EL MONO MAGICO
Quien tuvo la culpa de todo, en realidad, fue el colegio de Rose Mount. El colegio de Rose Mount era un colegio de niñas situado cerca del pueblo natal de los «Proscritos» y, como colegio de niñas, no era, naturalmente, más que digno de desdén y burla. No obstante, el espectáculo de las niñas del colegio de Rose Mount, corriendo por un campo tras una pelota, con palos de forma curiosa, atraía a su pesar a los «Proscritos» y, con frecuencia, daban la vuelta por los alrededores del campo del colegio de Rose Mount, cuando se dirigían a la escuela, por la tarde.
Y no es que reconocieran experimentar el menor interés en los partidos de «hockey» de Rose Mount. Al contrario. Sólo daban la vuelta por allí porque daba la casualidad de que hubieran emprendido, demasiado pronto, el camino hacia la escuela, o porque querían coger castañas locas en el bosque de la colina, o porque querían echarle una mirada al cerdo del granjero Luton o… o cualquier cosa menos que, a pesar de su naturaleza varonil y heroica, empezaban a sentir interés por un juego que, desde su punto de vista, era, esencialmente, juego de niñas. Los «Proscritos» no se dejaron vencer por aquella debilidad más que después de una lucha heroica. El «hockey» no era juego que se gastara en ningún colegio de niños que tuviera dignidad. Sólo se jugaba en las escuelas de niñas. Era un juego apropiado para seres inferiores, de fuerzas inferiores, que veían la vida desde un punto de vista inferior. No era digno de que los varoniles ojos de los «Proscritos» le dirigieran una mirada siquiera. Sin embargo… sin embargo parecía un juego interesante.
Atraía constantemente a los «Proscritos» hacia la carretera que subía la colina donde, desde un hueco grande que había en el suelo, podían contemplarlo furtivamente. Furtivamente, claro está. Seguirían fingiendo que no les interesaba en absoluto aquel deporte femenino. Pero, con el tiempo, se encontraron con que les era muy difícil mantener su actitud de indiferencia y fue un alivio para todos el que Pelirrojo anunciara una tarde:
—Oíd, los «hombres» juegan al «hockey». Mi primo me lo ha dicho. Tienen partidos, y lo juegan igual que al fútbol.
Habiendo sido elevado el juego, así, a un nivel varonil, empezaron a discutir abierta y apasionadamente sus reglas y su forma de jugar. Discutían con ferocidad acerca de la capacidad de cada una de las jugadoras del equipo del colegio de Rose Mount. Es más, el juego se convirtió en tópico obligado de todas las conversaciones y en interés absorbente de su vida.
Se colocaron, agrupados, en el hueco del seto, ovacionando ruidosamente a las jugadoras, hasta que una maestra, furiosa, se acercó a echarles. Luego encontraron una verja desde la que podían ver y ovacionar con igual facilidad cuando se les echaba de allí, volvían a aparecer en el hueco del seto. La furiosa maestra acabó por cansarse de echarles de un lado para que apareciesen en otro y, aunque seguía furiosa, empezó a dejarles en paz. Así, las desgreñadas figuras de los cuatro «Proscritos» que animaban a las jugadoras y las ovacionaban cuando lo requería el caso, acabaron por convertirse en espectáculo conocido y hasta agradable para las muchachas del colegio de Rose Mount.
Pero no era probable que la simple contemplación de cómo jugaban otras pudiera satisfacer por mucho tiempo las necesidades y ansias de los «Proscritos». Fue al discutir en qué consistía exactamente el «offside», cuando Pelirrojo dijo de pronto:
—Sus palos no son en realidad más que una especie de bastones al revés… y no «hace falta» que jueguen tantos. «Cualquier» cantidad serviría.
Aquella fue la última vez que el equipo de Rose Mount tuvo por espectadores a los «Proscritos». Y más de una jugadora echó de menos los aplausos que una buena jugada acostumbraba arrancar a los cuatro muchachos agrupados en el hueco del seto, o subidos a la verja.
El padre de Douglas y el de Pelirrojo, al encontrarse por casualidad el domingo siguiente por la tarde, se hicieron la confidencia de que, al sacar el bastón del paragüero, habían hallado el puño cubierto de barro y con el barniz completamente desgastado. Los dos se mostraron de acuerdo en que aquello era una curiosa coincidencia.
* * *
El lugar en que los «Proscritos» empezaron a practicar su nuevo deporte fue el prado que había detrás del cobertizo. El juego, según lo jugaban los «Proscritos», no estaba de acuerdo con las reglas de ningún club de «hockey»; pero les resultaba más atractivo que el juego convencional. Las gorras o las chaquetas representaban las metas. Empezaban como habían visto empezar a las niñas; luego iniciaban lo que ellos consideraban el verdadero juego.
Saltaban, gritaban, agitaban sus bastones, se abalanzaban sobre la pelota, se echaban la zancadilla y pegaban puntapiés a la pelota o se los daban unos a otros, con una imparcialidad asombrosa. No existían reglas, por decirlo así. Para un observador imparcial, aquello más parecía una arrebatiña permanente de «rugby» que ninguna otra cosa; pero resultaba —los «Proscritos» estaban todos de acuerdo en eso— un juego estupendo. Lo jugaban en cuantas ocasiones les era posible. Se reunían temprano, antes de la hora del colegio, para jugarlo; lo jugaban entre horas de colegio; y lo jugaban al salir del colegio.
Hicieran lo que hicieran los «Proscritos», sus compañeros de colegio los contemplaban y, si les era posible, les emulaban. Aun cuando, desde el punto de vista de las personas mayores, los «Proscritos» eran la hez de la infancia, en el mundo de los niños los «Proscritos» eran aristócratas. Conque, antes de que hubiera transcurrido una semana, numerosos grupos de niños jugaban al «hockey», con los bastones y echándose la zancadilla al estilo de los «Proscritos». Gradualmente, dichos grupos empezaron a fundirse.
Los «Proscritos» descubrieron que un partido de «hockey» entre seis era más emocionante que entre cuatro y que un partido de «hockey» entre ocho era aún más emocionante que entre seis. Así los «Proscritos» aceptaron simpatizantes en su «equipo».
Aquella semana, los padres de los alrededores quedaron intrigados por la epidémica mutilación o total desaparición de bastones.
A los únicos que los «Proscritos» se negaban a admitir en su equipo era los Humbertolaneítas. Humberto Lane era enemigo de Guillermo, y los amigos de Humberto Lane eran enemigos de los amigos de Guillermo. Rancia era aquella enemistad y nadie conocía el origen. Humberto Lane era obeso y pálido, de lágrimas fáciles, lento en poner en peligro su seguridad personal, dado a quejarse a sus padres y a sus maestros cuando se les molestaba. «Se lo diré a mi padre», era la invariable contestación de Humberto, a todo insulto verbal o corporal. Y el señor Lane era digno de su hijo en todos los conceptos, por lo que no hay necesidad de hablar más de él.
Pero, cosa rara, Humberto tenía sus partidarios. Humberto tenía recursos inagotables. Sus bolsillos siempre estaban llenos de caramelos, y la despensa de su casa siempre rebosaba en riquísimos y malsanos pasteles. Y había niños dispuestos a tragarse a Humberto, por decirlo así, para conseguir las otras cosas.
De manera que, a últimos de semana, los pequeños grupos de jugadores de «hockey» se habían convertido en dos grandes equipos rivales: el de Guillermo y el de Humberto. El «hockey» de Humberto era menos violento que el de Guillermo; pero los humbertolaneítas demostraban una afición loca. Jugaban en el prado de los «Proscritos» y les dirigían insultos, echando a correr hacia el cercano y seguro refugio de casa de los Lane cuando los «Proscritos» salían en persecución suya.
Sin embargo, quizá nada hubiese ocurrido si no hubiera sido por la señora Lane. La señora Lane era famosa por su total carencia de sentido común. La señora Lane se había negado siempre a reconocer la existencia de la enemistad entre los «Proscritos» y los Laneítas. Siempre que se encontraba con la madre de Guillermo, decía: «¡Son “más” amigos nuestros niños, señora Brown…! “Tiene” usted que venir a tomar el té conmigo algún día». O, al encontrarse con Guillermo en el pueblo, le daba unos golpecitos cariñosos en la cabeza y preguntaba: «Tú eres uno de los amigos de mi nene, ¿verdad, guapo?» Era gruesa, sonriente, plácida e increíblemente estúpida. Por lo tanto, en realidad, fue la señora Lane la que lo armó todo al detener a la señora Brown en el pueblo y decirle, sonriente: «Nuestros nenes son “tan” amigos… ¿verdad? Y los dos son tan «aficionados» a ese encantador juego nuevo…, ¿no es cierto? Y los dos tienen equipos, ¿verdad? ¿No cree usted que sería una cosa “encantadora” que los dos equipos jugaran un partido?»
La señora Brown no opinaba lo mismo; y calló.
—Y «ha» de venir usted a tomar el té conmigo un día —prosiguió la señora Lane—; porque nuestros nenes son «más» amigos.
Aun así, es posible que nada hubiese ocurrido, de no haber acertado a pasar el señor Lane en aquel momento.
Su mujer le dijo:
—Le estaba diciendo ahora mismo a la señora Brown que sería «encantador» que los equipos de «hockey» de Humbertito y Guillermín jugaran un «partido».
El señor Lane, como ya he dicho, no era más que una edición más odiosa de su hijo. Pero se creía un gran hombre, magnífico y comprensivo, a quien todos los niños adoraban. Además, estaba de buen humor en aquel momento. Se frotó, pues, las manos, soltó una sonora carcajada y exclamó:
—«¡Magnífico!» ¡Es una idea genial! Humbertito desafiará a Guillermín esta noche, por escrito.
Y Humbertito lo hizo. O, mejor dicho, lo hizo el padre de Humbertito.
Los «Proscritos» recibieron el desafío con encontrados sentimientos. Les encantaba la ocasión de poder luchar contra los laneítas. Pero no en una lucha organizada y presidida por el señor Lane, que escribiría cartas de queja a los padres de todos los del equipo de Guillermo, si acertaban a posar las manos sobre la sagrada persona de Humbertito.
Guillermo, con la ayuda de los otros «Proscritos», contestó a la nota de desafío:
«Muy señor nuestro:
»Hemos recivido su carta i con mucho gusto jugaremos un partido de oquei contra ustedes el sabado y le apostamos lo que qiera que les ganamos.
»De ud. afectuosos,
Guillermo Brown y los otros».
El señor Lane (que seguía de buen humor) quedó encantado con aquella contestación.
—¡Ja-ja-ja! —rio—. Es una respuesta poco convencional a un desafío, en verdad. La composición y la ortografía de nuestro buen Guillermín no le honran, que digamos. He de hablarle de ello a su maestro cuando le vea.
Pero la señora Lane había tomado la cosa muy en serio.
—Luego tomaréis un té magnífico, Humbertito, como hacen después de partidos de «verdad». Os daré un té «magnífico» para los dos equipos… para el tuyo y el de Guillermín… en el cobertizo. Te gustará eso, ¿verdad?
Humberto masculló, de mala gana, que «sí». A Humberto siempre le partía el corazón tener que ceder parte de los tesoros de su despensa, de sus sabrosos pasteles rellenos de riquísima crema y cubiertos de azúcar, a todo el que no fuera de sus íntimos. Y el pensar que los «Proscritos» pudieran comerse cosas suyas tan ricas le llenaba de amargura.
Los «Proscritos» se «entrenaron» bien para el partido. Decidieron aprovechar lo mejor posible la breve hora que había de durar, y hacer caso omiso, por completo, del señor Lane. Que escribiera a sus padres diciéndoles lo que le diese la gana después. Iban a aprovechar la ocasión mientras pudiesen. Iban a dar a los laneítas la paliza mayor del siglo.
Por añadidura, habían llegado a sus oídos rumores del soberbio té que iban a brindarles la señora Lane y ello les exaltó aún más. Los «Proscritos» no eran orgullosos. No rechazarían los sabrosos pasteles porque salieran de la despensa de los opulentos Lane. Al contrario, comerían hasta hartarse para que a los laneítas les tocase menos.
Y aquí entra de nuevo en la historia el mono de juguete de la hermana de Enrique.
La hermana de Enrique quería con locura a su mono (nada más que por fastidiarle a él, según teoría de Enrique), y lloraba amargamente cada vez que se lo quitaban. Y se lo habían quitado la semana anterior cuando, sin pedirle a ella ni a nadie permiso, Enrique se había llevado a «Mico» para que tomara parte en el circo organizado por Guillermo. A Enrique le había regañado su padre por semejante ofensa, y el día anterior al fijado para el partido de «hockey» volvió a cometerla.
Guillermo daba otra función, y como «Mico» era una de las estrellas, no había más remedio que llevarlo. Enrique, por consiguiente, había vuelto a apoderarse del mono, confiando que su pequeña y despótica hermanita no se daría cuenta de su ausencia. Pero la pequeña y despótica hermanita «sí» se había dado cuenta de la ausencia de «Mico». Y se pasó la tarde sollozando amargamente…
El susceptible corazón de la madre de Enrique se había conmovido al oír el llanto de la niña, y se había endurecido contra Enrique. La madre de Enrique era muy buena, en realidad; pero se tomaba muy en serio su responsabilidad como madre de Enrique. Había leído aquella tarde un artículo sobre la forma de criar a los niños, en el que se aseguraba que el castigo debiera ser proporcionado al crimen. Decía el escritor: «Si una criatura coge un artículo que se le ha prohibido que coja, debe hacérsele cargar con dicho artículo todo el día, o más, haga lo que haga y por muy embarazosa que le resulte su presencia».
La madre de Enrique no estaba «del todo» segura de que aquella regla fuese buena; pero pensó que tal vez valiera la pena de probarla, sobre todo en vista de que la hermanita había transferido su cariño a un osito, y «Mico» se hallaba, de momento, en desgracia.
—Enrique —dijo—; has vuelto a llevarte el mono a pesar de que se te ordenó que no lo hicieras… Por lo tanto, tendrás que llevarlo contigo todo el día… a no ser que prefieras que se lo diga a tu padre cuando venga esta noche y que se encargue él de arreglar el asunto.
Enrique no le prefería. A Enrique no le gustaban los métodos que empleaba su padre para «arreglar asuntos».
—Bueno —contestó—; me llevaré a «Mico» mañana.
Enrique pensó que podría ocultar fácilmente el mono debajo de la chaqueta y que, aun cuando fuera descubierta su presencia, sus habilidades resultarían una ayuda más que un contratiempo. Y así fue que Enrique salió para tomar parte en el gran partido de «hockey», llevando a «Mico» escondido debajo de la chaqueta. Se sentía ya algo más aprensivo porque, a media mañana, la cuerda de «Mico» se había negado a funcionar, de pronto. «Mico» ya no andaba, por mucha cuerda que se le diese. Por lo tanto, ya no tenía habilidades. Era, francamente, un mono de juguete y, como tal, humillador de la dignidad de Enrique.
El muchacho se daba cuenta de que, si los laneítas echaban la vista a «Mico», sacarían al asunto todo el jugo posible. Lo emplearían como arma contra Enrique y los demás «Proscritos». Se burlarían de él abierta y despiadadamente. Darían la lata con el asunto semanas enteras.
Pero Enrique era muchacho de palabra. Habiéndose comprometido a cargar con «Mico» el día entero, pensaba hacerlo.
Los «Proscritos» se reunieron muy temprano antes del partido. Se habían animado enormemente aquella mañana al saber que tanto la señora como el señor Lane se hallarían ausentes. El señor Lane se había cansado del asunto, marchándose a jugar al «golf», y la señora Lane se había ido a visitar a una amiga enferma.
Todos los «Proscritos» llevaban bastón y Enrique llevaba a «Mico» debajo de la abrochada chaqueta. Los «Proscritos», que conocían la historia de «Mico», tuvieron suficiente diplomacia para no hablar del asunto. Los humbertolaneítas aún no habían aparecido.
—Oíd —dijo Pelirrojo, dando golpes a diestro y siniestro con el bastón—: dicen que han preparado un té «estupendo».
—Yo les he visto —aseguró Douglas— llevar bandejas de cosas al cobertizo. Parecía «estupendo».
—¿Qué hacemos, hasta que lleguen? —preguntó Enrique, intentando aplastar el bulto que hacía «Mico» en su chaqueta, para que no se notara tanto.
—Entrenarnos —dijo Pelirrojo, sin dejar de dar bastonazos a la hierba.
—No tenemos pelota —dijo Douglas—; «ellos» la traerán.
—Bueno, pues os diré lo que voy a hacer yo —anunció Guillermo—. Voy a acercarme al cobertizo y ver qué tienen para el té.
—Y nosotros iremos también —cantó Pelirrojo, dando, alegremente, otro bastonazo.
—No; más vale que no —contestó Guillermo—. Nos verían si fuésemos demasiados. Y más vale que os quedéis aquí por si vienen.
Los «Proscritos» aceptaron la decisión de Guillermo como inapelable. Douglas halló una piedra de tamaño apropiado, y él y Pelirrojo se abalanzaron sobre ella con los bastones, iniciando un divertido juego de «hockey» para dos. Enrique seguía luchando con «Mico».
Guillermo se acercó, cautelosamente, a la pared que cercaba el jardín de los Lane.
Se subió a ella, saltó al jardín y permaneció un momento agazapado detrás de un matorral. Luego asomó la cabeza y miró a su alrededor. El jardín estaba desierto. El cobertizo se hallaba unos metros más allá. Había una ventana pequeña detrás, cerca del tejado. Se acercó cautelosamente, subió a un árbol y miró por la ventana.
El cobertizo era bastante grande. Había una mesa puesta, en el centro. Al ver lo que había en la mesa, a Guillermo se le hizo la boca agua. Pasteles… pasteles rellenos, pasteles con capa de azúcar, merengues, borrachos, pasteles soberbios, pasteles sabrosos, la flor y nata de los pasteles, platos, platos y más platos de ellos. La madre de Humberto se había mostrado, en verdad, pródiga. Evidentemente, medía el apetito de los demás por el de su hijo.
También había platos de bollos y postas; pero eran bollos y postas corrientes: de los que uno puede comer todos los días en su casa. Pasteles prosaicos, en verdad. El verlos no emocionaba. Guillermo se dijo que la mayoría de ellos sobraría al final del banquete. A un extremo de la mesa veíanse vasos y numerosas botellas de limonada… un verdadero ejército de botellas. En un rincón del cobertizo yacían unos cuantos cajones viejos. Por lo demás, el lugar carecía de más muebles. Pero no faltaban allí dentro seres humanos.
El propio Humberto Lane, algo más pálido que de costumbre, se hallaba junto a la mesa y, a su lado, su fiel amigo y lugarteniente Albertito Franks. Como Humberto, Albertito comía demasiado, lloraba cuando le hacían daño, tenía mucho cuidado de su ropa y se quejaba a su padre cuando le molestaba alguien. Los dos muchachos miraban con avaricia los platos de pasteles. La ventana estaba rota y, gracias a eso, Guillermo pudo oír la conversación.
—Y se los tragarán todos —estaba diciendo Humbertito, quejumbroso— y no quedará «nada» después.
—¡Esos cerdos glotones…! —exclamó Albertito—. ¡Mira que comerse «ellos» nuestros pasteles…!
De pronto pareció animarse.
—Oye, Humbertito —dijo—; tu padre y tu madre no vendrán, ¿verdad?
—No.
—Bueno, pues… «pues» tengo una idea.
—¿Qué? —inquirió Humberto, aún con el rostro sombrío.
—Que los escondamos… los buenos. Dejemos los bollos y las pastas nada más. Habrá de sobra y ellos no se enterarán y nos los podremos comer nosotros después.
El rostro de Humberto se iluminó; se tornó resplandeciente; sonrió de oreja a oreja.
Al ver lo que había en la mesa, a Guillermo se le hizo la boca
agua.
—Oye, ¿sabes que es una idea estupenda, Albertito? ¿Dónde los ponemos? No podemos llevarlos otra vez a casa.
—No.
Albertito arrugó el entrecejo y miró a su alrededor. Su mirada tropezó con un cajón.
—Aquí —dijo—; podemos poner los cajones de lado y meter los pasteles dentro, y nadie lo sabrá; y después (sus ojos brillaron) podemos darnos un buen banquete… tú y yo solos.
Trasladaron los platos de pasteles al cajón, que luego acercaron a la pared. Dejaron sólo, en la mesa, los platos de bollos y de pastas.
—Ya es bastante eso para ellos —dijo Humberto, con desdén.
—De sobra —asintió su compañero. Luego se fijó en las botellas de limonada—. Y… ¡imagínatelos tragándose todo eso también! Oye, podríamos esconderlas… ¿Estás «seguro» de que tus padres no vendrán, Humbertito?
—Sí.
—Bueno, pues traeremos agua de casa, que con eso ya tendrán bastante. Luego esconderemos las botellas en el «otro» cajón y nos las beberemos con los pasteles… tú y yo solos… cuando los demás se hayan marchado a casa.
Los ojuelos de Humberto brillaron de nuevo.
—Es una idea «estupenda», Albertito —dijo—. Escondámoslas pronto.
Metieron las botellas en el otro cajón y lo acercaron a la pared. Luego, Humberto fue a la casa y regresó con una gran jarra de agua, que colocó sobre la mesa. El banquete había adquirido ya un aspecto espartano. De pronto, vio Guillermo un par de objetos pequeños, relucientes, en medio de la mesa, encima de un papel. Alberto y Humberto también lo estaban mirando. Alargando el cuello, Guillermo descubrió que eran una magnífica navaja y una lupa y que en el papel decía: «Para el capitán del equipo vencedor».
—¿Puso tu madre esto aquí? —preguntó Alberto.
El otro afirmó con la cabeza. Luego dijo, con amargura:
—No sé, para qué quiere dar «dos» regalos. Estaría bien si los ganasen «ellos», ¿eh?
—Lo más probable es que los ganen —murmuró Alberto, más contristado aún—. ¡Son tan «brutos»!
Luego se disipó su expresión de tristeza.
—Bueno, mira; ellos no lo sabrán. Ninguno lo sabe. Métete la navaja en el bolsillo, Humberto, y yo me quedaré con la lupa, ¿comprendes? Es mucho mejor eso que se lo lleven «ellos», ¿no te parece? Y tu madre no se enterará.
Cogió el papel y lo hizo pedazos. Humberto se metió, obedientemente, la navaja en el bolsillo, mientras Alberto se guardaba la lupa. Una sonrisa de admiración iluminaba el semblante de Humberto.
—Oye Albertito —dijo—: sí que «eres» listo… ¿Les decimos a los otros lo que hemos hecho…? A los de nuestro equipo, quiero decir.
—¡Quiá, hombre! No se lo digas a «nadie»… Así habrá más para nosotros dos.
Luego contempló la mesa y empezó a reír.
—¡Oye! —exclamó—. ¡Si «supieran»…! ¡Si «llegaran» a saber!
Aquello le hizo gracia a Humberto. Empezó a sonreír; luego a reír. Cuanto más miraban la mesa, más gracia les hacía a los dos. Acabaron por oprimirse los costados y reír a carcajada limpia.
Guillermo descendió, silenciosamente, del árbol, volvió a la pared, la saltó y regresó rápidamente al campo.
La mayor parte de los humbertolaneítas y de los «Proscritos» se habían reunido ya y estaban jugando un partido preliminar. Ya se habían roto varios bastones y la única pelota de que disponían había ido a parar, accidentalmente, al charco del otro extremo del campo, donde se había hundido. Un grupo de salvamento rodeaba el charco, con el agua hasta los tobillos, buscando, en vano, la perdida pelota. El jugador responsable de la pérdida se hallaba cerca, pesaroso de haber perdido la cosa más necesaria para efectuar el partido y, al propio tiempo, orgulloso de la fuerza del golpe causa de la desaparición.
Los humbertolaneítas prorrumpieron en aclamaciones al ver a Humberto Lane y a Alberto Franks acercarse al campo, cogidos del brazo. El asunto de la pelota perdida se discutió durante un buen rato. El ofrecimiento que hizo un niño de ir a su casa a buscar un coco (que dijo haber comprado el día anterior, y no haber abierto, y que resultaría una pelota «estupenda») fue rechazado.
Guillermo resolvió el problema llenando su pañuelo de hierba y piedras, y atándolo fuertemente en forma de pelota. A continuación hubo que decidir quién tenía derecho a escoger lado del campo. Ninguno llevaba una moneda; conque Guillermo decidió que los dos capitanes tiraran piedras y que el que tirara más lejos, tendría derecho a escoger. Naturalmente, Guillermo ganó, con mucho. La piedra de Humberto alcanzó, accidentalmente, a uno de los de su propio equipo, que rompió a llorar y se fue a su casa, rugiendo de agudo dolor e ira, a decírselo a su padre.
El partido en sí no entra en este relato. En realidad, el partido exigía un relato para sí solo (aunque no pienso dárselo). Fue un partido glorioso. Fue un partido que se hizo famoso en los anales del pueblo. Trozos de bastón roto quedaron señalando el campo durante muchos meses después. Lo único importante, en cuanto a este relato se refiere, es que los «Proscritos» ganaron por veinte goles contra cero.
Había acabado el partido.
Se hallaban todos jadeantes, sudorosos, con los ojos hinchados, las espinillas magulladas, el cabello desgreñado, cubierto de barro… Volvieron a ponerse las chaquetas. Enrique había logrado deshacerse de «Mico» con la chaqueta, sin llamar la atención. En aquel momento intentaba, con igual disimulo, colocar a «Mico» en su sitio al mismo tiempo que se ponía la chaqueta. Guillermo se puso delante de él para que los humbertolaneítas no se dieran cuenta de lo que hacía.
Humberto Lane y Albertito Franks se acercaron. Humberto, aún pálido y más delgado gracias al ejercicio que había hecho aquella tarde (en realidad, se había mantenido bien alejado de la pelota y fuera de la zona de peligro), se adelantó con empalagosa sonrisa.
—¿Queréis venir a nuestro cobertizo a tomar el té? —inquirió.
Le guiñó un ojo a Alberto al hablar y este último rio.
Todos los niños se dirigieron al jardín de los Lane. Al penetrar en el cobertizo y no ver más que los bollos corrientes y agua, se leyó el desencanto de algunos que habían esperado algo mucho mejor. Pero no en el de Guillermo. Guillermo, lealmente al lado de Enrique, que seguía cargado con su mono, lucía una expresión inescrutable. Todos se reunieron en torno a la mesa. Corrieron los bollos; se sirvió el agua. Alberto Franks y Humberto Lane reían juntos en un rincón.
De pronto, en un momento de descuido de Enrique, se le desabrochó la chaqueta y cayó «Mico» al suelo. Los humbertolaneítas (doloridos en mente y cuerpo como resultado del partido) empezaron a burlarse, encantados de la ocasión que se les presentaba.
—¡Oh, fijaos en eh mono de juguete de Enrique!
—¡Ah, se ha traído su mono de juguete!
—¡Uy, qué mono!
—Nene, guapo, ¿por qué ha traído nenín su monín chiquirritín?
Durante un momento, los «Proscritos» quedaron desconcertados. Vagamente sentían que el atacar a los humbertolaneítas junto a una mesa cargada de comestibles (por poco apetitosos que fueran), suministrados por la madre de Humberto Lane, sería una gran falta de caballerosidad. Y los humbertolaneítas, dándose cuenta de su estado de ánimo, se hicieron más atrevidos y arreciaron más con sus insultos.
—¡Uh, nene de pecho!
—¿Dónde está su biberón?
Los «Proscritos» se volvieron hacia Guillermo, en busca de guía, y, en aquel preciso momento, brilló en el rostro congestionado y cubierto de barro de Guillermo la expresión que anunciaba, a cuantos le conocían, que de nuevo había descendido sobre él la inspiración. Se desvaneció la expresión casi inmediatamente, quedando su rostro tan sombrío e inescrutable como siempre. Le quitó «Mico» a Enrique y, alzándolo en alto, se dirigió a los humbertolaneítas.
—Si «supierais» lo que es esto —dijo, lentamente— andaríais con «mucho» cuidado antes de hablar de él.
A su pesar, aquello impresionó a los humbertolaneítas. El tono de Guillermo, los ojos de Guillermo, el ademán de Guillermo, les causó impresión. Sabían que Guillermo no era chico al que pudiera tomársele en broma.
—Bueno, y ¿qué es? —inquirió Alberto Franks.
—Es mágico —dijo Guillermo, en voz profunda, haciendo caso omiso de Alberto y dirigiéndose a los otros.
Intentaron burlarse otra vez; pero la fijeza de la mirada de Guillermo y la sinceridad de su voz surtieron efecto en ellos. Aun cuando, exteriormente, se burlaban de la magia, no andaban tan lejos de la edad en que la magia había sido para ellos cosa tan natural como los cuentos de hadas pueden hacerla parecer, y más de uno de ellos seguía creyendo en ella, en secreto. Guillermo soltó una breve carcajada.
—¡Si «supierais»…! —repitió.
Luego guardó silencio, como si temiera que se le escapase algún secreto.
—Bueno —le desafió Humberto Lane—; pues si es mágico, que «haga» algo mágico.
—Ya lo creo —contestó Guillermo. Luego se dirigió a los otros—. ¿Veis ese cajón viejo que hay contra la pared?
Todas las miradas se fijaron en el cajón.
—Eso no es más que un cajón viejo vacío, ¿verdad, Humberto? —inquirió Guillermo.
Guillermo hizo describir al mono un círculo con el brazo.
Humberto palideció levemente y parpadeó.
—Ah… claro —tartamudeó—; claro que sí.
Guillermo hizo describir al mono un círculo con el brazo. Todos le miraban con interés, los ojos desmesuradamente abiertos, sus bocas masticando bollo.
—Bueno —dijo Guillermo—; pues ahora «Mico» lo ha encantado, dejándolo lleno de deliciosos pasteles. Mirad y lo veréis.
Todos le miraban con interés.
Corrieron todos hacia el cajón. Se oyeron gritos de sorpresa y de emoción al descubrirse el tesoro. Todos empezaron a pelearse por los pasteles. Alguien tuvo la buena idea de rescatarlos y transferirlos a la mesa, donde se repartieron.
Humberto Lane y Alberto Franks contemplaban el espectáculo en silencio, boquiabiertos y con los ojos desorbitados por la sorpresa y el horror. Poco a poco se apaciguó el clamor. Todos miraban a Guillermo y a «Mico» con profundo respeto.
—«Oye» —dijo un niño pequeño, tan claramente como se lo permitió el pastel de crema que le llenaba la boca—. Oye; ¿puede hacer algo más?
—Claro que sí —contestó Guillermo—. Fijaos en ese otro cajón de allí.
En silencio, todos se volvieron para mirar el cajón. Aguardaban con emocionada expectación. El único movimiento era el de los labios, y el viaje automático de las manos llenas a la boca, porque ni un segundo dejaron de comer los jugadores su parte del tesoro recién descubierto. Los platos de bollos y pastas habían quedado abandonados. Uno de ellos, incluso, había caído al suelo, sin que nadie se preocupase en recoger su contenido.
—Eso no es más que un cajón viejo vacío, ¿verdad, Humberto? —inquirió Guillermo.
—Sí —contestó el interpelado.
Guillermo hizo que «Mico» moviera el otro brazo.
—Bueno, pues ya está encantado de forma que se ha llenado de botellas de limonada.
Hubo carreras y gritos de emoción al descubrirse el nuevo tesoro. Hubo una ovación. Todos echaron mano a las botellas. Bebieron directamente de ellas, sin preocuparse en usar los vasos. Había botellas para todos y aún sobraban. Humberto y Alberto miraban en silencio. Se habían vuelto algo amarillos y los ojos seguían amenazando con salírseles de las órbitas. No sabían qué pensar de todo aquello.
De nuevo volvió a renacer la tranquilidad y miraron todos al mono y a Guillermo.
Estaban repletos de pasteles y de limonada. Se sentían en el colmo de la felicidad. Tenías ganas de más.
—¿Qué más sabe hacer, Guillermo? —le preguntaron.
—Puede hacer «cualquier cosa» que yo le mande.
—Dile que haga algo más.
—Bueno —contestó Guillermo—. ¿A quién le gustaría una navaja nueva?
—¡A «mí»! —gritó una docena de voces.
—No tendrás tú una en el bolsillo que regalarle a nadie, ¿verdad, Humberto? —inquirió Guillermo.
Humberto cambió de color. De amarillo se tornó verde.
—No; «no» tengo —escupió, más que dijo, con rabia.
—No —dijo Guillermo, volviéndose a los otros—; y ahora, ¿a quién le gustaría una lupa?
—¡A «mí»! —aullaron todos, a coro.
—Alberto no tendrá una lupa en el bolsillo ahora, ¿verdad, Alberto?
—Noooooo —contestó Alberto, mirando a todos con ferocidad—; no tengo tal cosa.
Guillermo hizo que «Mico» describiera círculos en el aire con los dos brazos.
—Dice —aseguró Guillermo, muy en serio— que a pesar de que Humberto y Alberto no tienen «ahora» nada de eso en el bolsillo… si los cogéis y les metéis de cabeza tres veces en el barril de agua de lluvia… encontraréis esas cosas en sus bolsillos cuando hayáis terminado… Una navaja en el bolsillo de Humberto… y una lupa en el de Alberto. Pero no debéis mirar primero… y «tenéis» que meterles la cabeza debajo del agua tres veces, o no encontraréis nada.
Dando un grito de terror, Humberto dio media vuelta y salió, corriendo, del cobertizo. Alberto le siguió de cerca y tras ellos salió un grupo de niños emocionados, dando aullidos. El grupo se componían de humbertolaneítas y de secuaces de los «Proscritos» que incluso se habían olvidado de los restos de los pasteles y de la limonada en su frenesí por conseguir navajas y lupas.
Alcanzaron a Humberto y a Alberto precisamente al lado del barril de agua de lluvia.
* * *
Los cuatro «Proscritos» emprendieron el camino de sus casas, completamente felices. Aún llevaban el polvo y las heridas del conflicto de aquella tarde; pero se sentían en el colmo de la felicidad. Estaban repletos de pasteles, de limonada y de triunfo. Por encima de la valla que cercaba la residencia de los Lane veían que aún reinaba gran excitación. El muchacho que había dado el primer chapuzón a Humberto le había encontrado la prometida navaja en el bolsillo. El primero en chapuzar a Alberto había encontrado la lupa. Y todos los demás muchachos luchaban por dar tres chapuzones a Humberto o a Alberto, con la esperanza de que aquel procedimiento mágico haría aparecer más navajas y más lupas.
La creencia en el poder de «Mico» y la sed de navajas y lupas podían más, de momento, que los sentimientos humanitarios de los niños. Los gritos de las dos víctimas se elevaban, inútilmente, al cielo. Era evidente que la servidumbre de los Lane había decidido prestar oído sordo a cuanto ocurriese aquella tarde.
Los «Proscritos», con admirable previsión, se habían retirado antes de que pudiese sobrevenir algún accidente. (El regreso de los esposos Lane, por ejemplo, contra el cual el poder de «Mico» resultase inútil).
Caminaban pavoneándose. Enrique llevaba el mono mágico abiertamente colocado triunfalmente sobre el hombro. Iban comiendo pasteles de crema (de los que se habían llevado una buena cantidad al marcharse). De vez en cuando, uno de ellos se echaba a reír, al recordar lo ocurrido.
—Oye, Guillermo —dijo Enrique, por fin— ¿cómo se te ocurrió eso?
Guillermo sepultó las manos, increíblemente sucias, en los bolsillos y alzó su inexpresablemente chata nariz.
—Pues… inteligencia que uno tiene, nada más —replicó, pavoneándose.