GUILLERMO SE METE A REDENTOR

En conjunto, los «Proscritos» habían pasado una mañana muy buena. Habían estado jugando a «Caníbales», juego nuevo e interesantísimo, inventado por Guillermo. El juego tuvo su origen gracias a la cocinera de la madre de Guillermo, que le había regalado una lata de sardinas. Hacía inventario en la despensa y, encontrándose con que tenía muchas más latas de sardinas de las que necesitaba y, estando de buen humor aquel día, le regaló una a Guillermo, sabiendo, por experiencia, que existían pocas cosas a las cuales Guillermo no supiese hallar aplicación.

Guillermo y sus amigos quedaron emocionados por tan inesperado regalo. Se lo llevaron al bosque e hicieron una hoguera. Para los «Proscritos», cualquier excusa era buena para hacer una hoguera. La tarea implicaba ennegrecerse mucho cara y manos, soplar, resoplar, andar a gatas y recoger suficiente leña, para alimentar todas las hogueras de una noche de San Juan. Mataron varios fuegos a fuerza de cuidados antes de lograr que uno de ellos ardiera.

Junto con la lata de sardinas habían recibido una llave y los «Proscritos» lucharon con ella por turnos.

Guillermo se retorció un dedo, Pelirrojo se hizo un corte en el pulgar y Enrique se dislocó la muñeca antes de lograr abrir la lata lo bastante para extraer trozos de sardina con ayuda de unas ramitas. El problema siguiente era cómo guisar las sardinas.

Guillermo no era muchacho que hiciese las cosas de manera corriente. Le gustaba colorido, romanticismo, aventura… El comer sardinas para desayunar, o a la hora del té, con cuchillo y tenedor de pescado, y pan, manteca, y buenos modales, resultaba tan aburrido que sólo podía merecer su desprecio. Las sardinas guisadas al aire libre, en un fuego hermoso, constituían asunto para poner en juego aquella imaginación que era uno de los dones de Guillermo.

Los «Proscritos» sabían ser colonizadores, buscadores de oro, capitanes de bandidos, cualquier cosa. Sin embargo, Guillermo, nunca satisfecho hasta haber alcanzado la perfección, pensó que debía quedar algún papel más emocionante aún que desempeñar. Y, de pronto, se le ocurrió cuál era.

—«¡Caníbales!» —exclamó.

Los «Proscritos» recibieron emocionados la idea.

En unos segundos quedó preparada la escena. Pelirrojo era el confiado viajero que cruzaba el bosque virgen, y Enrique y Douglas eran antropófagos, a las órdenes de Guillermo. Cayeron sobre el confiado viajero con salvajes alaridos y le arrastraron al fuego. Luego le ataron a un árbol y bailaron a su alrededor agitando palos. A continuación le guisaron.

La primera sardina (escogida al azar del contenido de la lata, vaciada en el pañuelo de Douglas) representó a Pelirrojo y, la lata de sardinas, mal sujeta a un palo y suspendida sobre las llamas, representaba la caldera. El propio Pelirrojo, para acentuar la verosimilitud, se ocultó tras un arbusto. Entonces devoraron a Pelirrojo, entonando cánticos salvajes.

Una vez consumida la sardina. Pelirrojo salió de su escondite y se incorporó a ellos en calidad de antropófago. A Enrique le tocó entonces hacer el papel de viajero confiado. Fue capturado, bailaron a su alrededor y se lo comieron, como a Pelirrojo. Douglas y Guillermo desempeñaron luego el papel de viajero, por turno, y el acto se fue haciendo cada vez más realista y horroroso, mediante la adición de cosas como «tomahawks», puñales, espadas y un simulacro de tortura y de quitar el cuero cabelludo o las víctimas, todo ello invención de Guillermo.

Pero cuando todos los «Proscritos» hubieron desempeñado el papel del confiado viajero (y los gemidos agónicos de Guillermo hubieron despertado la admiración y la envidia en el pecho de sus compañeros), ninguno sintió el menor deseo de repetir el número. En primer lugar, el sabor de la sardina quemada es un gusto que hay que adquirir y los «Proscritos» no habían logrado adquirirlo del todo. No obstante, les sabía mal abandonar sus respectivos papeles, que se iban haciendo más realistas por momentos. Es más, Douglas, haciendo caso omiso del todo de la sardina, estaba sentado en aquel momento encima de Enrique, simulando, realísticamente, roerle una oreja; mientras los alaridos de dolor de Enrique hubieran sido dignos de una hiena.

Fue a Guillermo a quien se le ocurrió variar el procedimiento, introduciendo un salvador. Pelirrojo había de ser una bella dama capturada por los antropófagos Enrique y Douglas; y Guillermo, un viajero que pasaba por allí, oiría sus gritos de socorro y acudiría en su ayuda.

Aparte de que Pelirrojo era incapaz de parecerse a una bella dama, la batalla de este y Guillermo contra Enrique y Douglas fue emocionante.

Enrique se llegó a entusiasmar tanto con el asunto, que se retiró detrás de un árbol con un montoncito de musgo, que fingió comer con aparente satisfacción, insistiendo (con gran indignación del interesado) en que aquello era el cuero cabelludo de Guillermo. Esta nueva versión del juego hubiera podido durar indefinidamente, de no haber oído sus voces uno de los guardabosques y, reconociendo a sus inveterados enemigos, cargó contra ellos.

Antropófagos, viajero y dama huyeron hacia la carretera con velocidad de relámpago, dejando sólo una hoguera humeante, una lata vacía, unos cuantos trozos de sardina y un guardabosques sudoroso en el lugar teatro de sus hazañas.

Al llegar a la carretera, los «Proscritos» descubrieron que era hora de comer y emprendieron el camino de regreso al pueblo, haciendo, durante todo el camino, una guerra de guerrillas entre antropófagos y viajeros, mientras Pelirrojo (que se había enamorado de su papel de bella dama en apuro) ensayaba su «¡Auxilio! ¡Socorro!», alzando más y más la voz y atiplándola hasta el punto de casi hacerla desaparecer por completo de la escala musical.

Se separaron en la encrucijada para dirigirse a sus respectivas casas. Sus papeles se habían enredado un poco ya. Douglas fingía estarse comiendo una piedra grande, que decía que era la cabeza de Guillermo, y este último se relamía los labios simulando comer un palo que juraba era el brazo de Douglas.

Pelirrojo aún gorjeaba su «¡Auxilio! ¡Socorro!» intentando resolver el difícil problema de reconciliar la agudeza que él asociaba a la voz femenina con la resonancia y sonoridad que a él le parecían parte esencial de cualquier grito de auxilio. Enrique saltaba y agitaba un bastón lanzando su grito de guerra.

* * *

Guillermo tiró el brazo de Douglas en su jardín y entró en casa. Aún se sentía bajo la influencia del juego a que se habían dedicado aquella mañana. Se había divertido como caníbal, y le había gustado mucho salvar de los antropófagos a bellas damas apuradas. Entró en el vestíbulo de la salita. Llegó a sus oídos la voz de su hermana Ethel.

—No le quiero en absoluto. Se me «obliga» a casarme con él contra mi voluntad. No tengo hacia quién volverme en busca de ayuda. Mi corazón desfallece. Me corteja con más brío cada día. Vendrá esta misma tarde y mis padres me «obligarán» a acceder a su petición. ¡Ay de mi! ¿Qué haré?

Guillermo, boquiabierto de asombro, con ojos desorbitados, subió a su cuarto. ¡«Pobre» Ethel! ¡Qué vergüenza! ¡Mira que «obligar» sus padres a la pobre Ethel a que se casara con un hombre al que no quería…! ¡Hacía falta «frescura»! ¿Por qué había de casarse Ethel con un hombre a quien no amaba?

Entre Guillermo y su hermana existía, generalmente, un estado de guerra. Pero, en aquel momento, el corazón de Guillermo estaba lleno de indignación y lástima. Se había pasado la mañana salvando a una dama en apuros, personificada en Pelirrojo, y estaba dispuesto a pasar la tarde salvando a Ethel.

—¡Vamos! —murmuró, cepillándose con furia el pelo ante el espejo—. ¡Mira que «obligarla» a casarse con una persona a la que no quiere!

Abajo, en la salita, Ethel cerró el libro y bostezó.

—Sí que es «estúpido», ¿verdad?

La señora Brown alzó la vista de su costura.

—Sí, hija, sí. Me parece que no leeremos más. Pero no tenían ninguno de los libros que yo quería, y escogí ese. Es casi hora de comer, ¿verdad?

Ethel se levantó, volvió a bostezar y salió al vestíbulo. Se encontró con Guillermo, que bajaba la escalera, y que le dirigió una mirada, mezcla de simpatía y de indignación.

—No te preocupes, Ethel —susurró, roncamente—. No te preocupes. «Yo» te ayudaré.

La joven le miró, boquiabierta; pero él siguió adelante y se metió en el comedor.

—No debemos olvidar —dijo la señora Brown, durante la comida, cuando acabó de hacer comentarios apropiados acerca del cabello, las manos, la cara y las uñas de Guillermo— que el señor Polluck viene hoy y que le dije a vuestro papá que uno de nosotros saldría a recibirle.

De nuevo tropezó la mirada de Ethel con la de Guillermo, y de nuevo le dirigió el muchacho aquella señal misteriosa.

La señora Brown la interceptó y la interpretó mal.

—¿No te encuentras bien, querido? —preguntó.

—Sí, gracias —murmuró Guillermo.


—No te preocupes, Ethel— susurró roncamente Guillermo—. Yo te ayudaré.

—A mí me pareció que tenía un aspecto extraño cuando lo encontré en el vestíbulo —confesó Ethel—. Seguramente habrá estado comiendo otra vez manzanas verdes. Ya recuerdas lo que pasó la última vez.

—No —dijo Guillermo, perdonándola noblemente por su voz exenta de simpatía y la equivocada interpretación que había dado a sus señales. Luego agregó, expresivamente—: No es «eso». ¡Oh, no!, no es «eso»… Es algo muy distinto a «manzanas verdes».

Y de nuevo miró fijamente a su hermana, que le devolvió, indiferente, la mirada. La familia Brown estaba ya acostumbrada a oír comentarios misteriosos en boca de Guillermo.

Después de comer, siguió a su madre a la sala.

—¿A qué hora viene ese señor Polluck? —preguntó, con frialdad.

Se decía que había declarado la guerra ya a sus padres, en defensa de la pobre Ethel.

—Su tren llega a las cuatro. ¡Oh! ¡eso me recuerda…! Tiene que ir alguien a esperarle. Roberto —en aquel momento acababa de entrar su hijo mayor—: ¿tienes algo que hacer esta tarde?

—Sí —se apresuró a contestar Roberto—; voy a jugar al «tennis» a casa de los Mayland y he prometido estar allí a las cuatro.

—Bueno; pero podrías pasar por la estación primero y acompañar al señor Polluck hasta aquí antes de irte, ¿eh? ¡Te lo agradecería «mucho»…!

Luego, antes de que pudiera ocurrírsele a Roberto una razón irrefutable para no ir a esperar al señor Polluck, se retiró apresuradamente a su cuarto.

—¡Ah, sí! —exclamó Roberto, con amargura, al cerrarse la puerta tras la señora Brown—. ¡Ah, sí! Ve a esperarle… y seguramente llegará el tren con retraso, y llegaré a casa de los Mayland cuando todo el mundo se habrá emparejado para jugar al «tennis»… y me tocará a mí distraer a la señora Mayland. ¡Ah, sí! ¡Eso es encantador! ¡Vaya si lo es!

Hablaba más bien para sí que para Guillermo; pero este (cuyo fértil cerebro se había trazado ya un plan), con la mayor expresión de inocencia que fue capaz de asumir y su voz más humilde, dijo:

—¿Y si yo fuera en tu lugar, Roberto? Me «gustaría» hacerte ese favor. ¿Y si fuese a esperarle y le trajese a casa? No me costaría trabajo.

Roberto le miró con desconfianza.

—¿Qué quieres? —preguntó, con brusquedad—; porque a mí no me vas a sacar ni un penique.

Guillermo pareció escandalizarse y sentirse ofendido por la interpretación que se daba a sus palabras.

—No quiero nada, Roberto —dijo, con más humildad que nunca—; sólo quiero «ayudarte». Me «gustaría» hacer eso para «ayudarte».

Roberto le miró con más desconfianza que nunca. La expresión de Guillermo —casi imbécil de puro humilde— y su inocencia no le engañaban. Conocía a su hermano demasiado bien para eso. El muchacho buscaba algo… tal vez una propina. Iría a pedirle una propina después de haber acompañado al señor Polluck. Bueno, pues no se la daría; pero… pero no había por qué prohibirle que fuese a la estación.

Roberto tenía motivos especiales para llegar temprano a casa de los Mayland. Había conocido el día anterior a la muchacha más bonita que había visto en su vida (Roberto hacía amistad con la muchacha más hermosa que había visto en su vida, una vez por semana, por término medio); pasaba unos días en casa de los Mayland y él había decidido presentarse bien temprano, para acaparar a la linda forastera. Y si tenía que ir a esperar gente a la estación y acompañarla a casa, ella. Ella, ELLA se vería acaparada por otro —probablemente por alguien que no fuese digno de ella— y él no tendría oportunidad de hablar con ella a sus anchas. Con toda seguridad, sería la mujer más bonita que hubiese visto ninguno de ellos en su vida; pero si llegaba el primero, podía acapararla y no soltarla por nadie del mundo.

—Bueno —dijo, como quien concede un gran favor—; pero, no andarás preparando ninguna de esas jugarretas tuyas, ¿eh? Porque «si no…»

Guillermo pareció de nuevo escandalizarse y ofenderse.

—Claro que no, Roberto. Sólo quiero «ayudarte».

—Bueno —contestó el otro, tras un momento de reflexión, durante el cual lo que le imponía el deber luchó, en vano, con sus deseos de acaparar a la joven más bonita que había visto en su vida—. Bueno, supongo que no se corre ningún peligro dejándote salir a su encuentro y acompañarle hasta casa… pero no digas que vas a hacerlo tú.

Roberto temía (y no sin razón) que la fama de Guillermo impidiese que fuera aceptado como sustituto, para esperar a un invitado en la estación y acompañarle hasta casa.

—No, Roberto —contestó Guillermo—. Iré tranquilamente a esperarle en la estación… nada más. Me… me gustaría hacerte un favor así, Roberto.

—Está bien —dijo Roberto; y agregó en son de aviso—: Pero cuidado con las tretas y… recuerda que si lo haces, a mí no me vas a sacar ni un «penique».

—No, Roberto —asintió Guillermo, dulcemente—. No «quiero» que me pagues por hacerte un favor tan pequeño. Sí; iré a esperar ese tren.

Se marchó, y Roberto se quedó mirando cómo se alejaba. No estaba muy «seguro» del chico. Nunca estaba uno seguro, tratándose de él. Pero… pero correría cualquier riesgo por tener la oportunidad de acaparar toda la tarde a la muchacha más bonita que había visto en su vida.

Así, olvidó a Guillermo y concentró toda la fuerza de su mente, de su alma y de su intelecto, en el problema de escoger traje para aquella tarde… qué jersey, qué chaqueta, qué zapatos y qué calcetines ponerse. Pequeñeces como estas eran las cosas que regían el destino de uno. Por ejemplo: pudieran gustarle a ellas los calcetines blancos… o parecerle cosa de petimetre. ¡Dependía tanto de ello…!

Fuera, Guillermo se reunió con sus «Proscritos».

—¿Qué vamos a hacer esta tarde? —preguntó Pelirrojo.

En el rostro de Guillermo se veía su ceñuda expresión de jefe.

—Tenemos que «trabajar» esta tarde —dijo—; tenemos que hacer planes. La pobre Ethel… la van a obligar a casarse con un hombre al que no quiere. Y viene esta tarde y la «obligan» a «receder» a su petición. Tenemos que «salvar» a Ethel y evitar que la obliguen a casarse con un hombre al que no quiere…, ¡pobre Ethel!, que la desfallece el corazón y todo eso.

—No podemos pegarnos con él… no si es persona mayor —dijo Douglas, sombrío.

Douglas era siempre algo pesimista.

—No —asintió Guillermo—; pero… pero tenemos que hacer «planes».

* * *

A las cuatro de la tarde, la visita —un hombre sin culpa, de edad madura, el único objeto de cuyo viaje era charlar un rato de negocios con el señor Brown— se apeó del tren y miró a su alrededor.

La única persona que había en la estación era un muchacho pequeño, de aspecto no muy agradable, que se acercó a él con lo que, evidentemente quería ser sonrisa de bienvenida. Era Douglas.

—¿Es usted el señor Polluck? —preguntó.

—Sí, niño.

La expresión del muchacho tenía algo extraño…, algo que no gustó al señor Polluck.

—He venido de parte de los Brown a recibirle y acompañarle allí —dijo el niño.

—Ah, muchísimas gracias —dijo el señor Polluck.

Echó a andar en compañía del niño, sin desconfiar, en dirección contraria a la que debía seguir para llegar a casa de los Brown. Habló de cosas que creyó de interés para un niño: de la vida del colegio, de las lecciones, de los maestros, de lo bien que lo pasaban los muchachos modernos en comparación con la forma en que lo pasaban en sus tiempos.

Halló al extraño muchacho, taciturno, por añadidura. Empezó a encontrar el paseo algo largo. Se le ocurrió pensar que podían haber enviado alguna clase de vehículo a su encuentro. Nunca supuso que los Brown vivieran tan lejos. No tenía costumbre de andar. Volviendo la cabeza, comprobó que habían dejado ya el pueblo muy atrás. Brown debía de vivir lejos de toda habitación humana.

—¿Queda mucho aún? —jadeó.

El muchacho se detuvo y señaló hacia arriba.

—No puede usted equivocarse ya —dijo—. Es la casa de la cima de la colina. Perdone que le deje.

Y entonces pareció desaparecer como si se le hubiera tragado la tierra.

El señor Polluck miró a su alrededor, desanimado. La casa parecía hallarse inaccesible allá arriba. Sin embargo, la estación parecía encontrarse no menos inaccesible, allá abajo. Tras un corto descanso para recobrar el aliento y para que se le secara el sudor, decidió que era menos trabajoso llegar a la cima que bajar a la estación. Además, no quería renunciar a su charla de negocios con Brown.

Por lo tanto, con una determinación inquebrantable, reanudó la marcha, soplando, resoplando y jadeando, cuesta arriba.

Douglas, entretanto, se reunió con los «Proscritos» que le aguardaban cerca de la estación.

—Le he mandado a la casa vacía que hay en la cima de la colina —explicó—. Apuesto que se volverá inmediatamente a su casa después de eso.

Pero no conocían a su hombre. Permanecieron allí cosa de media hora, jugando a las bolas, y, al cabo de dicho tiempo, vieron al señor Polluck, cansado, con los pies doloridos, sin aliento, que descendía la colina y avanzaba por la carretera hacia la estación.

Cerca de la estación, sin embargo, se detuvo y miró a su alrededor, como si buscara a alguien a quien interrogar. De pronto apareció un niño delante de él, un niño de cabello rubio y erizado y una cara muy redonda. Era Pelirrojo. El señor Polluck pensó que, a pesar de su aspecto, parecía un niño bondadoso y dispuesto a hacer un favor.

—Perdona, hijo —dijo—: ¿puedes decirme dónde vive el señor Brown? Me han dirigido mal y me he alejado mucho del camino.

Pelirrojo sonrió animadamente.

—Claro que sí. Conozco la casa. ¿Quiere que le acompañe? Hay un atajo por aquí.

El señor Polluck le miró, animado.

—¡Te lo agradecería mucho, hijo mío…!

Pelirrojo echó a andar a buen paso. El señor Polluck no intentó aquella vez animar el paseo con conversación. Caminaba algo despacio y en silencio absoluto.

Descendieron la colina en dirección al valle. El atajo parecía comprender varios campos arados e innumerables puertecillas que saltar, e innumerables vacas (que aterraban al señor Polluck).

—Resulta algo lejos, ¿no? —gimió el infeliz.

—Descansemos un poco, ¿quiere? —propuso Pelirrojo, bondadoso.

Se sentaron encima de un montón de piedras al lado del camino y el señor Polluck se tapó la cara con las manos. Cuando volvió a destapársela, su compañero había desaparecido. Miró a su alrededor. Se echaba ya encima el crepúsculo. Estaba solo, solo en una región infestada de vacas, en un valle profundo, lejos de toda habitación humana.

Entretanto, Pelirrojo se reunía con sus amigos, junto a la estación.

—Apuesto a que estará dispuesto a volverse a su casa «ahora» —dijo, con satisfacción.

Pero demostraron no conocer al señor Polluck.

Dolorido, cansado, cubierto de polvo, agitado; pero pertinaz como él solo, el buen hombre subió del valle y miró a su alrededor, como si pensara volver a preguntar el camino.

Aquella vez fue Enrique quien apareció, sonriente, ante él, con expresión que parecía decir que estaba dispuesto a dirigir a cualquiera a cualquier sitio.

Pero el señor Polluck ya estaba más que harto de niños. Hizo como si no viera a Enrique, ni se fijase en su sonrisa y paró a un obrero que ni sonreía ni parecía dispuesto a dirigir a nadie. Pero el obrero le dirigió —y bien— a la casa de los Brown y, haciendo como si no existiera Enrique, el cansado pero resuelto señor Polluck se encaminó hacia donde le habían indicado.

Reinó la consternación entre los «Proscritos». Celebraron consejo apresuradamente.

—Tenemos que impedir que vaya —dijo Guillermo—. No tenemos más «remedio». Si llega, Ethel se verá «obligada» a casarse con él, como dijo.

—Bueno, pues es inútil que le diga «yo» nada —dijo Douglas.

Tenía el convencimiento de que si se presentaba otra vez ante el buen señor, este le estrangularía.

—Ni yo tampoco —aseguró Pelirrojo.

—Y a mí no quiere hacerme caso —murmuró Enrique, plañidero.

—Bueno, pues entonces tendré que hacer algo «yo» —dijo Guillermo, que se había reservado para dar el golpe de gracia, si era necesario.

* * *

El señor Polluck caminaba lenta y dolorosamente —pero con el corazón más alegre— por la calle a cuyo extremo se hallaba la casa del señor Brown. No cabía la menor duda de que por fin se hallaba camino de dicha casa. Había preguntado dos veces más, desde que dejó al obrero, y estaba seguro de que no le habían engañado otra vez.

De pronto, un niño pareció surgir de la tierra a sus pies. El señor Polluck, que odiaba en aquel momento a todos los niños con un odio comparable sólo al de Herodes, hizo ademán de seguir adelante sin mirarle. Pero Guillermo, quitándose la gorra y diciendo: «Usted perdone», se plantó delante de él.

—¿Qué quieres? —preguntó el señor Polluck.

—Soy Guillermo Brown —dijo el niño.

El señor Polluck le miró con expresión más dulce.

—¿El hijo del señor Brown?

—Sí.

—Vive al final de esta calle, ¿verdad?

—Sí, claro —contestó Guillermo—; pero…, pero más vale que no vaya usted… hoy no, por lo menos.

—¿Por qué no? —preguntó, intrigado, el forastero.

—Porque Ethel…

—¿Ethel?

—Sí, Ethel… mi hermana. Ha muerto.

—¡Santo Dios! —exclamó el pobre señor Polluck.

—Sí; acaba de morir —prosiguió el niño, mirándole con gesto severo y acusador—. Murió de corazón desfallecido. Ocurrió porque quisieron «obligarla» a casarse con un hombre a quien ella no quería.

—¡Sa… santo Di… os! —tartamudeó el señor Polluck.

Su consternación y asombro se le antojaban a Guillermo remordimiento y culpabilidad.

—Sí —murmuró—; supongo que lo siente usted.

En aquel momento apareció el señor Brown en la calle.

—¡Ah! ¿Estás ahí? —le dijo al señor Polluck—. Salí a ver si te encontraba. No comprendía qué podía haberte ocurrido. Supongo que perderías el tren.

El señor Polluck le estrechó la mano.

—Chico —dijo, con voz entrecortada—, debiste haberme dicho que no viniese… No sabes cuánto lo siento… Acabo de enterarme de… de la terrible pérdida que habéis tenido que lamentar.

—¡Pérdida! —exclamó el señor Brown.

—Sí; la… la muerte de tu hija. Te aseguro que no hubiese venido de haberlo sabido… Te aseguro… te doy mi más sentido pésame…

—¿La… la mu… muerte de mi hija?

—Sí; tu hijo pequeño me lo estaba contando… No «puedo» expresar… cuán profundamente lo siento.

Ambos miraron a su alrededor, buscando a Guillermo; pero este había desaparecido.

El niño se había apresurado a entrar en casa para advertir secretamente a Ethel que había llegado su pretendiente.

Encontró a Ethel en la sala, acompañada de su madre.

—Bien; puede que haya perdido el tren —decía la señora Brown—; pero yo creo que debía haber telefoneado. Es una falta de consideración.


—Murió porque quisieron obligarla a casarse con un hombre a quien no quería.


—¡Santo Dios!— exclamó el señor Polluck.

Guillermo, que se hallaba de pie al lado de la mesa, acertó a dirigir una mirada al libro abierto que había sobre ella. Su mirada tropezó con las frases: «No le quiero en absoluto. Se me obliga a casarme con él contra mi voluntad. No tengo hacia quién volverme en busca de ayuda. Mi corazón desfallece. Me corteja con más bríos cada día. Vendrá esta misma tarde y mis padres me obligarán a acceder a su petición. ¡Ay de mí! ¿Qué haré?»

Se quedó boquiabierto.

—Oye —exclamó, roncamente—: yo… Ethel, me pareció oírte «decir» esto esta mañana.

—Es muy posible —contestó la joven—. Se lo estaba leyendo en alta voz a mamá, porque había perdido los lentes.

Guillermo parpadeó.

—Entonces… entonces… ¿para qué venía ese señor Polluck?

—Pues a charlar un rato con papá acerca de negocios. ¡Ah…! ¡Aquí están!

Oyeron abrirse la puerta principal y las voces del señor Polluck y del señor Brown sonaron en el vestíbulo. El señor Polluck estaba diciendo:

—Fueron cuatro niños en total. El primero me llevó colina arriba; el segundo, al fondo del valle; y, el último… el hijo de usted, dijo que su hija había muerto. Dijo: «Ethel ha muerto… acaba de morirse», bien claro.

—¿Dónde vas, Guillermo? —preguntó la señora Brown, que, siendo un poco sorda, no había oído nada.

Pero Guillermo ya estaba lejos.

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