CAPITULO II

EL ALBA ME ENCONTRÓ caminando por la llanura. Dirigirse tan resuelta y abiertamente a la ciudad —que quizá estaba llena de seres hostiles— será considerado por alguno como un signo inequívoco de locura, pero había aprendido a correr los riesgos más insensatos, y la curiosidad me devoraba; y, sobre todo, estaba ya cansado de llevar una vida tan solitaria.

Cuanto más me acercaba, más se destacaban los detalles de la ciudad. Parecía más una fortaleza que una villa; las murallas, y las torres que se alzaban por detrás y por encima de ellas, estaban aparentemente construidas con enormes bloques de piedra verdosa groseramente tallados. No se había hecho ningún esfuerzo para igualarlos, alisarlos o decorarlos. El conjunto daba una sensación de brutalidad y salvajismo, algo que sugería un pueblo feroz y rudo, que amontonaba piedras para protegerse de sus enemigos.

Hasta aquel momento no había visto ningún signo de sus habitantes. La ciudad podría estar vacía de habitantes humanos. Pero el largo camino que conducía hasta sus puertas macizas no tenía hierba y estaba pisoteado, como si normalmente fuese utilizado por mucha gente. No había huertos ni jardines alrededor de la ciudad: la hierba ondeaba hasta los mismos pies de la muralla. Durante el largo camino que me condujo a través de la llanura hasta las puertas de la ciudad, no vi nada que se pareciera mucho o poco a un ser humano. Pero, cuando alcancé la sombra proyectada por los portones, vi fugitivamente cabezas de negros e hirsutos cabellos desplazándose por los angostos parapetos. Me detuve y eché la cabeza hacia atrás para llamarles. El sol se acababa de alzar por encima de las torres y su brillo me dio de lleno en los ojos. En el preciso instante en que abrí la boca, sonó una fuerte detonación, como un disparo de fusil; una nube de humo blanco salió de una torre y algo me golpeó en la cabeza con un terrible impacto... y perdí el conocimiento.

Cuando volví en mí, no fue de un modo gradual, sino instantáneo, con la mente despejada. En efecto, mi poder de recuperación era inmenso. Estaba tendido en un suelo de piedra desnuda, en una amplia sala. Los muros, el techo y el suelo eran grandes losas de piedra verdosa. Desde una ventana con barrotes, muy alta en una de las Paredes, entraba la luz del sol e iluminaba la sala; salvo un banco de buen tamaño, groseramente labrado, no había muebles.

Una pesada cadena me rodeaba la cintura. Vi que la cerraba un candado bastante singular. El otro extremo de la cadena se hallaba sujeto a una gruesa argolla, encastrada en el muro. Todo lo relacionado con aquella ciudad daba sensación de macizo.

Llevándome una mano a la cabeza, me di cuenta de que me habían vendado con una tela de tacto sedoso. Tenía un fuerte dolor de cabeza. Evidentemente, el proyectil —fuera cual fuese— que me habían lanzado desde las murallas sólo me había rozado, arañándome ligeramente el cuero cabelludo y haciéndome perder el conocimiento. Me busqué el puñal; naturalmente, había desaparecido.

Juré encolerizado. Desde que me encontraba en Almuric, me aterrorizaba la idea de lo que me esperaba; pero, al menos, había estado libre hasta entonces. Pero, a partir de aquel momento, estaba en manos de Dios sabe qué criaturas. Todo lo que sabía es que los habitantes de aquella ciudad tenían intenciones hostiles. Pero mi confianza en mí mismo —excesiva— no disminuía pese a todo, y no tenía miedo. Sentía un cierto pánico que tomaba forma en mi interior —algo común a todos los seres salvajes cuando se ven encadenados y encerrados—, pero combatí contra aquella sensación. A ella la siguió una ola de furor irracional. Me levanté de un salto —la cadena era lo suficientemente larga como para permitirme aquel movimiento— y empecé a tirar de los grilletes para intentar romperlos.

* * *

Seguía ocupado con aquella tarea —la manifestación vana de un resentimiento primitivo— cuando un ligero ruido sonó a mi espalda. Me volví apresurado, tensando los músculos, dispuesto a atacar o a defenderme. Lo que vi me dejó paralizado.

Había una joven a la entrada de la habitación. Salvo los vestidos, no era en nada diferente de las mujeres que había conocido en la Tierra. Sin embargo, su esbelta silueta indicaba una agilidad superior a la de las hembras que había conocido hasta entonces. Tenía los cabellos de un negro intenso y la piel era de la blancura del alabastro. Sus miembros torneados apenas estaban disimulados por un ligero vestido, parecido a una túnica, sin mangas y muy escotada, que dejaba ver casi la totalidad de sus pechos de marfil. Llevaba la túnica ceñida a la cintura, y le llegaba hasta unos centímetros tan sólo por encima de las rodillas. Calzaba ligeras sandalias. Se la veía en una postura de atemorizada fascinación; tenía los ojos negros desmesuradamente abiertos, los labios escarlatas entreabiertos. Cuando me volví y la observé lleno de curiosidad, hizo un movimiento de retroceso y lanzó una viva exclamación de sorpresa o temor y salió precipitadamente de la habitación.

La vi desaparecer con extrañeza. Si los otros habitantes de la ciudad se parecían a ella, la impresión que daba la maciza y brutal arquitectura era tan sólo una ilusión, pues aquella joven parecía producto de una civilización apacible y refinada. Sólo su traje sugería una cierta barbarie.

Mientras reflexionaba en aquella inesperada aparición, escuché un ruido de pasos pesados, luego el de unas voces duras que discutían agriamente. Un instante más tarde, un grupo de hombres penetraba en la sala. Se detuvieron al ver que había recobrado el conocimiento y que estaba de pie. Sin dejar de pensar en la joven, les contemplé sorprendido. Pertenecían a la misma raza que los otros seres que había visto; inmensos, cubiertos de pelo, con aspecto feroz, la cabeza inclinada hacia adelante de un modo simiesco y facciones impresionantes. Noté que algunos tenían la piel más oscura, pero todos eran morenos y de aspecto terrible; la impresión de conjunto era la de salvajismo sombrío e implacable. Aquella ferocidad era algo instintivo en ellos; ardía en sus ojos de color gris hielo, se reflejaba en la mueca de sus labios peludos, gruñía en sus voces ásperas.

Todos estaban armados, y sus manos parecían buscar de un modo instintivo las empuñaduras de las armas mientras seguían contemplándome furiosamente, sacudiendo las cabezas de hirsutos cabellos.

—¡Thak! —exclamó uno de ellos... o, más bien, lo rugió, pues todos tenían la voz tan fuerte como una tempestad—. ¡Ha despertado!

—¿Creéis que podrá hablar o entender un idioma humano? —gruñó otro.

Durante todo aquel tiempo me había quedado quieto, sosteniendo sus centelleantes miradas. De nuevo me quedé estupefacto por sus palabras. Luego, me di cuenta de que no se expresaban en inglés.

La cosa era tan anormal que me impresionó. No hablaban ningún idioma de la Tierra, de aquello era consciente, y, sin embargo, les entendía con la única excepción de algunos términos que, aparentemente, no tenían un equivalente en la Tierra. No intenté explicarme aquel fenómeno de aspecto imposible y respondí al que había hablado el último.

—Puedo hablar y entenderos —gruñí—. ¿Quiénes sois? ¿Qué ciudad es ésta? ¿Por qué me atacasteis? ¿Por qué estoy encadenado?

Lanzaron unos gruñidos de sorpresa, tirándose ferozmente de los bigotes, sacudiendo la cabeza y maldiciendo con violencia.

—¡Habla, por Thak! —dijo un tercero—. ¡Os lo había advertido, viene de más allá del Cinturón!

—¡Más allá de mi culo, sí! —dijo un tercero groseramente—. ¡Es un monstruo, un maldito engendro, un degenerado de piel lisa que nunca debería haber nacido, o al que no se debería haber dejado vivir!

—Preguntémosle cómo se hizo con el puñal de Rompedor de Huesos —sugirió otro.

Al oír aquello, uno avanzó y, mirándome severa y acusadoramente, blandió un arma metida en su vaina. Reconocí mi puñal inmediatamente.

—¿Se lo robaste a Logar? —preguntó.

—¡No he robado nada! —repliqué secamente. Tenía la impresión de ser una bestia salvaje a la que los espectadores insensibles y estúpidos molestan con un bastón entre los barrotes de la jaula. Mis accesos de furor —parejos a todas las emociones de aquel salvaje planeta— no conocían freno.

—Tomé el puñal del hombre que lo llevaba en su propio cinturón, y durante un combate leal—añadí.

—¿Lo mataste? —preguntaron con incredulidad.

—No —murmuré—. Combatimos con las manos desnudas pero quiso apuñalarme. Le derribé de un puñetazo.

Un rugido saludó mis palabras. Primero creí que lanzaban gritos de rabia, pero luego comprendí que discutían entre ellos.

—¡Os digo que miente! —Aquel mugido de toro dominó el tumulto—. Sabemos que Logar el Rompedor de Huesos no es hombre que se deje vencer y robar por un hombre sin pelos y de piel lisa como éste. Ghor el Oso podría enfrentarse a Logar. ¡Pero nadie más!

—Sin embargo, tenía su puñal —hizo notar alguien. El clamor volvió a escucharse. En un instante, todos gritaban y juraban, blandiendo los velludos puños con signos amenazantes, buscando furtivamente los pomos de las espadas, intercambiando desafíos al combate y terribles insultos.

Esperaba asistir a una pelea y a una masacre general. Pero el que parecía investido de una autoridad cierta sacó la espada y empezó a golpear en el banco con la empuñadura, cubriendo con su mugido de toro las voces de todos los demás.

—¡Silencio! ¡Silencio! ¡Como uno más abra la boca, le rompo el cráneo! —Cuando el tumulto se calmó y los otros se contentaron con mirarle con odio, prosiguió, con una voz tan tranquila como si no hubiese pasado nada—: El asunto del puñal importa poco. Puede que sorprendiera a Logar mientras dormía y le atacase, o quizá se lo robó, o puede que se lo haya encontrado. ¿Somos acaso los hermanos de Logar para preocuparnos por su suerte?

Un gruñido general respondió a sus palabras. Manifiestamente, el hombre llamado Logar no era muy popular entre ellos.

—La cuestión es la siguiente: ¿qué vamos a hacer con esta criatura? Debemos reunir el consejo y tomar una decisión. Evidentemente, no es comestible.

Sonrió al decirlo; aparentemente, era una broma bastante macabra.

—Podría hacerse con su piel un cuero de muy buena calidad —sugirió otro con un tono que me dio la impresión de que bromeaba.

—Demasiado blando —protestó un tercero.

—No lo parecía cuando le trajimos —replicó el que había hablado el primero—. Parece de muelles de acero.

—¡Bah! —dijo el otro con desprecio—. Voy a demostraros lo delicada que es su carne. Observad cómo corto unas tajadas.

Sacó la daga y se acercó a mí mientras los otros observaban con vivo interés.

Durante todo aquel tiempo, mi furor no había hecho más que crecer, tanto que la habitación empezó a bambolearse ante mis ojos sumida en una bruma escarlata. En aquel instante, comprendiendo que aquel valiente tenia en verdad la intención de comprobar en mi piel el filo de su espada, me transformé en un loco furioso. Girando, agarré la cadena con las dos manos y me la enrollé alrededor de las muñecas para poder sujetarla mejor. Luego, apoyando uno de los pies en la pared, empecé a tirar de la cadena con todas mis fuerzas. Todos los músculos del cuerpo se me tensaron y anudaron como cuerdas; el sudor me corría por el cuerpo. Con un estrépito ensordecedor, la piedra cedió y la argolla de hierro saltó arrancada de la pared.

Caí a tierra y rodé sobre la espalda, a los pies de mis captores. Lanzaron unos rugidos de estupor y, acto seguido, se abalanzaron sobre mí.

* * *

Respondí a sus mugidos con un aullido estridente de placer sanguinario y, alzándome en el seno del combate, empecé a agitar los puños como si estuviera armado con martinetes. ¡Oh, fue una buena reyerta mientras duró! No intentaron apuñalarme, y se contentaron con aplastarme e inmovilizarme bajo su número. Rodamos de un lado a otro de la habitación, como una masa jadeante y furiosa, intercambiando golpes y juramentos. Todos aquellos gritos, bramidos, blasfemias e imprecaciones formaban una barabúnda de todos los diablos. En un momento dado, me careció ver fugitivamente a unas mujeres —parecidas a la que viera anteriormente— en la entrada de la habitación, pero no podría afirmarlo. Tenía firmemente apretada entre los dientes una oreja peluda, con los ojos llenos de sudor y estrellitas —después de un buen puñetazo que me habían dado en la nariz— y, con aquel racimo de cuerpos robustos que no dejaban de golpearme, mi vista no era muy buena.

Sin embargo, me las apañaba bastante bien: orejas rotas, narices machacadas, dientes rotos y volando en pedazos por los impactos de mis puños duros como el acero. Los aullidos de los heridos eran una música melodiosa para mis oídos doloridos. Pero aquella satánica cadena que me rodeaba la cintura no dejaba de hacerme tambalear y se me enrollaba alrededor de las piernas. El vendaje no tardó en serme arrancado de la cabeza; se volvió a abrir la herida en el cuero cabelludo y me vi cubierto de sangre. Ciego, tropecé y perdí el equilibrio. Jadeando y resoplando, me echaron por tierra y me inmovilizaron, atándome brazos y piernas.

Los supervivientes se apartaron y se alejaron por el suelo, donde se quedaron sentados, con actitudes de dolor y agotamiento, mientras que yo, recobrando la voz, los insultaba copiosamente. Sentí una satisfacción orgullosa al ver el espectáculo de todas aquellas narices ensangrentadas, ojos amoratados, orejas arrancadas y dientes rotos. Incluso solté una carcajada cuando uno de ellos anunció en medio de una lluvia de juramentos que tenía roto un brazo. Otro yacía por tierra, sin conocimiento, y tuvieron que reanimarle. Lo hicieron echándole encima un cubo de agua helada. Alguien —a quien no podía ver desde donde me encontraba, atado y tirado en el suelo— había ido a buscar el cubo. Tenía la idea de que se trataba de una mujer, llegada después de un rugido perentorio.

—Se le ha vuelto a abrir la herida —dijo uno de ellos señalándome con el dedo—. Se va a desangrar y a morir.

—¡Ojalá! —gruñó otro, rodando por el suelo y doblado en dos—. Me ha golpeado en el vientre. Me muero. Traedme vino.

—Si estás agonizando, no necesitas vino —respondió brutalmente el que parecía ser el jefe, escupiendo fragmentos de dientes rotos—. Ciérrale la herida, Akra.

Akra se acercó arrastrando los pies, sin demostrar mucho entusiasmo, y se inclinó sobre mí.

—No muevas la maldita cabeza —gruñó.

—¡No me toques! —gruñí—. No quiero deberte nada. ¡Te vas a enterar como me toques con tus sucias patas!

Exasperado, me plantó la mano en la cara y quiso echarme violentamente hacia atrás. Fue un error por su parte. Cerré las mandíbulas en su pulgar y apreté. Lanzó un aullido como para romperme los tímpanos, y sólo fue con ayuda de sus compañeros como consiguió liberar el dedo desgarrado. Loco de dolor, lanzaba gritos incoherentes. Bruscamente, me dio una patada que me alcanzó en la sien con una fuerza terrible. Mi cabeza, proyectada hacia atrás, golpeó violentamente contra las patas del macizo banco. Una vez más, perdí el conocimiento.

Cuando volví en mi, noté que de nuevo me habían curado y vendado la herida de la cabeza. Tenía las muñecas y tobillos con grilletes y la cadena había sido fijada a una nueva argolla, recién encastrada en la piedra, y, por las apariencias, más firmemente que la anterior. Era de noche. Por la ventana podía ver el cielo tachonado de estrellas. Una antorcha, colocada en un nicho del muro, ardía y esparcía una luz singularmente blanca. Había un hombre sentado en el banco, con los codos puestos en las rodillas y el mentón apoyado en los puños; me miraba detenidamente. En el banco, cerca de él, había una enorme bandeja de oro.

—Después de ese último golpe, pensé que no te recuperarías —dijo finalmente.

—Hace falta más que eso para acabar conmigo —gruñí—. Sois una banda de tramposos. Sin la herida y la cadena, habría podido con todos vosotros.

Mis insultos parecieron interesarle más que encolerizarle. Involuntariamente, se palpó un enorme chichón lleno de sangre que tenía en el cráneo, y me preguntó:

—¿Quién eres? ¿De dónde vienes?

—Eso no te importa —repliqué secamente.

Se encogió de hombros y, cogiendo la bandeja con una mano, sacó la daga con la otra.

—En Koth nadie se muere de hambre —declaró—. Voy a dejarte esta comida al alcance de la mano y podrás comer. Pero, te lo advierto, ¡como intentes golpearme o morderme, te apuñalo!

Me contenté con gruñir ferozmente. Se inclinó y dejó la bandeja y se apartó a toda prisa. Observé que la comida era una especie de estofado que calmaba tanto el hambre como la sed. Cuando acabé de comer, me sentí de mejor humor. Al ver que mi guardián volvía a la carga, respondí sus preguntas.

—Me llamo Esaú Cairn —le dije—. Soy americano y vengo del planeta Tierra.

Meditó aquellas palabras durante un instante, y luego me preguntó:

—¿Son regiones situadas más allá del Cinturón?

—Ignoro de lo que hablas —contesté. Sacudió la cabeza.

—Y yo; no comprendo tus palabras. Pero si no sabes lo que es el Cinturón, no puedes provenir de las regiones situadas más allá de él. Sin duda, son sólo fábulas de todos modos. Pero, ¿de dónde venías cuando te vimos acercarte por la llanura? ¿Era tuya la hoguera que vimos desde las torres la noche pasada?

—Supongo. Durante varios meses, he vivido en las colinas del oeste. Descendí a las llanuras hace algunas semanas.

Abrió los ojos desmesuradamente y me miró fijamente.

—¿En las colinas? ¿Solo y con un puñal por toda arma?

—Claro, ¿cómo si no? —pregunté.

* * *

Sacudió la cabeza como si estuviera dominado por la duda o el estupor.

—Hace algunas horas te llame mentiroso. Ahora me cuesta trabajo hacerlo.

—¿Cuál es el nombre de esta ciudad? —le pregunté

—Koth, de la tribu de los kothianos. Nuestro jefe es Khossuth el Rompedor de Cráneos. Yo soy Thab el Rápido. Me han encargado que te vigile mientras los guerreros iban al consejo.

—¿Cuál es la naturaleza de ese consejo? —me interesé.

—Deben decidir lo que se va a hacer contigo; llevan discutiéndolo desde que se puso el sol, pero todavía no han llegado a una solución.

—¿Cuál es el motivo de su desacuerdo?

—Vaya —respondió—, pues que algunos quieren que te cuelguen y otros que seas fusilado.

—Supongo que no se les habrá ocurrido la idea de dejarme marchar —pregunté con cierta amargura. Me miró heladamente.

—No seas estúpido —dijo con tono de reproche. En aquel momento, unos pasos ligeros sonaron fuera, y la joven que había visto antes entró de puntillas en la habitación. Thab la miró con desagrado.

—¿Qué vienes a hacer aquí, Altha? —preguntó.

—Sólo quería contemplar de nuevo al extranjero —respondió la joven con voz dulce y melodiosa—. Nunca he visto un hombre como él. Su piel es casi tan lisa como la mía, y no tiene pelos en el rostro. ¡Qué extraños son sus ojos! ¿De donde viene?

—Por lo que dice, ha llegado de las colinas —murmuró Thab.

A la chica se la desorbitó la mirada.

—¡Pero, salvo las bestias salvajes, nadie vive en las colinas! ¿Quizá se trate de una especie de animal? Los guerreros dicen que puede hablar y entender nuestro idioma.

—Es verdad —gruñó Thab, acariciándose delicadamente las heridas—. También rompe los cráneos de los hombres con los puños desnudos, que son más duros y pesados que mazas. ¡Vete! Es un demonio furioso. Si te atrapa, cuando haya acabado contigo, no quedarán de ti ni migajas para los buitres.

—No me acercaré a él —le aseguró—. Sin embargo, Thab, no me parece tan terrible. Mira, no me mira con cólera. ¿Qué van a hacer con él?

—La tribu decidirá —contestó—. Probablemente deberá luchar con un leopardo con las manos desnudas.

Juntó las manos en un gesto de compasión, algo que no había tenido ocasión de ver en Almuric anteriormente.

—¡Oh, Thab! ¿Por qué? No ha hecho ningún daño; ha venido solo, sin armas. Los guerreros dispararon contra él sin provocaciones... y ahora...

La miró con irritación.

—Si le dijera a tu padre que ruegas por un prisionero… —Evidentemente, no era una amenaza en vano. La joven se estremeció de temor.

—¡No le digas nada! —imploró. Luego, se contradijo—. ¡Oh, qué importa! ¡Es algo bestial! ¡Aunque mi padre me azote hasta que la sangre me chorree por las muñecas, seguiré diciendo que es bestial!

Y, con aquello, salió corriendo de la habitación.

—¿Quién es esa chica? —pregunté.

—Altha, la hija de Zal el Lancero.

—¿Y quién es Zal?

—Uno de esos a los que has maltratado tan cruelmente hace un rato.

—Me cuesta trabajo creer que esa chica pueda ser hija de un hombre así...

Como no encontraba palabras adecuadas, decidí callarme.

—¿Qué le reprochas a Altha? —preguntó—. No es diferente de las otras mujeres de la ciudad.

—¿Quieres decir que todas las mujeres son como ella y que todos los hombres son como tú?

—Pues claro... teniendo en cuenta las particularidades de cada individuo. ¿Es distinto entre tu pueblo? ¡Es decir... siempre y cuando no seas un fenómeno aislado, una excepción!

—Lo que yo sea... —empecé a decirle, sorprendido. En aquel instante, otro guerrero entró en la habitación y dijo:

—Vengo a relevarte, Thab. Los guerreros han decidido que sea Khossuth quien decida y van a esperar a su vuelta mañana por la mañana.

Thab se fue y el otro se sentó en el banco. No intenté hablar con él. La cabeza me daba vueltas —por las contradicciones que veía y oía— y sentía necesidad de dormir. No tardé en sumergirme en un sueño profundo, sin ensueños.

Sin duda, mi mente aún estaba muy afectada por todos los golpes recibidos. De otro modo, me habría despertado sobresaltado, en guardia, al sentir que algo me tocaba el cabello. De hecho, me desperté sólo en parte. Por los párpados entreabiertos pude medio ver, como en un sueño, el rostro de una joven muy cercano al mío, unos ojos negros agrandados por una fascinación temerosa, unos labios rojos entreabiertos. El perfume de su opulenta cabellera me impregnó. Tocó tímidamente mi cara y luego se apartó velozmente, lanzando una ligera exclamación, como si la aterrara la audacia de su gesto. El guardia roncaba en el banco. La antorcha se había consumido casi por completo y difundía una luz mate. Fuera, la luna ya se había ocultado. Me di cuenta vagamente de todo aquello antes de volver a quedarme dormido. Un rostro se me apareció en sueños, un rostro espléndido y brillante.