LOS PROSCRITOS VAN DE MASCARADA
—Dentro de cuatro días será Navidad —dijo Pelirrojo.
—Ya lo sabía —dijo Douglas—. Parece como si hubiera transcurrido más de un año desde las últimas Navidades.
—Eso es lo que parece siempre —dijo Guillermo—, y ahí está el mal. Tarda demasiado en llegar la Navidad y luego se va demasiado aprisa. Es ridículo que sólo tengamos un día al año que sea Navidad, y luego, todos los demás días, nada. Para mí la Navidad tendría que durar una semana entera.
—O siete semanas, igual que la Cuaresma —sugirió Enrique.
—Sí, eso sí que es una buena idea —convino Guillermo—. Siete semanas de Navidad, con regalos cada día y además, vacaciones. Sí, sí; me conviene la cosa.
—Pero sin que vengan parientes a visitarnos —dijo Pelirrojo.
—No, nada de parientes. Ni tías ni nada.
—Y nada de regalos útiles —añadió Douglas, a quien le habían regalado un diccionario francés en la Navidad del año anterior y aún le escocía el insulto.
—No, nada de regalos útiles. —Convinieron todos al unísono.
Habiendo, de este modo, reformado las festividades navideñas, se quedaron callados durante unos minutos.
—Pero seguramente no lo lograremos —dijo, por fin, Guillermo—. Apuesto a que Navidad seguirá siendo un solo día, y seguirán viniendo tías y regalándonos cajas de lápices de colores y corbatas y…
—Y diccionarios franceses —dijo Douglas.
—Sí, y diccionarios franceses y todo eso. Estoy seguro de que aunque estuviéramos hablando de ello durante años y años, nadie nos haría el menor caso. Nunca nos hacen caso. Parece como si no les gustara que mejorasen las cosas. ¡Figuraos! Cuaresma, siete semanas y Navidad un solo día. La cosa no tiene sentido.
—Apuesto a que ellos se divertían más que nosotros para Navidad, en su tiempo —dijo Pelirrojo—. Siempre están hablando de lo divertida que era la fiesta de Navidad en sus tiempos.
—¿Y qué hacían? —preguntó Guillermo, con interés.
—Pues comían cabeza de jabalí y…
—¡Uf! ¡Qué asco! ¡Cabeza de jabalí! ¿Con dientes y todo? ¡Qué repugnancia! ¿Y qué más hacían en su tiempo?
—Mascaradas —dijo Enrique, después de cierta vacilación.
—¿Mascaradas? ¿Qué son mascaradas? —preguntó Guillermo.
—Son una especie de comedias —dijo Enrique, después de vacilar todavía más—. Los que las hacen se llaman máscaras y… bueno, representan una especie de comedia.
—Pues eso ya lo hemos hecho nosotros —dijo Guillermo—. Ya hemos representado comedias y cosas así, pero siempre nos ha salido mal.
—Pero las mascaradas no son como las comedias ordinarias —dijo Enrique.
—¿Qué son pues?
—No lo sé, pero ya me enteraré —dijo Enrique—. Precisamente anoche mi padre hablaba de eso mismo.
—Apuesto a que será cualquier tontería —dijo Guillermo.
Al día siguiente, los demás ya se habían olvidado del tema principal de conversación del día anterior, pero de pronto, compareció en el viejo granero Enrique, dándose mucha importancia.
—Ya he descubierto lo que son las mascaradas —dijo—. Son personas que se disfrazan y luego entran bailando en las casas de los demás, y la gente les da dinero.
Los demás Proscritos aguzaron el oído.
—¿Les da dinero, dices? —preguntó Guillermo—. ¿Sólo porque van danzando por ahí?
—Sí —dijo Enrique—. Uno de ellos tiene que ser San Jorge, y otro el dragón, y los demás, lo que mejor les parezca, y se van danzando por todas partes y la gente les da dinero.
—Pues la cosa parece muy sencilla —dijo Guillermo lentamente—. No sé por qué no podríamos hacerlo también nosotros. Nos divertiríamos bárbaramente y encima aún nos darían dinero. ¿Y dices que tiene que haber uno que sea San Jorge y otro que sea el dragón?
—Sí, tiene que haber esos dos.
—Bueno, San Jorge no es problema —dijo Guillermo, pensativamente—. Quiero decir que podemos arreglarlo con cazuelas y latas y más cosas…, pero el dragón va a resultar algo difícil.
—¡Hombre! —exclamó Pelirrojo, muy excitado—. ¡Ahora que me acuerdo! Federico Parker tiene un disfraz de dragón y se lo va a poner para el baile de máscaras que dan los Morrow la semana que viene, pero esta semana Federico no está en casa porque se fue a pasar unos días en casa de una tía suya y, que yo sepa, todavía no está de vuelta. Si nosotros lo aprovecháramos sin que nadie se enterase… Al menos él no se enterará. Y además, estoy seguro de que si se lo pidiera a Paco nos lo prestaría con mucho gusto, porque Paco haría cualquier cosa por un helado de coco.
Paco Parker, el hermano menor de Federico, era un muchacho chato y pecoso que, efectivamente, tenía un verdadero delirio por sorber los helados de coco.
—¿Cuánto dinero tenemos? —preguntó Guillermo.
Hechas las necesarias pesquisas, descubrieron que entre todos tenían dos peniques, cantidad más que suficiente para su propósito.
—Anda, vamos a buscarlo —dijo Guillermo.
Paco Parker no fue difícil de encontrar. Estaba ante la pastelería del pueblo, con la nariz pegada en el escaparate y los ojos fijos en los helados de coco que había en la nevera.
—Hola, Paco —le dijo Guillermo, en tono alegre.
—Hola —respondió Paco, sin quitar los ojos de los helados de coco.
—¿Te gustaría comerte ahora un helado de coco? —le preguntó insidiosamente Guillermo.
Paco dio media vuelta en redondo.
—Sí —dijo.
—Pues tienes que ganártelo. Si te lo ganas te lo doy —le dijo Guillermo.
—Muy bien —dijo Paco—. ¿Qué tengo que hacer?
—¿Sabes aquel disfraz de dragón que tiene Federico, aquel que va a ponerse para la fiesta de los Morrow?
—Sí —dijo Paco.
—Pues quisiéramos que nos lo prestaras para mañana. Nada más que para mañana. Lo trataremos bien, y Federico no se enterará de nada.
Paco se quedó pensativo.
—Se va a armar la gorda si lo descubre —dijo, por fin.
—Te daremos dos helados de coco, dos —dijo Guillermo.
Los ojos de Paco echaron chispas. ¡Caramba! Por dos helados de coco se podía hacer cualquier cosa… y hasta se podía aguantar la venganza de Federico.
—¿Cuándo me lo daréis? —preguntó.
—Uno ahora y otro cuando nos traigas el traje de dragón —dijo firmemente Guillermo.
—De acuerdo —dijo Paco—. Vamos dentro.
Y entró, seguido de los Proscritos. Cuando el pastelero vio entrar a Paco, sacó en seguida los helados de coco de la nevera, dispuesto a servirle. Paco cogió un helado, el que le pareció mayor que los demás, Guillermo dejó un penique encima del mostrador, y los cinco salieron.
—Tendrás el otro cuando nos traigas el traje de dragón —le repitió muy firme Guillermo—. Y no tienes que preocuparte, te aseguro que lo trataremos bien.
Ciertamente, a Paco, en aquel momento, no le preocupaba nada. Estaba chupando extáticamente aquel pedazo de ambrosía que el destino le había puesto en la mano de un modo tan amable como inesperado.
—Nos lo traerás después de comer, ¿verdad? —le preguntó ansiosamente Guillermo.
Paco emitió un sonido inarticulado que denotaba asentimiento, con la boca llena de helado de coco, y se marchó a su casa.
Tal como se había acordado, a primera hora de la tarde Paco compareció en el viejo granero, llevando debajo del brazo un paquete envuelto en un papel.
—Ahí va —dijo—, y me la voy a cargar de lo lindo, si Federico se entera.
—No se enterará —le aseguró Guillermo—. Ahí tienes otro penique para que te compres el otro helado de coco.
Paco lo tomó y ya se iba, cuando tuvo una idea y, volviéndose en redondo, dijo:
—Por dos más os traeré su traje de indio.
—No queremos ningún traje de indio —le respondió Guillermo—. Ya tenemos uno.
Guillermo ya estaba arrepintiéndose de haberle dado a Paco el segundo penique. Paco seguramente les habría dado todos los trajes de su hermano Federico por un solo helado de coco.
Los cuatro Proscritos contemplaron cómo aquella figurilla achaparrada se perdía en la distancia.
—Hasta él mismo parece un helado de coco —dijo Pelirrojo desapasionadamente—. Estoy seguro de que por dentro no es nada más que eso: un helado de coco.
—Bueno, sobre lo de la mascarada —dijo Guillermo—, lo dejaremos todo listo hoy y empezaremos mañana, o sea tres días antes de Navidad. Apuesto a que ganaremos una burrada de dinero.
Sin que nadie lo esperara, el traje de dragón resultó ser realmente magnífico. Tenía una gran cabezota, con unos dientes blancos y brillantes, y el traje propiamente dicho, tenía brazos y piernas y estaba confeccionado con un tejido verdoso iridiscente que resultaba estupendo. Hasta tenía una cola, una cola larga, verde y terminada en una afilada punta. Quedó decidido que Guillermo se pondría el traje de dragón y que Pelirrojo, representando a San Jorge, se pondría una cazuela como casco, y un escudo y una coraza de cartón que originariamente había sido fabricada para Roberto en ocasión de una charada. (A menudo Roberto se preguntaba qué habría sido del escudo y la coraza, ya que después de la charada no los había vuelto a ver.) Douglas se pondría el traje de indio y Enrique una corona de papel y un batín, vago y nebuloso disfraz, que podía representar cualquier cosa.
—Entraremos en todas las casas y bailaremos, tal como tú dijiste —dijo Guillermo; y añadió, esperanzado—: Supongo que todo acabará bien.
* * *
Al día siguiente, a primera hora de la tarde, se reunieron en un extremo del pueblo. El asunto empezó bien, tal como suelen empezar siempre los asuntos. Los Proscritos fueron a visitar a la señorita Milton, quien se mostró encantada de recibirlos, les hizo entrar en su pequeño comedor y les permitió que bailaran cuanto quisieran alrededor de la mesa. Hasta sacó de la alacena una lata de bizcochos y se los ofreció. Su generosidad, no obstante, no pasó de aquí, y los Proscritos, por delicadeza, se abstuvieron de indicarle la posibilidad de una remuneración más satisfactoria. Además, los bizcochos eran muy ordinarios y muy resecos, y ella sólo se los ofreció una vez. De todas maneras, los Proscritos se sintieron muy animados al ver que a ella le había hecho gracia la mamarrachada. («Ha sido delicioso, niños, perfectamente delicioso», les había dicho la señorita Milton, al despedirse.) Por consiguiente, supusieron que también podría hacerles gracia a otras personas, las cuales quizás expresasen su contento en términos más duraderos.
Pero las visitas siguientes fueron menos satisfactorias. La criada de la señora Burwash se limitó a mirarles de un modo glacial y les cerró la puerta en las narices, murmurando:
—¡Qué bestias!
La criada de la señora Luton hizo lo mismo y el general Moult salió en persona a la puerta y les amenazó con el puño. Entonces los Proscritos empezaron a desanimarse.
—¿Sabéis qué podríamos hacer? —les dijo Guillermo—. Oíd: en la próxima casa yo entro primero y se lo explico. Quizá con eso de que vamos juntos, al tener que mirarnos a todos, no se dan cuenta exacta de lo que es eso. Yo entraré primero y les explicaré que somos máscaras que hacemos una mascarada y les diré también que antes la gente solía dar dinero a las máscaras cuando hacían mascaradas, y así quizá la cosa nos salga bien. Vosotros os esperáis junto o la verja mientras yo entro y se lo explico detalladamente.
Y, dicho esto, Guillermo entró en el jardín de la próxima casa y fue a llamar a la puerta. Salió a abrirle una niña de diez años. Durante un instante pareció muy sorprendida al ver aquella verde figura reluciente en el umbral de la puerta, luego la expresión de sorpresa dio paso a otra de preocupación.
—¡Mamá! —gritó la niña—. Ahí está Federico Parker que se ha equivocado de día. ¿Qué hago?
La señora Morrow, regordeta y bonachona, apareció en el zaguán.
—¡Pobre chico! —exclamó—. ¡Qué lástima! Sí, su madre ya me ha hablado de este disfraz. Es precioso, ¿verdad? Bueno, claro, ahora que ya está aquí, que pase y tomará el té con nosotras. Entra, Federico, entra ya.
Abrió la puerta de par en par, y Guillermo, no viendo que pudiera hacer otra cosa, entró. La señora Morrow le acarició la cabezota, para tranquilizarle y suavizarle la plancha.
La señora Morrow le acarició la cabezota para tranquilizarle…
—¡Pobre chico! —repitió la señora Morrow—. Es una lástima. La fiesta es el martes de la semana próxima, y no hoy, Federico. Te has equivocado de fecha.
Guillermo intentó abrir la boca para explicárselo todo. Se proponía pasar muy ligeramente por encima del asunto aquel del traje de dragón, implicando con ello que se lo habían prestado, cosa que, hasta cierto punto, no dejaba de ser verdad, y concentrarse en el asunto de la mascarada navideña y muy especialmente en el detalle referente a que las máscaras antaño recibían una remuneración en dinero contante y sonante como premio a sus esfuerzos. Pero entonces ocurrió algo terrible. Los golpecitos acariciadores que la regordeta señora Morrow había dado en la cabeza del dragón habían encajado esta cabeza tan firmemente en la auténtica de Guillermo, que éste no podía abrir la boca. Con las manos intentó remover aquella cabeza de dragón, pero la cabeza de dragón permaneció fija e inmóvil a pesar de todos los esfuerzos de Guillermo. Guillermo podía respirar, respirar justo y nada más, porque no podía hablar ni mover la cabeza. Intentó por segunda y por tercera vez remover la cabeza del dragón, pero no pudo lograrlo. La regordeta señora Morrow y su hija no parecían darse cuenta de nada. Hablaban tanto que no se daban cuenta de si el prójimo hablaba o callaba.
—No tienes que quitártela si no quieres, Federico —le dijo la señora regordeta—. Ya está bien así. Es precioso. Entra, Federico, entra. Y no te preocupes por haberte equivocado de día. Te quedarás a tomar el té con nosotras y después podrás jugar con mi hija Girlie y, naturalmente, eso no impide que vuelvas el martes próximo, y así tendrás doble fiesta, ¿no te parece? Hasta es mejor que hayas venido hoy, porque Girlie estaba aburriéndose y deseando que viniera alguien a jugar un poco con ella, ¿no es verdad, Girlie?
Guillermo se sintió empujado dentro de una habitación, y sentado ante una mesa donde había un tablero de halma[2].
—Estaba jugando contra mí misma —le dijo Girlie—, pero ahora, naturalmente, podré jugar contra ti. Tú tendrás las fichas verdes y yo las rojas. Anda, ya puedes empezar. Date prisa.
Girlie tenía la voz chillona y las maneras dominadoras. A Guillermo siempre le había sido antipática, y por eso la había evitado. Jamás se le habría ocurrido que un día se hallaría sentado a la mesa con ella, jugando al halma… Y, además, Guillermo aborrecía aquel juego. Pero no tuvo más remedio que ponerse a jugar. Jugaba de un modo ausente, exprimiéndose los sesos mientras tanto, para ver de qué modo podría escapar. Ni siquiera podía hacer seña alguna a los demás desde la ventana, porque el cuarto donde le habían metido estaba en la parte de atrás de la casa y los Proscritos le aguardaban en la parte anterior. Además, no podía presentar ninguna excusa para irse, porque no podía hablar. Y no podía irse sin más, despidiéndose a la francesa, porque aquello habría infundido sospechas inmediatamente. Los de la casa creían que él era Federico Parker, que se había equivocado de día y había acudido una semana antes para la fiesta, y era de suponer que pondrían toda la tarde, o buena parte de ella, a su disposición. Por otra parte, Girlie estaba criticando continuamente sus jugadas.
—¡Pero, qué tontería! ¿Por qué mueves esta pieza a ese cuadro? Mamá: Federico es tonto. Mira cómo ha movido la pieza. Ahora yo le cojo seis de las suyas. ¿Has visto qué tontería?
La señora Morrow estaba sentada junto a la ventana abierta e iba murmurando, de vez en cuando, a modo de acompañamiento a la inescrutable cháchara de Girlie:
—¡Caramba, caramba! ¡Bueno, bueno, bueno!
Alguien llamó a la puerta. La misma señora Morrow fue a abrirle y Guillermo oyó cómo la señora Morrow y el recién llegado hablaban en la habitación contigua.
—Federico Parker está aquí —oyó Guillermo que decía la señora Morrow—. El pobre muchacho se ha equivocado de día, y creyendo que era hoy el día de la fiesta ha venido disfrazado. Yo le he dicho que entrara a tomar el té, claro, y ahora está ahí dentro divirtiéndose horrores con Girlie. Están jugando al halma. De modo que, en resumidas cuentas, ese pequeño diablejo habrá tenido dos fiestas en lugar de una.
—Ah, sí. Ya me han dicho que Federico estaba de regreso —dijo el recién llegado.
Una horrible ansiedad invadió el cuerpo y el alma de Guillermo. ¡Era terrible pensar en que él iba por ahí luciendo el disfraz de Federico, si era cierto que Federico había regresado! Ya estaba deseando no haber oído nunca hablar de mascaradas, ni de Federico Parker ni de helados de coco. El recién llegado se fue, y la señora Morrow volvió a la habitación donde estaban Guillermo y Girlie.
El reloj dio las cinco.
—¡La hora del té! —exclamó animadamente la señora Morrow—. Ahora sí que querrás quitarte la cabeza del dragón, ¿verdad, Federico? Porque si no, no podrás tomar el té.
Guillermo estaba calculando en las posibilidades de hacer una salida rápida e inesperada para recobrar la libertad, cuando otra persona llamó a la puerta, y esta vez fue Girlie quien fue a abrir. Un agudo chillido se oyó en el zaguán.
—¡Federico Parker…! ¡Pero, no puede ser! ¡Si ya estás aquí!
Entonces se oyó en el zaguán la voz del auténtico Federico Parker, explicando volublemente que había regresado a su casa porque un amigo de su primo había pillado la escarlatina y el primo estaba en cuarentena, pero suponía que no habría ningún inconveniente en que él asistiera a la fiesta, ¿verdad?, porque en realidad él nunca había estado en contacto con el amigo y…
Por fin se dio cuenta de que Girlie y su madre (que se había reunido con Girlie en la puerta) le estaban contemplando con expresión de estupefacción e incredulidad y entonces, a través de la otra puerta entreabierta, vio a Guillermo luchando frenéticamente para quitarse la cabeza de dragón antes de salir pitando en busca de la ansiada libertad. Federico emitió un verdadero aullido de rabia. Su disfraz. Su preciosísimo disfraz. El disfraz que el próximo martes tenía que brillar, resplandeciente, sobre el mundo asombrado y eclipsar a cualquier otro disfraz, avergonzando a quien lo llevase… aquel disfraz incomparable, hételo aquí exhibido públicamente por otra persona, sin su consentimiento y hasta sin su conocimiento. Federico, furioso, pegó un brinco hacia delante. Guillermo, abandonando por fin todo intento de libertar la cabeza propia de la del dragón, dio otro brinco instintivo hacia la salida más próxima, la cual resultaba ser la ventana abierta. Federico, obcecado, habiendo perdido toda su urbanidad y buenos modales y haciendo caso omiso de toda otra consideración, arrebatado en su ardiente sed de venganza, dio un empujón a Girlie y otro a su madre, apartándolas de su camino, y echó a correr detrás de Guillermo. En un santiamén hubieron desaparecido ambos, dejando a la señora Morrow y a Girlie abrazadas, consternadas y turulatas.
—¿Cómo puede ser que haya dos Federicos, mamá? —preguntó Girlie.
—No lo sé, hija mía —dijo la señora Morrow.
Guillermo era más ágil que Federico, pero tenía algo obstaculizado su radio de visión, de modo que todo lo que podía hacer era mantenerse aproximadamente a la misma distancia de su perseguidor. Guillermo saltó por encima del seto que limitaba el jardín de la señora Morrow y echó a correr por el sendero que había detrás. Federico seguía pisándole los talones. A través de un boquete que había en un seto, y luego a campo traviesa… saltando por encima de una verja y echando a correr en dirección opuesta por otro camino, para despistar… Por la carretera principal, sólo dos o tres metros delante de Federico… De pronto, Guillermo hizo un magnífico «sprint», se distanció de Federico, dobló una esquina y volvió a doblar junto a una gran entrada, creyendo que así despistaría a Federico, el cual seguiría corriendo en línea recta. Pero Federico no se despistó; llegó a la misma entrada y Guillermo traspasó la puerta y echó a correr por una avenida, y Federico detrás, acortando esta vez las distancias. Al final de la avenida había una casa, con una puerta vidriera abierta. Aquello parecía indicar un refugio, y, sin pensarlo dos veces, Guillermo se metió por allí…
* * *
Mientras tanto, los Proscritos seguían esperando junto a la verja del jardín de los Morrow, primero de un modo expectante, pero cada vez más perplejos e inquietos, a medida que iban transcurriendo los minutos sin que Guillermo reapareciera.
Cautelosamente, Pelirrojo se acercó a la casa y atisbó hacia el interior, por la ventana, pero no parecía haber nadie dentro.
—No sé qué pasa —dijo—. ¿Qué creéis que tenemos que hacer ahora? No ganamos nada con quedarnos aquí plantados.
—Vamos a hacer la mascarada nosotros —sugirió Douglas—. Podremos ganar algún dinero. Luego volveremos a ver si ya ha salido. Si nos quedamos aquí perdiendo el tiempo, pronto habrá pasado la tarde y no habremos hecho ninguna mascarada.
A los otros dos aquello les pareció una idea muy sensata. Ciertamente, no tenía ninguna utilidad quedarse allí plantados sin hacer nada, junto a la verja.
—Cuando salga ya nos encontrará —dijo Enrique—. A lo mejor aquí sólo querían una máscara. Bueno, sea lo que sea, estoy seguro de que él también querrá que nosotros sigamos adelante con la mascarada. Vámonos ya.
Los tres salieron a la carretera y echaron a andar por ella, sintiéndose desamparados sin el jefe, y esperando que Guillermo encontrara bien hecho lo que estaban haciendo.
En la primera casa donde llamaron no había nadie. En la segunda, salió a abrirles un anciano sordo, les dijo que no deseaba nada, y les dio con la puerta en las narices. La tercera casa tenía un aspecto imponente, y los tres Proscritos vacilaron antes de llamar.
—Vamos —dijo finalmente Pelirrojo—. Todo lo más… más que pueden hacernos es echarnos, y a lo mejor les gusta que hayamos llamado a su casa y nos dan algo. Por la puerta parece ser una casa rica.
Los tres se acercaron a la puerta. Era, efectivamente, una puerta alta, maciza, de seis entrepaños. Pelirrojo hizo sonar el timbre. Una criada vino a abrir la puerta e inmediatamente una mujer de mediana edad y de aspecto fatigado se dejó ver en el zaguán.
—¿Quién es? —preguntó.
—Somos máscaras —dijo Pelirrojo, hablando con cierta timidez y deseando ardientemente que estuviera presente Guillermo para hacerse cargo de la situación—. ¿Podemos entrar y… y hacerle la mascarada a usted?
—No se pueden decir más disparates en menos palabras —dijo la mujer, indignada—. ¡Fuera de aquí inmediatamente!
En aquel momento otra mujer, muy parecida a la primera, pero de aspecto todavía más cansino, apareció en la puerta.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Dicen que son máscaras —dijo la primera mujer—. Jamás he oído tanta tontería. Ya les he dicho que se largasen de aquí. Realmente eso ya es demasiado, después de lo difícil que se ha puesto hoy papá.
—Oh, pero… —dijo la otra vivamente haciendo un ademán para retener a las máscaras, que ya se iban—, precisamente papá estaba hablando ahora de las máscaras, porque recuerda las mascaradas que solían tener lugar cuando él era joven. Dice que él y sus amigos también hacían mascaradas para Navidad. A lo mejor esto le interesa y le hace recobrar el buen humor. Una nunca sabe…
La otra pareció dudar.
—Muy bien —dijo por fin—. No creo que lo quiera, pero vale la pena probarlo. Nunca le he visto tan regañón y pendenciero como hoy. Vamos, entrad, muchachos, y limpiaos antes muy bien los pies en la esterilla.
Los tres Proscritos entraron tímidamente.
—Por aquí —dijo la primera mujer, abriendo una puerta.
Las dos mujeres y los tres Proscritos entraron en un gran salón. Un anciano se hallaba en él, sentado en un sillón, frente a la lumbre, con una manta sobre las rodillas. Tenía el aspecto más malhumorado que jamás hubiesen visto los Proscritos en ningún anciano. Tenía los labios delgados y apretados y llevaba grandes patillas. Sus ojos, pequeños y hundidos, parecían lanzar destellos, bajo sus espesas cejas blancas.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó en voz colérica.
—Son máscaras, papá —dijo tímidamente una de las mujeres—. Son muchachos que hacen una mascarada. ¿Recuerdas que tú decías ahora mismo que tú también jugabas a máscaras cuando eras joven? Yo he creído que tal vez…
El anciano miró a los Proscritos, de arriba abajo, desdeñosamente.
—A mí no me parecen máscaras ésos —dijo—. No hay ni San Jorge ni el dragón.
Pelirrojo abrió la boca para explicar que él era San Jorge y que el dragón podían imaginárselo entre todos, pero el anciano le hizo callar con un gruñido, diciendo:
—Trajes de indio y batines. Eso no tiene sentido. Eso es una insensatez. Nosotros teníamos más salero y más empuje, en nuestra época. ¡Tendríais que haber visto nuestro dragón! Bueno, todo sea por Dios. Adelante, seguid, seguid. Seguid, seguid, a ver cómo lo hacéis.
Los tres Proscritos, tímidos y aprensivos, se pusieron a bailar por el salón, torpe y desmañadamente. Ya se estaban arrepintiendo de haber ido a llamar a aquella casa. Tenían que haberse figurado de antemano que sin Guillermo aquello sería un fracaso, y no se sorprendieron en absoluto al constatar que el viejo se estaba encolerizando por momentos.
—¡Qué porquería de bailoteo! —exclamó tonante—. ¡Una verdadera porquería os digo! ¡Una indecencia! ¡Fuera de aquí, todos! ¿Cómo habéis tenido la desfachatez de venir aquí pretendiendo…?
Tuvo que interrumpirse porque casi se ahogaba de rabia.
—Ya te lo dije —se lamentó la mujer que había abierto la puerta.
—¡Vete tú también! —rugió el viejo, cogiendo el bastón.
Los Proscritos ya habían vuelto grupas dispuestos a largarse cuando ocurrió algo inesperado. Por la puerta vidriera entró como un rayo un dragón, perseguido por un muchacho normal.
Por la puerta vidriera entró como un rayo un dragón…
…perseguido por un muchacho normal.
El dragón intentó meterse debajo de la mesa, pero el muchacho pudo agarrarle y los dos empezaron a luchar a tortazo limpio, rodando por el suelo del salón. Algunas veces era el dragón el que estaba encima, y otras veces era el muchacho normal. Los dos aullaban, se pegaban, se agarraban y se pateaban. El viejo se puso a aplaudir, riendo a mandíbula batiente, encantado del nuevo espectáculo.
—¡Excelente! ¡Soberbio! ¡Eso sí que es bueno! —gritaba el viejo—. Yo no sabía que os habíais reservado este golpe de efecto. ¡Estupendo! ¡Magnífica exhibición! Os felicito a los dos.
Federico Parker se incorporó a medias. Se quedó sentado en el suelo y se quedó mirando al viejo, boquiabierto. Quería explicar su intrusión y describir con todo detalle la incalificable jugada que le había hecho Guillermo, pero se había quedado sin aliento, y no pudo decir nada. Con tanto correr y tanto luchar, se había quedado sin respiro. Con la lucha se había soltado la cabeza de dragón y Guillermo pudo quitársela por fin, revelando una cara purpúrea y sudorosa. El viejo seguía aplaudiendo entusiasmado; las dos mujeres también; y también aplaudían Pelirrojo, Enrique y Douglas. La expresión de furia de Federico se transformó en otra de estupefacción.
—¡Espléndido! ¡Espléndido! —iba diciendo el viejo—. Claro que San Jorge tenía que haber venido con armadura, pero también le habría saltado en la refriega, de modo que quizás sea mejor así. ¡Esa entrada por la puerta vidriera sí que ha sido una gran idea! ¡Maravillosa!
Metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, se sacó la cartera y de ella extrajo un billete de una libra que ofreció a Guillermo.
—Os lo podéis repartir entre vosotros —dijo— juntamente con mis mejores felicitaciones.
—Muchas gracias —dijo Guillermo—. Nos toca a cuatro chelines por cabeza. Ha sido usted muy generoso con nosotros.
—No hay que hablar, no hay que hablar —dijo el viejo—. Me he divertido de veras.
—Ya te lo dije —dijo la segunda de las mujeres.
Federico Parker abrió la boca y la volvió a cerrar. No comprendía en absoluto lo que había sucedido allí; lo único que comprendía es que aquel no era el momento oportuno para pedir explicaciones. Además, se dio perfectamente cuenta de que le habían caído del cielo cuatro chelines.
Las explicaciones podrían esperar para más tarde. Luego ya encontraría el momento de pedírselas a Guillermo, ¡ya lo creo que encontraría el momento! Pero, de todos modos, su animosidad hacia Guillermo, se iba desvaneciendo. Él y Guillermo acababan de pelearse a satisfacción, y tendría que ser un conflicto muy gordo aquel que no pudiera enterrarse y dejar relegado al olvido por cuatro chelines…