ME DESPERTÉ ENVUELTO en la luz gris y fría del amanecer, a la hora en la que el verdugo va a buscar al condenado. Había un grupo de hombres junto a mí, y supe que uno de ellos era Khossuth el Rompedor de Cráneos.
Era más alto que los otros, y más delgado, casi descarnado en comparación. Aquella delgadez hacía que los anchos hombros pareciesen aún más poderosos, casi anormales. Su rostro y cuerpo estaban llenos de viejas cicatrices. Tenía la piel morena, y aparentemente era mayor; su silueta impresionante y terrible expresaba un oscuro salvajismo.
Con los ojos fijos en mí, acariciaba el pomo de la espada. Tenía la mirada tenebrosa y lejana.
—Me dicen que pretendes haber vencido a Logar de Thurga en combate leal —dijo finalmente, y su voz era cavernosa y espectral de un modo que no sabría describir.
No contesté y me quedé con los ojos puestos en él, sosteniendo su mirada, en parte fascinado por su aspecto extraño y amenazante, y en parte ardiendo con aquella cólera que, aparentemente, no me abandonaba desde hacía algún tiempo.
—¿Por qué no contestas? —gruñó.
—Porque ya me han llamado muchas veces mentiroso —repliqué con voz áspera.
—¿Por qué has venido a Koth?
—Porque estaba harto de vivir solo, rodeado de bestias salvajes. Soy un estúpido. Pensaba encontrar seres humanos cuya compañía fuese preferible a la de los leopardos y babuinos. Me he dado cuenta de que estaba equivocado.
Se tiró de los retorcidos bigotes.
—Los hombres dicen que peleas como un leopardo furioso. Thab me ha dicho que no te presentaste ante las puertas de la ciudad como haría un enemigo. Me gustan los hombres valientes. Pero, ¿qué podemos hacer? Si te devolvemos la libertad, nos odiarás por lo que ha pasado, ¡y tu odio es terrible, no cabe duda!
—¿Por qué no aceptarme en el seno de vuestra tribu? —les hice ver como por casualidad. Sacudió la cabeza.
—No somos yagas para tener esclavos.
—Ni yo un esclavo —gruñí—. Dejadme vivir en vuestra ciudad, como uno de vosotros. Cazaré y pelearé a vuestro lado. Soy tan capaz como cualquiera de tus guerreros.
Al oír aquello, un hombre apartó a Khossuth y vino hacia mí. Era más alto que todos los que había visto en Koth hasta entonces; no más alto, sino más ancho, más macizo. Los pelos de los miembros eran más espesos y de un color especial: eran más rojos que negros.
—¡Eso deberás probarlo! —rugió jurando—. ¡Desátale, Khossuth! ¡Los guerreros han hablado tanto de su fuerza que quiero comprobarlo! ¡Desátale para que podamos pelear él y yo solos!
—Está herido, Ghor —respondió Khossuth.
—Que le curen hasta que sus heridas se hayan cerrado y cicatrizado —recomendó el guerrero con impaciencia, apartando curiosamente los brazos como para que empezarán en aquel preciso instante.
—Sus puños tienen la fuerza de martillos —le advirtió otro.
—¡Por los demonios de Thak! —mugió Ghor, con la mirada centelleante y alzando los peludos brazos—. ¡Admítele en el seno de la tribu, Khossuth! ¡Qué pase la prueba! ¡Si sobrevive... por Thak, sólo entonces podrá decir que es un hombre de Koth!
—Lo pensaré —respondió Khossuth tras un momento de silencio.
Aquello, provisionalmente, zanjaba el asunto. Todos salieron de la habitación tras él. Thab fue el último en irse. Cuando llegó a la puerta me hizo un gesto que tomé por una señal de ánimo. Así que, después de todo, aquellos seres extraños no estaban tan totalmente desprovistos de sentimientos de compasión o amistad.
* * *
El día pasó sin incidentes. Thab no volvió. Otros guerreros me llevaron comida y bebida y les dejé que me curaran la herida y me cambiaran el vendaje. A la vista de aquel tratamiento más humano, el furor de bestia salvaje que había en mí se fue transformando en razonamiento de hombre. Pero la furia seguía oculta en el fondo de mi ser, dispuesta a desfogarse y desencadenarse a la primera afrenta que se hiciera a mi dignidad.
No volví a ver a la joven, Altha. En varias ocasiones, oí un ruido de pasos ligeros, en el exterior de la sala, pero no podía saber si se trataba de ella o de alguna otra mujer.
Al caer la noche, un grupo de guerreros irrumpió en la estancia y me anunció que iba a ser conducido ante el consejo, donde Khossuth escucharía todos los argumentos y decidiría mi suerte. Me quedé sorprendido al saber que se presentarían argumentos en mi favor. Me hicieron prometer que no les atacaría y, después, me quitaron la cadena que me retenía prisionero al muro, pero me dejaron los grilletes en las manos y tobillos.
Escoltado de aquella manera, salí del cuarto y me encontré en un gran corredor iluminado por antorchas de luz blanquecina. No había ni colgaduras, ni muebles, ni ninguna otra decoración... sólo una impresión casi opresiva de arquitectura colosal.
Seguimos por varios corredores, todos igual de gigantescos y desangelados, de paredes rugosas y techos elevados, hasta que llegamos finalmente a un vasto espacio circular, rematado por un domo. En el muro del fondo se alzaba un trono de piedra sobre un estrado, y en el trono se hallaba sentado el viejo Khossuth, impregnado de una sombría majestad, vestido con la moteada piel de un leopardo. Ante él, formando un amplio semicírculo, estaba sentada la tribu; los hombres, con las piernas cruzadas sentados en pieles extendidas sobre las losas de piedra y, detrás de ellos, las mujeres, sentadas en bancos recubiertos de piel.
Era una multitud extraña. El contraste entre los hombres cubiertos de pelo y las mujeres de cuerpo esbelto y piel clara, de rasgos agraciados, no dejaba de ser chocante. Los hombres llevaban calzón y calzaban sandalias con largas correas; algunos llevaban sobre los poderosos hombros capas de piel de pantera. Las mujeres vestían del mismo modo que la joven Altha; vi a esta última entre las demás. Iban calzadas o con ligeras sandalias o descalzas, y llevaban cortas túnicas ceñidas en la cintura. Aquello era todo.
Las diferencias entre los sexos eran igualmente visibles entre los niños, y eso desde la más tierna edad. Las niñas eran tranquilas, de cuerpo delicado y gestos graciosos. Los niños parecían monos, aún más que sus mayores.
Me dijeron que me sentara en un bloque de piedra que había delante del estrado y un poco hacia un lado. Sentado entre los guerreros vi a Ghor; se agitaba con impaciencia, accionando involuntariamente los potentes biceps.
Los debates comenzaron en cuanto ocupé mi lugar. Khossuth anunció, simplemente, que escucharía los diversos argumentos y, luego, encargó a un hombre que se ocupara de mi defensa; aquello me sorprendió nuevamente, pero aparentemente se trataba de la costumbre habitual entre aquellas gentes. El hombre elegido era el jefe subalterno de los guerreros, con quien ya había peleado en mi celda; se llamada Gutchiuk Cólera de Tigre. Me lanzó una envenenada mirada cuando se acercó cojeando, sin mucho entusiasmo. Todavía mostraba las marcas de nuestro precedente encuentro.
Dejó la espada y la daga en el estrado, y los guerreros sentados en primera fila hicieron lo mismo. Luego miró a los demás con aire feroz y Khossuth le preguntó cuáles eran las razones por las cuales Esaú Cairn —pronunció mi nombre deformándolo de un modo increíble— no debía ser aceptado en el seno de la tribu.
Aparentemente, las razones eran legión. Una media docena de guerreros se levantaron de un salto y empezaron a vociferar al tiempo que Gutchiuk, haciéndose cargo de su tarea, se ocupaba de rebatir los argumentos. Me sentía ya condenado. Pero la partida estaba lejos de haber concluido; de hecho, apenas había comenzado. Al principio, Gutchiuk no hizo mucho hincapié en mi defensa, pero los ataques del bando adversario le hicieron que cogiera cariño por mi causa. Sus ojos no tardaron en empezar a brillar, con la mandíbula crispándosele agresivamente, y empezó a bramar y a rugir tan fuerte como los otros. A juzgar por los argumentos que presentaba —o más bien, tronaba—, habría podido creerse que él y yo éramos amigos desde la infancia.
Nadie en particular había sido designado para presentar argumentos en mi contra. Todos los que lo deseasen podían intervenir. Y si Gutchiuk convencía a alguien con aquella justa oratoria, aquel nuevo personaje unía su voz a la suya. Ya había varios hombres a mi lado. Los gritos de Thab y los mugidos de Ghor disputaban con los bramidos de mi abogado; y muy pronto otros se unieron a mi lado.
Tal debate era imposible de concebir para un terrestre, a menos que asistiera a él. Era un verdadero guirigay, pues tres voces respondían a otras quinientas, todas ellas hablando a la vez. Si Khossuth comprendía algo de aquel jaleo insensato, no soy capaz de decirlo. Pero meditaba sombríamente por encima de la multitud desencadenada, como un dios severo contemplando las piadosas aspiraciones de la humanidad.
El hecho de que los hombres hubieran dejado las armas indicaba gran sabiduría. Las querellas apasionadas suelen deformarse frecuentemente, sacando críticas con respecto a los ancestros o las costumbres personales. Las manos agarraban las vainas vacías y los bigotes se erizaban de un modo belicoso. De vez en cuando, Khossuth alzaba la voz, dominando el clamor, y restablecía una apariencia de orden.
Todos mis esfuerzos para seguir los debates fueron en vano. Mis adversarios se lanzaban a largas diatribas que parecían totalmente carentes de sentido, y mis partidarios rechazaban sus objeciones de un modo igual de ilógico. Se lanzaban a la cara ejemplos que se remontaban a la más lejana antigüedad relativos a casos igual de polvorientos.
Para complicar todavía más las cosas, los oradores se embarullaban frecuentemente en medio de sus exposiciones, o se olvidaban de qué lado estaban y empezaban a defender con ardor la causa contraria. No parecía haber fin para aquellos debates, ni límite alguno a la resistencia de los que los mantenían. A medianoche, seguían aullando tan fuerte y amenazándose con el puño como si acabaran de empezar.
Las mujeres no participaban en los debates.
Empezaron a irse discretamente a eso de la medianoche. Finalmente, en los bancos sólo quedó una pequeña y solitaria figura. Era Altha, que seguía —o intentaba seguir— las deliberaciones con un interés inusitado.
Yo había renunciado hacía tiempo a intentarlo. Gutchiuk aguantaba bien y me defendía valientemente, con las venas hinchadas en las sienes, el pelo y la barba erizados. Ghor sollozaba de rabia y le suplicaba a Khossuth que le dejara romper algunas nucas. ¿Oh —gemía levantando los brazos al cielo—, por qué había de vivir hasta el día en que viera a los hombres de Koth convertirse en víboras y serpientes, con corazones de buitre e intestinos de sapo?
Tenía la impresión de hallarme en un manicomio. Finalmente, a pesar del jaleo, y del hecho de que mi vida estaba en juego, me dormí en el banco de piedra y empecé a roncar apaciblemente mientras los hombres de Koth seguían discutiendo, golpeándose los velludos pechos y lanzando mugidos, mientras el extraño planeta Almuric seguía girando bajo las estrellas que ignoraban la existencia de los hombres y sin preocuparse por ellos, fuesen terrestres o no.
Amanecía cuando Thab me zarandeó para despertarme y empezó a gritarme al oído:
—¡Hemos ganado! ¡Formarás parte de la tribu si te enfrentas a Ghor y sales victorioso de la lucha!
—¡Le romperé la espalda! —gruñí, y volví a dormirme.