que los llevó a propagar que Marie-Madeleine era una santa. Restos de huesos calcinados fueron recogidos por las gentes, como amuletos.