GUILLERMO CANTA VILLANCICOS
Sólo faltaban dos días para Nochebuena y los «Proscritos» se hallaban reunidos en el jardín de la casa de Pelirrojo, discutiendo, algo pesimistas, lo que había en perspectiva. Todos menos Enrique… —porque este, resignándose, fatalista, a su suerte—, se había ido a pasar las Pascuas con unos parientes, en el Norte.
—¿Qué te van a regalar a ti? —le preguntó Guillermo a Pelirrojo.
Los «Proscritos» acostumbraban pasar la semana antes de Nochebuena cerciorándose de lo que les tenía reservado la suerte. La cosa era bastante fácil, debido, primeramente, a las costumbres conservadoras de sus familias de ocultar sus regalos en el mismo sitio año tras año. Los «Proscritos» sabían exactamente en qué cajón o alacena hacer un registro y siempre adivinaban, gracias a un instinto que no les fallaba nunca, cuál de los regalos escondidos les estaba destinado.
—Nada de particular —dijo Pelirrojo, sin entusiasmo—; pero nada que sea «terrible», menos el regalo de tío Jorge.
—¿Qué cosa es esa?
—Un «libro» —contestó Pelirrojo, con indescriptible desdén—; un libro que se llama «Reyes de Inglaterra». ¡Huh! Y tendré que decir que me gusta y darle las gracias. Y ni siquiera podré venderlo, como no sea por seis peniques, porque nunca se puede sacar más. Y eso que ha costado cinco chelines. «¡Cinco chelines!» Lo tiene marcado detrás. ¿Por qué no me podía dar los cinco chelines y dejarme a mí comprar algo que valiese la pena?
Hablaba con la amargura del que airea una queja antigua.
—¡Mira que andar tirando el dinero en cosas como «Reyes de Inglaterra», en lugar de dárnoslo para que nos compremos algo que valga la pena! Imaginaos la de cosas buenas que podríamos comprar con cinco chelines, en lugar de cosas tontas como «Reyes de Inglaterra».
—Hombre —estalló Douglas, indignado—; no es tan malo eso como lo que mi tía Juana me ha comprado. Es una corbata. «¡Una corbata!» (escupió estas dos palabras con disgusto). La encontré cuando fui a tomar el té con ella la semana pasada. Una corbatucha verde. Bueno, pues yo preferiría fingir estar encantado de cualquier libro que de una corbata verde. Y ni siquiera me quedará el recurso de que me la ponga… ¡una indecente corbatucha verde!
Pero Guillermo no se dejaba ganar.
—Vosotros no sabéis aún lo que me ha dado mi tío Carlos. Le oí contárselo a mamá. ¡Una navajucha de crío recién nacido!
—¡Una navaja! —exclamaron los otros—; pues una navaja no es de despreciar.
—Yo preferiría una navaja a los «Reyes de Inglaterra» —murmuró, amargamente, Pelirrojo.
—Y yo preferiría una navaja o los «Reyes de Inglaterra» a una corbatucha verde —aseguró Douglas.
—Un «Reyes de Inglaterra» es peor que una corbata verde —dijo Pelirrojo, con ferocidad, como si empeñara su honor que se dijese lo contrario.
—¡No es peor! —contestó Douglas, con no menos ferocidad.
—¡Sí que lo es!
—¡No lo es!
Se hubiera acabado de dilucidar la cuestión mediante una lucha cuerpo a cuerpo entre los protagonistas, de no haber introducido Guillermo su navaja (hablando en metáfora) otra vez en la discusión.
—Sí —dijo—; pero vosotros no sabéis qué clase de navaja es esa, y yo sí. Tengo tres navajas, y una de ellas es casi tan grande como un cuchillo corriente y tiene cuatro hojas, y una cosa para sacar piedras de las herraduras de un caballo, y otras cosas que aún no he descubierto para qué sirven, y la que él me va a dar es una navaja de recién nacido. No tiene más que una hoja y le oí decirle a mi madre que no podría hacer daño alguno con ella. ¡Hay que ver! (Su voz temblaba de indignación). ¡Mira que regalar una navaja con la que no se puede hacer daño…!
Pelirrojo y Douglas se quedaron boquiabiertos ante semejante noticia. El insulto de la corbata y de los «Reyes de Inglaterra» resultaba insignificante comparado con el mortal ultraje que representaba el regalo de una navaja con la que no se podía hacer daño.
Guillermo regresó a su casa temblando aún de furia.
Encontró a su madre en la sala. Parecía preocupada.
—Guillermo —dijo—; el señor Salomón ha estado aquí hace un momento.
El muchacho oyó la noticia sin dar señal alguna de interés. El señor Salomón era el director de la Escuela Dominical, sobre la que los «Proscritos» derramaban, de mala gana, la luz de su presencia todos los domingos por la tarde. El señor Salomón era un hombre sincero, joven, y de muy buenas intenciones, y los «Proscritos», generalmente, encontraban cosa fácil ignorarle por completo. Él no encontraba tan fácil hacer como si no existieran los «Proscritos». Pero era hombre que nunca desesperaba ni cejaba en sus esfuerzos por despertar sus buenos sentimientos, cosa que, hasta la fecha, no había logrado en absoluto.
—Va a sacar a los muchachos mayores a cantar villancicos por Nochebuena —prosiguió la señora Brown, con incertidumbre—. Vino a preguntar si preferiría yo que no fueses.
Guillermo guardó silencio. La oferta era inesperada y estaba llena de magníficas posibilidades. Pero, como comprendía perfectamente aquel dejo de incertidumbre que contenía la voz de su madre, recibió la noticia sin cambiar para nada de expresión. El ligero disgusto causado por pensar demasiado en la ignominia de una navaja con la que no podría hacer daño alguno, permanecía reflejado en sus poco clásicas facciones.
—¡Hum! —murmuró sin el menor interés.
—¿Te gustaría ir? —preguntó la señora Brown.
—Lo mismo me da —dijo Guillermo, como quien contesta por contestar, y sustituyendo por la de un aburrimiento infinito la expresión de disgusto que antes brillara en su rostro.
La señora Brown, mirándole, pensó que la aprensión del señor Salomón carecía por completo de fundamento.
—Si fueses, Guillermo, te portarías bien y no crearías conflictos, ¿verdad?
El rostro del muchacho reflejó el más profundo de los asombros. Parecía como si apenas pudiera dar crédito a sus oídos.
—«¿Yo?» —exclamó, indignado—. ¿Yo…? «¡pues claro que no!»
Parecía haberle dolido tanto la pregunta, que su madre se apresuró a tranquilizarle.
—Ya me lo figuraba, ya, Guillermo. Le dije eso mismo al señor Salomón. Te… te gustaría ir, ¿verdad?
—¡Hum! —contestó Guillermo, cuidando no aparentar demasiado interés.
—¿Qué es lo que te gustaría de eso, hijo? —preguntó la señora Brown, orgullosa de su astucia.
Guillermo asumió una expresión angelical.
—El cantar himnos y… y salmos —contestó, con beatitud—, y… y… todo eso.
Su madre pareció sentirse aliviada.
—Eso es, querido —dijo—. Yo creo que resultará una experiencia muy provechosa para ti. Así se lo dije al señor Salomón. Parecía temer que fueses animado por sentimientos distintos; pero yo le dije que estaba segura de que no sería así.
La inextinguible fe que la señora Brown tenía en su hijo menor era una de las cosas más bellas y emocionantes que ha conocido el mundo.
—¡Oh, no! —contestó Guillermo, escandalizado, al parecer, por semejante idea—. No iré animado por sentimientos distintos. Iré como… bueno, ya sabes… lo que tú dijiste… una experiencia provechosa y todo eso.
—Sí —asintió su madre—; me gustaría que fueses. Será una cosa que recordarás mientras vivas.
En realidad, resultó ser una cosa que el señor Salomón, más bien que Guillermo, había de recordar toda su vida.
* * *
Guillermo se encontró con Pelirrojo y con Douglas a la mañana siguiente.
—Yo voy a cantar villancicos por Nochebuena —anunció con orgullo.
—Y yo —aseguró Pelirrojo.
—Y yo —dijo Douglas.
Resultó que el señor Salomón también había visitado a sus padres el día anterior, diciéndoles, igual que a la madre de Guillermo, que dudaba fuese prudente permitir a sus hijos formar parte del grupo de cantores. A pesar de que le animaban los mejores sentimientos del mundo, no era hombre de mucho tacto y no había expresado sus dudas de la mejor manera para aplacar el orgullo materno.
—Mi madre replicó —dijo Pelirrojo— que ¿por qué no había de ir yo, igual que los demás? y allá voy yo.
—Igual dijo la mía —afirmó Douglas—; y también voy yo.
—Sí —dijo, indignado, Guillermo—; ¡mira que decir que sería mejor que yo no fuese! Pero ¡si yo canto villancicos tan bien como el que mejor en todo el mundo! ¡Si cuando me pongo a cantar se me oye desde el otro extremo del pueblo…!
Esta afirmación, siendo inatacable, pasó sin ser discutida.
—¿Sabéis dónde vamos a ir? —preguntó a continuación.
—Dijo que empezaríamos por Well Lane —contestó Douglas.
—Mi tío Jorge vive en Well Lane —murmuró Pelirrojo, pensativo—; el tío que me va a regalar «Reyes de Inglaterra».
Hubo un momento de silencio. Durante el mismo, se les ocurrió a los tres proscritos que la expedición pudiera muy bien encerrar posibilidades mayores de lo que, en un principio, se imaginaran.
—Y, «luego», ¿dónde iremos? —inquirió Guillermo.
—Por la calle del pueblo arriba.
—Mi tío Carlos —murmuró Guillermo, pensativo— el que me va a regalar la navaja con que no se puede hacer daño a nadie, vive en las afueras del pueblo.
—Y mi tía Juana, la que me va a regalar la corbata verde, también.
El rostro de Guillermo asumió su expresión de temerario caudillo.
—Bueno —dijo—; haremos lo que podamos.
Muchas, muchas veces antes de que llegara Nochebuena, lamentó amargamente el señor Salomón el impulso que le hizo formar el grupo de cantadores de villancicos. Le hubiera gustado cancelar el asunto por completo; pero carecía del valor necesario para ello.
Celebró varios ensayos en los que su grupo de cantores, de voz llena, pero poco melodiosa, rugió, más que cantó, el «Buen Rey Wenceslao» y «La primera Navidad», compensando en volumen lo que faltaba en armonía. Durante dichos ensayos el señor Salomón no apartaba la vista de los «Proscritos». A medida que transcurría el tiempo, la inquietud del director iba en aumento, porque los «Proscritos» se portaban como seres de otro mundo más perfecto.
Se mostraban dóciles, obedientes y respetuosos. Y eso no era lógico en los «Proscritos». Normalmente, ya se hubieran cansado del asunto. Normalmente, hubiesen estado agrupados detrás de todos, comiendo nueces y tirando las cáscaras a enemigos y amigos con correcta imparcialidad. Pero no estaban haciendo semejante cosa. Permanecían en primera fila, con expresión angelical (o lo más semejante que les era posible), cantando «El buen Rey Wenceslao», con concienzuda estridencia.
Al señor Salomón le hubiera tranquilizado verles partir nueces o introducir, deliberadamente, discordancias en la melodía (introducían discordancias, es verdad; pero lo hacían sin querer). Empezó a germinar en él la horrible idea de que maduraban algún plan secreto.
* * *
Los presuntos cantores de villancicos se reunieron con el señor Salomón a un extremo del pueblo, al anochecer. El señor Salomón estaba nerviosísimo. Le había sido necesario recurrir a toda su bondad innata para no suspender definitivamente el asunto, so pretexto de una indisposición. Llevaba un farol en una mano y una caja de caramelos debajo del brazo. La noche anterior había comprado aquella enorme caja de caramelos, obedeciendo a un impulso. Alimentaba la vaga esperanza de que pudiera resultar útil en algún momento de peligro.
Alzó el farol y examinó el grupo de rostros apiñados a su alrededor. Parecía estar contándolos. En realidad, estaba asegurándose de si los «Proscritos» se hallaban allí. Había estado todo el día confiando en que, a última hora, los «Proscritos» decidirían no acudir. Después de todo, se dijo, abundaban los casos de sarampión en la localidad. O tal vez se hubieran olvidado de acudir. Pero el desaliento cayó sobre él. Estaban allí, en el centro del grupo. Suspiró. Con toda seguridad, centenares de niños en el mundo entero estarían presentando síntomas inconfundibles de sarampión. Sin embargo, aquellos muchachos estaban tan sanos como puede estarlo un chiquillo. La vida está llena de ironías.
—Bueno, henos aquí —dijo en la voz dolorosamente alegre que empleaba siempre con los niños—. Henos aquí todos… Todos estáis en condiciones, ¿eh? Pues bajaremos por Well Lane primero.
—Tío Jorge —susurró Pelirrojo.
—Tirad calle abajo —dijo el señor Salomón— hasta que lleguéis a «Los Laureles». Allí, entrad en el jardín, y empezaremos cantando «La primera Navidad».
Obedientemente, el pequeño grupo se dirigió a Well Lane. Iba tan silencioso y ordenadamente como pudiera desear el director de una escuela dominical. No obstante, el señor Salomón andaba muy lejos de estar tranquilo. A su pesar, no podía menos de recordar que la calma absoluta es presagio de fuerte tormenta.
Se hubiera sentido completamente feliz, naturalmente, si los «Proscritos» no se hubieran hallado presentes.
Sin embargo, se había tomado la mar de trabajo en preparar su itinerario. Sólo tenía intención de hacer media docena de visitas y cantar un villancico en cada una. No era fácil que hubiese quien pidiera una repetición. Todo el asunto debiera de quedar terminado en una hora. Por lo menos, así lo esperaba.
Ya había preparado de antemano a las personas que habían de ser honradas con una visita de sus cantores, y aunque dichas personas no habían mostrado entusiasmo alguno, estaban dispuestas a recibir la visita con la buena voluntad propia de las festividades. No tenía la menor intención de correr el riesgo de ser recibido poco cristianamente haciendo visitas inesperadas. A pesar de que sus intenciones eran mejores que su oído musical, sospechaba, vagamente, que las voces de sus cantores dejaban mucho que desear.
Las señoritas Perkins vivían en «Los Laureles» y habían asegurado al señor Salomón que les encantaría —que les encantaría «mucho»— oír a los queridos niños cantar villancicos, y que también le gustaría a «Muffy» («Muffy» era el gato de las señoritas Perkins). Sea como sea, la visita a las señoritas Perkins debía salir muy bien. Afortunadamente, las solteronas en cuestión eran algo sordas.
Todo parecía marchar viento en popa. Los cantores caminaban silenciosos y tranquilos —no gritando y peleando, como acostumbran hacer los niños con harta frecuencia. El señor Salomón se empezó a animar. Después de todo, la idea era muy hermosa—; y, en realidad, los chicos se estaban portando muy bien. Vio que Guillermo, Pelirrojo y Douglas caminaban juntos, en silencio y con todo decoro. Era maravilloso ver cómo muchachos tan traviesos como aquellos se dejaban influir por el espíritu de Nochebuena.
Caminaban delante, guiando a la pequeña tropa; torcieron, obedientemente, por la verja de «Los Laureles». El joven sacó la batuta y les siguió, sonriendo con orgullo.
La luz del farol cayó sobre el nombre inscrito en la verja y… ¡no era «Los Laureles»! Era «Los Cedros».
Naturalmente, el señor Salomón no podía saber que los «Proscritos» habían pasado de largo «Los Laureles», metiéndose, con toda intención, en el jardín de «Los Cedros», porque el tío de Pelirrojo vivía allí.
—¡Salid de ahí! —gritó la vocecita del señor Salomón, en la oscuridad—. ¡Os habéis equivocado de casa! ¡Salid de ahí!
Pero los muchachos habían empezado a cantar ya, violentamente, «La primera Navidad». Fue una lástima que no aguardaran a que el señor Salomón, que tenía la batuta en la mano, les diese la nota.
Fue una lástima también que no empezaran todos al mismo tiempo, y que, habiendo empezado cada uno de ellos en momento distinto, se empeñaran en conservar su ritmo y su interpretación personales. Fue también una grandísima lástima que no conociesen la letra.
Pero la lástima mayor de todas fue que poseyeran voces tan potentes. No obstante, sería imposible negar su celo. No cabe la menor duda de que cada uno de ellos hizo uso de cuanta potencia y energía poseía para que saliera bien la canción. El sonido resultante fue diabólico. «Diabólico» es una palabra muy fuerte; pero apenas lo es bastante. El idioma no posee, en realidad, palabra bastante fuerte paro describir el efecto de aquella interpretación de «La primera Navidad».
Después de un minuto de tortura, se abrió violentamente la ventana, y asomó el rostro congestionado de tío Jorge.
—¡Largo de aquí, demonios! —aulló—. ¿Cómo mil diablos os «atrevís» a entrar aquí, armando tan infernal jaleo? ¡«Lar… go… de… a… quí», he dicho!
La voz del señor Salomón sostenía su plañidera pero inútil queja.
—Salid de ahí, muchachos. Os habéis equivocado de casa. Dije «Los Laureles»… Las señoritas Perkins y «Muffy» se estarán preguntando qué habrá sido de nosotros… ¡Dulcemente, niños! ¡No gritéis «así»! Y estáis desentonando.
Pero nadie le oyó. El jaleo continuó ensordecedor. Los demás cantores se dieron cuenta de que los «Proscritos», por alguna razón que ellos solos conocían, estaban decididos a hacer el mayor ruido posible, y les ayudaron de mil amores a conseguir su objeto. Hallaron el procedimiento muy divertido. Empezaron a decirse que la cosa iba a resultar mucho más interesante de lo que habían imaginado.
—¡Largo de aquí, demonios!— aulló.
—Os habéis equivocado de casa— seguía diciendo el señor
Salomón.
Alegremente aullaron, y aullaron, y aullaron. Por encima de ellos, tío Jorge, congestionado, gesticulaba y pronunciaba palabras que quedaban (por suerte tal vez) ahogadas por el terrible tumulto.
De pronto, se hizo el silencio.
Los «Proscritos» habían dejado de cantar y los demás callaron también, aguardando a ver qué pasaba. Naturalmente, tío Jorge aprovechó la oportunidad, y el resultado inmediato fue una inundación de elocuencia que los cantores escucharon encantados y que hizo palidecer al señor Salomón.
—Perdone usted, caballero —jadeó el pobre hombre, recobrando por fin el aliento—. Ha sido un error… los muchachos se equivocaron de casa… la visita era para unas amigas nuestras… No ha habido la menor intención de ofenderle, se lo aseguro.
Pero tan sin aliento estaba, que sólo le oyeron los dos muchachos más próximos a él, y nadie le hizo caso. Porque, con gran asombro de todos ellos (menos de Pelirrojo y de Douglas), Guillermo tomó la palabra.
—Perdone, señor; estamos recogiendo libros para nuestra biblioteca. ¿Podría usted darnos algún libro para nuestra biblioteca?
El señor Salomón se quedó boquiabierto al oír tan sorprendente afirmación. Intentó protestar; pero el asombro no se lo permitió.
No le ocurría, sin embargo, lo propio a tío Jorge. Contestó negativamente a la pregunta con tal energía y tantas palabras, que causó la admiración de los cantores. Guillermo respondió a la negativa rompiendo a cantar con rapidez y total desafinación «El buen rey Wenceslao».
Los «Proscritos» siguieron su ejemplo. Los demás cantores no quisieron ser menos. La mayor parte, para demostrar que eran conservadores, se pusieron a cantar «La primera Navidad». Pero esto no tenía demasiada importancia. Nadie hubiera podido distinguir qué cantaba ninguno de ellos. Letra y música se perdían en una algarabía de poco melodioso sonido. Cada cantor conoció el encanto de poder gritar con toda la fuerza de sus pulmones e intentar ahogar las voces de sus compañeros.
Delante de ellos, tío Jorge, con todo el busto fuera de la ventana de su cuarto, gesticulaba violentamente y su rostro, de rojo, se tornaba en morado y culminaba en negro.
Tras ellos, el señor Salomón se había agarrado a la verja para no caer, gimiendo y enjugándose la frente.
Por segunda vez los cantores guardaron bruscamente silencio, obedeciendo a una señal de Guillermo. Al cesar el ruido de pesadilla, sólo interrumpieron el silencio los gemidos del señor Salomón y el barbotear de tío Jorge, entre cuyas palabras se distinguía, repetida hasta la saciedad, la de «policía».
Pero había desaparecido ya parte del frenesí de tío Jorge. Parecía bastante abrumado. Y no es de extrañar, porque la horrible cantata hubiera abrumado a hombres más fuertes que él. De nuevo alzó Guillermo la voz.
—¿Puede usted darnos un libro para nuestra biblioteca? Estamos recogiendo libros para nuestra biblioteca. Queremos un libro para niños… sobre historia. Si tiene usted uno que darnos. Para nuestra biblioteca, haga el favor.
En segundo término, el señor Salomón, agarrado aún a la verja, gemía:
—Le aseguro a usted, caballero… equivocación… otra casa…
Con admirable prontitud y una fuerza que resultaba asombrosa teniendo en cuenta la energía que ya debía de haber gastado, Guillermo prorrumpió, con inesperada violencia, a cantar «Librad la Santa Lucha», que el señor Salomón les había empezado a enseñar el domingo anterior. Fueron haciéndole coro los otros, de la misma forma que antes, empezando cada uno por su cuenta y a su manera. Aquello fue lo último. Tío Jorge quedó convencido.
Con ademán de mortal angustia se llevó las manos a los oídos y retrocedió, tambaleándose. Después volvió a salir y «Reyes de Inglaterra» alcanzó a Guillermo en la cabeza, cayendo luego en el suelo, a sus pies. Guillermo le recogió e hizo una señal para que cesara el himno. Un momento más tarde, los cantores habían desaparecido. Sólo quedaba el señor Salomón, asido a la verja, aturdido por los terribles acontecimientos que había presenciado, y el tío Jorge, que aún farfullaba por la abierta ventana.
Tío Jorge dejó de farfullar de pronto, y descargó sobre el señor Salomón, casi invisible en la oscuridad, un torrente de elocuencia digno de un auditorio que hubiera sabido apreciarlo mejor.
El señor Salomón miró a su alrededor, frenético. Buscó su farol: había desaparecido. Buscó su caja de caramelos: había desaparecido. Buscó a los cantores: habían desaparecido.
Perseguido por los subidos comentarios de tío Jorge, corrió a la calle y miró en una y otra dirección. No se veía ni rastro del farol, ni de la caja de caramelos, ni de los cantores de villancicos. Corrió hacia la calle del pueblo a la que les había dicho que fuesen y donde era de suponer que se les esperaba.
Ni rastro de ellos encontró.
Fuera de sí corrió arriba y abajo de la calle.
Allá, al otro extremo, apareció la musculosa figura de… un policía. Enervado por los acontecimientos de que había sido espectador, el inocente señor Salomón huyó del representante de la Ley como un criminal y corrió hacia su casa tan aprisa como se lo permitieron sus piernas.
* * *
Entretanto, los cantadores de villancicos se acercaban, alegremente, a la casa de la tía de Douglas, que se alzaba en la ladera de la colina. Guillermo iba el primero, con la linterna en una mano y la caja de caramelos debajo del brazo. Tras él caminaban los otros, chupando, felices, un puñado de caramelos cada uno.
Habían tirado «Reyes de Inglaterra» en el río que atravesaba el pueblo, al pasar cerca de él. Ninguno, fuera de los «Proscritos», tenía la menor idea de lo que se estaba haciendo. Lo único que sabían era que, lo que había prometido ser una excursión normal y aburrida, organizada por la escuela dominical, se estaba convirtiendo en expedición emocionante y llena de anormalidades, organizada por Guillermo.
Le seguían encantados, pensando, con embeleso, en la gloriosa mezcla de sonidos en que habían tomado parte y aguardando, con impaciencia, otra igual, gozando al propio tiempo de las delicias de tener la boca llena hasta rebosar de caramelos extraídos de la caja del señor Salomón.
Guillermo les condujo al jardín de Villa Rosa, donde vivía la tía de Douglas. Allí se agruparon, preparados para el ataque. Los que no habían acabado de chupar los caramelos, se los tragaron enteros y respiraron profundamente.
Miraron a Guillermo. Este dio la señal. Se inició la tromba. El efecto resultó aún más potente que la vez anterior, porque no había dos que cantaran la misma canción.
Guillermo, cansándose de los villancicos, cantaba «Valencia», a grito pelado.
Pelirrojo, que estaba un poco pasado de moda, entonaba: «Sí; no tenemos bananas».
Douglas seguía con el «Buen rey Wenceslao».
De los otros, uno cantaba «¿Conocéis a John Peel?» y los otros: «Mamita color chocolate», «Librad la Santa Batalla», «La primera Nochebuena», «Té para dos» y «Aquí estamos otra vez». Pero, eso sí, en el entusiasmo todos iban de acuerdo.
Llevaban dando aullidos cerca de diez minutos cuando Douglas les contuvo con un ademán imperioso.
—Oye —le dijo a Guillermo—: me había olvidado… Es sorda.
Aquello desconcertó a los «Proscritos». Miraron con asombro, primero a Douglas, luego la casa de su tía. De pronto dijo Pelirrojo, excitado:
—¡Mirad! ¡Ha bajado de su cuarto!
En efecto, en una de las habitaciones de la planta baja, que antes había estado oscura, veía moverse la luz de una vela.
—Bueno —dijo Douglas—: pues yo no me voy sin esa corbata después de venir de tan lejos a buscarla.
—Yo iré —se brindó Guillermo— y veré si se lo puedo sacar. Más vale que tú no te acerques, porque te conocería… Seguid cantando vosotros.
Guillermo avanzó osadamente por territorio enemigo. No estaba muy seguro de lo que pensaba hacer. Aguardaría la inspiración, que raramente le fallaba en momentos de apuro.
Temió que la anciana sorda no oyese su llamada; pero esta abrió la puerta casi inmediatamente, arrastrándole dentro con una brusquedad que le asombró y le llenó de turbación. Alta, huesuda, la anciana tenía cierto aspecto de bruja con el cabello gris caído sobre los hombros y envuelto su cuerpo en un batín gris. Llevaba una trompetilla en la mano.
—¡Entra! —exclamó, excitada—. ¡Entra! ¡Entra por la ventana…! Te vi llegar. ¿Qué es?
—Ese ruido. Me despertó. El rugido de animales feroces o… ¿se tratara de un ataque aéreo? ¿Nos ataca algún enemigo?
—No —se apresuró a asegurar Guillermo, por la trompetilla—; no es eso.
—Entonces son animales —prosiguió ella, aún excitada—; a mí me sonó como aullidos de lobo. ¿Los viste?
—Sí.
—¡Y acudiste aquí en busca de asilo! Me lo figuré… Deben de haberse escapado del circo de Moncton. He oído decir que tenían una manada de lobos. Siempre me ha parecido peligrosísimo eso de exhibir animales salvajes… ¿Tienen rodeada la casa, muchacho? ¡Escucha!
—¿Se trata de un bombardeo aéreo?
Allá fuera sonaban, en fantástica mescolanza, «La primera Nochebuena», «El buen rey Wenceslao», «Sí; no tenemos bananas», «Té para dos», «Mamita color chocolate» y «Aquí estamos otra vez».
Tía Juana se estremeció.
—Toda la casa rodeada —dijo—. Hasta yo misma lo oigo… un sonido que hiela la sangre en las venas. He leído mucho acerca de él; pero nunca creí llegar a oírlo. Lo primero que hay que hacer es fortificar la casa.
Guillermo, algo aturdido por el cariz que habían tomado los acontecimientos, contempló cómo la vieja colocaba una mesa delante de la ventana y reforzaba la puerta con un armario.
—¡Vaya! —dijo, por fin—. Eso debiera bastar para impedirles la entrada. Y tengo provisiones para varios días.
Tía Juana parecía, incluso, sentirse alegre al pensar que sitiaba su casa una manada de lobos.
—Escucha —repitió, mientras seguía sonando fuera el horrible ruido que hacían los que cantaban—; escucha e imagínate a esas bestias, hambrientas, con la boca abierta y mostrando los colmillos. Escucha eso (la potente voz de Pelirrojo estaba proclamando a grito pelado, dominando a todas las demás, que sí, que no tenía bananas). ¿Lo oíste…? Ese rugido expresa codicia y astucia, sed de sangre y odio profundo hacia toda la raza humana.
Mientras hablaba, se movía de un lado a otro, transportando muebles de todos los rincones a la proximidad de ventana y puerta.
Guillermo estaba completamente desconcertado. No sabía qué hacer ni qué decir. La contemplaba boquiabierto y asombrado. Cuando daba muestras de querer hablar, la anciana se llevaba la trompetilla a la oreja. El muchacho sonreía forzadamente y movía la cabeza en señal de negación.
Vio como hacía barricadas ante todas las posibles entradas a la casa y se preguntó con desesperación, cómo se las iba a arreglar para volver a salir. Empezaba a arrepentirse de haber entrado y de no haber dejado que el propio Douglas se encargase de conseguir la corbata. Los cantadores de villancicos seguían cantando tan animada y desatinadamente como siempre.
De pronto, tía Juana salió del cuarto, para volver a los pocos momentos con una enorme y anticuada escopeta.
—Hace mucho tiempo que no la uso —dijo—; pero creo que podría dar cuenta de dos o tres de ellos.
El enfado de Guillermo se convirtió en alarma.
—Oh, yo no haría eso… no haría eso —protestó.
A la vieja no le era posible oír lo que decía el niño; pero, viéndole mover los labios, le acercó su trompetilla.
—¿Qué dices?
Guillermo sonrió forzadamente.
—Ah… nada —contestó.
—Entonces, te agradecería que dejases de decir nada —dijo ella, con brusquedad—. Si tienes algo que decir, «dilo». Y si nada tienes que decir, no «lo digas», pero deja de mascullar cosas y decir luego que no dices nada.
Guillermo volvió a sonreír y parpadeó.
Ella se subió a la mesa que había colocado delante de la ventana, y abrió esta última un poco. Por la rendija pasó el cañón de su escopeta. Guillermo la observó, paralizado de horror. Allá fuera, las voces de los cantores parecían aumentar en potencia a medida que transcurría el tiempo.
Guillermo distinguía, vagamente, la figura de sus compañeros, en la oscuridad. Tía Juana era tan miope como sorda.
—Los veo —murmuró—; veo sus vagos cuerpos, delgados y siniestros… «Sí» que creo que podré acabar con un par de ellos. Sea como fuere, el ruido del disparo tal vez les haga retirarse.
Guillermo se sentía, igual que en una pesadilla, incapaz de todo movimiento o sonido mientras la anciana apuntaba con su escopeta a sus confiados amigos que entonaban alegremente, en la oscuridad, su variado repertorio. De pronto, antes de que sonara el disparo fatal, el muchacho la dio un tirón de la bata. La vieja se volvió irritada hacia él y le acercó, de nuevo, la trompetilla a la boca.
—Bueno —exclamó, con brusquedad—. ¿Qué ocurre ahora? ¿Tienes algo que decir aún?
Guillermo recobró, repentinamente, voz e inspiración.
—¡Guardemos la escopeta como… como último recurso… por si atacan la casa! —gritó.
Evidentemente aquella idea surtió efecto. La tía de Douglas retiró la escopeta, cerró la ventana y bajó de la mesa.
—No dejas de tener razón —aseguró.
El éxito de su inspiración tuvo la virtud de devolverle al muchacho la dignidad. Se disipó algo de su desanimación y volvió a recobrar parte de su aplomo. De pronto se le iluminó el rostro. Se le había ocurrido una idea —una «idea»— una IDEA…
—¡Oiga! —exclamó.
—¿Qué pasa?
—He oído decir —gritó por la trampilla—. He «oído» decir que a los lobos les asusta el verde.
—¿El verde? —murmuró ella, con irritación—. ¿Qué verde?
—El verde a secas… el color verde.
—¡Qué estupidez!
—Bueno, pues yo lo he «oído» —insistió Guillermo—. He oído hablar de un hombre que echó a toda una manada de lobos con sólo enseñarles un mantel verde.
—Bueno, pues yo no tengo un mantel verde; por lo tanto, no hay más que hablar.
Pero Guillermo no era del mismo parecer.
—¿No tiene usted «nada» verde? —insistió.
Ella reflexionó.
—Una o dos cosas verdes —contestó por fin—; pero… ¡hay tantas clases de verde! ¿Qué clase ha de ser?
Guillermo estudió la pregunta unos momentos. Luego respondió:
—No sé describirlo; pero lo conocería si lo viese.
Esta contestación, se dijo para sí, resultaba en verdad ingeniosa.
Tras ligera vacilación, tía Juana salió del cuarto, regresando a los pocos segundos con una bufanda verde oliva, un sombrero verde botella y una corbata nueva del verde guisante más violento que imaginarse pueda.
Los ojos de Guillermo brillaron como carbunclos al posarse su mirada en la corbata.
—¡Ese es! —gritó—. ¡Ese es el verde!
Tía Juana pareció disgustarse.
—Sí, creo que podré acabar con un par de ellos.
—Precisamente necesitaba esta corbata para mañana —dijo—. ¿No serviría igual la bufanda? Ya no me hace falta.
—No —contestó Guillermo, con determinación, señalando con un dedo hacia la corbata—. «Ese» es el verde.
—Está bien; pero la oscuridad es demasiado grande para que los lobos, desde donde se encuentran, lo puedan ver.
—Llevaré un farol. Tengo un farol junto a la puerta.
—Te atacarán, si sales.
—No me atacarán si ven el verde —aseguró el muchacho.
—Está bien —murmuró tía Juana, que empezaba a sentir sueño—; llévatela si quieres.
Guillermo salió de la casa con la corbata verde. Tía Juana aguardó.
El ruido se apagó allá fuera y reinó un profundo silencio.
Tía Juana sospechaba que los lobos habrían devorado al niño; pero eso no la preocupó gran cosa. Se limitó a reforzar sus barricadas y luego se fue a la cama. Tía Juana tenía algo de inhumana. Tenía que tener algo de inhumana la persona capaz de escoger una corbata de aquel color.
* * *
La corbata verde había sido hecha mil pedazos y tirada a la cuneta. La caja de caramelos estaba ya casi vacía. Los cantores de villancicos empezaban a tener sueño. Sus cantares, no menos desafinados que antes, empezaban a carecer de vigor. Ya no les faltaba más que visitar a tío Carlos. Conducidos por Guillermo, se dirigieron a casa del tío Carlos. Entraron osadamente en el jardín. Allí alzaron la voz y empezaron a cantar. La ventana de tío Carlos se abrió con la misma violencia que dicho señor había empleado para saltar de la cama.
—¡Fuera de aquí, arrapiezos! —aulló.
Cesaron los cánticos.
—Perdón, señor…
Tío Carlos no reconoció a su sobrino Guillermo en aquella voz aguda y humilde.
—¡Largaos de aquí os digo! ¡No me sacaréis ni medio penique!
—Perdón, señor; queremos marcharnos; pero me he enredado en la cuerda de tender la ropa que había en la hierba.
—Bueno, pues desenrédate.
—No puedo.
—¡Pues córtala, imbécil!
—Perdone, señor, pero no tengo navaja.
Tío Carlos masculló una maldición y, tras un corto silencio, una navaja fue a estrellarse contra la cabeza de Pelirrojo, cayendo, después, sobre la hierba. Guillermo se apresuró a recogerla y la examinó. ¡Era la famosa navaja! ¡Aquella con la que le sería imposible hacer daño alguno!
—Cortad la cuerda con eso, malas piezas, y largaos de aquí. ¡Mira que despertar a la gente de esa manera! Si no fuese Nochebuena, os metería a todos en la cárcel. Os…
Pero los muchachos se habían marchado ya. Chupando los últimos caramelos que quedaban y cantando horriblemente aún, atravesaron el pueblo, de regreso de su expedición.
Era el día siguiente al de Navidad. Guillermo, Pelirrojo y Douglas se reunieron en el jardín de Pelirrojo. Era la primera vez que se veían desde Nochebuena. Se habían pasado el día de Navidad en sus respectivas casas, a la fuerza.
—¿Qué? —le preguntó Guillermo a Pelirrojo.
—No dijo una palabra del libro —contestó el muchacho—. No hizo más que darme cinco chelines.
—Ni ella me habló de la corbata —aseguró Douglas—. No hizo más que darme cinco chelines.
En realidad, tía Juana había ido al día siguiente a casa de una vecina a contarle lo de los lobos; pero la vecina (que reventaba de indignación, como sólo puede reventarse cuando a una no la han dejado dormir en paz) logró meter baza primero con su relato de cómo la habían despertado los cantores. Y, después de oírlo, tía Juana se quedó pensativa y decidió no decir una palabra de los lobos.
—Tío Carlos —rio Guillermo— dice que unos estúpidos niños del coro se enredaron en la cuerda de tender la ropa y que les echó la navaja que me había comprado y que ellos se la llevaron. Por lo tanto me dio cinco chelines.
Cada uno de ellos enseñó un par de monedas de media corona en la mugrienta palma de la mano.
Guillermo suspiró, feliz.
—¡Quince chelines! —dijo—. «¡Imaginaos! ¡Quince chelines!» Vamos. Vamos al pueblo a gastarlos.