GUILLERMO Y EL JOVEN

Guillermo, sentado en la imperial de un autobús, canturreaba desafinadamente en voz baja. Siempre que sus ojos tropezaban con la cabeza descubierta de un transeúnte, sacaba una bellota de su bolsillo y apuntaba cuidadosamente. Lo hacía distraído, casi mecánicamente. Cuando la bellota daba en mitad de la cabeza (a donde siempre apuntaba) no sentía alegría ni satisfacción, tan solo el orgullo del artista que sabe que su trabajo es bueno. Era su forma acostumbrada de distraerse durante los trayectos del autobús. Únicamente una cabeza calva por completo despertaba en él verdadero entusiasmo. Sus víctimas, frotándose la cabeza (una bellota puede hacer más daño de lo que se imaginan los que no lo han experimentado) y mirando irritados a su alrededor, solo veían un autobús que proseguía tranquilamente su camino y en su parte superior a un niño pequeño con la mirada perdida en la lejanía.

Habiendo llegado al lugar donde deseaba apearse, Guillermo se deslizó por la baranda de la escalera sin que sus pies tocaran los escalones (era una cuestión de honor), y antes de que el conductor se diera cuenta de lo que estaba haciendo, saltó del autobús a la carretera, donde rodó por el barro.

Guillermo estaba tratando de aprender a apearse de un autobús a toda marcha, y sus intentos demostraban más valor que ciencia, puesto que siempre saltaba con los pies juntos como quien se prepara para dar un «gran salto». Los resultados eran, naturalmente, dolorosos, pero Guillermo persistía en su sistema con una confianza ciega en el precepto de que «Con la práctica se consigue la perfección».

Un motorista que seguía al autobús tuvo que zigzaguear bruscamente para no atropellarle y luego aminoró la marcha para dedicarle algunas verdades en forma pintoresca. Guillermo se levantó del suelo muy contento por el episodio y por poder añadir algunos vocablos fuertes a su vocabulario, y emprendió el camino hacia el lugar donde debía reunirse con Douglas, Enrique y Pelirrojo. Los encontró ya esperándole.

—¡Troncho! —exclamó Pelirrojo contemplando con interés su figura cubierta de barro—. ¿Dónde has estado?

Guillermo, que consideraba poco interesante relatar su fracasado intento de descender de un autobús en marcha, inventó otra aventura en la que una banda de bandoleros le había atacado en el bosque y que al ver su rápida reacción, salieron huyendo. Claro que ninguno le creyó, pero las aventuras de Guillermo siempre eran dignas de ser escuchadas. Tras escuchar su relato con interés (la conversación del jefe de los bandidos fue especialmente interesante, ya que Guillermo la enriqueció con las nuevas palabras aprendidas del motorista), volvieron a ocuparse del proyecto del día, que era una carrera de galgos tras la correspondiente liebre. Habían dispuesto que Guillermo fuera la liebre y los otros los galgos. Guillermo se había llenado los bolsillos de pedacitos de papel y los otros contribuyeron llevándolos también dentro de los calcetines y debajo del chaleco.

—Ahora no podrás decir que se te terminó el papel —dijo Pelirrojo.

—Esto es un cuaderno viejo de ejercicios de latín —explicó Douglas—, así que nos será más fácil verlo, puesto que está casi todo cubierto de tinta roja.

Después de repartirse el refresco consistente en una botella de agua de regaliz y una bolsa de cortezas de bocadillos que Enrique había pedido a la cocinera mientras esta los preparaba para la reunión de la tarde, empezaron la carrera.

Guillermo corrió feliz por el camino esparciendo sus papelitos. Sentíase optimista y convencido de haber despistado a los galgos con un desvío que tomó al principio e imaginando que estarían a kilómetros de distancia en dirección contraria. Por lo tanto tuvo una sorpresa desagradable cuando llevaba corriendo unos veinte minutos y oyó voces muy cerca de él. Se detuvo jadeante y miró a su alrededor. Un recodo del camino le ocultaba y no le habían visto aún, pero la carretera era larga y recta y era seguro que antes que llegara a su término le habrían descubierto. Ni siquiera había cuneta y a ambos lados se extendía el campo abierto. De pronto vio un sendero a su izquierda que serpenteando entre árboles y hierba se perdía de vista. Guillermo echó a correr por él con renovada energía, y no fue hasta haberse alejado mucho de la carretera principal cuando empezó a sospechar que estaba atravesando alguna finca particular, y hasta que hubo rodeado un gran grupo de rododendros irrumpiendo como una tromba en mitad de una elegante reunión que se estaba celebrando en la terraza de una señorial mansión, no comprendió al fin lo ocurrido. El sendero no era tal sendero, sino la entrada del parque de una de las casas más señoriales de Inglaterra. Era demasiado tarde para dar media vuelta y huir, aunque hubiese tenido suficiente resuello y presencia de ánimo. Permaneció inmóvil y jadeante, contemplando horrorizado a los reunidos. Sin embargo, el horror con que Guillermo contemplaba a los asistentes no era nada comparado con el horror con que ellos contemplaban a Guillermo, y en realidad su espanto era más justificado, ya que Guillermo no era una figura para relacionarla instintivamente con una de las mansiones más señoriales de Inglaterra. Sus ropas y su persona continuaban ostentando buen rastro de su descenso del autobús, y su carrera como liebre había dejado huellas visibles en él. Había perdido la gorra y sus cabellos parecían una jungla impenetrable. El sudor se mezclaba con el polvo de su rostro, dándole un aspecto salvaje y extraño. Además, se había arañado un lado de la cara al atravesar un seto. La reunión consistía en cuatro señoras entradas en años de aspecto majestuoso y un joven con aire aburrido. Guillermo observó que sobre la mesa de té había un pastel de chocolate como los que solo se ven en sueños. Una dama alta con nariz de águila, que era evidentemente la dueña de la casa, se levantó, fijando en Guillermo su mirada ultrajada.

—¿Cómo te atreves a penetrar en mi jardín de esta manera, niño sucio y perverso? —dijo en tono pomposo—. ¿Sabes que tengo intención de avisar a la policía? ¿Quién es tu padre?

Antes de que Guillermo tuviera tiempo de responder (iba a decir que era huérfano) el joven se levantó de su silla con una sonrisa de bienvenida.

—Caramba, viejo amigo —le dijo—, ¡al fin llegas! Te he estado esperando toda la tarde. Tía, este es un amigo mío a quien he invitado a tomar el té. Ya sabes que me dijiste que cualquier amigo mío sería bienvenido.

La señora de aspecto majestuoso y nariz de águila parpadeó y tragó saliva. El joven estrechó calurosamente la mano de Guillermo y luego le llevó hasta una silla desocupada que había junto a la mesa y continuó hablándole afectuosamente.

—Hay un buen paseo desde la estación. ¿No es cierto, amigo? Estoy seguro de que tienes apetito. Toma un poco de té.

A pesar de su extraño comportamiento, aquel joven parecía tener mucho sentido común, ya que al decir «té» se refería al pastel de chocolate. No ofendió a Guillermo ofreciéndole pan con mantequilla, sino que le pasó el pastel de chocolate, y continuó haciéndolo a intervalos frecuentes hasta que no quedó nada. Las damas reanudaron su interrumpida conversación lanzando de vez en cuando miradas de disgusto y desprecio a Guillermo. Tan sorprendido había quedado nuestro héroe por aquella misteriosa bienvenida, y tan embriagado por el celestial aroma del pastel de chocolate que olvidó por completo su papel de liebre hasta que hubo desaparecido la última miga del pastel. Entonces, cuando lo estaba recordando, el joven dijo:

—¿Te gustaría echar un vistazo a la huerta?

Y Guillermo volvió a olvidarlo. La conversación de las damas se fue apagando en un murmullo de horror al ver la figura de Guillermo que se alejaba en dirección a la huerta acompañado de su nuevo amigo. Los calcetines de Guillermo se estaban cayendo y de ellos salían pedacitos de papel marcando su rastro, como si a pesar de su propio olvido procuraran recordarle que era la liebre. También su chaleco, como fortificado por el papel de chocolate, recordaba su deber e iba dejando caer picadillo de papel sobre el aterciopelado césped.

—¡Qué… qué niño más «extraordinario»! —dijo una de las damas con desmayo.

—Y qué… qué «raro» que fuese amigo de Antonio —dijo otra.

—Algunas veces —dijo la tía de Antonio—, algunas veces dudo seriamente de que Antonio esté en su sano juicio.

Entretanto el joven había conducido a Guillermo a la huerta, dejándole andar a su gusto entre las matas de fresas. Las fresas eran aromáticas y suculentas, como suele haberlas en las casas señoriales de Inglaterra, y el pastel de chocolate era ya solo un ligero recuerdo lejano. El joven se apoyó con indolencia contra la pared para encararse con Guillermo.

—Me temo —le dijo—, que debo darte una explicación y pedirte disculpas. A propósito, ¿cómo te llamas?

—Guillermo —replicó nuestro personaje, breve y confusamente, desde el centro de una hermosa mata de fresas.

—Bien, Guillermo. Te explicaré la situación lo mejor que pueda. Ya ves que vivo con mi tía. Paso todos los veranos con ella. Y la encuentro muy cargante. Mi tía discursea, Guillermo. Se pasa todo el día discurseando, apenas se interrumpe para comer. Discursea sobre la laboriosidad, la economía, la bondad y otros temas por el estilo. La única razón por la que no la he asesinado es porque no estoy seguro de si ha hecho ya testamento. Y tramé un pequeño complot con un amigo mío. Ella siempre me está describiendo el tipo de hombre que debiera escoger para amigo… una especie de mezcla entre el Pequeño Lord Fauntleroy y Sir Charles Grandison… y a menudo me dice que cualquier amigo mío sería bienvenido a esta casa, de manera que tramé un pequeño complot. Mi amigo tiene un aspecto inofensivo, pero puede disfrazarse y convertirse en el mayor truhán de la Creación. Tiene un traje especial anticuado de tela de cuadros que pueden verse a diez kilómetros de distancia, y un bombín, anillos, alfiler de corbata, etc., y con la nariz enrojecida es un ejemplar único. Le dije a mi tía que era posible que viniera a tomar el té uno de mis amigos, y entonces él llegaría con su atuendo de truhán… nariz roja, etc… Estaba esperando ese momento como no he deseado nada en mi vida, cuando esta mañana recibí una carta suya diciéndome que no podría venir porque había pillado la gripe. Estaba tomando el té más aburrido que una ostra, cuando de pronto vi a alguien con el aspecto que yo hubiera deseado que tuviera mi amigo. Así que de improviso y sin pensarlo dije que eras amigo mío. Esta es toda la historia. Supongo que no estarás ofendido…

—Oh, no —repuso Guillermo sin gran entusiasmo. No dejaba de comprender que su papel en aquel asunto no era muy heroico.

—Ha sido un éxito insospechado —prosiguió el joven como si deseara disipar la frialdad del tono de Guillermo—. He disfrutado tanto como si hubiera venido mi verdadero amigo, y te estoy muy agradecido. Acércate a esta pared. Hay unos madroños muy dulces.

—Muchísimas gracias —dijo Guillermo, ablandándose.

El joven le acompañó por todo el jardín indicándole las especialidades más finas, y cuando salían del último invernadero Guillermo sentía una ligera sensación de congestión interna (cosa rara en él) y un afecto desacostumbrado hacia el joven.

Mientras paseaban felices entre los arbustos de frambuesas, Guillermo vio que el joven observaba el suelo con interés, y por vez primera se dio cuenta del rastro de papeles que había ido dejando por la huerta, en los invernaderos, y que finalizaba allí, tras él, en las matas de frambuesas. Uno de los fragmentos de papel conteniendo las palabras «Pax tenavit» (parte del ejercicio de latín de Douglas corregido en tinta roja) estaba en aquellos momentos flotando en el aire después de desprenderse graciosamente del interior de su chaleco.

—¿Qué diantre…? —empezó a decir el joven.

Guillermo miró a su alrededor con desmayo. Sentía agradecimiento hacia aquel muchacho, y tenía la desagradable sospecha de que hasta entonces no se había presentado ante él de manera que le recordase con la admiración y respeto con que a Guillermo le agradaba ser recordado.

Y ahora presentarse como una liebre, que no solo había faltado al reglamento invadiendo una propiedad particular, sino que había olvidado que era una liebre, sería su humillación total.

Para ganar tiempo adoptó su expresión más misteriosa.

—¡Um! —dijo—. Sí, he de dejar un rastro para que puedan encontrarme si desaparezco. Voy a sitios verdaderamente peligrosos.

—¿De veras? —dijo el joven con interés—. Déjame adivinar lo que eres… —frunció el ceño como si estuviera reflexionando intensamente, y luego su rostro se iluminó—. ¡Ya lo sé! —exclamó—. Eres un agente de Scotland Yard.

Guillermo no estaba muy seguro de lo que iba a decir cuando hizo su osado comentario, pero en cuanto el muchacho dijo que era un agente de Scotland Yard, se convenció de que lo era.

—Sí —respondió con modestia—, pero no se lo digas a nadie.

—No lo diré —replicó el joven—, y es extraño nuestro encuentro porque yo soy un famoso ladrón internacional. Voy a contarte algunas de mis experiencias y luego tú me cuentas las tuyas.

Guillermo había llegado ya al límite de su capacidad estomacal y se encaminaron a un par de carretillas vacías que estaban en un rincón de la huerta. El joven, cosa rara en una persona mayor, supo colocarse cómodamente en una de las carretillas. Repantigado y fumando su pipa, contó a Guillermo algunas de sus aventuras como ladrón internacional. Entre ellas se incluía el saltar de un avión a un tren, y atravesar el Canal a nado bajo el agua mientras la policía le perseguía con submarinos por la superficie. Guillermo le escuchaba embelesado, olvidándose por completo de su papel de perseguidor de criminales. Tan de prisa pasaba el tiempo que apenas pudo dar crédito a sus oídos cuando el joven le dijo que era hora de irse a vestir para la cena.

—Me he divertido muchísimo en tu compañía —le dijo—, y tenemos que volver a vernos pronto para que puedas contarme algunas de tus aventuras.

El joven le acompañó hasta la verja, y Guillermo se alegró de ver la terraza vacía. Evidentemente las invitadas se habían marchado y la tía de nariz de águila entrado en la casa. Una vez en la puerta el joven le estrechó la mano cordialmente.

—Adiós, camarada. Incluso aunque nos encontremos durante el ejercicio de nuestras distintas carreras, estoy seguro de que no podrá haber malquerencia entre nosotros.

Guillermo se dirigió al viejo cobertizo como en sueños. Sus galgos le esperaban y se abalanzaron furiosos sobre él, pero pronto pudo calmarles, y a los cinco minutos estaban sentados escuchando las aventuras de aquel ladrón internacional.

A la tarde siguiente la señora Brown envió a Guillermo a casa del vicario con una nota. La mente de nuestro héroe seguía absorta en el recuerdo de aquel muchacho joven, y se preguntaba si le sería posible verle aquel día y escuchar de sus labios otras aventuras. Por lo tanto, su sorpresa fue grande cuando, al aproximarse a la casa del vicario vio al joven descolgarse ágilmente por una cañería desde una de las ventanas superiores y desaparecer por el seto del jardín posterior. Guillermo quedó hechizado observando su figura que se alejaba. Luego, acercóse a la puerta de la casa del vicario con la nota, pero nadie contestó a sus llamadas. Fue a probar a la puerta de atrás, pero en vano. Estuvo llamando hasta hacer tintinear las sartenes colgadas en la cocina y no obstante tampoco le atendieron. Era evidente que la casa estaba vacía y Guillermo regresó a su casa caminando despacio y con aire pensativo.

Y al día siguiente, el vicario, al encontrar a Guillermo y a su madre en el pueblo, dijo:

—Hoy estoy muy preocupado, señora Brown. He perdido una miniatura de gran valor… en realidad la había heredado. No comprendo que pudo haber sido de ella. Ayer por la mañana estaba en mi despacho en el lugar de costumbre. Temo… temo mucho… que haya sido robada.

Guillermo siguió caminando con los ojos desorbitados. Mentalmente veía al joven (enmascarado) entregando la miniatura del vicario a su banda (también de enmascarados) en un sótano. El joven le había descrito el lugar con tanto realismo que a Guillermo le pareció haberlo visto. Tenía pasadizos secretos subterráneos que conducían a todas las estaciones de Londres, de manera que la banda pudiese escapar en cualquier momento dado, y otro, que llevaba al centro del Canal para que así pudieran ir nadando a Francia en caso preciso. Había también un laberinto, al que llevaban a todos los que descubrían su escondrijo, y del que era imposible salir jamás. La habitación donde se reunía la banda tenía las paredes cubiertas de cortinajes negros, y una calavera sobre la mesa alrededor de la cual se sentaban. Además, el joven (que era el único que conocía el secreto) podía conectar una corriente eléctrica para que aniquilase a todo el que intentase traspasar el umbral. Tan viva fue la descripción del joven que Guillermo había abandonado por completo su ilusión de convertirse en agente de Scotland Yard (que ahora le resultaba francamente aburrido), y la gran meta de su vida era que le permitieran ingresar en la «banda» del joven. Daba por supuesto que debería esperar a salir del colegio, pero pensaba conseguir que el muchacho le diera la dirección de su cuartel general, antes de marcharse, para que pudiera reunirse con él en cuanto terminara sus estudios.

Al encontrarse con el joven en la calle del pueblo, abordó el tema. La actitud de su amigo fue alentadora, aunque le dijo que no aceptaba a nadie de menos de diecisiete años, y que incluso entonces Guillermo tendría que abrirse camino por el principio. Es decir, empezando por robar cucharillas, anillos y demás objetos sin importancia, para ir apoderándose gradualmente de cosas mayores. El joven le dijo que él siempre llevaba a cabo los trabajos importantes… tales como apoderarse de relojes de pared y percheros de recibidor.

—Pero algunas veces te ocupas de cosas pequeñas, ¿verdad? —preguntó Guillermo, deseoso de que el joven comprendiera que él sabía lo de la miniatura del vicario.

El joven, adoptando una expresión misteriosa, exclamó:

—¡Ah-h-h!

Y cuando Guillermo iba a decirle que sabía lo de la miniatura, apareció la tía del joven en un recodo del camino, y nuestro héroe, que sabía que la discreción era mejor que el valor en cuanto a tías se refiere, murmuró una rápida despedida y desapareció.

A la mañana siguiente salió en busca del joven dispuesto a continuar la conversación. Sin embargo, no pudo evitar el dar un ligero rodeo y pasar por casa del vicario, puesto que ahora, la cañería por donde viera deslizarse al joven muchacho con tanta facilidad, ejercía sobre él un irresistible atractivo. Mientras la contemplaba abrióse la puerta principal para dar paso al vicario y a un hombre a quien Guillermo no había visto nunca. Era un hombre alto con barba y unos ojos negros y penetrantes, y Guillermo comprendió en seguida que era un oficial de Scotland Yard al que habían avisado para que esclareciera el misterio de la miniatura robada. Solo la barba se lo hubiese hecho comprender, sin contar con aquellos penetrantes ojos negros. Guillermo ya veía en su imaginación la escena en la que aquel hombre alto, enfrentándose con su amigo y jefe, se quitaba la barba con una mano, sacaba una pistola de un bolsillo con la otra y decía:

—Y ahora, Alias, creo que nuestra pequeña cuenta está saldada.

El joven había dicho a Guillermo, que al igual que a muchos otros famosos criminales, le llamaban Alias.

Aquel encuentro dejó a Guillermo un tanto intranquilo. Aquel hombre no tenía aspecto de ser de esos detectives que se dejan engañar por el criminal. Daba la impresión de ser mejor detective que su amigo criminal. Al fin y al cabo era bien sencillo cortar la corriente eléctrica en la puerta, y una vez el detective rodeara el lugar con sus hombres, incluyendo el pasadizo secreto del Canal, la banda no tendría muchas oportunidades de escapar. Era probable que en aquellos momentos tuviera en su bolsillo un plano del laberinto.

Guillermo regresó muy preocupado a su casa. Y durante la comida Ethel dijo a su madre:

—¿Conoces a ese hombre que está en casa del vicario?

Su madre respondió:

—Sí, querida. Es un antiguo compañero de colegio del vicario. Es un literato muy distinguido.

Así se confirmaron los peores temores de Guillermo. Aquello era precisamente lo que hubiera fingido ser cualquier detective que hubiese ido a casa del vicario para aclarar el misterio de la miniatura robada. Aquello y la barba le descubrían tan a las claras como si llevara a la vista su chapa de Scotland Yard.

Guillermo comprendió que no había minuto que perder. Tenía que avisar inmediatamente a su amigo. Y salió corriendo hacia Villa de los Arces, donde vivía la tía del joven (él le había dicho que su tía no sabía nada de su carrera secreta), pero en la puerta se detuvo sin saber qué hacer. Naturalmente que Guillermo no se encontraba en la lista de visitas de la tía del joven, sino más bien, si podemos permitirnos la expresión, en la lista contraria. No podía acercarse a su puerta diciendo que quería ver a su sobrino, y decidió deambular por la entrada del jardín con la esperanza de verle entrar o salir. Sin embargo, a Guillermo le era imposible hacer nada calladamente, y al poco rato acudió el jardinero indignado para impedirle que siguiera columpiándose en la puerta de la cerca. Guillermo dejó de columpiarse y le preguntó si el sobrino de la señora tenía que salir aquella tarde. El hombre reconoció con disgusto al «pillastre» que había estado paseando con el señorito Antonio por la huerta la semana anterior, comiéndose sus mejores frutos, y dejando un rastro de papeles sucios por los cuidados senderos.

—No —replicó tajante—. Ha regresado a la ciudad y buen viaje.

Guillermo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclamó:

—Buen viaje a usted también —y tras balancearse un par de veces en la cerca, y esquivar un papirotazo del jardinero muy bien dirigido a sus orejas, echó a andar animosamente por la carretera. Todo iba bien. Debía haberlo supuesto. Claro que el joven habría reconocido al oficial de Scotland Yard a primera vista, igual que Guillermo, y había desaparecido sin pérdida de tiempo.

A la mañana siguiente encontró al vicario y a su amigo en la carretera y le produjo tal ataque de risa al pensar en la inutilidad de sus pesquisas, que le fue imposible contenerse. Ellos le observaron sorprendidos mientras se alejaba, estremecido por la risa.

—Qué niño más extraordinario —dijo el amigo del vicario—. ¿Es siempre así?

—Es un niño muy peculiar —replicó el vicario muy serio.

—¿Por qué se reía?

—No tengo la menor idea —dijo el vicario, y después agregó—: Me parece que le gusta ser impertinente. Lo he notado en varias ocasiones.

Por espacio de algunos días Guillermo disfrutó de la situación… el sabueso siguiendo el rastro de una víctima que había puesto pies en polvorosa. Y de pronto su alegría se desvaneció como por ensalmo, pues la víctima regresó conduciendo un automóvil desvencijado de dos plazas y con una gran maleta a su lado. Después de atravesar el pueblo a toda velocidad enfiló la avenida de Villa de los Arces. Casualmente Guillermo estaba en un prado cercano y sus ojos se abrieron consternados a la par que su boca. Claro, su amigo debió suponer que la costa estaba libre y que el hombre de Scotland Yard se había marchado. Era preciso avisarle en seguida. No debía permanecer allí ni un minuto más. Incluso ahora podía ser demasiado tarde. Incluso ahora… al llegar a este punto de sus reflexiones Guillermo vio al hombre de la barba y mirada penetrante que doblaba un recodo del camino, y se acercaba a él para preguntarle:

—Perdóname, muchacho, ¿puedes decirme por dónde se va a Villa de los Arces?

Él también debía haber visto al joven llegar a la estación y acudía para detenerle. Solo que, por una milagrosa casualidad, no conocía bien el camino de la casa, y por una circunstancia todavía más milagrosa había ido a preguntar a Guillermo. Nuestro héroe comprendió que tenía la vida de su amigo en sus manos, y que debía actuar con prontitud.

Asumió una expresión inocente y dijo:

—Sí. Se ha desviado usted un poco. Yo voy allí ahora, de manera que si quiere le acompañaré.

—Muchísimas gracias —replicó el hombre de Scotland Yard.

Guillermo contuvo una sonrisa de triunfo ante el éxito de su astucia, y los dos echaron a andar prado abajo.

—Perdóneme —le dijo Guillermo, recordando que en las novelas siempre se dirigían cortésmente unos a otros hasta el momento de enfrentarse revólver en mano—. Perdóneme, pero ¿para qué quiere usted ir a Villa de los Arces?

—Voy a dar una conferencia —replicó el hombre de Scotland Yard.

Guillermo se había agachado simulando subirse un calcetín para ocultar su regocijo. Claro que era una respuesta inteligente, pero probablemente en Scotland Yard les daban lecciones especiales para enseñarles a decir cosas como aquella. Guillermo se detuvo ante un sendero que ascendía por una colina.

—Esto es un atajo —le dijo.

El hombre de la barba le siguió sin hacer objeción alguna.

No obstante, después de llegar a la cima de la colina, descender por otra ladera, y de volver a tomar la carretera, y cuando ya llevaban un buen rato andando por ella, dijo preocupado:

—Espero que no nos hayamos equivocado. A mí me dijeron que estaba muy cerca de casa del vicario.

—Bueno, probablemente le dijeron que estaba cerca comparándolo con algo que estuviera mucho más lejos —dijo Guillermo—. Ahora ya no tardaremos en llegar.

Caminaron en silencio otro medio kilómetro. Guillermo preguntábase qué hacer a continuación. Le había parecido un buen truco desviar la ruta del sabueso, pero no podían continuar andando toda la noche aunque lo hicieran en dirección contraria a Villa de los Arces. En algún momento el sabueso comprendería que iban equivocados, y aunque así no fuera, Inglaterra es una isla y más pronto o más tarde llegarían al mar, lo cual pondría al descubierto su artimaña. Ahora habían llegado a las afueras de Marleigh, el pueblo contiguo al que vivía Guillermo, y caminaban junto a un muro bajo que bordeaba la carretera.

—Creo que Villa de los Arces está al volver ese recodo —dijo Guillermo—. ¿Quiere usted sentarse un minuto en el muro mientras yo voy a ver?

El sabueso obedeció de buena gana, secándose la frente.

—Sencillamente, no lo entiendo —decía—; dijeron que estaba solo a unos pocos metros.

—Bueno, comprenda usted —dijo Guillermo para tranquilizarle—, la gente de aquí está acostumbrada a andar mucho y a ellos les parece solo cosa de unos metros.

Y dicho esto dejó al sabueso, y dobló el recodo para enfilar la calle principal de Marleigh. Su intención era escurrirse otra vez por la colina y regresar a Villa de los Arces para prevenir al joven. Pensaba que el sabueso tardaría algún tiempo en darse cuenta de que había sido burlado, y algún tiempo más en llegar a Villa de los Arces (el detective no era buen andarín), y todo ello daría tiempo de sobra para que el joven pudiera escapar.

Guillermo echó a correr por el pueblo para dirigirse a otro camino que llevaba a la colina, pero se detuvo ante la primera casa de la calle. Una gran sala de la planta baja estaba totalmente iluminada, y en ella podían verse filas y filas de gente contemplando una pequeña tarima, en la que había una mesa y una silla vacía. En la puerta estaba un hombre alto y enjuto, reloj en mano, y mirando con ansiedad a uno y otro lado de la calle. Al ver a Guillermo ante la verja se acercó a él.


—¿Has visto a alguien que viniera de la estación, muchacho? —preguntó el hombre.

—¿Er… has visto a alguien que viniera de la estación, muchacho? —le dijo—. Nuestro conferenciante lleva ya media hora de retraso y ya tememos que le haya ocurrido algo.

Guillermo contuvo la respiración. Si conseguía llevar allí al sabueso como conferenciante, las inevitables complicaciones y explicaciones le retrasarían aún más.

—Sí —respondió—. He visto a un hombre que venía por la carretera. ¿Quieren que vaya a buscarle?

—Gracias, pequeño. Si fuera el conferenciante, recuérdale que se comprometió a dirigir la palabra a la Sociedad de Abstemios de Marleigh a las siete en punto. Yo vuelvo a reunirme con el público que ya comienza a impacientarse.

El hombre alto y enjuto desapareció, y Guillermo, con gran astucia y presencia de ánimo, procuró colocar una rama de un árbol de modo que ocultase la leyenda «Los Castaños» que aparecía en la verja y luego regresó junto al sabueso, que seguía sentado en el muro y enjugándose la frente.

—Es aquí mismo —le dijo Guillermo, y el detective lanzó un suspiro de alivio y le acompañó hasta la puerta principal de la casa, donde esperaba el hombre alto y enjuto para recibirle.

—Encantado de verle, encantado de verle —exclamó el hombre alto y enjuto, nervioso—. Todo el mundo le aguarda. Será mejor que entre en seguida.

El sabueso siguió al hombre alto y enjuto al interior de la casa, y Guillermo no pudo resistir la tentación de escuchar por la ventana abierta para ver qué rumbo tomaban los acontecimientos. El hombre alto y enjuto acompañó al detective hasta la tarima y dijo:

—Y ahora no quiero robar más tiempo valioso, y pido a nuestro amigo que empiece en seguida su charla.

El sabueso subió a la tarima y sacando un montón de papeles de su bolsillo comenzó sin un momento de vacilación:

—Señoras y caballeros…

Guillermo se alejó riendo para sus adentros al pensar en la sensación de rabia y furia contenida que debía sentir el detective en aquellos momentos. Tener que dirigirse a un público auténtico, como si fuera un verdadero conferenciante… Pero aquel episodio hizo acrecentar el respeto que Guillermo sentía por los métodos de Scotland Yard. Si uno salía tras una presa disfrazado de conferenciante, incluso llevaba en el bolsillo una conferencia preparada para que en caso de necesidad pudiera salvar la papeleta. Desde luego, eran unos enemigos contra los que merecía la pena luchar. Naturalmente que ahora eran enemigos de Guillermo. Nunca le perdonarían haber salvado a su víctima. Ahora sabrían que prácticamente era un miembro de la banda del joven. Siempre le vigilarían. Y Guillermo tuvo la agradable visión de los hombres de Scotland Yard con distintos disfraces siguiéndole al ir y venir de la escuela, ocultándose tras los setos. Tal vez cuando el joven se enterase de lo que había hecho por él le dejaría formar parte de su banda sin esperar a que terminara sus estudios…

Había llegado ya a lo alto de la colina y echó a correr lo más de prisa que pudo en dirección a Villa de los Arces. No había momento que perder. El sabueso encontraría seguramente una excusa para interrumpir su conferencia a los pocos minutos de haberla empezado, y entonces era de esperar que regresara a toda prisa a Villa de los Arces. El mundo está lleno de personas dispuestas a decir a otras por dónde se va a los sitios…

Ante la verja de Villa de los Arces estaban el joven y el vicario. La presencia del vicario en aquel lugar era un poco desconcertante. Probablemente ahora ya sabría que el joven había robado su miniatura, y le estaba vigilando hasta que llegase el detective. Guillermo debería actuar con suma cautela.

—No comprendo lo que ha ocurrido —estaba diciendo el vicario—. Salió delante de mí y le dije que solo estaba a unos pocos metros de la carretera. No comprendo cómo puede haber pasado de largo.

De pronto el joven reparó en Guillermo.

—¡Hola! —le dijo—. Aquí está mi amigo Guillermo. Guillermo, ¿has visto al señor Chance por alguna parte?

—¿El señor Chance? —repitió Guillermo para ganar tiempo.

—Sí —contestó el joven—. John Chance. ¿Seguramente habrás oído hablar de John Chance?

—No —insistió Guillermo para ganar todavía más tiempo.

—Yo hubiera dicho que incluso tú… —dijo el muchacho joven—. Bueno, sea como fuere, es uno de los más famosos críticos literarios de Inglaterra, y compañero de colegio del vicario, además de profesor de la escuela a la que hago el honor de mi asistencia, aunque probablemente él no sepa distinguirme de Adán. El vicario dispuso que dirigiera la palabra a la Sociedad Literaria, de la que mi tía es presidenta, sobre el tema «Las canciones tabernarias de Inglaterra», y debía haber llegado hace una hora, y la Sociedad Literaria se está cansando de esperar.

Guillermo miró al vicario y luego al joven con una horrible certidumbre y una espantosa duda en su cerebro. La horrible certeza de que el detective no era un detective, y la espantosa duda de si el joven no sería realmente un criminal.

—La cuestión es —dijo el vicario, indignado— ¿has visto o no al señor Chance, Guillermo?

—Sí —replicó Guillermo—. Acabo de verle en Marleigh.

—¿En Marleigh? —exclamó el vicario—. ¿Cómo diantre ha llegado hasta allí?

—Supongo que andando —repuso Guillermo tras una ligera vacilación.

—Bueno, haz el favor de llevarnos a donde le viste —dijo el vicario.

Y Guillermo les llevó. El vicario y su joven amigo conversaron amigablemente durante el camino. El vicario le preguntaba por sus estudios en la escuela, y al parecer aquel llevaba una vida muy ocupada en su colegio. Jugaba al «rugby» representando sus colores, y tomaba parte en las regatas a remo en el bote de su Universidad. El relato de sus estudios fue más ambiguo y menos entusiasta, pero era muy convincente, y la duda que albergaba la mente de Guillermo se convirtió en certeza. Aquel joven no era un delincuente. Una vida semejante a la que acababa de describir no le dejaría tiempo para aficiones delictivas. No tenía banda alguna, ni un escondite subterráneo con cortinajes negros y una calavera encima de la mesa, ni un pasadizo secreto hasta el Canal. Probablemente ni siquiera le llamaban Alias.

Ahora habían llegado ya a Marleigh y el vicario volvióse hacia Guillermo para decirle:

—Bueno, ¿dónde está ese lugar donde le viste?

Guillermo señaló hacia Los Castaños.

—Le vi entrar en esa casa.

—¡Qué extraordinario! —dijo el vicario—. Espero que no haya perdido la memoria.

El vicario y el joven se llegaron hasta la puerta principal que estaba abierta, y entraron. Guillermo comprendió, claro está, que aquel era el momento de salir huyendo, pero Guillermo nunca resistía la tentación de ver el final de una aventura. El joven y el vicario se habían detenido ante la entrada de la habitación donde el señor Chance daba su conferencia, y que en aquellos momentos recitaba estas líneas:

«No envidio la nobleza… ante ella me inclino,

ni desprecio al labriego, aunque nunca lo fui,

Pero un grupo de buenos amigos como los que aquí estáis

y una botella como esta, son mi gloria y lo mejor para mí».

Al principio el auditorio se había quedado mudo de asombro, pero entonces protestó indignado. Aquello era el colmo. El hombre alto y enjuto se levantó al fondo de la sala y dijo:

—Esto es un ultraje, señor.

El señor Chance levantó la cabeza de los papeles con sorpresa.

—¿El qué es un ultraje? —preguntó indignado.

—Las palabras que acaba de recitar, y toda su conferencia —replicó el hombre alto y enjuto.

Evidentemente al señor Chance le molestó aquello.

—Señor, repórtese —rugió.

—No tengo por qué reportarme —gritó el hombre alto y enjuto—; se le ha contratado para que dirija la palabra a la Sociedad de Abstemios sobre los Efectos del Alcohol en el Ser Humano y…

—¿Qué está diciendo? —exclamó el señor Chance—. Yo no hablo a ninguna Sociedad de Abstemios. Nunca lo hice ni lo haré jamás. Los detesto. Yo me dirijo a la Sociedad Literaria Helicon para documentarles acerca de las Canciones Tabernarias de Bretaña y…


—Se le ha contratado para que dirija la palabra a la Sociedad de Abstemios sobre los Efectos del Alcohol en la Raza Humana —gritó el hombre alto y enjuto.


—¿Qué está diciendo, señor? —dijo el señor Chance—. Yo no hablo a ninguna Sociedad de Abstemios.

En aquel momento intervino el vicario, y mientras comenzaban las explicaciones, un hombre menudo y nervioso llegó presa de gran agitación, diciendo que se había equivocado de tren en Paddington, y que no les había podido avisar, pero que vino lo más de prisa que le fue posible. Alguien le trajo un vaso de sifón para tranquilizar sus nervios, y ocupando el puesto que acababa de dejar vacante el señor Chance, se dispuso en el acto a disertar sobre los Efectos del Alcohol en el Ser Humano.

El vicario y el joven habían llevado al depuesto y sorprendido conferenciante hasta la verja, y allí tuvieron lugar las explicaciones. Cuando estas terminaron todos buscaron a Guillermo, pero Guillermo ya no estaba a la vista, pues consideró llegado el momento de estar durmiendo en su cama. En resumen, cuando el vicario acudió a su casa unos minutos más tarde, después de dejar al señor Chance y al joven ante la puerta de Villa de los Arces, Guillermo estaba tan profundamente dormido que resistió todas las tentativas de su madre para despertarle.

Pero, naturalmente, tuvo que haber explicaciones, y tuvieron lugar a la mañana siguiente entre Guillermo, el padre de Guillermo, el vicario y el joven. Guillermo se defendió calurosamente.

—¿Cómo iba yo a saberlo? —preguntó con brío—. Yo le vi descolgarse por una cañería…

—Sí, es cierto —dijo el joven—. Pasaba por delante del Ayuntamiento cuando en aquel momento salió el vicario diciendo que se había dejado la lista de los premios de la Escuela Dominical sobre la mesa de su despacho, y la casa estaba cerrada porque su ama de llaves estaba en la ciudad, y las doncellas habían salido, y él se olvidó de llevar su llave. Dijo también que los ganadores de los premios de la Escuela Dominical estaban armando un alboroto tremendo en el Ayuntamiento y que no se atrevía a dejarles solos ni un minuto, así que yo dije que haría cuanto pudiera. Me explicó que la ventana de su despacho estaba abierta, de manera que tomé el atajo a través de los campos y fui a buscarla. Eso es cierto, ¿verdad? —concluyó volviéndose al vicario.

—En esencia, sí —replicó el vicario fríamente, pues no le había gustado que mencionara el comportamiento de los ganadores de los premios de la Escuela Dominical.

—Y luego usted dijo que le habían robado una miniatura —continuó Guillermo dirigiéndose al vicario.

—Luego vi que me había equivocado —repuso el vicario—. Cuando llegué a casa descubrí que el clavo se había salido de la pared y que la miniatura estaba caída detrás de una librería. Había olvidado por completo, hasta que tú lo has dicho, que sospechaba que me la hubieran robado.

—Y usted dijo… —prosiguió Guillermo volviéndose al joven.

—Lo sé… lo sé —repuso el aludido—. Temo haberme dejado llevar de mi imaginación. Asumo la responsabilidad de todo el asunto.

Sin embargo, el padre de Guillermo se negó a considerar al joven responsable de lo ocurrido. («Teme a todos los de su talla», reflexionó Guillermo con amargura), e insistió en que su hijo era el culpable de todo. Pero el joven dio a Guillermo un billete de diez chelines diciéndole que, aunque no era un delincuente, siempre le había parecido una carrera emocionante, y que si Guillermo al salir del colegio seguía pensando lo mismo, considerarían seriamente el asunto.

De manera que, en realidad, Guillermo no lamentó del todo el incidente.

Ni tampoco el señor Chance.

Al regresar a su casa encontró esperándole a un periodista para entrevistarle. Al señor Chance le molestaban las entrevistas, pero lo consideraban parte de su trabajo diario. En forma grave y reposada fue exponiendo sus puntos de vista acerca de la novela, la comedia y la poesía modernas. Luego pasó a hablar ingenuamente de la opinión que le merecía su propio trabajo (como no se alababa el periodista fue anotándola). Luego dijo que no tenía ninguna afición especial, y que detestaba la jardinería. Al fin el periodista le hizo su pregunta final.

—¿Y cuál considera usted que ha sido el mayor acontecimiento de su vida, señor Chance?

El tono grave y aburrido del crítico desapareció, e incorporándose con los ojos brillantes curvó los labios en una sonrisa satisfecha.

—Considero que el mayor acontecimiento de mi vida —dijo—, es haber dado una conferencia a la Sociedad de Abstemios de Marleigh sobre las Canciones Tabernarias de Bretaña.