GUILLERMO Y LA DEFENSA ANTIAÉREA
RICHMAL CROMPTON
GUILLERMO Y LA DEFENSA ANTIAÉREA
—Bueno, no veo por qué no podemos tener una también —dijo Guillermo, contrariado—. Los mayores acaparan todo lo divertido.
—Ellos «dicen» que no es divertido.
—Sí, lo dicen para que les dejemos en paz —replicó Guillermo—. Y yo apuesto a que sí es divertido. Por lo menos, apuesto a que sería divertido si tuviéramos una.
—¿Y por qué no tenemos?
—Eso pregunté yo. Les dije: «¿Por qué no podemos tener una? —y me contestaron—; Porque no. No seas tonto». ¡Tonto! No somos «nosotros» los tontos, y así se lo dije. Apuesto a que podríamos hacerlo tan bien como ellos. Y mejor, si vamos a mirar. Sí, apuesto a que tienen miedo de que… nosotros lo hagamos mejor que ellos.
—¿Y qué es lo que hacen ellos? —quiso saber Douglas.
—Lo pasan estupendo —dijo Guillermo—. Oliendo gases y vendándose unos a otros y probándose sus máscaras antigases. Apuesto a que se asustan unos a otros con sus máscaras antigases. He pensado montones de juegos que podrían jugar con máscaras antigases, pero nadie me deja probarlo. La mía la tienen encerrada. No sé de qué iba a servir durante una guerra encerrada donde no puedo alcanzarla. ¡Bah!
Hubo una pausa durante la cual los Proscritos meditaron sobre lo absurdo de aquella situación.
—Yo les dije que debía ponérmela todos los días un ratito para hacer prácticas —prosiguió Guillermo—. Les dije que no me serviría de nada en una guerra si no lo hacía. Vaya, cualquiera creería que «quieren» que me maten, por esconder mi máscara antigás donde no pueda cogerla. Es lo mismo que cometer un crimen. ¡Y todo porque nos pusimos a jugar a gladiadores el primer día que nos las dieron! Bueno, los pequeños desperfectos que les hicimos podían repararse fácilmente. En realidad fue una suerte porque así mostraron sus puntos débiles. Dijeron que la traté «brutalmente». Bueno, pues si la guerra no es brutal no sé lo que será. A mí me parece una locura tener algo para la guerra que no pueda ser tratado «brutalmente». Apuesto a que ellos las tratan brutalmente en esas clases que dan.
—Bueno, aunque no nos dejen ir a las suyas —dijo Pelirrojo—. No veo cómo pueden impedirnos que tengamos las nuestras.
—No, es una idea magnífica —dijo Guillermo animándose—. Una idea estupenda. Eso no pueden impedírnoslo.
—Las llamaremos D. A. Sección Juvenil —sugirió Pelirrojo—. Lo mismo que hacen en los Clubs Conservadores y demás.
—Sí —convino Guillermo—. D. A. Sección Juvenil. Y haremos todo lo que ellos hacen, y mucho mejor, por cierto. Apuesto a que nos quedarán muy agradecidos cuando llegue otra guerra. Apuesto a que salvaremos el país mientras ellos se entretienen en recordar donde han metido sus máscaras antigases. Si no quieren darme una, ya la fabricaré. Apuesto a que son muy fáciles de hacer. Sólo son un pedazo de impermeable recortado para cubrir el rostro y una especie de lata con agujeros para respirar. Yo tengo un impermeable viejo, y la lata donde guardo mis orugas servirá para respirar. Ya tiene los agujeros hechos, y apuesto a que si las orugas pueden respirar también podré yo. Sólo murieron dos.
Guillermo y Pelirrojo salieron aquella noche en busca de los habitantes juveniles de la población mientras Enrique y Douglas escribían el anuncio y preparaban el viejo cobertizo para la reunión. La preparación del cobertizo no fue difícil. Consistió sencillamente en colocar una vieja caja de embalaje para que Guillermo se subiera a dar su conferencia, y el público se sentaría en el suelo. Por lo general, el público siempre se sentaba en el suelo. Refunfuñando, pero se sentaba. El anuncio fue obra enteramente de Pelirrojo. Fue hecho con betún (que cogió «prestado» de la cocina) y un pedazo de cartón cortado de la caja donde su madre guardaba su mejor sombrero. Decía así:
—Si es gratis, vendrán —dijo Douglas con un tinte de amargura en su voz—. Siempre que es gratis, vienen.
—Vaya si vendrán —dijo Guillermo con severidad—. ¿Qué harían en una guerra si no saben qué hacer? Tienen que aprender lo mismo que los mayores. Apuesto a que los mayores se verán en ridículo cuando llegue la guerra y nosotros lo hagamos muchísimo mejor que ellos. Tal vez «después» no se den tanta importancia. Apuesto a que «saben» que lo haríamos mejor que ellos y por eso no nos dejan intervenir. ¡Bah!
En aquel momento, enterados de la reunión, comenzaron a llegar niños al viejo cobertizo. Víctor Jameson y Ronald Bell…, siempre amigos y colaboradores de los Proscritos…, Arabella Simpkins, una niña pelirroja de facciones afiladas y carácter dominante, arrastrando tras ella a una hermanita exactamente igual a ella, y una hilera de niños desarrapados. Con muchos gruñidos y gritos y protestas por el acomodo, fueron sentándose en el suelo. Al subirse Guillermo encima de la caja de embalaje fue la señal para que comenzaran los vítores que aumentaron de volumen cuando la madera se rompió y él desapareció. Se dispuso a levantarse con toda la dignidad posible, se echó los cabellos hacia atrás, recogió las notas de su discurso, que estaban esparcidas por el suelo, miró a su público con el ceño fruncido, y tras reunir varias maderas para formar una tarima, montóse en ellas con precaución.
—Señoras y caballeros —gritó por encima de aquel alboroto que no cesaba—. ¿Quieren tener la amabilidad de callar y escuchar? Voy a decirles cómo ganar la guerra. Bueno, ¿quieren ganar la guerra, o «no»…? Arabella Simpkins deja de hacer ruido… Víctor Jameson, te digo que voy a enseñarte cómo ganar la guerra… Sentirás no haber escuchado cuando estalle y os hagan a todos pedazos. Tenéis que escucharme si queréis ganar la guerra. ¿Queréis ser hechos pedazos por las bombas y granadas y cosas, sólo por no haberos callado para escucharme…? Yo «no» la hice llorar. Empezó sola… Yo sólo dije que la harían pedazos si no escucha. Yo «no» le dije que yo la haría pedazos… Está bien, «díselo» a tu madre… No me importa… Está bien, «llévatela» a tu casa, yo me alegro de que te marches… ¡«Callaros» todos!
—Señoras y caballeros —gritó por encima de la algarabía—. ¿Quieren
tener la bondad de callar y escucharme? Voy a decirles cómo ganar
la guerra.
Tras la marcha de Arabella Simpkins con su hermanita pequeña… todavía llorando, y Arabella amenazando… el griterío se apaciguó un tanto, y Guillermo, con el rostro enrojecido y ronco de tanto gritar volvió a mirar sus papeles escritos a máquina. Eran apuntes de las clases de D. A. de Ethel, que había conseguido sustraer de su escritorio, y que no tuvo suficiente tiempo de revisar antes de la conferencia.
—Ahora, escuchad —les dijo—, y os hablaré de esos gases y demás. Son… —estudió sus notas con gran concentración—, ¡persistentes! Eso es lo que son: Persistentes. Bueno, eso es lo que dice aquí. «Debe» de tener razón, ¿verdad?, si aquí lo dice… Y hay uno…, bueno, tiene un nombre muy largo y no lo digo porque no podríais entenderlo y huele igual que las bolas de menta. Os aseguro que «eso» dice. Callaros… No, yo no tengo bolas de menta. Yo no he dicho que tuviera ninguna bola de menta. ¿Por qué no «escucháis» cuando estoy dando una conferencia? Y tampoco os daría aunque tuviera, porque vosotros tampoco me disteis regaliz el sábado pasado. Y «teníais». Lo estabais comiendo. Dejad de hablar ya de bolas de menta. Yo no he dicho que una bomba estuviera hecha de bolas de menta. Dije que «olía» igual… Bueno, no es seguro, tal vez sí. Tal vez esté hecha de bolas de menta. No, aquí no lo dice… Yo no lo dije tampoco. Dije que las bombas «olían» a menta… Lo dice aquí… Yo «no»… Está bien, no escuchéis si «no queréis». No me importa… No, yo no tengo ninguna bomba. Dejad de hablar de bolas de menta. Estoy harto. No estoy hablando de dichas bolas. Estoy explicando cómo ganar la guerra… Bueno, tenéis que saber a qué huelen las bombas para ganar la guerra, ¿no? Yo «sí» sé de lo que estoy hablando… Yo no he dicho nunca que tiren bolas de menta. Dije que tiraban bombas. Y dije que las bombas olían a menta… Yo «no sé» por qué huelen a menta… Escuchad… —suplicó revisando afanosamente sus papeles—. Os explicaré algo más si me escucháis…
Pero la reunión se estaba disolviendo en desorden. Sus oyentes se habían agarrado a las bolas de menta y se negaban a dejar el tema. De todas formas deseaban hacer algo más emocionante que permanecer sentados y escuchar mientras Guillermo leía un papel escrito a máquina. Guillermo no lamentaba del todo que acortasen su conferencia. De una ojeada había apreciado las largas e ininteligibles palabras que seguían en la página y se alegró de no tener que pronunciarlas.
—Está bien —dije—. A continuación comenzaremos con los vendajes. Hemos traído algunas cosas para vendar.
No obstante algunos concurrentes se negaron a quedarse.
—Dijo que iba a enseñarnos cómo ganar la guerra y sólo ha sabido hablar de «bolas de menta» —dijeron indignados—. «Bolas de menta». Mira que decirnos a lo que huelen las «bolas de menta». Apuesto a que sabemos muy bien a lo que huelen las «bolas de menta» sin que «él» nos lo diga. Un loco. Eso es lo que es.
Se quedaron un poco más para intercambiar insultos con los Proscritos, terminando la contienda por ambas partes cuando su inventiva acabó con la frase: «¡Bola de menta tú!», y luego se marcharon por los campos en dirección al pueblo para volver a las actividades normales de su vida.
—«Ahora» —dijo Guillermo dirigiéndose a su escaso público—, haremos prácticas de vendajes. Eso es lo que «ellos» hacen. Y luego, cuando la gente sea herida por esas bolas…, quiero decir bombas…, podréis vendarlos… ¿Dónde están las vendas, Enrique?
Enrique, con aire de modesto orgullo, sacó una caja de cartón llena de una extraña variedad de cintas, trapos, retales de ropa y algunas vendas auténticas, algo mugrientas y manchadas de sangre. La madre de Enrique era lo que vulgarmente se llama una «guardalotodo», y Enrique había registrado todas las cajas llenas de mil cosas distintas que guardaba en la habitación de los armarios sacando todo lo que podía figurar, con gran imaginación, como «vendaje». Tranquilizó su conciencia (pues Enrique era un niño muy pundonoroso) diciéndose que habían sido puestas allí para cuando «pudieran ser útiles», y que ahora había llegado la ocasión. Las vendas auténticas las había conseguido la tarde anterior por un acto de gran heroísmo… haciéndose sangre deliberadamente en los brazos y piernas con un cortaplumas.
—¡Dios mío, criatura! —había exclamado su madre—. ¿Qué «diantre» has estado haciendo?
—Yo… tropecé con algo —dijo Enrique.
Por fortuna su madre era muy generosa vendando, y de este modo Enrique consiguió tres vendas de gran longitud, que cortadas en varios trozos formaban una buena representación.
—Y ahora —ordenó Guillermo—, uno de cada dos de vosotros recibirá una venda para que vende al otro. Luego lo haremos a la inversa. Eso es lo que hemos de hacer ahora. Practicar y aprender a vendarnos unos a otros para cuando nos hagan volar a pedazos esas bolas…, esas bombas. Empecemos por la cabeza y vayamos bajando hasta los pies. Así es como lo hacen ellos. Trabajaremos de firme en esto. Todos estos trozos de cintas y trapos nos servirán lo mismo que las vendas auténticas. Es sólo para ensayar. Ahora empezaremos por las cabezas. ¿Tenéis todos algo con que vendar? Bien, empezaremos cuando yo diga «va» y veremos quién termina primero. Uno… dos… tres… ¡«Va»!
La batalla campal que siguió a continuación tal vez era de esperar. Cada pareja luchaba por apropiarse del vendaje incluso antes de que sonara la señal de comenzar. El vendaje de cabezas degeneró casi en seguida en intercambio de golpes. Las vendas fueron utilizadas para atar, sujetar, amordazar y sacudir, y siempre para molestar. El cobertizo estaba repleto de alegres gritos de lucha.
Al principio Guillermo quiso acallar el griterío.
—«Basta» —gritó, severo—. «Basta» y seguid vendando. Os digo que esto es una clase de «vendaje». ¿No queréis «aprender» a vendaros unos a otros cuando esas bolas…?
En aquel momento Víctor Jameson le sujetó por detrás de una tira de terciopelo negro que fuera el cinturón del traje de noche de la madre de Enrique el año anterior, y cayó al suelo con estrépito. Después de eso se olvidó de los vendajes y tomó parte en la lucha gritando desafiador a todo el que se le acercaba. No se detuvieron hasta que las vendas quedaron hechas trizas. Estaban sin aliento y agotados cuando contemplaron el campo de batalla. Tenían pedazos de venda en los cabellos, los ojos, las narices y por todas sus ropas. Parecían los supervivientes de una venta de retales…
—Te aticé uno muy bueno —jadeó Guillermo dirigiéndose a Pelirrojo—. Sí, y yo te devolví otro bonísimo.
—Te caíste muy bien cuando te «pesqué» —exclamó Víctor Jameson.
—Sí, yo te hubiera atado si la venda no se hubiese roto. Ya te había sujetado las piernas.
Un niño pequeño que se hallaba cerca de la puerta gritaba asegurando que alguien le había arrebatado su venda metiéndole un dedo en el ojo.
—Me voy a casa —sollozaba—. No quiero aprender a ganar más guerras. No es más que gente hablando de bolas de menta, y luego te quitan tu venda y te meten los dedos en los ojos… No es justo… Voy a decírselo a mi madre.
—Está bien —dijo Guillermo—. Vete a casa. No te queremos. De todas formas la clase de vendaje ha terminado.
El niño pequeño se marchó sin dejar de llorar y seguido de un par más que habían llevado la peor parte en la batalla de las vendas.
Aunque la concurrencia seguía siendo escasa, la temperatura de la clase de D. A. se había elevado considerablemente y sus miembros estaban aguardando ansiosos la próxima aventura.
—Vamos —dijo Pelirrojo alegremente—. ¿Qué hacemos ahora?
Guillermo parecía indeciso.
—Bueno, ellos aprenden a llevar las máscaras antigases —dijo—, pero nosotros no tenemos. Yo probé de fabricar una con un impermeable viejo y una lata, pero la lata no quiso quedarse en el agujero.
Una ligera nube de ansiedad ensombreció su ánimo al recordarlo. Desde luego era un impermeable viejo, pero no estaba muy seguro de que lo fuese tanto como para cortarlo y fabricar con él una máscara antigás. Lo dejó colgado en el perchero del recibidor, de manera que no se viera el agujero, pero era seguro que su madre lo descubriría más pronto o más tarde. Incluso era posible que lo estuviese descubriendo en aquel momento… Pero la emoción de la pelea no se había extinguido todavía y decidió no desperdiciar aquel momento glorioso y apoteósico preocupándose de antemano.
—Sólo necesitamos algo que nos cubra el rostro —estaba diciendo Ronald Bell—. Cualquier cosa que nos tape el rostro nos servirá perfectamente de máscara antigás.
Enrique tuvo una inspiración repentina.
—¡Macetas! —exclamó, excitado—. ¡Macetas de flores! Tenemos algunas grandes. ¡Vamos!
Saltando y gritando atravesaron el campo y la carretera hasta la casa de Enrique.
—Entrad por el jardín de atrás —les dijo Enrique—. Están junto al invernadero. Y hoy no viene el jardinero. No hagáis ruido.
—Entrad por el jardín de atrás —les dijo Enrique.
Entraron en el jardín en fila india mirando con cautela a su alrededor. El jardín estaba desierto. No se veía a nadie. Junto al invernadero había montones de macetas rojas en las que el jardinero pensaba plantar crisantemos a la mañana siguiente. Enrique se probó una. Le cubría el rostro por completo.
Su voz les llegó apagada, pero alegre desde su interior.
—Vamos. Ponéoslas. Son unas máscaras antigás estupendas.
Riendo alocadamente, la banda se cubrió los rostros con las macetas, presa de una loca excitación. Su intención no era otra que el saltar de un lado a otro, pero el espíritu de la lucha de las vendas seguía en su interior y pronto estuvieron cargando unos contra otros entre gritos de guerra reemplazando los tiestos por otros nuevos en cuanto se rompían. Continuaron así hasta que no hubo más tiestos y el jardín quedó cubierto de fragmentos de maceta. Entonces se detuvieron mirándose unos a otros con desaliento creciente.
Enrique miró hacia la casa con recelo.
—¡Troncho! —exclamó—. Es una suerte que mi madre haya salido, y que la cocinera ponga la radio tan alta porque es sorda. Vámonos de prisa.
Se alejaron del escenario del crimen tan de prisa como les fue posible.
—Tal vez crean que ha sido un accidente de aviación o algo por el estilo —comentó Pelirrojo, esperanzado.
—Y puede que no —dijo Enrique—. Lo más probable es que se me echen encima sin darme siquiera una oportunidad de explicarme, como hacen siempre.
—Diles que sólo estábamos ensayando con las máscaras antigás —dijo Guillermo—. Diles que fue culpa suya por tener nuestras máscaras encerradas bajo llave.
—Sí —replicó Enrique con sarcasmo—. Sí, eso lo arreglará todo, ¿no?
Algunos de los más apocados al llegar a este punto decidieron que ya habían ensayado bastante por aquel día sobre D. A. y se marcharon a sus casas (por un verdadero milagro la lucha con las macetas sólo les produjo algunos ligeros rasguños), pero los Proscritos, con Ronald Bell y Víctor Jameson y otros valientes consideraron que aquel era un final muy cobarde. La exaltación producida por las dos batallas les había dejado el ánimo lleno de endiablada osadía. De todas formas iban a verse en un serio compromiso por las macetas de Enrique, y por consiguiente… perdidos por mil, perdidos por mil y quinientos.
—Vamos —insistió Pelirrojo—. Vamos a hacer algo más. ¿Qué podríamos hacer?
Guillermo reflexionó.
—Bueno —dijo—, «había» algo más. Lo vi en el libro de Roberto. Tenía un nombre muy largo y empezaba por De. Desinfección, o algo por el estilo. Se quitan todas las ropas y le rocían a uno con una manguera.
—¡Vamos! —gritaron jubilosos—. ¡Vamos!
—Venid a mi casa —gritó Pelirrojo—. Es la más cercana. Y mi madre también ha salido, y la manguera está al fondo del jardín. Apuesto a que nadie nos ve…
No obstante, fue la madre de Pelirrojo la que al regresar un cuarto de hora más tarde presenció la escena… un grupo de niños alocados y en paños menores peleándose y revolcándose sobre el césped bajo el chorro de la manguera del jardín manejada por Pelirrojo. Sus vestidos, que habían dejado descuidadamente encima de la hierba, estaban completamente empapados.
* * *
Esto, naturalmente, y su dolorosa secuela, hubieran sido el fin de la D. A. por lo que a Guillermo respecta. Esta era su intención. No pensaba tener nada más que ver con la D. A. Incluso abandonó el proyecto secreto de convertir la habitación de los huéspedes en una cámara de gas para efectuar pruebas y dar una agradable sorpresa a su familia. («Les estaría bien empleado no tener ninguna, —se dijo amargamente para sus adentros). Miró con aire feroz un titular del periódico de su padre—. Confusión en la D. A.», pensando al principio que debía ser una burla de su corta, pero accidentada jefatura de la D. A. Sección Juvenil. («¡Confusión! —murmuró—. No hicimos ni una sola cosa que no estuviera en el libro. “Ellos” pueden hacerlo semanas y semanas sin que nadie les detenga, pero en el instante en que nosotros “empezamos” se nos echan encima. Bueno, ya lo sentirán cuando estalle la guerra, eso es, y será por su propia culpa»).
De no haber sido por el «apagón» local, Guillermo no le hubiera dedicado otro pensamiento, excepto para recordarlo como un día glorioso lleno de emociones y seguido de un sufrimiento inmerecido. Pero el «apagón» local le emocionó impresionándole y haciéndole desear tomar nuevamente parte en el movimiento nacional. Las calles oscuras, las ventanas cerradas, las luces de los reflectores recorriendo el cielo, y el ruido de los motores de los aviones sobre sus cabezas, removió su sangre y le hizo desear poder intervenir… derribando aviones o luchando con ellos en el cielo sembrado de luces. Cogió su escopeta de aire comprimido y apuntó hacia arriba entre las cortinas.
—¡Bang, bang! Les he dado —murmuró con satisfacción—. ¡Vaya si les he dado! Escuchad cómo caen. Ahí va otro. «Y» otro.
Mientras se vestía a la mañana siguiente, decidió que el fracaso de sus anteriores tentativas de D. A. residía en el gran número de sus participantes.
—Cuando son muchos siempre acaban mal —dijo contemplando ceñudo su propia imagen en el espejo y mientras cepillaba su cabello con brío inusitado—. Siempre se portan así cuando son muchos. Apuesto a que si hubiera intentado algo solo hubiera salido bien… «Apuesto» a que hubiera…
Después del desayuno vio casualmente el «Manual de Ayuda Nacional», que estaba sobre el escritorio de su madre. Había llegado pocos días antes y no había tenido oportunidad de examinarlo todavía. Lo cogió y fue pasando sus páginas con interés. Policía. Servicio de Bomberos… Primeros Auxilios… Nada que pudiera hacer… Luego comenzó a leer con interés la sección encabezada: «Evacuación de Niños de las Zonas Peligrosas». «Alejar a los niños de las zonas amenazadas por los bombardeos aéreos en las ciudades populosas y llevarlos a los distritos más seguros». Vaya, en eso sí que podía ayudar. Y podría hacerlo solo sin la ayuda de nadie. Por eso se estropeó todo las otras veces… Sin duda Hadley podía considerarse una ciudad populosa… Tenía tiendas, calles e hileras de casas, y había mucha gente, sobre todo los días de mercado. Y… Guillermo miró por la ventana… aquel debía ser un distrito muy seguro, con tanto campo, setos y cosas por el estilo. Bueno… él podría traer fácilmente a niños de Hadley. No le importaría hacerlo. En realidad, se animó al imaginarse a sí mismo trayendo niños de Hadley a la manera del Flautista de Hamelín, y alojándolos en su casa y en la de sus amigos. Claro que no podría hacerlo hasta que hubiera guerra, pero entonces, desde luego que lo haría. Iba a comenzar en cuanto estallase la guerra. La gente se lo agradecería…
Aquella tarde, por no tener mejor cosa que hacer, se dirigió a Hadley para estudiarlo bajo su nuevo aspecto de zona peligrosa. Sí, había muchísima gente en la Calle Alta y en la Plaza del Mercado. Desde luego, le correspondía el calificativo de «ciudad populosa». En cuanto hubiese guerra iba a recoger tantos niños como pudiera para escoltarles en el acto hasta los alrededores seguros de su casa. Nadie podría decirle nada por hacer lo que indicaba un libro remitido por el Gobierno…
Abandonando su proyecto por el momento, dedicó toda su atención a examinar los escaparates de la más importante tienda juguetes de Hadley. Pasó varios minutos comparando los méritos de una pistola de seis peniques y una trompeta del mismo precio… entretenimiento puramente académico, porque no tenía ni un céntimo. Y una vez se hubo decidido en favor de la pistola tras madura reflexión, iba a dirigirse a la dulcería de al lado, para hacer también una selección teórica de las golosinas expuestas en el escaparate, cuando tropezó con dos niños que le estaban observando. Eran dos niños fuertes y cuadrados y exactamente iguales…, pelirrojos y de expresión amistosa y plácida.
—Bueno, ¿qué estáis mirando? —les preguntó Guillermo, amenazador.
—A ti —replicaron a una.
—¿Tengo algo raro? —dijo.
—Sí —respondieron.
Aquello le desconcertó y dijo bastante aplacado:
—Bueno, la verdad es que vosotros sois bastante raros. ¿Qué le habéis hecho a vuestros cabellos?
—¿Y qué has hecho tú a los tuyos?
—Vuestros cabellos tienen un color muy raro.
—Bueno, y tú los tienes de punta.
—Parecéis un par de mamarrachos.
—Igual que tú. Tú pareces dos pares de mamarrachos.
Y una vez así establecidas las relaciones amistosas, Guillermo continuó:
—¿Cuántos años tenéis?
—Siete.
—¿Los dos?
—Sí, somos mellizos. ¿Y tú cuántos años tienes?
—Once. ¿Cómo os llamáis?
—Héctor y Herberto. ¿Y tú?
—Guillermo. ¿Dónde vivís?
—Ahí. En esa calle.
La mirada de Guillermo siguió la dirección que le señalaban sus índices. Era una de las callejuelas estrechas y concurridas que parten de la calle Alta…, una de esas calles sin duda alguna, de las cuales Guillermo tendría que rescatar a sus niños protegidos cuando llegara el tiempo de guerra. Se le ocurrió que podría explicar el asunto a los mellizos. No habría mucho tiempo para explicaciones cuando hubiera estallado la guerra. Adoptó su expresión más severa y sus modales más autoritarios.
—Será mejor que seáis «vacuados» cuando llegue la guerra —les dijo.
—Ya lo hemos sido —repuso Herberto—. Y se nos hincharon los brazos de un modo espantoso.
—No me refiero a esa clase de «vacuación» —dijo Guillermo—. Quiero decir que os lleven fuera. Que os saquen de las ciudades atestadas para llevaros a distritos más seguros, como dice en el libro. Por causa de las bombas y cosas.
La luz se hizo en el cerebro de los mellizos, y sus ojos brillaron mientras danzaban arriba y abajo de la acera con gritos de júbilo. Hacía poco tiempo que tuvieron en su casa a unos primos de Londres que habían sido evacuados durante la última crisis y quienes les contaron cosas emocionantes de la vida del campamento…, juegos, diversiones, alimentos sin limitaciones, de calidad desacostumbrada y el desmoronamiento completo de todo género de disciplina.
—¡Viva! ¡Estupendo! —exclamó Héctor.
Herberto miró expectante a Guillermo diciendo sencillamente:
—Vamos. Empecemos ahora…
Guillermo estaba algo sorprendido por la naturalidad con que aceptaban la posición. Había esperado tener que explicar, persuadir, halagar…
—Bueno… —comenzó a decir en tono inseguro pero Herberto ya le había cogido de la mano.
—Vamos —le apremió—. Empecemos. ¿Podremos tomar salchichas y patatas fritas para desayunar como ellos?
—Pues… —volvió a comenzar Guillermo cuando de pronto se le ocurrió que bien podía llevarles hasta el pueblo. Les mostraría el camino, y así podrían ayudarle a llevar a los otros niños cuando estallase la guerra. Entonces les ahorraría tiempo el que hubieran dos que supiesen a donde ir.
—De acuerdo —terminó—. Podemos ir hasta allí…
Le acompañaron jubilosos por la colina hasta el pueblo contándole todas las historias que sus primos les habían explicado.
—Jugaban a luchar con la cuerda.
—Hacían deporte toda la tarde.
—Iban de excursión.
—Tomaban tarta de membrillo.
—Daban algunas lecciones, pero no de verdad.
—Fue igual que la Navidad.
—Hacían tanto ruido como querían y nadie les reñía.
Charlaban tanto que Guillermo apenas pudo pronunciar palabra hasta que llegaron ante la puerta de su casa.
Allí se detuvo y dijo con cierta humildad:
—Bueno, es aquí. Ahora ya sabréis a donde venir, ¿no es verdad?
—Pero hemos venido —dijo Héctor sencillamente—. Estamos aquí, ¿no? —Abrió la cerca—. Vamos.
Guillermo vacilaba, cuando de pronto recordó que su madre había salido, que la cocinera tenía la tarde libre y que la doncella tuvo que ir a cuidar de una tía enferma.
—Estarás fuera toda la tarde, ¿verdad, Guillermo? —le había dicho su madre—. Yo llegaré a casa a tiempo de preparar la merienda, pero es inútil que vuelvas antes del tiempo indicado porque no habrá nadie.
La casa de los Brown tenía un sótano que era utilizado para almacenar patatas, carbón y los encurtidos de la señora Brown. Guillermo había oído discutir a su familia la posibilidad de utilizarlo como refugio durante los ataques aéreos, y ya había decidido guarecer allí a sus niños evacuados durante las incursiones aéreas. No haría ningún daño enseñándoselo a los mellizos. Le pareció una tontería haberles llevado hasta allí y no enseñarles su refugio en caso de peligro…
Aunque la puerta principal estaba cerrada, siempre había una llave debajo del felpudo del porche para ser utilizada por los miembros de la familia que por casualidad hubieran olvidado la suya. No tardaría ni un minuto en abrir la puerta y enseñar a los mellizos su refugio. No había ningún mal en ello. Nadie podría reprochárselo. Y en todo caso, nadie necesitaba saberlo…
—Os lo enseñaré —dijo.
Sacó la llave de debajo del felpudo, abrió la puerta y condujo a los mellizos al interior.
—¿A qué hora es la merienda? —preguntó Herberto limpiándose los zapatos en el felpudo.
—Pero primero jugaremos un poco, ¿no? —dijo Héctor, preocupado.
—Pues… —dijo Guillermo comenzando a sentirse abrumado por su responsabilidad—. Apuesto a que encontramos algo que comer, y tal vez podamos jugar a algo… De todas maneras primero voy a enseñaros el camino del sótano. Está ahí abajo.
Abrió una puerta, que estaba debajo de la escalera y que dejó al descubierto un tramo de escalones de piedra.
—¡Viva! —exclamó Herberto con evidente aprobación—. ¡Es estupendo!
Era un niño de espíritu aventurero y para él, aquello era un mundo subterráneo y novelesco preferible incluso a un campamento al aire libre como el descrito por sus primos.
—Apuesto a que encuentro algún tesoro escondido —agregó.
—Yo también encontraré alguno —dijo Héctor, que no quería ser menos.
Bajaron los escalones del sótano. La luz que entraba por una pequeña ventana enrejada, era escasa y fantasmal. A un lado había un montón de carbón, y un saco de patatas en un rincón, así como otro saco de zanahorias. (La señora Brown había leído últimamente un artículo sobre el valor nutritivo de las zanahorias y había comprado un saco a una amiga suya en Covent Garden). En la cuarta esquina había dos cubos con los encurtidos de la señora Brown. Una escalera de mano rota, un cesto sin fondo, y un cubo roto completaban el mobiliario.
—Veis, estaremos aquí mientras dure el ataque aéreo —les explicó Guillermo.
Los mellizos continuaban examinando el sótano con aprobación.
—Parece un lugar interesante —dijo Herberto—. ¿Dónde dormiremos?
—Pues… arriba, supongo —dijo Guillermo, quien no había considerado todavía la cuestión.
—Será mejor que vayamos ahora a buscar nuestros pijamas —dijo Héctor—. No nos hemos traído nada.
Guillermo cayó en la cuenta por primera vez, que los mellizos se consideraban permanentemente evacuados y que se proponían formar parte de la familia Brown durante un período indefinido. Cuando se disponía a abrir la boca para corregir aquel malentendido, la campanilla de la puerta resonó por toda la casa. Guillermo permaneció inmóvil aguardando en silencio. Volvió a sonar. Consideró la situación rápidamente. De no contestar era probable que continuara sonando por algún tiempo, y el visitante, quienquiera que fuese, si permanecía allí demasiado tiempo, era probable que observara a través de la reja, los misteriosos signos de vida en el sótano. Tal vez fuese lo mejor abrir la puerta y decir que su madre no estaba en casa. Entonces la visita se iría y él quedaría en paz para dedicarse a sus mellizos evacuados.
—Aguardad un momento —susurró subiendo rápidamente el corto tramo de escalones que conducía al recibidor. Cerró cautelosamente la puerta del sótano y luego fue a abrir la de la calle. Su expresión era severa y decidida.
—Mi madre… —comenzó a decir con ceño fiero, pero se detuvo.
La señorita Milton estaba ante él con una pequeña bolsa de papel en la mano.
—Oh, buenas tardes, Guillermo —le dijo.
—Buenas —respondió Guillermo frunciendo el ceño aún con mayor ferocidad—. Mi madre ha salido. En casa no hay nadie más que yo.
—Oh, está bien, querido —dijo la señorita Milton—. Sólo le traigo algo para la Beneficencia. Ya sabes que nos pidió que se lo enviáramos esta mañana, pero no he tenido ni un segundo hasta ahora.
Guillermo recordaba vagamente el río de viandas que habían estado llegando toda la mañana para un Asilo de Niñas de Hadley para el que la señora Brown recogía donativos en la localidad. A Guillermo no le interesaron entonces, ni le interesaban ahora. Alargó la mano para coger el paquete.
—De acuerdo —dijo en tono seco—. Yo se lo daré.
—Quisiera escribirle una nota, si es posible —dijo la señorita Milton apartando a Guillermo con resolución para entrar en el recibidor y dirigirse al salón. Guillermo la siguió con expresión de protesta.
Ella tomó asiento ante el escritorio, sacó una hoja de papel de escribir de la señora Brown y comenzó la nota.
—Verás, querido —explicó a Guillermo mientras escribía—. He traído arroz porque pensé que no era probable que se le ocurriera a nadie más, pero quería decirle a tu madre que si prefiere la clase sin escoger… dicen que es más nutritivo, ¿sabes?, aunque yo no lo comprendo…, tiene un aspecto tan sucio…, pero si ella prefiere la clase sin escoger, el tendero se la cambiará…
—Se lo diré —dijo Guillermo—. No es necesario que lo escriba.
Sus oídos estaban atentos a cualquier ruido sospechoso procedente del sótano. La señorita Milton era muy meticulosa y no dejaba nada sin terminar.
—Eres muy amable, querido —dijo la señorita Milton tranquilamente mientras continuaba la nota—, pero ya sabes que los mensajes orales son tan fáciles de confundir. Yo creo que es mucho mejor escribir las cosas. —Fue murmurando lo que escribía—. Lo cambiarán… por… el sin escoger… sí… —Entonces se detuvo de pronto y permaneció a la escucha con todo el cuerpo tenso. Había ocurrido lo peor. Héctor y Herberto estaban explorando el sótano precisamente debajo de ellos con gritos de entusiasmo. Sus palabras no podían entenderse, pero Guillermo podía asegurar que aclamaban sus mutuos descubrimientos con gran júbilo.
La señorita Milton dejó la pluma para mirar a Guillermo.
—Yo creía que estabas solo en casa —dijo en voz baja y sin dejar de escuchar atentamente los ruidos misteriosos.
—Sí, lo estoy —replicó Guillermo.
—Entonces, ¿qué es eso? —dijo la señorita Milton.
—¿El qué? —exclamó Guillermo, decidido a no enterarse.
—Esas voces.
—¿Qué voces? —dijo Guillermo cambiando su ceño severo por una expresión exagerada de asombro.
—¿No… has oído? —dijo la señorita Milton bajando todavía más la voz.
—¿Oír qué? —replicó Guillermo con expresión estúpida.
—Voces —volvió a decir la señorita Milton mirando a su alrededor—. Parecían venir de todas partes.
Guillermo comprendió, con cierto alivio, que el sentido del oído de la señorita Milton no era muy claro, y que ella no sabía que tuvieran sótano.
—Probablemente será el eco —dijo Guillermo.
—¿El eco? —repitió la señorita Milton desconcertada—. Mi querido niño, el eco de ¿«qué»?
—Pues de nada —dijo Guillermo—. Ya sabe. Puede que sea el eco de personas que están hablando a varios kilómetros de distancia y… bueno, esa clase de eco.
—Eso es una tontería, querido —dijo la señorita Milton con tanta firmeza que Guillermo decidió abandonar la teoría del eco.
—Entonces, probablemente serán ratas —insinuó a continuación—. Ratas o el viento. He observado a menudo que las ratas y el viento parecen personas hablando.
—Pero «tú» no oíste nada —dijo la señorita Milton—. Acabas de decir que no has oído nada.
—No, no he oído nada —dijo Guillermo—. Excepto…, bueno, excepto un poco de viento y las ratas.
La señorita Milton volvió a escuchar aún con mayor intensidad mientras las voces de Héctor y Herberto se alzaban confusas, pero potentes, desde abajo. Guillermo aclaró su garganta, luego tosió con fuerza, pero no lo bastante para apagar los gritos exaltados de los mellizos. Luego miró a la señorita Milton con sorpresa. Su aire de asombro había cambiado y ahora se la veía felizmente sumida en un éxtasis que resultaba raro en su rostro sencillo y con lentes.
—Dime, querido —dijo—. ¿Oyen esos ruidos otras personas?
—Pues, sí —repuso Guillermo, deseoso de apartar de su mente aquel tema lo más rápidamente posible—. Algunas personas los oyen. Es porque tienen algo raro en los oídos —prosiguió con repentina inspiración—. Eso es lo que es. La gente que tiene algo en los oídos los oye. Claro que no es nada serio —se apresuró a añadir—. Sólo oyen voces así cuando tienen algo en los oídos, eso es todo.
Pero la expresión de éxtasis no desapareció del rostro de la señorita Milton.
—Oh, no, no es eso, querido —dijo con voz lejana y soñadora—. No es eso. Mi madre fue la séptima hija de una hija séptima, y aunque esta es la primera manifestación que experimento, siempre he sabido que me ocurriría. —Miró a su alrededor con una sonrisa complacida mientras las voces de Héctor y Herberto volvían a elevarse… ahora discutiendo—. Voces por todas partes… Rodeándome… —Acarició la cabeza de Guillermo—. Da gracias por no oírlas, querido. Un don así es una gran responsabilidad… Bueno —se puso en pie y habló rápidamente—. Una tiene que vivir en el mundo material y cotidiano, ¿no es cierto? No hay que olvidarlo. Una no debe permitir que las manifestaciones de otro mundo le hagan olvidar el deber en éste, y mi deber es ir a continuación a ver a la señora Bott para remendar las sobrepellices. Siempre está fuera de casa la semana que le toca a ella, y he decidido sujetarla. Asegúrate de que tu madre recibe mi nota, ¿quieres? Bueno… —Se dirigió al recibidor deteniéndose al oír un fuerte grito de Héctor—. Parece que me siguen —dijo con una sonrisa seráfica—, parece que se mueven cuando yo me muevo… Bueno —volvió a hablar con presteza—, como te dije, nadie debe olvidar su deber…
Ante el alivio de Guillermo salió por la puerta principal. La observó mientras recorría la avenida y se volvía ansiosa desde la cerca. Al oír de nuevo los gritos de los mellizos se alejó contenta.
—¡«Troncho»! —exclamó Guillermo cuando la hubo perdido de vista—. ¡«Troncho»! Pensé que no se iba nunca. Tengo que sacarles antes de que llegue alguien más.
Se apresuró a bajar los escalones del sótano, donde tenía lugar una regocijante batalla con patatas. Una le alcanzó en la nariz al llegar al final del tramo, y con firmeza resistió la tentación de tomar parte en la lucha.
—Lo estamos pasando muy bien —jadeó Herberto—. Es un sitio estupendo. Ojalá tuviéramos uno así en nuestra casa. Estamos jugando a piratas y contrabandistas en una cueva. Hemos tenido una pelea estupenda.
—Escuchad —le dijo Guillermo en tono apremiante—. Ahora tenéis que volver a vuestra casa. Esto ha sido sólo un poco de práctica. Vosotros…
En aquel momento volvió a sonar el timbre de la puerta.
—¡Troncho! —gimió Guillermo—. Es como una pesadilla.
Una vez más estuvo vacilando entre abrir o no abrir la puerta, y también ahora decidió abrirla. Pero antes debía asegurar el silencio de los mellizos. Otra visita tal vez no considerase sus gritos juveniles como fenómenos psíquicos.
—Escuchad —les dijo con voz ronca—. Tengo que irme un momento. No tenéis que hacer el menor ruido. ¿Me prometéis estaros quietos mientras estoy fuera?
—¿Es el enemigo? —dijo Héctor con gran interés—. Nos han dicho que tal vez llegue el enemigo. ¿Cuándo empezarán a echar bombas?
Herberto arrojó una patata contra la ventana, rompiendo el cristal y gritando, excitado:
—¡El enemigo! ¡El enemigo! ¡El enemigo! ¡Bombas! ¡Bombas!
—Cállate —le dijo Guillermo en tono fiero—. «Es» el enemigo y «tirarán» bombas si empiezas a hacer ruido. Si os estáis quietos se irán. Tal vez se estén marchando ahora. —Escuchó esperanzado, pero el único sonido que se oyó rompiendo el silencio fue una nueva e imperiosa llamada con el timbre de la puerta. Suspiró—. No, no se han ido. Bueno, todo irá bien si os estáis quietos, pero si empezáis a alborotar, echarán bombas.
—¿Qué haremos si vienen aquí abajo? —dijo Héctor.
—Les tiraremos patatas —gritó Herberto, lleno de entusiasmo.
—¡Cállate! —dijo Guillermo.
Otra llamada en la puerta le hizo saber que la visita era de esas que nunca se dan por vencidas, así que, tras recomendar nuevamente a los mellizos que no hablasen hasta que él volviera, se apresuró a subir los escalones para abrir la puerta. La esposa del vicario, señora Monks, venía con la correspondiente bolsa de papel en la mano. El ceño con que Guillermo la recibió fue más repulsivo que nunca.
—Mi madre ha salido —murmuró.
La señora Monks le apartó a un lado, entrando tranquilamente en el recibidor.
—Quiero dejarle esto para Beneficencia —dijo—, y escribirle una nota de disculpa por no habérselo traído esta mañana como nos pidió.
—No necesita escribirle ninguna nota —dijo Guillermo casi suplicante. Por el momento había silencio en el sótano, pero comprendía que en cualquier instante podría renacer el alboroto—. Yo se lo diré. Se lo explicaré. Puede marcharse ahora. Yo se lo explicaré todo.
—Mi querido Guillermo. No me gusta que sea un tercero quien dé explicaciones —replicó la señora Monks—. De todas formas, le debo una disculpa y tengo que hacerlo lo más directamente posible. Desde luego que no puedo enviarle recado de palabra, ni siquiera por ti. Además, sé lo a menudo que los niños como tú olvidáis dar los recados, o los dais completamente cambiados.
Y dejando su monedero y la bolsa de papel encima del arcón del recibidor se dirigió al salón ocupando el escritorio de la señora Brown.
—No es que «olvidara» enviarle la libra de arroz esta mañana —prosiguió—, pero mi doncella está enferma y no he tenido ni un momento hasta ahora. Ni un «momento». He traído arroz porque pensé que no era probable que se le ocurriera a nadie más —su pluma se movía rápidamente sobre el papel mientras hablaba. Guillermo permanecía a su lado rígido y tenso, escuchando nervioso cualquier ruido procedente del sótano. Pero todo estaba quieto y en silencio. Era evidente que Héctor y Herberto habían tomado en serio sus palabras. Una vez le pareció oír moverse a alguien por el recibidor, pero el ruido cesó casi en seguida, y era evidente que la señora Monks no había oído nada.
—¡Ya está! —dijo firmando con un floreo—. Procura que lo reciba, ¿eh? Bueno, ahora tengo que marcharme corriendo —recogió su bolso en el recibidor y se dirigió a la puerta—. No te olvides de entregarle mi nota… «Adiós».
Guillermo lanzó un suspiro de alivio al verla desaparecer por la carretera. El peligro había pasado. Ahora podría deshacerse de los mellizos antes de que volviera su madre, pero… su corazón volvió a darle un vuelco. Otra figura avanzaba por la avenida llevando una bolsa del tendero. Y además era demasiado tarde para fingir que no había nadie en la casa, como había decidido hacer en caso de futuras interrupciones, porque ya le había visto y le saludaba alegremente con la mano. Era la señorita Thompson, que vivía con su tía en Los Pinos. Era menuda y vivaracha como un pájaro, y llevaba un sombrero con una plumita colocada delante muy tiesa como la cresta de un ave.
—¿Está tu madre en casa? —le dijo sin aliento al llegar ante la puerta—. Si seré «mala»… Me olvidé por completo de traer mi donativo esta mañana. No tengo excusa. ¡Me olvidé! Esta mañana me compré un sombrero nuevo en Hadley y me temo que eso borró todo lo demás de mi mente —penetró en el recibidor y se miró en el espejo—. Es muy bonito, ¿verdad? Al principio me pareció demasiado juvenil, pero la vendedora insistió en que no lo era. Dijo que todo el mundo los lleva, y que me sentaba «muy bien». Me está un «poco» pequeño. Me dio dolor de cabeza ya en la tienda, y ahora me está volviendo. Tengo que devolverlo para que me lo ensanchen. Me lo quitaré mientras escribo una nota disculpándome para tu madre. Así me descansará la cabeza.
—Yo se lo diré —dijo Guillermo, desesperado—. No necesita escribir. Puede irse a su casa para que su cabeza descanse como es debido…
Pero ella no le escuchaba. Estaba poniendo su sombrero y la bolsa del tendero encima del arcón del recibidor mientras charlaba con su vocecilla de pájaro.
—Veo que no he sido la única mala. Espero que tu madre me perdone. ¡Siempre he sido un poco despistada! He traído arroz. He pensado que probablemente no se le ocurriría a nadie más. Y es tan socorrido. En la India hay tribus que sólo viven de arroz. ¿Puedo ir al salón a escribir la nota? «Espero» que no esté enfadada conmigo. Me acordé a primera hora de la mañana, y luego, como te he dicho, el sombrero me lo borró de la memoria. ¿Puedo sentarme y coger una hoja de papel? «Querida señora Brown…».
Guillermo la miraba con el cuerpo rígido y el oído atento. De nuevo le pareció oír ruido en el recibidor, pero decidió que debía ser cosa de su imaginación.
—Por favor… disculpe… —decía la señorita Thompson finalizando su nota— a su despistada amiga… Luisa… Thompson. ¡Ya está! —Blandió el sobre—. Ahora tengo que volar. Volar «literalmente». Mi tía quiere tomar pronto el té esta tarde y… —Consultó su reloj—. ¡«Cielo santo»! Ya llegaré tarde. No debí venir hasta después del té. ¡Qué «despistada» soy! Perdóname, querido. No puedo entretenerme para que me cuentes todas tus novedades, aunque me encantaría —corrió al recibidor, cogió su sombrero sin mirarlo y colocándoselo en la cabeza, dijo—: ¡Adiós, adiós, adiós! Recuerdos a tu querida madre —y echó a correr por la avenida.
Guillermo cerró la puerta, exhalando un suspiro prolongado.
—¡Troncho! —dijo en tono de alivio.
Lo que venía a continuación era bien sencillo. Ahora que la costa estaba despejada todo lo que tenía que hacer era sacar a los mellizos de su escondite y llevarlos a su casa a toda velocidad. Pero antes de que tuviera tiempo de llegar siquiera a la puerta del sótano, oyó el ruido de una llave al girar en la cerradura, y entró su madre.
—¡Hola, querido! —exclamó—. No imaginaba que llegaras a casa antes que yo. De todas formas, he vuelto antes de lo que pensaba… ¡Oh, Dios mío! Otra vez arroz. A nadie se le ocurre otra cosa que arroz. No obstante, el tendero dice que lo cambiará… Bueno, estamos tú y yo solitos, de manera que merendaremos cómodamente. Y tú me ayudarás a preparar la merienda, ¿no es cierto? Sabes ayudar tanto cuando quieres.
Desesperado, observó cómo la señora Brown colgaba su sombrero y abrigo del perchero y luego leía las tres notas que estaban encima del arcón del recibidor con las tres bolsas de arroz. Oyó ligeros ruidos procedentes del sótano que iban aumentando de volumen.
—Mamá —le dijo con voz altisonante para tratar de ahogarlos—, ¿no te gustaría acostarte un rato mientras yo preparo el té? Sólo cinco minutos. (En cinco minutos podría deshacerse fácilmente de los mellizos). Pareces… pareces un poco cansada. Y creí que te haría bien echarte un ratito mientras yo preparo el té.
La señora Brown le miró con ternura profundamente conmovida por aquella prueba de afecto y consideración, y retuvo el incidente en su memoria para contárselo a su marido cuando volviera del trabajo. («Siempre te estoy diciendo que no haces justicia a Guillermo, querido. Escucha lo que me ha dicho esta tarde cuando he llegado…»).
—Es un pensamiento que te honra, querido —le dijo—, pero no me siento nada cansada y desde luego no voy a consentir que tú sólo prepares la merienda. Cuatro manos van más rápidas que dos, ya sabes. Ahora yo pondré la tetera al fuego y tú pon el mantel…
—Mamá —dijo Guillermo apremiado por la desesperación (de nuevo sus oídos atentos habían captado ligeros ruidos procedentes del sótano)—, me parece que alguien ha robado un montón de herramientas de nuestro cobertizo esta tarde. Cuando entré me ha parecido que faltaban muchas. —(Si consiguiera hacerla salir de la casa el tiempo preciso para ir y volver del cobertizo tendría tiempo de sacar a los mellizos de su escondite y hacerles volver a casa).
—¿Qué falta, querido? —dijo la señora Brown, tranquila.
—Pues… —repuso Guillermo—. No puedo decir «exactamente» lo que falta. No me fijé bien. Sólo vi que había desaparecido «algo». Y pensé que sería mejor decírtelo…
—Supongo que te habrás equivocado —dijo la señora Brown trajinando por la cocina sin inmutarse por la noticia—. Siempre estás imaginando cosas. Iré a mirar después de la merienda, pero antes que nada voy a tomarme una taza de té. Al fin y al cabo si han desaparecido, han desaparecido, y unos minutos más no tienen importancia… ¿Has sacado el mantel, querido?
—Mamá… —insistió Guillermo. (Pensaba decirle que le había parecido oír estallar el calentador poco antes de que ella llegara. Eso por lo menos la haría subir al piso de arriba). Pero en aquel momento volvieron a llamar a la puerta.
—Ve a ver quién es, querido —le gritó su madre.
Guillermo fue hasta la puerta. Era la señorita Milton con el rostro tenso y preocupado.
—Lo siento —dijo a la señora Brown, que había salido de la cocina para ver quién era—. Lo siento muchísimo, pero «tengo» que asegurarme.
—¿Asegurarse? —repitió la señora Brown.
—Sí —dijo la señorita Milton—. Yo estuve aquí y las oí. Parecieron seguirme hasta la puerta del jardín, y luego cesaron. Desde entonces no he vuelto a oírlas. Tenía que volver aquí y… asegurarme. ¿Puedo oírlas aquí todavía? Sé que antes sí. Ocurre a menudo… que ese… extra sentido… podríamos llamarle… funciona a intervalos, pero uno debe hacer cuanto pueda por entenderlo y regularizarlo… Comprendí… que «debía» asegurarme de si aún podía oírlas aquí…
—¿Oírlas? —La señora Brown desfallecía.
Siempre había sabido que la señorita Milton era un poco excéntrica, pero… bueno, la verdad es que excéntrica no era la palabra apropiada para aquello.
—Las voces —dijo la señorita Milton.
—¿Las voces?
—Sí.
La señorita Milton se había dirigido al salón y permanecía en el centro con todos los músculos preparados para saltar.
—Las oí aquí —dijo, soñadora—, sólo hará unos minutos. Voces. A mi alrededor.
Escuchó, pero no se oyó sonido alguno. Era evidente que los mellizos habían encontrado alguna ocupación silenciosa para el momento. La señora Brown estaba demasiado sorprendida para hablar y Guillermo comprendió la inutilidad de hacerlo.
—¡Es extraño! —exclamó la señorita Milton—. O bien el don me ha abandonado o…
En aquel momento hubo otra interrupción. Era la señora Monks. Al serle franqueada la entrada por Guillermo penetró en el salón con el rostro grave y severo, y abriendo el pequeño bolso que llevaba, sacó tres o cuatro zanahorias.
—¿Qué significa esto? —dijo, severa.
La señora Brown sentóse en la silla más próxima.
—¿Qué es lo que está ocurriendo? —dijo con desmayo.
—Yo vine aquí hará unos minutos para dejar mi arroz y escribir una nota de disculpa… —dijo la señora Monks.
—¡Mira que ocurrírsele traer arroz! —intervino la señorita Milton, que ya había decidido que el don la había abandonado.
—Dejé mi bolso encima del arcón del recibidor mientras estuve aquí escribiendo la nota —prosiguió la señora Monks haciendo caso omiso de la señorita Milton—. Poco antes había estado con el organista al que encontré ante la puerta de su jardín y tuve que abrir mi bolso para consultar mi calendario porque estuvimos discutiendo el día más apropiado para el ensayo del coro. Entonces mi bolso contenía lo de costumbre… mi portamonedas, sellos, una agenda y… er… una pequeña polvera. Como ya dije, lo puse encima del recibidor, donde estuvo unos… digamos… cinco minutos, y luego, al llegar a casa, descubrí… «esto»… ¡en su interior! —Y mostró las zanahorias con gesto dramático.
La señora Brown miró a Guillermo. Guillermo miró las zanahorias y comprendió demasiado bien los ligeros ruidos que oyera en el recibidor mientras la señora Monks escribía su nota…
—¡Guillermo! —exclamó la señora Brown en tono de reproche.
Con evidente mala gana, la señora Monks defendió a Guillermo.
—No puede haber sido Guillermo —dijo—. Por lo menos, no pudo hacerlo «personalmente», porque estuvo conmigo todo el tiempo.
—¿Pero quién pudo ser entonces? —dijo la señora Brown—. Guillermo, tú no has traído a casa a ninguno de tus amigos, ¿verdad?
—No, mamá —repuso Guillermo, asegurándose interiormente que ni Héctor ni Herberto pertenecían a esa categoría—. No, mamá, no traje a casa a ninguno de mis amigos.
—Pero no puedo «imaginar»… —comenzó la señora Brown, cuando en aquel momento entró la señorita Thompson con su acostumbrado aire pajaril, sólo que ahora parecía un pájaro profundamente abatido. Llevaba en su cabeza un sombrero sencillo sin el menor adorno.
—La puerta estaba abierta y por eso he entrado —dijo—. Señora Brown, no sé «qué» hacer. No puedo imaginar lo que ha ocurrido…
—¿Ocurrido? —exclamó la señora Brown con desmayo.
—A mi sombrero —explicó la señorita Thompson—. Lo compré esta misma mañana. Y lo tenía cuando vine a traer el arroz. («¡Arroz! —exclamaron la señora Monks y la señorita Milton con sorpresa e indignación—») Tenía una cinta alrededor y una pluma delante. Guillermo lo sabe. Yo se lo enseñé. Y yo lo vi en el espejo. Me lo quité porque me estaba dando dolor de cabeza, y lo dejé encima del arcón mientras vine aquí a escribir mi nota, y luego volví a ponérmelo… Oh, con descuido y sin mirarme al espejo porque soy muy despistada, ya saben…, pero cuando llegué a casa y me lo quité descubrí que el adorno había desaparecido.
La habitación giraba en torno a la señora Brown, que se apoyó en la mesa más próxima para no caer.
El rostro de Guillermo ostentaba una mirada fija y horrorizada. ¡Troncho! Habían subido las dos veces, y se habían llevado el contenido del bolso de la señora Monks y el adorno del sombrero de la señorita Thompson.
La habitación comenzó a dar vueltas alrededor de la señora Brown
que se apoyó en la mesita que estaba junto a ella para no caer.
El rostro de Guillermo ostentaba una mirada fija y llena de
espanto.
—¿Que el adorno ha desaparecido? —repitió la señora Brown con voz débil.
—Sí —dijo la señorita Thompson—. El adorno ha desaparecido. Cuando llegué a casa estaba completamente desprovisto de adornos. No pudo «caerse». Una banda de cinta y una pluma no pueden «caerse» de un sombrero mientras se lleva en la cabeza. Sé que soy despistada, pero estoy segura de esto. Tienen que haberlo quitado, y tuvieron que quitarlo mientras yo estuve aquí escribiendo la nota… Y no pudo ser Guillermo porque estuvo conmigo todo el tiempo.
La señora Brown se llevó la mano a la cabeza mirando primero las zanahorias que la señora Monks aún conservaba en la mano y en el sombrero de paja desprovisto de adornos de la señorita Thompson.
—Yo… no lo entiendo —dijo—. Quiero decir… que ¿quién «pudo» haber sido?
—Un duende —dijo la señorita Milton en tono de profunda satisfacción—. He leído sobre ellos en las revistas psíquicas. Eso es lo que oí y eso fue lo que puso las zanahorias en el bolso de la señora Monks y quitó el adorno del sombrero de la señorita Thompson.
—¡Tontadas y bobadas! —exclamó la señora Monks con rudeza—. De todas formas, lo que deseo saber es a dónde han ido a parar mi portamonedas y mi libretita de anotaciones y dónde está la pluma de la señorita Thompson. «Esa» es la cuestión.
La señora Brown hizo un supremo esfuerzo para recobrar sus facultades.
—Guillermo —dijo—. ¿Sabes tú algo de esto?
Guillermo no tuvo que contestar gracias a un fuerte ruido procedente del sótano. Sonó como si alguien… cosa muy probable… se deslizase por el montón de carbón.
Se miraron unas a otras en silencio durante unos segundos, y luego la señora Brown fue hasta la puerta del sótano para escuchar. Las otras siguieron despacio.
—Hay alguien en el sótano —dijo al fin, volviéndose hacia ellas con el rostro muy pálido—. Puedo oír perfectamente cómo va de un lado a otro.
Un ladrón en el sótano era algo definido, algo que uno podía resolver, por lo menos hasta cierto punto, y la señora Brown recuperó su tranquilidad. Con un movimiento rápido hizo girar la llave en la cerradura y se volvió a Guillermo.
—Guillermo, ve en seguida al puesto de policía y trae al sargento Perkins. Es inútil que telefoneemos —dijo dirigiéndose a las otras—, porque el que contesta es tonto y además sordo. Corre cuanto puedas, Guillermo. Dile al sargento Perkins que tengo a un hombre… di a un hombre peligroso… encerrado en el sótano, y que será mejor que traiga ayuda por si resulta peligroso. El otro día estaba yo diciendo que el sótano no está seguro. Un ladrón podría quitar fácilmente la reja y forzar la ventana, y luego esconderse hasta que todos estuviéramos acostados. ¡Corre, Guillermo! No te quedes ahí parado. No pares de correr durante todo el camino…
Guillermo salió por la puerta de la calle con el rostro de un sonámbulo. Hacía tiempo que había abandonado toda esperanza de poder dominar la situación. Ahora era un ciego instrumento del Destino…
Las tres mujeres permanecieron ante la puerta del sótano observando preocupadas la cerradura, como si ésta pudiera abrirse si dejaban de hacerlo.
—Ha «cerrado» usted, ¿verdad? —dijo la señorita Milton con recelo—. Sería una catástrofe que hubiera estado cerrado y usted hubiera abierto.
—No —replicó la señora Brown—. Está cerrado. —Volvió a probar la llave—. Está bien seguro.
—Me pregunto si él sabrá que lo sabemos —dijo la señora Monks—. Espero que no esté «tramando» algo —entonces la asaltó un pensamiento repentino y dijo—: Pero, señora Brown, eso no explica lo de las zanahorias.
—Ni lo de la pluma —intervino la señorita Thompson.
De pronto se oyó nuevamente ruido del carbón al rodar en el sótano y risas infantiles.
—Son… niños —exclamó la señora Brown.
—Eso es —dijo la señora Monks mientras su nerviosismo desaparecía como por encanto. Niños. Ella sabía cómo tratarlos. Era capaz de dominar a toda una escuela dominical con sólo un parpadeo. No existía ningún monaguillo tan rebelde que ella no pudiera someter en el acto… Pareció crecer unos cuantos centímetros al adoptar un aire oficial.
—Dejen que yo lo resuelva —dijo—. Por lo menos que empiece a resolverlo. Primero bajaré sola. Si necesito ayuda ya llamaré…
—Pero señora Monks… —comenzó a decir la señora Brown, preocupada.
La señora Monks no le prestó atención, y con el aire de un general a la cabeza de un gran ejército, comenzó a bajar los escalones del sótano. Una vez abajo, la escasa luz procedente de la ventana le hizo captar toda la escena de un momento… Herberto haciendo de Piel Roja con el adorno del sombrero de la señorita Thompson en la cabeza; Héctor de Rostro Pálido (con el rostro emblanquecido por los polvos de la misma señora con el cual el Rostro Pálido había estado comprando comida, zanahorias y patatas). Muchas zanahorias a medio comer aparecían repartidas por el suelo, y sus ropas mostraban generosa huella del montón de carbón que habían utilizado como «la rápida corriente de un río»; pero esta escena duró sólo un instante. Guillermo había advertido a los mellizos que podía llegar el enemigo, y los niños habían preparado un montón de municiones para la ocasión. Tan pronto como la señora Monks apareció en escena fue alcanzada por uno de los encurtidos de la señora Brown en plena frente, y luego en la boca, cuando la abría para amonestarlos majestuosamente. Casi de inmediato un gran pedazo de carbón le dio en el pecho. La señora Monks era una mujer valiente. Una vez hizo huir a un toro peligroso que se había metido en el jardín de su casa, y él la obedeció mansamente, pero ahora estaba ciega, aturdida y atragantada. Sucia de carbón y encurtidos, subió la escalera del sótano para reunirse con las otras tres, que la contemplaron con desmayo.
—Ahí abajo hay dos niños —dijo en tono claro y con toda la dignidad que pudo, dadas las circunstancias—. Dos niños muy pequeños, pero… creo que debo sentarme un momento. Me parece que he tragado un pepinillo…
Desde abajo les llegaron las voces de los mellizos, exaltados y ya sin disimulos.
—Estamos bombardeando al enemigo —gritaban—. ¡Estamos bombardeando al enemigo!
—Vamos, señorita Thompson —dijo la señora Brown con decisión—. Tenemos que hacer algo en seguida.
Bajaron los escalones… sólo para regresar pocos momentos más tarde en las mismas condiciones que la señora Monks.
—No hay manera de acercarse a ellos —exclamó la señora Brown limpiándose un ojo.
—¡Los muy pillastres! —jadeó la señorita Thompson—. ¡Mi pobre pluma! Oh, Dios mío, me he tragado un pedazo de carbón. Espero que no me haga daño.
—Claro que no —dijo la señora Monks tajante—. El carbón es bueno para la digestión.
Abajo los gritos exaltados iban aumentando de volumen con el acompañamiento de los disparos de proyectiles. Era evidente que Herberto y Héctor estaban realizando una batalla gloriosa.
—¡Bombardeemos al enemigo! —continuaban gritando—. ¡Bombas! ¡Bombas! ¡Bomb! ¡Bomb! ¡Bomb! ¡Bomb!
—¡Mis pobres conservas! —gimió la señora Brown—. ¡Tantas como había preparado!
Entonces regresó Guillermo. No tenía idea de los últimos acontecimientos, y se le había ocurrido la brillante idea de decir que Héctor y Herberto habían caído por el tragaluz por accidente, quedando prisioneros en el sótano, sin que tuvieran la culpa ni ellos ni él.
Pero la vista de las tres figuras en el recibidor le privó del habla y antes de que se hubiera recobrado, la señora Brown habló con voz firme:
—Guillermo, ya te preguntaré por esto más tarde, pero por el momento baja al sótano en seguida y trae a esos dos niños.
Guillermo obedeció. No podía hacer otra cosa. Bajó al sótano y detuvo la batalla campal. Habiendo tenido antes la precaución de darse a conocer.
—Hemos bombardeado al enemigo —contaba Héctor.
—¿Ya ha terminado la guerra? —preguntó Herberto.
Guillermo les aseguró muy serio que por lo que a ellos afectaba, la guerra había terminado, y les acompañó hasta arriba. Sucios de carbón como estaban, aún podían ser reconocidos como seres humanos. La señorita Thompson se abalanzó sobre Herberto y le quitó de la cabeza el adorno de su sombrero.
—Claro que habrá que lavarlo —dijo examinándolo—, pero no creo que el daño no pueda repararse.
La señora Monks fijó en ellos su mirada severa y levantando la voz les increpó:
—¿«Por qué» pusisteis zanahorias en mi bolso? —dijo.
Entonces entraron Ethel y Roberto. Acababan de llegar de la clase de Defensa Antiaérea. Ethel había estado aprendiendo a vendar, y Roberto estuvo escuchando una conferencia sobre desinfección.
Héctor tenía un corte en la sien causado por un pedazo de carbón demasiado grande. Era exactamente la clase de corte que Ethel había estado vendando, y al verle le cogió de un brazo con ojos brillantes y le hizo subir arriba.
—No sé quién eres —dijo—; pero voy a vendarte ese corte. Vamos.
El último encurtido que alcanzó a Herberto era evidente que estaba malo. Era algo nauseabundo ennegrecido por el humo y empapado de gases nocivos… sobre el que Roberto se dispuso a practicar el arte de la desinfección.
—Y yo no sé quién eres «tú», pero voy a desinfectarte.
—¡Sí! —exclamó Guillermo con amargura pensando en su fracasado intento de realizar trabajos de defensa antiaérea—. «Ellos» pueden hacerlo todo. Nadie «se lo» impide.
La señora Brown miró cómo Ethel y Roberto se llevaban a los mellizos al piso de arriba. Su ánimo no había decaído.
—¿Verdad que lo hemos pasado bien, Héctor? —decía Herberto.
—Sí —replicó el primero, feliz—. Me gustan las guerras.
La señora Brown aguardó a que se hubieran perdido de vista y luego volvió los ojos hacia el lugar donde Guillermo había hablado.
Pero Guillermo ya no estaba allí.
Guillermo había decidido que ya era hora de evacuar por su propia cuenta.