CAPITULO VII

EL SOL SE HABÍA YA levantado cuando emprendimos la larga marcha que nos llevaría hasta Koth. Dimos un amplio rodeo hacia el oeste para evitar la ciudad demoníaca de la que habíamos escapado. El sol se hizo inhabitualmente cálido. No soplaba la menor brisa de aire; la ligera brisa de la mañana había estado soplando en borrascas irregulares y, luego, había desaparecido completamente. El cielo, siempre sin nubes, había adquirido un tinte ligeramente cobrizo. Altha lo examinaba con inquietud. Como respuesta a mi pregunta, dijo que temía una tempestad. Hasta aquel momento, había supuesto que el tiempo era siempre despejado, sereno y cálido en las llanuras claro, ventoso y frío en las colinas. No se me había pasado por la cabeza la idea de tempestades.

Los animales que veíamos compartían la inquietud de Altha. Rodeamos el bosque por sus linderos, pues Altha se negó a atravesarlo hasta que la tempestad no hubiera pasado. Como casi todos los habitantes de las llanuras, sentía una desconfianza instintiva por los bosques espesos. Según avanzábamos rápidamente hacia la llanura, vimos rebaños de hervíboros ir y venir confusamente. Una bandada de cerdos salvajes pasó cerca de nosotros, desplazándose a saltos gigantescos de treinta o cuarenta pies. Un león surgió bruscamente ante nosotros y lanzó un rugido pero, luego, agachó la cabeza y se apartó perezosamente para ir a perderse en las altas hierbas.

Yo escrutaba el cielo constantemente en busca de nubes, pero no vi ninguna. Sólo el tinte cobrizo del horizonte se hizo más oscuro y empezó a extenderse, tiñendo la totalidad de cielo. Se tiñó primero de un cobre apagado y, después, de un negro oscuro. El sol brilló durante un momento, como una antorcha oculta por un velo, tachonando de fuego el domo sombrío hasta que también él desapareció por completo. Una oscuridad tangible pareció flotar en el aire durante unos instantes y luego descendió bruscamente y recubrió el mundo, hundiéndole en las tinieblas absolutas donde nunca brilla el sol, ni la luna, ni las estrellas. Nunca habría imaginado que las tinieblas pudieran ser tan impenetrables. Habría podido perfectamente ser un espíritu ciego y descarnado errando a través de los oscuros abismos del espacio, si no hubiera escuchado el crujido de la hierba a mis pies y el cálido y dulce contacto del cuerpo de Altha rozando el mío. Empezó a temer que nos cayésemos a un río, o que nos diéramos de bocas a mano con una bestia salvaje tan ciega como nosotros.

Intentaba alcanzar uno de los montones de piedras desgajadas que a veces se encuentran en las llanuras. Las tinieblas nos envolvieron antes de poder llegar hasta ellas, pero, siguiendo a tientas, tropecé contra una piedra de considerables dimensiones. Me pegué a ella y atraje a Altha a mi lado, abrigándola con mi propio cuerpo lo mejor que podía. El silencio inanimado de la llanura sumida en la oscuridad se veía roto de vez en cuando por algunos ruidos... crujidos de la hierba, el sordo paso de unos cascos, extraños mugidos y sordos bufidos. En un momento dado, una gran manada de alguna especie animal pasó al galope muy cerca de nosotros, y me felicité por haber encontrado un refugio... sin la protección de aquellas piedras, nos habrían pisoteado. De nuevo cesaron todos los ruidos y el silencio fue tan absoluto como las tinieblas. Luego, desde alguna parte, llegó el retumbar de un raro mugido.

—¿Qué es eso? —pregunté inquieto, incapaz de identificar el aullido.

—¡El viento! —dijo Altha, temblando y apretándose a mí.

No soplaba con ráfagas continuas; aquí y allí se desbocaba en borrascas violentas y caprichosas. Como un alma condenada, gemía y se lamentaba. Aplastó las hierbas cerca de nosotros. Finalmente, su aliento nos golpeó como un latigazo. Desequilibrados, caímos al suelo, lacerándonos la espalda en la piedra. Aquella sencilla borrasca súbita nos golpeaba como si recibiéramos los puñetazos de un gigante invisible.

Cuando nos levantamos, me inmovilicé. Algo pasaba cerca de nuestro refugio... algo tan enorme como una montaña, y su paso hacía temblar el suelo. Altha se aferró a mí en un abrazo desesperado, y sentí que mi corazón golpeaba frenéticamente contra mi pecho. Se me erizó el cabello al tiempo que un terror sin nombre se apoderaba de mí. La cosa estaba a nuestra altura. Se detuvo, como si notase nuestra presencia. Hubo un curioso sonido, como el producido por unos miembros inmensos de textura de cuero. Algo barrió el aire por encima de nosotros; luego sentí que me tocaba el codo. El mismo objeto tocó el brazo desnudo de Altha y se puso a gritar, con los nervios deshechos.

Nos ensordeció un terrible bramido por encima de nuestra cabezas, y algo se abalanzó sobre nosotros a través de las tinieblas, lanzando una dentellada gigantesca. Lancé una estocada hacia lo alto, a ciegas. Sentí que el filo de la espada se hundía en una materia tangible. Un líquido cálido me salpicó el brazo. Luego, lanzando otro terrible bramido —que expresaba más sufrimiento que cólera— el monstruo invisible se alejó con un paso pesado que hizo temblar el suelo, mientras que sus bramidos dominaban los lamentos del viento.

* * *

—En nombre de Dios, ¿qué era eso? —exclame con el aliento cortado.

—Uno de los Seres Ciegos —susurró Altha—. Ningún hombre los ha visto jamás; viven en medio de las tinieblas de la tempestad. De dónde vienen, o a dónde van, nadie lo sabe. Pero, mira, las tinieblas se funden.

Fundirse era el término exacto. Las tinieblas parecieron deshilacharse, desgarrarse en finos y largos jirones. El sol brilló nuevamente; el cielo reapareció, azul, de uno a otro horizonte. Pero la tierra se veía como rayada de un modo fantástico por bandas de tinieblas, de sombras tangibles que flotaban por encima de la llanura, con amplios espacios llenos de luz solar entre ellas. La escena podría haber sido el paisaje soñado por un fumador de opio. Un ciervo asustado atravesó a la carrera una de las bandas de luz solar y desapareció bruscamente en un cúmulo de tinieblas; reapareció igual de súbitamente de nuevo en la luz. No había un paso progresivo de la luz a la oscuridad; los contornos de las bandas de tinieblas eran tan claros y definidos que parecían cintas de ébano sobre un fondo de oro y esmeraldas. Hasta donde me llegaba la vista, el mundo estaba lleno de rayas y estriado con cintas negras. Era imposible ver a través suyo, pero empezaban a borrarse, separarse y desaparecer.

Justo delante de nosotros, uno de aquellos jirones de tinieblas se desgarró y se desvaneció, revelando la silueta de un hombre —un gigante velludo, empuñando una espada, que me lanzó una mirada centelleante, tan sorprendido como yo. Acto seguido, pasaron varias cosas al mismo tiempo. Altha gritó:

—¡Un thugran! —y el desconocido saltó y golpeó, y su espada tintineó al golpear con la mía.

Sólo tengo un recuerdo caótico de los segundos que siguieron. Hubo un torbellino de espadazos y detenciones, un breve entrecruzar de aceros; luego, la punta de mi espada se hincó bajo el corazón de mi adversario y asomó entre sus omóplatos. Saqué la hoja con una torsión brutal al tiempo que se derrumbaba y le contemplaba con estupor. Me había preguntado a menudo cómo me las arreglaría en un duelo con arma blanca y frente a un enemigo aguerrido. Aquel duelo se había producido y ya había acabado y yo era completamente incapaz de recordar cómo me había librado de mi adversario. Todo había pasado demasiado deprisa y demasiado impetuosamente —no tuve tiempo para pensar de un modo consciente— y mis propios y entrenados instintos de luchador habían actuado por mí.

Cerca de nosotros empezaron a retumbar unos gritos furiosos. Girando sobre los talones, percibí una veintena de guerreros peludos que surgía entre las peñas. Era demasiado tarde para huir. En un instante estuvieron sobre mí, y me encontré en medio de una vorágine de espadas que giraban y centelleaban. Cómo conseguí detenerlas, aunque fuese tan sólo por unos momentos, no sabría decirlo. Pero lo hice, e incluso tuve la satisfacción de notar cómo mi espada chirriaba contra otra, rodeaba la guarda y cortaba el hombro de mi adversario. Un momento más tarde, otro enemigo se agachó para evitar una estocada y me golpeó con la lanza en la pantorrilla. Enloquecido por el dolor le lancé un tajo que le abrió en dos el cráneo hasta el mentón. Pero alguien me golpeó con la culata de la carabina en la cabeza. Esquivé parcialmente el golpe, pues, si no, me habría roto el cráneo. Pero la culata se me estrelló en la coronilla con un impacto homicida y las tinieblas se apoderaron de mí.

Volví en mi con la sensación de estar tendido en el fondo de un botecillo sacudido y agitado por la tempestad. Luego, me di cuenta de que tenía pies y manos atados y de que me llevaban sobre una litera hecha con mástiles de lanza. Dos gigantescos guerreros me transportaban, sin hacer ningún esfuerzo por hacerme más fácil el viaje. Sólo veía el cielo, la espalda cubierta de pelos del guerrero que avanzaba ante mí y —volviendo la cabeza hacia un lado— el rostro feroz del guerrero que iba a mis espaldas. Éste, al ver que había abierto los ojos, le gruñó una palabra a su compañero. Dejaron caer al suelo la litera. La sacudida redobló el dolor de cabeza, mientras que otro más lacerante irradiaba de mi pierna herida.

—¡Logar! —gritó uno de ellos—. Este perro se ha despertado. Si quieres llevarle hasta Thugra, dile que eche a andar. Ya estoy harto de llevarle.

Escuché un ruido de pasos y, después, por encima mío, aparecieron una forma gigantesca y un rostro que me pareció familiar. Era una cara cruel y brutal; de la comisura de la boca gesticulante a la punta de la poderosa mandíbula, se extendía una lívida cicatriz.

—¡Bien, Esaú Cairn —declaró el hombre—, volvemos a encontrarnos!

No respondí a aquel comentario tan evidente.

—¿Cómo? —se burló—. ¿No te acuerdas de Logar, el Rompedor de Huesos, perro sin pelos?

Puntuó la frase dándome una patada salvaje en las costillas. Un grito de protesta —una voz de mujer— resonó cerca de nosotros; se escuchó una carrera precipitada, y Altha se abrió camino entre los guerreros y cayó de rodillas a mi lado.

—¡Bruto! —gritó, con sus espléndidos ojos brillando de furor—. ¡Le golpeas cuando no puede defenderse, pero no te atreverías a enfrentarte a él en combate leal!

—¿Quién ha dejado que se escape esta gata kothiana? —rugió Logar—. Thal, te dije que evitaras que se acercase a este perro.

—Me mordió la mano —gruñó un guerrero bastante alto al tiempo que se acercaba. Sacudió la pata velluda para que cayera una gota de sangre—. ¡Era como intentar sujetar una pantera furiosa!

—Está bien, levantadle —ordenó Logar—. Hará el resto del camino a pie.

—¡Pero está herido en la pierna! —gimió Altha—. No puede andar.

—¿Por qué no acabamos ahora mismo? —preguntó uno de los guerreros.

—¡Porque sería una muerte demasiado dulce! —gruñó Logar al tiempo que un resplandor rojizo le brillaba en los ojos inyectados en sangre. Este perro me golpeó con una piedra —cobardemente, por la espalda— y me robó el puñal. —Vi que en aquel momento lo llevaba de nuevo al cinto—. Irá hasta Thugra; una vez allí, ya llegará el momento de que lo mate. ¡Levantadle!

Me soltaron las piernas sin muchos miramientos, pero la que tenía herida por la lanza estaba tan adormecida que apenas podía mantenerme en pie, y mucho menos andar. Me obligaron a avanzar dándome patadas y puñetazos, empujándome con la punta de sus lanzas y espadas, entre los sollozos de Altha, dominada por un impotente furor. Finalmente, se fue hacia Logar.

—¡Eres un mentiroso y un cobarde! —le aulló—. No te golpeó con una piedra... sino con los puños desnudos, como sabe todo el mundo, aunque tus despreciables esclavos no se atrevan a decirlo abiertamente...

El nudoso puño de Logar se estrelló en la mandíbula de Altha, lanzándola hacia atrás y haciéndola caer al suelo una decena de pasos más allá. Se quedó tendida, inmóvil. Un reguero de sangre manaba de su boca. Logar emitió un gruñido de feroz satisfacción, pero sus guerreros guardaron silencio. El castigo corporal, moderado, no era una práctica desconocida entre los guras, pero una brutalidad tan excesiva y gratuita era repugnante para cualquier guerrero que tuviera el más mínimo código de honor. Por ello, los bravos de Logar se irritaron, sin que, no obstante, protestasen de viva voz.

En cuanto a mí, fui momentáneamente cegado por la locura escarlata del furor que se desbordaba en mi interior. Lanzando un gruñido sanguinario, me liberé con una sacudida brutal, haciendo perder el equilibrio a los dos hombres que me sujetaban; los tres caímos por tierra. Los otros thugranos nos separaron y nos levantaron, alegrándose por poder traspasar a mi cuerpo su cólera frustrada, tarea que cumplieron alegremente con los pies y los pomos de las espadas. Pero yo no sentía los golpes que llovían sobre mi. El mundo era algo rojo que se bamboleaba frente a mí; había perdido la facultad del habla. Sólo podía lanzar gruñidos bestiales al tiempo que me debatía y tiraba salvajemente de las ataduras que me aprisionaban. No tardé en quedar tendido en el suelo, agotado. Mis captores me obligaron a levantar y empezaron a golpearme para hacerme andar.

—Podéis pegarme hasta que muera —rugí cuando por fin encontré la voz—, pero no me moveré hasta que uno de vosotros se ocupe de la joven.

—Esa gata está muerta —gruñó Logar.

—¡Mientes, perro! —escupí con furor—. ¡Cerdo miserable! ¡Cobarde! ¡No podrías dar un golpe lo suficientemente fuerte como para matar a un niño!

Logar empezó a lanzar incoherentes bufidos, loco de rabia, pero uno de sus guerreros —uno de los que me habían machacado a puñetazos y que estaba aún sofocado— se acercó a Altha, que aún daba signos de vida.

—¡Déjala! —rugió Logar.

—¡Vete al diablo! —gruñó el guerrero—. No me gusta más que a ti, pero si el hecho de llevarla con nosotros decide a ese demonio sin pelos a echar a andar por su cuenta, la llevaré, aunque tenga que hacerlo en mis brazos. ¡No es un ser humano; le he dado tantos puñetazos que creía que estaba a punto de morirme de agotamiento, pero está en mejor estado que yo!

De aquel modo, Altha, poco segura una vez en pie, nos acompañó cuando volvimos a ponernos en marcha hacia Thugra.

* * *

Estuvimos en ruta durante varios días. Caminar era un suplicio para mí a causa de mi pierna herida. Altha persuadió a los guerreros para que la dejaran vendarme las heridas; sin ella, con toda seguridad, habría muerto. Mi cuerpo presentaba llagas en muchas partes —las heridas recibidas durante el combate de las ruinas encantadas—, y me sentía dolorido y contusionado de la cabeza a los pies por el castigo infligido por los thugranos. Me daban el agua y comida justas para poder mantenerme con vida. Y así, atontado, agotado, torturado por la sed y por el hambre, destrozado, caminé por las onduladas llanuras sin fin. Fui feliz el día en que vi las murallas de Thugra alzarse en la lejanía, aunque significasen que mi fin estaba próximo. Altha no había sido maltratada durante la marcha, pero la impidieron que me prestase ayuda y consuelo: sólo la permitieron vendarme las heridas. Todas las noches, al despertarme del sueño casi bestial del agotamiento extremo, la oía sollozar. Conservo ese recuerdo especialmente —en el seno de las confusas y caóticas impresiones de aquel viaje terrible—: Altha sollozando en la noche, dominada por la soledad y la desesperación, perdida en la inmensidad de un mundo entregado a las gimientes tinieblas.

Y así llegamos a Thugra. La ciudad era casi una réplica de Koth... las mismas puertas inmensas flanqueadas por torres, las mismas ingentes murallas de piedra verde y rugosa. Y los habitantes eran parecidos a los kothianos en muchos aspectos. Pero descubrí que su régimen político era una monarquía absoluta. Logar era un déspota primitivo, y su voluntad era la ley. Era cruel, implacable, libidinoso y arrogante. Sin embargo, debo reconocerle una cosa: mantenía su autoridad gracias a la fuerza y valor de su persona. En tres ocasiones, durante mi cautiverio en Thugra, le vi matar a un guerrero rebelde en combate singular —en una ocasión se enfrentó con las manos desnudas a la espada de su adversario. Pese a sus defectos, admiraba la fuerza de aquel hombre de energía impetuosa, activa e implacable, que reprimía toda oposición con la brutalidad. Parecía un viento tormentoso que doblase ante sí lo que se hallara a su paso.

Poseedor de una increíble vitalidad, estaba orgulloso en extremo de sus proezas físicas; pienso que era aquello lo que explicaba su personalidad superior. Por ello me tenía un odio tan feroz. Por ello había mentido a su pueblo diciendo que le había golpeado con una piedra. Por ello, en fin, se negaba a enfrentarse a mí en combate singular y demostrar sus palabras. En su corazón se ocultaba el miedo... no miedo a cualquier tipo de mal corporal que pudiera causarle, sino miedo a que de nuevo le dominase y le ridiculizase ante su pueblo. La vanidad era lo que hacia de Logar un bruto implacable.

Me encerraron en un calabozo y me encadenaron al muro. Logar venía todos los días para burlarse de mi y asediarme con sus injurias. Manifiestamente, deseaba agotar todas las formas de tortura mental antes de empezar con la física. Ignoraba lo que había sido de Altha. No la había vuelto a ver desde que llegamos a Thugra. Logar afirmaba que la había llevado a su palacio. Me describió con gran lujo de detalle las indignidades lúbricas que la hacía sufrir —al menos, se vanagloriaba de ello—. Yo no me creía nada porque sentía que, lo más verosímil, era que la hubiese llevado a mi misma celda para torturarla ante mis ojos. Pero el furor en que me sumergían sus obscenos relatos no habría podido ser más violento ni aun en el caso de que las escenas que pintaba se hubieran desarrollado allí mismo.

Resultaba agradable ver que los thugranos no parecían aprobar la actitud de Logar, pues no eran peores que otros guras, y todos los guras poseen, como raza, una decencia innata ante las mujeres. Pero el poder de Logar era tan absoluto que nadie se atrevía a protestar. Sin embargo, el guerrero que me llevaba la comida me dijo que Altha había desaparecido, muy poco después de nuestra llegada a Thugra. Logar la había hecho buscar, pero los hombres eran incapaces de encontrarla. Aparentemente, o bien había conseguido escapar de Thugra, o se ocultaba en alguna parte de la ciudad.

Y los días pasaron lentamente.