GUILLERMO Y LA CORBATA AMERICANA

—Bueno, ¿y qué hacemos ahora? —preguntó Pelirrojo—. Hemos hecho todo lo que puede hacerse en un jardín.

—Y algunas cosas que no se pueden —replicó Guillermo con cierto orgullo modesto.

Los dos se hallaban sentados en el tejado del cobertizo de las herramientas contemplando el jardín que se extendía a sus pies. Filas de plantas de guisantes trepadores daban fe de sus viajes a través de la selva como Pieles Rojas, y la hierba de un macizo mostraba las huellas de sus aterrizajes forzosos como pilotos desde las ramas de una haya plateada que crecía sobre él; varias piedras habían sido arrancadas de su lugar en el jardín rocoso durante un animado ataque y defensa de una fortaleza en la montaña, y la cortadora de césped después de una breve y poco gloriosa carrera como tanque, había ido a descansar en mitad de los espárragos.

—Sí —añadió Guillermo pensativo—, tal vez será mejor que vayamos a jugar a otro sitio. No me había dado cuenta de que… se «notase» tanto como se nota.

—Tal vez sea porque lo miramos desde aquí arriba —exclamó Pelirrojo optimista.

—Sí —repuso Guillermo tranquilizado por la explicación—, tal vez desde abajo no esté tan mal. De todas formas vámonos un rato y demos tiempo a que la gente lo descubra y lo olvide antes de que vuelvan a vernos.

—Vamos a encender una hoguera en algún sitio —propuso Pelirrojo—. Tengo algunas cerillas.

—No —dijo Guillermo—. Vámonos al bosque y probemos de trepar a aquel árbol otra vez.

—De acuerdo —replicó Pelirrojo comenzando a deslizarse por una de las paredes del cobertizo—. Y apuesto a que esta vez llegamos hasta lo más alto.

Guillermo se descolgó desde el tejado cayendo al suelo, y aterrizando en mitad de un montón de tierra de plantío que su padre había colocado allí la tarde anterior con sumo cuidado. Se puso en pie sacudiéndose el polvo de su persona por pura fórmula.

—Apuesto a que podríamos construir una especie de casa en ese árbol si llegamos hasta arriba —dijo—. Me gustaría volver a los tiempos en que la gente vivía en los árboles. Yo creo que debiera volver a ponerse de moda. La gente gruñe porque no encuentra casa, pero no se les ha ocurrido volver a los árboles. Apuesto a que es mucho más divertido vivir en un árbol que en casas.

—Sería muy difícil subir los muebles —repuso Pelirrojo—. Aparadores, pianos, bañeras y cosas… y apuesto a que siempre se estarían cayendo. Sería dificilísimo sujetarlos en las ramas.

—No necesitaríamos muebles, bobo —replicó Guillermo—. Viviríamos en las ramas lo mismo que hicieron antiguamente. Apuesto a que si todos volviésemos a ser moradores de árboles, lo pasaríamos mucho mejor que ahora. Podríamos coger manzanas, ciruelas, peras, melocotones, uvas plátanos y piñas de los árboles para alimentamos, y nos bastaría con comerlos cuando tuviésemos apetito, en vez de tener que ir a casa para las comidas. Yo sería un buen cosechero, pero mi padre nunca me deja practicar.

—¡Cielos, sí! —exclamó Pelirrojo al abrirse ante él las posibilidades de la idea—. Y no tendríamos que hacer deberes porque no habría, ni mesas, ni tinta.

—Y podríamos estar levantados todo el tiempo que quisiéramos —dijo Guillermo—, porque no habría camas, y no necesitaríamos ir al colegio porque no creo que el viejo Cabeza Gorda pueda subirse a los árboles.

El viejo «Cabeza Gorda» era el señor Vastop… un maestro que había ingresado en la escuela de Guillermo durante un curso para reemplazar al señor French, el maestro de curso de Guillermo, mientras el señor French se tomaba unas merecidas vacaciones para recobrarse de una operación (e incidentalmente de Guillermo). Entre Guillermo y el señor French hubo siempre una gran enemistad nacida el día de su primer encuentro, pero era una enemistad que sobrellevaba en líneas establecidas y casi amistosas. Se respetaban mutuamente como enemigos, y pedían de vez en cuando una tregua para reorganizar sus fuerzas y prepararse para el próximo ataque. Pero el señor Vastop (inevitablemente llamado Viejo Cabeza Gorda) era distinto. Era un hombrecillo semejante a una rata, con la nariz larga y afilada, y una boca menuda y fruncida que dejaba ver unos dientes salientes. Tenía mal carácter, sarcasmo, y la desagradable costumbre de atraer a sus víctimas con amistosas insinuaciones para que le hicieran confidencias que luego usaba como arma contra ellos cuando se presentaba la ocasión. Incluso había arrancado de Guillermo (con su sonrisa de ratón) confidencias sobre su buen perro «Jumble» sólo para comentar en público la semejanza de Guillermo con su «perro de mala ralea» la próxima vez que Guillermo llegara al colegio con su acostumbrado desaliño.

—Oh, no pensemos en «él» —dijo Guillermo—. Él no está hecho para vivir en los árboles. En un pantano o en unas… arenas movedizas debiera estar. De todas formas el miércoles hizo el ridículo. ¡Mira que creer que Denis Compton jugaba para el Kent!

El miércoles anterior Guillermo había pasado por el lugar donde el señor Vastop con aire de sabiduría estaba hablando con un grupo de niños, y al pasar había corregido una de las declaraciones del profesor con una brusquedad tal vez innecesaria. El rostro de ratón del señor Vastop se puso como la grana, pero Guillermo desapareció antes de que pudiera replicarle adecuadamente.

—Es un ignorante —continuó Guillermo—. ¿De qué le sirve tener todas esas letras detrás de su nombre si cree que Denis Compton juega para el Kent? Es el hombre más ignorante que he conocido.

—Bueno, él no importa —exclamó Pelirrojo—. Sigamos con la casa en el árbol.

Dieron vuelta a la casa pasando por delante de la ventana abierta de la salita de estar. A través de ella vieron a Roberto y a una joven con ojos de un azul intenso sentados en el sofá. La joven estaba entregando a Roberto algo que parecía una corbata de un color y dibujo muy atrevidos.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo introduciendo la cabeza por la ventana para poder examinar el extraño objeto desde más cerca.

—¡Lárgate! —le gritó Roberto.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo asomando la cabeza por la ventana.

Guillermo se marchó.

—¿Quién es ella? —preguntóle Pelirrojo cuando prosiguieron su camino.

—Es la chica de esa familia que ha venido a vivir a «Los Cedros» —repuso Guillermo—. Acaba de llegar de América donde ha estado con unos parientes y se llama un nombre horrible que no puedo recordar… suena algo así como rocas… pero un poco distinto… y Roberto dice que es la chica más bonita que ha visto en su vida.

—A mí me ha parecido muy corriente —exclamó Pelirrojo.

—Todas lo son —replicó Guillermo—, pero… —agregó con creciente excitación—… ¿Viste la corbata que le estaba dando? Jamás había visto una corbata como esa. Estaba llena de gente y pelotas y cosas…

—Oh, deja eso ahora —replicó Pelirrojo—. Vamos al bosque y sigamos con el árbol-casa.

En la salita de estar Roberto parpadeaba echándose hacia atrás en tanto Roxana extendía la corbata ante sus ojos.

—Hacen furor en Nueva York —le dijo—. Son mucho más elegantes que las aburridas corbatas que lleva la gente en Inglaterra, ¿verdad?

—Sí —respondió Roberto recuperando sus perdidas fuerzas.

—La escogí especialmente para ti, Roberto. Quería traerte algo que… bueno, que fuese una especie de símbolo entre nosotros. Quería que «significara» algo. Ya sabes que soy muy especial para eso, Roberto. Me gusta que todas las cosas «signifiquen» algo.

—Sí —convino Roberto tratando de ocultar su asombro—. Sí… er… desde luego.

—Ya ves, es moderna —dijo Roxana con vehemencia—. No es vulgar y anticuada con lunares, rayas o cosas. Pertenece al mundo al que tú y yo pertenecemos, el mundo que no está ligado por las antiguas ideas y convencionalismos. Soy especial para eso, Roberto, ya lo sabes. No puedo soportar las ideas anticuadas y los convencionalismos. Lo que estoy tratando de decirte, Roberto, es que es más que una corbata.

Roberto contempló las abigarradas figuras de los jugadores de «baseball» que en diversas actitudes… saltando, agachados, agrupados, arrastrándose… adornaban el pedazo de ropa. Una pelota aparecía de vez en cuando sin que estuviera muy a la vista el papel que jugaba en aquella pesadilla.

—Sí —respondió Roberto, sintiéndose sobre un terreno algo más firme—. Sí ya veo que lo es.

—Es casi lo que podríamos llamar una «gage d’amour», Roberto —le dirigió una mirada avasalladora con sus ojos azul intenso—. ¿Entiendes lo que significa, verdad?

—Bueno —Roberto lanzó una breve risa nerviosa y se pasó la mano por el interior del cuello de su camisa. El francés de Roxana era maravillosamente parisino, y el de Roberto, como el que enseñan las monjas—. Bueno… er…

—Es francés, ya sabes —le dijo Roxana en tono amable.

—¡Oh, sí, claro! —exclamó Roberto con alivio—. Sí… yo no puedo pronunciarlo como tú… con reverencia… pero sé lo que significa. Es… maravilloso por tu parte, Roxana.

—Es una especie de «símbolo», Roberto, de que compartimos los mismos ideales, que las mismas cosas «signifiquen» lo mismo para nosotros, y que ambos deseamos tirar por la borda todo lo que sea atrasado, anticuado e… insular.

Roberto volvió a mirar la corbata. Iba haciendo su efecto sobre él. Nadie en el pueblo tenía nada que pudiera comparársele. Y se daba cuenta de que le proporcionaría cierta distinción, alzándole por encima de la demás gente que llevaba lunares y rayas alrededor del cuello. Y ya se oía diciendo con aire divertido:

—¿De veras no has visto ninguna como ésta hasta ahora? Oh, en Nueva York todo el mundo las lleva.

—Me la pondré ahora, ¿quieres? —le dijo comenzando a deshacer el nudo de la sobria corbata azul marino y blanca que rodeaba su cuello.

Roxana puso la mano sobre su brazo.

—No, Roberto. Quiero que te la pongas en alguna «ocasión». Ya, sabes que soy muy especial para eso. Cuando una cosa significa mucho para mí quiero hacer de ella un acontecimiento. Verás, el jueves voy a dar una fiesta a mis amigos… a mis amigos especiales… y quiero que te la pongas entonces. Y… quizás te parezca tonta, pero soy muy especial para esto… quisiera que te la pusieses entonces por primera vez. Si vienes a la fiesta llevando la corbata será señal de que somos «verdaderos» amigos, que sientes lo mismo que yo respecto al protocolo y convencionalismos, y esa clase de cosas. Y si no la llevas…

—Pero, Roxana, claro que la llevaré —exclamó Roberto con fervor—. Claro que me pondré la corbata.

—Piénsalo, Roberto. Piénsalo con calma. Significa tanto para los dos —dijo Roxana en tono solemne—. El año pasado…

Se detuvo y su rostro se ensombreció con algún doloroso recuerdo.

—¿Sí, querida? —la animó Roberto.

—Hubo un hombre… que «parecía» compartir todas mis ideas sobre estas cosas y cuando fui a Nueva York con mis primas… lo mismo que este año… y le traje una corbata como a ti. Era parecida a ésta aunque tal vez un poco más atrevida… —Roberto miró la corbata y parpadeó—. Y le dije lo mismo que acabo de decirte, y que la llevara en mi fiesta si realmente sentía por mí lo que él decía, y… y…

—¿Y qué?

—No se la puso. Fingió haberla perdido. ¿Has oído alguna vez una excusa más cobarde? No se la puso y dijo que la había perdido. Ya no «significó» nada para mí. Soy muy especial para eso, ya sabes. Cuando una persona me decepciona ya no significa nada para mí.

—Pero claro que llevaré la corbata a tu fiesta, Roxana —dijo Roberto—. Ha sido maravilloso que me lo pidieras.

—Fue una excusa tan «cobarde» decir que la había perdido, ¿verdad? Entonces le vi como era realmente, y lo aparté de mi vida. Tú crees que hice bien ¿verdad, Roberto?

—Desde luego —replicó Roberto con fervor.

—Y no te la pondrás antes de la fiesta, ¿verdad?

—Naturalmente que no —dijo Roberto—. A decir verdad no puedo ponérmela antes porque mañana voy a pasar unos días de vacaciones con Jameson y no volveré hasta el jueves por la tarde.

Roxana exhaló un suspiro largo y profundo.

—Me temo que tengo un carácter raro y complicado, Roberto —dijo—. Muy pocas personas me comprenden de verdad. Esa es la gran tragedia de mi vida. Tengo ideales muy altos y muy pocos amigos saben alcanzarlos… Supongo que debes considerarme muy tonta, ¿no, Roberto?

—Creo que eres adorable —repuso el muchacho feliz de haber llegado a un punto donde él se sentía sobre terreno firme—. Y creo que todo en ti es adorable… tus ojos, tus cabellos, tu boca y… bueno, también adoro tu nombre. Roxana… Es el nombre más hermoso que he oído en mi vida.

—Bueno, me «pertenece», ¿no? —dijo Roxana—. En cuanto lo vi… en un libro, he olvidado cual… supe que me pertenecía. Mis padres me pusieron Elsa. He tratado de perdonarles pero no ha sido fácil. Yo soy tan sentida. ¡Elsa! —se estremeció—. No me va nada, y si una cosa no va conmigo, no puedo soportarla. Parece empañar toda mi personalidad. Soy muy especial para eso, Roberto… Una temporada estuve a punto de decidirme por Perdita, pero en cuanto vi Roxana supe que era mi nombre.

—Roxana… —repitió Roberto pronunciando las sílabas con lentitud—. Es el nombre más bonito que he oído en mi vida, y te sienta tan bien.

—Bueno, demuestra que estoy un poco por encima de la vulgaridad, ¿no?

—¿Por encima de la vulgaridad? —repitió Roberto con ardor—. Oh, Roxana, la primera vez que te vi…

La conversación siguió por estos derroteros.

* * *

La construcción de la casa en el árbol también continuaba por senderos trillados.

Guillermo se cayó del árbol, se rompió la camisa, se empapó hasta los huesos en su afán de «llevar» agua desde el arroyo a su improvisado «dormitorio», perdió el pañuelo y los tirantes durante el proceso de convertir la rama más alta en un asta de bandera, adquirió una capa de hollín en su intento de construir una chimenea en «la sala de estar»… y al final fue expulsado del bosque… con Pelirrojo pegado a sus talones… por un guardián furioso cuyas amenazas de venganza añadieron una pincelada final de color a la mañana ya llena de colorido.

—¡Troncho! —jadeó Guillermo cuando se hallaron seguros en la carretera principal—. Esta vez ha dicho cosas muy interesantes, ¿no es verdad?

—Sí —repuso Pelirrojo—. Ha inventado algunas nuevas desde la última vez… Sabes… no creo que los árboles sean tan buenos como las casas.

—Bueno, la próxima vez probaremos otra clase de árbol —propuso Guillermo—. Apuesto a que ese abeto grande iría mejor. Una vez que se ha probado, los abetos resultan fáciles de trepar.

—Pero no hay mucho sitio en las ramas —replicó Pelirrojo—. Apuesto a que el roble iría mejor.

—Los probaremos los dos —dijo Guillermo—, y tendremos que montar una especie de ascensor para que suba «Jumble». He intentado enseñarle a trepar a los árboles pero no sabe. Se hace un lío con tantas patas.

—Podríamos atarle una cuerda por la cintura y subirle.

—Sí —respondió Guillermo, pero estaba ausente.

Sus pensamientos no estaban en la casa del árbol, sino en la corbata que Roxana regalaba a Roberto.

—¡Troncho! Era estupenda —dijo—. Llena de hombres jugando al fútbol. Nunca había visto una igual. ¡Troncho! ¡Una corbata llena de hombres jugando al fútbol!

—No la vi muy bien —contestó Pelirrojo—, pero si es americana supongo que debía ser «baseball» y no fútbol.

—Bueno, entonces «baseball» —dijo Guillermo—. Si tengo ocasión te la enseñaré. Sé dónde guarda las corbatas.

Se la describió a Enrique y a Douglas… y a toda la clase. Y antes de darse cuenta… se vio comprometido… a llevar la corbata a la escuela y exhibirla durante el recreo del día siguiente. Sentía que la empresa tendría sus dificultades, pero la ausencia de Roberto que estaba de vacaciones pareció disminuir el riesgo.

—Sólo la traeré, y luego la devolveré en seguida —se aseguró para sus adentros—. Si sólo la traigo y luego la devuelvo no puede ocurrirle nada.

Con sigilo y osadía entró en el dormitorio de Roberto y abrió la puerta del armario. Allí en un cordón sujeto a la parte posterior de la puerta colgaban las corbatas de Roberto… pero la que le interesaba no estaba entre ellas. Roberto había oído mencionar casualmente a su madre una Venta Benéfica que iba a celebrarse en el Instituto Femenino el sábado en que estaría ausente y, recordando que en la última de estas ventas del instituto ella había contribuido con una gran variedad de sus posesiones más queridas, supo encontrar, según él creía, un escondite secreto y seguro para su preciosa corbata, en el fondo de una caja de cuellos en el primer cajón de su cómoda. Y hete aquí, que tras una búsqueda desordenada, pero concienzuda, Guillermo la encontró todavía envuelta en su papel celofán, cuidadosamente escondida en la caja de cartón, debajo de los cuellos.

La introdujo en su bolsillo y encaminóse a la escuela, donde sus mejores ambiciones quedaron colmadas. Sus contemporáneos le rodearon durante el recreo hechizados por el colorido y vigor de su vista. Aprovechando la ocasión, Guillermo les dio una animada conferencia sobre el juego del «baseball» que inventó en aquel mismo momento.

—Este jugador trata de saltar por encima de este otro, y éste se arrastra para acercarse al poste de la meta, y éste otro está bailando una danza de guerra nativa… es parte del juego… y éste otro…

—¡Troncho! ¡Qué cantidad de pelotas! —dijo alguien.

Guillermo se apresuró a explicarse.

—Sí, juegan con siete pelotas —dijo—. Es parte del juego.

La multitud lanzó una exclamación de asombro y maravilla.

—Oh, sí —prosiguió Guillermo que en aquellos momentos se estaba dejando llevar más allá de lo prudente—. Siete pelotas no es nada para ellos. En «baseball» puede jugarse con tantas pelotas como se quiera. Tratad de dar a una pelota con otra lo mismo que se hace en el billar…

Se daba cuenta de que se estaba saliendo de la raya, y le alivió que en aquel momento sonara la campana y su público entrara en las aulas. Pero aquello se le había subido a la cabeza. Había disfrutado manteniendo suspensa a toda aquella multitud como una autoridad en «baseball», y deseaba seguir adelante. Se le habían ocurrido otras variantes imaginarias de aquel juego, y dando un codazo a Frankie Parker que estaba sentado en el pupitre contiguo, volvió a sacar la corbata de su bolsillo.

—Mira, Frankie —susurró—: Éste que tiene la boca abierta es el capitán y está lanzando el grito de guerra. Es así…

La mano dura del señor Vastop se posó en su hombro, y su aguda voz cortó en seco las primeras notas del grito de guerra.

—Deme eso, Brown.

—Deme eso, Brown —dijo el señor Vastop.

Y el señor Vastop regresó a su mesa llevando la corbata con aire de triunfo.

—Nuestro amigo Brown tiene un gusto muy especial para las corbatas —dijo extendiendo el brazo e inspeccionándola con su mirada de ratón—. Un gusto muy llamativo que no debe alentarse en alguien tan joven. Tal vez sea una buena cosa que no tenga oportunidad de disponer de este ejemplar en particular.

La tapa del escritorio del señor Vastop se cerró sobre la corbata y el horror se cerró sobre Guillermo. Él no sabía nada de la fiesta de Roxana, y de la promesa solemne de Roberto de ponerse la corbata para tal ocasión, pero sí sabía que la corbata era un regalo de Roxana para Roberto, que su hermano le había visto inspeccionar la corbata desde la ventana puesto que le llamara la atención, y que inmediatamente relacionaría su desaparición con su interés… y que tenía que devolverla a manos de Roberto con rapidez y seguridad.

—No importa —aseguró a sus amigos después de la clase con una confianza que no sentía—. Le diré que es de Roberto. Yo… yo hablaré con él cuando terminen las clases.

—Apuesto a que se pondrá furioso —replicó Pelirrojo—, y apuesto a que te dice que no te la devolverá hasta final de curso.

Los amigos de Guillermo le observaron mientras hablaba con el señor Vastop al finalizar las clases. El señor Vastop no se puso furioso. Al contrario, estaba encantado. El señor Vastop consideraba que Guillermo le había «puesto en evidencia» en el asunto del jugador de «cricket» y él no olvidaba jamás a quien le ponía en evidencia, y dio por bienvenida la oportunidad de vengarse de Guillermo, e intentaba sacar el mayor jugo posible al asunto.

El rostro normalmente sonrosado de Guillermo había palidecido un tanto cuando fue a reunirse de nuevo con sus amigos.

—¡Troncho! —les dijo—. Dice que no piensa devolvérmela. Le dije que era de Roberto y no le importa. Le dije que me ganaría una buena reprimenda de Roberto, y tampoco le importa nada. Le dije que Roberto se enfadaría mucho con él y… ¡troncho…! tampoco parece importarle. Le dije que podía hacerme lo que quisiera… que me «torturara»… con tal que me la devolviese. Le dije que podía arrancarme los dientes y colgarme por los pulgares como hacían la gente en la historia.

—¿Y qué dijo a eso? —preguntó Pelirrojo.

—Dijo que la tortura mental era mucho más efectiva y que disfrutaría observándome y que esperaba que Roberto me aplicase la otra clase de tortura… ¡y apuesto a que lo hará!

—Bueno, no puedes hacer nada, ¿verdad? —se interesó Pelirrojo.

Guillermo frunció el ceño pensativo.

—Falta casi una semana para que vuelva Roberto. Intentaré algo…

—¿Qué puedes intentar?

—Primero intentaré conmover su corazón —dijo Guillermo tras una breve pausa—. Es un villano, desde luego, pero muchos villanos se conmueven en los libros y no veo por qué no puedo conseguir que él se conmueva. Incluso un villano tiene un fondo bueno y yo voy a tratar de dar con el suyo.

Pero la búsqueda de Guillermo resultó infructuosa. Consiguió hacer un ejercicio de geografía, que exceptuando unos cuantos borrones y diversas equivocaciones garrafales, era tan perfecto como él sabía hacerlo. Pasó toda una tarde aprendiendo fechas históricas, que al día siguiente repitió sólo con un perdonable porcentaje de errores. Recogió un lápiz que se le había caído al señor Vastop entregándoselo con una sonrisa amable. Incluso, el sábado, cuando el señor Vastop fue a reunirse con los espectadores del partido de «cricket», le acercó una silla, resistiendo la tentación de retirarla en el momento de sentarse el profesor… y el señor Vastop recibió todas estas atenciones con una sonrisa de ratón que demostraba el placer inmenso que le causaba aquella situación. Los días fueron transcurriendo hasta que llegó el miércoles, la víspera del regreso de Roberto.

—Bueno, no tiene ni una pizca de buen fondo —declaró Guillermo con firmeza—. He tratado de encontrárselo y no lo tiene. Es uno de esos villanos sin buen fondo, lo mismo que Hitler, Nerón, y ese hombre de la Recaudación de Impuestos de que habla mi padre. Tendré que hacer algo desesperado.

—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo—. ¿No irás a raptarle o algo así, verdad?

—N-no. No creo. Tardaría demasiado en prepararlo, y no sabría dónde meterle y armaría un escándalo tremendo cuando le soltase.

—¿Qué vas a hacer entonces? —quiso saber Pelirrojo.

—Pienso recuperarla —dijo Guillermo—. La ha sacado de su escritorio porque lo he mirado, de manera que debe de estar en su casa. Esperaré a que no haya nadie en su casa, y entonces entraré a buscarla.

—¡Troncho! Podrías ir a la cárcel por eso —exclamó Pelirrojo.

—Bueno, no me importaría ir a la cárcel con tal de que primero recupere la corbata. No creo que me metieran en la cárcel en seguida. He oído decir que las cárceles están llenísimas hoy en día, de manera que supongo que la gente tiene que aguardar turno lo mismo que ocurre con los hospitales. De todas formas, si estuviera en la cárcel no tendría que asistir a sus asquerosas clases de historia y geografía. Y siempre podría escapar cuando me cansase. Siempre he deseado tratar de evadirme de la cárcel. Pasaría por entre los barrotes y me descolgaría atando las sábanas que previamente tendría trenzadas a modo de cuerda y luego…

Era evidente que Guillermo estaba en peligro de dejarse llevar por este tema, de manera que Pelirrojo apresuróse a interrumpirle.

—Sí, pero respecto a la corbata…

—Oh, sí —dijo Guillermo arrancándose de mala gana de la contemplación mental de su osada fuga de la cárcel, y volviendo al asunto en cuestión—. Sí, en cuanto a la corbata… Bueno, iré a su casa, como te he dicho, esperaré a que hayan salido todos, y… bueno… la cogeré. Apuesto a que dejará una ventana abierta. La gente siempre lo hace. Y si no, apuesto a que puedo trepar por ese cobertizo y entrar por una de las ventanas de arriba, lo mismo que hago en casa cuando mamá se olvida la llave.

—¿Suponte que está la mujer de la limpieza o alguien?

—No estará. El viejo Cabeza Gorda alquiló la casa del viejo Frenchie y la misma mujer de la limpieza, que sólo va por las mañanas.

—¿Cuándo lo haremos?

—Hoy, desde luego. Es cuestión de vida o muerte. Si no lo hacemos hoy estamos listos. Por lo menos yo. Cuando Roberto se enfurece no se detiene ante nada… Vamos a casa a merendar y luego iremos a la del viejo Cabeza Gorda para hacerlo.

El señor Vastop, al salir de su casa una hora más tarde, no reparó en dos niños pequeños que se ocultaban tras el seto del otro lado de la carretera.

—¡Vamos, de prisa! —dijo Guillermo cuando la menuda figura hubo desaparecido de su vista—. Hay una ventana abierta. Apuesto a que no tardo ni dos minutos en entrar, coger la corbata y volver a salir.

La suerte pareció acompañarles. La carretera estaba desierta, y permaneció desierta mientras alzaban el marco de la ventana, y entraban en la pequeña sala de estar del señor French, ahora en posesión temporal del señor Vastop.

—El viejo Frenchie acostumbraba a guardar las cosas que confiscaba en este cajón —dijo Guillermo abriendo uno del escritorio—. A menudo me las ha sacado de aquí cuando le supliqué que lo devolviera. Es un villano, lo mismo que el viejo Cabeza Gorda, pero con mejor fondo.

Sin embargo, un registro concienzudo del cajón sólo descubrió ordenados montones de papel de notas y sobres… cajas de clips… lápices de colores… una cajita de pastillas para la tos… copias de certificados del señor Vastop que Guillermo leyó con incredulidad y sorpresa, y una fotografía del propio señor Vastop, a la que Guillermo no pudo resistir la tentación de añadir un bigote retorcido, uña pipa enorme y un sombrero con una pluma.

—No está aquí —dijo al fin volviendo a cerrar el cajón—. Miremos en ese armario.

—Estás haciendo mucho ruido, has cerrado el cajón de golpe —exclamó Pelirrojo—. Apuesto a que alguien lo va a oír desde la carretera y entrará a ver qué ocurre.

Guillermo miró a su alrededor.

—Está bien, pongamos la radio —dijo—. Apuesto a que nadie se pregunta qué está pasando si oye sonar la radio.

Hizo girar el botón y las notas de una marcha militar llenaron la estancia.

—Debemos dejarlo todo ordenado como estaba —prosiguió pelirrojo un poco nervioso—. Nos vamos a ganar una buena reprimenda si descubre que hemos estado aquí.

—De acuerdo —dijo Guillermo volviendo a colocar con todo cuidado un montón de revistas antiguas en el armario, y resistiendo la tentación de probar una lata de galletas que reposaba debajo de las revistas—. Ahora vamos a mirar en aquella cómoda.

El registro continuó. La banda militar dio paso a una comedia que consistía principalmente en un diálogo entre dos hombres. El armario y la cómoda fueron registrados sin ningún éxito. Y cuando ya, de mala gana, iba a abandonar la búsqueda, Pelirrojo contuvo el aliento y dijo:

—Ha vuelto, Guillermo. Está abriendo la puerta de la cerca.

—¡Troncho! —exclamó Guillermo—. ¡Escondámonos, de prisa!

Guillermo se ocultó detrás del armario y Pelirrojo detrás de una gran butaca. Desde su escondite, Guillermo vio al señor Vastop entrando alegremente en su jardín, y luego detenerse y ponerse pálido al oír las voces del diálogo de la radio (que habían llegado al punto culminante de la trama) y que le llegaban a través de la ventana abierta. Se quedó allí de pie, mirando la casa, con su rostro de ratón contraído en una mueca de terror. Luego echó a andar de nuevo hacia la cerca. Frankie Parker pasaba en aquel momento por la carretera.

—¡Parker! —gritó el señor Vastop con su vocecilla aguda y agitada—. Corra velozmente a la comisaría de policía y dígales que envíen a alguien en seguida. Dígales que al volver del pueblo he encontrado ladrones en la casa. ¡De prisa! ¡De prisa! ¡De prisa!

—Sí, señor —dijo Frankie emprendiendo un trote decoroso por la carretera. Jamás hubo nada que alterase la compostura de Frankie.

Mientras el señor Vastop continuaba mirando con horror hacia la casa, las voces de los actores se apagaron, y la voz del locutor, clara, llegó hasta él.

—Han oído ustedes «Vida en Peligro», una obra de Adrian Ashtead… Ahora son las cinco y media… Les presentamos a la Orquesta de Baile de Donald Macalastair…

Y a continuación se oyeron las notas de un bailable.

El señor Vastop tenía la boca abierta hasta el máximo, y los ojos a punto de salirse de sus órbitas… Corrió hacia la puerta principal, la abrió con su llave y entró en la sala de estar. Allí quedó inmóvil contemplando la radio mientras abría y cerraba la boca sin darse cuenta.

—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —gimió—. Debo habérmela dejado puesta después de merendar. Creí que la había apagado. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío!

Sacando su pañuelo se enjugó la frente. Y luego, como si hubiera tomado una decisión repentina, hizo girar el botón y la apagó… abrió los cajones de su escritorio esparciendo su contenido por el suelo… se torció la corbata, alborotó sus cabellos, se sacó los faldones de la camisa… derribó una silla pequeña… arrugó la alfombra a puntapiés hasta dejarla arrinconada a un lado… esparció los objetos que había encima de la chimenea por el hogar, y volcó el contenido de una pequeña librería encima de la alfombra. Acababa de realizar todas estas operaciones cuando la robusta figura del policía apareció en la cerca encaminándose a la puerta principal.

—Pase, agente —le gritó el señor Vastop jadeando ruidosamente—. Llega demasiado tarde. Me las arreglé con esos individuos como pude, pero me temo que han escapado. Aquí tiene el campo de batalla.

Y con un gesto de su mano abarcó la desordenada habitación.

—¡Canastos! —exclamó el policía contemplando la escena mientras sacaba su libreta de notas de su bolsillo—. ¿Tiene usted la amabilidad de contarme lo que ha sucedido, señor?

—Desde luego, agente, desde luego —repuso el señor Vastop—. Oí las voces de esos hombres y les vi desde la ventana mientras entraba en el jardín, de manera que envié a un niño que pasaba a buscarle a usted y entré a ver si podía arreglármelas solo. Encontré a dos hombres aquí vaciando el escritorio, como puede usted ver.

—Sí, señor… ¿Podría describirlos?

—Desde luego, agente, desde luego… Los dos eran corpulentos. Uno era moreno, llevaba traje oscuro, y el otro era… er… rubio, vestido de claro. Luché con ellos en seguida, de manera que no pude observar muchos detalles.

—Claro, señor —dijo el policía escribiendo afanosamente.

—Primero derribé a uno de un puñetazo, pero el otro se lanzó sobre mí, y mientras luchaba con él, se levantó el primero. Conseguí llegar a la puerta y esperaba poder entretenerlos hasta que usted viniera. Al rubio le propiné un puñetazo que le lanzó contra la librería, tirando todos los libros, como usted ve, y luego tuve que luchar con los dos, aunque yo no me llevé la peor parte. Creo… —lanzó su risa sarcástica— que encontrará a uno con la nariz rota y el otro con la mandíbula dislocada.

—Desde luego ha demostrado usted ser muy valiente, señor —dijo el policía con respeto.

—Desde luego ha demostrado mucho valor —dijo el policía.

El señor Vastop volvió a lanzar su risa sarcástica.

—Oh, bueno… Puede que me falten otras muchas buenas cualidades, pero me enorgullezco de no andar corto de valor… Sin embargo, los dos hombres se escaparon al fin sin que pudiera evitarlo.

El policía contempló el contenido del escritorio esparcido por el suelo.

—¿Le faltan muchas cosas, señor? —le dijo.

—Afortunadamente no —repuso el señor Vastop. A decir verdad, no me falta nada. Acababan de empezar su trabajo cuando les estorbé… y creo que «estorbar» es la palabra exacta… ¡ja, ja!

—¿No podría describirlos más ampliamente, señor? —le dijo el policía.

—Oh, sí, creo que sí —replicó el señor Vastop cuya imaginación había tenido tiempo de ejercitarse durante aquel intervalo—. El moreno tenía un gran bigote y… er… la nariz abultada… y el rubio era… er… un poco calvo en las sienes y… tenía los ojos saltones. Verdaderos tipos de «gangsters».

—Ha salido usted muy bien de esto, señor —le dijo el policía—. Debo felicitarle por su valor… Bueno, ahora me marcho con el informe. Tal vez «podamos» atraparles, pero es probable que ahora estén ya al amparo de los bosques y nadie sabe qué dirección tomarán desde allí. Adiós de momento, señor.

—Adiós, agente —repuso el señor Vastop mostrando sus dientes salientes en una sonrisa efusiva—. Y estaré dispuesto a cualquier interrogatorio. ¡Ja, ja!

El policía se marchó con aire majestuoso y el señor Vastop se puso a trabajar colocando cada cosa en su sitio. Y mientras estaba recogiendo los objetos de adorno del hogar vio de pronto a Guillermo acurrucado detrás de la butaca. Le miró asombrado y con espanto, y una vez más abrió la boca y sus ojos estuvieron a punto de salirse de sus órbitas.

—¡Cómo te atreves! —musitó—. ¡Cómo te «atreves»! ¿Qué significa esto? —su brazo delgado arrastró a Guillermo fuera de su escondite—. ¿Qué te propones invadiendo mi habitación privada? Yo… yo…

—He venido por causa de esa corbata que usted me quitó —le dijo Guillermo con sencillez.

—No hemos hecho ningún daño —exclamó Pelirrojo saliendo de su escondite—. Sólo la hemos estado buscando.

—Daré parte al Director del colegio —exclamó el señor Vastop—. Y haré que os expulsen a los dos. Yo… —se detuvo en seco mientras iba apareciendo en su rostro una mirada preocupada—. ¿Cuánto tiempo lleváis ahí?

—Todo el tiempo —dijo Guillermo en tono inocente y con el rostro libre de expresión—. Estábamos aquí cuando entró usted y apagó la radio.

—Estábamos aquí cuando usted empezó a revolverlo todo —prosiguió Pelirrojo.

—Estábamos aquí cuando llegó el policía —dijo Guillermo.

—Estábamos aquí cuando llegó el policía —dijo Guillermo.

El señor Vastop se les quedó mirando mientras un ligero rubor coloreaba sus mejillas, y sus dientes de ratón asomaban en una sonrisa fantasmal.

—Probablemente habréis confundido por completo la situación, hijos míos —les dijo—. Confundido por completo. Era… era… —su rostro se contrajo en el esfuerzo de buscar una explicación… al fin llegó la inspiración y volvieron a asomar sus dientes—. Era una apuesta. Sí, eso fue. Una apuesta. Una apuesta que hice con un amigo. Me apostó a que no podría hacerlo y yo le aposté a que sí. La comprendéis, ¿verdad? Sólo fue una apuesta. Una broma. Una especie de juego. ¡Ja, ja!

—Sí —respondió Guillermo con el rostro cubierto de aquella máscara inexpresiva—. Ya lo explicaremos cuando lo contemos a la gente, ¿podemos, verdad?

—No, no —dijo el señor Vastop con un sonido que quiso ser una risa conciliadora—. ¡Oh, no, no, no! No debéis decírselo a nadie. Sería… sería traicionar la confianza de mi amigo si se lo contarais a alguien. Yo… yo… yo le di palabra a mi amigo de que nadie lo sabría. Yo confío en vuestro honor para que no digáis ni una palabra a nadie.

El rostro de Guillermo era ya tan inexpresivo que parecía tallado en madera. Miraba fijamente ante sí.

—Tengo muy mala memoria —dijo—. Es curioso, pero tengo el presentimiento de que si me devuelve la corbata de Roberto no me acordaré de nada. Lo echaré todo de mi cabeza.

El rostro del señor Vastop se ensombreció.

—Te dije… —comenzó en tono severo, pero luego se detuvo—. Está en mi dormitorio —prosiguió—. Iré a buscarla.

Salió de la habitación, y Guillermo volvió su rostro inexpresivo hacia Pelirrojo y lentamente le guiñó un ojo. El profesor regresó con la corbata todavía envuelta en su papel celofán, en la mano. Había recobrado algo de su dominio.

—Como pareces arrepentido de tu desdichado comportamiento —le dijo—, estoy dispuesto a pasar esta vez por alto y esto, y devolverte el… er… el artículo confiscado. Pero espero que esto te sirva de lección.

—Sí, señor —dijo Guillermo.

—¿Y confío en que… er… respetarás la confianza de mi amigo?

—¿Quiere usted decir que no se lo diga a nadie? —preguntó Guillermo—. No, no se lo diremos a nadie, ahora que me ha devuelto la corbata.

El señor Vastop exhaló un suspiro de alivio. Guillermo tenía todos los fallos imaginables, pero no era niño que faltase a su palabra. Le devolvió la corbata a Guillermo quien la guardó en su bolsillo, y los dos niños salieron a la carretera. El señor Vastop que les miraba marchar desde la ventana, se sacó una vez más el pañuelo para enjugar su frente.

Con cautela y en silencio, Guillermo y Pelirrojo se dirigieron al dormitorio de Roberto y abrieron el cajón donde estuviera la caja de cuellos. Pero dicha caja ya no estaba allí.

—¡Troncho! —dijo Guillermo—. ¿Qué habrá sido de ella?

—No importa —replicó Pelirrojo—. Deja eso donde estaba y vámonos de prisa. Estoy harto de este dichoso asunto de la corbata. Quiero volver a trepar a los árboles. Quiero probar en el abeto.

—De acuerdo —dijo Guillermo—. La pondré debajo de los pañuelos. Apuesto a que de todas maneras arma un escándalo cuando vuelva.

Y Roberto vaya si armó escándalo cuando volvió a su casa.

Llegó apenas con el tiempo justo para vestirse para la fiesta de Roxana, subió corriendo a su cuarto con el rostro resplandeciente de felicidad, volviendo a bajar al poco rato con el rostro lleno de horror.

—Mamá, ¿dónde está la caja de cuellos que estaba en el primer cajón de mi cómoda?

La señora Brown alzó su mirada plácida del zurcido que estaba haciendo.

—La envié a la Venta Benéfica, querido —le dijo.

—¿Que la enviaste…?

A Roberto le falló la voz.

—Sí, querido. Era la caja de cuellos que tía Maggíe te envió el año pasado por Navidad, ¿no?, y dijiste que eran una medida demasiado grande para ti. Recuerdo que dijiste que te iban grandes y yo no creo en eso de almacenar cosas inútiles. Es mejor dejar que otros las usen.

—Pero debajo de los cuellos… —prosiguió Roberto con voz ronca—. ¿No miraste debajo de los cuellos?

—No, querido —replicó la señora Brown—. ¿Por qué había de mirar? Envié la caja tal como estaba.

—¡Cielo Santo! —exclamó Roberto, desesperado, comprendiendo todo el significado de aquella tragedia—. Ella nunca me creerá… «jamás» me creerá.

—¿Quién no creerá el qué, querido? —preguntó la señora Brown cortando una hebra de hilo y acercando la aguja a la luz.

Roberto lanzó una risa amarga.

—Bueno, lo único que espero es que nunca sepas lo que me has hecho —dijo—. Sólo espero… —observó que Guillermo estaba en la puerta y se volvió hacia él furioso—. No te quedes ahí escuchando lo que no te importa. ¡Lárgate!

—¿Has mirado debajo de tus pañuelos, Roberto? —le dijo Guillermo con aire inocente.

—¿Si he…? —comenzó Roberto con voz de trueno, pero de repente se detuvo y subió las escaleras de tres en tres.

A los pocos segundos regresaba con la corbata, en tanto que Guillermo y Pelirrojo se disponían a salir por la puerta.

—Sí, allí estaba —dijo Roberto.

—Supuse que debía estar —repuso Guillermo—. Vamos, Pelirrojo.

—¡Eh! ¡Un minuto! —exclamó Roberto mientras su mente era un torbellino de alivio, sospechas y asombro.

—Tenemos que marchamos —dijo Guillermo desde la cerca—. Vamos a hacer una casa en un árbol, y ya hemos perdido demasiado tiempo.

Roberto les estuvo mirando mientras desaparecían por la carretera y su mente luchaba por desentrañar la inexplicable desaparición y reaparición de la corbata. Hubiera apostado que aquellos dos pillastres tenían algo que ver, ahora que lo pensaba, todo el cajón estaba revuelto. Vaciló, sin saber si echar a correr tras ellas para arrancarles la verdad, pero luego decidió dejar las cosas como estaban. Por lo que a Guillermo respecta era más seguro dejar las cosas tal como estaban. Había devuelto la corbata y eso era lo importante. Y no había más tiempo que perder… De pie ante el espejo del recibidor, se puso la corbata alrededor del cuello: hizo el nudo y con una sonrisa beatífica, se encaminó rápidamente a la fiesta de Roxana.