UN PLAN QUE FRACASA
Guillermo avanzó lentamente por el camino en dirección a la escuela. Todo su cuerpo iba cubierto de vendajes como resultado de la escaramuza habida entre Guillermo y un nuevo calentador que su familia había instalado últimamente. El hombre que lo instaló había dicho respondiendo a una pregunta de la señora Brown:
—No, señora, es un modelo nuevo y es imposible que explote. Desafío a cualquiera —agregó—, a que haga explotar este calentador.
Era una tontería decir aquello en presencia de Guillermo, pero claro que entonces él no le conocía. Guillermo aceptó su declaración como un reto y trabajó dura y concienzudamente en el nuevo calentador hasta hacerlo explotar. Cuando al fin le levantaron de entre los escombros (después de asegurarse de que la casa todavía se mantenía en pie) su primer comentario fue un triunfante:
—¡Vaya! ¡Y decía que no podía explotar!
La actitud de su familia le contrarió.
—Bueno —les dijo—, alguien tenía que averiguar si decía la verdad, ¿no? No se puede consentir que un hombre vaya contando esas mentiras por ahí, ¿no? Bueno, él «mintió». «Ha» explotado, ¿no?
Guillermo se consideraba un investigador de la Verdad y la Ciencia, y cuando uno se considera un investigador de la Verdad y la Ciencia, resulta molesto que los parientes más cercanos le traten como a un criminal. No obstante, consideraron que sus heridas eran suficiente castigo, y esta actitud acrecentó aún más la contrariedad de Guillermo, por no haberle reconocido su trabajo.
—¡Me gusta! —dijo indignado—. ¿A quién hay que castigar… al que dice mentiras o al que descubre que las dice? Él debía haber sido lanzado por los aires. Yo me alegro de haber volado en su lugar, porque siempre deseé saber lo que se sentía en un caso así de vuelo inesperado.
—No hables tanto, Guillermo —replicó su madre con paciencia— y trata de dormir.
Este consejo animó a Guillermo a permanecer despierto y en actitud agresiva durante unos minutos, pero al fin, y todavía protestando entre dientes, se quedó dormido sin darse cuenta.
Los días de obligado descanso que siguieron, le resultaron extremadamente aburridos. Los cáusticos comentarios del médico, y las medicinas nauseabundas le enfurecían, e incluso los pacientes cuidados de su madre le parecían un insulto.
—¿No cree usted que ya podría levantarse? —Oyó que su madre preguntaba al médico fuera de su dormitorio.
—Claro que podría —repuso el doctor—, pero yo creo que un par de días más de cama completarían el castigo.
—Oh, por favor —dijo la señora Brown—. Déjele levantar. Es más castigo para mí que para él.
Así que Guillermo pudo levantarse y su estado de ánimo mejoró notablemente. La vista de su rostro cubierto de vendajes le satisfizo en gran manera. Se paseó por el jardín dándose importancia, y relatando imaginariamente a un público, también imaginario, sus luchas heroicas con leones, tigres y leopardos en las que había recibido sus heridas. «Y saltó sobre mí con sus zarpas extendidas y la boca abierta y yo levanté la mano y lo cogí por el cuello mientras saltaba y apreté hasta que estuvo muerto, mientras él me arañaba la cara con sus afiladas uñas».
—Guillermo, ven a tomarte la medicina.
La animación de Guillermo desapareció como por ensalmo y entró en la casa con el aspecto, no de gran cazador, sino de un niño pequeño al que van a darle a pesar de sus protestas, una pócima repugnante. El médico era un viejo enemigo de Guillermo, y nuestro héroe sospechaba… con cierta justificación… que procuraba que sus medicinas fuesen más desagradables de lo preciso.
Regresó al jardín contorsionando su rostro con las muecas más inverosímiles para dar a su público imaginario un relato más minucioso de sus heridas. Entonces les explicó que fueron debidas a la lucha sostenida con un villano que intentó envenenarle (Guillermo describió al villano con todo realismo), pero cuyo cadáver yacía ahora en el precipicio junto al que había tenido lugar la lucha. Tan realista fue su descripción que le sorprendió ver de pronto al villano que acababa de describir con tanto detalle, deteniendo su automóvil ante la puerta del jardín y que luego le dijo de paso mientras iba hacia la casa:
—Bueno, jovencito, tengo un nuevo reconstituyente para ti. Me temo que sea bastante malo de tomar, pero la gente que es lanzada por el aire por la explosión de un calentador siempre tiene que tomar medicinas desagradables. En todos los libros de medicina lo dice.
Guillermo guardó silencio repasando mentalmente su lucha con el villano para darle una muerte más terrible y lenta.
Pero al día siguiente tuvo que ir al colegio y no podía por menos de alegrarle la perspectiva. Guillermo no era aficionado al estudio, pero se cansaba pronto de su propia compañía. Y por eso aquella mañana había salido en dirección al colegio.
Considerando poco adecuado el único vendaje que ahora llevaba en la frente, se había apoderado de todas las vendas que pudo encontrar en el botiquín de su madre, y se detuvo en el bosque para ponérselas. Generoso, como en todo lo que emprendía, se extralimitó, y cuando hubo terminado había cubierto su cara, cuello y cabeza, dejando únicamente unas pequeñas aberturas para la boca y los ojos. Sin embargo, el efecto que causó al llegar a la escuela, fue alentador. Con voz ahogada explicó que todo su rostro, excepto los ojos y la boca, estaba destrozado. Sus condiscípulos le rodearon en el guardarropa aspirando sus palabras con fruición. Por todas partes surgían preguntas y sugerencias.
—¿Y qué vas a hacer? Yo me pondría una careta. Yo tengo una muy graciosa que hace reír a todo el mundo.
—No veo cómo se te aguantan los ojos, si no tienen nada alrededor para apoyarse —dijo otro.
—Apuesto dos peniques a que se le caen en cuanto empiece a correr —comentó un jovencito deportivo que miraba a Guillermo con ojos que parecían a punto de saltar de las órbitas.
—¡Sigue! Cuéntanoslo —gritó una voz del fondo.
—¡Continúa! Cuéntanos cómo ocurrió —dijo una voz al fondo.
Guillermo se dispuso a hablar de buen grado. El tono apagado de su voz agregó emoción a su historia. Cuando descubrió sus sensaciones al salir despedido por el aire entre las ruinas de su casa, sus oyentes lanzaron suspiros de embelese, y hasta que uno de los más incrédulos dijo: «Bueno, no comprendo cómo puede haber volado tu casa, y muerto tus padres, porque ayer mismo vi tu casa y a tu padre y a tu madre». Guillermo no comprendió lo lejos que había llegado en alas de su fantasía.
—Um —dijo molesto—, hoy levantan las casas muy de prisa, y todo lo que yo he dicho es que «casi» se mueren.
Una docena de voces se apresuraron a asegurar que muy al contrario, él les había dicho que no solo habían muerto sino que fueron hechos pedazos.
—Está bien —empezó Guillermo en el tono agresivo de quien desafía a sus enemigos a un combate mortal, pero recordando su precario vendaje cambió su actitud por la de un sufrido paciente.
—¡Está bien! Cualquiera que me crea un mentiroso, que lo diga, y cuando mi cara vuelva a estar bien, le aniquilaré.
Todos los presentes se apresuraron a proclamarlo así, no porque tuvieran nada que objetar ante los vuelos de la fantasía de Guillermo, sino más bien por su predisposición a aceptar en el acto cualquier desafío que se presentase.
—De acuerdo —exclamó Guillermo—. En cuanto mi cara vuelva a crecer me pegaré con todos vosotros.
Los vendajes que se había puesto empezaban a caerse debido a la fuerza de la gravedad, y se alegró de poder escapar a la clase donde, al amparo de su tapa de pupitre podría reajustarlos en parte. Pero por lo visto el colocar un vendaje era algo más complicado de lo que él había supuesto. El que le puso su madre se mantenía firme, pero los otros colocados por él, se aflojaban y deshacían de forma curiosa. Al finalizar la primera clase (de francés) se habían caído de tal modo que le cubrían los ojos por completo y tuvo que apartarlos para mirar a la pizarra. El profesor de francés le miró con recelo, pero, basándose en su lema de que es mejor no molestar a un perro que duerme, prefirió no interrogarle sobre su extraño aspecto. Durante la clase siguiente… de latín… la venda había resbalado hasta su boca amordazándole, y a pesar de sus esfuerzos no fue capaz de responder a las dos sencillísimas preguntas que le hizo el profesor, ganándose un castigo.
—Es muy suyo —murmuró con ferocidad a su mordaza— el «esperar» que la gente que acaba de ser víctima de una explosión responda a sus estúpidas preguntas.
Durante la lección siguiente… Matemáticas… el vendaje estaba ya en su garganta, y el profesor, que era bastante miope, exclamó:
—¿Qué significa eso de venir a clase con bufanda? ¡Vaya a dejarla en seguida al guardarropa!
Guillermo, a quien le dolía el rostro por la tensión de mantener el vendaje en su sitio sin conseguirlo, no sintió tener que abandonar la clase para librarse de él. Le había cegado, ahogado y asfixiado, y ahora sentía una natural aversión hacia él. La venda original, puesta por su madre, seguía firme y cómoda y por el momento era suficiente para ganarle el interés y simpatía que creía necesarias. Después de quitarse el vendaje se divirtió durante el resto del tiempo que hubiera ocupado la clase de matemáticas vendando una pelota de rugby que encontró en el guardarropa, mientras se imaginaba que era la cabeza maltrecha de su médico.
—Sí —le decía con dureza—, quizá la próxima vez «lo piense» un poco más antes de tratar de envenenarme.
Regresó a la clase en el momento en que finalizaba la lección de matemáticas. Al profesor le alegró verse libre de la presencia de Guillermo, que era un experto en el arte de no entender, y aceptó sus explicaciones de haber tardado tanto en quitarse la bufanda, sin hacer comentarios.
En cuanto el profesor se hubo marchado, toda la clase se lanzó sobre Guillermo presa de indignación y desilusión al ver su rostro completo y con su aspecto acostumbrado.
—Bueno, me ha crecido otra vez —se defendió Guillermo—. No puedo evitar que mi cara sea tan fuerte y saludable que se haya curado más pronto que las de otras personas. Sentía que había vuelto a crecerme y por eso me quité la venda. Todavía llevo una, ¿no? Mi cabeza sigue herida, ¿no es cierto? Bueno, os diré lo que se siente al ser lanzado por el aire…
Pero la clase no deseaba oír lo que se siente al ser lanzado por el aire puesto que en realidad, lo habían oído varias veces. Lo que ahora querían era vengarse de Guillermo porque tenía la cara entera después de proclamar que estaba destrozada. Le iban rodeando con perversas intenciones, y Guillermo, que sentía crecer en su interior el deseo de pelea, dirigió un directo al más próximo recibiendo a cambio un impacto en un ojo, cuando un niño asomó la cabeza por la puerta de la clase y dijo:
—¡Escuchad! ¿Sabéis ya la noticia? El viejo Markie se casa.
Guillermo y el resto de la clase olvidaron al punto la pelea iniciada y rodearon al portador de la nueva.
—«¡Markie!» ¿Quién te lo ha dicho? ¿Con quién se casa? ¡Contesta! Cuéntaselo a tu abuela. Soy yo el que va a casarse.
Pero la noticia era auténtica. Markie (cuyo verdadero nombre era señor Marks y que era el director del colegio), había comunicado a los del sexto curso que iba a contraer matrimonio. Incluso les dijo el nombre de su futura esposa.
—Dice que se casa con la señorita Finch, y que la boda será al final de curso.
Entonces llegó el profesor que debía darles la próxima clase y deshizo la reunión con un grito feroz para hablarles de las exportaciones de Australia.
Cuando llegó «el recreo» la clase reunióse de nuevo para discutir la cuestión. Dudaban sobre qué actitud debían adoptar ante el acontecimiento, hasta que un niño de aspecto lúgubre que había ingresado en la escuela el curso anterior, les iluminó diciendo:
—Yo sé lo que es tener un director que va a casarse —explicó con aire triste—; tuvimos uno en el colegio que iba antes. Ella se lo contaba todo. Siempre andaba de un lado a otro y le decía que nos había visto portarnos mal en la calle el sábado, o que íbamos desaliñados y cosas por el estilo, y entonces él nos castigaba. Siempre estaba espiándonos para que él nos castigase. Incluso venía a espiarnos cuando jugábamos en los jardines de nuestras casas.
Los rostros de los Proscritos reflejaron el horror más profundo. Consideraban al director un Nerón auténtico en el recinto de la escuela, pero no cabía la menor duda de que fuera de allí olvidaba por completo a su rebaño. Cuando no estaba de servicio era tan distraído que en cierta ocasión había sorprendido a Guillermo en el momento de invadir su jardín, y pasó junto a él sin siquiera darse cuenta de su presencia. Ya podían encontrarle en las calles o prados del pueblo sin que le importase lo sucios o descuidados que fuesen, ni las prácticas nefastas que hubieran emprendido, y podían estar bien seguros, de que aunque llegase a verles, lo cual no era probable, no les reconocía como alumnos de su colegio, e incluso en el caso (milagroso) de que les reconociera como tales, a la mañana siguiente habría olvidado por completo el incidente. Fuera de las verjas del colegio no tenían nada que temer del viejo Markie. Pasaba sus horas de ocio escribiendo libros sobre ramas de la sabiduría y tan innecesarias como son la Inglaterra Romana, Caminos Romanos y Derecho Romano, obras que se apreciaban mucho en los círculos universitarios, pero que solo aumentaban el firme convencimiento de los Proscritos de que estaba loco. Y ahora iba a terminar aquella relativa inmunidad a la persecución existente fuera de las verjas del colegio. Incluso ahora, mientras avanzaban por la calle del pueblo, sus empujones, muecas (cosas indispensables en sus paseos) eran mecánicas y sin sentido. Una sombra femenina y acusadora parecía espiarles detrás de cada seto.
—¿Qué tal es ella? —dijo al fin Enrique con desprecio—. Me refiero a esa señorita Finch.
—Sé dónde vive —replicó Douglas—, vamos a echarle una mirada.
Siguieron a Douglas hasta una pequeña casita que había al otro extremo del pueblo y se detuvieron para mirar con temor y curiosidad por encima de la cerca. No se veían señales de vida.
—Entremos y miraremos por una ventana —susurró Pelirrojo.
Abrieron la cerca cautelosamente, entraron en el jardín, y se aproximaron a la ventana que inmediatamente fue abierta por una mujer de mediana edad, alta, angulosa y de aspecto muy severo… la encarnación de todos sus temores…
—¡Cómo «osáis» entrar en mi jardín! —les dijo con severidad—. Iros en seguida y cerrar la puerta. Informaré al director de vuestro colegio.
Tan abatidos estaban los Proscritos que se marcharon sin dar la menor señal de rebeldía. Guillermo le sacó la lengua, pero de manera que no pudiera verle.
Una vez en el camino se detuvieron para lanzar exclamaciones de horror y desaliento.
—¡Troncho! —suspiró Enrique—. Va ser todavía peor de lo que nos dijo.
La mujer apareció ahora en la verja.
—¡Marchaos en seguida! —les ordenó— y no os quedéis parados ante mi
puerta.
—¡Marcharos en seguida! —volvió a ordenarles—, y no os quedéis parados ante mi puerta. ¡Y qué «significa» eso de ir por ahí tan sucios! Fijaros en el calcetín de ese niño caído sobre el zapato. Hablaré muy «seriamente» de vosotros al director de la escuela.
Los Proscritos se fueron alejando por el camino hasta perder de vista la casita, y al fin se detuvieron de nuevo horrorizados mirándose los unos a los otros en silencio.
—¡Vaya! —dijo Pelirrojo al fin—. ¡Será preferible «morirse» cuando se haya casado con «ella»!
La vida parecía extender ante ellos… como un árido desierto poblado de mujeres huesudas e irascibles.
—Tal vez se muera antes de casarse —dijo Douglas agarrándose al único rayo de esperanza que podía vislumbrar.
—La gente así no se muere nunca —replicó Enrique—. Por lo menos hasta que son tan viejos que no pueden seguir viviendo más. Nunca verás que se muera una persona «así» cuando tú lo desees.
Entonces Guillermo habló lenta y reflexivamente.
—«Todavía» no se ha casado con ella. No todo el mundo se casa por el hecho de tener novia.
—Todas las personas que yo conozco sí —intervino Douglas.
—Bueno, tú no conoces a todo el mundo, ¿verdad? —replicó Guillermo agresivo.
Entonces el reloj de la iglesia dio las cinco y los Proscritos se separaron caminando lentamente y desilusionados, para ir a merendar.
Guillermo merendó con un aire tal de abstracción que su madre le preguntó solícita si su cabeza estaba peor. Nuestro héroe, que se encontraba perfectamente bien, pero que quiso sacar el mayor provecho del tono preocupado de su madre, repuso que estaba mucho peor y aceptó con gesto resignado y paciente las galletas de chocolate que ella le dio para consolarle.
—Mamá —le dijo mientras comía—. El viejo Markie va a casarse.
—El señor Marks, querido —le corrigió su madre—. Sí, eso he oído decir.
—Con la señorita Finch.
—Sí, eso he oído.
—Mamá, ¿todas las personas que has conocido se casaron con su novio?
—No, querido —repuso su madre.
—¿Quién no se casó?
—Yo tuve una amiga que no llegó a casarse.
—¿Por qué?
—Descubrió que él bebía, y luego se casó con otro.
—No me importaría que ella se casara con otro con tal que no se case con «él» —dijo Guillermo.
—Guillermo, ¿de qué «estás» hablando?
—De nada —replicó Guillermo—. Mi cabeza está peor otra vez. ¿Puedo tomar más galletas de chocolate?
—Sí —dijo su madre abriendo la lata—, pero si estás peor será mejor que llame al doctor.
—Oh, no —exclamó Guillermo al punto apresurándose a coger las galletas—, no estoy tan mal como para molestarle. No me gusta molestarle. Está tan ocupado. Ahora, se me ha ido el dolor de repente.
Y comiéndose las galletas salió al encuentro de los Proscritos que le esperaban en el viejo cobertizo… con aspecto abatido y triste. Mas en cuanto le vieron llegar, comprendieron que tenía un plan.
La cabeza de Guillermo estaba completamente bien a la mañana siguiente y necesitó de toda su astucia para conseguir que su madre se la vendase.
—Temo que hoy esté peor otra vez —le dijo—. No quiero darte más preocupaciones. Solo pienso en eso. Pudiera caerme o darme un golpe, y si la llevo vendada impedirá que vuelva a dañarse.
Al fin su madre se avino a vendársela, mientras inspeccionaba con desmayo el ojo negro que era el resultado del intercambio de golpes con el niño que había protestado por la repentina curación de su rostro.
La noche anterior el ojo a la funerala apenas se distinguía debido al mugre de sus alrededores, pero aquella mañana había llegado a la plenitud de su madurez y le daba un aspecto siniestro.
—Guillermo —le dijo su madre—. ¿Estás seguro de no haberte peleado otra vez?
—¿Peleado? —exclamó Guillermo con inocente sorpresa—. No, no me he peleado. Un niño tenía el brazo estirado por casualidad, y yo me di contra él por casualidad. Yo no tengo la culpa de que tuviera el brazo estirado, ¿verdad?
Guillermo, a quien por lo general le molestaba ostentar en su rostro las pruebas visibles de las hazañas de sus enemigos, en esta ocasión parecía más complacido por su ojo hinchado que otra cosa, e inspeccionó su color morado intenso contemplándose en el espejo con gran satisfacción. Después de su experiencia del día anterior no se atrevió a adornar su cabeza con más vendas, pero procuró bajar la que le había puesto su madre hasta donde empezaba el cardenal de su ojo y de esta manera acrecentó su maltrecho aspecto. Al llegar al colegio lo primero que hizo fue mirar ansiosamente a su adversario del día anterior, descubriendo con alivio que tenía un ojo semicerrado y rodeado de un círculo violáceo. Guillermo necesitaba su ojo a la funerala para su Plan, pero su honor exigía que su adversario también lo tuviera.
Los Proscritos contemplaron a Guillermo con interés y satisfacción.
—¡Estás estupendo! —dijo Pelirrojo—. ¿Pero no podrías hacerte algo más? Romperte un diente o algo por el estilo.
—Rómpetelo tú si quieres —replicó Guillermo ofendido por la sugerencia—. Cualquiera diría que quieres verme «muerto».
—No —dijo Pelirrojo—, no quiero que te mueras «del todo», pero nosotros podríamos darte algunos golpes más.
—¿Ah, sí? —replicó Guillermo encarándose con él—, bueno, pues ven a pegarme entonces —mas Pelirrojo declinó la invitación.
—No —dijo sencillamente—. Yo no quiero pegarte. Es «a ti» al que hemos de hacer creer que te han pegado.
—Bueno, ya estoy bastante maltrecho —dijo Guillermo—, y no voy a consentir que me peguen más. ¿De quién fue el plan al fin y al cabo? Bueno, si el plan es mío, soy yo quien debe decir si estoy bastante maltrecho, y yo digo que ya lo estoy «bastante». Se me ocurrió porque ya me habían atizado. No quise decir que tuvieran que atizarme más. Si quieres más golpes de los que yo tengo que te los den a ti.
A pesar de su determinación de no recibir más golpes, Guillermo se cayó casualmente en el patio durante el «recreo» haciéndose un corte en un carrillo que hizo que su aspecto fuese completamente satisfactorio desde un punto de vista artístico. Cuantos más golpes y arañazos tuviera, mejor.
Los Proscritos disimularon su satisfacción ante el accidente lo mejor que pudieron, pues a Guillermo empezaba a molestarle un poco su aspecto.
—No quiero parecer una de esas personas que han sido puestas fuera de combate —gruñó—. No puedo contar «a todo el mundo» que el calentador me hirió en la cabeza, que me he cortado la cara al caerme en el patio, y que el niño que me puso un ojo morado tiene otro igual, y ya estoy harto de que la gente me haga preguntas estúpidas.
Pero los Proscritos, con mucho tacto, desviaron la conversación hacia el tema de la «novia» del señor Marks y Guillermo volvió a animarse. El asunto seguía siendo discutido animadamente por todas partes, y la contribución de Guillermo a la conversación fue un gruñido misterioso y significativo.
—¡Um! —dijo—. Sí, «cuando» esté casado. Sí, «cuando» esté casado. ¡Um! Sí, «cuando» esté casado… ¡Um!
Interrumpió su monótono comentario cuando alguien le dijo que se sentaría encima de su cabeza si no se callaba. Guillermo, que en aquellos momentos no consideraba que su cabeza fuese un sitio adecuado para que se sentase nadie, aceptó el reto para el día siguiente, con animación.
—Puedes probarlo entonces —le dijo, y agregó—: y «permíteme» que «te» diga, que no será encima de la «mía» donde te sientes.
Aquella tarde tenían fiesta, e inmediatamente después de comer los Proscritos se encaminaron a una parte solitaria del prado que conducía a casa de la señorita Finch. Sus movimientos hubieran sorprendido a cualquier observador, de haberlo habido, sobre todo si ese observador los conociese, ya que Guillermo, el altivo jefe, se dejó tender en la cuneta y que le restregaran la cara contra el polvo. El resultado fue espantoso. La cabeza vendada, el ojo a la funerala y el corte de la mejilla tenían un aspecto más siniestro que nunca cubiertos de polvo. Fue Pelirrojo… que era un artista a pesar de su aspecto… el que sugirió la idea de trazar «huellas de lágrimas» en su rostro polvoriento, y así lo hizo con todo cuidado utilizando una ramita humedecida en el agua de la cuneta. Luego se echaron hacia atrás para apreciar el resultado lanzando suspiros de satisfacción. Solo su expresión necesitaba algún retoque.
—Trata de parecer más asustado —le dijo Pelirrojo—. ¡Troncho! ¡Eso es «estupendo»! —exclamó al ver que Guillermo adoptaba una expresión de exagerada desolación—. ¡Vamos! Démonos prisa mientras conserva ese aspecto.
Silenciosos se apresuraron por el camino y Guillermo procuraba conservar su expresión con bastante esfuerzo.
Una vez ante la cerca se detuvieron, y Pelirrojo, irguiéndose como quien se prepara para realizar una hazaña, avanzó hasta la puerta principal y llamó suavemente.
La señorita Finch abrió la puerta y su severa expresión se acentuó aún más cuando vio a toda la chiquillería.
—¿Qué quieres? —le preguntó con dureza.
Pelirrojo se quitó la gorra con gesto cortés y humilde.
—Por favor —dijo—. ¿Podría entrar mi amigo a descansar un rato? No se encuentra bien y dice que no puede dar un paso más.
—Desde luego… —empezó la mujer evidentemente con intención de terminar la frase con una negativa, pero cuando sus ojos se posaron en Guillermo que se apoyaba en la cerca con una actitud de cansancio y sufrimiento que despertaba la admiración de Douglas y Enrique, quedó boquiabierta, pues incluso a distancia Guillermo tenía un aspecto espantoso.
—¡Cielo Santo! —exclamó sin aliento—. ¿Qué le ha ocurrido?
—Oh, está perfectamente —repuso Pelirrojo—. Quiero decir que estará perfectamente en cuanto le deje entrar a descansar unos minutos. No… no tiene nada.
Douglas y Enrique ayudaron a Guillermo a avanzar por el sendero.
—Traedle aquí —ordenó la señorita Finch abriendo la puerta de su salita. Los ojos le brillaban de horror y compasión y el deseo de vengar al asaltante, fuera quien fuese.
—Tenderle en el sofá —les dijo.
Pelirrojo y Enrique dejaron a Guillermo en el sofá. Este no había abandonado su expresión de paciente sufrimiento. Ahora ya no parecía un niño a punto de desmayarse sino más bien presa de un fuerte ataque de bilis. Pero la mujer no sospechó nada, y dirigió su mirada inquisidora hacia Pelirrojo.
—¿Quién le ha hecho eso? —preguntó.
—Oh… está perfectamente —replicó Pelirrojo en tono evasivo—. Nadie ha sido… quiero decir… que no puedo decirlo… quiero decir… que se pondrá bien cuando descanse un poco.
Un ciego y tonto hubiera adivinado que Pelirrojo tenía algo que ocultar. Los ojos de la mujer brillaron más aún, y su respiración se hizo más agitada, como la de un perro tras un rastro.
—¿«Quién» —preguntó— ha golpeado a este pobre niño de esta forma brutal?
Guillermo abrió los ojos, y con voz débil que expresaba sufrimiento, dijo:
—No se lo digas, Pelirrojo.
Los ojos de la mujer despedían chispas.
—«Insisto» en que me lo digas —dijo a Pelirrojo.
Guillermo habló con voz débil que expresaba sufrimiento: —No se lo
digas, Pelirrojo —dijo.
—Insisto en que me lo digas —dijo la mujer a Pelirrojo.
—No ha sido nadie —replicó el Proscrito—. Fue un accidente.
—¡Tonterías! —exclamó la mujer.
Guillermo, volviendo a abrir los ojos, dijo con aquella voz desfallecida de sufrimiento:
—No se lo digas, Pelirrojo. Él… él lo hizo sin querer.
—¿«Quién» ha sido? —preguntó la mujer.
—No fue nadie —replicó Pelirrojo—. Quiero decir… que fue un accidente. Se… se hirió la cabeza en una explosión, y se cortó la cara al caerse mientras jugaba en el patio.
Pelirrojo consideró que había hablado muy inteligentemente. Después no podrían decir que no había dicho la verdad.
—¡No digas tantas «estupideces»! —exclamó la mujer—. No os dejaré salir de esta habitación hasta que me hayáis dicho quién ha maltratado a este pobre niño.
Una vez más Guillermo abrió los ojos para decir:
—No se lo digas —pero esta vez agregó—: Él es muy bueno cuando no ha bebido.
—¿Quién es? —insistió la señorita Finch.
—El señor Marks —dijo Guillermo como si se le escapase y luego procurase moderar sus palabras—. No, no quiero decir que haya sido él. No… no es nada. Había estado bebiendo y nunca sabe lo que se hace cuando ha bebido.
—A mí me puso así la semana pasada —dijo Pelirrojo tristemente—, estando borracho. Me hirió en la cabeza y también me tiró al suelo porque me interpuse casualmente en su camino cuando había bebido. Es «muy» bueno cuando está sereno —agregó como si deseara disimular el mal efecto.
—Solo que está sereno tan pocas veces —intervino Douglas, pesaroso.
La señorita Finch dejóse caer pesadamente en una silla y contempló a los cuatro niños sin poder articular palabra, y cuando se hubo recobrado exclamó sin poder respirar:
—¿No estaréis hablando… del señor Marks, el director de la escuela de primera enseñanza?
—Sí —replicó Pelirrojo—, de él hablamos.
—Pe… pe… pero es imposible —dijo la mujer con el tono de quien, aunque muy sorprendido, está dispuesto a creer lo peor.
—Te pedí que no se lo dijeras —murmuró Guillermo con aire patético—. Solo se emborracha un día por otro. Siempre hay un día en medio en que no está bebido.
—¡Pero —exclamó la mujer—, es imposible que esto haya estado ocurriendo en nuestro ambiente y que no lo sepamos!
—«Todos» lo sabíamos —dijo Pelirrojo—, pero hemos guardado el secreto hasta ahora.
—Quieres decir… ¿que todos los niños lo sabíais?
—Sí —replicó Pelirrojo.
—¿Y os ha «aterrorizado» para que guardarais el secreto?
—Sí —repitió Pelirrojo.
—Es terrible —dijo la mujer—, «¡terrible!». Pero es muy posible. He vivido en este mundo lo bastante para saber que «nada» es imposible. —Miró por la ventana y de pronto exclamó—: Esperad un minuto —y desapareció para volver a entrar al cabo de unos segundos acompañada de un hombre alto de aspecto lúgubre.
—Acabo de ver pasar al señor Potter —les dijo—, y se me ocurrió llamarle. Pertenece a la Junta de la Escuela y creo que debe saberlo.
Los Proscritos contemplaron abatidos y en silencio a la señorita Finch y al hombre alto y lúgubre. Las cosas no tomaban el rumbo que ellos deseaban. La señorita Finch estaba hablando severamente con el recién llegado.
—Y este pobre niño ha sido golpeado brutalmente por él. Dice que esto viene ocurriendo hace tiempo, y que, claro, toda la escuela lo sabe, pero los niños tenían demasiado miedo para decirlo. Hay que hacer algo en seguida, Agustín. Mañana se reúne la Junta, ¿no? Tienes que hablar de esto. No cabe la menor duda. Estos niños no querían decírmelo. Tuve que arrancárselo a la fuerza. Ese hombre hoy estaba bebido y ha golpeado a este niño brutalmente sin razón alguna. Mira cómo está. Su aspecto habla por sí solo, ¿no? Tienes que librarte de ese hombre en seguida. Tenemos que enfrentarle con este niño y con las pruebas que hoy me han dado estos pequeños. Sé sus nombres y dónde viven. Tiene que presentarse ante la Junta para decir allí lo que a mí me han dicho. Es un lamentable estado de cosas al que hay que poner fin en seguida —se volvió hacia los Proscritos que la contemplaban mudos de horror—. Podéis dejar este asunto en mis manos, pequeños. Este joven es mi «prometido» y él cuidará de tratar este asunto ante la Junta de mañana.
Guillermo habló con voz feble y lejana:
—Pe-pe… ro… yo creí… que… que…
—¿Qué creíste, querido?
—Que usted iba a casarse con el viejo se-señor Marks…
—¿Yo? ¡Qué «tontería»! ¡«Claro» que no! Ahora, queridos niños, marcharos en seguida. Este es un asunto muy serio y yo debo discutirlo con el señor Potter para ver cómo hemos de enfocarlo para ponerle remedio rápidamente, y estoy empezando a pensar que lo mejor será arrestarle inmediatamente por haber maltratado a este niño…
Guillermo estaba viviendo una pesadilla espantosa e inesperada.
—Por favor —intervino alocadamente—, no lo haga. Lo inventamos porque…
—¡Tonterías! No empieces otra vez. Yo sé cuándo decís la verdad y cuándo tratáis de disculpar a ese hombre porque le tenéis miedo. Y tenemos que reprocharos el no haberlo dicho antes. Agustín, me inclino a creer que lo mejor sería que fuésemos a dar parte a la policía esta misma noche. El que un bebedor habitual continúe teniendo niños a su cargo un «minuto» más, es…, ¿queréis dejar de hablar, niños? No oigo ni una palabra de lo que decís. Hazles salir, Agustín. Ese niño parece que ya se ha repuesto.
Los Proscritos se vieron en la puerta, y esta se cerró tras ellos. Avanzaron hacia la calle como sonámbulos.
—«¡Vaya!» —dijo Pelirrojo al fin—. «Ahora» sí que la has hecho buena.
—Siempre estás haciendo planes que siempre salen así —dijo Enrique.
—Bueno, dijeron que iba a casarse con ella —dijo Guillermo con viveza—. Yo no tengo la culpa. Era un plan estupendo.
—Irán a dar parte a la policía, a hablar con el viejo Markie y con nuestros padres —dijo Enrique—, y nos pegarán «y» eso si no nos meten en la cárcel.
—No me importaría que me metieran en la cárcel —repuso Douglas contemplando la oscura perspectiva de su futura existencia—. Por lo menos allí tendría un poco de paz.
—Bueno, no me importa, era un plan estupendo —insistió Guillermo—, y hubiera salido bien si…
—¿Y si saliera ella persiguiéndonos? —dijo Pelirrojo—. Vámonos en seguida.
Los Proscritos echaron a correr creyendo que aquella mujer terrible iba tras ellos, y al doblar un recodo del camino tropezaron con una joven… el choque fue tan violento que Guillermo y la joven quedaron sentados en el suelo… Era una joven extremadamente hermosa, de ojos oscuros, hoyuelos en las mejillas y cabellos negros y ensortijados. No pareció molestarse lo más mínimo por verse caída en la calle. Sonreía deliciosamente mostrando sus hoyuelos y dijo que no tenía importancia. Luego se sentó sobre la hierba de la cuneta, y sonriéndoles les dijo:
—Ahora que estoy aquí tan cómoda y fresca, creo que voy a descansar un ratito.
Su sonrisa resultó muy agradable para los Proscritos y les hizo olvidar temporalmente el mal rato que acababan de pasar y los malos ratos que tenían en perspectiva. Allí sentados con ella sobre la fresca hierba y sin saber exactamente cómo, empezaron a hablarle de Pieles Rojas y Piratas. Incluso le contaron donde estaban los lugares estratégicos para pescar y cazar, y lo que iban a hacer cuando fuesen jefes de una banda de ladrones y hubieran conquistado el mundo. Era de esa clase de personas a las que uno le cuenta todo. Era tan simpática que no solo olvidaron que era una persona mayor, sino también los problemas que se avecinaban. Ella sabía muchas cosas de los Pieles Rojas y les contó muchas cosas de ellos que ignoraban. Comprendía su ambición de conquistar el mundo y dijo en seguida que ella también había decidido hacer lo mismo. Claro que sabía que ahora no podía lograrlo, y por eso les deseaba mejor suerte. Les enseñó una manera de hacer nudos que no podían deshacerse, y cuando la conversación versó sobre mariposas y orugas, al parecer sabía todo lo que hay que saber al respecto.
Cuando al fin recogió sus paquetes y dijo: «Bueno, supongo que tendré que marcharme», los Proscritos despertaron de aquel agradable sueño para volver a la realidad.
—¿Qué os ocurre? —les preguntó al ver su expresión de desilusión y recelo que apareció en sus rostros.
No querían decírselo pero todo salió a la luz sin que supieran cómo.
—Y nos dijeron que iba a casarse…
—Y otro nos dijo que tuvo un director que iba a casarse y que ella estaba siempre metiéndose en todo, y contando chismes y haciendo que les castigasen…
—Y Guillermo supo por su madre que una amiga suya no se casó con su novio porque se enteró que bebía.
—Y nosotros fuimos a ver a esa señorita Finch, le dijimos que era un borracho y que había pegado a Guillermo hasta tirarle al suelo y herirle en la cabeza y cara. Por casualidad estaba herido, de manera que nos vino «de perilla».
—Y pensamos que ella se limitaría a decirle que no quería casarse con él.
—En vez de eso dijo que nunca había pensado casarse con él y llamó a un hombre que dijo que era un directivo de la escuela y que iban a dar parte a la policía…
—Y no quiso «escucharnos» cuando intentamos decirle la verdad y…
—Y vamos a ganarnos la paliza más formidable de nuestras vidas…
—Porque él «no bebe» y…
La joven se sentó, secándose los ojos.
—Oh, qué divertido —dijo—. ¡Esto es divertidísimo! Pero no tenéis que preocuparos «en absoluto». Todo saldrá «bien». Ahora iré a verla y se lo explicaré todo, y os «prometo» que no habrá paliza.
—Sí —dijo Guillermo con pesar—. Todo eso está muy bien, pero estamos seguros de que habrá paliza. Usted no conoce al viejo Markie.
—«Sí» que conozco al viejo Markie —replicó la joven—, y os prometo que no os reñirá. ¿Sabéis? —Volvieron a aparecer los deliciosos hoyuelos en sus mejillas—. No es que sea pariente de ella, pero yo soy la señorita Finch con quien él va a casarse.