CAPITULO V

HABÍA PARTIDO A CAZAR yo solo y me había aventurado muy lejos. Pasé varias noches en las llanuras. Estaba volviendo a Koth, sin apresurarme, pero todavía me encontraba a muchas millas de la ciudad y era incapaz de ver sus delgadas torres, ocultas por las hierbas ondulantes de la sabana. No sabría decir cuáles eran mis pensamientos mientras avanzaba con paso ligero, con la carabina entre los brazos, pero no cabía duda de que ocultaron unas huellas, al borde de un pantano, y unas matas aplastadas que indicaban claramente el paso de una gran bestia, lo mismo que camuflaron los olores transportados por la ligera brisa.

Fueran cuales fuesen mis pensamientos, se vieron bruscamente interrumpidos por un grito penetrante. Dándome la vuelta, percibí una silueta esbelta y blanca que corría hacia mí a través de la espesa hierba. Tras ella, ganando terreno con cada zancada, apareció uno de esos grandes pájaros carnívoros que se cuentan entre los más peligrosos habitantes de las praderas. Tienen más de diez pies de alto y se parecen bastante a las avestruces, salvo que el pico, que forma una enorme arma curvada, es de tres pies de largo y tan afilado como una cimitarra. Un picotazo podía partir a un hombre en dos, y las grandes patas armadas de garras de aquel monstruo eran capaces de desgarrarlo.

Aquella verdadera montaña de destrucción se desplazaba a una velocidad terrible, y comprendí que el monstruo alcanzaría a la joven antes de que pudiera dirigirme hasta ellos. Maldiciendo la obligación que me forzaba a demostrar mi habilidad con las armas de fuego —que no era de las más grandes—, levanté la carabina y apunté tan cuidadosamente como pude. La joven se encontraba en la línea de tiro y yo no podía correr el riesgo de apuntar al enorme cuerpo del monstruo por miedo a alcanzarla a ella. Debía intentar destrozar la gran cabeza del animal, que pendía de un modo desconcertante al extremo del largo cuello arqueado.

Fue más la suerte que la habilidad lo que me permitió lograrlo. Justo después de la detonación, la cabeza gigantesca se proyectó bruscamente hacia atrás como si el monstruo hubiera golpeado contra un muro invisible. Las alas atrofiadas barieron los aires con un ruido de truenos y, luego, dando algunas inciertas zancadas, la bestia tropezó y cayó a tierra.

La joven se derrumbó en el mismo instante, como si la misma bala les hubiera golpeado a los dos. Corrí hacia ella, me incliné y vi con sorpresa que se trataba Altha, la hija de Zal, alzando hacia mí sus ojos negros y misteriosos. Tras asegurarme a toda prisa de que no le ocurría nada —salvo el miedo y el agotamiento—, me volví hacia el pájaro tormenta y me cercioré de que estuviera totalmente muerto: su cerebro, poco abundante, se derramaba por un estrecho agujero que le taladraba el cráneo.

Volviéndome de nuevo hacia Altha, la miré severamente.

—¿Qué haces fuera de la ciudad? —pregunté—. , Acaso has perdido la razón para arriesgarte yendo tan lejos por la llanura, y sola?

No respondió, pero su mirada se veló —como si la hubiera herido— y lamenté haberla hablado tan duramente. Me arrodillé junto a ella.

—Eres una chica extraña, Altha —dije—. No te pareces a las otras mujeres de Koth. Se dice que eres voluntariosa y rebelde sin motivo. No te comprendo. ¿Por qué te has jugado la vida?

—¿Qué piensas hacer ahora? —me preguntó.

—Pues... llevarte a casa, naturalmente. La mirada de la joven se ensombreció de un modo peculiar.

—Vas a devolverme a casa y mi padre me azotará. Pero huiré una vez... y otra... ¡y otra!

—¿Por qué? —pregunté con estupor—. No puedes ir a ninguna parte. Alguna bestia salvaje te devorará.

—¿Y qué más da? —replicó la joven—. Quizá quiera ser devorada.

—¿Y por qué huías delante del pájaro tormenta?

—El instinto de conservación es difícil de vencer —admitió.

—Pero, ¿por qué deseas morir? —insistí—. Las mujeres de Koth son felices, y tú misma no tienes por qué envidiar a ninguna.

Abrió los brazos y miró fijamente hacia la inmensa llanura.

—Comer, beber y dormir no lo es todo —me respondió con una voz extraña—. Los animales lo hacen.

Perplejo, me pasé la mano por la espesa cabellera. Había escuchado aquellos mismos sentimientos expresados de muchos modos sobre la Tierra, pero era la primera vez que los oía en boca de un habitante de Almuric. Altha prosiguió, con voz baja y lejana, casi como si hablara consigo misma en lugar de dirigirse a mí:

—La vida es demasiado dura para mí. Por una razón desconocida, no me conviene, lo mismo que a otros si. Me hiero con sus agudas aristas. Busco algo que no existe... y que nunca ha existido.

Disgustado por sus insólitas palabras, tomé con una mano sus mechas opulentas y la obligué a volver la cabeza para poder mirar su rostro atentamente. Su enigmática mirada se cruzó con la mía; había en sus ojos un extraño fulgor que no había visto nunca antes.

—Era difícil antes de tu llegada —dijo—. Ahora es todavía más difícil.

Estupefacto, la solté y la joven apartó la cabeza.

—¿Por qué iba yo a hacer las cosas más difíciles? —pregunté absorto.

—¿De qué está hecha la vida? —me replicó—. ¿La vida que llevamos es toda la vida? ¿No hay nada más allá de nuestras aspiraciones materiales?

Me rasqué la cabeza, cada vez más perplejo.

—Caramba —dije—, en la Tierra conocí a mucha gente que no hacía más que perseguir un sueño nebuloso o un ideal, pero nunca me di cuenta de que fueran felices. En mí planeta, había mucha gente que andaba a tientas intentando asir cosas invisibles, pero, por lo que sé, nunca alcanzaron la plenitud y la felicidad que he podido encontrar en Almuric.

—Te creía diferente —me dijo, evitando mirarme continuamente—. Cuando te vi tendido, herido y encadenado, con la piel lisa y los ojos tan raros, pensé que debías ser más dulce que los otros hombres. Pero eres tan insensible y feroz como los demás. Pasas días y noches masacrando animales, luchando con otros hombres, llenándote de cerveza y eruptando.

—Lo mismo que hacen todos —protesté. Altha agachó la cabeza.

—Por eso no estoy hecha para este tipo de vida y preferiría estar muerta.

* * *

Me sentí avergonzado de un modo poco razonable. Me vino a la cabeza la idea de que una terrestre habría encontrado la vida sobre Almuric grosera y limitada de un modo insoportable, pero me resultaba igual de inconcebible que una mujer nacida en aquel lejano planeta pudiera sentir semejantes sentimientos. Si las otras mujeres a las que había visto deseaban recibir más dulzura, aun a nivel superficial, de parte de sus compañeros, nunca me lo habían hecho saber. Aparentemente, estaban satisfechas de tener abrigo y protección, y se sentían alegremente resignadas a las torpes costumbres de los hombres. Busqué algunas palabras, pero no encontré ninguna, pues era, y soy, muy poco versado en asuntos de discursos corteses. Fui bruscamente consciente de mi rudeza, de mis maneras desmañadas y bárbaras, y aquello me consternó.

—Voy a devolverte a Koth —dije con impotencia. Encogió los adorables hombros.

—Y podrás mirar mientras mi padre me azota. Al oír aquello recuperé el habla.

—No te azotará —repliqué encolerizado—. ¡Si alguna vez osa ponerte la mano encima, yo mismo le romperé la espalda!

La joven levantó hacia mí el rostro vivamente, con los ojos mostrando un súbito interés. Mi brazo había encontrado el camino que la rodeaba la cintura y la miré a los ojos; mi rostro estaba muy cerca del suyo. Sus labios se entreabrieron y, si aquel instante febril hubiera durado algo más, ignoro lo que habría pasado. Pero, bruscamente, todo color desapareció de su rostro y un grito de horror brotó de sus labios entreabiertos. Su mirada se clavaba en algo que se encontraba detrás de mí, a mis espaldas. Súbitamente, un aleteo terrible retumbó en el aire.

Me di la vuelta girando en una rodilla y vi que el cielo por encima de mí estaba lleno de formas oscuras. ¡Los yagas! ¡Los hombres alados de Almuric! Había llegado a tomarles por criaturas míticas; sin embargo, allí estaban con todo su misterioso terror.

Tuve tiempo de echarles una breve mirada mientras me incorporaba de un salto, sujetando como un borracho la carabina vacía. Vi que eran altos y delgados, muy musculosos, de recia osamenta, con la piel de color ébano. Parecían hombres ordinarios salvo por aquellas grandes alas membranosas, de murciélago, que les sobresalían de los hombros. Salvo por taparrabos, iban desnudos, y se armaban con cortas espadas curvas.

Me puse de puntillas mientras el primero se abalanzaba contra mí blandiendo la cimitarra, y sostuve su ataque golpeándole con la carabina. La culata aplastó el estrecho cráneo como una cascara de huevo. Un instante más tarde, giraban y agitaban el aire a mi alrededor. Las hojas curvadas parecían rayos centelleantes que me amenazaran por doquier. Felizmente, se molestaban entre ellos, tanto era su número y tantas sus alas.

Describiendo un círculo alrededor mío con el cañón de la carabina, rompí y rechacé las brillantes hojas. Durante la furiosa batalla, golpeé a un yaga en la frente; le dejé sin sentido a mis pies. En aquel instante, un grito de desesperación sonó a mis espaldas. El combate cesó bruscamente.

Toda la banda se alejó y se dirigió rápidamente hacia el sur. Me quedé petrificado. En los brazos de uno de ellos se debatía y gritaba una silueta blanca y esbelta, que tendía hacia mí los brazos implorantemente. ¡Altha! Se habían apoderado de ella a espaldas mías. La transportaban hacia la suerte —fuese la que fuera— que la estaba reservada en la negra ciudadela del misterio, lejos, hacia el sur. La terrible velocidad con la que los yagas volaban por el cielo les había hecho ya recorrer una distancia enorme. No tardaron en perderse de vista.

Mientras permanecía inmóvil, absorto, sentí un movimiento a mis pies. Bajando la vista, descubrí a una de mis víctimas palpándose el cráneo, aún atontado. Con gesto vengador, blandí el cañón de la carabina para reducirle a pulpa el cerebro. Pero, inspirado por la facilidad con la que el raptor de Altha se la había llevado por los aires, pese al peso extra, una idea me cruzó súbitamente por la cabeza.

Sacando el puñal obligué a levantarse a mi cautivo. Una vez en pie, vi que era más alto que yo, con los hombros casi igual de anchos, aunque los miembros fueran secos y nervudos más que macizos. Sus ojos negros, ligeramente oblicuos, se clavaban en mí con la inmóvil mirada de una serpiente venenosa.

Los guras me habían dicho que algunos yagas hablaban un idioma parecido al suyo.

—Vas a llevarme por los aires en pos de tus compañeros —le dije.

Se encogió de hombros y me respondió con una voz singularmente áspera:

—No puedo volar contigo a cuestas... pesas demasiado.

—Eso es muy triste para ti —dije con severidad. Le obligué a volverse y le salté a la espalda, apretándole fuertemente las piernas alrededor de la cintura. Le pasé el brazo izquierdo por el cuello; el puñal que llevaba en la mano derecha le arañaba el costado. Había conservado el equilibrio aun con el peso de mi cuerpo en la espalda. Desplegó las inmensas alas.

—¡Vuela! —le gruñí al oído, hundiéndole en la carne la punta de la daga—. ¡Echa a volar, maldito, o te arranco el corazón!

Sus alas empezaron a batir en el aire y nos elevamos lentamente por encima del suelo. Fue una experiencia a la vez nueva y sorprendente, pero no la hice mucho caso. El rapto de Altha me había enfurecido hasta enloquecer.

* * *

Cuando alcanzamos una altura de unos mil pies, busqué con la mirada a los raptores. Les vi en la lejanía, una simple mancha de puntos negros en el cielo, hacia el sur. Obligué a mi recalcitrante montura a volar en la misma dirección.

Pese a mis amenazas y exhortaciones —pues no hacía otra cosa que gritarle al yaga que volase más deprisa—, los puntos del cielo no tardaron en desaparecer. Seguí, sin embargo, dirigiéndome hacia el sur, convencido de que, aunque no consiguiera alcanzarles, tarde o temprano llegaría a la vista del gran peñón oscuro en el que, según las leyendas, vivía aquel pueblo misterioso.

Estimulado por el puñal, el yaga empezó a volar a una velocidad satisfactoria, al menos, considerando la carga que llevaba en la espalda. Sobrevolamos las sabanas durante horas. Luego, al mediodía, el paisaje cambió. Pasamos por encima de un bosque, el primero que veía en Almuric. Los árboles parecían alzarse a considerable altura.

Era casi al ponerse el sol cuando vi el lindero del bosque y, en la pradera que había más allá, las ruinas de una ciudad. Una humareda se alzaba en volutas de los escombros. Le pregunté a mi montura que si se trataba de sus compañeros que hubieran acampado para la cena. Su única respuesta fue un gruñido.

Sobrevolábamos el bosque a baja altura cuando un súbito clamor me hizo mirar hacia el suelo. Pasábamos justo por encima de un claro en el se desarrollaba una feroz batalla. Una banda de hienas estaba siguiendo los pasos de un animal gigantesco parecido a un unicornio y tan enorme como un bisonte. Media docena de cuerpos desgarrados y pisoteados testimoniaban el furor con que se defendía el animal.

Pude ver cómo corneaba a la última hiena viva con su cuerno de marfil, tan acerado como una espada, y cómo la lanzaba por los aires, rota y desventrada, a una distancia de veinte pies.

Mientras miraba con fascinación aquella escena, aflojé, sin duda —involuntariamente— la presa que cerraba en torno al yaga. En el mismo momento, con un movimiento convulso y una súbita torsión, el yaga se liberó y me hizo caer de lado. Pillado por sorpresa, intenté agarrarme a algo y sólo encontré el vacío. Precipitado al suelo a una velocidad vertiginosa, golpeé terriblemente contra la sucia tierra sembrada de hojas... ¡exactamente delante del unicornio enloquecido!

Tuve una visión breve y temible de la enorme masa que se alzaba por encima de mí, luego de la cabeza que se inclinaba y apuntaba hacia mí el cuerno. Me incorporé tambaleante sobre una rodilla y agarré, con el mismo movimiento, el cuerno de marfil con la mano izquierda, intentando apartarlo, mientras que, con la derecha, golpeaba con el puñal intentando atravesar la inmensa vena yugular. Pero algo me golpeó en el cráneo con terrible impacto y las tinieblas me tragaron.