En escena están Orgon, un burgués acomodado, y su cuñado Cléante, quien lo recrimina por haber llevado a su casa a un desconocido, Tartufo, un hombre que Orgon encontró en una iglesia y a quien juzga un verdadero santo.

Deberías ver las circunstancias en que lo encontré, dice Orgon. Todos los días solía ir a la iglesia, y caía contrito de rodillas, justo a mi lado. A la congregación entera le impresionaba el fervor que ponía en sus oraciones, suspirando, gimiendo, besando el suelo con arrobos de humildad. Cuando yo salía, él se adelantaba para ofrecerme, en la puerta, el agua bendita. Sabedor por su empleado de que pasaba necesidades, le brindé algunos donativos, de los cuales él, modestamente, devolvía siempre una parte, diciendo que era mucho y que él no era digno de piedad. Y como yo no aceptaba las devoluciones, daba el dinero, en mi presencia, a un pobre. El cielo me inspiró a ofrecerle abrigo. Tartufo atiende a todo en mi casa, y sus cuidados por mis intereses se extienden incluso hasta a mi esposa; me previene sobre aquellos que le lanzan miradas, es diez veces más celoso con ella de lo que lo soy yo. No creerías hasta qué punto llega su piedad: la más trivial falta cometida por mi mujer es juzgada por él como un pecado, cualquier cosa es suficiente para ofender su conciencia. Deberías ver cómo me reprendió cuando, rezando juntos, atrapé una mosca y la maté.

Estoy evocando el día en que fueron representados por primera vez, en Versalles y para el rey, los tres primeros actos de Tartufo, en la sexta jornada de las fiestas de los Placeres de la Isla Encantada, ofrecidas a la corte por Luis XIV. La pieza, aún inconclusa, fue vetada de inmediato, gracias a la influencia de la Compañía del Santo Sacramento, lo que no impidió que meses después fuera representada, primero para Monsieur, en Villers-Cotterêts, y luego para Madame, la Princesa Palatina, ya con los cinco actos terminados, en el castillo de Raincy.

El verdadero rostro de Tartufo, en la versión completa, acaba siendo plenamente revelado. La verdad es que se trata de un charlatán, un libidinoso, un hipócrita que con sus parrafadas santurronas retrata la beatería, el fanatismo y la intolerancia que infestaban los medios religiosos. En mi opinión, la mayoría de los beatos y padres de la Iglesia son auténticos Tartufos.

Algunos años antes, ya Escuela de mujeres había sido considerada una parodia inmoral de la educación cristiana en los conventos, y de los principios sagrados del matrimonio. Molière llegó a ser agredido por un fanático. Crecieron los libelos, contumelias y calumnias, la mayoría anónimos, lanzados contra el comediante, acusado de hereje impío, sinvergüenza y depravado incestuoso. Pero Molière también tenía sus aliados, pocos, pero de peso. Boileau, nuestro admirable amigo, crítico y poeta, cuyo tratado en verso, El arte de la poesía, hace una síntesis de las reglas y convenciones de nuestra literatura, escribió una estrofa candente contra los detractores de Molière. Y el rey exacerbó el ánimo de los maldicientes al otorgar a Molière una pensión por la excelencia de su poesía cómica.

Tartufo dio nueva ocasión a los enemigos de Molière para intentar destruirlo. A pesar de que el cardenal Chigi, delegado del papa Alejandro VII, manifestara su aprobación después de que le hicieran una lectura especial de la comedia, el clero continuó atacándola. El padre Roullé escribió un libelo en el cual afirmaba que Molière era «la encarnación del demonio», que había ridiculizado impíamente la religión, y que debía ser castigado. El arzobispo de París, cardenal Hardouin de Beaumont de Péréfixe, pidió al rey la prohibición de Tartufo. Molière es un hombre muy peligroso, dijo a Luis XIV. Cualquier opinión que la Iglesia juzgara contraria a sus doctrinas era rechazada enérgicamente, y toda clase de acciones se ponían en marcha para acallar al opositor.

En una reunión de la sociedad secreta Compañía del Santo Sacramento, fundada para promover por todos los medios la gloria de Dios, fue examinada, tras el estreno de Tartufo, la manera más rápida de castigar a Molière en la tierra, ya que sin duda lo esperaba la hoguera del infierno. El padre Pierre Roullé había sugerido en carta al rey que el comediante fuera quemado en plaza pública, junto con su nefanda pieza, a todas luces para acelerar materialmente su marcha hacia el infierno. Los miembros del Santo Sacramento sabían que la condena a la hoguera resultaba imposible, el rey jamás daría esa orden. ¿Cómo, pues, enviar a Molière al infierno?

Desde su fundación, la Compañía del Santo Sacramento tuvo gran influencia sobre la Iglesia. Richelieu, en sus tiempos de ministro de Luis XIII, se había valido de la Compañía para dar una interpretación jesuítica al Edicto de Nantes, buscando atacar a los protestantes, que estaban autorizados para practicar su religión. Años después Luis XIV, sin necesitar el apoyo de la Compañía, revocaría el edicto, acabando de plano con la libertad religiosa y algunos privilegios de los protestantes, lo que provocó la fuga de millares de hugonotes hacia países protestantes.

Molière elevó peticiones al rey solicitando la liberación de Tartufo. Sugerí a mi amigo que revisara la pieza, suprimiendo algunos fragmentos y agregando otros. Surgió una nueva versión, en la cual no se daba ya a entender que Tartufo era un clérigo. Nuevos parlamentos fueron asignados a Cléante, el cuñado inteligente del ingenuo Orgon, para pacificar a los verdaderos devotos, y también a aquellos que no querían darse por aludidos ante la crítica, aunque la merecieran, fingiendo creer que estaba dirigida a otros. El hecho de que exista un embustero, un bellaco que engaña a los otros fingiéndose virtuoso no significa, afirma Cléante, que hoy en día no existan personas realmente virtuosas. Y, al reprobar la actitud de Damis, el hijo de Orgon que amenaza agredir a Tartufo, el mismo Cléante le pide moderación: Vivimos en una época y bajo un gobierno en que no se debe recurrir a la violencia.

Pero ése sería apenas el primer recado recibido por el rey. Para mayor satisfacción de Su Majestad, Molière agregó al final de la pieza un largo parlamento, en boca del alguacil que aparentemente va a expulsar a Orgon y a su familia de sus propiedades, para que Tartufo se apodere de ellas. Cálmese, dice el alguacil a Orgon, vivimos bajo el régimen de un príncipe enemigo del fraude, un monarca que puede leer el corazón de los hombres, a quien ningún impostor sería capaz de engañar. Y después de enumerar las virtudes del rey, finaliza afirmando que Tartufo tendrá el castigo que se merece. Y Cléante, casi al final de la comedia, dice a Orgon: Debes arrodillarte y rendir justos agradecimientos a la benevolencia de Su Majestad.

Cuando me leyó el pasaje que había agregado a Tartufo, Molière me preguntó, sonriendo, si recordaba la frase de Montaigne: Mi espíritu no fue hecho para doblarse, pero mis rodillas sí. Claro que la recordaba. Si había algo que me consolaba de no haberme convertido en un autor de tragedias era esa subordinación absoluta a la voluntad del rey, quien, usando su derecho divino sobre todas las cosas, decidía en última instancia qué podía o no ser representado, e incluso qué podía ser escrito y publicado. Doblar las rodillas sólo para mostrarse galante en las fiestas era menos doloroso.

Esa nueva versión del texto favoreció su liberación. La pieza empezó a ser representada con el título de El impostor. Pero, a pesar de los astutos cambios introducidos por Molière, sus opositores no se conformaron. Yo tenía noticia de que muchos miembros de la corporación médica, de la nobleza y del clero, especialmente los jesuitas, además de los cofrades de la Compañía del Santo Sacramento, se reunían para planear el mejor modo de callar a Molière.

No sería ninguna sorpresa si el asesino de Molière resultara ser un fanático religioso. Cuando mi amigo murió, la Compañía del Santo Sacramento no tenía ya la fuerza de antes; sus actividades estaban prácticamente canceladas, gracias a los innumerables excesos cometidos por sus partidarios. ¿Habría sobrevivido alguno de ellos a la decadencia de la compañía, y había llevado a cabo una venganza solitaria? ¿O el asesino sería un sacerdote, que no había actuado solo sino con el apoyo y estímulo del clero? Los curas se veían retratados en Tartufo. Puedo afirmar por conocimiento propio que no hay gentes más hipócritas; usan como nadie el nombre de Dios para encubrir sus bribonadas. Pero ¿quién? ¿El abate Cotin? ¿El abate Pierre Roullé? ¿El predicador Jules Mascaron? ¿Serían ellos capaces de cometer un crimen tan nefando? Si los religiosos puros, bajo el dominio del fanatismo, cometían las mayores atrocidades, ¿qué no podrían hacer los religiosos sin escrúpulos?

Visité a mi padre en su mansión. Sabía que había formado parte del Santo Sacramento, a instancias de su amigo el duque de Ventadour (olvidé decir que el hecho de no haberme casado nuevamente, para dar un heredero a nuestro nombre, lo irritaba menos que «la vida impía» que yo llevaba, con mis amantes y mis amigos heréticos, como Molière, y ante todo con mi agnosticismo, que yo no hacía público, pero que él conocía; sí, también yo era una especie de Tartufo).

Antes de que le hablara de mis sospechas, mi padre se quejó de que el rey no daba ya la menor importancia al Santo Sacramento, y gracias a ello la institución había perdido su fuerza y su prestigio. Y me sorprendió al preguntarme si estaba yo muy indignado por lo que la compañía le había hecho a Molière.

¿Y qué le hizo?, pregunté.

Me dijo que él no había participado, pues sabía que el comediante era mi amigo. Cuando le indagué a qué clase de participación aludía, guardó silencio un momento, como si estuviera meditando una repuesta adecuada.

Vamos, a la prohibición del Tartufo, dijo al fin.

Yo estaba pensando en otra cosa.

Pues yo no, respondió él.

Ese diálogo con mi padre me dejó muy inquieto. ¿Por qué había vacilado? ¿Por qué su insistencia en decirme que «no había participado»?

Creció mi sospecha de que el asesinato de Molière había sido obra de alguien muy religioso, o incluso de un miembro del clero.

Me había enterado de que el señor Couthon, el vecino de Molière que lo asistiera en sus últimos momentos, hacía parte de la Compañía del Santo Sacramento. Una amarga ironía. Lo busqué en la calle de Richelieu.

Sabiendo ya que Couthon era de la compañía, lo miré de un modo diferente. Parecía más viejo que yo, pero bien podía no serlo. Los beatos, sea verdadera o falsa su devoción, envejecen más pronto.

También él me miró con recelo, antes de invitarme a entrar. Su casa estaba decorada con imágenes religiosas, destacándose un gran cuadro de Nuestra Señora vestida de azul, con una corona sobre la frente.

Le pedí que me describiera los últimos momentos de Molière.

Respiró hondo, dijo Couthon, y se llevó la mano al estómago, como si sintiera fuertes dolores. Pronunció algunas palabras incomprensibles, pero entendí bien una frase: El marqués lo sabe todo, el marqués lo sabe todo. Creo que se refería a usted, ¿no es así?

Asentí con un gesto. Continúe, se lo ruego. ¿Qué más logró entender?

Eran palabras inconexas, prosiguió Couthon, no las recuerdo, no tenían sentido. ¿Puedo hacerle una pregunta, señor marqués?

Sí.

Aquella frase, «el marqués lo sabe todo», me intrigó. Discúlpeme si soy impertinente. Pero pensé que tal vez se refería a una nueva pieza que no alcanzó a escribir, y cuyo tema usted conocía. Leí en alguna parte que a los escritores, y en general a los artistas, no les gusta morir dejando una obra inconclusa. ¿Se trataba de eso?

Señor Couthon, estoy tan intrigado como usted. Estuve con Molière antes de ir en busca de un sacerdote, pues temía, y mis temores resultaron ciertos, que estuviera al borde de la muerte. Pero él se mostraba completamente lúcido, y no me hizo ninguna recomendación. Como usted debe saber, los sacerdotes se negaron a venir a darle la extremaunción.

Couthon miró al suelo. Siempre me he juzgado un buen observador, capaz de leer en el rostro de las personas aquello que quieren ocultar. Pero confieso que no logré saber si Couthon escondía algo. Todo el tiempo exhibió una expresión condolida, mientras conversábamos frente a la dulce mirada de Nuestra Señora.

Gracias a amigos comunes, logré concertar una entrevista con el padre Roullé, en su parroquia de Saint-Barthélemy. Le pregunté si al dar a Molière el epíteto de «encarnación del demonio» quiso significar que el comediante era el mismo Lucifer.

Me respondió diciendo que Molière estaba al servicio de Satanás. Que el buen Dios había alejado a aquel impío del mundo de los hombres de bien, cuyas almas no podría pervertir ya con sus escritos ultrajantes. Cuando afirmé en mi libelo, agregó el abate, que aquel hereje debía ser quemado, obedecía simplemente los mandamientos de mi Iglesia. La hoguera es el destino justo para todos los blasfemos. Pero no lo odiaba, no cabe el odio en nuestros corazones. Confiaba, como siempre confié y confiaré, en la justicia divina, concluyó Roullé, dando término a nuestra conversación.