Mascarille, el lacayo, que se finge marqués, conversa con dos señoritas tontas, Cathos y Magdelon. La impostura fue tramada por dos pretendientes rechazados por las jóvenes, por no hallarlos suficientemente refinados. El falso marqués les promete presentarlas a hidalgos de la alta sociedad.

Nadie mejor que yo para encargarse del asunto, dice Mascarille. Todos ellos me visitan; y puedo decir que no me levanto nunca sin que media docena de gentes de alcurnia espiritual no estén ya esperándome.

¡Dios mío!, exclama Magdelon, le quedaremos altamente agradecidas sin nos facilita esas relaciones, pues, a fin de cuentas, es necesario conocer a todos esos señores si queremos pertenecer a los altos círculos.

Mientras Magdelon habla, Mascarille se acomoda su inmensa peluca, y hace muecas por debajo de la máscara que usa.

Mas para mí, continúa Magdelon, lo que considero más importante es que, gracias a esas visitas intelectuales, aprenderemos un centenar de cosas que son la esencia de un bello espíritu. Así se aprenden las pequeñas novedades galantes, el bello intercambio de prosa y de versos. Se sabe con exactitud: Fulano compuso la pieza más bella del mundo sobre tal asunto; Beltrame hizo la letra de esta aria; aquél escribió un madrigal a una felicidad; otro compuso elegías a una infidelidad; un determinado señor escribió ayer por la tarde una sextilla a determinada mademoiselle, cuya respuesta le fue enviada hoy de mañana, cerca de las ocho; un cierto autor hizo determinado proyecto; otro se halla en la tercera parte de su novela; otro más envió sus obras a la imprenta. He aquí lo que da valor a las convivencias; y, si ignoramos esas cosas, no valdrá un ardite todo el espíritu que se pueda tener.

Cathos agrega que encuentra ridículo el que una persona se considere espiritual desconociendo incluso las simples trovas que se hacen todos los días. Moriría de vergüenza si le preguntaran sobre una novedad que desconociera.

Mascarille se muestra de acuerdo con Cathos; pero que no se preocupen, él va a organizar en sus casas un salón frecuentado por gente famosa e ilustre: Os prometo que no se hará un solo verso en París del que no lleguéis a enteraros antes que cualquiera. Veréis correr por los bellos salones de París doscientas canciones, igual número de sonetos, cuatrocientos epigramas y más de mil madrigales, sin contar los enigmas y los retratos de mi autoría.

Confieso, responde Magdelon, que adoro los retratos; nada tan galante como ellos.

Cathos dice que gusta inmensamente de enigmas, de adivinar cosas a partir de una descripción oscura y ambigua. Mascarille afirma que compuso cuatro esa misma mañana.

Y el diálogo prosiguió en el escenario, los espectadores sabiendo quiénes eran los modelos de aquellas dos señoritas, la Rambouillet y la Scudéry, retratadas en la época en que todavía no habían iniciado sus carreras.

Yo estaba en la platea del Petit-Bourbon, la noche del estreno de la primera pieza exitosa de Molière, Las preciosas ridículas. Rememoro, con cierta nostalgia, aquellos tiempos. Madeleine Béjart, que aún hacía parte de la compañía, por entonces conocida como la Troupe de Monsieur, hacía el papel de Magdelon. La De Brie hacía de Cathos. Aquella noche también se representó una pieza de Corneille, Cinna. Pero las muchas personas que se reunieron después frente al teatro, en la calle des Poules, entre el Vieux-Louvre y la clausura de Saint-Germain l’Auxerrois, no hablaban de la tragedia de Corneille, sino que debatían animadamente si las dos tontas deslumbradas de la comedia de Molière tenían o no como modelos a las renombradas madames de Rambouillet y de Scudéry. El interés despertado por la segunda función fue tan grande que La Grange, que cuidaba de las finanzas de la compañía, dobló el precio de los ingresos, evidentemente con la aquiescencia de Molière.

Afirmaban los defensores de las preciosas que ellas hacían un trabajo importante de estímulo a las artes, que amaban las letras y el buen gusto, y censurar a alguien por ese motivo, como Molière lo había hecho, era una vileza. El propio Molière, previendo aquellas críticas, advirtió, con un artificio retórico, que «las verdaderas preciosas» no debían ofenderse; él retrataba en la pieza a las «ridículas» que las imitaban. El problema era que las dos idiotas de la comedia se llamaban Cathos y Magdelon, y los primeros nombres de la Rambouillet y la Scudéry eran, respectivamente, Catherine y Madeleine. Resultaba obvio que Molière quería aludir a ellas.

Para comprobar la repercusión de la comedia, hice durante varios días una peregrinación por los salones (antes, Molière y yo visitamos a Monsieur, quien patrocinaba la troupe con un estipendio generoso, y él nos dijo que no daba la menor importancia a aquellas exageradas reacciones contra la pieza).

Me gustaba visitar los salones, lo que para muchos era más divertido que ir a las comedias o a la ópera. Puedo afirmar, sin riesgo de excederme, que pocos en París conocían como yo la vida, la agitación, las intrigas amorosas, políticas y artísticas de los salones, el comportamiento en cierto modo conmovedor de hombres y mujeres sin estirpe, dominados por el sueño vanidoso de ser tomados por aristócratas, las preciosas ridículas y los burgueses gentilhombres tan bien retratados por el genio de Molière.

En el salón de madame de Rambouillet testimonié la indignación que había causado la pieza. El más molesto era un abad, de nombre Cotin, que se tornaría uno de los mayores enemigos de Molière cuando, muchos años después, el comediante lo ridiculizara sin veladuras en Las sabihondas. Tuve una discusión seria con aquel abad, quien imbécilmente dio a entender que la crítica de Molière sólo podía entenderse como un ataque a la Rambouillet, en tanto que los otros, más inteligentes, para demostrar que la alusión no iba dirigida a su anfitriona, se limitaban a decir que Molière, escribiendo esa pieza vulgar, había plagiado una vez más a los italianos que compartían con él la sala del Petit-Bourbon.

Conozco bien toda la obra de Molière y puedo afirmar que esa acusación de plagio sólo era en rigor verdadera en lo concerniente a dos piezas que Molière montó en la provincia como si fueran de su autoría: Los celos de Barbouillé y El médico volador, copiadas de antiguas comedias italianas. El imprudente recrea, con voz propia, un tema de El descuidado, del italiano Beltrame. Tampoco los cinco actos de Despecho amoroso pueden ser considerados un plagio, pues Molière se circunscribe a utilizar algunas situaciones de una farsa italiana. En el teatro, es común que un autor acuda a asuntos de textos más antiguos, creando muchas veces una obra nueva, superior en todo a la otra. ¿Acaso la Fedra de Racine es un plagio del Hipólito de Eurípides? Y las piezas de Corneille, ¿tienen algún tema original? Pero solamente mi amigo era tildado de plagiario. Los actores, autores y demás personas ligadas a los teatros rivales, el de Bourgogne y el del Marais, gracias al éxito de Las preciosas ridículas cuando esperaban un nuevo fracaso de Molière, iniciaron la difusión de esos libelos e intrigas, anónimos o no. La guerra literaria en París no tenía límites. No mencionaré el nombre de esos autores de panfletos, piezas de teatro, libelos, porquerías literarias que sólo pudieron ser representadas o publicadas porque los literatos mediocres que las escribieron hablaban mal de Molière. Los artistas, en general, y los escritores, en particular, son las más envidiosas de las criaturas. Se vengan con odio de esos que lograron el éxito que ellos mismos no alcanzaron. Para consolar a Molière, yo solía decirle que la envidia era una forma de elogio, y que en palabras de Montaigne era mejor ser envidiado que amado. Montaigne nunca dijo tal cosa, pero mi amigo creyó en mi mentira.

En el salón de la Rambouillet cabía esperar una cierta reacción contra Molière. En cuanto a la marquesa, que por ese tiempo tenía setenta y un años, no me pareció disgustada, así evitara hablar del asunto. Se enorgullecía de su salón, el cual, según ella, ejercía una gran influencia sobre la literatura y la lengua francesa. En cierta ocasión encontré allí a Corneille, leyendo fragmentos de Polyeucte, otra de aquellas tragedias suyas ambientadas en la antigua Roma.

El gran encanto del salón era el grupo de numerosas mujeres bellas y jóvenes que lo frecuentaba, al mando de la marquesa. Las ropas que usaban eran excesivamente adornadas, con encajes y cintas de variados colores, amarillas, azules, rosa brillante (que llamaban «aurora»), y fajas bordadas en oro, que guarnecían el frente del corpiño y la amplia falda superior, cuya longitud de cola variaba de acuerdo a la posición social. Vestidas de ese modo, escondían el cuerpo, lo que exigía muchas conjeturas de mi parte, pues debía deducir, observando el escote que exhibía apenas el cuello y a veces la espalda de la dama, cómo sería el resto del cuerpo. También los brazos estaban ocultos; las mangas, incluso cuando eran cortas y llegaban sólo hasta los codos, se prolongaban en un volante de lino u otras dos hileras de largos encajes. Confieso que en un par de ocasiones me engañó ese exceso de atavíos; cierta vez, creí que la dama en cuestión era una Afrodita a juzgar por su cuello largo y delgado, para venir luego a decepcionarme la gordura de su trasero; en otra oportunidad, desprecié a una bella mujer por un error de apreciación al que me indujo el grueso tejido de su ropa, engaño que felizmente corregí después.

Ya dije, y lo repito ahora: los salones de las preciosas sólo me interesaban por las mujeres. En eso me parecía mucho al rey.

Luego visité el salón de la otra presunta víctima de las ironías de mi amigo, madame de Scudéry. La Rochefoucauld, que no parecía tener en la vida ocupación distinta a frecuentar los salones, divertía con sus epigramas a un grupo de admiradores. Comentando Las preciosas ridículas, el duque creó una interesante máxima, que después incluiría en un libro: Nunca nos volvemos tan ridículos como cuando pretendemos ser lo que no somos.

La Scudéry tenía veinte años menos que su mentora. Escribía unos poemas insípidos, firmados con el seudónimo de Safo, la poetisa griega de la antigüedad; pero era inteligente, a veces me parecía brillante, otras me parecía bonita. Sus salones, en el Marais, tenían una buena clientela. Llegué al mismo tiempo que el memorialista Chapelain, a quien detestaba. Oí comentarios acerca de que la sátira de Molière era importuna y llena de prejuicios. ¿Qué se puede esperar de un impío libertino?, me preguntó el padre Jules Mascaron, conocido por sus sermones. No le respondí, siempre evito discutir con mujeres y sacerdotes.

El salón que visité después, para constatar reacciones de las preciosas ante la pieza de Molière, fue el de la duquesa de Montpensier, la Grande Mademoiselle. En los salones del bello y lujoso palacio de Luxemburgo, los convidados eran siempre recibidos por una orquesta, a veces dirigida por un músico célebre, como Lulli. En la época perturbadora de las insurrecciones de la Fronda, la duquesa tomó activamente el partido de los revolucionarios. Pero Anne-Marie Louise d’Orléans, hija de Gaston d’Orléans, tío del rey, tenía sangre real, era intocable.

Yo estimaba a la Grande Mademoiselle y a las personas que frecuentaban su salón, y no quiero, por tal razón, comentar sus liviandades. La duquesa, como todos los bien nacidos, despreciaba a quienes procuraban adquirir de manera rápida y artificial un lugar importante en la sociedad. Le hacía gracia el escándalo, mas las alusiones y críticas mordaces de Molière no la afectaban. Como tampoco parecían afectar a madame de Sévigné, que estaba presente. Una hermosa viuda, con algo más de treinta años, muy cortejada, pero ajena a las propuestas galantes que recibía.

La Sévigné, como siempre, observaba atenta lo que ocurría a su alrededor. Conversaba con la joven condesa de La Fayette (las madames se frecuentaban mutuamente), quien muy pronto, tras separarse del marido, establecería uno de los salones más reputados de París, en la calle Férou, y cuyo libro, La princesa de Clèves, obtuvo un gran éxito al ser publicado algunos años después de aquel encuentro nuestro. Las malas lenguas dirían en esa ocasión que quien escribía los libros de La Fayette era Jean Regnault de Segrais, un mediocre autor de églogas y pastoriles; pero mi amigo Boileau, cuyos juicios me merecían respeto, la consideraba la mujer más inteligente de Francia, y la que mejor escribía.

Resumiendo, la historia de La princesa de Clèves es así: Una princesa se casa con un príncipe, mas no siente amor por él, ni por ningún otro hombre. Pero un día se enamora de un apuesto duque, y confiesa al esposo su pasión. Éste, conmovido por el candor de su mujer, promete ayudarla a superar ese sentimiento. No obstante, devorado por los celos, seguro de que la princesa ama al duque, es presa de una intensa fiebre. Para no impedir que la esposa sea feliz con el otro, el príncipe languidece y muere. ¿Qué sucede luego? ¿La princesa, con el camino libre, se casa con el duque que tanto ama? No, se retira a un convento, y poco después muere también. Creo que el éxito de La princesa de Clèves surgió del contraste entre la pureza de esa dama, que parece un personaje de Charles Perrault, y el cinismo y la impudicia que prevalecen entre nosotros. Es difícil encontrar en París una mujer virtuosa; en nuestro medio, honra sin dinero, como dijo Racine, es apenas una enfermedad; creemos que los valores morales, como consta en la Ética de Aristóteles, son un simple producto del hábito, y cultivamos los peores posibles. (Cuando, muchos años después, apareció el libro de Perrault, Cuentos de la Madre Gansa, lo puse en el estante de mi biblioteca al lado de La princesa de Clèves).

Inicié aquel día una dulce amistad con la bella marquesa de Sévigné, seducido no por sus hermosas palabras sino por su ancho escote, que dejaba al descubierto su cuello, que acaso podría ser un poco menos opulento, y buena parte de su espalda.

Visité también el salón de madame de Combalet, la duquesa d’Aiguillon, sobrina de Richelieu. Ahora que el todopoderoso ministro de Luis XIII había muerto, el salón de la duquesa, en el Petit Luxembourg, en la calle Vaugirard, no exhibía la concurrencia de antes, cuando muchos lo visitaban con la esperanza de encontrar al cardenal. No obstante, la duquesa d’Aiguillon era una mujer inteligente y sencilla, con quien daba gusto conversar. Cuando Corneille, debido a la publicación de El Cid, sufrió los absurdos ataques de la Academia, la Combalet fue la primera en cerrar filas en torno de su amigo. Claro está que El Cid estaba dedicado a ella. Me agradó comprobar, en el curso de aquella visita a su salón, que, aunque había entre los presentes algunos resentidos con Molière, era mayor el número de los que no daban importancia al asunto.

No podía dejar de ir al salón de Ninon de Lenclos, a la que llamábamos «nuestra Aspasia», por poseer la sagacidad y la belleza atribuidas a la cortesana griega, amante de Pericles. En la época del estreno de Las preciosas ridículas, Ninon tenía treinta y nueve años. Dicen que la vida libertina envejece a las personas, pero Ninon era la prueba de que esa máxima tiene débiles bases. El pecado es más saludable y alegre que la virtud. Aquellos que truecan el vicio por la beatería se tornan en viejos, feos y desagradables. Gracias a su vida licenciosa Ninon se hacía más bella a medida que envejecía. Podría llenar muchas páginas de mis cuadernos si quisiera anotar los nombres de todos los hombres que se habían acostado con ella, algunos sin la menor distinción, otros de nombre ilustre, como yo, o el cardenal Richelieu, quien cortejó a Ninon cuando la cortesana tenía dieciocho años. Uno de sus encantos es que exigía a los amantes que atendieran sus caprichos, pero también complacía los de ellos.

Me gustaba ir a su salón (cambió muchas veces de dirección, el último quedaba en la calle des Tournelles) para verme con sus amigas, en un ambiente menos formal que el de los otros salones. Al suyo acudía yo con una peluca diferente, más baja y de menos madejas, de pequeña longitud, hecha por mi peluquero conforme a mis instrucciones. Evitaba usar la peluca ceremonial, que pesaba casi un kilo, de cabellos dispuestos en capas que caían sobre mis espaldas. Me recordaba a Molière con la cabellera grotesca de Mascarille. Tampoco gustaba de usar sombreros con muchas plumas, detestaba la ornamentación exagerada de los trajes que se usaban en la corte, y que los burgueses copiaban.

Muchos artistas y nobles importantes hacían parte del círculo de amistades de Ninon. Destacados hombres de letras solían leer para ella sus textos; Molière lo hizo en una o dos ocasiones. También Fontenelle, La Rochefoucauld, La Fontaine. Creo que Mignard pintó un retrato suyo. Su amiga Françoise d’Aubigné era asidua.

Ninon (su nombre verdadero era Anne) tocaba muy bien el laúd, pero la verdad es que todas las mujeres de París tenían ese don. Lo que la hacía aún más atractiva para mí, además de su belleza e inteligencia, era que amaba los caballos y montaba con gran habilidad, al modo masculino.

No había ido a su salón para enterarme de las reacciones causadas por Las preciosas ridículas, sino porque siempre había allí cortesanas bonitas y bien dispuestas. También las había, felizmente, en otros salones de la ciudad. Una ciudad sin cortesanas es como una ciudad sin poetas, un lugar incivilizado.

Dejé para el final la visita que hice al salón de los Scarron. Françoise d’Aubigné, la amiga de Ninon, tenía apenas veinticuatro años cuando la première de Las preciosas ridículas, y estaba casada desde hacía siete con el escritor Paul Scarron, que era paralítico e impotente. Había sido un matrimonio de conveniencia. La familia de Françoise, de buen linaje, estaba arruinada. Cuando le preguntaron por qué se casaba con un hombre como Scarron, ella respondió: Mejor eso que el convento. El convento es un sitio de reclusión para mujeres desobedientes, adúlteras, u otras a quienes quieran castigar por algún motivo los padres o los maridos. Scarron necesitaba una mujer joven, bonita y espiritual que alegrara las reuniones en su casa. Aunque le dio libertad para tener los amantes que quisiera, Françoise era discreta. El salón de la pareja, en la calle Villehardouin, era muy divertido, lo frecuentaban escritores, pintores, nobles importantes. Nadie imaginaba en ese momento, ni ella misma, que Françoise Scarron se llamaría un día marquesa de Maintenon, al asumir el lugar de madame de Montespan como favorita del rey. Evidentemente, en aquel salón el barullo en torno a Las preciosas ridículas no había tenido repercusiones desfavorables para el comediante.

La verdad es que, al poco tiempo de la primera representación de la pieza, nadie parecía escandalizarse con la sátira de Molière. Recordando la escasa indignación de las personas supuestamente ofendidas que había entrevistado en los salones, concluí que nadie de aquel mundo envenenaría o haría envenenar a mi amigo. Podía, sin temores, suprimir de mi lista de sospechosos a una preciosa ridícula.