UN DÍA DE FIESTA PARA GUILLERMO

—Van a venir por cuatro días —dijo Pelirrojo—. Son niños de los barrios bajos. Nunca han visto una vaca ni nada parecido.

—Bueno, una vaca no tiene mucho que ver —replicó Guillermo sentenciosamente—. Lo mismo me da verlas que no verlas. Uno no puede divertirse con una vaca. Yo lo he probado.

—Bueno, tampoco han visto campos ni bosques. Sólo calles y cosas así.

—Eso sí que es malo —admitió Guillermo—. ¿Y a dónde dijiste que vienen?

—A la granja Eastbrook. La señora Camp los hospeda. Los envía una especie de sociedad que paga para que los niños de los barrios bajos vayan al campo.

—Bien, voto porque los saquemos un poco y les enseñemos los bosques, las vacas y cosas —dijo Guillermo.

—El primer día la señorita Milton les ha invitado a tomar el té —intervino Enrique—. Oí que mi madre lo decía esta mañana.

—¡Canastos! —exclamó Guillermo con disgusto—. ¡Mira que perder una tarde merendando con «ella»!

La señorita Milton había alquilado su casa a su hermana durante el verano, y aunque Guillermo aún no había visto a la dama, tuvo noticias descorazonadoras diciendo que era casi una copia exacta de su hermana.

—¡Deben estar locos para ir a merendar con ella! —exclamó.

—Bueno, ellos no saben cómo es —dijo Pelirrojo—. ¡Seguramente ellos creen que se van a divertir muchísimo!

—¡A divertir mucho! —replicó Guillermo con sarcasmo—. ¡Con «ella»! ¡No se pasa muy bien con «ella»! Querrá que se sienten a su alrededor mientras les habla del tiempo. Tendrán una vista mucho mejor en su barrio.

Era probable que los Proscritos hubieran tramado algún plan para rescatar a los niños de los suburbios de manos de la señorita Milton de no haber sabido en aquel momento que Huberto Lane vendía algunos conejos de indias a un chelín. Se los había comprado una de sus adorables tías como regalo de despedida al final de su estancia en su casa, y como a Huberto no le interesaban los conejos de indias, los ofrecía a la venta. Dio la casualidad que por un milagro los Proscritos habían conseguido reunir un chelín. Enrique recibió tres peniques de su madre por cuidar de su hermanita en el jardín por espacio de una hora mientras ella y la doncella estaban ocupadas. («Sí, y valía más tres libras que tres peniques —dijo Enrique, dolido—. Quedé agotado de tanto llevarla montada sobre mi espalda por todo el césped. Parece como si me considerase un esclavo en vez de un ser humano.»). A Douglas su padre le dio tres peniques por haber encontrado una pluma que había perdido. (Douglas, que había cogido la pluma estilográfica «prestada» y se olvidó de devolverla, la «encontró» por el simple procedimiento de bajarla desde su dormitorio). Pelirrojo descubrió cómo abrir la hucha, sacando tres peniques, que eran sus únicos ocupantes, y Guillermo había vendido una colección de orugas «amaestradas» y de una inteligencia sorprendente, a un compañero de colegio rico y crédulo, por la suma de tres peniques.

Echaron a andar por la carretera muy animados en dirección a la casa de Huberto Lane. La hostilidad entre laneitas y los Proscritos había sufrido una tregua, y ellos dieron por hecho que sus relaciones estaban suficientemente restablecidas para un mero trato comercial.

Llamaron confiados a la puerta de los Lane.

Una doncella les franqueó la entrada mirándoles con recelo, y luego fue en busca de Huberto, quien les miró con cierta aprensión al ver a los cuatro bloqueando la entrada.

—¿Qué queréis? —dijo.

Guillermo le mostró los doce peniques en su mano caliente y mugrienta.

—¿Puedes vendernos uno de tus conejos de indias? —le dijo.

Una sonrisa lenta fue apareciendo en el rostro de Huberto. Era una oportunidad magnífica para burlar a sus enemigos. Además, estaba en terreno propio y no podía recibir ningún daño.

—No, no puedo —replicó.

—Pero… alguien nos dijo que los vendías —exclamó Guillermo, indignado.

—Sí, los vendo —dijo Huberto—, pero no a vosotros.

Los Proscritos le miraron durante unos instantes, sorprendidos.

—Pero… nosotros tenemos un chelín —insistió Pelirrojo.

Huberto se retiró dentro del recibidor para hallarse bajo la protección de su propio techo.

—No me importa ni que tuvierais diez —dijo—. ¿Os creéis que voy a vender uno de mis conejos de indias a «vosotros»? «Vosotros» no tendréis ninguno y me alegro de que queráis comprar uno para negároslo. ¿Entendéis? ¡«Bah»!

Guillermo dio un paso al frente para corresponder a su desafío, mas Huberto desapareció en el salón, y casi en el acto apareció la señora Lane con una mirada tan feroz que los Proscritos instintivamente dieron media vuelta y huyeron por la carretera seguidos de las frases burlonas de Huberto.

—¿Os pensabais que podríais tener uno de mis conejos? Se los daría a cualquiera menos a vosotros. Los dejaría escapar antes que permitir que los comprarais vosotros. ¡«Bah»!

Los Proscritos continuaron andando rojos de furor e indignación.

—¡Vaya, me gusta! —explotó Guillermo—. Me gusta muchísimo. Nosotros tenemos un chelín como cualquier otro, y él dijo que los vendía a un chelín. Apuesto a que es ir contra la ley el no vender una cosa cuando «se ha dicho» que se vendía.

—Apuesto a que sí —convino Pelirrojo—. De todas formas, no queremos su asqueroso conejo de indias.

—No, no queremos su asqueroso conejo de indias —repitieron los otros.

Pero se sentían desilusionados y humillados. «Sí, querían» un conejo de indias, pero incluso su pérdida les dolía menos que la pública humillación ante su enemigo.

—Lo contará a todo el mundo —dijo Enrique de mala gana—. Dirá a todo el mundo que fuimos a pedirle uno y no quiso vendérnoslo.

—Hagamos que alguien lo compre para nosotros —sugirió Douglas—, entonces no sabrá que somos nosotros quienes lo compramos.

Pero este plan no satisfizo al espíritu orgulloso de Guillermo.

—No, eso no es lo mismo —dijo—. La cuestión es hacer que «nos» venda uno.

—Podríamos entrar en su casa —sugirió Pelirrojo—, y llevarnos uno y dejar un chelín en su lugar.

—No, «eso» tampoco sirve —replicó Guillermo—. Él tiene que vendernos uno y todo el mundo ha de saber que nos lo ha vendido.

—¿Y cómo vas a obligarle? —quiso saber Pelirrojo.

—Todavía no lo sé —fue la respuesta de Guillermo.

Estuvieron meditando aquel problema a intervalos durante el resto del día sin llegar a ningún acuerdo, y a la mañana siguiente la noticia de la llegada de los niños de los barrios bajos a la Granja Eastbrook borró por completo el asunto de su memoria.

Los Proscritos acudieron a la granja inmediatamente al conocer la noticia, dispuestos a inspeccionar a los recién llegados. Encontraron a dos niños de pie ante la puerta, vistiendo calzones grises, y «jerseys» del mismo color con unas insignias grandes azules y blancas. Parecían muy limpios y muy aburridos. Se intercambiaron saludos… con cautela y aire de desafío por ambas partes. Resultó que los recién llegados se llamaban Bert y Syd, y tenían diez y once años. No, hasta el momento no tenían gran opinión del campo. Una cabra les había embestido y fueron perseguidos por un gato. Era evidente que estaban desilusionados y añoraban su casa.

—Venid con nosotros —les propuso Guillermo—, y os enseñaremos estos lugares.


—Venid con nosotros —les propuso Guillermo—, y os enseñaremos estos lugares.

Bert y Syd se animaron. El señor y la señora Camp estaban llenos de buena voluntad, pero, al mismo tiempo, preocupados, y la perspectiva de tener unos compañeros de juego de su edad era alentadora, y se sintieron menos extraños en un país desconocido.

—No me importaría ir con vosotros —convino Bert con cautela.


—No me importaría ir —convino Bert con cautela.

Bert era el mayor y a todas luces el dirigente. Tenía un ojo ligeramente desviado lo cual le daba un aspecto sarcástico y una voz gangosa que hacía pensar en vegetaciones. Syd era menudo y vivaracho y dispuesto a obedecer la menor indicación de Bert.

—No me importaría —repitió.

Acompañaron a los Proscritos hasta la carretera principal y desde allí cruzaron los campos en dirección al bosque. Al principio se inclinaron por mostrarse agresivos y a despreciar los aspectos del paisaje que les iban señalando los Proscritos, pero su hostilidad se fue derritiendo bajo el calor de la amistad de los Proscritos. Éstos, por su parte, estaban en su salsa, demostrando la superioridad de sus alrededores sobre los que hasta entonces conocieron Bert y Syd, y pronto los seis jugaban rudamente por el bosque. Bert y Syd comprendieron rápidamente el intríngulis del juego y se mostraron como un par de magníficos deportistas.

Luego fueron al viejo cobertizo, encendieron una hoguera y prepararon una de las famosas comidas extemporáneas de los Proscritos, consistente en diversidad de alimentos sustraídos de las despensas de sus casas… en este caso, una sardina, un pedazo de pastel de bizcocho, una salchicha fría, un melocotón en conserva, un puñado de potaje frío y un penique de azucarillos. Todo esto mezclado y regado generosamente con agua de regaliz, fue calentado en la preciosa sartén que la cocinera de la madre de Pelirrojo le había regalado cuando quedó inservible para el uso culinario. Bert y Syd comieron su parte con valentía declarando que era excelente, y contribuyeron también a la diversión general contando historias de su vida. Eran miembros de la banda de su calle y tenían montones de aventuras que relatar que hicieron contener el aliento a los Proscritos a pesar de ser expertos en la materia. Además demostraron tener un ingenio duro, seco y sarcástico que encantó a sus anfitriones. Los seis regresaron a la granja convertidos en grandes amigos.

—Os diré lo que haremos esta tarde —dijo Guillermo—. Iremos a Marleigh. Allí hay unas cuevas donde podemos jugar a contrabandistas.

Los rostros de Bert y Syd se animaron ante aquella perspectiva, pero de pronto se ensombrecieron al hacer memoria.

—¡Oh! —exclamó Bert, contrariado—. ¡Ojalá pudiéramos!, pero no es posible. Esta tarde tenemos que ir a merendar con alguien.

—Una tal señorita Milton, o algo así —agregó Syd.

—Os aburriréis muchísimo —profetizó Guillermo—. Es horrible.

—Ni siquiera os dará una merienda decente si es como su hermana —dijo Pelirrojo.

—Es peor que su hermana —intervino Douglas, pesaroso—. Yo la he visto.

—¡Mira que tener que perder una tarde con «ella»! —exclamó Guillermo con simpatía.

—Apuesto a que hubiéramos podido daros una buena merienda —dijo Pelirrojo—. Nuestra cocinera ha hecho pan dulce esta mañana y apuesto a que me hubiera dado un pedazo para vosotros.

—Y yo apuesto a que hubiera podido daros algo de nuestro pastel helado —dijo Enrique—. Es de naranja y es bonísimo.

—Sí… Pero la señora Camp nos obligará a ir, supongo —replicó Bert.

—Y esa señorita Como-se-llame vendrá a buscarnos si no vamos —intervino Syd, pesaroso.

—Lo imagino —exclamó Pelirrojo—, pero es una vergüenza.

—Una tarde entera de aburrimiento —gimió Bert.

—Y sólo tenemos cuatro días —agregó Syd.

Sus ojos se volvieron hacia Guillermo, en cuyo rostro había aparecido aquella mirada lejana tan conocida de los Proscritos. Era evidente que una de sus ideas estaba tomando forma en su mente.

—Escuchad… —comenzó.

—¿Qué? —dijeron los otros expectantes.

—Supongamos que dos de nosotros nos hiciéramos pasar por Bert y Syd y fuéramos a tomar el té con la vieja señorita Milton en vez de ellos. A nosotros no nos importaría mucho porque podemos ir cada día a las cuevas de Marleigh, pero ellos nada más tienen cuatro días y quién sabe si mañana lloverá.

Por un momento sus expresiones se animaron para volver a languidecer.

—Ella ya me ha visto —exclamó Pelirrojo—. Ayer la encontré cuando salí con mi madre. —Una mirada de disgusto apareció en su rostro mientras continuaba—. Me dijo que esperaba que me gustase el colegio y que estudiase bien mis lecciones.

—A mí también me ha visto —dijo Douglas—. Ayer vino a casa y cada vez que yo abría la boca decía que los niños debían verse, pero no oírse. Me tuve que fastidiar sin poder decir nada.

—Y también me vio a mí —dijo Enrique—. Pasaba por delante de su casa silbando y sacudiendo el seto con un bastón sin pensar, y ella salió como loca diciendo que si volvía a hacerlo avisaría a la policía.

Los rostros de Bert y Syd se ensombrecieron al oír estos comentarios.

—¡Repato! —exclamó Bert—. Va a ser una merienda espantosa.

—Ya lo creo —convino Syd con amargura.

—Pero ella no me ha visto a mí —exclamó Guillermo—. Os diré lo que voy a hacer… Diré que soy Bert y que Syd se ha resfriado o algo por el estilo. Y entonces podréis ir todos a las cuevas de Marleigh y yo iré a merendar con ella y nunca sabrá que no soy tú, y vosotros no habréis malgastado el tiempo con ella.

—¡Oh! —dijo Bert—. Esto representará un gran sacrificio.

—Ya lo creo —convino Syd.

—¿Estás «seguro» de que no te ha visto? —exclamó Pelirrojo.

—Apuesto a que no puedes hacerlo —profetizó Douglas.

—Sólo complicarás las cosas —profetizó Enrique.

—Claro que estoy seguro de que no me ha visto —replicó Guillermo, impaciente—. Y de todas formas me transformaré como hacen los artistas y detectives.

—«Ellos» llevan barbas —intervino Pelirrojo—. Tú no puedes ponerte barba.

—No pienso ponerme barba —dijo Guillermo, decidido—. Pero desfiguraré mi rostro. Eso es lo que hacen. Procuran que su cara sea distinta.

—No veo cómo vas a hacer que la tuya parezca distinta —exclamó Pelirrojo mirándole con aire crítico.

—¿Qué quieres decir? —le desafió Guillermo.

—Nada —dijo Pelirrojo, pacífico—. Yo no digo que le ocurra nada malo, sólo que no podrías cambiarla.

—Apuesto a que puedo —replicó Guillermo—. Por lo menos sé hacer mejores muecas que tú.

—Sí, pero no puedes conservar tu cara contorsionada durante horas, horas y horas, y beber lo mismo. Ni siquiera «tú» puedes hacerlo. Eres un ser humano como cualquier otro.

—Oh, continúa —dijo Guillermo con sarcasmo—. Sigue haciendo objeciones. Siempre hay que correr un riesgo en cada aventura. Si no hay riesgo ya no es aventura. Bueno, mi cara es mi riesgo y apuesto a que puedo cambiarla.

—Además, vas vestido de forma distinta —dijo Bert mirando primero su jersey y luego la chaqueta de Guillermo.

—Bueno, podemos cambiar, ¿no? —dijo Guillermo sereno puesto que la oposición estaba produciendo el efecto acostumbrado de afirmar su propósito—. Vosotros no hacéis más que poner objeciones y objeciones a cualquier cosa. ¿Qué hubieran hecho los personajes de la historia si todos hubiesen sido como vosotros? Ninguno hubiera seguido a esos grandes generales como Carta Magna y demás.

—Bueno, nosotros no estamos en la historia —replicó Douglas ignorando la dudosa alusión histórica.

—No, pero siempre me hubiera gustado estar —dijo Guillermo—. Apuesto a que hubiera sido tan bueno como cualquiera. Apuesto a que hubiera conseguido volar ese viejo Palacio de Cristal mejor que ese Guy Fawkes.

—No fue el Palacio de Cristal —intervino Enrique.

—¡Oh, cállate! —gritó Guillermo, exasperado—. Estoy harto de hablar, hablar y hablar —se volvió a Bert—. ¿Preferís ir a tomar el té con la señorita Milton o a las cuevas de Marleigh?

—¿«Yo»? ¡Repato! —exclamó Bert—. A las cuevas de Marleigh, naturalmente.

—Y yo —convino Syd.

—Bien entonces —dijo Guillermo en tono comercial—. Nos reuniremos todos en el viejo cobertizo, y tú y yo cambiaremos de ropa y podréis ir a las cuevas de Marleigh.

—¡Buen chico! —exclamaron Bert y Syd a coro.

* * *

Guillermo caminaba lentamente, pero decidido hacia la casa de la señorita Milton, intentando transformar su rostro. Imitaba la ligera desviación de la mirada de Bert con su mejor bizquera…, que había alcanzado la perfección tras años de práctica. Lo conseguía abriendo los ojos hasta el máximo y fijándolos en la punta de su nariz. La voz gangosa de Bert la conseguía abriendo la boca hasta el tamaño de una pelota de ping-pong. Además, para disfrazarse, se había humedecido el cabello peinándolo con un flequillo recto hasta los ojos, y caminaba de un modo curioso, dejando que sus manos le colgaran hasta las rodillas. No era de extrañar que una anciana nerviosa que acababa de apearse del autobús después de recorrer una considerable distancia para inspeccionar los fondos de la iglesia, después de dirigirle una mirada sobresaltada, decidiera volver a tomar el autobús para regresar a su casa. Incluso la señorita Milton, siendo como era una batalladora invencible, parpadeó ligeramente al ver la figura que se acercaba lentamente a su puerta. Guillermo, consciente del escrutinio de que le hacía objeto desde la ventana del salón, intensificó su bizquera, abrió la boca un poco más y balanceó los brazos con mayor violencia. La señorita Milton en persona le abrió la puerta.

—Buenas tardes, tía —comenzó Guillermo con voz ronca y profunda antes de que ella pudiera hablar. (Bert le había transmitido todas las instrucciones que le diera la señora Camp respecto a su comportamiento. «Acuérdate de llamarla tía, y sé respetuoso»). Buenas tardes, tía, yo soy Bert, y Syd no ha podido venir. Tiene un resfriado muy fuerte.

Y abriendo los ojos cuanto pudo los fijó con todas sus fuerzas en el extremo de su nariz. Su bizquera le resultaba muy útil. Así no miraba a la señorita Milton.

—Cuánto lo siento —dijo la señorita Milton tratando de sobreponerse al disgusto que le inspiraba su presencia—. Pasa, querido. Límpiate bien los pies en la alfombra y luego ven al salón.

Guillermo la siguió hasta el salón y se sentó en una silla junto a la ventana. Una de las advertencias de la señora Camp había sido: «No hables hasta que te pregunten». Guillermo la encontró muy útil mientras dejaba de torcer los ojos para dedicar toda su atención a su boca.

La señorita Milton le miró, parpadeó, y tras desviar la mirada, la volvió de nuevo hacia él con un supremo esfuerzo.

—¿Te gustan tus vacaciones en el campo? —le dijo.

—Sí, tía —replicó Guillermo con voz profunda y gutural.

—Supongo que no habías estado nunca en el campa, ¿verdad?

—No, tía.

—Debe ser una experiencia maravillosa para ti.

—Sí, tía.

—Supongo que esa insignia es la insignia de la sociedad que te envía al campo.

—Sí, tía —dijo Guillermo sin cambiar de expresión.

—Espero que te des cuenta de que eres un niño muy afortunado.

—Sí, tía.

La señorita Milton trató de buscar otro tema de conversación, pero fracasó.

—Tal vez —dijo al fin—, te gustaría salir a ver el jardín.

—Sí, tía —dijo Guillermo.

Y la siguió hasta el pequeño jardín.

—Claro que en realidad el jardín es de mi hermana y a ella le gusta tenerlo muy cuidado, de manera que no pises la hierba —dijo la señorita Milton—. Tienes mucho sitio para andar por el sendero.

Guillermo estaba harto de decir: «Sí, tía». Era lo bastante artista como para desear tener un papel más importante.

—¿Hierba, tía? —dijo con su voz profunda y gutural—. ¿Qué es hierba?

La señorita Milton, por un momento, quedó desconcertada. Aún los niños de los suburbios sabían lo que era la hierba, pero era evidente que aquél lo ignoraba en absoluto, de manera que se apresuró a explicárselo.

—Eso es hierba —dijo señalándole la pequeña zona cubierta de césped del jardín de su hermana—. Es… bueno, es sólo hierba —concluyó sin saber que añadir.

Guillermo comenzó a comprender que después de todo podía sacar cierta diversión de todo aquello.

Señaló por encima del seto a una vaca que pacía tranquilamente en el campo vecino.

—¿Qué es eso? —le preguntó con voz gangosa.

—Una vaca.

—¿Qué es una vaca?

La señorita Milton suspiró. Pero, claro, era muy natural que un niño de los suburbios no hubiera visto jamás una vaca.

—Es… sólo una vaca, querido —dijo—. Una vaca es… bueno, es una vaca.

El gato de la señorita Milton salió por la puerta de la cocina mirando a Guillermo con aire socarrón.

—¿Qué es eso? —dijo señalándolo.

—Un gato, naturalmente —replicó la señorita Milton con cierta dureza—. Sin duda habrás visto gatos en tu casa.

Guillermo se dio cuenta de que estaba exagerando su ignorancia.

—Es mayor que los gatos de la ciudad —se apresuró a decir.

—Supongo que debe serlo —dijo la señorita Milton con más calma.

El gato, que había reconocido a Guillermo, le guiñó un ojo antes de volver a entrar en la casa.

La señorita Milton le fue diciendo los nombres de las flores mientras daban la vuelta a todo el jardín.

—Eso es un pensamiento, querido, y ésa una campanilla, y eso un antirrino…

Guillermo pensaba en las cuevas de Marleigh deseando encontrarse con los otros.

—Y ahora, querido —dijo la señorita Milton terminando su recital—, es hora de tomar el té.

Guillermo resistió la tentación de decir «¿Qué es té?», y en vez de eso señaló a un tordo que estaba en el borde del seto y preguntó:

—¿Qué es eso?

—Un tordo, querido —le contestó la señorita Milton tratando de conservar la paciencia.

—¿Qué es un tordo? —dijo Guillermo.

—Pues un pájaro como cualquier otro. Seguro que habrás visto pájaros antes. Son nuestros amiguitos alados que… er… que cantan.

—¿Por qué? —dijo Guillermo considerando que la señorita Milton debía, por lo menos, pagar por el aburrimiento que le afligía.

—¿Qué quieres decir, por qué?

—¿Por qué cantan?

—Pues… er… ¿por qué canta cualquiera? —replicó la señorita Milton.

—Bueno, ¿por qué? —insistió Guillermo.

—Porque… bueno, la verdad, querido, esa es una pregunta muy tonta. Ellos… sólo cantan. Es un don del cielo.

—¿Lo mismo que los gatos y los burros?

—No, ésos no tienen voces bonitas.

—¿Quién se las da entonces? —quiso saber Guillermo.

La señorita Milton simuló no oír.

—Ahora el té, querido —dijo en tono animado echando a andar hacia el comedor.

Fue, como Pelirrojo había profetizado, una merienda muy mediocre. Había un platito pequeño con pan escasamente untado de mantequilla, otro con bollos, sin mantequilla, y unas pocas galletas María.

Guillermo no tardó en vaciar los platos, pero la señorita Milton no los llenó de nuevo.

—Celebro que hayas merendado tan bien —dijo, mirándole con interés—. ¿Supongo que habrás visitado al oculista por tu… er… bizquera?

—Sí —replicó Guillermo apresurándose a cruzar la vista de nuevo. Lo había olvidado desde que comenzó la merienda—. Dijo que no tenía cura.

—Parece que se va y viene de un modo muy extraño —prosiguió la señorita Milton fascinada por aquel fenómeno que al mismo tiempo le repelía.

—Sí —convino Guillermo—. Dijo que esta clase no puede curarse.

—¿De veras? Claro que yo no sé mucho de esto —admitió—. Ahora te ha vuelto muy fuerte, ¿verdad? —dijo mientras Guillermo cruzaba los ojos de un modo feroz.

—Sí —convino Guillermo agregando esperanzado—. Se pone peor cuando tengo apetito.

—Pero si acabas de merendar —replicó la señorita Milton, y Guillermo no hizo comentarios.

—Bueno, quédate aquí un momento —prosiguió la señorita Milton—. Voy a ver si te traigo un compañero de tu misma edad. Te gustaría, ¿verdad?

Guillermo gruñó sin comprometerse y ella salió al recibidor. Él la siguió hasta la puerta para escuchar. Estaba telefoneando a la señora Lane.

—Tengo aquí a uno de esos niños de los suburbios que se hospedan en la Granja Eastbrook y es algo descorazonador. Es bizco y retrasado mental. Me pregunto si su querido Huberto podría venir a echarme una mano para entretenerle… ¿Que le enviará en seguida? ¡«Qué» amable es usted! Entonces le esperamos dentro de unos minutos.

Volvió junto a Guillermo, que había ido a sentarse nuevamente a su silla cruzando los ojos de un modo asombroso.

—Un niño muy simpático y bien educado va a venir a verte, Bert —le dijo—. Yo no soy partidaria de los juegos rudos, pero no hay razón para que no te lleve a dar un paseo tranquilo por la carretera para mostrarte… er… vacas y cosas.

Guillermo estaba desesperado.

—Creo que tal vez sería mejor que me volviera a casa —dijo.

—Oh, pero la señora Camp dijo que no era necesario que volvieses hasta las seis —objetó la señorita Milton.

—Sí, pero… pero —prosiguió con repentina inspiración—, como Syd está enfermo creo que lo mejor sería que volviese.

—Si hay alguna causa de verdadera ansiedad iré yo también para ver cómo está —dijo la señorita Milton.

—Oh, no —se apresuró a exclamar Guillermo—. No, no está tan mal como para eso.

—Bien; entonces, querido, creo que te hará bien conocer a ese niño que va a venir. Es muy simpático y para ti será un privilegio conocerle. Como te he dicho puede llevarte a pasear para enseñarte el lugar. Pájaros y cosas.

Guillermo estaba a punto de inventar una enfermedad propia, cuando vio a Huberto entrando por la puerta del jardín. Ahora la escapatoria era imposible, y permaneció allí sentado, cruzando los ojos cuanto podía y abriendo la boca hasta el tamaño de una pelota de tenis.

La señorita Milton fue a abrir la puerta y regresó seguida de Huberto. Huberto miró a Guillermo y sus ojos brillaron al reconocerle, para apagarse en seguida. A primera vista aquel niño parecía Guillermo Brown, pero mirándole mejor era evidente que no lo era. Sus ropas eran distintas y también sus cabellos, su boca y sus ojos.

—Este es Bert —le presentó la señorita Milton—, y éste es Huberto, Bert… Ahora, Huberto, quiero que lleves a Bert a dar un paseo tranquilo por la carretera y le enseñes el lugar. Irás con Huberto, ¿verdad, Bert?

—Sí, tía —dijo Guillermo con su voz profunda y gutural.

(Su voz también es distinta, pensó Huberto).

—Volved dentro de un cuarto de hora —les gritó la señorita Milton a sus espaldas cuando ya habían echado a andar por la carretera.

En cuanto estuvieron lejos de la casa, Huberto propinó a Guillermo un puñetazo de prueba, recibiendo a cambio otro tan potente que consideró preferible que sus relaciones siguieran siendo amistosas.

—Oye, Bert —le dijo—. Te pareces terriblemente a un niño que conozco que se llama Guillermo Brown. Quiero decir, que te pareces al principio. Pude ver que no eras él cuando te miré bien, pero al principio me pareciste igual que él. Es un niño terrible. Mi madre no me deja jugar con él. Hoy me he burlado de él. Estoy vendiendo unos conejos de indias y él quiere uno y yo no se lo vendo, y está furioso, furioso. —Huberto se animó—. Oye, tengo una idea estupenda. —Estaban pasando por delante de la casa de Guillermo y nuestro héroe iba de prisa con la cara baja, pero Huberto se detuvo—. Vamos a gastarle una broma. Ve a la parte de atrás del jardín y rompe el cristal de la ventana del cobertizo de las herramientas. Seguro que encontrarás una pelota o un palo por allí que pueda servirte y te pareces lo bastante a él para que todos crean que eres él. Y yo oí decir a su padre que la próxima vez que rompiera ese cristal no volvería a darle dinero en todo un mes. Es una broma estupenda, ¿no te parece? Vamos. Hazlo de prisa y luego vuelve. No hay nadie por aquí. Yo te esperaré. Vamos…

Guillermo fue hasta la parte de atrás de la casa bajo la mirada vigilante de Huberto. Luego, una vez fuera de vista, entró por la puerta posterior, subió la escalera y se puso uno de sus trajes corrientes, cepilló sus cabellos como de costumbre, y salió por la puerta principal con su paso normal, silbando y con las manos en los bolsillos. Huberto, que seguía acurrucado tras el seto observando ansioso el sendero que iba a la parte posterior de la casa, no le vio hasta que estuvo casi ante él. Entonces palideció de espanto.

—Hola, Huberto —le dijo Guillermo en tono de bien fingida sorpresa—. ¿Qué haces aquí?

Huberto parpadeó, tragó saliva y miró desesperado el sendero por donde desapareció Bert.

—¡Yo… escucha! —tartamudeó—. Hay… hay un niño en la parte de atrás de tu jardín. Yo… yo iba a llevarle de paseo y… ha echado a correr y se ha metido en tu jardín. Yo… yo le dije que no lo hiciera, pero él lo hizo… Espero que no cause ningún desperfecto.

—Iré a verle —se ofreció Guillermo alegremente echando a andar por el sendero que recorriera sólo unos minutos antes caracterizado de Bert.

Regresó casi en el acto.

—No hay nadie —dijo—. ¿Quién dijiste que era?

—«Tiene» que estar allí —replicó Huberto, desesperado—. Si entró hará sólo un minuto. Tal vez esté escondido… Es un niño que ha venido de vacaciones al campo, que se llama Bert —explicó—. Ha ido a tomar el té a casa de la señorita Milton y… y yo le llevaba a dar un paseo tranquilo por la carretera cuando de pronto entró corriendo en tu jardín. Yo le grité: «¡Vuelve!», pero siguió adelante. Escucha, ¿te importaría que fuera a buscarle? —Su ansiedad venció su acostumbrada discreción.

—No —repuso Guillermo, complacido—. Entra y echa un vistazo.

—No sé por qué habrá ido al fondo de tu jardín —volvió a decir Huberto—. Yo… yo no he cesado de decirle que no lo hiciera.

Se asomó nervioso al cobertizo de las herramientas y a la glorieta, seguido del sonriente Guillermo.

—No… no puede haberse ido a otra parte, ¿verdad? —dijo apurado—. Yo… yo no sé lo que voy a hacer si no lo encuentro.

—Puede haber salido al campo atravesando el seto —dijo Guillermo—, pero de ser así le veríamos en el campo y no se le ve. Claro que puede haberse caído en la cuba donde cae el agua de la lluvia, y haberse ahogado —prosiguió aumentando su regocijo.

El rostro pálido de Huberto se puso lívido.

—¿Me, me, me, me ahorcarán por asesinato si se ha ahogado? —dijo.

—Oh, no —le aseguró Guillermo—. Es probable que se conformen con darte cadena perpetua.

Huberto abrió la boca y Guillermo comprendió que al instante siguiente sus sollozos llenarían el aire atrayendo a todos los ocupantes de las casas cercanas. Y se apresuró a mirar detenidamente dentro de la cuba del agua.

—No —dijo—. Aquí no está.

Una ligera expresión de alivio invadió el rostro de Huberto, que no tardó en volver a palidecer de ansiedad.

—¿Pero qué voy a hacer? —preguntó—. No puedo volver sin él a casa de la señorita Milton… Y no puedo irme a casa porque ella telefoneará y se armará un «bollo» terrible. Dijeron que no debía dejarle marchar, pero… pero se ha metido en tu casa tan de prisa que no pude detenerle.

—Sí, vaya si habrá «bollo» —convino Guillermo—. Esa vaca del prado puede haberle comido. Algunas vacas lo hacen, ya sabes. Con las vacas nunca se sabe. Pasan años y años comiendo hierba y luego, de repente, se comen a una persona y luego no vuelven a hacerlo durante diez años o más…

Pero Huberto no le escuchaba. Una lucecilla de esperanza había aparecido en sus ojos.

—Escucha, Guillermo —le dijo—. ¿Tú «querrás» ayudarme, verdad? Tengo una idea. Ese niño se parecía algo a ti. Si pudieras ponerte bizco y… abrir la boca un poco, y andar inclinado hacia delante, es posible que te tomaran por él. Apuesto a que la señorita Milton es muy corta de vista. Las personas como ella siempre lo son.

—¿Pero y mis ropas? —preguntó Guillermo—. ¿Es que él llevaba un traje como el mío?

El rostro de Huberto se ensombreció.

—No, pero —volvió a iluminarse—, podías ponerte tu impermeable y yo podría decir que iba a llover, y que fuimos a su granja a buscar el impermeable y así ella no notará que debajo no llevas la misma ropa.

Guillermo reflexionó y de pronto sus ojos comenzaron a brillar. Al principio sólo quiso asustar a Huberto para hacerle pagar su baja maniobra al querer que rompiera el cristal de la ventana, pero ahora se daba cuenta de que podía sacar algo más de aquella situación.

—De acuerdo —le dijo—. Lo haré si me vendes uno de tus conejos de indias.

Huberto vaciló. Se había negado tan rotundamente a vender el conejo a Guillermo, que de hacerlo perdería mucho su prestigio, pero la crisis en que se hallaba era apremiante, de manera que se avino.

—Muy bien —le dijo.

Guillermo se metió la mano en el bolsillo y sacó su chelín.

—Aquí está el dinero —dijo—. Puedes ir a buscarlo ahora y luego me pondré el impermeable e iré contigo a casa de la señorita Milton.

Pocos minutos más tarde Guillermo estaba guardando su conejo de indias con todo cuidado en una caja de madera con agujeros por toda su superficie como sistema de ventilación, y que en otro tiempo había albergado a muchos inquilinos semejantes. Un lecho de paja colocada en el fondo proporcionaba comodidad al cuerpo… y una galleta de perro que «Jumble» abandonara sin morder, el sustento. Hecho esto, Guillermo entró en la casa a coger su impermeable.

—Y dime, ¿qué aspecto tenía ese muchacho? —dijo en tono comercial cuando volvió a salir abrochándose los botones.

—Llevaba el cabello peinado de otra manera —dijo Huberto, mirándole preocupado.

—Eso no importa —replicó Guillermo, que no quería parecerse demasiado al Bert misteriosamente desaparecido por temor a despertar las sospechas de Huberto—. Un poco de cabello no cambia mucho.

—Bueno, era bizco, como ya te he dicho —prosiguió Huberto.

Guillermo cruzó los ojos ligeramente.

—¿Qué te parece así? —dijo.

—S-s-ssí —repuso Huberto, dudoso—. Algo así.

—Bueno, no creerás que voy a volverme exactamente igual que él —dijo Guillermo, que estaba comenzando a disfrutar—. Si no te parece bien será mejor que no vaya…

—Sí, sí —dijo Huberto—. Ven. No quiso decir eso. Está bastante bien.

—¿Qué más tenía aparte de ser bizco? —preguntó Guillermo.

—Llevaba la boca abierta todo el rato.

—Apuesto a que eso puedo hacerlo muy bien —dijo Guillermo abriendo la boca hasta el tamaño de una moneda de diez céntimos.

—S-sssí —dijo Huberto—. Quiero decir que está muy bien —se apresuró a añadir—. «Muy» bien. Claro que no eres «igual» que él, pero apuesto a que ella no lo notará.

—Bueno, ¿y qué quieres que haga? —dijo Guillermo—. No tengo mucho tiempo.

—Sólo volver a su casa conmigo —repuso Huberto—, y decir que lo has pasado muy bien conmigo y que ya es hora de que vuelvas a casa, y entonces te vas por la carretera como si fueras a la Granja Eastbrook y yo me iré hacia mi casa, y luego si le dicen que Bert no llegó a su casa, ella no podrá decir que ha sido por mi culpa. Quiero decir que yo le habré devuelto sano y salvo después del paseo.

—Oh, ¿sí? —dijo Guillermo con sorna.

—Yo te he vendido el conejo —le recordó Huberto en tono suplicante.

—Está bien —convino Guillermo de mala gana—. Iré contigo.

—No necesitas imitarle hasta que lleguemos —dijo Huberto—. No quiero que te canses.

Caminaron por la carretera hasta la casa de la señorita Milton. Guillermo guardaba un silencio estratégico y Huberto no cesaba de repetir…, algo nervioso…, que no comprendía por qué Bert había entrado tan de repente en casa de Guillermo, ni qué podía haber sido de él.

—Echó a correr… Hice cuanto pude por detenerle… ¡Canastos! Espero que no le haya ocurrido nada. ¿Has… has mirado bien dentro de la cuba del agua, verdad?

Su rostro se puso todavía más pálido cuando se acercaron a la casa de la señorita Milton.

—Adelante —le dijo con voz tensa cuando llegaron a la cerca—. Hazlo ahora.

Guillermo cruzó la vista ligeramente y abrió un poco la boca. La puerta de la casa estaba abierta, y la señorita Milton telefoneando en el recibidor.

Les saludó con la mano y continuó hablando por teléfono. Era evidente que describía a su invitado a una amiga.

—Acaba de llegar ahora —decía—. Y ya parece mejorado. Menos… «abatido», no sé si me entiende. Cuando vino antes cruzaba los ojos de un modo «terrible», pero un solo día en el campo le ha mejorado. Sí, me encantará que venga usted a verle. Sí, venga en seguida. ¿Usted también tiene un niño, verdad? ¿Podría venir también…? Oh, ¿ha salido…? Sí, comprendo… Pero «usted» vendrá, ¿no? Claro que debe prepararse para ver algo muy distinto a su hijo.

Se volvió desde el teléfono para saludarles.

—Bueno, queridos… —comenzó con animación.

Huberto la interrumpió para decirle a toda prisa y nervioso que habían ido hasta la granja a buscar el impermeable de Bert, y luego Guillermo, sin dejar de cruzar la vista, dijo que era hora de irse.

Sin embargo, la señorita Milton quiso oír con todo detalle el resultado de su paseo, antes de que se marchara.

—Supongo que se habrá abierto un nuevo mundo ante ti, hijo mío —exclamó dirigiéndose a Guillermo.

Estaba tan satisfecha de que la visita tocara a su fin que sentía casi afecto hacia él.

De pronto fue a mirar por la ventana.

—Oh, aquí llega una señora muy amable que viene a verte a ti, Bert —dijo—. Debes quedarte unos minutos más y hablar con ella. Iré a abrirle la puerta.

Se oyeron saludos en el recibidor y luego la puerta abrióse de par en par y…

—Éste es Bert —dijo la señorita Milton señalando a Guillermo.

Guillermo cruzó la vista cuanto pudo y abrió la boca hasta que en ella cupiera una pelota de fútbol, pero en vano.

—¡«Guillermo»! —exclamó la señora Brown.


Guillermo cruzó la vista cuanto pudo, abriendo la boca hasta que en ella cupiera una pelota de fútbol.


—¡Guillermo! —exclamó la señora Brown.

—No es Guillermo —protestó Huberto, desesperado—. De verdad, no es Guillermo. Se «parece» a Guillermo pero no es Guillermo… Es Bert.

—Claro que es Guillermo —dijo la señora Brown.

Huberto insistió en que no era Guillermo y la señorita Milton le apoyó. La señora Brown dijo que una mujer conoce bien a su hijo después de once años. Guillermo continuaba cruzando la vista sin decir nada.

Y entonces llegó el verdadero Bert, acalorado, sucio y radiante de felicidad. Había pasado una tarde maravillosa en Marleigh, pero camino de su casa había encontrado a la señora Camp quien, al descubrir que llevaba las ropas de otro niño, le había enviado a recuperar su jersey. El altercado fue violento y sonoro. Huberto y la señorita Milton insistieron con más fuerza que nunca en que Bert no era Bert, y que Guillermo no era Guillermo. La señora Brown dijo que ella no sabía nada de Bert. Ella lo único que sabía era que Guillermo era Guillermo. Todos hablaban menos Guillermo, que aguardaba pacientemente a que se calmaran los ánimos. Pronto tendría que explicar lo ocurrido, no había por qué precipitar los acontecimientos. Entre tanto tenía sus pensamientos fijos en el único punto luminoso de aquella situación. Y el único punto brillante de aquella situación era el conejo de indias. Por lo menos, siendo o no siendo Bert, el conejo era suyo…