GUILLERMO Y LOS ANTIGUOS ROMANOS
Guillermo, Douglas, Enrique y Pelirrojo, conocidos bajo el nombre de los «Proscritos», regresaban juntos del colegio. Reinaba gran excitación en el pueblo. Una Sociedad Arqueológica auténtica estaba haciendo excavaciones en el valle y había descubierto verdaderos restos de una legítima quinta romana. Los «Proscritos» habían decidido observar los trabajos de excavación. Douglas y Enrique estaban emocionados por los relatos que habían oído. Guillermo y Pelirrojo se mostraban incrédulos y algo desdeñosos.
—Y están encontrando pedazos de cacharro y cosas por el estilo —dijo Enrique.
—De poco sirven si están rotos —murmuró Guillermo.
—Sí; pero apuesto a que los vuelven a pegar con cola.
—A los cacharros, cuando están pegados con cola, se les sale el agua —dijo Guillermo, con infinito sarcasmo—. Lo sé porque lo he probado. Sea como fuere, no veo yo de qué sirve encontrar cacharros rotos. Yo «podría» darles la mar de cacharros rotos, que sacaría por la basura, si eso es todo lo que quieren.
Nuestra criada siempre está rompiendo cacharros. Esa sí que hubiera resultado una romana antigua excelente. A mí me parece que los romanos no deben de haber sido gran cosa, a pesar del bombo que se les da, cuando se pasaron la vida rompiendo cacharros.
—«No» se pasaron la vida rompiendo cacharros —exclamó Enrique, exasperado—. Los cacharros sólo se rompieron al ser enterrados.
—Bueno —contestó Guillermo, con voz de triunfo—: ¡mira que enterrar cacharros…! Casi es tan estúpido como romperlos. Eso de que una raza de hombres, como dicen que eran los antiguos romanos, se pasara la vida enterrando «cacharros»… Siempre me ha parecido que había algo raro en eso de los romanos. Para empezar, su idioma ya es para escamarle a uno… «hic, hoec, hoc» y cosas por el estilo… ¡mira que «hablar» así…! y luego, nos piden que los consideremos grandes, cuando lo único que han hecho ha sido enterrar pedazos de cacharro… A «mí» no me han gustado «nunca». Prefiero un pirata o un piel roja, ¡ea!
Enrique se dio cuenta de que la elocuencia de Guillermo le llevaba, como de costumbre, lejos del asunto que trataban.
—Bueno, pues están encontrando dinero también —dijo, defendiendo con firmeza la fama de la raza desaparecida.
—¿Dinero «de verdad»? —inquirió Guillermo, con interés—. ¿Dinero que puede uno gastar?
—No —contestó Enrique, irritado—: dinero «romano», naturalmente… Lo están encontrando por todas partes.
—¡Hay que ver! —exclamó Guillermo, con desdén—. ¡Romper cacharros y tirar por todas partes dinero que nadie puede gastar!
Pero acompañó a los otros a ver las excavaciones. No se les permitió acercarse mucho; pero, desde la cuerda que rodeaba el punto escogido para lugar de operaciones, les era posible ver bastante bien. Unos trabajadores cavaban en una trinchera, inclinándose de vez en cuando para recoger trozos de loza o monedas, que echaban fuera, a un montón. Un hombrecillo viejo, con barba y gafas, paseaba arriba y abajo, inspeccionando, ocasionalmente, las pilas de monedas y loza, y dando instrucciones a los trabajadores.
Los «Proscritos» contemplaron todo aquello en silencio durante un rato; luego empezaron a aburrirse. A los «Proscritos» no les gustaba aburrirse.
—Apuesto —dijo Guillermo, sacando lentamente un tirador del bolsillo—; apuesto a que podría hacer saltar todas esas monedas de un solo chinazo.
Cogió un guijarro del suelo y apuntó. No dio a las monedas, pero en cambio alcanzó al viejecito en los riñones. El hombrecillo lanzó un grito, alzó los brazos y cayó de cabeza en la trinchera. Los «Proscritos» huyeron precipitadamente del teatro de su crimen, sin detenerse a respirar, hasta encontrarse dentro del cobertizo.
—Supongo que le habrás matado —dijo Douglas, el pesimista—. Ahora nos ahorcarán a todos por culpa tuya.
—No —contestó Pelirrojo, el optimista—; le vi moverse después.
—Bueno; pero escribirá a nuestros padres y habrá la mar de jaleo —gruñó Douglas.
—Tienen la culpa esos malditos romanos —murmuró Guillermo, sombrío—. Nunca me gustaron, si queréis que os diga la verdad. ¿Qué otra gente en el mundo tiene un idioma como «hic, hoec, hoc», vamos a ver?
* * *
La tarde siguiente era fiesta y era evidente que la mayor parte de los colegiales irían a ver las excavaciones.
Benson, el pequeño, tenía grandes esperanzas de ver sacar enterito y disecado al soldado romano que figura en la ilustración de la historia de César IV. Smith opinaba que, con algo de suerte, tal vez encontraran un águila romana. Su hermano menor les acompañó bajo la impresión de que el fantasma de Julio César surgiría de la tierra, a una señal convenida. A los «Proscritos» también les hubiese gustado contemplar las excavaciones. Era un día caluroso, y tiene cierto encanto eso de ponerse a la sombra y mirar cómo cavan los hombres bajo los ardientes rayos del sol.
Pero los «Proscritos» no se atrevían a acercarse al lugar. Douglas estaba seguro de que el hombrecillo de cabello cano habría muerto, a pesar de haberle asegurado Pelirrojo que le había visto «moverse, después». Habíase decidido que todos los «Proscritos», por compañerismo, debían compartir la suerte del asesino, y el pobre Douglas estaba ya componiendo, mentalmente, emocionantes mensajes de despedida a su familia. Pero tanto si el viejo había muerto como si no, lo más probable era que sus empleados hubiesen visto y tomado buena nota de quiénes fueron los perpetradores del atentado. Por lo tanto, no era prudente hacer una segunda visita.
Sin embargo, tan cargada estaba la atmósfera de quintas romanas y excavaciones, que jugar a piratas o a pielrojas resultaba insulso y anticuado en comparación.
Entonces, Guillermo tuvo una de sus grandes ideas.
—Encontremos una quinta romana por nuestra cuenta. Apuesto a que podemos desenterrar una que, por lo menos, valga tanto como esa birria.
El decaimiento desapareció. Los «Proscritos» tenían una fe verdaderamente patética en Guillermo; fe que innumerables desgracias habían sido incapaces de destruir.
Reunieron cuantos instrumentos de agricultura encontraron o pudieron sacar, sin ser vistos, de sus respectivos jardines. Guillermo consiguió una azada de verdad. Les llevaba ventaja a sus compañeros, porque sabía que el jardinero se había marchado a su casa y que su familia estaba ausente, de manera que cargó con la herramienta más grande que pudo encontrar. La cocinera le vio y dirigióle toda suerte de improperios. Pero Guillermo no temía a la cocinera. Partió, azada al hombro, devolviendo los insultos con creces, sin dejar de andar.
Pelirrojo consiguió una paleta de jardinero. Se la había escondido a las propias barbas del jardinero.
Douglas aportó una horquilla enorme y de gran utilidad. Enrique compareció con la pala de madera de su hermanita.
Enrique había encontrado al jardinero trabajando en el cobertizo. Este jardinero era un hombre alto y forzudo, con el que había que andar con mucho cuidado. Anduvo merodeando el muchacho por los alrededores con la esperanza de que se marchase el jardinero. Le había dicho, como si no diese importancia a la cosa, que su mujer, aquella mañana, tenía aspecto de estar enfermísima. Con gran desencanto de Enrique, el hombre no corrió inmediatamente a su casa. Por el contrario, la noticia no pareció afectarle en absoluto. Tras suplicarle humildemente que le prestara la azada grande «unos minutos nada más», el muchacho se había alejado.
Había seleccionado y cogido ya el más grande de los hierros de atizar el fuego, cuando su madre le pilló en el momento de ir a salir y le ordenó que volviese a dejarlo en su sitio. Obedeció, murmurando mansamente que «sólo lo estaba mirando». Luego subió al cuarto de jugar de su hermanita y, hallándola sola, le quitó la pala de madera y corrió escaleras abajo, antes de que los aullidos de rabia de la niña llamaran la atención de toda la casa. Estaba orgulloso de haber conseguido su objeto; pero no se le ocultaba que, comparada a la de los otros, su hazaña no parecía muy de hombres. Sin embargo, se adelantó a todo comentario burlón, afirmando en cuanto llegó que se pegaría con el primero que se atreviera a reírse de él. Conque los excavadores, que no querían perder el tiempo peleando con Enrique (cosa que podían hacer cuando les viniese en gana), se abstuvieron de mirar la palita con mayor frecuencia de lo que fuera absolutamente necesario.
Salieron del cobertizo que hacía las veces de cuartel general de los «Proscritos» con sus instrumentos al hombro, salvo Enrique, cuya palita colgaba, sin ostentación, a su costado.
Fue Guillermo quien escogió el emplazamiento de su quinta romana, allá en el valle, no muy lejos del lugar en que trabajaba el viejecito, cerca de la carretera. Había un trozo de terreno arado y allí fue donde iniciaron sus operaciones los «Proscritos».
Pelirrojo, Enrique y Douglas se pusieron a trabajar con energía en la blanda tierra. Guillermo paseaba arriba y abajo junto a ellos, al estilo del caballero de canosa cabeza, examinando, con fruncido entrecejo y aire de sabiduría las piedras que echaban fuera, como si fuesen descubrimientos de importancia. Guillermo había llevado consigo seis monedas de medio penique, las cuales, habiendo sido previamente enterradas, fueron descubiertas paulatinamente por los excavadores. También había llevado trozos de cacharro. Para conseguirlos había roto, deliberadamente, dos tiestos.
Toda esta pantomima se distinguía claramente desde el lugar en que se llevaban a cabo las verdaderas excavaciones. Allí resultaban las cosas algo aburridas. Los espectadores estaban separados, por una cuerda, a una distancia bastante grande del teatro de acción. Y no se habían encontrado monedas desde el día anterior y sólo muy pocos trozos de loza.
El público —colegiales en su mayoría— se estaba aburriendo de lo lindo. Empezó a dirigir miradas curiosas hacia donde Guillermo, paseando de un lado a otro, daba órdenes a su trío de sudorosos trabajadores. Un grupo compuesto de tres colegiales destacóse y marchó, lentamente, hacia el campo de acción de Guillermo. Este los vio y enterró apresuradamente las seis monedas y los trozos de tiesto. Se animó enormemente. Le encantaba tener espectadores.
—¡Muy bien, muchachos! —exclamó, con voz sonora y alegre—. ¡Cavad ahí! ¡Velay! ¡Duro ahí! ¡Cavad!
Pelirrojo desenterró un trozo de tiesto. Guillermo lo cogió y lo examinó atentamente.
—Esto, señoras y caballeros —dijo con énfasis—, es parte de una tetera romana; seguramente de la misma que usaba el rey Julio César cuando estuvo en Inglaterra.
—Julio César no era rey —objetó uno de los espectadores.
—«Usted» perdone —replicó Guillermo, con infinita cortesía—: Julio César era una de las siete colinas… de los siete reyes, quiero decir… de Roma, y, si no crees que lo fuera, ven a pegarte conmigo, a ver cuál de los dos tiene razón.
El espectador miró a Guillermo. Ya se había pegado con él en otras ocasiones.
—Bueno —contestó, pacíficamente—; era rey si tú quieres.
Pelirrojo desenterró una moneda de medio penique. Guillermo la cogió, le quitó el barro con su pañuelo (ello no hizo cambiar apreciablemente de color al mismo) y fingió examinarla con interés.
—Señoras y caballeros —dijo—: esto… ¡hombre…! ¡pues «sí» que lo es!
Los espectadores se quedaron boquiabiertos, llenos de curiosidad, pendientes de las palabras del muchacho.
—Sí; creo que «sí» que lo es —repitió Guillermo.
Sabía cómo despertar el interés de un público.
—¡Lo es!, estoy «completamente» seguro.
—¿Qué? —preguntó un muchacho.
—Ten la bondad de no interrumpir —contestó Guillermo, con severidad—. Señoras y caballeros; esta moneda es una de las que usó Balbus para comprar el material que empleó para construir su muralla.
—¿En qué se conoce?
—«Tú» no lo conocerías —dijo Guillermo, condescendiente—; «tú» no lo conocerías, aunque estuvieses mirándola todo el día; pero yo lo conozco porque entiendo de esas cosas. ¿Para qué crees que andaría excavando aquí, si no entendiese de esas cosas? Ese viejo de allá «cree» estar donde vivían los romanos; pero no es verdad. Es aquí donde estaban los antiguos romanos… donde estoy yo.
Poco a poco, los demás espectadores se habían ido marchando del lugar en que trabajaba el arqueólogo, para agruparse en torno a Guillermo. Acababa de descubrirse la quinta moneda y Guillermo la enseñaba, cubierta de barro, para que quedasen admirados los espectadores.
—Esta moneda, señoras y caballeros —declamó—, es de mucho valor. Es de mucho más valor que «cualquiera» de las que ha encontrado «él» (señaló, con un movimiento de cabeza, al arqueólogo, que ya había quedado completamente abandonado). Él sólo está encontrando cosas muy corrientes. Esta moneda es la moneda romana de más valor que se ha encontrado. Es parte de lo que el parlamento romano daba al rey romano para sus gastos, igual que el parlamento da hoy día al rey para que gaste, como dijo el señor Bunker, en la clase de historia.
—Esto, señoras y caballeros —prosiguió—, es de la parte de arriba de la muralla que hizo Balbus.
Esta noticia fue recibida con una ovación por parte de los colegiales, que tenían que pasarse las horas de clase de latín traduciendo la hazaña de Balbus a su idioma nativo.
Pero a Guillermo le pareció que la inminencia de la hora del té y la escasez de material a su disposición exigiría que se suspendieran, momentáneamente, los trabajos.
—Señoras y caballeros —dijo—: este espectáculo se cerrará durante la hora del té. Estas… (se interrumpió, mientras intentaba atrapar, mentalmente, la palabra «excavaciones»). Estas execraciones —acabó diciendo— empezarán otra vez a las seis en punto.
Los espectadores se dispersaron. El viejecito —un tal profesor Porson— que estaba encargado de las excavaciones miraba hacia ellos con curiosidad. Cuando, al fin, se hubieron marchado Guillermo y sus amigos, se acercó al agujero que habían dejado y lo examinó; pero, no hallando cosa alguna de interés, volvió al suyo.
Guillermo no pasó ocioso el tiempo que precedió a la reapertura de las excavaciones. Hubiera podido vérsele a él y a los demás «Proscritos» transportando cestos llenos de objetos variados que ocultaron en el agujero abierto en el sembrado. Tenían poco tiempo, y la presencia de una familia desconfiada en sus respectivos hogares les proporcionaba muy pocas oportunidades para coleccionar muchos «descubrimientos» de interés; pero hicieron lo que pudieron. En el intervalo, Guillermo halló ocasión para echar una rápida ojeada a su libro de historia romana. A las seis en punto se reunió un público numeroso en torno a las «excavaciones» y Guillermo inició el trabajo.
Pelirrojo empezó desenterrando una lata de sardinas que entregó a Guillermo. Este le quitó el barro con su pañuelo; luego fingió examinarla con atención. Esta pantomima había ganado enormemente en fuerza dramática desde la vez anterior. Se caló unas gafas azules que el médico había ordenado a la madre de Pelirrojo que usase en cierta ocasión y de las que el hijo se había apropiado. Guillermo se acercó la lata de sardinas a las gafas, lanzando exclamaciones de interés y de sorpresa a medida que la examinaba. Los espectadores miraban con el aliento contenido.
—¡Hombre! —exclamó, por fin—. ¡Si esta es la lata en que el lobo romano bebía…!
—¿Qué lobo? —preguntó un chico pequeño.
Guillermo le miró, horrorizado, a través de las gafas.
—¿Es posible —exclamó— que nunca hayas oído hablar del lobo romano que «mamó» a «Romo y Remo»?
Podemos aprovechar aquí la ocasión para decir que lo único que sabía Guillermo del asunto era lo que había leído, apresuradamente, en su Historia Romana Ilustrada, a la hora del té.
—¿Quiénes eran «esos»? —inquirió testarudo, el ignorante pequeño.
—¡Cielos! —exclamó Guillermo, en tono que expresaba horror y sorpresa ante la revelación de tan profunda ignorancia—. ¡Mira que no conocer a «Romo» y Remo! «Romo» y Remo eran… pues eran… pues dos romanos. Y salieron de paseo por el bosque y se encontraron un lobo, y… y les mamó.
—¿Por qué los mamó? —preguntó el pequeño.
—Los lobos no maman a nadie —intercaló uno de los espectadores de primera fila—. Estás pensando en los osos, que abrazan a la gente.
—«No, señor» —contestó, combativo, el excavador—. ¿Te has encontrado tú, alguna vez, con un lobo romano?
El muchacho tuvo que confesar que jamás había tenido tal gusto.
—Pues, entonces, ¿cómo sabes tú lo que acostumbran hacer? Te digo que todos los lobos romanos «mamaban» a la gente. Lo «dice» el libro. Es como cuando los perros «lamen» a las personas para demostrar que están contentos. Bueno, pues esta lata es la lata en que bebía el lobo que «mamó» a «Romo» y Remo…
Enrique, con su palito de madera, desenterró un receptáculo de porcelana. Guillermo lo limpió cuidadosamente y examinólo, calándose las gafas azules y soltando dramáticas exclamaciones de sorprendido interés. Cualquier familiar de Guillermo hubiera reconocido la jabonera del cuarto del muchacho; pero, afortunadamente para él, no se hallaba presente ningún familiar suyo.
—¡Caramba! —exclamó, por fin—. ¡Si esta es la antigua jofaina en que Julia lavó las manos a los marineros!
Se oyó un rumor de encantada comprensión. El incidente figuraba en el Ejercicio II de gramática latina. La mayor parte de los espectadores había llegado a ese punto en sus estudios.
—Aún queda dentro un poquito de jabón —dijo Guillermo, enseñando un trozo de jabón de brea—. Conque esto lo «demuestra».
Luego se apresuró a seguir adelante, antes de que pudieran discutir sus deducciones.
Douglas le ofreció un trozo de madera.
—Parte de una antigua «mensa» romana —explicó Guillermo con aire de consciente sabiduría, a la par orgullosa y modesta.
A continuación salió la joya de la colección: un ganso maltratado, confeccionado de tela que, en otros tiempos, había sido blanca. Tenía un pico amarillo, roto. Enrique se lo había quitado a su hermanita, sin hacer caso de sus furiosas protestas.
Guillermo limpió la melancólica figura con su mugriento pañuelo y simuló un sobresalto de sorpresa.
—Pero ¡si esto —dijo— es uno de los gansos que despertaron al Capitolio!
Lo alzó. Su cabeza colgó flácida, a un lado.
—Muerto, claro está —agregó.
Los muchachos de las filas delanteras pidieron que se les permitiese tocar el cadáver; pero Guillermo se negó, severo, a consentirlo.
—Claro que no —dijo—. Vosotros no sabéis agarrar las cosas. Se convertirían en polvo si lo tocaseis. ¿No recordáis que en la tumba de «Tutinki» las cosas se convirtieron en polvo? Hay que tener mucho cuidado. Yo sé cómo cogerlo para que no se convierta en polvo, pero vosotros no.
—¿Por qué despertó al Capitolio? —preguntó el pequeño de la última fila.
Guillermo no había hecho más que leer el título del relato de su historia; pues como el relato en sí estaba escrito en latín, no le había sido posible enterarse de más detalles. Pero Guillermo tenía contestación para todo.
—Porque ya era hora de levantarse, naturalmente —contestó, aplastante.
Los siguientes «descubrimientos» se sucedieron con vertiginosa rapidez. Un alfiler de sombrero romano, una pipa romana, un tenedor romano de tostar y una pelota romana de «tennis». El excavador habló acerca de todos ellos con una rapidez igualada tan sólo por su falta de exactitud. Los espectadores le estaban cogiendo gusto a la cosa. Cada «descubrimiento» era recibido con una ovación y las explicaciones del excavador discutidas hasta el último detalle. Al excavador le gustaba aquello. Su elocuencia medraba con la contradicción. Demostró de manera contundente que la figurita que hacía veces de cabeza de alfiler de sombrero era la imagen de un dios romano.
—«Jopiter» o «Minerva» o uno de esos —aseguró—. Y no digo que no sea «Romo» o Remo, o el lobo.
—O el ganso —intercaló el pequeño de la última fila.
—Sí —contestó bondadosamente Guillermo—; no digo que no sea el ganso.
Demostró también, gracias a la presencia de la pipa entre sus otros «descubrimientos», que el fumar, lejos de haber sido «descubierto» por sir Walter Scott, como se empeñaba en asegurar el pequeño, había sido una de las diversiones favoritas de Julio César durante su estancia en Inglaterra. Una caja de cerillas vacía, encontrada cerca de los demás «descubrimientos» y que el excavador, tras madura reflexión, aseguró era romana, fue admitida por la mayoría de los presentes como prueba incontrovertible de lo anterior.
Los «descubrimientos» hubieran podido continuar indefinidamente, de no haber aparecido en escena el granjero Jenks. El ver a los «Proscritos» produjo en este señor, el mismo efecto que el proverbial trapo rojo en el toro. Cuando aquellos muchachos no andaban saltando a la torera sus setos, le estaban estropeando los pastos, pisoteándole el trigo, trepando por sus árboles o cogiendo nidos en su bosque. No parecían poder vivir sin meterse por sus terrenos.
El granjero Jenks perdía mucho tiempo y energías persiguiendo a los «Proscritos». En aquella ocasión, vio primero un numeroso grupo de niños (odiaba a los niños) en el camino que bordeaba su finca. Luego observó que el grupo estaba algo metido en su sembrado. Por último, vio a «ese chico» (así llamaba siempre, para sus adentros, a Guillermo) y a sus compañeros cavando en su sembrado. Corrió hacia ellos dando un bufido.
El excavador jefe, con gran presencia de ánimo, cogió el cesto en que habían sido colocados sus «descubrimientos», saltó la cuneta y se metió por un hueco del seto. Los demás le siguieron.
El granjero ya no era tan delgado como en su juventud. Ni el ejercicio que representaba la persecución ocasional de los «Proscritos» había bastado para impedir que engordase. Llegó justamente a tiempo para coger por el cuello al niño más pequeño (que fue el último en intentar meterse por el agujero del seto).
El niño más pequeño, aun cuando de insignificante estatura, poseía unos dientes bien desarrollados que, volviendo bruscamente la cabeza, clavó, con determinación, en la mano que le asía. Jenks le soltó, dando un alarido, y el pequeño, sonriendo seráficamente, se metió por el hueco del seto y corrió a reunirse con los otros, que ya desaparecían en la distancia.
El granjero se volvió, furioso, y empezó a llenar a puntapiés el agujero del sembrado.
* * *
Guillermo llegó a su casa sin aliento, pero satisfecho de la tarde. Había dado un espectáculo mucho mejor que el del viejo de barba blanca, de eso no cabía la menor duda. Aquel hombre no parecía saber cómo hacer interesantes las cosas. ¡Mira que sólo desenterrar pedazos de cacharro viejo y monedas sucias…! Se cansaría cualquiera de estar viendo una cosa así todo el día.
El muchacho se llevó a su cuarto la cesta que contenía sus «descubrimientos», y allí se entretuvo sacándolos uno por uno y dando una conferencia sobre los mismos a un auditorio imaginario. Se le ocurrieron muchas cosas más que decir. ¡Lástima no pudiera repetir el espectáculo! Lo hubiese podido hacer mucho mejor. Oyó entrar a su padre con una visita e interrumpió el dramático relato del encuentro de «Romo», Remo y el lobo en el bosque, para salir y asomarse a la escalera a ver quién llegaba. ¡Caramba! ¡Era el viejecito de barba blanca!
Regresó lentamente a su cuarto. No prosiguió su explicación del encuentro de «Romo», Remo y el lobo. En lugar de eso intentó expresarle, a un acusador imaginario, el hecho de que, tal vez, «pudiera» haber disparado su tirador sin querer. Sí; recordaba perfectamente haberlo tenido en la mano y confesaba que «podría» haberse disparado accidentalmente cuando él no estaba mirando. A veces ocurrían cosas así. Lo sentía mucho si había dado a alguien. Lo sentía de verdad. Recordaba que cuando se le disparó por equivocación se dijo: «¡Dios quiera que no le haya dado a nadie!», porque siempre procuraba andar con mucho cuidado y sujetar el tirador de modo que, si se disparaba, no diese a nadie.
Guillermo ensayó durante unos momentos, delante del espejo, la expresión que debía acompañar a tales palabras, y habiendo logrado una expresión de imbecilidad total, que a él se le antojaba de sentimiento y contrición, bajó la escalera.
Decidido a pasar el mal rato cuanto antes, entró en la sala, donde su padre conversaba con el visitante. Se sentó cerca de la puerta y miró al viejo. Al entrar en la estancia, sus facciones, sin que él se diese cuenta de ello, se habían contraído en expresión de furia, y la feroz mirada que dirigió al inocente viejecito hubiese reducido a sumisión absoluta e instantánea a cualquiera de los secuaces de Guillermo. El viejo, sin embargo, no pareció darse cuenta.
—¿Es este el niño? —preguntó—. Acércate, muchacho. Apenas puedo verte desde aquí. Soy tan corto de vista, que apenas puedo ver de un extremo del cuarto al otro.
La expresión del muchacho se dulcificó. Le gustaban los viejos tan miopes, que apenas veían de un extremo a otro de un cuarto. Significaba que eran tan miopes, que apenas podían ver de un extremo a otro de un prado, donde un muchacho pudiera estar con un tirador en la mano, que pudiese dispararse por equivocación.
Guillermo estrechó la mano del benigno anciano que, a continuación, reanudó la conversación con su padre.
—Sí; tenemos unas cuantas cosas interesantes, muy interesantes. Este valle ha resultado un campo bastante fructífero.
—¿Cuándo acaban ustedes? —preguntó el señor Brown.
—El sábado. Los hallazgos, naturalmente, no podrán ser trasladados hasta la semana que viene. Despacharé la mayor parte el viernes, pero la media docena de cosas de mayor valor me las llevaré yo mismo el sábado. El cura párroco me ha pedido que asista a la reunión que celebran ustedes todos los sábados por la tarde, y que dé una conferencia y exhiba los hallazgos más importantes antes de llevármelos. Naturalmente, mi conferencia será de gran valor cultural para todos. Unas cuantas personas acudieron a vernos trabajar; pero, en general, quedé muy decepcionado… mucho. Se presentaron muchos niños esta tarde. Hubiera sido para ellos de un gran valor cultural… una cosa que hubieran recordado mientras viviesen; pero, de pronto, se cansaron y se fueron al otro extremo del valle para tomar parte en algún juego infantil, supongo. El niño moderno carece de perseverancia. Me temo que fue uno de esos niños quien lanzó un proyectil ayer tarde, precipitándome en la trinchera y haciéndome tragar una buena cantidad de tierra húmeda.
El señor Brown dirigió una rápida mirada de desconfianza a Guillermo, que había asumido, apresuradamente, para recibirla, su expresión de absoluta imbecilidad.
Quedó acordado, antes de que Guillermo saliera del cuarto, que el profesor comería con los Brown el sábado por la tarde, antes de asistir a la reunión.
* * *
Guillermo se sentía herido en su orgullo de excavador. Si aquel viejo iba a dar una conferencia sobre sus hallazgos, él haría otro tanto. Se puso a hacer preparativos inmediatamente. El cobertizo valía tanto, en su opinión, como el Salón del Pueblo, y mientras las personas mayores escuchaban al viejo en dicho salón, Guillermo decidió que los menores le escucharían a él en el cobertizo.
Además, tendría tiempo para preparar otros «descubrimientos». Se anunció debidamente que Guillermo iba a dar una conferencia sobre sus descubrimientos, y pareció que toda la juventud del pueblo tenía la intención de acudir. Todo lo que organizaba Guillermo encerraba enormes posibilidades. Nunca se sabía cómo iba a acabar la cosa. Eran actos a los que valía la pena asistir. Rara vez acababan según el programa; pero siempre había probabilidades de que degeneraran en una pelea general.
Llegó el sábado y el profesor Porson se presentó en casa de los Brown a comer. Dejó su maleta de hallazgos en el vestíbulo y se metió en la sala. Guillermo nunca desdeñaba aprender, estudiando los métodos de un experto. Quería hacer la cosa como era debido. En cuanto se cerró la puerta de la sala, se apresuró a examinar los preparativos de su rival. Los «descubrimientos» del muchacho se hallaban aún en el cesto con que los había transportado a casa desde las excavaciones. Ante todo, examinó el maletín. ¡Caramba! ¡Si su padre tenía uno exactamente igual! Se lo apropiaría para sus hallazgos. Abrió el maletín. Su contenido no tenía un aspecto muy atractivo para el muchacho. Los descubrimientos suyos eran mucho más emocionantes.
Pero observó que cada uno de aquellos llevaba un número. Bien. Él también pegaría números o todos los suyos. Subió la escalera, se apropió el maletín de su padre, extrajo unas cuantas etiquetas del cajón de una mesa y se puso a trabajar, etiquetando y numerando sus hallazgos.
Acabó en pocos momentos y los metió en el maletín. Descendió de nuevo (sin encontrarse con nadie, por fortuna), depositó su maletín junto al del profesor, lo miró con orgullo y fue a reunirse con su familia.
Guillermo insistió siempre en que él no tuvo la culpa de lo que ocurrió.
Él no se equivocó de maletín. Fue el viejo. Este fue el primero en salir de la casa, y cogió el único maletín color de chocolate que vio —el que Guillermo le había quitado a su padre.
Su maletín se encontraba en la sombra proyectada por la mesa del vestíbulo —en el sitio en que él mismo lo había dejado, como Guillermo repitió, más tarde, a los que le acusaban. Aseguró que no había tocado el maletín del viejo; que sólo había depositado el suyo a su lado y que él no tenía la culpa de que el viejo se hubiera equivocado. Además, si su maletín le había estropeado la conferencia al viejo, el maletín del viejo le había hecho polvo la suya.
Pero todo esto vino después. El profesor se retrasó un poco, por haberse parado a hablar con la señora Brown acerca de los hipocaustos de las quintas romanas. Más que conversación, la cosa había resultado un monólogo, pues la señora Brown no tenía la menor idea de lo que era un hipocausto. Al principio de la conversación, creyó que se trataba de algún animal prehistórico y, al final, se quedó con la idea de que era algo relacionado con la chimenea de una cocina. Pero el profesor se hizo servir cuatro tazas de excelente café, que bebió con evidente placer, paladeándolo lentamente mientras pasaba de los hipocaustos a los pavimentos teselados. (La señora Brown confundió estos últimos con pavimentos macadamizados y murmuró que tenía entendido que resultaban mucho menos peligrosos porque en ellos no patinaban los coches); luego, dándose cuenta de pronto de que debía haberse marchado diez minutos antes, expresó apresuradamente su agradecimiento, sus excusas y su despedida, cogió el maletín que encontró en el vestíbulo y salió de la casa.
Cosa de cinco minutos después, hubiera podido verse a Guillermo bajar cautelosamente la escalera, coger el otro maletín y marcharse también de casa.
El profesor salió apresuradamente a escena. El Salón del Pueblo estaba lleno a rebosar. Después de la conferencia se iba a celebrar un campeonato del juego de cartas llamado «whist» y la mayor parte del público tenía expresión de resignada paciencia. Después de todo (parecían expresar aquellos rostros), la conferencia no podría durar más de media hora. Cuanto antes pasaran el mal rato, mejor.
El profesor cruzó la escena hacia la mesa que estaba en el centro, donde aguardaba un muchacho patilargo que había de ayudarle a exhibir los hallazgos. El anciano depositó el maletín sobre la mesa.
—Tendré que ponerme allí, junto a la luz —explicó en un susurro—. Leeré mis notas allí. Los hallazgos están numerados. Lo único que tiene usted que hacer es encontrar el número que yo cante y alzar el objeto de forma que lo vea claramente el público, mientras yo leo los comentarios adecuados sobre el mismo. Me parece que ya estamos preparados… Yo me voy junto a la luz.
Hubo unos cuantos aplausos de cortesía cuando el profesor, carraspeando, se acercó a la luz, a un extremo del tablado, y desdobló su manojo de papeles. Luego, se ajustó las gafas. Cuando las llevaba puestas, apenas le era posible distinguir un objeto a dos metros de distancia. Se acercó las notas a los ojos y se puso a leer.
—Hallazgo número uno —anunció.
El muchacho patilargo escarbó en el maletín y, por fin, con expresión de interés y sorpresa, sacó el ganso maltrecho, de mugriento trapo, propiedad de la hermana de Enrique, Llevaba, en efecto, una etiqueta al cuello con el número uno. Lo alzó para que lo viese el auditorio. El cuello, del que se había salido casi todo el relleno, colgaba, flácido, a un lado. Su pico roto presentaba un aspecto de profunda melancolía.
—Este encantador objeto —leyó el profesor— debió de ser orgullo de la quinta romana que le sirvió de santuario. Afortunados, en verdad, hemos sido al encontrarlo. Indica que sus dueños eran gente de gusto y de cultura. Su exquisita gracia y su belleza demuestran, en mi opinión, sin el menor género de duda, que es obra de algún artista griego. Les aseguro, sin vacilar, que es la más valiosa de cuantas cosas hemos encontrado.
La horrible cara del ganso parecía mirar, cómicamente, al público.
—Observen —prosiguió el conferenciante, leyendo sus notas— lo gentil de su postura, la pureza de su contorno, la dignidad y la hermosura de este objeto de arte.
Alguien aplaudió sin mucha gana y el auditorio empezó a despertarse. Algunos hubo —gente seria y ávida de sabiduría— que al oír las palabras del profesor miraron el ganso de la hermana de Enrique y le vieron tan hermoso como lo había descrito el profesor. Otros sospecharon, vagamente, que allí existía un error y hasta hubo personas que quedaron completamente convencidas de que existía, en efecto, una equivocación, y de sus rostros desapareció, como por ensalmo, toda expresión de aburrimiento. No faltaba quien, habiendo asistido a la conferencia con ánimo de quedarse dormido, hubiese logrado ya su propósito.
—El número dos —contó el profesor.
El patilargo examinó el contenido del maletín y sacó el tenedor de tostar. Hay tenedores de tostar tan lindos, que harían honor a una sala; pero aquel no era de estos. Era, a todas luces, un tenedor de cocina, fabricado para cumplir con su deber como tostador, sin la menor pretensión de belleza. Era grande, fuerte y estaba oxidado. Llevaba una etiqueta con el número dos. El muchacho lo alzó.
—Este encantador objeto— leyó el profesor— debió de ser orgullo de
la quinta romana que le sirvió de santuario.
—Hallazgo número dos —leyó el profesor, con el papel de notas pegado a la nariz—. Este adorno femenino es un fíbula o broche romano. Como podrán observar ustedes, es más grande que los broches que luce la Eva moderna. Ello se debe a que se empleaba para sujetar la túnica de la dama por encima del hombro y era preciso que el broche tuviera resistencia. Estarán ustedes de acuerdo conmigo en que su mayor belleza de construcción compensa suficientemente la gran diferencia de tamaño. Quiero que admiren ustedes en este objeto la belleza de línea y el exquisito trabajo.
Alguien aplaudió sin mucha gana y el auditorio empezó a
despertarse.
Estas aseveraciones fueron recibidas con irónicos aplausos por parte de alguno de los oyentes; pero el profesor era catedrático en una Universidad y estaba acostumbrado a las ovaciones de esa especie.
Los durmientes se estaban despertando. Los que se habían dado cuenta de que existía un error empezaban a divertirse de lo lindo. Sólo el puñado de personas que quería aprender de verdad seguía las palabras del profesor con sincera atención, mirando con reverencia el ganso de la hermana de Enrique y el tenedor de tostar de Pelirrojo y viendo en ellos la extraña belleza que tan concienzudamente intentaban descubrir en las cosas en que debían ver belleza. Sabían que, para ser persona culta, hay que obligarse a ver hermosura en las cosas que, interiormente, comprende uno que son feas. Su único consuelo, tras el esfuerzo que semejante cosa representaba, era la sensación de superioridad sobre la gente vulgar que no lograba lo mismo que ellos.
—Hallazgo número tres —dijo el profesor.
El patilargo volvió a rebuscar en el maletín. Esta vez sacó la lata de sardinas. Estaba muy manchada de barro, pero aún llevaba pegada la etiqueta de un conocidísimo fabricante de conservas. El auditorio aulló de alegría. Los amantes de la cultura, que ocupaban la primera fila, volvieran la cabeza con gesto de reproche.
—Hallazgo número tres —repitió el profesor, sin inmutarse por lo que oía. (En realidad, le resultaba agradable. No estaba acostumbrado a dar conferencias a un público silencioso.)— Esta linda pieza de porcelana Castor es la única pieza, por desgracia, que hemos podido encontrar intacta; pero es un magnífico ejemplar de su especie. Es…
El cura párroco no se hallaba presente; pero su lugarteniente ocupaba un asiento en primera fila. Hasta aquel momento no había estado seguro del todo. Era lo suficiente joven para querer ocultar su ignorancia. Se había tragado, por decirlo así, el ganso y el tenedor. Pero no le era posible tragarse la lata de sardinas. Se levantó y ascendió los tres escalones que conducían al escenario.
—Perdone, señor —dijo.
Al profesor no le gustaba que le interrumpieran. No le importaba dar su conferencia mientras los demás hablaban o reían. Estaba acostumbrado a eso. Pero no podía consentir que subiese persona alguna al escenario a interrumpirle.
—Las preguntas —observó con brusquedad— pueden hacérseme al final de la conferencia.
—Sí; pero…
El profesor se molestó aún más.
—Si desea ver los hallazgos más de cerca —dijo— tendrá usted ocasión de hacerlo cuando acabe la conferencia. Ahora tenga la bondad de no interrumpirme más. Este hallazgo, señoras y caballeros…
—Pe… pero… —tartamudeó el sacerdote.
El profesor se volvió, exasperado.
—Siéntese —ordenó— y si tiene algo que decirme, dígamelo «después» de la conferencia; no, mientras esta se encuentra en pleno curso. Tenga la buena educación de no volverme a interrumpir.
El profesor estaba orgulloso de su habilidad en parar los pies a la gente que iba demasiado lejos…
El sacerdote retiróse cabizbajo y ocupó, de nuevo, su asiento en primera fila, enjugándose la frente y respirando con dificultad.
La conferencia siguió su curso entre la creciente hilaridad del auditorio.
Describió la jabonera de Guillermo como cerámica samiana y dijo que el alfiler de sombrero era un trozo de mosaico. Los comentarios que hizo acerca del trozo de la muralla de Balbus y de la «mensa» romana pasaron inadvertidos para la mayoría del público. Por fin, hizo una reverencia y dijo:
—He acabado, señoras y caballeros.
El auditorio aplaudió de todo corazón; luego se dirigió a la sala donde había de celebrarse el campeonato de «whist».
Entretanto, el profesor dobló cuidadosamente sus gafas y sus notas y se dirigió a la mesa en que se hallaban sus «hallazgos». Cogió el ganso y se lo acercó a los ojos. Se sobresaltó y se lo acercó aún más. Frenético, cogió el tenedor y la lata de sardinas e hizo lo mismo con ellos. Los soltó. Una expresión de horror se dibujó en su rostro. Se volvió hacia el muchacho patilargo.
—¿Qué… qué es todo esto? —preguntó.
—Lo que había en su maletín, señor profesor.
—No; eso «no» es cierto —aulló casi el viejecito—. Le digo a usted que «no». No… no enseñaría usted estas cosas cuando canté yo los números, ¿verdad?
—Sí, señor —contestó el muchacho, asombrado—: estaban numeradas como usted dijo… eran lo único que había.
El profesor registró febrilmente el maletín. Luego dio un grito.
—¡No es mi maletín! —exclamó—. ¡Este no es mi maletín! Es…
Guardó todos los objetos y salió corriendo de la sala en dirección a la casa de los Brown. A la puerta encontró a dos niños. Llevaban un maletín casi exactamente igual que el suyo. Uno hablaba, indignado.
—¡La estatuita!— aulló el profesor, registrando el maletín—. ¡No
está aquí!
—Pues yo no tengo la culpa. Te digo que alguien robó mis cosas y metió en su lugar toda esta porquería. Yo hubiera podido hablar sobre las cosas «verdaderas», pero no podía hablar de estas porquerías. No había nada que decir de todo esto. Yo tenía pensadas muchas cosas de mis «descubrimientos». Te digo que nadie hubiera podido decir nada de «estas» cosas. Y luego se enfadaron… bueno, yo no quería que empezase nadie a pelearse. Yo…
El profesor soltó su maletín, cogió el de Guillermo y lo abrió. Guillermo cogió el que había soltado el profesor y lo abrió también. Miró su contenido y clavó su mirada severa en el anciano.
—Conque fue «usted» quien robó mis cosas, ¿eh? —exclamó indignado.
—¡La estatuita! —aulló el profesor, registrando el maletín—. ¡No está aquí!
—¡Oh! ¡Aquella muñeca! —murmuró Guillermo con desdén—. Una niña se echó a llorar y se la di. No creí que la quisiera nadie.
—¡Vete a buscarla…! ¡«Vete» a buscarla! —aulló el profesor.
—Bueno —dijo Guillermo con voz de hastío—: está a la otra punta de la calle. Iré a buscarla, si la quiere.
Se volvió hacia Pelirrojo.
—Tú quédate y mira si falta algo, de nuestras cosas —dijo con voz severa.
Se marchó. El profesor calóse las gafas y examinó, con desconfianza, el contenido de su maletín. Pelirrojo, con no menos desconfianza, examinó el contenido del otro maletín. Diez minutos más tarde volvió Guillermo. Traía una estatuita antigua, de bronce verdoso, y un ojo hinchado.
—Tuve que pegarme con el hermano para quitársela —explicó secamente—: dijo que su hermana se la había regalado. Aquí está.
El profesor la cogió y la metió en el maletín. Luego sacó el reloj.
—¡Cielos! —exclamó—. ¡Perderé el tren!
Y salió corriendo, calle abajo.
Guillermo y Pelirrojo se inclinaron sobre el maletín.
—¿Está todo aquí? —preguntó el primero.
—Sí —respondió el otro.
—No me «extraña» que me lo robara para su conferencia —dijo Guillermo, con amargura—. Valen bastante más que todas las porquerías que él lleva. No me «extraña» que no consiguiera yo interesar a nadie con «eso».
—Bueno —insinuó Pelirrojo con optimismo—, demos otra conferencia con las cosas verdaderas.
—No —respondió Guillermo con firmeza—; estoy «harto» de antigüedades romanas. Pensemos en otra cosa.
* * *
El profesor se hallaba en un vagón del tren, camino de Londres. Su precioso maletín yacía sobre el asiento, a su lado. El profesor meditaba. Evocaba el aspecto de los objetos que había visto sobre la mesa en el Salón del Pueblo y que tanta consternación le habían causado. Recordó las etiquetas numeradas que llevaban. Sacó sus notas y las leyó, aún fresco el recuerdo de las cosas exhibidas. Entonces se oyó un sonido semejante al descorrimiento de cerrojos oxidados y al chasquido de bisagras cubiertas de orín.
Era que el profesor se reía.