GUILLERMO Y LOS PERROS
Guillermo cogió aquel gran objeto grisáceo y lo examinó cuidadosamente.
—¡Mira! ¡Una seta! —anunció.
Los otros lo contemplaron con aire de duda.
—Apuesto a que es un hongo bejín —dijo Pelirrojo—. Hay personas que han muerto después de comerse un hongo como éste, pensando que era una seta comestible. Esos hongos son venenosos.
—Pues yo apuesto a que esto es una seta comestible —insistió Guillermo—, y voy a llevármela a casa y diré que me la guisen. Se la regalaré a mi madre. Es una buena idea, porque la semana que viene es su cumpleaños.
—Pero una seta no sirve —dijo Douglas—. No sirve como regalo de cumpleaños. Nadie regala setas para los cumpleaños.
—Además, apuesto a que es un hongo bejín —insistió por su lado Pelirrojo—. Lo sé por el color. Las setas comestibles son blancas.
—Pero esta seta es casi blanca —dijo Guillermo.
—Pues las setas comestibles todavía lo son más. Y además no son tan aplanadas. Tienen la cabeza redondeada y algo esférica.
—Así la tiene esta seta.
—¡Pues adelante! Cómetela y a ver si revientas —le retó Pelirrojo.
—No, no me gustan crudas —dijo Guillermo—. Voy a hacer que me la guisen.
—Apuesto a que nadie va a guisártela. La tirarán a la basura y te dirán que no vayas a molestarles más.
Aquello parecía tan probable que Guillermo no lo contradijo.
—Entonces me la guisaré yo mismo —dijo Guillermo—. Voy a encender fuego y la asaré, pinchada con un bastón.
—Pues te morirás si es un hongo bejín —volvió a advertirle Pelirrojo—, y apuesto lo que quieras a que lo es.
Guillermo lo olió y lo lamió tentativamente.
—Es una seta comestible, tal como te dije —insistió Guillermo, aunque con menos seguridad que antes.
Entre tanto, habían salido a la carretera, y pasaban en aquel momento por delante de la casa de la señorita Tressider. La señorita Tressider era una anciana miope y pendenciera, dueña de un foxterrier también anciano, miope y pendenciero, llamado «Nerón». «Nerón» estaba, en aquellos momentos, junto a la verja y al pasar los Proscritos emitió un par de gruñidos, más por cuestión de principio que porque tuviera nada contra ellos. Guillermo se detuvo. Deseaba estar en términos amistosos con la población canina del pueblo, y aquellos gruñidos eran todo un reto.
—¡Hola, muchacho! —le dijo, en tono conciliatorio.
«Nerón» soltó otro gruñido.
Guillermo alargó la mano en que tenía aún la dudosa seta, y repitió:
—¡Hola, muchacho!
«Nerón» avanzó un poco, olió la seta y, de pronto, antes de que nadie pudiera impedírselo, se la tragó entera.
—¡Arrea! —exclamó Guillermo, consternado.
—¡Atiza! —exclamó Pelirrojo—. Ahora sí que deseo de veras que sea una seta comestible.
—Vámonos —dijo, aprensivamente Douglas—, antes de que nos vea la vieja. Dirá que es por culpa nuestra si el perro se muere. Armará un escándalo terrorífico.
Así pues, los Proscritos siguieron carretera adelante en silencio y con paso ligero.
—Apuesto a que era una seta comestible —dijo finalmente Guillermo, con cierta ansiedad—. De todos modos yo no he querido dársela para que la comiera; es decir, no se la he dado. Ha sido él que la ha cogido y se la ha zampado.
—Pero no te creerán —dijo Douglas, desengañado—. No te creerán ni una palabra si el perro muere, porque la vieja está loca por su perro. Apuesto a que es capaz de escribir a nuestros padres y contárselo, y armará un jaleo de mil demonios.
—Estoy seguro de que era una seta comestible —dijo Guillermo.
Dicho esto se despidieron, Guillermo se encaminó a su casa y estuvo muy pensativo durante la comida, tan pensativo estuvo que rehusó una segunda repetición del pastel, porque tenía la cabeza en otra parte y no se daba cuenta de lo que le ofrecían.
Durante la tarde intentó olvidarse del episodio, pero su recuerdo le aguijoneaba incesantemente. A pesar de todo, él no paró de dar órdenes a sus bravos subordinados, en la personificación de un gran jefe indio, o hizo que las bestias más feroces le obedecieran, en la personificación de gran domador mundial.
Pero a la hora del té cayó la bomba.
—Me he encontrado con la señorita Tressider en el pueblo —dijo Ethel con indiferencia—, y la pobre mujer estaba consternada. Se le ha muerto el perro.
Guillermo se tragó medio bollo sin masticar.
—¿Qué-qué-qué? —tartamudeó.
—No hablaba contigo —dijo Ethel, distante.
Guillermo se la quedó mirando, blanco de horror. ¡No era una seta comestible! ¡Era un bejín, tal como sostenía Pelirrojo!
Ethel siguió conversando sobre otros asuntos locales. Era evidente que nadie le relacionaba a él, Guillermo, con la muerte del perro. Aquello, al menos, era un alivio. Un alivio regular nada más, porque no había que darle vueltas: él era el responsable de la muerte del perro. Le había ofrecido el hongo bejín como si fuera un requisito y «Nerón», confiando ciegamente en él, se lo había comido. La marca de Caín había descendido sobre su cabeza. Guillermo se levantó de la mesa, murmurando una excusa. Su madre le miró, sorprendida, porque su hijo aquella tarde no había hecho justicia a su más que sano, desbordante apetito.
—¿No quieres más té, Guillermo? —le dijo.
—No, gracias —dijo Guillermo.
—¿Tienes dolor de cabeza, quizás? —le preguntó su madre, solícita.
Guillermo soltó una carcajada sarcástica.
¡Dolor de cabeza! ¡Qué idea! ¡Ir a preguntarle a uno si tenía dolor de cabeza, cuando acababa de asesinar a un perro! Aquello demostraba lo poco que la gente le comprendía. Es decir, no le comprendían a él ni a nada. ¡Ahí estaba él, con aquel horrendo crimen en la conciencia y su madre le preguntaba si tenía dolor de cabeza! Le gustó el sonido de su carcajada sarcástica y volvió a repetirla.
—Me parece que tienes una tos de estómago, Guillermo —le dijo su madre, todavía solícita, aunque no tanto—. Esta noche te daré una purga.
La carcajada sarcástica se convirtió en un resuello, y Guillermo salió al recibidor. Allí se quedó unos momentos, mirando cejijunto y feroz al paragüero y reflexionando sobre la situación. Había asesinado al perro de la señorita Tressider. Lo que tenía que hacer él ahora, era obvio: proporcionarle otro perro. Habiendo llegado a esta conclusión, se puso a reflexionar de nuevo, esta vez sobre sus recursos financieros. Tenía seis peniques y medio. Ni más ni menos. Ignoraba cuál era el precio corriente de los perros, pero le pareció que por seis peniques y medio, se podría conseguir un buen perro de raza. Al fin y al cabo, seis peniques y medio constituían una suma respetable de dinero. En realidad era por pura casualidad que estaba en posesión de aquella fabulosa suma. Los seis peniques se los había dado una tía que había venido el día anterior a tomar el té con la familia y había quedado tan agradablemente sorprendida al ver que Guillermo había salido y no estaba en casa (porque había ido a tomar el té en casa de Pelirrojo), que en un momento de expansiva y generosa gratitud dio seis peniques a la madre de Guillermo para que ésta se los diera a su hijo en cuanto llegara. El medio penique había sido ganado por un procedimiento análogo, pero esta vez fue su hermana Ethel quien se lo dio, en premio a haber permanecido dentro de su cuarto, sin asomar la nariz, cuando unos nuevos y riquísimos amigos de Ethel fueron a buscarla a su casa con su Rolls-Royce. Claro que Ethel ignoraba que mientras tanto Guillermo se había divertido haciendo muecas horribles al chófer, desde la ventana de su cuarto.
Guillermo se sacó del bolsillo las dos monedas, la de a seis peniques y la de a medio penique y las contempló con pesar en el alma. Hubiera querido comprarse una pistola con ellas. Precisamente en el escaparate de la tienda del pueblo había una gran pistola, de forma espléndida, marcada al precio de seis peniques y medio. Pero la pistola en cuestión tendría que esperar, porque Guillermo tenía el imperioso deber de comprar otro perro para la señorita Tressider. Recordó entonces que en Hadley había una tienda donde se vendían perros y otros animales. Iría allí inmediatamente a buscar un perro que se pareciera tanto como fuera posible al que se había comido el hongo venenoso. Por otra parte, Guillermo estaba muy contento de que «Jumble» no se pareciera en absoluto al difunto «Nerón», y también de que a la señorita Tressider, «Jumble» le fuera soberanamente antipático, y se refiriera a él en términos de «esa espantosa birria de perro». Hubiera sido terrible tener que ceder a «Jumble» para compensar la pérdida de «Nerón».
Al salir de su casa, se le acercó «Jumble» dando brincos y saludándole tempestuosamente, meneando el rabo de perro escocés, levantando sus orejas de foxterrier, husmeando y resollando alegremente con su hocico de sabueso, y agitando su cuerpo temblequeante de zarcero, con la alegre anticipación de un posible paseo por el bosque, en compañía de Guillermo.
Guillermo lo miró tristemente. Habría sido muy agradable llevarse «Jumble» a Hadley («Jumble» estaba siempre tan entusiasmado con la vida y sus fenómenos, tan cierto de que todo iba a salir bien, que era imposible permanecer deprimido y taciturno en su presencia), pero era seguro que de hacerlo se armaría la gorda en la tienda perruna. «Jumble» intentaría trabar amistad con los perros menos amistosos y al final aquello terminaría en lucha libre. «Jumble» tenía la misma genialidad que Guillermo para precipitar una crisis con las mejores intenciones del mundo. No, dejaría a «Jumble» en casa hasta que hubiese terminado con ese enojoso asunto de los perros.
—No puedo llevarte conmigo, «Jumble» —le dijo, tristemente, Guillermo—. Tengo que ir a hacer algo muy importante.
Cogió a «Jumble» y se lo llevó a la parte trasera de la casa; allí encontró una cuerda de tender la ropa que alguien había dejado sobre el césped, y ató al perro con ella, al invernadero. Seguidamente se dirigió a Hadley. Una vez llegado a la tienda donde se vendían animales se quedó un momento mirando el escaparate. Los perros que allí se exhibían eran, en su mayoría, cachorrillos muy pequeños y muy blancos. Se quedó contemplando sus monedas unos instantes, tan absorbido en ellas que se olvidó completamente de a lo que había venido. De pronto, volvió a recordarlo, frunció el ceño y hurgando en el bolsillo para asegurarse de que los seis peniques y medio estaban todavía allí, entró en la tienda. Un hombrecillo rechoncho, con cara de muy pocos amigos, muy parecido a un perro pequinés, se le acercó para pedirle qué deseaba.
—Quisiera un perro grande y de color castaño, si me hace el favor —dijo Guillermo—, una especie de foxterrier de raza Yorkshire.
El hombre hizo una mueca al oír aquello de «una especie de foxterrier».
—Aquí sólo tenemos perros de pura raza —dijo.
—Sí, eso es lo que quiero —dijo Guillermo con la mayor tranquilidad.
El hombre le miró, lleno de dudas. Aquel muchacho tan sucio no tenía el aspecto de ser un comprador en potencia de ningún perro de pura raza, pero, en fin, no se podía estar nunca seguro de nada con esos chicos modernos.
El hombre de cara de pequinés condujo a Guillermo a la trastienda y abrió una gran perrera. Un perro de color castaño salió de ella. A Guillermo, el corazón le dio un vuelco. Era el doble exacto, la mismísima imagen, del difunto perro de la señorita Tressider.
—¿Cuánto vale? —preguntó Guillermo con afectada indiferencia, haciendo rodar las dos monedas entre los dedos, en el interior de la faltriquera, y esperando que el perro no llegara a valer los seis peniques y medio.
—¿Cuánto vale? —preguntó Guillermo.
Con que sólo fueran seis peniques, le quedaría todavía medio penique para comprarse caramelos, de vuelta a su casa. Quizás fuera mejor pastillas de regaliz en lugar de caramelos, porque como eran más ligeras, entraban más por medio penique. Por otra parte, a «Jumble» no le gustaban las pastillas de regaliz, y ciertamente resultaría algo mezquino comprar algo que no le gustase a «Jumble» de modo que, a fin de cuentas, tal vez fuera mejor comprar caramelos. A «Jumble» le gustaban los caramelos.
—Diez libras —dijo el hombre.
Con un tremendo esfuerzo, Guillermo logró disimular su emoción.
—¡Oh…! —exclamó, y echando una mirada de desdén al perro castaño, añadió—: No es exactamente eso lo que yo quisiera. ¿Qué otras clases de perros tiene usted?
El hombre fue enseñándole otros perros. Guillermo empezaba a sentirse presa de vértigos al ver que los precios iban elevándose a veinte libras y a treinta libras, pero, a pesar de todo, consiguió mantener su expresión de indiferencia.
—¿Y cuál es el perro más barato que tiene usted? —preguntó finalmente.
El hombre volvió a la tienda y tomó el más pequeño de los cachorrillos blancos.
—Puedo venderte éste por cinco libras —dijo—, a causa de este rabo que tiene. Es regalado, claro, a este precio.
A Guillermo le hubiera gustado poder responder «claro», pero se sentía de veras mareado. Regalado. Cinco libras. Cinco libras era un precio regalado para aquel hombre. ¡Cinco libras! ¡Arrea!
—No —dijo por fin, logrando con gran dificultad, cierta vacilación en el tono—. No, no es eso exactamente lo que quiero.
Miró a su alrededor y añadió:
—No, no hay nada aquí de lo que yo deseo. Bueno, muchas gracias. Buenas tardes.
Salió de la tienda y echó a andar por la calle, intentando no dar impresión de que se batía en ignominiosa retirada. El hombre de cara de pequinés se quedó contemplándole, lleno de sospechas. ¿Qué se había propuesto aquel diablillo?
Ya fuera de la vista del otro, Guillermo se apoyó en la pared para recobrarse del susto. ¡Veinte… treinta libras! ¡Atiza! Bueno, estaba visto que no podría comprar ningún perro. Eso sí que era seguro. Tendría que proporcionárselo por otra vía. Y de pronto se le ocurrió otra idea: Recordó haber oído decir que la gente pobre a menudo echaba a sus perros de la casa para no tener que pagar licencia. Recogería un perro de esos que sus dueños han echado de la casa para no tener que pagar licencia y se lo llevaría a la señorita Tressider. Dicho y hecho, se puso a vagar por las calles con objeto de hallar un perro cuyos dueños lo hubieran echado de casa para no tener que pagar licencia, pero pronto se dio cuenta de las dificultades de dicha tarea. Hasta en el caso de encontrarse con un perro en mitad de la calle, ¿cómo se podía estar seguro de que lo habían echado de casa? Se le ocurrió entonces otra idea: Iría en busca de una familia pobre y se ofrecería para quedarse con el perro a fin de que no tuvieran que pagar licencia. Así la cosa resultaría facilísima y no habría error posible. Había que ir en busca de una familia pobre que tuviese un perro castaño. Inmediatamente se fue a vagar por las calles del barrio pobre del pueblo. La suerte le favoreció porque pronto encontró un perro castaño, muy flaco, con cara de tonto, y una oreja más corta que la otra. Claro que no se parecía mucho a la víctima de la tragedia del hongo bejín, pero era castaño y de un tamaño semejante y, a los ojos eminentemente optimistas de Guillermo, parecía apropiado para su objeto. Mientras lo estaba inspeccionando Guillermo, el perro dio media vuelta y se metió en una casucha próxima. Aquella era, evidentemente, su casa. Todo lo que tenía que hacer entonces Guillermo era entrar él también y ofrecer a los dueños del perro quedarse con él para que no tuvieran que pagar licencia. Sintió cierto extraño nerviosismo, difícil de explicar, pero pronto pudo dominarlo y encaminándose decididamente hacia la puerta entreabierta, llamó. Una anciana vino a abrirle y se quedó mirándole con suspicacia.
—No queremos nada —le anunció—, y no tenemos tampoco nada para ti, de modo que ya puedes volverte por el mismo camino por donde has venido.
—¿Quién es, madre? —preguntó una voz desde el interior.
—Es un chico —dijo la anciana— con cara de sinvergüenza.
Del interior de la casa salió una mujer, secándose la cara con una toalla. La mujer aquella miró a Guillermo agresivamente y le dijo:
—Si vienes aquí a contar historias de nuestro Heriberto te daré algo que seguramente no te gustará para que te lo lleves a tu casa. Y no me digas que no fuiste tú el primero en pegarle a él porque sé que fuiste tú. Siempre sois vosotros los que empezáis y luego venís con el cuento a quejaros de «Heriberto», que él no tiene la culpa…
Guillermo, completamente desconcertado al principio con semejante recepción, recuperó por fin el uso de la lengua, y dijo en tono soberanamente tranquilizador, mientras se introducía en la casa:
—No. He venido por el perro.
—¿Por el perro? —dijo la mujer más agresivamente todavía—. Bueno. ¿Qué te ha hecho el perro? Si le molestas claro que te morderá, y si vienes a decirme que ha cogido una de las gallinas de tu madre quiero ver las pruebas. Eso es todo. Debería de prohibirse eso de tener gallineros en el pueblo. Durante la noche te despiertan los gallos. Y dime, ¿por qué no ha venido tu madre a decírmelo ella misma en lugar de mandarme al bobalicón de su hijo?
Un hombretón había entrado mientras tanto en la estancia. Iba en camiseta, llevaba un pañuelo atado al cuello y una barba de quince días. Tenía un aspecto truculento y forzudo. Sobre todo muy forzudo. Guillermo empezó a desear haber escogido otra clase de familia pobre, pero ahora, desde luego, ya no podía retirarse.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó el hombretón, echando una torva mirada a Guillermo.
—Este chico ha venido a decirnos que el perro ha cogido una de las gallinas de su madre —dijo la anciana.
El perro, que estaba sentado sobre la estera que había ante el hogar, volvió la cabeza en redondo, comprendiendo que hablaban de él.
—No, no es verdad —dijo Guillermo, logrando por fin que se oyera su voz—. Yo no he dicho eso.
—Está bien —dijo la anciana—. Sólo me faltaba eso. Trátame de embustera ahora. ¡Si yo fuese tu madre ya sé muy bien lo que haría contigo, bribón, sinvergüenza, granuja!
Diciendo esto hizo un gesto amenazador hacia Guillermo, y éste sintió un impulso casi irreprimible de volver grupas y echar a correr, pero pensando en «Nerón» y en el bejín aguantó de firme.
Diciendo esto hizo un gesto amenazador hacia Guillermo.
—Es por lo de la licencia —dijo—. La licencia de perros para el perro…
Se calló, indeciso… La estancia aquella se había llenado por completo de niños que parecían haber salido de la nada pero que, evidentemente, formaban parte de la familia. Un niño de año y medio de edad, o así, estaba sentado en el suelo, a sus pies, desatándole laboriosamente los cordones de los zapatos. Otro, un poco mayor, le estaba dando puñetazos en la espalda. Los demás estaban haciendo en voz alta ciertas observaciones muy poco satisfactorias sobre su aspecto en general y las diversas características de su persona en particular. El perro seguía sentado en el fondo, contemplando la escena y, al parecer, sonriendo neciamente.
—Ya sé de qué se trata —dijo, por fin, la anciana, con aire de triunfo—. Este chico viene de parte de una de esas sociedades que se dedican a pagar la licencia para perros de aquellas personas que son pobres y no las pueden pagar. ¡Qué raro que hayan enviado a un bobalicón como ese! ¡Vergüenza tendría que darles, vergüenza! Bueno, ¿dónde está? Vamos, chico, son siete chelines y medio si los tiene a mano…
—¡Caridad! —dijo el hombretón, escupiendo en el suelo—. ¡Ya estoy harto de su maldita caridad! Vamos, anda, trae el dinero y lárgate ya.
La desesperación hizo que al final, Guillermo pudiera articular algunas palabras.
—No tengo aquí el dinero para la licencia —dijo—, pero me ha parecido que sería lo mismo si yo me quedaba con el perro y así ustedes no tendrían que pagar ninguna licencia. Me lo llevaré ahora mismo y…
Pero hasta aquí pudo llegar. Hasta aquí y no más.
La familia entera pareció que se levantaba en bloque y caía sobre él, de un solo impulso, y en un par de segundos se encontró Guillermo sentado en la acera, frente a la puerta de la casa, con una manga de la chaqueta colgando, el cuello de la camisa semiarrancado, la corbata perdida Dios sabe dónde, y su cuerpo transformado en un único e inmenso cardenal. Dificultosamente se incorporó y se apresuró a marcharse tan rápidamente como su contusionado cuerpo le permitió.
Al llegar a la esquina se volvió para mirar atrás. En la puerta de la casa no había nadie; es decir, nadie, excepto el perro, que seguía contemplándole con su necia sonrisa. Guillermo metió el brazo por la manga colgante de la chaqueta, se abrochó, se arregló bien que mal el cuello de la camisa, y se encaminó a su casa.
Hasta aquel momento, todos sus esfuerzos para encontrar sustituto al desdichado «Nerón» habían sido singularmente negativos, pero aquello sólo contribuyó a aumentar su determinación. Tenía que haber una manera; la cuestión era dar con ella. Se quedó un rato silencioso e inmóvil, contemplando con mirada ausente el tráfico callejero y de pronto se le ocurrió una idea. Esta idea se llamaba señorita Mortimer. La señorita Mortimer vivía en Marleigh y era dueña de tres perros, uno de los cuales, llamado «Hereward», era un «foxterrier» de Yorkshire, exactamente igual que «Nerón». Guillermo se dijo a sí mismo que no habría pensado en hurtárselo si la señora Mortimer sólo hubiese tenido ese perro, pero es que tenía tres y la señorita Tressider no tenía ninguno. Era justo, pues, que diera a la señorita Tressider uno de los que le sobraban a la señorita Mortimer. Guillermo se había propuesto resolver el problema por un procedimiento que a él le parecía honrado, justo y legal, pero el hado adverso había querido que tuviera que recurrir a otros procedimientos, justos sí, pero quizá no tan honrados ni legales. El proyecto de Guillermo consistía en coger el perro de la señorita Mortimer y dejarlo atado en la perrera vacía del difunto «Nerón». La señorita Mortimer se quedaría aún con dos perros, lo cual ya era bastante, y así todo el mundo quedaría satisfecho. Guillermo se afirmó en este último extremo, cerrando los ojos obstinadamente a cualquier otro aspecto de esta cuestión. Todo el mundo quedaría satisfecho.
Habiendo tomado esta decisión, Guillermo no perdió más tiempo. Cruzó la calzada (provocando en una anciana señora un ataque al corazón, y obligando a que dos automovilistas tuvieran que frenar bruscamente, lanzando rotundos tacos) y se encaminó rápidamente a Marleigh, a casa de la señorita Mortimer. De nuevo parecía sonreírle la suerte. «Hereward» estaba junto a la verja de entrada, por la parte de adentro, y tenía un aire amistoso y aburrido. No había nadie más por allí. Guillermo le hizo insinuantes tentativas de amistad. «Hereward» respondió a dichas insinuaciones. La verja estaba entreabierta. Guillermo siguió lentamente su camino, calle adelante, silbando, como se silba a los perros, por encima del hombro. «Hereward» vaciló un momento, pero en seguida salió por la entreabierta verja y se puso a seguir a Guillermo, meneando el rabo como significando que con mucho gusto sería el perro de Guillermo durante un cierto tiempo, si Guillermo no tenía inconveniente. Guillermo se inclinó hacia el suelo y, quitándose uno de los cordones de los zapatos lo utilizó como cuerda atada al collar del perro para hacerle seguir, aunque en realidad, no había necesidad. «Hereward» estaba, evidentemente, dispuesto a seguir hasta donde le llevara el destino, personificado en Guillermo. Éste lo condujo hasta la puerta trasera del jardín de la señorita Tressider, entró en el jardín y lo dejó sujeto a la cadena que había en la perrera de «Nerón», y una vez cumplido su deber y completada su tarea, Guillermo regresó a su casa con paso ágil.
Pero «Hereward» se dio cuenta en seguida de que lo habían traicionado. Él había creído que se iba de paseo con un muchacho. A «Hereward» le gustaban los muchachos. Eran animados, aventurados e incalculables y la señorita Mortimer no poseía ninguna de esas cualidades. «Hereward» había pertenecido a un muchacho antes de pertenecer a la señorita Mortimer, y al salir con Guillermo esperaba pasar una o dos horas de aventuras antes de volver a la rutina sosa y aburrida de la solterona señorita Mortimer. Y en lugar de una vida de aventuras se encontró encadenado a una perrera extraña. «Hereward» no era perro para sufrir semejante insulto en silencio. En consecuencia, alzó la cabeza y lanzó al viento un aullido desolador. La señorita Tressider se asomó a la ventana, lo vio, y se quedó blanca como el papel. Había estado pensando largo rato en el pobre «Nerón» y precisamente acababa de decir: «Si pudiera resucitar y quedarse conmigo una hora más… Sólo una hora…», cuando aquel aullido ultraterreno rasgó el aire y… allí, sentado frente a su perrera, tal como solía hacer, estaba el difunto «Nerón», a pesar de que ella había presenciado cómo lo enterraban aquella misma mañana. Naturalmente, «Nerón» no había aullado nunca de aquel modo en vida, pero precisamente por ello, el espectáculo resultaba más impresionante todavía. El espíritu de su perro había vuelto a ella con algún mensaje de ultratumba. Estaba intentando decirle algo. La señorita Tressider abrió la ventana y se asomó temblando.
—¡«Nerón»! —exclamó—. ¿Qué te pasa, «Nerón»?
«Hereward» continuó aullando. Intentaba explicar al mundo entero que un muchacho le había prometido una hora abigarrada de vida gloriosa y emocionante, y luego lo había abandonado vilmente. Hasta hubiera preferido estar con la señorita Mortimer, por muy aburrida que fuese, antes que encontrarse en aquella situación desconcertante.
—¡«Nerón»! —volvió a exclamar la señorita Tressider—. ¡Oh, «Nerón»! ¿Qué te pasa?
«Hereward» continuó aullando. Entonces la señorita Tressider se acordó de la existencia de la señorita Bullamore. La señorita Bullamore, como que poseía un libro sobre quiromancia, era la encargada de decir la buenaventura a la gente en las fiestas que se celebraban en la localidad y se suponía que era médium. Quizás ella fuera capaz de interpretar los aullidos de «Nerón». Claro que la señorita Bullamore vivía en Marleigh, pero no se tardaba mucho en llegar a Marleigh, si uno iba en bicicleta. La señorita Tressider decidió ir a Marleigh en bicicleta, pero antes volvió a asomarse a la ventana. Los aullidos seguían rasgando el aire.
—Pronto estaré de vuelta, «Nerón» querido —dijo la señorita Tressider con voz trémula al perro—, y entonces seguramente podré interpretar tu mensaje.
«Hereward» hizo rodar un ojo iracundo en su dirección y echando hacia atrás la cabeza, lanzó a todos los vientos su más resonante aullido.
Todavía temblando, la señorita Tressider se puso el sombrero de cualquier modo y montó en la bicicleta. El sombrero le caía por un lado y le tapaba una oreja, y el neumático de la rueda de atrás estaba casi deshinchado, pero esas minucias a ella poco le importaban. No le importaba nada más en el mundo sino que le tradujeran cuanto más pronto mejor el mensaje que le aullaba «Nerón».
La señorita Bullamore se interesó en el caso, pero estuvo algo distraída, porque la señorita Mortimer acababa de visitarla profundamente apesadumbrada. «Hereward» había desaparecido. Estaba junto a la verja del jardín (ella misma lo había visto distintamente desde la ventana), y al cabo de un instante el perro había desaparecido. Así, tal como suena: desaparecido. La señorita Mortimer estaba segura de que aquello era cosa de ladrones. Su perro era muy valioso y ella siempre había tenido miedo de que se lo robaran. Sólo un ladrón, un ladrón consumado, podía habérselo escamoteado tan limpiamente sin dejar trazas. «Hereward» era un perro demasiado amable, demasiado civilizado… Confiaba en todo el mundo… ¡Tenía tan buena naturaleza! ¿Y qué haría el pobre «Hereward» sin ella? Nadie más que ella sabía a la temperatura que le gustaba tomar el pan con leche que le daba todas las noches. Había llamado a la policía, naturalmente, pero llamar a la policía no servía de nada; por lo tanto había ido a rogar a la señorita Bullamore que hiciera uso de su poder magnético para descubrir dónde se hallaba su pobre perro. La señorita Bullamore lo intentó, pero sin éxito. A pesar de su libro de quiromancia, su poder magnético era todavía algo incierto. Era un poder magnético que se manifestaba en todo su esplendor después, y no antes del acontecimiento. Cuando había ocurrido algo, la señorita Bullamore insistía en que ella había experimentado la «sensación» de que iba a ocurrir aquello, cosa que impresionaba mucho a sus amistades.
La señorita Mortimer le había rogado que experimentara una de sus «sensaciones» sobre dónde podía hallarse «Hereward», pero la señorita Bullamore le explicó que dicha clase de «sensaciones» no podían evocarse a voluntad, aconsejándole que se volviera a su casa y prometiéndole que ella haría todo lo posible para tener una de dichas «sensaciones» cuando estuviera sola, con la esperanza (pero eso no lo dijo), de que pronto alguien encontrara a «Hereward» y entonces ella podría decir que había experimentado la «sensación» durante todo el tiempo, de que el perro se hallaba precisamente allí donde había sido encontrado.
Después de lo ocurrido, la señorita Bullamore quedó algo desconcertada por la petición que le hizo la señorita Tressider, pero le pareció que, en conjunto, no sería nada difícil complacerla. Jamás había tenido tratos con espíritus de perros, pero le pareció que sería relativamente fácil interpretar sus aullidos. Precisamente ella sentía una gran afición por la interpretación de los sueños (hacía unas interpretaciones muy vagas y muy hermosas), y aquello de los aullidos del perro sería algo por el estilo. Y después, nadie podría demostrar que aquellos aullidos no significaran lo que a ella le pluguiera decir, y eso era lo principal.
—Sí, voy con usted inmediatamente —dijo vivamente la señorita Bullamore.
—¿Traerá también su globo de cristal? —le preguntó la señorita Tressider.
El año anterior, la señorita Bullamore se había comprado un globo de cristal pero jamás había podido ver en él otra cosa que el reflejo de su propia imagen.
—No, no creo que el globo de cristal nos sirviera para este caso —dijo—. Para los perros no sirve.
—Tal vez no —dijo, dando un suspiro, la señorita Tressider.
La señorita Bullamore recogió sombrero, abrigo y bolso.
—No sé si sería oportuno que nos lleváramos también a la señorita Mortimer —dijo—. Acaba de perder a su «Hereward», y quizá si viene con nosotras se le despejarán las tristes ideas que la agobian. Por otra parte, sin embargo, la vista del perro de usted puede traerle a la memoria el suyo, de modo que, a fin de cuentas, quizá valdrá más que no venga con nosotras.
La señorita Tressider también estuvo de acuerdo en que sería mejor que no fuera con ellas la señorita Mortimer; la señorita Bullamore montó en su bicicleta, y ambas se fueron pedaleando hacia la casa de la señorita Tressider.
Mientras tanto, Guillermo, habiendo dejado a «Hereward» en el lugar del difunto «Nerón», se iba lentamente a su casa, perseguido por los desolados y raucos aullidos del perro. Guillermo fue acortando el paso más y más hasta que se detuvo. No, no podía dar a la señorita Tressider, a cambio de «Nerón», un perro que aullaba de aquel modo. Aquello era peor que no tener ningún perro. Tardaba mucho tiempo en ponerse en marcha la conciencia de Guillermo, pero una vez puesta en marcha costaba mucho detenerla. Él se había comprometido a proporcionar un perro a la señorita Tressider, para compensarle de la pérdida del que se había tragado el hongo bejín, pero no podía dejarle un perro que aullaba de aquella manera. Aquello no era una compensación; aquello era un castigo. A él no le importaría tener un perro que aullase; hasta le gustaría. Pero la experiencia le había enseñado que las solteronas tienen ideas muy peculiares sobre el ruido. Guillermo pasaba entonces por delante de la casa del señor Cornish. El señor Cornish tenía un perro que era una mezcla de «bulldog» y de «foxterrier», llamado «Oberón». «Oberón» era un perro tranquilo y amable, que nunca ladraba ni aullaba, pasase lo que pasase. Era un perro viejo, algo enfermo del pecho, y Guillermo había oído decir a menudo al propio señor Cornish que aquel perro le ocasionaba más molestias que un niño y que no valía ni lo que comía. Era precisamente el perro más apropiado para la señorita Tressider, y era de esperar que el señor Cornish se alegrara de poder quitárselo de delante, porque, lo dicho, le ocasionaba más molestias que otra cosa. A la señorita Tressider no le importaría que estuviera algo débil del pecho. Ella estaba también siempre resfriada y así podrían compartir las medicinas ella y el perro.
Guillermo, tomando toda clase de precauciones, se dirigió hacia la parte de atrás de la casa del señor Cornish. «Oberón», un perrazo de pelo blanco y ralo, que le daba una coloración blanco-rosada, estaba sentado ante su perrera, con aire torpón y pesadote. Cuando vio a Guillermo se retorció de contento y dio un torpe brinco en su dirección. Una de las vanas ilusiones de «Oberón» era la de ser todavía un cachorro, y le gustaba hacer como que iba en busca de piedras y ramas que le echaban, aunque era demasiado miope para verlas. Guillermo soltó la cadena que lo sujetaba y arrojó un bastón imaginario hacia el camino.
«Oberón» fue tras él, respirando estertorosa y alegremente. Guillermo repitió la acción. «Oberón» empezó a dar nuevos brincos y respingos, considerándose como un cachorro que salía de paseo con un muchacho, dando carrerillas y saltos hacia nada en particular. Confiando ciegamente en Guillermo lo acompañó hasta la casa de la señorita Tressider y hacia la parte trasera del jardín, donde «Hereward» estaba todavía llenando el aire con sus lamentos. Fue cosa de pocos segundos soltar a «Hereward» y sujetar a «Oberón» a la cadena. «Hereward» no perdió tiempo en pedir explicaciones, echó a correr y desapareció en la distancia con la rapidez del relámpago. «Oberón» se dejó caer pesadamente al suelo, dando coletazos. La larga caminata lo había cansado y estaba muy contento de descansar aunque estuviese encadenado. Hasta lo prefería. De haber estado libre y suelto, habría creído que su deber era seguir pretendiendo que era un cachorro, de modo que, en realidad, estaba muy contento de no haber quedado libre. Guillermo se lo miró especulativamente. Parecía feliz el perro y además era seguro que no aullaría, porque tenía una respiración tan estertorosa que casi ni podía ladrar. Sí, sería un perro muy apropiado para la señorita Tressider. Habiendo llegado a esta conclusión, Guillermo, convencido de que ya había perdido demasiado tiempo con aquel dichoso asunto, volvió a encaminar sus pasos hacia su casa.
* * *
La señorita Tressider se sentó con cuidado en una silla, junto a la puerta.
—Ya ha parado de aullar —dijo—. ¿Quiere usted hacerme el favor de mirar si todavía está ahí? Yo estoy tan aturdida por lo que está ocurriendo que no me atrevo ni a mirar. Sencillamente, no me atrevo. Realmente, no sé si el perro es visible a otras personas también o si soy yo la única que lo veo, pero, naturalmente, usted sí que podrá verle porque usted tiene cualidades magnéticas.
La señorita Bullamore, adoptando su expresión más magnética se asomó a la ventana.
—Sí, yo también lo veo —dijo, con aire de triunfo.
—¿Y qué hace ahora? —preguntó, temerosamente la señorita Tressider.
—Está sentado y no hace nada.
—¿No tira de la cadena, ni aúlla, ni nada?
—No. Está sentado, quieto. Un perro blanco sentado; eso es todo lo que veo.
—¿Blanco? —chilló la señorita Tressider—. ¿Ha dicho usted blanco? ¿Se ha vuelto blanco?
La señorita Tressider escondió el rostro en las manos, y añadió, emocionadísima:
—¡Oh, mi pobre «Nerón»! No me atrevo a mirarlo. ¿Parece un espectro o qué? Claro que debe parecer un espectro, si se ha vuelto blanco. ¿Se está… se está ya desvaneciendo?
La señorita Bullamore volvió a dirigir su mirada hacia la sólida y maciza forma de «Oberón».
—No. No parece que vaya a desvanecerse. Está igual.
—¿Podría usted explicarme lo que él intenta decir? —preguntó temblequeando de miedo la señorita Tressider.
Pero en aquel momento llegó la señorita Mortimer. Estaba furiosa, jadeante, casi sin aliento. Alguien le había dicho que «Hereward» estaba en el jardín de la señorita Tressider, y hasta el o la informante, había añadido que como que la señorita Tressider había perdido a «Nerón», optó por raptar vilmente a «Hereward». Un muchacho que había visto a «Hereward» a través del seto, se había apresurado a ir con la noticia a la señorita Mortimer. El muchacho aquel estaba segurísimo de que el perro que él había visto era «Hereward». En todo caso no podía ser «Nerón», porque «Nerón» había muerto. La señorita Mortimer, sin perder tiempo, se había dirigido a casa de la señorita Tressider para investigar lo que pudiera haber de cierto en la noticia, e inmediatamente después de llegar pidió que le dejaran ver el perro que se hallaba sujeto en la perrera de la señorita Tressider.
—Mucho me temo que no sea usted capaz de verlo —le dijo, agobiada por la tristeza, la señorita Tressider—, porque usted no es magnética ni extralúcida. Además, ya se está desvaneciendo. Hace media hora que dejó de aullar y se ha vuelto blanco. Esté usted tranquila, porque no es su «Hereward» el que está aquí, aunque, en realidad, no le puedo explicar el porqué de nada, porque todo lo que está sucediendo, ¡es tan misterioso y oculto! Precisamente la señorita Bullamore ha tenido la amabilidad de venir para ver si puede interpretar lo que el perro dice. ¿Quiere usted hacerme el favor de apartarse un poquito y dejar que lo vea la señorita Mortimer?
La señorita Bullamore se apartó de la ventana un poquito, y entonces las tres pudieron ver la maciza y desgarbada figura de «Oberón», el cual les lanzó unos cuantos estertores como salutación y golpeó repetidamente el suelo con el rabo.
—No es «Nerón» —dijo, estupefacta, la señorita Tressider.
—Pues tampoco es «Hereward» —dijo la señorita Mortimer, perdiendo todo interés en la situación—. ¡Qué embusteros son los niños!
—Vamos a verlo de cerca —sugirió la señorita Bullamore, quien se sentía muy contenta de no tener que arriesgar su fama magnética, al tener que interpretar el mensaje de «Nerón».
Las otras dos estaban a punto de seguir su consejo, cuando llegó el señor Cornish. Todo lo que «Oberón» tenía de grandullón y plácido lo tenía el señor Cornish de pequeñito y mordaz. El señor Cornish se había sentido muy incomodado al no encontrar a «Oberón» cuando fue a buscarlo para su paseíto diario y todavía se incomodó más cuando alguien le dijo que había visto a su perro encadenado en la perrera, en el jardín de la señorita Tressider. Por consiguiente, el señor Cornish había venido a pedir una explicación. Al señor Cornish la señorita Tressider le había sido soberanamente antipática desde el día en que le obligó materialmente a adquirir un cojín muy caro, que al señor Cornish no le interesaba en absoluto, en el bazar parroquial en beneficio de los pobres, que se había organizado el pasado verano. Pero aquello no era nada comparado con la desfachatez de apropiarse de su perro, por las buenas. Aquello era un acto de bandidaje sin precedentes, y el señor Cornish no estaba dispuesto a tolerarlo. El señor Cornish estaba dispuesto a llamar a la policía, si fuera necesario. Había cedido en lo del cojín, pero no estaba dispuesto a ceder en lo del perro. Una mujer que había hecho lo que hizo cuando el asunto del cojín, era capaz de todo… Aquella misma tarde iría a dar parte a la policía. La presencia de la señorita Bullamore y de la señorita Mortimer no hizo sino incrementar su furia. Las tres estaban cortadas por el mismo patrón. ¿No le había acusado la señorita Bullamore, la pasada primavera, de copiar su manera de arreglar los tulipanes en su jardín? ¡Y ahora, venía la otra y le robaba el perro! Blanco de furia concentrada, el señor Cornish se dirigió en línea recta a la perrera, soltó al plácido «Oberón» y se volvió hecho un basilisco hacia las tres mujeres.
—¡Ya me oirán ustedes! —les dijo—. ¡Ya me las…!
En aquel momento ocurrieron varias cosas.
Guillermo casi había llegado a su casa cuando volvió a tener escrúpulos de conciencia. «Oberón» era un perro blanco. No tenía que haber dejado a un perro blanco en el lugar del difunto «Nerón»; era demasiado diferente del original. Además, «Oberón» era viejo. No era justo darle a la señorita Tressider un perro tan viejo a cambio del otro. Tenía que haberle dado un perro joven y además de color castaño. En aquel momento Guillermo pasaba ante la granja de Jenks, y sabía muy bien que allí dentro había varios perros de pastor. Uno de esos perros era una perra, animal alocado y travieso, llamado «Victoria», del cual el granjero Jenks ya estaba desesperado, porque no veía la manera de adiestrarlo para guardar las ovejas. Aquel perro era el más indicado. Era de color castaño, como «Nerón», y además, muy joven. Y sería hacerle un favor al granjero Jenks si se lo quitaba de enmedio. Con gran cautela, Guillermo miró por encima de la verja, hacia el patio del corral. Sí, allí estaba «Victoria», intentando confraternizar con una clueca arisca y taciturna. Guillermo silbó. «Victoria» levantó una oreja, miró a Guillermo, y finalmente decidió acompañarle adondequiera que quisiera ir. «Victoria» ya estaba cansada de aquella estúpida clueca y, por lo demás, no deseaba estar presente cuando llegase la hora de ir a rondar las vacas para llevarlas al establo. Por lo tanto, «Victoria» se fue con Guillermo, dando brincos de felicidad hasta que llegaron a casa de la señorita Tressider. Con una temeridad, fruto del éxito de sus anteriores visitas, Guillermo se fue hacia la parte posterior del jardín y allá se detuvo. Aquello estaba lleno de gente. Había allí la señorita Tressider, y la señorita Bullamore, y la señorita Mortimer y el señor Cornish. Este último estaba diciendo:
—¡Ya me oirán ustedes! ¡Ya me las…!
Es muy probable que, de estar solos, «Victoria» y «Oberón» no se hubiesen peleado, y que de no haber llegado en aquel momento «Hereward» y «Jumble» simultáneamente, el final de aquel asunto habría sido feliz y apacible para todos, excepto, tal vez, para Guillermo. Pero «Hereward» y «Jumble» llegaron en el mismo momento, ambos sintiéndose agraviados por las tretas del destino y ansiosos de vengarse del agravio en sus congéneres. «Hereward» había huido al bosque, donde permaneció hasta haberse recobrado de su pánico. Luego se fue a su casa, esperando ser atendido, acariciado y reconfortado por su dueña. El primer contratiempo ya lo experimentó al no encontrarla en casa, y el segundo al seguirle la pista y ver que ésta le conducía al mismo lugar donde había acontecido su reciente humillación. Para colmo se encontró allí con un perrazo blanco y gordinflón que, probablemente, era el que tenía la culpa de todo. Habiendo llegado a esta conclusión, «Hereward» se arrojó furiosamente contra el perrazo blanco. «Victoria», encantada de hallar a mano (es un decir) una buena pelea, se unió a la refriega con la misma furia de «Hereward»; «Jumble» (la cocinera había necesitado la cuerda de tender la ropa para eso, para tender la ropa acabada de lavar, y «Jumble», libertado, había echado a correr en busca de su idolatrado dueño), sintiendo una profunda antipatía por cada uno de los otros perros en particular y de un modo totalmente imparcial, se arrojó de cabeza en el centro del conflicto. En un santiamén, los cuatro perros se transformaron en una masa de piel gruñidora, ladradora y mordedora. Por encima de la batahola, los propietarios (con excepción de Guillermo) gritaban frenéticamente el nombre de sus respectivos perros, mientras intentaban desasirlos y desenmarañarlos.
En un santiamén, los cuatro perros se transformaron en una masa de
piel gruñidora, ladradora y mordedora.
Al señor Cornish un perro le mordió en el tobillo, y se puso a gritar (el señor Cornish, no el perro) que denunciaría a la señorita Tressider por lesiones y asalto a mano armada. La señorita Bullamore tuvo una de sus «sensaciones» y se metió dentro de la casa, fuera del alcance de los perros. Entonces salió la criada de la señorita Tressider y se quedó junto a Guillermo, contemplando la escena con toda la calma.
Y se quedó junto a Guillermo contemplando la escena con toda
calma.
—¡Pobrecilla! —exclamó—. ¡Qué mal día para ella! ¡Con el atropello de «Nerón», esta mañana!
—¿Qué? —dijo Guillermo.
—Pero ¿no te has enterado? —dijo la criada—. Un gran camión fue. Lo dejó planchado como un papel, ¡pobre «Nerón»! Y no fue culpa del conductor, no, porque yo misma lo vi todo. El conductor hizo sonar la bocina como un loco, pero el pobre «Nerón» era sordo y no lo oyó.
Guillermo se la quedó mirando como si acabara de comprender. ¡Así pues, a «Nerón» lo había atropellado un camión! ¡Su muerte nada tenía que ver con la seta! («Probablemente era una seta comestible», pensó Guillermo, triunfalmente.) ¡Tanta molestia como se había tomado y todo por nada! ¡Yendo en busca de un perro tras otro para ofrecérselo anónimamente a la señorita Tressider, cuando en realidad, la muerte del perro no había sido ni remotamente por culpa suya! Bueno, ya había perdido demasiado tiempo con aquella enojosa cuestión. Iría a comprarse aquella pistola. Gracias a Dios, todavía le quedaban los seis peniques y medio. Ahora estaba muy satisfecho de no haber encontrado ningún perro de aquel precio en la tienda. Ahora se arrepentiría de haberse gastado todo aquel montón de dinero para comprarle un nuevo perro a la señorita Tressider. Se lavaría las manos de aquel asunto e iría a comprarse una pistola. Era inútil llamar a «Jumble». «Jumble» no dejaría de luchar hasta que ya no quedara nadie contra quien luchar.
Guillermo pues, se retiró alegremente del campo de batalla, con las manos en los bolsillos, completamente impertérrito ante aquel escándalo de pesadilla de tanto ladrido, gruñido, chillido, y berrido, siempre en aumento y que parecía no tener fin, en el jardín de la señorita Tressider.
Aquello nada tenía que ver con él.
Después de todo, resultaba que había sido una seta comestible.