GUILLERMO Y EL PROFESOR DE HISTORIA

Guillermo había pensado que el colegio no podría ser peor de lo que era, pero de pronto…, a medio curso…, descubrió su error. El profesor de Historia, un hombre tranquilo y ya mayor, corto de vista, sordo, y que tenía una agradable forma de exponer sus teorías históricas sin que le importase en lo más mínimo si le escuchaban o no, enfermó de escarlatina y tuvo que ser llevado al hospital.

Guillermo pasó algunas de estas clases realizando oficialmente los deberes, pero en realidad lo que hacía era entregarse a deportes y pasatiempos tales como: lanzamiento de cañamones con cerbatana, carreras de ciempiés, «cricket» a base de la regla y la goma de borrar, y charcos de tinta. Entonces llegó el «suplente»… un hombre menudo, pulcro, de dientes protuberantes y un modo de ser que era una mezcla de afectuosidad, jovialidad y sarcasmo. Además, tenía teorías muy modernas acerca de la enseñanza de la historia. Creía en la conveniencia de convertirla en realidad representándola. Cuando les dio la lección de la Carta Magna, uno de los niños hizo de Rey Juan y los otros fueron los turbulentos barones. Cuando les habló de Carlos I, uno de ellos tuvo que ser Carlos I, otro el verdugo, etcétera. La novedad de este procedimiento hacía mucho que había dejado de serlo para el señor Renies, que ahora procuraba aliviar la monotonía todo lo posible escogiendo niños exentos de talento interpretativo para representar las figuras principales y las partes más dramáticas. Esto le permitía hacer pequeños comentarios jocosos acerca de su torpeza, comentarios que siempre eran premiados con las risas lisonjeras de los otros niños. Claro que él no las consideraba lisonjeras, sino el tributo debido a su agudo ingenio y a sus brillantes chispas de humor. Tal vez sea innecesario añadir, que el señor Renies tenía una gran opinión de sí mismo, en realidad mucho mejor de lo que pensaban de él la mayoría de personas. Desde luego sabía escoger el niño apropiado como blanco…

El primer día que el señor Renies se ocupó de la clase de Guillermo y miró a su alrededor en busca de blanco, su mirada se posó en nuestro héroe, que justo es admitir, era una perfección para aquel papel.

—¿Cómo te llamas? —le dijo el señor Renies.

—Brown —repuso Guillermo con recelo.

El rostro del señor Renies resplandeció de gozo anticipado.

—Bien, Brown —le dijo amablemente—. ¿Y si vinieras aquí para darnos una idea de cómo se presentó Carlos I ante la Cámara de los Comunes exigiendo la detención de los cinco miembros?

Solo, o con sus Proscritos, Guillermo era capaz de hacer de héroe de las escenas más revolucionarias que puede concebir la imaginación, pero que le ordenara actuar como parte de una lección aquel hombrecillo antipático, era una cosa muy distinta. De mala gana avanzó hasta la pizarra, y allí permaneció en pie, con el rostro enrojecido por la rabia y la violencia, mirando ferozmente al señor Renies y a toda la clase. La sonrisa del señor Renies se acentuó. Animó la lección con referencias frecuentes a «esta majestuosa figura…, este porte majestuoso», siendo premiado como de costumbre por el coro de risas de los niños que se alegraban de que la elección hubiera recaído en Guillermo y no en ellos.


De mala gana, Guillermo avanzó hasta la pizarra, y allí permaneció en pie con el rostro enrojecido por la rabia.

Al día siguiente ordenó a Guillermo que representara al Príncipe Ruperto y al otro a Oliver Cromwell. Guillermo representó a los dos por el sencillo procedimiento de mirar furiosa y salvajemente ante sí, haciendo aumentar el regocijo del señor Renies.

Se refirió a él llamándole «este noble joven», «este héroe valiente» e incluso llegó a calificarle de «este inspirado joven actor».

A Guillermo le desagradaba, pero no vio otra solución que soportarlo. No tenía más arma contra el señor Renies que su imaginación, y durante aquellos días la hizo trabajar duramente. En la última feria que había visitado el pueblo dieron una representación titulada «200 formas distintas de tortura», y Guillermo había pagado su penique de entrada y pasado media hora de emoción en el interior de la barraca. Y ahora mentalmente hizo que el señor Renies soportase las doscientas formas de tortura. Mientras el señor Renies, alegre y jovial, permanecía de pie junto a su mesa lanzando su sarta de burlas, no tenía la menor idea, claro está, de que Guillermo le veía retorciéndose en el potro, o ahogándose en aceite hirviendo. En realidad, estas imágenes eran tan reales y espantosas que Guillermo no pudo dejar de pensar que se había excedido. Al fin y al cabo, ¿qué era verse convertido en el hazmerreír de la clase comparado con el tormento de ser lanzado cuesta abajo en un barril lleno de clavos, o acostado sobre alcayatas… cosas que le había ocurrido varias veces al señor Renies por espacio de una hora? Pero incluso el señor Renies podía llegar demasiado lejos.

—Y ahora, Brown —le dijo con su sonrisa cargante—, debemos buscarte un bonito papel para la próxima lección de repaso. ¿Qué te parece (su Ingenio llegó al máximo) si hicieras de Henrietta Maria, y yo de Buckingham y fuera a hacerte la corte? —El coro de risas que el señor Renies consideraba un tributo espontáneo a su inteligencia volvió a dejarse oír, y el profesor continuó—: Nuestro joven actor no parece muy complacido. Debes venir a mi casa alguna tarde, amigo mío, y ensayaremos juntos varios papeles.

Guillermo empezó a darse cuenta de que aquel estado de cosas no podía continuar, y que había que hacer algo, pero fue una acción muy justificable por parte del señor Renies lo que finalmente le hizo despertar.

El señor Renies tenía la costumbre de requisar cualquier objeto con que sorprendiera jugando a sus alumnos, y al ver a Guillermo abrir la tapa posterior de su reloj intentando reemplazar una pequeña ruedecita que había sacado para afilar la punta de un lápiz, se lo quitó. El reloj hacía semanas que no andaba, y en todo caso a Guillermo nunca le importaba la hora que era, de manera que no puede decirse que la pérdida del reloj como medio para reconocer el tiempo representara un serio inconveniente para él. En realidad, si su madre no hubiese recibido una carta de la tía que le había regalado el reloj diciendo que pensaba visitarles la semana próxima y que no era necesario que llevase consigo el reloj de su abuelo puesto que Guillermo podría decirle la hora gracias a su reloj nuevo, no habría vuelto a acordarse. Claro que no le importaba el hecho de que no funcionase. Su tía, consciente de que era un reloj barato, y de que Guillermo solía desmontarlo siempre que necesitaba alguna de sus piezas para sus diversos experimentos, tales como la construcción de una lancha motora, o un carrito para su escarabajo predilecto se habría limitado a ofrecerse para pagar la compostura, como hiciera otras veces. Pero el hecho de que ya no estuviese en su poder complicaría mucho las cosas. Las tías son muy quisquillosas, y se ofendería tanto que tal vez no le diera la gratificación acostumbrada al despedirse. Por consiguiente Guillermo decidió recuperar su reloj a tuertas o a derechas. Le dio al señor Renies la oportunidad de portarse magnánimamente pidiéndoselo. Se lo pidió cuando el profesor se hallaba solo en la clase, y como no tenía público que corease su agudeza, no quiso desperdiciar ni un ápice de su ingenio con Guillermo y limitóse a responder: «¡De ninguna manera!».

Por lo tanto, a Guillermo no le quedaba otro recurso, desde su punto de vista, que entrar en casa del señor Renies, donde seguramente guardaba sus mal adquiridas ganancias, y apoderarse del reloj de la misma manera que el señor Renies se había apoderado de él.

Así que la noche antes de la llegada de su tía, Guillermo se aproximó a la casa del profesor de Historia (donde el señor Renies se hospedaba temporalmente), después de haberle dejado en la clase corrigiendo los ejercicios.

Llamó osadamente a la puerta principal, y una doncella con un delantal mugriento y expresión somnolienta acudió a su llamada.

—Vengo a traerle un recado del señor Renies —le dijo Guillermo mirándola de frente—. Dice que no necesita quedarse más por hoy. Puede marcharse.

Por fortuna para Guillermo, la doncella era crédula y sencilla. Además estaba enamorada, y salir significaba encontrarse con el amado, de ahí que estuviera dispuesta a creer a pies juntillas cualquier mensaje que le permitiera salir.

—¿Y su cena? —preguntó ella.

—Oh, no tiene que preocuparse —le dijo Guillermo para tranquilizarla—. Dice que se la deje preparada.

—¿Y no he de cerrar la casa? —dijo la doncella, que ya se veía paseando por un prado cogidita del brazo de su amado.

—Dice que luego deje la llave en el repecho de la ventana —replicó Guillermo.

Pocos minutos después, la doncella ponía la llave en el repecho de la ventana y corría con paso alado hacia el Paraíso, y su amor.

Unos minutos más tarde, era Guillermo quien, cogiendo la llave del repecho de la ventana, abría la puerta.

* * *

El señor Renies caminaba lentamente hacia su casa. Sentíase satisfecho con el mundo en general, y consigo mismo en particular. Había terminado las correcciones temprano, había conseguido divertirse a costa de aquel chico… ¿cómo se llamaba…? Brown… en casa le esperaban una deliciosa sopa de faisán, salsa de pan, patatas asadas, coles de Bruselas, seguidas de crema de piña y un postre delicado. Al señor Renies le gustaba comer bien, pero pocas veces conseguía exquisiteces semejantes. Aquella cena era en honor del faisán que le había enviado un primo que había ido de caza. El señor Renies había estado todo el día soñando con su cena.

Abrió la puerta principal y permaneció un minuto en el recibidor, dilatando las ventanillas de la nariz y aspirando el delicioso aroma con una sonrisa expectante. Luego colgó su sombrero, se lavó las manos y gritó: «Ya estoy listo, Elena», y fue hacia el comedor frotándose las manos y relamiéndose los labios. Abrió la puerta y entró, y allí le aguardaba la primera sorpresa. Encima de la mesa había una fuente con el esqueleto bien limpio de un faisán rodeada de platos vacíos. En su sitio había un plato que contuvo recientemente faisán, salsa de pan, patatas asadas y coles de Bruselas, en el que reposaban un cuchillo y un tenedor que evidentemente fueron empleados para consumir el festín. Otro de los platos daba señales de haber contenido crema de piña. Por un momento, el señor Renies quedó paralizado de horror y estupefacción. Tenía los ojos fijos y vidriosos y la boca abierta. Luego exclamó: «¡Elena!», y corrió a la cocina, pero la cocina estaba vacía y el delantal y la cofia de Elena cuidadosamente colgados detrás de la puerta. Volvió a gritar: «¡Elena!» con más fuerza, pero nadie respondió. Era evidente que Elena ya no estaba en la casa, y el señor Renies subió corriendo a su despacho donde le aguardaba la segunda sorpresa. El cajón donde guardaba los objetos confiscados en el colegio estaba abierto y vacío.

¡Ladrones!, fue su primer pensamiento, pero luego descubrió que no faltaba nada más de la habitación. Luego oyó ruido en el interior de un gran armario que había junto a la ventana, y por un momento tuvo la loca idea de creer que las ratas eran las responsables de todo… de haberse comido la cena, de haber limpiado el cajón, y del extraño ruido procedente del armario. No obstante, recordó a tiempo que las ratas no utilizan cuchillo y tenedor para comer. Abrió la puerta del armario y allí le esperaba la tercera sorpresa, ya que Guillermo, acurrucado en su interior, le miraba pestañeando.

En realidad Guillermo no tenía intención de comerse la cena del señor Renies, pero se asomó al comedor y vio la mesa preparada. Le pareció muy apetitosa, y Guillermo tenía mucho apetito. Decidió comer un poco, tan poco que el señor Renies ni siquiera lo notase, pero cuando descubrió que había comido tanto que el señor Renies no podría por menos de notarlo, decidió acabar con todo. De manera que así lo hizo disfrutando de lo lindo. En realidad decidió que era la mejor comida que hiciera en su vida (mejor incluso que la comida de Navidad, puesto que allí no había nadie que le molestara recordándole los buenos modales) y merecía cualquier consecuencia. Luego subió al piso de arriba en busca de su reloj, que encontró fácilmente en el primer cajón que abrió. Con él estaban el cortaplumas de Pelirrojo, y una armónica de Douglas; un tirador de Enrique y numerosos artículos pertenecientes a los otros niños. Guillermo decidió llevárselo todo. Así podría devolver a Pelirrojo, Enrique y Douglas sus propiedades, y vender el resto a sus dueños. Guillermo poseía un profundo sentido comercial. Mientras recogía el último objeto (una pistola perteneciente a Smith) y la guardaba en su bolsillo, oyó que alguien entraba en la casa. Se quedó quieto escuchando. Pronto llegó hasta él un grito feroz, y varias llamadas a «¡Elena!», y ruido de fuertes pisadas que subían la escalera. Sin un momento de vacilación, Guillermo se metió dentro del único armario que había en la habitación, y cerró sus puertas. Por desgracia, el armario estaba lleno de otras cosas aparte de Guillermo, y la figura de nuestro héroe, aunque pequeña, no era la apropiada para acomodarse en la estrecha línea de espacio en forma zigzagueante que quedaba entre un montón de libros, una máquina multicopista, media docena de mazas de croquet, una docena de palos de golf, una máquina de retratar anticuada con su trípode, y una gran cabeza de ciervo de grandes astas comida por la polilla. Con gran dificultad adoptó una postura muy parecida a la de la letra S, pero una de las astas del ciervo se clavaba con tanta impiedad en su cuello que tuvo que moverse un poco para aliviar la presión, haciendo caer el montón de libros. Casi inmediatamente se abrió la puerta del armario y ante él apareció el rostro furioso y asombrado del señor Renies. Guillermo se alegraba de haberse salvado del ataque del ciervo comido por la polilla, pero por otra parte comprendía que la situación era muy delicada. No cabía la menor duda de que el señor Renies estaba muy enfadado, pues cogiendo a Guillermo por una oreja, le sacó de allí gritándole:

—¿Qué significa esto?


—¿Qué significa esto? —rugió el señor Renies.

Por un momento Guillermo no supo que responder, pero al fin la inspiración acudió en su ayuda, y asumió una expresión inocente.

—Por favor, señor —le dijo—, usted me pidió que viniera a su casa alguna tarde a ensayar escenas históricas, de manera que vine, y estaba representando a Carlos I en su escondite cuando usted entró.


—Por favor, señor —replicó Guillermo—, usted me pidió que viniera a su casa para ensayar escenas históricas.

El señor Renies estalló indignado cuando sus ojos se posaron en el cajón vacío.

—¿Y cómo te atreves a abrir un cajón privado y a apoderarte de su contenido? —rugió.

De nuevo la inspiración acudió en su ayuda, y se dio cuenta con sorpresa de que sabía más historia de lo que se imaginaba.

—No, señor —dijo con aire inocente—. Estaba representando al rebelde Jack Cade y sus saqueos y pillajes.

Entonces al señor Renies le vino a la memoria el supremo ultraje de aquella tarde, y por espacio de un minuto el furor y la angustia le privaron del uso de la palabra, mas al fin estalló:

—Y… y… abajo… fuiste tú quien se atrevió a…

Guillermo ya tenía a los hados al alcance de su mano.

—¿Qué? —dijo—. Oh, sí, señor. Me estaba ensayando para representar a aquel rey que murió de un atracón de pescado. No pude encontrar pescado y por eso tuve que comerme lo que había. No me he muerto, pero eso no es culpa mía.

Con un alarido de furor el señor Renies abalanzóse sobre Guillermo, pero Guillermo ya estaba bajando la escalera.

—Estoy representando a Carlos II cuando huía después de la batalla de Worcester —gritó por encima de su hombro mientras corría.

El señor Renies corrió tras él. Aquello había que vengarlo inmediatamente. Un hombre tan profundamente ultrajado en su dignidad y en su estómago como el señor Renies no podía demorar el castigo hasta la mañana siguiente. El agradable aroma de faisán asado que flotaba en el recibidor aumentó su furor hasta que rayó en locura. Una vez fuera de la casa pudo ver la figura de Guillermo que corría por la carretera. Le siguió, y su enojo le dio alas. En realidad, le dio tantas alas que Guillermo empezó a sentirse ligeramente desconcertado. No es fácil correr de prisa después de una comida como la que acababa de hacer, y no cabía duda de que el señor Renies iba ganando terreno. Nuestro héroe estaba convencido de que más pronto o más tarde habrían de llegar las represalias, pero él prefería que fuese tarde, y desde luego no estaba dispuesto a recibirlas de manos del enfurecido señor Renies y en mitad de la carretera. El señor Remes era mejor corredor de lo que parecía, y lenta, pero firmemente, iba aproximándose a su presa. Incluso era demasiado tarde para atravesar el seto y salir al campo. El tiempo que empleara en acercarse a un lado de la carretera le pondría en manos de su enemigo, y Guillermo comprendió que sería necesario más que un alto seto para detener al furioso hombre sin faisán que iba tras él, y muy cerca ya, casi tocándole. Solo un milagro podía salvar a Guillermo. Al volver un recodo muy cerrado tropezó con su hermana que iba paseando tranquilamente con una amiga. Guillermo se ocultó tras ellas y al instante siguiente doblaba la esquina el señor Renies con las manos extendidas para atrapar al pillastre que al fin estaba a su alcance, y chocó violentamente con Ethel y su amiga, y al perder el equilibrio tuvo que agarrarse a ellas para no caer… echó un brazo al cuello de cada una… y se oyó la voz de Guillermo, jadeante, pero bien clara.


Guillermo se ocultó detrás de su hermana y su amiga.

—Este es el señor Renies, Ethel —le dijo—. Nuestro profesor de historia. Le gusta mucho representar escenas históricas. Ahora está representando a… —al verle todavía agarrado al cuello de Ethel y su amiga en un intento por recuperar el equilibrio, lanzó una comparación irresistible—… ahora está representando a Enrique VIII —terminó antes de desaparecer en la oscuridad.

No obstante no fue el único en desaparecer. El señor Renies, cuyo furor había llegado a su punto álgido salió tras él. Guillermo le llevaba una ligera ventaja, pero la renovada furia del señor Renies pareció poner alas en sus pies, y de nuevo estuvo a punto de atrapar a Guillermo, cuando este se introdujo de pronto por la puerta de la cerca de un jardín que bordeaba la carretera, y que estaba abierta.


El señor Renies dobló la esquina con las manos extendidas para atrapar al pillastre, que al fin estaba a su alcance.

Guillermo conocía muy bien aquel jardín. En mitad del césped había un estanque con lirios. Muchas veces tomaba un atajo prohibido que atravesaba el jardín y de una zancada saltaba el estanque. Así lo hizo ahora con mucha habilidad debida a su larga práctica. El señor Renies estaba en desventaja. Ignoraba que allí hubiese un estanque, y en la oscuridad no supo verlo. Siguió la figura de Guillermo y… se encontró con el agua hasta el cuello. El ruido de su chapoteo y su grito de enojo y sorpresa atrajo a una anciana señora que salió de la casa para investigar, encontrándose a un hombre flotando en mitad de los lirios de su estanque y a un niño que le contemplaba.

—¿Qué diantre significa esto? —preguntó la señora en tono majestuoso.

El señor Renies trató de explicarse, pero no pudo porque había tragado bastante agua y tenía la boca llena de capullos de lirio.

—¿Está bebido? —preguntó la dama.

—No —replicó Guillermo—, no está precisamente bebido. Es el señor Renies, nuestro profesor de Historia. Le gusta representar escenas históricas. Ahora está representando… se imagina que esto es el mar, y él el hijo del rey que se ahogó en el mar y nunca volvió a sonreír.

—Debe estar loco —replicó la dama, indignada.

El señor Renies volvió a hacer esfuerzos frenéticos para explicarse, pero lo único que consiguió fue escupir los capullos de lirio.

—No está loco —dijo Guillermo con indulgencia—. Solo que tiene esta manía de representar escenas históricas. Yo voy con él para procurar que no cause demasiados daños.

—Pero si está destrozando los lirios de mi estanque —gimió la dama.

—Lo sé —repuso Guillermo con pesar—, pero él ha querido meterse ahí. Cuando se le mete entre ceja y ceja representar una escena nada le detiene.

La dama volvióse hacia el señor Renies, muy indignada.

—Debiera avergonzarse —le dijo—; salga de mi estanque en seguida o llamaré a la policía.

Guillermo se había desvanecido discretamente en la penumbra.

—¡Escuche! —gritó el señor Renies, pero la señora había girado sobre sus talones y yendo a la casa, envió a un criado para que echara al señor Renies del estanque y le informase que si no salía del jardín antes de cinco minutos, daría parte a la policía.

El señor Renies, empapado y chorreando agua por todas partes salió de allí tambaleándose. En la carretera miró a su alrededor, pero no había rastro de Guillermo. Luego, por encima de su cabeza, se oyó una voz muy clara que decía:

—Ahora estoy representando a Carlos II en el roble…

El señor Renies no hizo caso, y húmedo, frío y hambriento emprendió el camino de su casa.

* * *

El primer pensamiento del señor Renies fue poner todo el asunto en manos del director del colegio, ya que el que un niño fuese a la casa de su maestro, comiera su cena, registrara sus cajones, se escondiera en un armario, y luego le hiciera danzar por todos los alrededores, era sin duda un delito desconocido en los anales de la vida escolar. Pero luego, el señor Renies empezó a pensar si no sería más prudente no decir nada. Los episodios que tuvieron lugar en su casa no le preocupaban, pero los exteriores le hicieron vacilar. Se veía agarrado a las dos muchachas… sumergido en el estanque… Claro que no tenía necesidad de mencionar esos incidentes, pero estaba empezando a conocer a su alumno, y temía que la conciencia de Guillermo le hiciera «confesarlos». Se veía convertido en el hazmerreír del pueblo, y tal como estaban las cosas, podía evitarse. Había oído que una de las jóvenes dijo, enfadada:

—Ese niño terrible.

Evidentemente conocía a Guillermo y solo le inspiraba contrariedad. Podría ir a ver a la señora de la casa del estanque y contarle alguna historia que la dejara satisfecha. (Podría decirle que pensando que el niño se había caído al estanque, se arrojó de cabeza para salvarle). No tenía por qué saberlo nadie más. ¿Lo diría Guillermo? El señor Renies comprendió que si se le trataba convenientemente, no lo diría…

Se cambió sus mojadas ropas y se dispuso a escribir a su primo para darle las gracias por el faisán, diciéndole con amargura que estaba delicioso. Qué extraño lo ocurrido con aquel niño —reflexionó mientras pegaba el sello al sobre—; él le consideró un blanco seguro y perfecto para sus bromas y chanzas. Sin embargo, uno se equivoca algunas veces…

A la mañana siguiente el señor Renies entró en la clase, y después de tomar asiento tras su mesa dijo:

—Abrid vuestros cuadernos, por favor.

—Perdone, señor, ¿no vamos a tener representación hoy? —dijo un niño de la primera fila.

—¿Representación? —repitió el señor Renies como si no comprendiera.

—Sí, señor. Representación de escenas históricas.

—¿Representación de escenas históricas? —dijo el señor Renies en tono indignado y de gran sorpresa—. Por supuesto que no. Nunca oí hablar de semejante cosa. Abrid vuestros cuadernos y anotar las fechas siguientes —y luego, en tono amable, casi afectuoso, como si hablase a su alumno favorito, agregó—: ¿Le importaría limpiar la pizarra, Brown? Por favor.

Un agudo observador hubiera reparado en la sonrisa peculiar de Guillermo cuando se levantó obediente de su pupitre y empezó a limpiar la pizarra.