UN REGALO DE DESPEDIDA PARA GUILLERMO
—Tío Pablo regresa a Australia mañana —dijo Huberto Lane—. Voy a ir a despedirle a la estación de Hadley. Dice que pasará a decirte adiós de camino.
—Está bien —replicó Guillermo en tono amistoso.
Había habido una tregua en las hostilidades entre los partidarios de Huberto Lane y los Proscritos durante la estancia del tío Pablo (tío de Huberto) procedente de Australia. Ya que tío Pablo era muy querido por los Proscritos y él les quería más que a su sobrino, y que a los amigos de su sobrino.
Había llevado a los Proscritos a dar paseos (a Huberto no le gustaban los paseos largos porque le dejaban sin aliento), y les enseñó un sistema nuevo para encender hogueras, iniciándoles además en el arte de la emboscada. Sabía hacer silbatos y tallar botes de juguete con pocos movimientos de la gran navaja que siempre llevaba en su bolsillo, y era capaz de relatar historias emocionantes de aventuras verdaderas que le habían contado los primeros colonos. A Huberto Lane no le interesaba especialmente ninguna de estas cosas, pero se daba cuenta de que su tío Pablo era una ventaja social y comenzó a darse más importancia que de costumbre. Los Proscritos dominaron su reacción natural ante esta actitud y continuaron manteniéndose en términos amistosos con él, ya que temían que cualquier brecha abierta pudiera privarlos de la preciosa compaña de tío Pablo.
Para Guillermo, su visita había pasado demasiado deprisa. Le había abierto nuevos horizontes de aventuras, y había resultado un buen discípulo en la construcción de botes y silbatos. En resumen, tío Pablo había dicho que el último bote que había hecho era casi tan perfecto como los que hacía él mismo.
—Lo que necesitas —le dijo— es un buen cuchillo. Yo te regalaré uno antes de marcharme. Si puedo te compraré uno como el mío.
—¡Como el suyo! —exclamó Guillermo incrédulo.
—Sí —dijo tío Pablo mirando el magnífico cuchillo con que acababa de construir una barca perfectamente formada y equilibrada—. Esos cortaplumas vuestros tan pequeños no sirven de nada.
Guillermo no había recibido aún el cuchillo, pero sabía que tío Pablo no lo había olvidado.
—No he olvidado tu cuchillo —le había dicho al día siguiente—. Fui a Hadley a buscarlo pero no tenían ninguno, aunque pronto lo recibirán.
A pesar de que había llegado el último día de la estancia de tío Pablo y él aún no tenía el cuchillo, no sentía la menor intranquilidad. Tío Pablo no era de esa clase de personas que hacen promesas y luego las olvidan.
A la mañana siguiente, Guillermo le estaba esperando balanceándose sobre la puerta de la cerca, cuando el automóvil en que iban tío Pablo y Huberto apareció en la carretera camino de la Estación de Hadley. Junto a la figura bronceada y atlética de tío Pablo, Huberto parecía más pálido y gordo que nunca. Sonreía para sí como si tuviera algún secreto que le divirtiera. Tío Pablo detuvo el automóvil, se apeó y se dirigió, sonriendo, al muchacho:
—Vengo a verte para despedirme —dijo a Guillermo—. Lo hemos pasado estupendamente juntos, ¿verdad? No te olvides de lo que te dije para encender fuego. Tu sistema no valía nada. Y cuando sigas el rastro de animales salvajes, asegúrate de que estás en el lado conveniente del viento, o no te llegará su olor. Y en cuanto al cuchillo…
—¿Qué? —dijo Guillermo con ansiedad.
—Dijeron que lo tendrían a primera hora de esta mañana, así que detendré el coche en la tienda de Hadley para recogerlo, y Huberto puede traértelo. De esta manera queda todo arreglado, ¿no te parece?
—Sí —convino Guillermo de corazón—, y le quedo muy agradecido. Toda mi vida he deseado un cuchillo como ése.
—¡Espléndido! —dijo tío Pablo—. La última barca que hiciste estaba muy bien. A Huberto voy a regalarle una pistola… Bueno, adiós. Hasta la próxima vez que venga.
Y se alejó en el automóvil con Huberto que continuaba sonriendo con misterioso regocijo.
Guillermo se quedó mirando el coche hasta que se hubo perdido de vista. Su pena por la marcha de tío Pablo estaba mezclada con alegría ante la perspectiva de poseer aquel magnífico cuchillo. Esperaba que Huberto se lo fuera a entregar antes de irse a casa. Entonces recordó aquella extraña sonrisa de Huberto y sintió una ligera intranquilidad. No era una sonrisa natural. ¿Cuál sería su significado?
Su intranquilidad fue creciendo mientras transcurría la mañana sin que apareciera Huberto con el cuchillo. Después de comer no pudo contener su impaciencia y se dirigió a casa de los Lane. Tal vez en la tienda no lo hubieran recibido todavía. Quizá tuviera que esperar hasta mañana, o hasta pasado mañana. Bueno, esperaría de no haber otro remedio… pero Huberto hubiera podido ir a decírselo.
Casualmente la señora Lane pasaba por el recibidor cuando él llamó, y ella misma le abrió la puerta saludándole sin entusiasmo. Estaba cansada de verle por allí. Pablo le había dado demasiada confianza. No comprendía cómo Pablo deseaba tener tratos con un niño tan rudo como aquél teniendo en casa a un niño bien educado como Huberto. Algunas veces… aunque le costaba creerlo… él había preferido a Guillermo antes que a Huberto.
—¿Y bien? —le dijo muy fríamente—. ¿Qué quieres?
—He venido a buscar mi cuchillo —dijo Guillermo con sencillez.
La señora Lane le miró.
—¿Tú qué? —exclamó.
—Mi cuchillo —replicó Guillermo—. El cuchillo que el tío Pablo entregó a Huberto para mí.
—No sé de qué me hablas —dijo la señora Lane—. Huberto «tiene» un cuchillo que su tío Pablo le dio como regalo de despedida, pero no sé nada de tu cuchillo… ¡Huberto! —llamó.
Huberto apareció lentamente en el recibidor. Su rostro gordo y pálido seguía conservando aquella sonrisa de primera hora de la mañana cuando fue a casa de Guillermo con tío Pablo.
—He venido a buscar mi cuchillo —dijo Guillermo muy serio.
La sonrisa se extendió por todo el rostro pálido de Huberto.
—¿Qué cuchillo? —dijo.
—El cuchillo que tío Pablo dijo que iba a regalarme —Huberto sacó de su bolsillo una copia exacta, pero reluciente por lo nueva, del cuchillo de tío Pablo—. Sí, ése es —dijo Guillermo con vehemencia.
Pero Huberto no se lo entregó en seguida disculpándose por el retraso como Guillermo esperaba. En vez de eso, volvió a meterlo en su bolsillo con aire de propietario.
—¿Este cuchillo? —dijo—. Éste es mío. Él me lo dio como regalo de despedida.
—Él dijo que te iba a regalar una pistola —intervino Guillermo indignado.
Huberto sacó una pistola resplandeciente del otro bolsillo.
—Sí —sonrió—. También me dio ésta.
Guillermo le contemplaba asombrado. Aún no podía creerlo. Ni siquiera Huberto podía ser culpable de una mezquindad semejante…
—Pero él me «prometió» el cuchillo —insistió—. Tú estabas delante cuando lo dijo. Dijo que pasaría por la tienda y que te lo daría a ti para que me lo trajeras.
—Nada de eso —replicó Huberto—. Él me dio este cuchillo para mí. Eso es todo lo que sé.
Por un momento Guillermo se quedó privado del habla por el espanto al comprender que la intención de Huberto era negar sus derechos al cuchillo. Pero incluso entonces no dudó en obtener la ayuda inmediata del mundo de los mayores que le rodeaban. Se volvió indignado hacia la señora Lane.
—«Es» mi cuchillo —dijo—. Tío Pablo dijo que iba a regalármelo a mí. Esta mañana iba a ir a buscarlo a Hadley y dárselo a Huberto para que me lo entregara. Él me lo dijo así. Y Huberto estaba delante cuando lo dijo.
—Es «mi» cuchillo —exclamó Guillermo, indignado—. Tío Pablo dijo
que iba a regalármelo.
La señora Lane miró a Huberto.
—¿Lo dijo, Huberto? —preguntó.
Huberto la miró a los ojos sin pestañear.
—Claro que no —repuso—. Lo está inventado para quitarme el cuchillo. Tío Pablo detuvo el coche en Hadley tal como te dije, y entró en esa tienda saliendo con el cuchillo y dijo: «Quiero que guardes este cuchillo como regalo de despedida, Huberto, lo mismo que la pistola. —Y añadió—: Nunca pensó regalar un cuchillo como éste a ese pillastre de Guillermo Brown». Y yo lo enseñé a algunos chicos del pueblo y ellos se lo dijeron a Guillermo supongo, y ahora viene aquí contando mentiras para quitármelo.
Guillermo le miraba con incredulidad. Había vivido sólo esperando el momento en que el cuchillo fuera suyo. No pensó ni soñó en otra cosa, y no podía creer lo que estaba ocurriendo.
—¡Niño «malo»! —le estaba diciendo la señora Lane—. ¿Cómo te «atreves» a venir aquí con semejante sarta de mentiras?
—Pero si es cierto —dijo Guillermo desesperado—: Él me lo regaló, me lo «regaló». De «veras». Dijo que se lo daría a Huberto para que luego me lo entregase.
—Cállate —le interrumpió la señora Lane severa—. Si dices otra mentira más esta tarde, iré a decírselo a tu padre. «Claro» que creo a Huberto más que a ti. Huberto nunca miente, ¿verdad, Huberto?
—Sí, mamá —convino Huberto con mansedumbre.
—Así que, márchate en seguida, Guillermo Brown, y espero que después de esto Huberto no tenga más tratos contigo.
Incluso Guillermo que era un orador consumado comprendió que sería inútil seguir protestando. Huberto se había colocado detrás de su madre y blandía el cuchillo con una sonrisa de triunfo. Guillermo se contuvo con dificultad y dando media vuelta fue caminando lentamente hacia la puerta del jardín. Oyó decir a la señora Lane: «No vuelvas a dirigir la palabra a ese niño malvado, Huberto», antes de cerrar la puerta. (Y pensó que Huberto estaría más que dispuesto a obedecer aquella orden precisamente ahora). Echó a andar por la carretera aturdido por el asombro de lo que acababa de ocurrirle. No era sólo la pérdida de su ansiado cuchillo, que de por sí constituía un golpe aplastante, sino la bajeza del truco con que Huberto se había posesionado de él. Era increíble que semejante truco diera resultado, y no obstante, cuando más pensaba en ello más difícil le parecía poder evitarlo. Tío Pablo debía estar ya camino de Australia y era imposible apelar a él. Ya había tratado de apelar a la madre de Huberto, fracasando. Recurrir a sus propios padres sería igualmente inútil. Era probable que creyeran más su historia que la de Huberto (aunque tuvo buen cuidado de ocultarles celosamente la promesa de tío Pablo de regalarle un cuchillo, temiendo que con su extraño prejuicio contra semejantes armas le pidieran que cambiara su regalo por otra cosa), pero en presencia de la firme confianza de la señora Lane en su hijo no serían capaces de insistir para que se lo diera a Guillermo. Además, Guillermo temía que sus padres tratasen aquel asunto con la callosa indiferencia con que los mayores solían tratar por lo general las cuestiones candentes del bien y el mal. Arrebatárselo a Huberto por la fuerza era imposible. La señora Lane o peor aún… el señor Lane… iría a ver a sus padres y a continuación tendría que devolverle el cuchillo y encima darle explicaciones… o a lo peor le hacían pedirle perdón delante de los Laneítas.
Abatido, dirigióse al viejo cobertizo donde había de encontrarse con los Proscritos para enseñarles su precioso cuchillo. Al verle comprendieron que algo andaba mal. Aquel Guillermo de andar lento, abatido y cabizbajo… no podía ser el propietario de un nuevo y magnífico cuchillo. Y llegaron a la natural conclusión de que todavía no había llegado. Un día, e incluso una hora… de retraso en un caso semejante podía producir un profundo desengaño.
—¿No lo tienes? —le dijo Pelirrojo al acercarse.
—No —replicó Guillermo.
—No importa —le animó Pelirrojo—. Mi madre encargó algo en Hadley la semana pasada y no llegó la mañana que dijeron, sino por la tarde a la hora del té. Apuesto a que llegará antes de la noche.
—Oh, ya ha llegado —exclamó Guillermo con amargura—. Ya lo creo que ha llegado.
Le miraron con asombro. ¿Por qué se preocupaba entonces? ¿Por qué no lo enseñaba? ¿Por qué aquel aire trágico?
—¿Dónde está entonces? —quiso saber Douglas.
—«Él» lo tiene —dijo Guillermo.
—¿Quién?
—Huberto Lane —repuso Guillermo escupiendo el nombre como si fuera veneno.
Ellos le rodearon consternados mientras él, les contaba toda la historia. Al principio, igual que él, se mostraron incrédulos. No podían creer que semejante cosa pudiera ocurrir en un mundo que se suponía fundado más o menos sobre principios de justicia y equidad. Sus mentes, igual que hiciera Guillermo, se volvieron instintivamente hacia el tribunal del mundo de los mayores. No podían creer, hasta que Guillermo se lo fue indicando, que sería inútil recurrir a ellos.
—Entonces se lo quitaremos por la fuerza —dijo Pelirrojo decidido.
—Sí —repuso Guillermo con amargura—, para tener que devolverlo y encima que todos se pongan furiosos contra nosotros.
También esto tuvieron que aceptarlo de mala gana, y después de media hora de discusión inútil, se separaron desanimados, y abrumados por el horror de la situación y su completa incapacidad para resolverla. Guillermo, sin gran esperanza, habló con sus padres, y su actitud fue la que esperaba. Le creyeron, le demostraron cierta simpatía, pero era evidente que se alegraban de que el Destino hubiera enviado el cuchillo a otra casa.
—Lo siento, querido —le dijo su madre—, pero claro, no podemos hacer nada, y la verdad, cuando recuerdo los destrozos que causaste con aquel cuchillo de excursionista…
—De eso hará más de un año —protestó Guillermo indignado—. Ahora soy mucho mayor. Y de todas formas yo no tenía intención de cortar la mesa del salón. Sólo estaba tratando de comprobar si la hoja estaba realmente afilada.
Su padre se desentendió del asunto con un: «Uno debe aprender a soportar estas pequeñas desilusiones, hijo mío, sin armar escándalo…». Actitud que Guillermo consideró completamente inadecuada para aquella situación.
Al principio confió en que Huberto armara tal estropicio con el cuchillo en casa de los Lane, que su madre se lo quitara para dárselo a Guillermo, pero en esto se equivocaba por completo. Huberto no utilizaba para nada el cuchillo. En definitiva no era un niño de cuchillos. Se había tomado tanta molestia para conseguirlo sólo porque Guillermo lo deseaba, y quería «aplastar» a Guillermo. Lo único que hizo con él… y constituyó un gran placer… fue colgarlo de la ventana de su dormitorio, para ponerlo a salvo de todo posible ataque, y mostrarlo a Guillermo y los Proscritos con aire de triunfo cada vez que éstos pasaban por la carretera por delante de su casa. Con la pistola jugaba muy a menudo, pero era el cuchillo el que le producía mayor satisfacción.
Y cuando Guillermo ya casi había abandonado toda esperanza de recuperar su cuchillo o vengar el insulto, se le ocurrió una idea. De pronto recordó el punto vulnerable en la armadura de Huberto. Huberto aún creía en las hadas, brujas, hechizos. En cierta ocasión lograron convencerle de que se había vuelto invisible. Seguro que aquella debilidad volvería a serles útil ahora… Reunió a los Proscritos en el viejo cobertizo, y juntos trazaron un plan.
Entretanto Huberto también había trazado su Plan. Desde la adquisición del cuchillo no se había atrevido a aventurar su preciosa persona ante los Proscritos. Sabía, naturalmente, que cualquier ataque por su parte recibiría pronta venganza por manos de sus padres, pero, aunque le entusiasmaba la idea de la venganza, le estremecía pensar en el ataque que debía precederla. Estaba cansado del refugio de su jardín y su casa y deseaba un campo más amplio, así que había ideado un Plan para tener relaciones amistosas con los Proscritos a pesar del episodio del cuchillo.
Por lo tanto, a la mañana siguiente, cuando vio a Guillermo y a Pelirrojo en la carretera, se asomó a la ventana y les llamó de esta manera:
—Escuchad —les dijo—. Voy a dar una fiesta pronto. Habrá dulces y cuatro clases distintas de jalea, todo con crema por encima. ¿Os gustaría venir?
—Voy a dar una fiesta pronto —dijo Huberto—. ¿Os gustaría
venir?
Naturalmente que no tenía intención de celebrar ninguna fiesta ni de invitar a los Proscritos si la celebrase, pero era lo bastante estúpido para juzgar a todos los demás por sí mismo, y dio por hecho que los Proscritos se tragarían cualquier afrenta por los dulces y cuatro clases distintas de jalea con crema por encima. De ordinario aquella introducción sólo hubiera acrecentado la hostilidad de los Proscritos, pero en esta ocasión lo celebraron interiormente. El único obstáculo para su Plan había sido la dificultad, en las presentes circunstancias, de establecer relaciones amistosas con Huberto (con este propósito Guillermo y Pelirrojo se habían acercado a la casa) y el propio Huberto lo había resuelto. Se detuvieron en la carretera y le miraron.
—¿De verdad podemos ir? —dijo Guillermo adoptando una sonrisa de satisfacción completamente forzada.
—¿De verdad podemos ir? —exclamó Guillermo.
—Claro que sí —repuso Huberto felicitándose por el éxito de su ardid—. Podéis venir todos vosotros. También habrá bollos de crema con chocolate por encima —inventó con facilidad.
Pelirrojo imitó la expresión de Guillermo.
—¡Oooh, qué estupendo! —exclamó—. Eres muy amable, Huberto, ¿no es verdad, Guillermo?
—¡Oooh, sí! —dijo Guillermo y los dos dirigieron sus miradas hacia Huberto.
Su actuación no fue ni natural ni convincente, y cualquiera más sensato que Huberto lo hubiera sospechado en seguida. Pero Huberto estaba tan sorprendido por su inteligencia que lo aceptó sin recelos.
—¿Quieres venir a jugar con nosotros, Huberto? —le dijo Guillermo.
De nuevo Huberto rió interiormente. Allí estaban dispuestos a lamer sus zapatos para que les invitase a su fiesta, ¡y no iba a haber fiesta alguna! Había olvidado, como él suponía, con la excitación ante la perspectiva de los dulces y jaleas (puramente imaginarios).
—Ven a jugar con nosotros, Huberto —le suplicó Pelirrojo.
—Tenemos un secreto. Aún no se lo hemos contado a nadie. Si vienes, te lo contaremos.
Después de la gula, la mayor pasión de Huberto era la curiosidad, y ellos sabían que ya no tendría un momento de descanso hasta que conociera el secreto.
—De acuerdo —dijo en tono condescendiente—. Iré con vosotros…
Desapareció de la ventana y pronto salía por la puerta.
—No tiene importancia lo del cuchillo, Huberto —le saludó Guillermo en tono pacífico—. Puedes quedarte con él.
—Pensé que pensarías así —dijo Huberto con una sonrisa desagradable— cuando supieras que iba a hacer una fiesta. —Sacó el cuchillo de un bolsillo y la pistola del otro, y luego de juguetear con ellos ante los ojos de los Proscritos, volvió a guardarlos.
Una vez más los Proscritos se contuvieron con dificultad. Echaron a andar juntos por la carretera, Huberto exagerando el festín ante aquellos dos que eran lo bastante afortunados como para haber sido invitados a su fiesta.
Llegaron al campo que había junto al viejo cobertizo. Guillermo y Pelirrojo le condujeron hasta el centro donde Huberto miró a su alrededor con su aire de superioridad.
—Bueno —les dijo condescendiente—, ¿cuál es ese secreto?
—Es esto —dijo Guillermo bajando la voz en tono confidencial—. Cuando vinimos aquí esta mañana vimos a una vieja en el campo con capa, un sombrero puntiagudo y una escoba.
El aire de superioridad desapareció del rostro de Huberto.
—Era una bruja —exclamó, excitado—. Era una bruja, claro. ¿Qué estaba haciendo?
—Sólo iba de un lado a otro blandiendo su escoba y diciendo cosas.
—¡Hechizos! —exclamó Huberto con su rostro crédulo enrojecido por la ansiedad—. Estaba haciendo encantamiento. Escuchad… —sus ojos brillaron—. ¿Dijo algo de encontrar un tesoro o algo parecido?
Caminando a su lado, Guillermo le condujo cautelosamente hasta un lugar que estaba ennegrecido por una de las recientes hogueras de los Proscritos.
—Dijo algo sobre ese pedazo de tierra que estás pisando —dijo pensativo.
—¿Qué fue? —preguntó Huberto, ansioso.
—Pues fue algo así —dijo Guillermo.
«Quien pise lo quemado el primero,
verá su casa convertida en gallinero».
—Y luego continuó diciendo que toda la familia que viviera en la casa quedaría convertida en gallinas, y que cualquiera que no estuviera en la casa cuando se realizara el hechizo se convertiría en gallina en el momento que viera el gallinero.
Huberto abrió la boca cerrándola con repentino desaliento, y se apartó de un salto de aquel círculo de hierba quemada.
—¿Q-q-q-qué? —tartamudeó—. ¿Un gallinero?
—Sí —dijo Guillermo—, pero yo no creo que eso sea verdad. Ve a ver si tu casa se ha convertido en un gallinero. Puedes verla desde la carretera, ¿no?
Huberto hizo ademán de adelantarse, pero recordando la segunda parte del hechizo, se detuvo.
—Será mejor que no vaya —dijo preocupado—. Ve tú a mirar —agregó dirigiéndose a Pelirrojo.
Pelirrojo fue hasta la carretera desde donde podía ver la estructura cuadrada de piedra y ladrillo, que era la casa de los Lane.
—¡Troncho! —exclamó con espanto bien fingido—. Ha desaparecido. Sólo hay un gallinero.
Huberto palideció.
—No te creo —tartamudeó—. No te-te-te creo.
—Bueno, ve a verlo tú mismo —le desafió Pelirrojo.
De nuevo Huberto recordó la última parte del hechizo y meneó la cabeza.
—No, no quiero —replicó—. Queréis que yo también me convierta en gallina, eso es lo que queréis… De todas formas, no te creo.
—Bueno, si no me crees, puedes ir a verlo tú mismo.
—No quiero.
—Bueno, pero es cierto.
—Apuesto a que no.
—Bueno, ve a verlo tú.
—No, no quiero.
Habiendo llegado la cuestión a un punto muerto, Douglas hizo aparición en aquel momento. Un guiño de Guillermo le dijo que el Plan iba saliendo según el programa.
—Oye, Huberto —le dijo Douglas con animación—. ¿Qué le ha ocurrido a tu casa?
Huberto se puso más pálido que nunca al oír aquella confirmación de sus temores.
—¿Q-q-q-qué? —tartamudeó.
—Ha desaparecido —dijo Douglas—. Acabo de pasar por allí ahora y hay un gallinero donde estaba tu casa y una gallina blanca y marrón escarbando por fuera.
Aquel fue un detalle añadido por Douglas. Al pasar ante la casa había visto a la señora Lane a través de una ventana y llevaba un vestido blanco y marrón.
—¡Caramba! Esa será mamá —dijo Huberto con los ojos muy abiertos por el espanto.
—Escucha, ahora sale una gallina del gallinero y se va por la carretera —gritó Pelirrojo desde el camino.
—Ese debe ser mi padre —gimió Huberto—. A esta hora suele ir a la estación.
—Apuesto a que así no le dejan subir al tren —dijo Pelirrojo.
De pronto apareció Enrique en la carretera, subió el camino y corrió para reunirse con Guillermo, Douglas y Huberto. Era evidente que traía noticias que comunicar.
—¡Escuchad! —exclamó—. La casa de Huberto ha desaparecido. Allí sólo hay un gallinero.
Ante esta nueva prueba de otra fuente independiente, según él creía, Huberto se deshizo en lágrimas. Los otros le rodearon para consolarle.
—No te preocupes, Huberto. Las gallinas lo pasan muy bien.
—Supongo que después de algún tiempo uno se acostumbra a las lombrices y a las migas de pan.
—Será mejor que vuelvas y te conviertas en gallina ahora y acabes de una vez. Ya sabes que ha de ocurrirte más pronto o más tarde. Ya te acostumbrarás. Yo sujetaré a «Jumble» para que no os persiga cuando pasemos por delante de vuestro gallinero.
—Supongo que debes tener hambre, ¿verdad, Huberto? Será mejor que vayas a tu casa y te comas algunos gusanos y migas. Tendrás que comer bastante suciedad con ellos, pero pronto te acostumbrarás.
—Y también te acostumbrarás pronto a su manera de beber.
—Apuesto a que al principio te cansarás un poco teniendo que dormir sobre una pierna, pero no creo que te parezca tan mal después de uno o dos años.
—Me parece que ya se está convirtiendo en gallina ahora, ¿verdad? Su cara se está poniendo como la de una gallina.
Los sollozos de Huberto se convirtieron en berridos.
—Yo n-n-n-o quiero ser una gallina —gritaba—. Yo n-n-n-no quiero ser una ga-a-a-a-allina.
—Bueno, escucha, Huberto —le dijo Guillermo en tono amable—. Oí decir otra cosa a la bruja después de lo que dijo de las gallinas…
Huberto dejó de llorar y volvió su rostro bañado en lágrimas hacia Guillermo.
—¿Q-qué dijo? —preguntó.
—Pues —dijo Guillermo— fue hasta el arroyo que hay allí… —le siguieron hasta el lugar indicado—. Y blandiendo su escoba, dijo:
Y jamás libre del hechizo se verá
hasta que algo que corte y algo que dispare
aquí arrojará.
Huberto parpadeó reflexionando. Luego introdujo la mano en su bolsillo y sacó la navaja.
—¿Tú crees que esto servirá? —preguntó, ansioso.
Guillermo lo examinó con aire de juez.
—Es posible —dijo, como si no estuviera muy seguro—. Por lo menos corta. No cuesta nada probar. ¿Pero y lo otro? Lo otro es más difícil. Dijo también: «algo que dispare».
Huberto sacó la pistola del otro bolsillo.
—¿Y esto? —dijo—. ¿Servirá?
—Puedes probar —dijo Guillermo dudando—. Prueba de arrojar las dos cosas juntas. Vamos. Tíralas. ¡Uno, dos, «tres»!
La pistola y el cuchillo fueron a parar al pequeño arroyo, y en el acto se oyó un grito de Pelirrojo desde el camino.
—¡Escuchad! —gritó—. La casa de Huberto ha vuelto. El gallinero ha desaparecido y ha vuelto la casa de Huberto.
El rostro rechoncho y surcado de lágrimas de Huberto resplandeció de alegría.
—¡Canastos! —dijo—. Cuánto me alegro de que oyeras el final.
—Dijo también algo más —prosiguió Guillermo—. Dijo que si alguna vez volvías aquí para buscarlos dentro del arroyo o hablases con alguien de este asunto de las gallinas, te convertirías en algo muchísimo peor que una gallina.
Huberto volvió a palidecer.
—No —dijo con fervor—. No diré nada… Lo prometo… ¡Escuchad! ¿Ahora también parece que vaya a convertirme en gallina?
—No —le aseguró Guillermo—. Ahora vuelves a ser un niño normal.
Sin embargo, tuvieron gran dificultad en convencerle para que volviera a su casa. Los cuatro fueron por turnos al camino asegurándole una vez y otra que el gallinero había desaparecido y que allí estaba la casa como antes.
—Ahora que has arrojado esas cosas al arroyo, todo irá bien —volvió a asegurarle Guillermo—. Han roto el hechizo. Y yo cavaré el círculo de hierba quemada para que no pueda pisarla nadie más.
Con cautela y temor, y el rostro otra vez pálido por el recelo, Huberto volvió a llegarse al camino, desde donde lanzó un grito de júbilo.
—«Ha» vuelto —exclamó entusiasmado—. Todo se ha arreglado. «Ha» vuelto.
—Bueno, no te olvides de no contarlo a nadie —le advirtió Guillermo.
—No, no diré nada —repuso Huberto con fervor—, y te agradezco muchísimo que recordaras el final, la parte que la ha hecho volver. ¡Gusanos! —Se estremeció con una mueca de repugnancia—. Era bien horrible tener que comer «gusanos».
—Será mejor que no digas nada a tu madre —dijo Guillermo—. Ella no recuerda haber sido una gallina. Nunca lo recuerdan una vez desaparece el encantamiento.
—Lo sé —replicó Huberto—. No, no le diré nada. Vaya, me alegro «muchísimo» de que haya vuelto. ¿Desapareció muy de repente? —preguntó a Pelirrojo.
—Sí —repuso Pelirrojo—. Muy de repente. Un minuto atrás era un gallinero, y al siguiente otra vez tu casa.
—Bien, entonces me voy a mi casa —dijo Huberto—. Tengo mucho apetito. ¡Gusanos! —volvió a decir con una mueca, emprendiendo el camino de regreso con su paso lento y pesado.
* * *
A la mañana siguiente, cuando Huberto estaba a la puerta de su casa, los Proscritos pasaron por delante. Guillermo llevaba el cuchillo y Pelirrojo la pistola. Ni lo uno ni la otra habían sufrido daño alguno después de su inmersión en el arroyo. Huberto les miró con interés.
—¿De dónde los habéis sacado? —les preguntó.
Guillermo volvió su rostro inexpresivo hacia él.
—Nos los han regalado las hadas —dijo.