GUILLERMO EL TROTAMUNDOS

Guillermo estaba sentado en lo alto de un portillo, con los codos en las rodillas, el mentón apoyado en las manos, sumido en los más negros pensamientos. Todo lo que se había propuesto emprender en aquellos últimos días, le había salido al revés. Había emprendido su último negocio, animado de grandes esperanzas. Le había parecido un procedimiento fácil y excelente de ganar dinero y Guillermo, que igual que la mayor parte de los habitantes de este planeta, creía que sus ingresos eran insuficientes para poder subvenir a sus necesidades, estaba siempre al acecho para encontrar un sistema fácil de hacer una fortuna. Todavía estaba convencido de que aquélla había sido una buena idea y de que si había fracasado había sido por pura mala suerte.

Cerca de la casa donde vivía Guillermo, había unas mansiones del siglo XVI, mansiones verdaderamente señoriales, que estaban abiertas al público en determinados días de la semana. El público pagaba uno o dos chelines, según el caso, y por esta módica suma un guía los conducía por toda la histórica mansión, dándoles detalles y haciéndoles notar sus bellezas y rasgos de interés. Guillermo no comprendía por qué este sistema debía de quedar limitado a las grandes casas señoriales de Inglaterra, ya que su propia casa, aunque relativamente poco señorial, contenía ciertos detalles interesantes. Había, por ejemplo, el agujero que «Jumble» había hecho en la alfombra del recibidor (actualmente cubierto por una pequeña alfombrilla, y disimulado así), el pasamano de la escalera donde en cierto sitio faltaba un trozo, correspondiente al punto en que Guillermo perdió el equilibrio una vez que se deslizaba a horcajadas por él; la rana que él había disecado y rellenado de paja (de un modo no muy convincente, por cierto); la mancha de humedad que había en el cuarto de baño, allí donde, en cierta ocasión reventó la cañería; y el desván, desde donde uno podía subirse al tejado o hacer ruidos espectrales gritando dentro del depósito del agua. Guillermo se daba cuenta naturalmente de que estas amenidades no podían competir, en cuanto a interés general, con las puertas secretas en el fondo de una alacena, o con los medallones labrados del Renacimiento, o con las colecciones de pinturas o de tapices, pero a pesar de todo, él consideraba que las cosas que había en su casa eran, decididamente, interesantes.

No tenía la menor intención de hacer pagar dos chelines, ni siquiera uno, como precio de la entrada y visita a su casa. Con un penique por visitante, y eso un par de días a la semana, los visitantes acudirían sin duda en tropel y aquello le constituiría una manera fácil y agradable de proporcionarse unos ingresos pingües. Ni un momento tuvo la candidez de pensar que sus padres se avendrían a ello, pero tampoco veía la necesidad de que ellos se enteraran del asunto. Todos los miércoles por la tarde su madre se iba a un centro de auxilio social, y Guillermo pensaba que si abría al público las puertas de su casa durante las horas en que su madre se hallaba ausente, no había ningún mal en ello y nadie saldría perjudicado. Con vagos recuerdos de una reciente visita a una de esas mansiones cercanas del siglo XVI, Guillermo ya se imaginaba guiando por la casa un pequeño grupo de turistas, y haciéndoles pasar de un cuarto a otro, explicándoles los detalles más interesantes, respondiendo a alguna pregunta tímida, y finalmente despidiéndoles a todos en la puerta principal. Hasta era posible que algún turista le diese propina. Entonces podría comprarse aquella pelota de fútbol que había visto en Hadley, además de la canoa con motor. A lo mejor, si le iban bien las cosas, podría ganarse hasta cinco chelines por semana.

Al siguiente miércoles por la tarde, Guillermo esperó hasta que su madre se hubo marchado al centro de auxilio social, y entonces fue a buscar a su dormitorio el letrero que había escrito la noche anterior en una página de su libro de aritmética, y que decía: «HAVIERTO AL PUVLICO EL MIERCO LES PORLA TARDE HENTRADA UN PENIQUE» Colgó el letrero junto a la puerta del jardín y fue a sentarse a la salita, junto a la ventana, esperando la llegada de los clientes. Aun así, la cosa no estaba segura del todo. Había que tomar precauciones. Por ejemplo, los visitantes no tenían que hacer sonar el timbre, porque si lo hacían, la muchacha iría a abrir y los mandaría al cuerno. Por consiguiente, Guillermo había dejado la puerta principal entreabierta, de modo que él pudiera interceptar a los visitantes antes de que éstos hicieran sonar el timbre y, después de cobrar los peniques correspondientes, acompañarles en plan de guía por toda la casa. En la mano tenía una cajita de hojalata, donde debía recoger el dinero de la entrada, y, con los ojos fijos en la verja del jardín, se estaba recitando a sí mismo, para entrenarse:

—Bajo esta alfombra, señoras y caballeros, pueden ustedes ver el agujero que hizo «Jumble». Había aquí el dibujo de una rosa y «Jumble» se empeñó en sacarla de ahí. Ese trozo que falta en el pasamano de la escalera lo quité yo mismo, sin querer, de un cabezazo. Me hice un chichón tremendo…, casi tan grande como una pelota de fútbol. Esta rana disecada la disequé yo mismo, después de haber leído en un libro cómo se disecan las ranas. Por bien que se haga, siempre huelen algo. Es inevitable…

Pasó un cuarto de hora; pasó media hora. Durante este tiempo sólo pasaron dos personas por la carretera, y ninguna de las dos se detuvo a leer el letrero. Guillermo empezó a aburrirse; finalmente decidió ir a dar un paseo y silbando para que acudiera «Jumble» a acompañarlo, salió por la puerta lateral, olvidándose completamente de que la puerta principal quedaba entreabierta y de que el letrero colgaba todavía en la verja. Guillermo estuvo de paseo más rato de lo que había calculado y cuando volvió encontró toda la casa alborotada y su madre completamente aturrullada. Un vagabundo que pasó por allí, vio el letrero y obediente a sus indicaciones, entró por la puerta principal, sin oposición. Una vez dentro se llevó toda la vajilla de plata que había en el comedor, no sin antes dejar un penique, el precio de la entrada, sobre la mesilla del recibidor. En vano protestó Guillermo de sus buenas intenciones, de su deseo de restaurar la fortuna de la familia y hacerles a todos millonarios. Nadie hizo caso de sus excusas y el castigo fue severo.

Y esto condujo a la señorita Milton. De no haber sido por el episodio del vagabundo, la madre no habría insistido en que él formara parte de la Sociedad de Juegos Educativos, fundada por la señorita Milton. Dicha señorita Milton era uno de esos seres desgraciados que llevan consigo una conciencia social como si llevaran una maldición bíblica. La señorita Milton siempre estaba discurriendo planes y proyectos para el mejoramiento de la raza humana, y cada fracaso la espoleaba todavía más en su nefasta inventiva. Su reciente campaña de agitación para la adopción de las familias pobres por parte de las acomodadas había terminado en un fracaso rotundo, pero la señorita Milton no se desanimó por ello, bien al contrario, empezó con redoblado ardor a elaborar nuevos proyectos filantrópicos, el último de los cuales era, precisamente, la Sociedad de Juegos Educativos para Niños. Las sesiones de dicha sociedad tendrían lugar todos los miércoles por la tarde, y la señora Brown hizo inscribir en ella inmediatamente a Guillermo, convencida de que con ello al menos se podría saber lo que hacía Guillermo cuando ella estuviera en el Auxilio Social. Guillermo protestó apasionadamente contra aquello. No tenía el menor deseo de ser educado. Ya lo educaban todos los días en la escuela, ¿no? Pues entonces era una indelicadeza hacia los maestros de la escuela, si pretendían volverlo a educar fuera de ella. Si lo hacían así, él se educaría con demasiada rapidez, y entonces los maestros no sabrían qué más tenían que hacer para educarle, porque él acudiría a la escuela educadísimo como el que más. Por tal motivo tendría que dejar de asistir a la escuela, porque ya lo sabría todo, y entonces sus padres lo tendrían en casa todo el día durante todos los días de su vida, y a ver si esto le gustaría a su madre. Y, por otra parte, a él no le gustaba jugar, al menos de una manera educativa. No era partidario de mezclar el juego con la educación. Eso no estaba bien. Y además, la señorita Milton le era profundamente antipática. Siempre le había sido antipática, desde el primer día que la conoció, y siempre seguiría siéndole. Y además, no quería asistir a aquella birria de sociedad. Pero todo fue en vano.

Haciendo frecuentes referencias a la vajilla de plata robada, la señora Brown permaneció firme en su decisión. Guillermo asistiría a las sesiones de la Sociedad de Juegos Educativos para Niños, tanto si le gustaba como si no. Habiendo la señora Brown demostrado la inutilidad de toda persuasión verbal, Guillermo volvió su atención hacia los síntomas de diversas enfermedades, pero su madre ya estaba acostumbrada a ello y cuanto más realistas eran sus actuaciones, tanto menos impresionada quedaba ella. Por lo tanto, el miércoles siguiente, limpio, aseado, peinado, cepillado y vestido con su mejor traje, Guillermo fue acompañado por su madre al Salón Municipal, donde tenía su centro social la Sociedad de Juegos Educativos para Niños, siguiendo luego la señora Brown hacia sus tareas en el Auxilio Social, y diciendo que ya lo recogería a la vuelta. La señora Brown consideraba providencial que el Salón Municipal le viniera de paso, en su camino hacia el Auxilio Social.

Después de lo que había ocurrido con la vajilla de plata, no tendría un momento de paz ni de sosiego cuando se hallara en el Auxilio Social si sabía que Guillermo andaba por ahí, libre y dispuesto a todo…

En el salón había reunidos unos cuantos muchachos de aspecto triste y deprimido. La mayoría de ellos habían sido enviados por allí por sus padres, bajo el impacto de las mismas o análogas emociones que las que habían inspirado su decisión a la señora Brown, emociones que podían traducirse y resumirse así: «Mientras los muchachos estuviesen en el Salón Municipal, bajo la férula educativa de la señorita Milton, no podían estar en ninguna otra parte, perpetrando Dios sabe qué barbaridades».

La señorita Milton presentaba un aspecto vivaz y alerta, y los ojos le brillaban con la idea que llevaba entre ceja y ceja. Al mirar las pasmadas caras que había a su alrededor y tomando lo que era hastío por interés, no se sabe por qué clase de error de apreciación, estuvo segura de que aquel sería el más brillante en cuanto a resultados de todos sus proyectos filantrópicos.

—Bueno, niños —dijo la señorita Milton con alacridad—, lo primero que vamos a hacer es jugar a «pájaros y flores». Cada uno de los niños será un pájaro, y cada una de las niñas, una flor. Con esto jugaréis a un juego lindísimo y además aprenderéis muchas cosas pertenecientes al reino de los pájaros y al de las flores.

Y procedió inmediatamente a asignar varios pájaros a los niños y varias flores a las niñas. Guillermo recibió sin ningún entusiasmo la noticia de que él era un paro. Asimismo, sin ninguna clase de entusiasmo recibió una información detallada y descriptiva del aspecto y costumbres de los paros. Le dijeron que el paro es un pájaro insectívoro, muy valioso para los agricultores porque destruye sabandijas y bicharracos, y muy aficionados a las grasas y al coco. El paro no emigraba, sino que anidaba todo el año en cualquier orificio conveniente que encontrase cerca de una casa o en un camino, y para edificar su nido utilizaba musgo, lana, pelos y plumas. La cola y las alas eran azules y las plumas de la espalda eran de un verde amarillento. Cantaba durante todo el año.

Guillermo escuchó todo esto con la mirada vidriosa. La señorita Milton se fue a hablar con los otros para explicarles también, uno por uno, las características principales que les correspondían en tanto que pájaros o flores, y a continuación les entregó unos tarjetones en los que había escritas las características botánico-ornitológicas que les acababa de explicar.

—Y ahora vamos a jugar a este juego que, como os he dicho, es lindísimo —dijo la señorita Milton, animándose por momentos—. Os doy cinco minutos para que aprendáis de memoria lo que está escrito en los tarjetones, luego os sujetaré los tarjetones a la espalda con un alfiler y entonces empezáis a preguntaros unos a otros una serie de preguntas sobre el pájaro o la flor que representáis y luego miráis a la espalda para ver si las respuestas son exactas. ¡Qué divertido! ¿Verdad?

—Sí, pero ¿dónde está el juego? —preguntó Guillermo.

—Esto es precisamente el juego, Guillermo —le respondió la señorita Milton—. ¡Imaginaos lo divertido que será preguntar a cada uno una serie de cosas y luego ver si las respuestas son exactas! Y además hay otra cosa que ahora voy a deciros. Una cosa tan emocionante, tan extraordinariamente emocionante que realmente no sé si debería decírosla después de haberos explicado todo eso de este nuevo juego de pájaros y flores.

La señorita Milton hizo una pausa durante la que suponía que el entusiasmo y la curiosidad comprimidos llegarían hasta los límites soportables antes de desencadenar un paroxismo nervioso en el auditorio, y continuó:

—He pensado que más tarde podríamos dar una fiesta en honor de vuestros padres para que ellos puedan percatarse de lo muchísimo que os divertís, y entonces cada uno de vosotros podría disfrazarse del pájaro o de la flor que representa y recitar un pequeño verso apropiado a la ocasión y al personaje.

—¿Y qué verso tengo que recitar yo? —preguntó Guillermo.

—Bueno —dijo la señorita Milton modestamente—. No lo tengo todo pensado todavía, pero sí que he pensado con detenimiento en el verso que podría recitar el paro:

»Por el jardín vuelo y no me paro.

Soy el paro yo; yo soy el paro».

Guillermo reflexionó en silencio durante unos segundos y luego dijo:

—Si tengo que ser un pájaro, prefiero ser un buitre en vez de paro.

—¿Por qué, Guillermo? —le preguntó la señorita Milton.

—Porque prefiero ser un pájaro que come hombres muertos antes que ser un pajarito que come cocos.

La señorita Milton dio un respingo, asustada.

—Eso que has dicho no está bien, Guillermo —dijo con voz desmayada.

—Prefiero ser un buitre a cualquier otra clase de pájaro —insistió Guillermo—, porque los buitres saben cuándo las personas se mueren y entonces se ponen a volar, planeando, encima de los moribundos y tan pronto como se han muerto bajan como un rayo y se ponen a devorar los cadáveres. A mí me gustaría hacer eso. Sería mucho más emocionante que cantar en el jardín y hacer otras tonterías por el estilo.

—¡No digas eso, Guillermo! —exclamó, aterrorizada, la señorita Milton—. ¡Es horrible! No, nada de buitres; tú eres un pequeño paro chiquirritín, y tienes que recitar un verso, aquel verso que ya te he dicho antes.

—Pues apuesto a que yo podría hacer un verso por el estilo, pero que tratase de un buitre y no de un paro.

Guillermo se calló un momento, quedándose reflexionando, con la mirada fija en la distancia. Y, de pronto dijo:

—Sí, ya sabía yo que podría hacerlo. Yo, los versos los hago muy bien.

»Bajo como un rayo sobre los desiertos

Los muertos me como, me como los muertos»

—No, Guillermo —dijo con firmeza la señorita Milton—. Basta. Eso es horrible. Es espantoso y de mal gusto. Tendrías que pensar en cosas hermosas y amables, Guillermo, y no en semejantes horrores…

—Pero un buitre es un pájaro realmente hermoso —insistió Guillermo—. Es mucho más hermoso que un paro, al menos.

—Bueno. No hablemos más de eso por ahora —dijo la señorita Milton—. Vamos a hablar de las próximas sesiones. Me parece que para la próxima semana estaría bien que cada uno de vosotros escogiera un gran personaje histórico, estudiase todo lo que pudiera saberse sobre dicho personaje y luego, cada uno de vosotros os podríais hacer preguntas mutuamente sobre lo que habéis estudiado. Sería divertidísimo, ¿no?

Y sonrió animadamente a todos los asistentes, en redondo. Nadie habló, exceptuando a Guillermo, que dijo:

—Mi personaje es Guy Fawkes[3].

—Pero éste no era una buena persona, Guillermo, sino todo lo contrario —dijo la señorita Milton.

—Sí, quizá —dijo Guillermo firmemente—, pero fue el único que hizo algo bueno para nosotros, porque inventó las fogatas y los fuegos artificiales, lo cual ya es mucho más de lo que hicieron los otros, que sólo se preocuparon de enredarlo todo con guerras y revoluciones, y sin pensar en nadie más que en ellos mismos. Al menos Guy Fawkes pensó en proporcionar algún placer a los demás. Supongo que sería porque se aburriría en noviembre, viendo lo que tardaba en llegar la Navidad, y por eso empezó a disparar fuegos artificiales para distraer a la gente que se aburría tanto como él, y por eso creo que Guy Fawkes fue una persona muy amable y muy altruista.

—Pero, Guillermo —le dijo la señorita Milton—. Te equivocas de medio a medio. Tú…

—Bueno, yo me quedo con él —la interrumpió Guillermo—, y apuesto a que también sé hacer un verso sobre él.

Volvió a pensar un momento y añadió:

—Sí, ya sabía yo.

»Me pongo el embozo y apenas respiro

Conspiro yo siempre. Yo siempre conspiro»

—Esto es una tontería, Guillermo —dijo la señorita Milton, que ya empezaba a arrepentirse de haber puesto su pareado sobre el paro, en aquella forma especial—. Bueno, pues si las cosas se ponen así, no hay nada de lo dicho sobre los personajes históricos. Tendremos que escoger otra cosa…, por ejemplo, aventureros. Cada uno de vosotros tendrá que escoger un personaje que haya tenido una gran aventura, y podéis explicároslo los unos a los otros la semana próxima, y ahora vamos a seguir con el juego de los pájaros y las flores.

Una hora más tarde, la señora Brown recogió a un chico abatido y desanimado del Salón Municipal.

—¡Nos hemos divertido tanto! —le aseguró animadamente la señorita Milton—. ¿Verdad, niños?

Un gruñido, que ella tomó como murmullo de asentimiento, se dejó oír entre el grupo de invitados.

—Entonces, hasta dentro de una semana —dijo la señorita Milton—. Y a ver si desde ahora ya empezáis a ocuparos de vuestras aventuras para la próxima sesión.

Guillermo, de muy malhumor, se encaminó a su casa en compañía de su madre.

—Estoy muy contenta de que te haya gustado —le dijo la señora Brown.

—¿Que me ha gustado? —repitió Guillermo, como un eco, pero lleno de indignación—. ¿Que me ha gustado? ¿A mí? ¿Que me ha gustado a mí? ¡Pero si ha sido espantoso! Todo ha sido sobre paros y pajaritos. Me han dado verdaderas náuseas. Si tengo que ir ahí cada miércoles por la tarde, bueno… —añadió sombríamente—, bueno… no me sorprendería nada que me muriese.

—No digas tonterías —le dijo la señora Brown— y, de todos modos, Guillermo, después de lo de la vajilla…

—¡Lo de la vajilla, lo de la vajilla! —exclamó, como un eco, Guillermo—. Preferiría que me hubieran metido en la cárcel por lo de la vajilla. Al menos en la cárcel no la tendría que aguantar a ella, con todas esas memeces de los paros y los pajaritos y las flores. Sí, hubiera preferido que me hubieran metido en la cárcel. Habría sido muy divertido eso de limar los barrotes de la ventana para escapar, o de cavar un pasaje subterráneo, tal como hace esa gente prisionera que sale en los libros. Además, tú hablas como si fuera yo quien te robó la vajilla. No sé cómo podría evitar que te robaran las cosas si yo no estaba allí siquiera. Y si yo no estaba allí, mal podía evitarlo. Supongo que tú vas a creer que todo lo que se roba en el mundo es por culpa mía, porque yo no estoy allí para evitarlo. Pues, pensándolo bien, resulta que es culpa de todos, y si es así, ¿por qué no meten en la cárcel a todo el mundo que no roba ya que no estuvieron allí en el momento del robo para evitarlo, igual que me sucedió a mí? Entonces los únicos que quedarían fuera de la cárcel serían los ladrones. ¡A ver qué sentido y qué lógica tendría eso!

—Mira, Guillermo —le dijo con calma la señora Brown—. No sé de qué estás hablando, pero estoy segura de que sólo dices tonterías.

—No son tonterías —dijo Guillermo—. ¿Y tendré que ir allí también el próximo miércoles?

—Claro —dijo la señora Brown—. Y estoy segura de que te gustará cuando te hayas acostumbrado.

—¿Y por qué tendría que gustarme? —dijo en tono de reto Guillermo—. Es como si dijeras que me gustaría el veneno en cuanto me acostumbrara. Quizá me gustaría cuando ya estuviese muerto.

Y añadió sarcásticamente:

—Y así, una vez muerto y enterrado, es como me gustará esa señorita Milton y sus condenados pajaritos.

Ya habían llegado a casa, y la señora Brown, que no le había escuchado, dijo:

—Sí, Guillermo, y no te olvides de limpiarte los zapatos en la esterilla.

Guillermo dio un gruñido de desafío, pero se limpió obedientemente los zapatos en la esterilla, se lavó las manos y la cara, y se dispuso a hacer honor y justicia al té que ya estaba preparado.

Guillermo se había propuesto demostrar su desdén hacia la señorita Milton y sus ñoñeces, negándose a pensar en absoluto en el tema de la aventura para la semana próxima, pero, a pesar de sus propósitos, aquel era un tema que siempre le había atraído, y a pesar de sí mismo, sus pensamientos revolotearon alrededor de dicho tema.

—Mamá —dijo de pronto—. ¿Cuál crees tú que ha sido la mayor aventura del mundo?

La señora Brown reflexionó un momento.

—No sé, Guillermo. Quizás el descubrimiento de América, ¿no?

—No. Eso no es gran cosa —dijo Guillermo mientras masticaba pensativamente una rebanada de pan con mermelada—. Siempre que me pongo a masticar chicle me lo trago sin darme cuenta, y además el descubrimiento de América sólo trajo nuevas fechas que aprenderse de memoria.

—Bueno, entonces el descubrimiento del Polo Norte.

—No. Tampoco le veo la gracia a eso. El tal descubrimiento consiste en que unos cuantos se fueron a un lugar que había estado allí siempre, sólo que no lo habían visto. Cualquiera podía hacer lo mismo. Y además, cuando llegaron allí tampoco pudieron hacer nada, porque todo era nieve y hielo. No. El descubrimiento del Polo Norte no tiene extraordinaria importancia.

—Pues no se me ocurre otra cosa —dijo ya cansada la señora Brown—, y lo que tienes que hacer es comer más despacio. Se te indigestará la comida si te la tragas como un ogro, sin masticar.

—Es que tengo que recuperar mis fuerzas después de una tarde como la que he pasado —dijo a guisa de justificación Guillermo.


—Se te indigestará la comida si te la tragas como un ogro.

Todavía estaba preocupado con el tema de las aventuras pero no se le ocurría ninguna que fuese realmente interesante.

—¿Y los aviones? —le preguntó su madre.

—No —dijo Guillermo amargamente—, porque parecen pájaros y ya estoy harto de pájaros. Soy el paro yo, yo soy el paro —citó con expresión de náusea.

A última hora de la tarde, sin embargo, Guillermo tomó un libro que Roberto había pedido a la Biblioteca del pueblo, y pronto quedó sordo y ciego a todo lo que ocurría a su alrededor completamente absorbido por lo que decía dicho libro. Aquel libro trataba de un hombre que había recorrido dieciséis mil kilómetros con dos caballos desde Buenos Aires a Nueva York, rodeado siempre de peligros al acecho: cocodrilos, anguilas eléctricas, vampiros y fiebres. Era la clase de aventuras en las que se esponjaba el alma de Guillermo: un hombre solo, dispuesto a luchar en desigual combate contra las gigantescas fuerzas hostiles de la Naturaleza.

—¡Eh! ¡Dame eso! —gritó Roberto, quitándole el libro de un tirón, muy indignado, porque le parecía que aquello de que un muchacho como Guillermo leyera su libro y disfrutara con su lectura era cosa que rebajaba su dignidad.

—¡Atiza! —exclamó Guillermo, todavía encantado por el hechizo del libro—. ¡Qué cosas ha hecho este hombre! ¡Y en dos años y medio! ¡Y solo, completamente solo! Fue un verdadero milagro que saliera con vida, ¿no te parece?

—Tú calla y no te metas en lo que no te importa —dijo Roberto sentándose y enfrascándose inmediatamente en la lectura del libro.

Guillermo no quedó en absoluto desconcertado por aquel chasco, porque aquella era la manera normal que tenía Roberto de dirigirse a él, y de haberle tratado de otro modo, sólo habría resultado en una mayor confusión para ambos.

—Apuesto a que tendría miedo de veras cuando condujo a aquellos caballos por los puentes colgantes, que se balanceaban sobre las gargantas de los ríos —siguió diciendo Guillermo.

Roberto, completamente absorto en la lectura del libro, ni respondió siquiera.

Guillermo pasó el final de la tarde en una especie de ensueño. Aquella era la aventura hecha a su medida: Atravesar dieciséis mil kilómetros de desierto y selva virgen, rodeado de peligros por todas partes, él solo, acompañado únicamente de sus fieles caballos. Ya empezaba a parecerle que había sido él y no el autor del libro, quien había realizado la hazaña. Y, a fin de cuentas, si una persona la había realizado, también podía realizarla otra persona. Dos años y medio. Bueno, eso no tenía importancia. Mejor. Si él estaba ausente dos años y medio, ello querría decir que no tendría que asistir a la escuela ni a las horrendas fiestas de la señorita Milton los miércoles por la tarde. Aquello sólo ya valía la pena. Compensaba de sobras lo de los dos años y medio. Pues sí, él lo haría. Era una aventura hecha a la medida para él. Naturalmente, habría que reajustarla un poco a la realidad. En primer lugar no podría ir de Buenos Aires a Nueva York por la sencilla razón que, para empezar, ya no estaba en Buenos Aires. Y además, le resultaría bastante difícil conseguir dos caballos. De todos modos, Guillermo no era persona para abandonar un proyecto perfectamente bueno y viable, a causa de unas pocas dificultades iniciales. Tomaría consigo a «Jumble» en lugar de los dos caballos. Como «Jumble» no era más que un perrito de raza muy mezclada, no podría ocupar en la expedición el lugar asignado a los dos caballos, pero, de todos modos, le haría compañía. Además él no se molestaría en llevar a cuestas tiendas y mochilas y cosas así. Dormiría en los graneros y bajo los setos, igual que un trotamundos. Precisamente a él le hubiera gustado mucho ser un trotamundos. Cuanto más pensaba en el proyecto, tanto más tentador le parecía.

La cuestión del dinero sería, desde luego, una dificultad casi insuperable, porque en aquel momento sólo disponía de dos peniques y medio, y ni con todo su optimismo Guillermo era capaz de creer que aquel dinero le llevara lejos, pero pensó que, puesto a actuar como un verdadero trotamundos, podría ir mendigando por el camino. Una vez había leído en el periódico que los mendigos, mendigando mendigando, recogían mucho dinero. Hasta había mendigos que se compraban autos. A lo mejor él, cuando regresara a su casa, ya era millonario. Además, como él no sabía montar, tendría que ir a pie, lo cual, en realidad, aún resultaba mejor, porque así podría ir campo a través, o por valles y montañas sin tener que seguir estrictamente los caminos y carreteras del país, cosa que habría resultado imprescindible de haber ido a caballo.

Como estaba visto que no podía ir de Buenos Aires a Nueva York, Guillermo decidió dar la vuelta alrededor del mundo a pie. Sí, daría a pie la vuelta al mundo, acompañado de «Jumble». Ya que no podía ir de Buenos Aires a Nueva York, haría eso, que, claro, no era tan importante ni trascendental como lo otro, pero después de aquello era lo mejor. Hasta le pareció que dar la vuelta al mundo a pie era tal vez superior a ir de Buenos Aires a Nueva York.

No sabía cuántos kilómetros tendría que andar para dar la vuelta al mundo, pero estaba seguro de que serían más de los dieciséis mil que había entre Buenos Aires y Nueva York. Y además, como iría andando y no montado a caballo estaría más tiempo del que estuvo el otro. Acaso estuviera cinco años. Pues, bien pensado, no le importaría nada estar ausente cinco años. Se ahorraría ir a la escuela durante cinco años; se ahorraría de ir (y frunció el ceño al calcular mentalmente la suma) a doscientas sesenta de esas sesiones del miércoles que había organizado la abominable señorita Milton. Ello sólo ya valía la pena de emprender el viaje. Para realizar este viaje Guillermo se proponía empezar en cualquier punto, siguiendo una línea recta, y entonces, indefectiblemente, más tarde o más temprano, volvería a su punto de partida. ¿No era redonda la tierra? Pues era lógico que el viaje saliera así. Claro que se toparía con dos o tres mares, pero la cuestión era atravesarlos en una línea tan recta como pudiese. Los personajes que salían en los libros siempre se las apañaban muy bien para atravesar el mar… Y él haría lo mismo. Se emplearía como grumete, o como paje de escoba, o como camarero. Quizás tendría la ocasión de salvarles a todos de los piratas, o de descubrir una vía de agua justo a tiempo, y entonces los pasajeros estarían tan agradecidos a su heroica acción que le nombrarían capitán del barco. Guillermo tuvo entonces una gloriosa visión de sí mismo, de pie en el puente de mando, dando órdenes o apuntando su cañón contra un barco negro, en cuyo palo mayor ondeaba una bandera con una calavera y dos tibias cruzadas. Entonces pondría la proa hacia una isla desconocida y allí encontraría un tesoro oculto… Guillermo volvió a la realidad. Tenía que ocuparse de la aventura inmediata, la que tenía entre manos. Lo que él iba a hacer era dar a pie la vuelta al mundo y no a descubrir un tesoro oculto. Eso ya vendría más tarde…

Se pasó la mañana siguiente recogiendo sus cosas: una vieja brújula, que le ayudaría a mantenerse en línea recta, un cortaplumas con un aditamento especial para quitar las piedras de las pezuñas de los caballos que a él siempre le había parecido que algún día demostraría tener su utilidad, algunos bizcochos para perros, esto para «Jumble», como es natural, su arco y sus flechas (porque pensaba que, con un poco de suerte, podría matar un conejo o una liebre, y además, siempre era un arma defensiva contra las fieras de la selva o del desierto), un ovillo de cordel, unas cuantas bolas de vidrio, un pedacito de almáciga, sencillamente porque hacía tanto tiempo que lo llevaba en el bolsillo que se habría sentido perdido sin él, y un par o tres de virguerías más. Aquel día hizo una comida copiosísima, convencido de que aquella podía ser la última comida completa y bien condimentada que comiera durante varios años, y luego, cuando se hubo cerciorado de que su madre se había ido a hacer una siestecita, y de que la cocinera y la camarera estaban atareadas en la cocina, Guillermo se escurrió hasta la despensa en busca de provisiones para el viaje. Estaba seguro de que no podrían quejarse por tan poca cosa, habida cuenta de que pasarían cinco años sin tener que pagar ni un céntimo por su alimentación.

Llenó una gran bolsa de papel con una mezcla de torta de manzana, carne fría, salchichas, patatas hervidas pero frías, arroz con leche y pastel de pasas, y le pareció que con aquello ya tendría bastante para los primeros días. Y luego se pondría a mendigar. Echó una última mirada a su hogar y se sintió algo entristecido al pensar que estaría muchos años sin volverlo a ver. Sin embargo, la tristeza de aquellos pensamientos iba mezclada con cierto profundo regocijo, al pensar que cuando estuviera de regreso sería ya un hombre famoso y los de su familia tendrían que tratarle de un modo diferente. Hasta Roberto tendría que estar más deferente y amable con él. En realidad, no podía imaginarse a Roberto siendo deferente y amable con él, pero no había duda alguna de que la gente, toda la gente, Roberto inclusive, tendrían que comportarse de un modo deferente, amable y hasta admirativo hacia una persona que había dado a pie la vuelta al mundo. Y además, nadie podría obligarle a asistir a aquellas horrendas sesiones de la señorita Milton, y hasta se arrepentirían de haberle obligado antes a asistir a ellas.

—Vamos, «Jumble» —dijo, y se puso en marcha, lamentando, de todos modos, no haber podido efectuar una partida más dramática.

Le hubiera gustado tener a toda su familia reunida y llorando en el umbral de la puerta, pero claro está que si sus padres hubieran estado en el umbral de la puerta, junto con sus hermanos, no habrían llorado y le habrían impedido que se marchase a dar a pie la vuelta al mundo, de modo que comprendió perfectamente que la cosa era imposible. «Jumble», como es natural, ignoraba que se marchaba de casa para emprender una gloriosa aventura y se comportó a su manera habitual, sin ninguna dignidad, cazando moscas a dentelladas, destrozando los parterres de flores, y preocupándose constantemente por los cordones de los zapatos de Guillermo.

Guillermo echó a andar por la carretera y de pronto se detuvo para reflexionar sobre la situación. A ambos lados de la carretera y frente por frente había dos portillos. Evidentemente, era por allí por donde debía empezar. Echaría a andar a través de uno de aquellos portillos y al cabo de cinco años comparecería, también andando, por el otro. Al menos, así tenía que ser si daba la vuelta al mundo siguiendo su brújula, en línea recta, sin desviarse lo más mínimo.

Orientó su brújula según el portillo de la izquierda y echó a andar campo a través. Atravesó todo el campo, pasó por un boquete que había en el seto y se encontró en otro campo. Atravesó este otro campo, siempre en línea recta. Siguió por el estilo durante un buen rato hasta que finalmente se sintió cansado y hambriento, en vista de lo cual, se sentó al pie de un seto y abrió su bolsa de provisiones. Naturalmente, su intención era que aquellas provisiones le durasen varios días, pero le pareció que podía empezar en aquel momento. Además, así la bolsa sería menos pesada y él podría ahorrar fuerzas. Sólo comería un par de bocados, nada, un poquitín para matar el hambre. Dicho y hecho, Guillermo se puso a comer, con el pensamiento en otra parte, dando algún que otro trocito de la comida a «Jumble», mientras se imaginaba estar en un agradable país de ensueño en donde él luchaba a brazo partido con cocodrilos, anguilas eléctricas, tigres, leones, hipopótamos y serpientes, para regresar luego a su país natal, entre el aplauso general de sus paisanos. Pero al posarse su mirada sobre la bolsa vacía, tuvo un sobresalto. ¡Atiza! ¡Se lo había comido todo! ¡Y él que quería guardarlo para los próximos días de viaje! Bueno. Tendría que empezar a mendigar en el momento en que volviera a acuciarle el hambre. Eso era todo. Pronto llegaría al mar y entonces sería un paje de escoba o algo así y le darían comida por su trabajo.

Sería ya muy tarde, porque había estado andando horas y horas. ¡Qué extraño que no anocheciera ya! El reloj de una iglesia empezó a dar las horas. Las tres. ¡Atiza! ¿Sólo las tres? ¡Y él que creía que ya estaría llegando al mar! Probablemente el reloj de la vetusta iglesia estaba estropeado. Guillermo dio a «Jumble» los bizcochos que le pertenecían, se levantó y reemprendió la marcha, con «Jumble» trotando alegremente a sus talones. Seguiría adelante. Estaba seguro de que pronto divisaría el mar. Se encontró frente a un bosque cercado por un seto, pero pasó por el seto y siguió en línea recta. En los árboles alguien había fijado nidos artificiales y a varios intervalos había unas mesillas de piedra, cubiertas de nueces descascarillados y migajas de pastel. Guillermo, que volvía a sentir hambre, se comió las nueces y las migajas de pastel de todas las mesillas. Las nueces eran muy buenas y las migajas de pastel no estaban pasadas del todo; en fin, eran todavía comestibles. En una de las mesas había unos trozos de manzana. Guillermo también se los tragó, muy satisfecho. Por lo visto la Providencia velaba por los aventureros. Tal vez hubiera algo de verdad en lo que decían los cuentos de hadas, después de todo, y a lo mejor él se hallaba entonces dentro de un bosque encantado. Claro que si se encontraba por todo el mundo con mesillas cubiertas de alimentos, de trecho en trecho, ya no sería necesario entonces que mendigara la comida, lo que, a fin de cuentas, resultaría más digno. Guillermo siguió bosque adelante, cantando desafinadamente, mientras andaba. El hechizo quedó roto de repente por la aparición de un joven de pálida faz, con una cara que era todo nariz, vestido con un pullover de abigarrados colores, que salió por uno de los senderos del bosque, con un nido artificial en una mano y un coco en la otra.

—¿Qué haces aquí? —preguntó severamente a Guillermo.


—¿Qué haces aquí? —preguntó severamente a Guillermo.

—¿Yo? —dijo Guillermo—. Pues pasaba por aquí…

Se lo dijo en un tono frío y distante. El joven aquel no podía saber, naturalmente, que en aquellos momentos se dirigía a uno de los grandes héroes del mundo, a un héroe que daba la vuelta al mundo a pie, acompañado únicamente de su perro, desafiando innumerables peligros.

—¿Que pasabas por aquí, dices? —estalló indignado el joven en cuestión—. Sí, como una manada de elefantes, destrozándolo todo, y gritando como una pandilla de gamberros. ¿Sabes lo que es esto?

—No —dijo Guillermo con toda la calma.

—Pues es un refugio de pájaros —chilló el joven de la nariz descomunal—. Un refugio de pájaros. Un refugio de paz y quietud para mis emplumados amiguitos. Es la obra de toda mi vida. Siempre que vengo aquí me calzo zapatos con suela de goma, para no estorbarles. Y tú… tú… tú vienes aquí pataleando y gritando como un energúmeno, y además de eso —añadió, señalando el arco y las flechas que Guillermo llevaba debajo del brazo—. ¿Cómo te atreves a penetrar en mi refugio con eso?

—No voy a disparar contra los pájaros con eso —le explicó pacientemente Guillermo—. Es para las fieras. Y también para proporcionarme comida. En alguno de los países por donde voy a pasar no tendré otra comida más que la de las bestias que cace, y no voy a malgastar mis flechas con pájaros. Sólo tengo dos flechas y a veces, al disparar una, si no da en el blanco, ¡lo que cuesta volver a encontrarla! Yo voy…

En aquel momento, «Jumble», que unos instantes antes había desaparecido por entre los arbustos y malezas, reapareció dando saltos, muy excitado y con una rama entre los dientes. El joven de la nariz fenomenal dio un paso hacia atrás, y se volvió blanco de horror.

—¡Un perro! —exclamó—. ¡Un perro alborotando en mi refugio para pájaros! ¡En un momento me ha destrozado el trabajo de meses enteros! Uno de los pinzones ya lo tenía domesticado casi del todo. Pero ¿cómo te has atrevido a traer un perro aquí?

—Porque no pude conseguir los dos caballos —le explicó Guillermo—, y tenía que traerme algo. Me hará mucha compañía en esos países salvajes donde tengo que ir. Tengo que pasar por desiertos donde todo lo que podré comer serán oasis —(la geografía de Guillermo, como se ve, dejaba mucho que desear)—. Y también tengo que atravesar ríos llenos de cocodrilos, y…

Pero el joven de la nariz sensacional no estaba interesado en la vuelta al mundo por Guillermo.

—¿No has visto el letrero que hay a la entrada? —le preguntó.

—No, porque no he entrado por la entrada —le explicó Guillermo—. Es que no puedo dar rodeos para entrar por las entradas y las puertas. Tengo que ir siempre en línea recta porque si no no volvería por el punto de partida. Es lógico, ¿verdad? Claro que cuando me encuentro con una casa no puedo seguir en línea recta y tengo que dar la vuelta, pero cuando puedo pasar en línea recta, como es el caso de los setos, los campos y los bosques, pues paso en línea recta. Como que voy a tardar varios años en dar la vuelta al mundo, no puedo perder tiempo leyendo letreros y…

—¿Quieres callar? —dijo el joven de la nariz trascendental, intentando detener el raudo alud de la elocuencia de Guillermo—. No sé de lo que estás hablando y me importa un pepino. Lo único que sé es que te has metido sin permiso en mi terreno y estás echando a perder mi refugio para pájaros, y si dentro de dos minutos no has salido de aquí, llamo a la policía. Y ahora ¡lárgate ya de una vez! ¡Ahí está la salida!

Y señaló en la dirección por donde había venido Guillermo.

—No puedo irme por allí —le explicó pacientemente Guillermo—, porque precisamente por allí es por donde he venido. Yo tengo que marchar siempre en línea recta, como ya le he dicho antes, y es lo que estaba haciendo, marchar en línea recta, cuando ha salido usted a interrumpirme y a hacerme perder el tiempo. Estaría a muchos kilómetros de aquí, ya, si usted no me hubiese interrumpido. Y además sepa que tengo tanto derecho a estar en un refugio de pájaros como el que pueda tener cualquier pájaro porque yo soy una especie de paro. Pero ahora no me quedaría aquí, ni aunque usted me lo pidiera de rodillas. ¡Anda, vamos, «Jumble»!

Y siguió adelante, con inmensa dignidad, mientras «Jumble» le seguía trotando. El joven de la prolongadísima nariz se los quedó mirando, sin saber qué hacer ni qué decir, boquiabierto y pasmado, y luego, se dirigió hacia las mesillas donde había puesto las migajas para los pájaros y se quedó contemplando su limpia superficie con una sonrisa seráfica.

Mientras tanto Guillermo seguía bosque adentro, para salir de él, atravesar un campo, seguir a lo largo de un sendero, y de allí a una carretera que parecía seguir una línea completamente recta. Estaba pensando en el refugio para pájaros. De modo que refugio para pájaros, ¿eh? Siempre le había parecido que se daba demasiada importancia a los pájaros. La gente siempre los encontraba muy «monos», y les ponían nueces y migajas de pastel para que se las comieran. Que los demás se murieran de hambre, poco le importaba a la gente, la cuestión era que los pajaritos pudiesen comer coco y otras delicadezas. Conocía a varias ancianas que no vacilarían en echarle a él, indignadísimas, de su jardín, sin pensar ni ofrecerle un pequeño refresco, y en cambio estas mismas ancianas ponían regularmente en el jardín bandejas con pedacitos de coco para que se los comieran los pájaros, que por otra parte ya iban hartos con las frutas de los árboles frutales que se comían, y a lo cual, al parecer, las ancianas en cuestión no le daban mayor importancia. ¡En cambio, si hubiese sido él el que se comiese las frutas, se habría armado la de San Quintín! De modo que refugio para pájaros, ¿eh? ¿Y por qué no un refugio para muchachos? Un refugio para muchachos. Era una idea nueva e intrigante. Guillermo se puso a elaborar con todo detalle un proyecto de refugio para muchachos. Un bosque enteramente dedicado a los muchachos. A los adultos no se les permitiría entrar. Encima de las mesillas, distribuidas regularmente por todo el bosque, habría crema de chocolate, dulces y caramelos. De vez en cuando también habría grandes recipientes llenos de limonada y de naranjada. De los árboles colgarían bollos de crema y lionesas. Y en lugar de los nidos artificiales habría juguetes en todos los árboles: canoas automóviles, arcos y flechas, trenes eléctricos, juegos de croquet y pelotas de fútbol.

Un refugio para muchachos. ¡Era extraño que nadie hubiera pensado en ello antes! ¡Qué raro que durante todos esos últimos años se hubieran tomado tantas molestias para construir refugios para pájaros y a nadie se le hubiese ocurrido construir un refugio para muchachos! ¡Y tan fácil como sería de organizar! Él mismo se habría encargado de ello, de no haberse empeñado antes en aquella marcha de cinco años alrededor del mundo. Hasta llegó a vacilar un momento, no sabiendo si quería mejor dejar de una vez lo de la vuelta al mundo y ponerse a organizar el refugio para muchachos. Pero, no. Ni el éxito seguro que tendría el refugio para muchachos podría compensarle de aquellos espantosos miércoles por la tarde, pasados en casa de la detestable señorita Milton. La carretera torcía bruscamente a la derecha. Pues no servía. Él tenía que seguir adelante en línea recta. Guillermo saltó una valla y echó a andar por un campo. Estaba sembrado de avena, o de trigo, o de cebada, pero Guillermo tuvo que pasar por allí. No había manera de evitarlo. No quería dar ningún rodeo si podía pasar por en medio. Siguió dificultosamente adelante, porque el campo, sembrado como estaba, era pesado de atravesar, y mientras tanto pensaba en los problemas inherentes a la organización de un refugio para muchachos, con «Jumble» saltando de aquí para allá, en medio de los tallos verdes, y ya había casi llegado al otro extremo del campo, cuando oyó un grito a sus espaldas y, al mirar por encima de los hombros vio unas polainas y unas botas claveteadas que descendían sobre él. Su mirada se elevó a partir de las botas claveteadas, para encontrarse con otra mirada iracunda procedente de una faz roja como una amapola y adornada con patillas, en cuya faz reconoció, aunque demasiado tarde, la de su viejo enemigo, el granjero Jenks.

—Ahora te tengo, sinvergüenza —dijo el recién llegado.

Y cogiendo a Guillermo, antes de que éste hubiera tenido tiempo de esquivarle le dio un par de sopapos, le tiró de las orejas y lo arrojó a la carretera, por encima de la valla.

Guillermo se incorporó, frotándose las orejas. Su atacante se iba por la carretera, murmurando palabras incomprensibles.

—¡Muy bien! —exclamó Guillermo—. ¡Tú espera! ¡Tú espera y verás! Te sentirás orgulloso de dejarme pasear por tu campo cuando regrese, famoso y lleno de gloria.

Pero, a fin de cuentas, había atravesado el campo, y esto era lo esencial. Se levantó, volvió a frotarse las orejas y la cabeza entera, dudó en ir a recoger la gorra que le había caído allí donde el granjero le había atacado, decidióse en contra, ya que el granjero Jenks no se había perdido de vista todavía y, llamando a «Jumble», que había desaparecido discretamente a la llegada del granjero Jenks, y que ahora venía saltando y ladrando, procedente de la cuneta donde se había escondido, echó a andar por la carretera, que había dado otra vuelta en ángulo recto e iba mundo adelante en la dirección debida. Entonces empezó a llover y Guillermo empezó a desanimarse. La gente se había portado muy mal con él hasta entonces. Uno lo había echado del bosque, y otro del campo. Comparó su suerte con la del protagonista y autor del libro que le había dado la idea de la aventura. Al tal autor del libro, los indígenas de todas partes lo habían recibido con aclamaciones, le habían dado fiestas y banquetes… Hasta bandas de música habían acudido bajo su ventana para darle serenatas nocturnas. ¡De qué modo tan diferente, en cambio, le trataba la gente a él!

La lluvia arreciaba. No era más que una llovizna, en realidad, pero se calaba hasta los huesos. Sin embargo, Guillermo siguió, determinadamente, adelante, a pesar de que a cada paso que daba se le hundían más los pies en el barro. Sentía frío. Estaba cansado y volvía a tener hambre. Le parecía que había estado andando varios días. ¡Qué raro que todavía no hubiese llegado a la vista del mar! Entonces, ¡Inglaterra era una isla muy grande! Casi estuvo a punto de arrepentirse de haber emprendido aquella aventura, pero habiéndola emprendido ya, estaba decidido a llevarla a cabo hasta sus últimas consecuencias.

Además, si se volvía atrás, le quedarían años y años y más años de asistir a las espeluznantes sesiones de la calamitosa señorita Milton, todos los miércoles a la tarde, en las que él, Guillermo, el presunto héroe de la vuelta al mundo a pie, tendría que ser un paro. ¡No, y mil veces no!

El reloj de una iglesia dio las cuatro. ¿Las cuatro? Sí, las cuatro. No podía ser. No era posible que sólo fuesen las cuatro. Guillermo tenía un apetito tan voraz en aquel momento que estaba seguro de que si no encontraba pronto algo que comer caería agotado, exhausto, muerto de hambre. La carretera volvió a torcer en ángulo muy cerrado, rozando un seto que limitaba un jardín con su correspondiente casa. Guillermo se detuvo y se puso a reflexionar sobre la situación. Podía hacer dos cosas: pasar por la carretera, rodeando la casa con su jardín, o pasar por el seto y atravesar el jardín por las buenas, confiando en su buena suerte. Un boquete muy conveniente que había en el seto fue lo que le decidió. Pasaría por el seto y atravesaría el jardín en línea recta. No parecía que hubiera nadie en el jardín. Ni en la casa tampoco. Y si se encontraba con alguien, echaría a correr, porque si continuaba perdiendo el tiempo dando rodeos no llegaría a dar nunca la vuelta al mundo, y una vez metido en ello no quería tardar más tiempo en darla que el estrictamente necesario. De todos modos, ya empezaba a resultarle una lata aquella vuelta al mundo. Las cosas le iban saliendo mucho peor de lo que le habían salido a aquel hombre que escribió el libro… Los granjeros le pegaban, los narigudos le echaban del bosque, los elementos le empapaban de lluvia, y además tenía un hambre feroz…

Pasó por el boquete del seto y una vez dentro del jardín, miró a su alrededor. El cielo estaba gris y completamente cubierto. Seguía lloviendo. Hasta «Jumble» había perdido la alegría de vivir y miraba a Guillermo, con algo de reproche en la mirada, como preguntándole por qué no se ponía a hacer algo interesante o, al menos, por qué no lo sacaba ya de la lluvia.

Guillermo se dispuso a cruzar el jardín y, al pasar frente a una puerta vidriera vio, con gran sorpresa, una habitación de aspecto muy confortable, con la lumbre ardiendo en el hogar y, sentada a la mesa, una anciana que estaba tomando el té. Él había creído que la casa estaba vacía y ahora se la encontraba relativamente llena. Además, aquel té parecía ser de los buenos. Había pan tostado y sin tostar, mantequilla, pastel de pasas y bizcochos de chocolate. Sin saber lo que hacía, Guillermo se fue acercando a la puerta vidriera y allí se quedó, con la nariz pegada en los cristales, y sus hambrientos ojos fijos en las exquisiteces con que se regalaba la anciana señora, mientras «Jumble» temblaba, desconsolado, echado a sus pies. De pronto, la anciana señora alzó la mirada y le vio. Lo raro es que no pareció sorprendida al verle, como si fuera la cosa más natural del mundo encontrarse todos los días con muchachos con las narices pegadas en los cristales de la ventana contemplándola cómo tomaba el té. La anciana señora se levantó, y descorriendo el pestillo de la puerta vidriera que daba acceso a la casa, la abrió de par en par.

—Entra, entra —le dijo—. ¡Dios mío! ¡Cómo estás! ¡Pero qué mojado vas, criatura!

—Sí, voy mojado —dijo Guillermo—, pero no me importa.

A Guillermo se le había ocurrido que aquella era una excelente ocasión de empezar a mendigar en su viaje de vuelta al mundo.

—Estaba pensando —añadió rápidamente—, que, aunque, desde luego, no deseo nada de lo que usted está comiendo, si le sobran algunas migas, pues yo…

—¡Oh! ¡Si aquí tengo mucho más de lo que yo puedo comer! —exclamó la buena señora—. Será mejor que entres y tomes el té conmigo.

Y, dicho esto, se dirigió hacia una alacena, de donde sacó una taza con su correspondiente platillo, y acercó otra silla a la mesa.

—Siéntate aquí —dijo la anciana señora— y en seguida te calentarás. Y este perrito que traes puede echarse ahí frente a la lumbre.


—No deseo nada de lo que usted está comiendo, si le sobran algunas migas, pues yo…


—Siéntate aquí —dijo la anciana señora— y enseguida te calentarás.

Como si hubiera estado esperando realmente a que le dieran permiso, «Jumble» se echó, con un suspiro de alivio en la esterilla que había frente al fuego y casi al instante se quedó dormido, con la mayor tranquilidad.

—Ahí tienes el té —dijo la anciana señora, vertiéndoselo en la taza—. Está aún muy caliente, y la tostada también.

—Es que, ¿sabe usted? —dijo Guillermo, algo sorprendido por la naturalidad de la recepción y convencido de que tenía que dar alguna explicación—, estoy dando la vuelta al mundo a pie, acompañado de mi perro. Me hubiera gustado ir montado en dos caballos, pero como no los tengo, me contento con el perro.

—Ya comprendo —dijo la anciana señora, haciendo con la cabeza un gesto afirmativo—, cuando yo era pequeña también jugaba a cosas así.

Guillermo abrió la boca para explicarle, con cierta indignación, que aquello no era ningún juego, pero en aquel momento la anciana señora le estaba ofreciendo una tostada y a Guillermo le pareció que más valía no perder el tiempo en explicaciones, y así, tomando la tostada se dispuso a hacer honor al té con todo su acompañamiento. La lluvia se había intensificado y azotaba los cristales de la ventana. El cielo se oscurecía aún más. La perspectiva de tener que pasar la noche durmiendo al pie de un seto, parecía menos atractiva que nunca…

—¡Si lo supieras! —le dijo la anciana señora—. ¡He estado más contenta cuando te he visto aquí, junto a la ventana! Precisamente me estaba diciendo a mí misma que necesitaría preguntárselo todo a un niño como tú, cuando, al levantar la vista, te vi. Fue como si te hubiese enviado la Providencia.

—Sí, a mí también me pareció lo mismo —dijo, fervientemente, Guillermo.

—Es que —siguió diciendo la anciana señora—, el próximo miércoles doy una fiesta en honor de unos niños y, en realidad, no sé muy bien qué es lo que les puede gustar. Quisiera que tú me aconsejaras sobre la cuestión.

Y tomando una hoja de papel, de una mesa que había allí cerca, añadió:

—Después, cuando tú hayas terminado el té haremos una lista de la comida, y además podrás indicarme qué clase de juegos les gustarían.

Guillermo asintió de un modo inarticulado e incomprensible porque en aquel preciso momento tenía la boca llena de pastel de pasas.

—En realidad —dijo la anciana señora, más confidencialmente aún—, lo hago por mi sobrina, quien todos los miércoles por la tarde da una especie de clases a base de juegos instructivos a unos niños. Yo en el fondo, no sé realmente de qué se trata, lo único que sé es que estos niños se divierten mucho y que están contentísimos con esos juegos instructivos de mi sobrina, y eso que ella hace muy poco tiempo que ha empezado a organizar esta clase de juegos, pero ahora ha cogido un empleo de secretario o algo así en una oficina y tendrá que abandonar esos niños y sus juegos. Ella está muy entristecida por haber de abandonar esta ocupación en la que había puesto tanto empeño y tantas esperanzas, ¡ya puedes figurártelo! Y, naturalmente, los niños están todavía más entristecidos que ella, hasta tal punto que ella misma me dijo que no sabía cómo iba a darles la noticia, y por eso yo le insinué que podría dar una fiesta en su honor, para alegrarles un poco, ¿comprendes?, y, como su casa es muy pequeña yo le dije que sería mejor que diese la fiesta aquí, que yo ya me ocuparía de arreglar las cosas, porque ella, en verdad que no tiene tiempo, ¡tan ocupada está con su nuevo empleo! ¿Qué te ocurre, niño?

Esto último lo dijo la buena señora, porque Guillermo se había quedado mirándola fijamente, como pasmado, con la boca abierta, olvidándose de todo lo demás, hasta de los bizcochos de chocolate que tanto le gustaban.

—¿Có-có-có-cómo se llama su sobrina? —pudo balbucir, por fin, Guillermo.

—María Milton, ¿por qué? —dijo la anciana señora.

—¿Y-y-y va a invitar a todos esos niños a la fiesta?

—Sí, chiquillo, pues claro que sí. Eso es lo que te estoy diciendo. Los va a invitar para alegrarles un poco, ya que en lo sucesivo tienen que dejar de asistir a esos juegos instructivos tan divertidos. Yo he creído que esa era una buena idea. Porque con una fiesta se olvidan pronto las contrariedades, ¿no es eso? Ella misma va a ir a sus casas para darles las noticias, la mala y la buena, uno por uno: la del final de los juegos instructivos y la de la fiesta en mi casa. De modo que si ya has terminado de comer puedes empezar a ayudarme con la lista.

Media hora más tarde Guillermo, calentito, ahíto y relativamente seco, salió por la puerta principal de la casa, con «Jumble» pisándole los talones. Iba alegre y vivaracho. Había cesado de llover, pero Guillermo ya no proseguía con su viaje alrededor del mundo. Había decidido de momento abandonarlo. Sería una imbecilidad no asistir a la fiesta para la que acababa de elaborar una lista tan completa de refrescos y diversiones. Además, no tenía objeto de marcharse ahora que las siniestras sesiones del miércoles por la tarde habían terminado. Había disfrutado muy poco en el escaso trecho que había recorrido alrededor del mundo. Quizá la cosa le saldría mejor cuando él fuese mayor y pudiese contar con dos caballos. Quizá cuando fuese mayor y tuviese dos caballos la gente le trataría mejor, igual que trataba a aquel hombre que escribió el libro…

Tenía en la mente muchos otros planes. Quería probar lo del refugio para muchachos; podría hacer pagar entrada y así ganaría algún dinero, que buena falta le hacía. Después de todo, bien pensado, hubiera sido una lamentable pérdida de tiempo de haber tenido que pasar cinco años dando la vuelta al mundo.

—Anda, date prisa y aséate un poco antes de sentarte a la mesa —le dijo su madre, tan pronto como llegó al comedor de su casa—. Tienes el té a punto.

Guillermo entró en el comedor y miró con tremendo desdén el simple plato de pan con mermelada que había sobre la mesa. ¡Vaya banquete para un héroe que acababa de dar la vuelta al mundo! Estaba seguro de que al hombre aquel que había escrito el libro no le dieron pan con mermelada y nada más, cuando llegó a su casa, después del arduo viaje. De todos modos, había alguna distancia desde la casa de la anciana señora a la suya, y él había venido andando con paso vivo, y aunque le hubiese gustado poder mostrar de un modo más palmario su imponente menosprecio hacia una comida tan insuficiente para un héroe, en resumidas cuentas resultaba ser que el pan con mermelada era mejor que nada. Así pues, tomó una rebanada y le pegó un mordisco. En aquel momento, la señora Brown le tocó en el hombro.

—¡Pero, Guillermo! —exclamó, llena de reproches—. ¡Si vienes mojado! Tendrías que andar con más cuidado. Podrías haberte metido en alguna parte durante el chubasco.

—¡Uy! —exclamó Guillermo, significativamente—. Uno no puede preocuparse por una tontería como la lluvia cuando se está dando la vuelta al mundo. Tienes una gran suerte de verme de nuevo por estas tierras.

—¿Qué dices ahora, Guillermo? —dijo la señora Brown, de un modo ausente a consecuencia de la sorpresa experimentada.

Guillermo estuvo a punto de explicarle a su madre la heroica hazaña que acababa de realizar (porque en aquellos momentos casi estaba convencido de haber dado realmente la vuelta al mundo) pero finalmente decidió abstenerse. Probablemente ella ni le escucharía siquiera, de modo que, en resumidas cuentas aquello no sería más que perder el tiempo inútilmente.

Al alargar el brazo para alcanzar otra rebanada de pan con mermelada, vio la figura de la señorita Milton, que se acercaba por el sendero del jardín…