GUILLERMO EL NUEVO ISABELINO
—Tenemos que hacer algo para ser Nuevos Isabelinos —dijo Enrique.
—¿Quiénes son? —preguntó Guillermo.
—Pues son lo mismo que los antiguos Isabelinos, sólo que nuevos —replicó Enrique.
Guillermo digirió esta información en silencio y luego dijo:
—Oh.
—Bueno, verás —prosiguió Enrique procurando aclarar el tema—. Entonces tenían una Reina Isabel y hacían cosas por ella de una forma histórica y nosotros ahora tenemos una Reina Isabel así que hemos de hacer cosas por ella de forma moderna.
—Oh —volvió a decir Guillermo, pero esta vez su voz denotaba interés e incluso cierta ansiedad.
Desde que viera la Coronación por la televisión, a Guillermo le consumía un secreto fervor de lealtad. Como vasallo de cuerpo y alma no hubiera cedido su puesto a nadie.
—Bueno, entonces empecemos —dijo, en tono decidido de hombre de negocios.
—¿Qué haremos? —preguntó Pelirrojo.
—Apuesto a que todas las cosas que hicieron eran peligrosísimas —intervino Douglas.
Los cuatro caminaban por la carretera hacia el campo que conducía al viejo cobertizo, armados contra un posible encuentro con sus enemigos, con un arco y una flecha, un tirador, una pistola de agua y una cerbatana.
—Podríamos formar un ejército —propuso Pelirrojo—. Podríamos tener un ejército mejor que los mayores porque somos más pequeños y podemos movernos más de prisa bajo los arbustos y cosas. Podríamos dispararles desde muy lejos y marchamos antes de que pudieran disparar ellos.
—Sí —convino Guillermo—, eso es razonable. Y hay unos soldados pequeños que se llaman «gerkins» que son los mejores soldados del mundo.
—Gurkhas —replicó Enrique—. Pero esos Isabelinos en los que estoy pensando sólo luchaban como una aventura.
—Bueno, pues vengan aventuras entonces —dijo Guillermo—. Tenemos mucha práctica en cuestión de aventuras.
—¿Qué clase de aventuras corrían? —preguntó Douglas, indeciso.
Habían llegado ya al viejo cobertizo y se sentaron en el suelo mirando a Enrique expectantes.
—Uno de ellos se llamaba Drake —prosiguió Enrique.
—Sé su historia —exclamó Guillermo—. Luchó en una batalla llamada la Armada.
—Y jugaba a un juego —intervino Pelirrojo.
—A los bolos —exclamó Enrique.
—Los bolos son un juego asqueroso —dijo Guillermo—. Yo tengo un tío que juega. No hacen más que rodar las bolas por el suelo en vez de arrojarlas como es debido. En cambio los dardos…
Su voz estaba teñida de amargura. Roberto había comenzado recientemente a jugar a los dardos con todo el entusiasmo de la juventud, y la semana pasada había adquirido un blanco. Consciente de que el gran deseo de Guillermo era probar su pericia, lo guardaba cerrado bajo llave y se negaba a dejar que Guillermo le recogiera los dardos, a modo de ayudante, cuando estaba practicando.
—¡Dardos! —repitió Guillermo—. Es un juego estupendo. Apuesto a que les vencería a todos si me dejasen probar. ¡Como si pudiera estropearlos, sólo por lanzarlos! Supongo que Roberto tiene miedo de que le venza. Apuesto…
—Bueno, en cuanto a la Armada —le interrumpió Enrique sabiendo que Guillermo, una vez se embarcaba en este tema particular, podía continuar indefinidamente—. No podemos correr esa aventura porque fue una batalla en el mar y aquí no hay mar.
—Podríamos hacer una batalla campal —sugirió Pelirrojo—. ¿Y no podríamos hacer que Huberto Lane y su banda fuesen los enemigos? ¡Troncho! Les debemos algo a los Laneítas por la broma que nos gastaron el sábado pasado.
El sábado anterior Huberto Lane y su banda, habiendo oído que Guillermo y Pelirrojo planeaban ensayar volatines sobre la cerca del Prado Cinco Acres para perfeccionarse en su carrera de acróbatas, habían untado los listones de la cerca con creosota, observando el resultado al amparo del seto con malicioso regocijo.
—Sí, que ellos sean los enemigos —convino Guillermo—. Desde luego que «les» debemos algo.
—No, no servirían —explicó Enrique con paciencia—. No son extranjeros. Los viejos Isabelinos sólo luchaban con extranjeros, de manera que hemos de hacer lo mismo que ellos. De todas formas Huberto Lane se ha ido a casa de su abuela y no sé cuándo volverá.
—Nos desharemos de ellos cuando regrese —replicó Guillermo muy serio—. Bueno, ¿y qué más hizo ese Drake aparte de luchar en esa batalla llamada la Armada?
Enrique reflexionó.
—Cogía los tesoros de los extranjeros y los traía a casa para su país —dijo.
El sombrío semblante de Guillermo de pronto se iluminó.
—Nosotros podemos hacerlo también —dijo.
Le miraron con ligera… sólo ligera… sorpresa. Ahora ya estaban acostumbrados al inagotable optimismo de Guillermo, pero nunca dejaba de asombrarles un poco al principio.
—¿Cómo? —preguntó Pelirrojo.
—Pues buscando extranjeros y quitándoles sus tesoros —dijo Guillermo despreocupadamente. Se volvió hada Enrique—. ¿Cómo lo hacía ese Drake?
—No cometía ninguna crueldad —repuso Enrique consultando su libro de historia. (Enrique era el único de los Proscritos que dedicaba seria consideración al estudio de la historia). Sólo iba por ahí quitándoselos… Una vez se encontró a alguien dormido con unos lingotes de plata a su lado, y se los cogió. Otra vez encontró a algunas llamas… que son los burros extranjeros… cargadas de plata y simplemente la cogió. Y la trajo a su casa para entregarla al país.
—Entonces, eso es lo que haremos —dijo Guillermo en el tono de quien ha resuelto un problema a la entera satisfacción de todos los afectados—. Cogeremos los tesoros de los extranjeros y los traeremos para el país.
—¿Y cómo se los daremos al país cuando los tengamos? —quiso saber Pelirrojo—. El Parlamento está muy lejos y ni siquiera sé la dirección.
Frunciendo el entrecejo, Guillermo consideró esta objeción, y al fin desapareció el ceño de su frente.
—Apuesto a que lo haría el alcalde de Hadley —dijo—. Él puede llevarlos a Londres la próxima vez que vaya. Se llama señor Kirkham y sé dónde vive. Es muy simpático. Una vez me compró un helado.
—Sí, ¿pero cómo les quitaremos sus tesoros a los extranjeros? —preguntó Douglas—. Para empezar, tenemos que encontrar extranjeros con tesoros, y apuesto a que cuando los encontremos no será fácil quitárselos. Y de todas formas no creo que por aquí «haya» ningún extranjero.
—Sí los hay —replicó Guillermo—. La señora Monks tiene una doncella extranjera.
—Bueno, es la única y no creo que tenga ningún tesoro.
—Oí decir a mi madre que un coronel anglo-indio retirado había alquilado «Reeth Lodge» en Marleigh —intervino Pelirrojo—. Debe de ser extranjero.
—Anglo significa inglés —replicó Enrique.
—Sí, pero indio quiere decir indio —exclamó Pelirrojo triunfante—, así que extranjero tiene que ser. Sea como fuere podemos contarle como extranjero.
—Ya son dos —dijo Guillermo—. Dos es un buen comienzo. Y no hay razón por la que no podamos encontrar a alguien durmiendo junto a un tesoro o burros con tesoros lo mismo que hizo Drake.
—¿Cuándo empezaremos? —dijo Enrique.
—Ahora —fue la sencilla respuesta de Guillermo—. Saldremos en distintas direcciones, cogeremos los tesoros de los extranjeros y los traeremos aquí. Yo se lo quitaré a ese indio. Apuesto a que es el más peligroso. Si es coronel, tiene que ser muy fiero. Los coroneles son muy fieros. ¿Quién se encargará de la doncella de la señora Monks?
—Yo —replicó Pelirrojo—. La he visto. También parece bastante feroz.
—Ya sabes que no debes ser cruel —dijo Guillermo.
—Apuesto a que es más probable que ellos sean crueles con nosotros —replicó Douglas con una risa amarga.
—Está bien —dijo Guillermo—. Si no quieres ser un nuevo Isabelino, no lo seas.
—Oh, sí que quiero —replicó Douglas.
—¿De quién te encargarás, entonces?
—Hay alguien llamado señor Ducrasne que ha venido a vivir al nuevo edificio —dijo Douglas—. Apuesto a que con un nombre así es extranjero.
—Muy bien —dijo Guillermo poco convencido—. Bueno, ahora queda Enrique…
—Yo trataré de encontrar alguien —propuso Enrique.
—Sí —convino Guillermo—. Drake los encontraba, de manera que no hay razón para que tú no los encuentres. De todas formas, eso es lo que haremos. Saldremos ahora y nos encontraremos aquí dentro de una hora con los tesoros.
—Será mejor que tengamos una contraseña, ¿no? —propuso Pelirrojo.
Los Proscritos estuvieron de acuerdo. Siempre les gustaba tener un santo y seña. Parecía conferir cierta dignidad y romance a sus hazañas.
—Será «Dios Salve a la Reina» —dijo Guillermo—. Y volveremos aquí dentro de una hora y no dejaremos entrar a nadie sin el santo y seña.
Guillermo caminaba lentamente por el sendero de «Reeth Lodge». Era una mansión imponente, y la aventura que tan sencilla le pareciera pocos minutos antes, ahora comenzaba a parecerle algo menos sencilla. Fue perdiendo algo de su aire despreocupado mientras se aproximaba a la casa. Sin embargo, se animó un tanto al ver unas ventanas abiertas sobre una terraza empedrada. Por lo menos la entrada era fácil, por más dificultades que pudieran presentarse en otras etapas de su empresa.
Caminando cautelosamente de puntillas fue hasta la terraza y entró por una ventana.
Se encontró en una habitación amplia y sombría. Habían sillas de una madera rara, talladas de modo poco común: adornos de ébano y marfil. Alfombras y tapices orientales, y en las paredes armas nativas. Una cabeza de tigre entre dos bastones de polo le miraba desde encima de la chimenea, pero no fue eso lo que detuvo a Guillermo en el umbral dejándole sin aliento. Porque allí, tendido en un sofá, profundamente dormido, se hallaba un anciano de aspecto marcial, y junto a él, encima de una mesita había un gran elefante de plata, llevando en su trompa alzada un jarrón donde asomaban media docena de rosas. El extranjero dormido con el tesoro a su lado… Todo lo que tenía que hacer era cogerlo. La cosa era tan sencilla que Guillermo apenas podía creer que fuese real.
Se acercó a la mesita dirigiendo miradas precavidas al guerrero dormido. El guerrero era una visión impresionante. Tenía el rostro alargado y amarillento adornado por un bigote blanco. Por cierto que el bigote parecía prolongarse indefinidamente, alargando sus tentáculos cinco o seis centímetros más allá de las mejillas. Tras inspeccionar al guerrero con interés, Guillermo volvió su atención al tesoro. Era evidente que tenía mucho valor… estaba bellamente confeccionado, con cada detalle delicadamente marcado. El país iba a estarle muy agradecido, pensó Guillermo, satisfecho. Y cuando acababa de posar sus manos cuidadosamente en la peana, el guerrero se movió, y lanzando un fuerte ronquido abrió los ojos ribeteados de color rojo.
—Hola, hola, hola —dijo sentándose—. ¿Qué estás haciendo con eso?
—Me lo voy a llevar —replicó Guillermo.
El guerrero volvió a tumbarse en el sofá.
—Llévatelo si quieres —dijo alzando una mano en ademán de despedida—. Lo aborrezco. Se lo regalaron a mi esposa cuando salimos de la India y lo he odiado desde que lo vi. Mira la cara del animal. Mira qué afectación. Mira su mirada burlona. Llévatelo cuando quieras, hijo mío.
—¿No le importa que me lo lleve? —le dijo Guillermo un tanto sorprendido.
—En absoluto, hijo mío. En absoluto. Llévatelo ya. Desde que lo trajimos a casa he estado esperando que lo robasen, pero los ladrones de la localidad tienen bastante sentido común. Es odioso, ¿verdad? Odioso. Y ahí está ese animal día tras día, mirándome con esa mirada estúpida, burlándose de mí.
—Muy bien —dijo Guillermo volviendo a poner sus manos en la peana del elefante.
—Yo no sé nada —murmuró el coronel—. Me dormí y cuando desperté había desaparecido. ¿Cómo voy a saber quién se lo ha llevado, o a dónde ha ido a parar? Soñé que un niño entraba en la habitación, pero fue sólo un sueño. Tú eres sólo un sueño, hijo mío. Y «Jumbo» ya no se reirá más de mí —los ojos ribeteados de rojo siguieron los movimientos de Guillermo mientras levantaba el pesado objeto—. A propósito, ¿qué piensas hacer con él? No me gusta meter las narices donde no me importa, pero…
—Me lo llevo para entregarlo al país —repuso Guillermo.
—Me lo llevo para el país —dijo Guillermo—. Soy un muchacho Isabelino.
—Excelente, excelente —murmuró el soldado, y luego una mirada de sobresalto apareció en su rostro mientras se erizaban sus bigotes—. ¿Para el país? ¿Qué quieres decir, para el país?
—Soy un nuevo Isabelino —dijo Guillermo—. Y estoy arrebatando tesoros a los extranjeros lo mismo que hacían los antiguos, y como usted es extranjero…
—No, no, no —replicó el guerrero. Puso los pies en el suelo y apoyando los codos en sus rodillas, fijó sus ojos ensangrentados en Guillermo—. No, no, no, ahí te equivocas, hijo mío. Soy inglés. Inglés hasta la médula. Mi casa ancestral… ahora desaparecida… estaba en el Oeste y el «loco Hetherley…», yo me llamo Hetherley… ¿sabes…?, ha sido famoso durante generaciones y generaciones. Lo de «loco» es más bien un cumplido que otra cosa, ¿entiendes?
Guillermo estaba boquiabierto.
—Entonces… ¿usted no es extranjero? —dijo Guillermo.
—No, no, no. Los Hetherley nos remontamos a antes de la conquista. Fíjate en Guillermo el Conquistador para empezar. Luchó en la playa contra Julio César. Claro que no tengo autoridad definitiva para eso, pero… Oh, inglés, desde luego. Inglés hasta el tuétano.
—Pero alguien dijo que era usted anglo-indio —dijo Guillermo un tanto indignado.
—Es sólo una forma de hablar, hijo mío. Quiere decir que he servido en la India. Cualquier color que te sugiera el Oriente que puedas observar en mi cara es debido al hígado. Puro hígado. Jamás se ha mezclado sangre extranjera en la rama de los Hetherley… Ahora coge ese maldito elefante y llévatelo.
Pero Guillermo había vuelto a dejar el adorno encima de la mesa.
—Si no es usted extranjero no puedo llevármelo —exclamó—. Sólo se los quitamos a los extranjeros.
—Comprendo —dijo el coronel en tono distraído—. Oh, bueno, supongo que no puede remediarse. Es una de esas cosas que ocurren. Los dos hemos de tomarlo del mejor modo posible —miró por la ventana—. Ahí vuelve mi esposa. Te advierto que ella no verá este incidente desde el mismo punto de vista que yo. Ella lo considera un tesoro, y le quita el polvo cada día. Es la niña de sus ojos… De todas formas, no le gustan los niños… ni les anima.
Guillermo también miró por la ventana. La dama que se acercaba tenía una boca enérgica y unos ojos de mirada de acero bajo un sombrero anticuado. Su capa tenía un aire marcial y blandía el paraguas como si fuese un arma ofensiva.
—¿Quién es este niño? —dijo en tono crispado mientras entraba en la terraza y se acercaba a la ventana.
Guillermo salió por la ventana pasando ante ella como una exhalación. Ella alargó el paraguas, y Guillermo huyó por el césped, se lanzó a través del seto cayendo en la cuneta de la que fue a salir, lleno de barro y maltrecho para dirigirse al fin, a través del campo, al viejo cobertizo.
—Así que ya veis lo que ha ocurrido —explicaba Guillermo—. Todo iba bien. Estaba dormido con el tesoro al lado… y era de plata, además, lo mismo que los de los antiguos Isabelinos…, pero resultó que no era extranjero, de manera que no pude cogerlo. Ha sido mala suerte. Y su esposa quería pegarme y he escapado por un pelo.
Pelirrojo y Douglas, Enrique todavía no había llegado, escucharon con interés su relato.
—Sí, ha sido emocionante —comentó Pelirrojo—. El mío también lo ha sido —se llevó la mano a un ojo que ostentaba un círculo azulado—. Pero no tan emocionante como el tuyo.
—¿Qué tal te fue? —preguntó Guillermo.
—No, que hable Douglas primero.
Douglas tenía un aire interesante. Sus ojos no habían recibido ningún golpe, pero tenía las piernas manchadas de barro.
—Bueno, a mí me salió todo bien en cierta manera —dijo—, pero no conseguí ningún tesoro. Quiero decir que tampoco resultó ser extranjera. Se lo dije y ella me contestó que no era extranjera, pero estuvo muy amable conmigo y me dio una merienda estupenda.
Le miraron con desconfianza. Douglas tenía la especialidad de salir siempre ileso de cualquier aventura.
—Apuesto a que sabías que no era extranjera —dijo Guillermo.
—Bueno, debía serlo con ese nombre —replicó Douglas.
—Ahora os contaré lo mío —intervino Pelirrojo—. El mío sí que era extranjero. ¡Troncho! ¡Vaya si «era» extranjera! Estaba limpiando la escalera y en cuanto me vio entrar por la puerta se puso a gritar como una loca y me tiró el cepillo que me dio en el ojo, por eso huí entonces. De todas formas pude ver que allí no había ningún tesoro —de nuevo se acarició el cardenal—. Apuesto a que mañana estará negro —agregó con modesto orgullo.
—¡Dios Salve a la Reina! —dijo Enrique desde la puerta.
—Entra, amigo —replicó Guillermo.
—No traigo ningún tesoro —les anunció Enrique al entrar.
—Ni nosotros tampoco —dijo Guillermo con pesar—. Apuesto a que no hay tantos tesoros por ahí como en los tiempos de los antiguos Isabelinos… Bueno, ¿qué hiciste?
—Fui carretera abajo —explicó Enrique—, y vi a dos extranjeros sentados junto a la cuneta comiendo panecillos con queso o algo dentro, y hablando entre ellos. Puedo asegurar que eran extranjeros porque hablaban en extranjero… Bueno, como no llevaban consigo ningún tesoro fui un poco más allá y vi dos bicicletas apoyadas contra una cerca con unos manojos de cebollas atados encima. Me pareció igual que cuando ese Drake encontraba mulos con tesoros encima por eso pensé coger uno, porqué pensé que un manojo de cebollas sería mejor que nada…, pero en cuanto lo cogí se me acercaron los dos extranjeros. Traté de explicárselo, pero no me entendieron. Ellos hablaron mucho sin que lograse entenderles, pero se reían, eran ambos sumamente simpáticos y me dieron una hermosa manzana.
Sacó una manzana de su bolsillo.
—¡Troncho! —dijo Guillermo, contrariado—. ¡Tanto ir en busca de un tesoro para terminar con una manzana nada más!
—Bueno, comámosla —propuso Pelirrojo—. Podemos morder por turno.
Se fueron pasando la manzana masticando pensativos.
—Será mejor que lo dejemos de una vez —exclamó Douglas.
—No, no lo dejaremos —replicó Guillermo con firmeza—. Hemos decidido ser nuevos Isabelinos, y lo seremos —se volvió hacia Enrique—. ¿Qué más hacían, aparte de encontrar tesoros?
Enrique se tragó el corazón de la manzana reflexionando.
—Descubrían países nuevos —dijo—. Drake descubrió uno llamado Virginia.
—Entonces descubriremos un país nuevo —dijo Guillermo.
—No podemos —replicó Enrique—. Tienes que ir por mar para descubrir países nuevos y nosotros no podemos ir al mar. Ya lo probamos una vez, acuérdate. Caminamos kilómetros y kilómetros sin encontrarlo jamás.
—No es necesario ir al mar para descubrir países nuevos —dijo Guillermo—. Hay otros países al otro lado de la tierra, y apuesto a que todavía no han sido descubiertos. Han encontrado Australia, pero apuesto a que hay montones que no se han encontrado. Es de razón que si uno trata de descubrir países por la superficie de la tierra, se encuentra con bosques, ríos y cosas que no puede atravesar. Apuesto a que hay cientos de países que todavía no han sido descubiertos.
—Bueno, ¿y cómo llegaremos a ellos? —preguntó Pelirrojo.
—Cavando —replicó Guillermo—. Nos llevará algún tiempo porque la tierra es muy gruesa, pero seguro que al final la atravesamos.
Como de costumbre, la primera incertidumbre de los Proscritos se iba derritiendo ante el calor del optimismo de Guillermo.
—De acuerdo —exclamó Pelirrojo—. Necesitaremos palas y cosas.
—Sí —dijo Guillermo—, y tendremos que inventar algún nombre para llamarlo. Virginia es un nombre tonto. ¿Por qué le llamaron así?
—Era el nombre de la reina —explicó Enrique.
—Nosotros podemos llamar al nuestro Isabela —dijo Guillermo. Estuvo meditando unos momentos y luego agregó—: Tendremos que llevar provisiones y una bandera de la Unión para plantarla cuando lleguemos allí.
—¿Dónde empezaremos a cavar? —preguntó Pelirrojo.
—En algún sitio donde la gente no nos vea —repuso Guillermo—. No quiero que todo el mundo lo sepa. Además, estoy seguro que nos detendrían si lo supieran. Siempre nos impiden hacer cosas interesantes.
—¿Qué os parece «Grantham Lodge»? —propuso Enrique.
Le miraron un tanto sorprendidos. «Grantham Lodge» había sido destruido por una bomba el último año de la guerra y seguía siendo una masa de ruinas y cascotes en mitad de un gran jardín cubierto de maleza. La propiedad había sido adquirida por las autoridades educativas que planeaban edificar allí un colegio para maestros, pero las limitaciones económicas habían puesto fin a sus planes, y año tras año, seguía allí la derrumbada propiedad, derrumbándose más y más a medida que transcurría el tiempo.
Los Proscritos no la habían utilizado nunca como terreno de juego. Su relación con las autoridades educativas y su futuro como colegio para maestros la habían revestido a sus ojos de una atmósfera de horror que el actual bombardeo no supo producir.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. ¡«Ese» sitio!
—Sí —dijo Enrique—. Hay unos matorrales muy espesos cerca de donde estaba la casa. Hay sitio para cavar y nadie nos verá desde la carretera. Podríamos instalar una especie de campamento con provisiones y cosas lo mismo que hacen los auténticos exploradores.
—Sí —convino Guillermo tras un momento de reflexión—. Es una buena idea.
Los arreglos se llevaron a cabo con suma rapidez. La carretilla del jardín de Enrique fue cargada con palas, azadas, una bandera de la Unión y tantas provisiones como los Proscritos consiguieron sustraer de las despensas de sus casas. Éstas comprendían medio pastel de carne, parte de un «pudding» de arroz frío, un cuarto de kilo de membrillo, medio tarro de pasta de anchoas, dos sardinas, unos pocos huesos de pollo y unas cortezas de pan que Pelirrojo había cogido a los pájaros de su tía. Guillermo se cuidó del refresco líquido. A un cuarto de litro de limonada había añadido, una cucharada de salsa, un poco de menta, una cucharada de yoghourt, los restos de una botella de glicerina (por la que sentía una debilidad especial) y un poco de sifón. Una vez agitado, el resultado tenía un color y consistencia muy curiosos, pero, como dijo Guillermo: «Es de sentido común que muchos gustos saben mejor que un gusto solo».
El punto que Enrique había propuesto para la excavación estaba (como él ya había indicado) muy cerca de lo que antes había sido la parte lateral de la casa y quedaba oculto desde la carretera por unos arbustos muy espesos. Había llovido durante la noche y el suelo… tierra humedecida… cedió fácilmente a sus esfuerzos. Sus «azadas» eran de diversos tipos. La de Guillermo era un azadón de jardín cogido osadamente del cobertizo de las herramientas, la de Enrique una pala para el carbón. La de Pelirrojo una paleta, y la de Douglas un cuchillo oxidado de cortar pescado, que encontró en el cubo de la basura.
—Será mejor que empecemos a comernos las provisiones para tener fuerza, ¿no os parece? —dijo Douglas cuando llevaban cavando algún tiempo—. Yo siento que ya empiezo a perderla.
Los otros estuvieron de acuerdo y durante unos pocos minutos de gran aplicación dieron cuenta de todo su almacén de provisiones.
—Ahora bebamos —dijo Pelirrojo.
—No —replicó Guillermo con firmeza—. Será mejor que lo guardemos. Tal vez lo necesitemos para no volvernos locos de sed. Los exploradores se vuelven locos de sed y nosotros podemos empezar a volvernos locos de sed cuando estemos en mitad de la tierra, de manera que será mejor que lo guardemos por si acaso.
Asintieron un tanto a la fuerza volviendo a su tarea, cavando enérgicamente y… durante algún tiempo… en silencio.
—Vamos adelantando mucho, ¿verdad? —dijo Enrique al fin deteniéndose para limpiar el polvo y el sudor de su frente.
Todos los Proscritos estaban cubiertos de tierra, porque su modo de cavar, aunque enérgico, era algo personal y las paletadas de tierra volaban en todas direcciones.
—Puede que nos hagan gobernadores si lo descubrimos —jadeó Guillermo.
—¿Qué? —preguntó Enrique.
—De Isabela —repuso Guillermo a través de la tierra que le había entrado en la boca procedente de su propia azada—. A la gente que descubre un país por lo general luego le hacen gobernadores. Pertenecerá a la Reina, claro, pero nosotros seremos los gobernantes. Siempre he deseado ser gobernador de un país.
—Este cuchillo de pescado se ha roto —exclamó Douglas—. Voy a utilizar las manos. Así debían cavar en la prehistoria, y eran muy buenos cavadores. Se ha tenido que excavar «kilómetros» para encontrar sus cosas.
—Me gustaría que guardaras tu tierra para ti solo —dijo Enrique sacudiéndose los cabellos.
—¡Me gusta! —exclamó Pelirrojo, indignado—. Acabo de recibir una paletada de la tuya en el cuello.
—Puede que tengamos que conquistarlo —dijo Guillermo—. Puede que haya salvajes.
—Bueno, no empecemos otra guerra —replicó Douglas—. Sólo hemos conseguido plátanos.
—Tal vez encontremos primero carbón —intervino Pelirrojo—. En la tierra hay carbón.
—Si es así podemos venderlo —dijo Guillermo—. El carbón vale mucho.
En aquel momento Douglas lanzó una exclamación de alegría.
—He tropezado con algo hecho de madera —dijo.
—Probablemente un pedazo de árbol —repuso Enrique.
—No, no lo es. ¡Mirad!
Se agruparon en círculo examinando la oscura superficie plana que había dejado al descubierto la azada de Douglas.
—¡Veamos! —exclamó Guillermo—. Veamos hasta dónde llega.
Cavaron con redoblada energía. La superficie de madera se fue extendiendo paulatinamente: un metro… dos metros…
—Aquí está muy carcomida —exclamó Guillermo—. Está toda carcomida. Voy a darle un buen golpe.
Y clavó su azada en la madera que cedió, cayendo con un sonido hueco en una profunda abertura.
—Es una especie de habitación subterránea —dijo Guillermo asomándose—. Voy a bajar para ver qué es.
Quitó alguna parte más de la madera podrida y se descolgó saltando metro o metro y medio sobre un suelo de cemento.
—¿Estás bien, Guillermo? —le gritó Pelirrojo, preocupado.
—Sí —repuso Guillermo, levantándose—, y «es» una especie de habitación subterránea. Hay una caja. Bajad y echaremos un vistazo.
Bajaron lo mejor que pudieron asiéndose a la madera carcomida y luego saltando para caer al suelo de donde se levantaron magullados, pero ilesos.
La «habitación» tenía el suelo de cemento y un techo de madera sostenido por pilares también de madera. Las paredes estaban recubiertas de madera carcomida. En el extremo más alejado había un pequeño tramo de escalones que conducían al techo.
Pelirrojo subió por ellos y empujó el techo de madera que quedaba encima.
—Aquí hay una especie de trampa, Guillermo —le dijo—, pero no puedo abrirla.
—Claro que no puedes —repuso Enrique—. Debe de estar debajo de esas ruinas.
Guillermo se había arrodillado junto a una gran caja de madera.
—Aquí hay algo —dijo—. Pesa mucho…, pero está cerrada.
Pelirrojo bajó los escalones para unirse al grupo.
—Parece que está podrida —dijo—. Démosle un golpe.
La azada de Guillermo había caído dentro de la habitación, así que la cogió, y por turno fueron golpeando un lado de la caja hasta separarlo lo suficiente para poderlo abrir.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo.
Porque de allí salió una colección de objetos de plata… candelabros, bandejas, jarras, platos, teteras, cuchillos, tenedores y cucharas.
—¡Troncho! —exclamó Guillermo cuando una colección de objetos de plata rodó fuera de la caja.
—¡Un tesoro! —exclamaron.
—Pero no sabemos si es extranjero —dijo Pelirrojo—. Tiene que ser extranjero para los Nuevos Isabelinos.
Enrique había sacado su mugriento pañuelo y frotaba vigorosamente un jarro de plata.
Sus esfuerzos revelaron un dibujo que examinó con interés.
—Hay una especie de relieve —dijo.
El dibujo representaba un caballo con una lanza clavada en su pecho, pero estaba tan sucio que apenas era visible.
—Bueno, de todas formas es un animal extranjero —dijo Guillermo—. Tiene una especie de cuerno que le sale en mitad del cuerpo. No es inglés.
—Y debajo hay algo escrito —replicó Enrique frotando las letras con su pañuelo—. Dice… «Fide Et Amore».
—Bueno, «eso» es extranjero —exclamó Guillermo triunfante—. De manera que lo hemos encontrado… Hemos encontrado un tesoro extranjero para entregárselo al pueblo. Ahora sí que somos nuevos Isabelinos. Ya no nos molestaremos más en descubrir un país desconocido. Nos llevaría demasiado tiempo y esto es lo que queríamos hacer en realidad. Ahora se lo llevaremos al alcalde, ¿no os parece?
—¿Cómo lo subiremos? —preguntó Douglas.
—Oh, lo subiremos perfectamente —replicó Guillermo.
Y lo subieron perfectamente.
Primero subieron a Pelirrojo y le fueron entregando los objetos uno por uno. Guillermo fue el último en salir utilizando la caja de madera como trampolín siendo ayudado por las manos de sus compañeros Proscritos. Luego, cubiertos de polvo y suciedad, examinaron el tesoro con orgullo.
—Apuesto a que ese Drake no encontró nada tan bueno como esto —dijo Guillermo.
—¿Cómo lo llevaremos al alcalde? —dijo Douglas.
—En la carretilla —repuso Guillermo—, y lo haremos como es debido. Apuesto a que Drake lo hizo como debe hacerse. Iremos todos a casa y cogeremos los adornos de la Coronación y adornaremos la carretilla. No podemos llevarla de cualquier modo como si no fuésemos Nuevos Isabelinos.
Escondieron el tesoro entre los arbustos y fueron a sus casas regresando con los restos de los adornos del Día de la Coronación…, gallardetes, guirnaldas, rosetones, banderas de la Unión, colgaduras y un gran retrato en colores de la Reina… que afortunadamente fueron guardados en lugares asequibles. La plata fue colocada en la carretilla, y los gallardetes, guirnaldas, rosetones, colgaduras y banderas de la Unión sirvieron para adornarla (Enrique había llevado una caja de chinchetas). El retrato de la Reina fue colocado encima apoyado contra una gran tetera de plata.
Enrique y Douglas marchaban delante portando banderas de la Unión sobre el hombro, y detrás Guillermo y Pelirrojo festoneados de rojo, blanco y azul, empujaban la carretilla.
Guillermo y Pelirrojo, festoneados de rojo, blanco y azul, empujaban la carretilla, en tanto que Enrique y Douglas marchaban delante portando banderas.
—Apuesto a que así es como lo hacía Drake —exclamó Guillermo examinando la procesión con orgullo.
Recorrieron la calle del pueblo con su cabalgata llena de colorido. Los transeúntes les miraban, pero nadie les detuvo ni para interrogarles.
Al acercarse a la casa del señor Kirkham aminoraron el paso.
—Apuesto a que se sorprenderá —dijo Guillermo—. Apuesto a que lo último en que estará pensando es en este tesoro.
Pero Guillermo se equivocaba.
El señor Kirkham no sólo pensaba en el tesoro, sino que estaba hablando de él con un amigo al que había invitado a tomar una copa de jerez antes de comer. El invitado acababa de admirar la colección de miniaturas que colgaban encima de la chimenea.
—Sí, son una de las pocas herencias de mi familia —decía el señor Kirkham, que era un hombre alto, de boca grande y ojos simpáticos y reidores—. En nuestra familia teníamos buena plata, pero toda desapareció cuando bombardearon la casa de mi tío. Ya sabe usted, me refiero a Grantham Lodge.
—¿Quiere usted decir que la estropeó el bombardeo? —dijo el invitado.
—No, sólo desapareció. Hubo bastantes evacuados dudosos por aquel lugar y mucho saqueo. Sea como fuere, nunca encontramos ni rastro de ella… El pobre viejo tuvo un colapso el día del bombardeo, ya sabe, y falleció la semana siguiente sin recobrar el conocimiento.
—Tenía un carácter muy excéntrico, ¿verdad?
—Mucho. Me había cogido manía y no me dejaba entrar en su casa, así que ni siquiera sé dónde guardaba la plata. Sé que la consideraba un tesoro y temía que fuera destruida. Al principio pensé que tal vez la hubiera guardado en el banco, pero como ya le digo, no se ha encontrado rastro de ella. Era un tipo muy curioso… receloso y reservado. Me hubiera borrado de su testamento sí se hubiese acordado de hacerlo, pero…
—¡Cielo Santo! —le interrumpió el invitado que estaba sentado cerca de la ventana—. Qué caravana más curiosa se acerca por el jardín.
El señor Kirkham fue hasta la ventana viendo la carretilla cargada con sus banderas y adornos, y los cuatro niños mugrientos de rostros felices que la acompañaban.
—¿Qué diantre…? —exclamó el señor Kirkham.
Fue a la puerta principal para abrirla.
—¿Quiénes sois y qué es todo esto? —preguntó.
—Somos Nuevos Isabelinos —replicó Guillermo—, y éste es un tesoro extranjero para el país. ¿Podemos entrarlo?
—Cómo no —exclamó el señor Kirkham apartándose a un lado.
Guillermo condujo la carretilla dentro de la habitación y levantó el retrato de la Reina.
—¡Cielo Santo! —exclamó el señor Kirkham—. ¡La plata de la familia!
—Es extranjero —prosiguió Guillermo—. Es un tesoro extranjero para el país. Lo mismo que Drake.
—Supongamos que me lo contáis todo —les propuso el señor Kirkham.
Y Guillermo se lo contó todo.
—Claro, ésta es la explicación —dijo el señor Kirkham a su invitado—. El viejo hizo construir ese escondite subterráneo, y cuando bombardearon la casa llevó allí la plata. Los escalones y la puerta de la trampa probablemente conducen a la biblioteca, pero eso sigue cubierto de cascotes.
—Bueno, al fin se ha resuelto el misterio —dijo el invitado—. Y usted ha recuperado la plata de su familia.
El rostro de Guillermo se había ensombrecido.
—¿Quiere decir que no es ningún tesoro extranjero después de todo? —dijo—. ¿Y no podemos dárselo al pueblo?
El señor Kirkham miró la plata pensativo.
—¿Sabes? —dijo en tono de sorpresa—. Ahora me doy cuenta de que no la quiero realmente. He vivido muy feliz todos estos años sin ella y sólo traería complicaciones a mi vida —se volvió a Guillermo—. Te diré lo que voy a hacer. Primero hay que tramitar algunas formalidades, pero cuando acabe con ellas, la venderé y haré una lista de las cosas que podrían hacerse con el dinero y que decididamente ayudarían al país, y vosotros podríais escoger la que más os guste.
—¿No podríamos enviarle el dinero para el país a la Reina en sellos de correo? —contemplando el retrato de la soberana que ahora estaba apoyado contra la carretilla—. El dinero puede mandarse en sellos.
—Creo que no —repuso el señor Kirkham—, pero te prometo encontrar una manera de utilizar ese dinero que tú apruebes.
—¿Y… y habremos encontrado un tesoro extranjero para regalárselo al pueblo?
—Exactamente —replicó el señor Kirkham.
—¿Lo mismo que Drake?
—Más o menos.
—¿Y ahora somos Nuevos Isabelinos?
—Ya lo creo.
Guillermo exhaló un suspiro de satisfacción.
—Debemos brindar por ello —propuso el invitado.
—Yo tengo una bebida —dijo Guillermo buscando debajo de las banderas para sacar su botella—. Yo mismo la he preparado. Es muy buena. ¿Quieren que la pruebe yo primero para que sepan que está bien?
—Por favor —le dijo el señor Kirkham.
Guillermo se cuadró y alzando la botella hacia el retrato de la Reina tomó un buen trago.
—Ahora le toca a usted —dijo limpiándose la boca con el revés de su mano y entregando la botella al señor Kirkham.
El señor Kirkham también alzó la botella hacia el retrato de su soberana y tomó un trago. Retrocedió, pero… con un supremo esfuerzo y dominio de sí mismo… no demasiado ostensiblemente.
El invitado no pudo evitar, a pesar de sus esfuerzos, un estremecimiento de repulsión.
Enrique, Pelirrojo y Douglas, que estaban más acostumbrados a las mezclas de Guillermo, bebieron por turno con evidente placer.
—Bueno, todo está arreglado —dijo Guillermo.
La aventura había terminado y era ya cosa del pasado. Sus ojos recorrieron la habitación iluminándose al ver un blanco para dardos apoyado contra un costado de una librería.
—¡Troncho! —exclamó—. ¿Es eso un blanco para dardos?
—Sí —repuso el señor Kirkham—. ¿Te gustaría jugar?
—Sí, por favor —dijo Guillermo con vehemencia.
Los Proscritos se agruparon para unirse al juego, que prosiguió con gran entusiasmo mientras los dardos se clavaban en las paredes, las cortinas, la alfombra, las tapicerías…
De pronto Pelirrojo lanzó un grito.
—¡Escucha, Guillermo, Huberto Lane ha vuelto! Acaba de pasar por delante de la casa con su banda. ¡Vamos tras él de prisa!
Guillermo se volvió con un dardo en la mano y la boca abierta en una sonrisa.
—Hay tiempo para terminar la partida y acabar después con los Laneítas —exclamó.