RICHMAL CROMPTON
GUILLERMO EL ATAREADO
GUILLERMO Y EL ESPÍA
La familia de Guillermo se hallaba pasando sus vacaciones junto al mar, en la casa de huéspedes de siempre. Los Brown la escogían porque soportaban a Guillermo. No era suficiente que los Brown fueran a una casa de huéspedes donde soportasen a los niños, sino que debía ser una que soportase a Guillermo, y aquella era de naturaleza filosófica, tal vez incluso pesimista, que aceptaba como cosa natural que los cangrejos de Guillermo se instalasen en el ropero, que las «piezas» de su colección de algas convirtieran el vestíbulo en una especie de pista de patinaje, y que el propio Guillermo dejase un rastro de arena, conchas y medusas por dondequiera que pasara. Sin embargo, Guillermo disfrutaba menos de aquellas vacaciones que los otros miembros de su familia. Aunque se entregaba de lleno a las delicias de la playa, las consideraba agotadas. El jugar con la arena era un pasatiempo cuyas posibilidades se terminaban pronto. Conseguía hacerlo interesante imaginando que ayudaba a rescatar a unos marineros que habían naufragado, o a llevar a la playa un bote cargado de contrabando, pero siempre lo tomaba tan en serio que llegaba a su casa empapado hasta el cuello. Por lo general estos juegos se los prohibía su madre al tercer día de estancia en la playa, porque, como ella decía, Guillermo solo tenía tres trajes y cuando los mojaba todos en un mismo día, ya no tenía nada que ponerse.
Hacía demasiado frío para bañarse, cosa que alegró a la señora Brown, ya que el año anterior, los otros bañistas se cansaron tanto de salvar a su hijo que le amenazaron con dejar que se ahogase la próxima vez que se viera en un apuro.
Cuando le prohibieron mojarse los pies, Guillermo se dedicó a explorar las rocas con resultados todavía más desastrosos, ya que entre ellas había charcos en los que siempre se caía, así como superficies resbaladizas por las que siempre patinaba. La actitud de su madre ante este Guillermo imposible, está más allá de toda descripción.
—¿Cómo crees tú que voy a poder correr alguna aventura cuando sea mayor si no hago un poco de práctica ahora? —protestó apasionadamente—. ¿Cómo crees tú que Simbad el Marino hubiera llegado a ser un héroe, si su madre se hubiera puesto así como tú te pones conmigo cada vez que se mojase la ropa?
—Yo no sé cuántos trajes tendría Simbad el Marino —replicó la señora Brown en tono firme—, pero, si solo tenía tres, y empapó dos y rompió el tercero, no veo que su madre pudiera hacer otra cosa que tenerle encerrado en casa hasta que algunos de ellos estuviera a punto de volvérselo a poner.
Así que Guillermo estaba sentado en el salón de la casa de huéspedes con su batín, mientras sus dos vestidos se secaban ante el fuego de la cocina, y el tercero era remendado por el sastre.
Guillermo no había estado antes en el salón, y la novedad le atrajo bastante. Había una anciana sentada en una butaca junto al fuego, quien ya le había pedido que le sostuviera una madeja de lana para ovillarla. A Guillermo le desagradaba sostener madejas y con una habilidad fruto de larga práctica se las arregló para enredarla de tal manera, sin apenas mover las manos, que la anciana tuvo que desistir fastidiada y se puso a dormir. Al otro lado del fuego había otra señora alta, delgada, y de mediana edad, que estaba ocupada en una labor de ganchillo, y que llevaba unos lentes de pinza colocados en la mismísima punta de la nariz. Entre ella y la anciana durmiente había un círculo de otras señoras, todas de mediana edad, delgadas, con lentes, y haciendo ganchillo. Guillermo, arropado en su batín, formaba parte del círculo, aunque era ignorado por todas, y las contemplaba con profundo interés. Él no tenía la más remota idea de que todas aquellas mujeres fuesen distintas. Él siempre llegaba al comedor cuando todos habían terminado, y si tropezaba con alguna dama por los pasillos pensó que se trataba siempre de la misma.
Ahora las contempló con la emoción de su descubrimiento… Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, y todas tan parecidas que él había imaginado que se trataba de la misma persona.
La que hallábase sentada junto al fuego, estaba hablando. Su nombre era Smithers. Señorita Smithers. Había vivido una vida sin emociones y nunca tuvo nada de que hablar hasta que llegó la guerra, y no había comprendido aún que la mayor parte de la gente ya ni se acordaba de la guerra.
—Claro que —decía— el país ha estado «lleno» de espías desde muchos años antes de que empezara la guerra. Venían como turistas o estudiantes, o incluso profesores… y en «todas partes» pasaban por ingleses, ¿saben? Eran unos políglotas excelentes… y cada uno de ellos se encargaba de un trocito de la costa para «estudiarla» hasta conocerla «al dedillo». El país estaba «infestado» de espías. Y lo que hicieron una vez pueden volver a hacerlo… Nunca estamos prevenidos ni llegamos a escarmentar.
Las otras, que la habían oído muchas veces, no le prestaban atención, pero Guillermo, inclinado hacia delante y con los ojos y boca muy abiertos, sorbía todas sus palabras. La guerra había terminado antes de su nacimiento, y el círculo que rodeaba a Guillermo era de esas personas que viven solo el presente. En cambio nuestro héroe no había oído nada semejante en su vida… Lo más emocionante fue aquello de «Y lo que hicieron una vez pueden volver a hacerlo».
Estaba a punto de pedir más detalles, cuando su madre abrió la puerta para decirle que uno de sus trajes se había secado ya, y que fuera a ponérselo. La siguió al vestíbulo. Allí vio a un viejecillo de barba blanca y corta estatura hablando con la patrona. Llevaba una maleta en la mano y era evidente que acababa de llegar. En aquel momento decía:
—Soy geólogo. ¿Sabe usted? Y he venido aquí para estudiar esta parte de la costa.
Y entonces, naturalmente, Guillermo supo sin la menor sombra de duda, que se trataba de un espía alemán que había llegado para preparar la próxima guerra.
* * *
—¿Qué es un geólogo? —preguntó Guillermo a su madre mientras luchaba por ponerse su ropa, que aunque seca, seguía oliendo fuertemente a algas marinas.
—Un hombre que estudia las rocas —repuso su madre.
Guillermo lanzó una risa sarcástica.
—Ese es un modo «muy» fácil de hacerlo —dijo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó su madre, que miraba preocupada el traje, preguntándose si le iba tan ajustado antes de mojarse de agua salada.
Pero Guillermo limitóse a repetir su risa irónica.
A la mañana siguiente, Guillermo dirigióse a un punto apartado entre las rocas que ya le había servido como campamento de Pieles Rojas, y como barco pirata, y allí celebró una reunión imaginaria de agentes secretos bajo su mando. Todos le saludaron respetuosamente al verle entrar… con su magnífico uniforme y sus espuelas tintineantes. Les informó brevemente del peligro (habían, naturalmente, innumerables espías alemanes estudiando cada milla de la costa), y les previno de que la tarea que les encomendaba seguramente habría de llevarles a la muerte (él era un hombre duro sin el menor remordimiento por enviar todos sus hombres a la muerte, pero él iba al encuentro de la suya con tanto valor y tan a menudo, que ellos no podían reprochárselo). Luego, después de ordenar a cada uno que vigilara a un espía y que fueran a informarle a diario les dio un código secreto y una contraseña, explicándoles el complicado sistema de señales por el que tenían que comunicarse unos con otros y con él. Les advirtió que no esperaran su clemencia si fracasaban. Eso, por supuesto, era parte de su rudeza, a pesar de lo cual, todos le adoraban. Un paseante vulgar no hubiera observado nada de esto. Únicamente hubiese visto a un niño pequeño con un traje que había sufrido las consecuencias de una frecuente inmersión en el agua de mar, jugando en un hueco entre las rocas. Claro que los paseantes ordinarios nunca ven las cosas tal como son en realidad.
Al final de la reunión, Guillermo cambió su papel de jefe por el de uno de los agentes secretos (el mejor y más prometedor de todos, cuyo valor había sido ya probado en muchas aventuras desesperadas), y, saludando a la magnífica figura uniformada, salió de entre las rocas tomando excesivas precauciones para no llamar la atención. Con el cuello subido, y la cabeza inclinada profundamente para que no pudiera verse más que la punta de su nariz, salió en persecución de su víctima.
* * *
El profesor Sommerton no tuvo la menor sorpresa al verse observado por un niño durante toda la mañana. Había aprendido que, estuviera donde estuviese, e hiciera lo que hiciese, siempre aparecían niños pequeños dispuestos a observarle y a molestarle también de ser posible. El comportamiento de aquel niño era bien extraño (por ejemplo, no podía verse nada de su rostro, puesto que llevaba la gorra encasquetada hasta las orejas y el cuello de la chaqueta subido, y le seguía de una manera rara, ocultándose entre las rocas), mas para el profesor todos los niños se comportaban de un modo extraño en distintos grados de extrañeza, y todos le desagradaban por igual. Sin embargo, a medida que transcurría la mañana, aquel niño le iba poniendo nervioso y regresó a la casa de huéspedes antes de lo que había pensado, descubriendo con disgusto que había perdido una hoja de papel en la que estuvo tomando apuntes en taquigrafía. En aquel mismo momento, Guillermo penetraba en el hueco entre las rocas, todavía con extremas precauciones… mirando a todos lados para ver si la costa estaba despejada, y subiéndose el cuello con tal fuerza que una de las mangas cedió ruidosamente bajo la tensión… y entregaba la hoja de papel al jefe del magnífico uniforme.
—Aquí está su clave de la que me he apoderado corriendo un peligro de muerte —le estaba diciendo—. Si llega a verme me mata. Lleva un revólver especial en el bolsillo que parece una pluma estilográfica, y apuesto a que si llega a verme, ahora ya estaría difunto.
El gran jefe leyó el papel, lanzando un agudo silbido y la exclamación: «¡Troncho!».
Le dijo que ninguno de los otros lo había hecho tan bien y le ascendió a segundo oficial.
—Cuando te enteres de que he sido muerto por asesinos —le dijo—, lo cual es probable que ocurra en cualquier momento, tú toma el mando. Eres el hombre más valiente que he conocido… después de mí, se entiende.
Guillermo regresó a casa satisfecho del trabajo de la mañana. El profesor no lo estaba tanto.
—Qué fastidio —le oyó decir Guillermo durante la comida—. Perdí el papel en el que había apuntado los resultados de todo el trabajo de la mañana.
Se encontró con la mirada de Guillermo… una mirada completamente inexpresiva… y suspiró. No le relacionaba con el niño que le había estado espiando toda la mañana, pero sentía vagamente que el mundo sería un lugar mucho más agradable si no hubiera niños.
Después de comer volvió a dirigirse a las rocas para ponerse a trabajar. Llevaba una cinta métrica y un martillo de tamaño reducido, y trabajó arduamente, deteniéndose de vez en cuando para tomar notas o continuar el contorno de un mapa rústico que estaba haciendo. Y allí estaba otra vez aquel niño, observándole a través de los ojales de su chaqueta (cuyo cuello estaba ya al nivel de sus cabellos, y que ahora mostraba un gran desgarrón alrededor de la manga), arrastrándose por los lugares más inverosímiles entre las rocas, y mirando en derredor suyo de un modo que lo distraía terriblemente. Y luego, cuando regresó a la casa de huéspedes, descubrió que había perdido el mapa con el resultado de sus trabajos de aquella tarde.
Guillermo estaba sentado en el hueco entre las rocas. Se había cansado ya del gran jefe, y le había eliminado por medio de unos asesinos. Hallábase celebrando una reunión con los otros agentes secretos y diciéndoles que el jefe había sido muerto por unos asesinos y que ahora era él el único que mandaba. Les dijo que se había apoderado de la clave y del mapa del espía, y les preguntó qué tal les había ido a ellos. Claro que ellos no tenían nada que comunicarle, y se mostró muy duro con todos.
* * *
A la mañana siguiente el profesor salió dispuesto a deshacerse de aquel niño… aunque fuese por la fuerza. Aquella situación estaba haciendo mella en su sistema nervioso. Tenía el firme convencimiento de que no hubiera perdido aquellos papeles de no haberle distraído aquel niño con sus travesuras.
Fue algo más lejos de lo que acostumbraba caminando junto a la costa, y Guillermo le siguió como antes, deslizándose de roca en roca, y sin percatarse de que su presa le había visto. Él imaginaba que, gracias a su método conspirador, había conseguido mantenerse oculto a sus ojos durante todo el tiempo. Por consiguiente tuvo una desagradable sorpresa cuando, mientras contemplaba a su víctima arrodillado tras la sombra de una roca, esta volvióse ferozmente hacia él y le dijo:
—Ya estoy harto de tus trucos y monerías, pequeño. Lárgate y de prisa.
Guillermo se puso en pie con dignidad, y pensó que lo más conveniente era mostrarse tal como era.
—Sí —respondió—. Apuesto a que le gustaría que me largase. Apuesto a que no sabe usted quién soy, desde luego.
—¿Quién eres? —exclamó el profesor, bastante irritado.
—Yo sé todo lo referente a «usted» —le dijo Guillermo en tono sombrío—. Sé lo que está haciendo, de dónde ha venido, y yo tengo su clave, de manera que es inútil que trate de enviar mensajes secretos, y mis hombres le rodean, de manera que es inútil que trate de escapar, y…
—Lárgate —rugió el profesor, irritado—, y basta de
impertinencias.
—Lárgate —rugió el profesor, irritado—, y basta de impertinencias.
Guillermo estaba ligeramente desconcertado por su actitud. Aquel hombre debía haber puesto ya los pies en polvorosa. De pronto el profesor hizo un gesto de amenaza con el martillo volviendo a rugir: «Lárgate». Y Guillermo no perdió más tiempo, y se largó. Al llegar al paseo se dijo que su vida tenía demasiada importancia para su país para arriesgarla innecesariamente. Se detuvo preguntándose qué hacer a continuación. La persecución de su víctima no había mejorado su nunca muy pulcro aspecto, y su hermana mayor, que paseaba por allí en aquel preciso momento con un joven impecable, pasó junto a él mirando hacia delante y respirando alteradamente por temor a que Guillermo la viese y la reconociera, pero Guillermo estaba demasiado absorto en su problema para tener ojos para Ethel y su escolta. En cualquiera de los casos sentía un gran desprecio por Ethel y sus ideas. Bajó a la playa y estuvo arrojando piedras al agua distraídamente mientras se preguntaba qué sería lo mejor que se podría hacer. Algunas personas que estaban nadando salieron del agua para quejarse, y Guillermo se alejó con aire digno hacia un bote abandonado, en el que se sentó como si le perteneciera, para continuar sus reflexiones mentales.
Claro que podía ir al hueco entre las rocas para dar parte, pero ya empezaba a cansarse de aquel agujero. Aquella mañana, mientras se vestía, había enviado un mensajero para despedir a todos los otros agentes secretos, de manera que no necesitaba preocuparse más por ellos. Sin embargo, no tenía la menor duda de que aquel hombre era un espía y que su deber era llevarle ante la justicia. Se incorporó mirando a su alrededor. Por el paseo se acercaba un policía con paso lento y mesurado. Claro, aquello era lo mejor que cabía hacer. Decírselo a un policía y dejar que él se encargara de atrapar al espía y encarcelarle. Guillermo comprendió de pronto que había muchas cosas interesantes que deseaba hacer, y que sería un alivio librarse de su espía y dejarle en manos de la policía. Así que dirigióse al paseo y siguió al agente, metiéndose entre las piernas de los transeúntes hasta que logró alcanzarle.
—¡Escuche! —le dijo sin aliento.
El policía se volvió. Tenía un bigote fiero y unas cejas agresivas. Guillermo, al verle, decidió buscar a otro que tuviera un aspecto más amable para contarle su historia.
—Bueno —le dijo el policía—, ¿qué es lo que quieres, di?
—¿Qué hora es, por favor? —preguntó Guillermo.
—¿Para qué te sirven los ojos? —respondió el policía señalándole la torre de la iglesia donde estaba el reloj.
Y luego continuó andando parsimoniosamente.
Guillermo le miró alejarse con rencor. En su imaginación había vuelto a asumir el papel de gran jefe para tratar con el policía, que luchaba afanosamente por él hasta perder la vida. Guillermo dirigió al agente de la autoridad algunas de sus famosas maldiciones, hasta que al fin le perdonó, y restablecido el respeto de sí mismo por este procedimiento, continuó paseando por la avenida. Volvió a encontrar a Ethel con su impecable acompañante y les dedicó su mueca más espantosa. El joven impecable se irguió ultrajado, y Ethel siguió adelante con su mirada glacial. Guillermo sabía que su hermana no querría reconocerle y que viviría con el temor de que su acompañante descubriera que era su hermano. Entre Guillermo y Ethel existía un estado continuo de guerra. Lo que Ethel ganaba en autoridad por sus más años, lo perdía por su respeto por las apariencias que a menudo la ponían en manos de Guillermo, y por eso siempre eran adversarios. Animado por este encuentro, Guillermo abandonó el paseo para dirigirse a una calle de las más concurridas que llevaban a él. Al final de la misma vio a un policía regulando el tráfico. Aquel era el policía de sus sueños. Irradiaba amabilidad y simpatía en todas sus miradas y movimientos, y Guillermo comprendió que aquel era entre todos los agentes del mundo el único a quien él hubiera confiado la historia del espía. Escapando a una muerte cercana entre las ruedas de varios automóviles, atravesó la calle hasta el centro, donde el policía que regulaba el tráfico le dijo airado al verle:
—Un día te llevarás un disgusto si sigues atravesando la calle de esta manera, pequeño.
Sin embargo, Guillermo no había ido allí para discutir su sistema de cruzar la calle.
—En la playa hay un espía —le dijo sin respirar—, está tomando medidas y haciendo un mapa mientras prepara la próxima guerra. Si se da prisa le atrapará.
El policía le miró todavía con aire amable y condescendiente.
—Vamos, pequeño, no me vengas con bromas porque no tengo tiempo para bromear.
Y dicho esto detuvo el tráfico para que Guillermo acabara de cruzar la calle. Desconcertado, Guillermo obedeció, y una vez en la acera se detuvo indeciso preguntándose qué hacer a continuación. Estaba convencido de que nadie le creería, después de que el guardia urbano se negó a escucharle. Y la responsabilidad de llevar a aquel espía ante la justicia empezaba a pesar fuertemente sobre su ánimo. Regresó a la playa caminando despacio, volvió a subirse de nuevo al bote abandonado y se puso a pensar. Mientras contemplaba el mar con el entrecejo fruncido y la cabeza apoyada entre las manos, lanzó una de sus famosas risas sarcásticas. Sabía que no habrían de creerle. Le consideraban un niño. No tenían idea de lo que era realmente. Si pudiera conseguir que una persona mayor viese lo que el espía estaba haciendo, todo iría bien. El policía no pondría en duda la palabra de una persona mayor. Siempre creen a todas las personas mayores.
—¡Vamos, «largo»! —dijo una voz a sus espaldas—; ¡quítate de ahí y «largo»!
Guillermo se volvió. El pescador propietario del bote donde estaba sentado se había acercado sin que él se percatara. Era un hombre corpulento, de rostro coloradote y un brillo en los ojos que desmentían su tono fiero.
—A menos, claro está —agregó con evidente sarcasmo—, que desees dar un paseo y estés dispuesto a pagarlo.
Y de pronto Guillermo tuvo una idea. Allí estaba el testigo… la persona mayor que sorprendería al espía con las manos en la masa para entregarlo a la policía. El espía, naturalmente, estaría vigilando la costa, pero trabajaba de espaldas al mar y no estaría preparado por si alguien se le acercaba por aquella parte.
—Si encontrara usted a un espía espiando —le dijo Guillermo—, ¿lo entregaría a la policía?
—Puedes estar bien seguro —replicó el hombre dedicando un guiño a la rompiente, a falta de cosa mejor—. Vaya, si yo los he capturado a docenas en mis tiempos de guerra.
Guillermo registró su bolsillo. Allí reposaban los seis peniques que le diera su padre aquella mañana.
—Sí, daré un paseo en barca —dijo Guillermo—, un paseo de seis peniques, por favor.
—¿Hasta dónde piensas que voy a llevarte por seis peniques? —dijo el hombre con desprecio.
—Iremos hasta donde yo quiero ir —repuso Guillermo—, y le aseguro que voy a enseñarle algo que usted ignoraba que estuviese allí.
Como no había otro posible cliente a la vista, el hombre empujó el bote de buena gana y luego subió de un salto. Guillermo le observaba con envidia. Cómo le hubiera gustado hacer lo mismo. Cuando hubiera concluido el asunto del espía, vería de aprenderlo. Seguramente no era tan difícil como aparentaba. Había muchos botes abandonados en la orilla, y podría practicar con ellos.
—Bueno, ¿a dónde quieres ir? —preguntó el hombre a Guillermo.
—Siga junto a la costa —le dijo Guillermo—. Es ahí detrás de esa gran roca… en esa zona que no puede verse desde aquí.
El pescador, creyendo acertadamente que Guillermo sería un escucha crédulo, empezó a hablarle de las serpientes de mar que había visto en su juventud, pero las respuestas de Guillermo eran distraídas. Estaba viviendo el momento en que sorprendieran al espía por la espalda y le atraparan absorto en su tarea nefasta. Luego había que pensar en aquel momento, igualmente emocionante, en que el rudo pescador lo entregase a la policía, y Guillermo explicaría cómo le estuvo siguiendo hasta atraparle.
—¿Dices que detrás de esta roca? —preguntó el pescador.
—Sí.
—Ahora no podremos desembarcar ahí —dijo el pescador—. Hay marea alta.
En aquel momento dieron vuelta a la roca y allí, agarrándose aterrorizado a las rocas, y con el agua hasta el pecho, estaba el profesor. En cuanto vio a Guillermo en la barca, lanzó un grito de alegría:
—¡Mi salvador! —exclamó—. ¡Mi noble salvador!
Doblaron el cabo y allí, agarrado a las rocas, estaba el
profesor.
—¡Mi salvador! —gritó—. ¡Mi noble salvador!
* * *
Era el día siguiente. Guillermo paseaba por la costa junto a la hilera de rocas detrás de la playa. Había pasado la tarde anterior en la gloria. El profesor había explicado elocuentemente lo ocurrido a todos los huéspedes de la pensión.
—Este niño estaba jugando cerca de mí mientras yo trabajaba, y le hice marchar porque me molesta ver jugar a los niños cuando trabajo. Se marchó y, más tarde, al darse cuenta de que yo no había regresado, y sabiendo que la marea había subido y cubriría las rocas donde yo trabajaba (un detalle que tuve la estupidez de pasar por alto), el bravo muchacho alquiló un bote y vino a salvarme. Me ha salvado la vida…
Guillermo, que empezaba a abrigar la sospecha de que el profesor no era un espía después de todo, no vio razón para contradecir su historia. Si bien le habían privado del placer de capturar a un espía peligroso, el haber rescatado a un célebre profesor de geología era mejor que nada. Recibió el aplauso de todos los huéspedes con indiferencia y modestia.
—Oh, no tiene importancia —dijo—. Yo lo hago en cualquier ocasión, y por nada. El salvar a una persona de perecer ahogada no tiene la menor importancia.
Para demostrarle su gratitud, el profesor obsequió a Guillermo con una entrada para una conferencia que iba a dar aquella tarde en la ciudad sobre Geología. Y Guillermo asistió, confirmando sus sospechas de que el profesor no era un espía, porque estaba seguro de que ningún espía hubiera podido dar una charla tan aburrida como la del profesor. Para demostrarle aún más su gratitud, el profesor entregó a la madre de Guillermo otras cinco libras para que las ingresara en su libreta de ahorros, cosa que nuestro héroe agradeció apenas, puesto que consideraba su libreta de ahorros como un plan deliberado de sus padres para privarle de todo el dinero que se cruzaba en su camino.
Pero ahora era ya el día siguiente, y todos, incluyendo a Guillermo, empezaban a olvidarse de que él había salvado al profesor de su húmeda muerte. Guillermo estaba cansado de ser un agente del servicio secreto y decidió convertirse en espía. Sería un espía inglés en un país extranjero. Cogió la cinta métrica de la bolsa de su madre, y un palo para que figurara un martillo. Con ello estuvo midiendo y golpeando las rocas, deteniéndose de vez en cuando para escribir jeroglíficos en un papel. De vez en cuando pasaban algunos nativos del lugar, y Guillermo, ocultando sus herramientas en los bolsillos, les hablaba volublemente en su propia lengua, explicándoles que era un profesor de geología. En esas conversaciones hacía uso de todas las palabras extranjeras que conocía.
—«Hic, haec hoc —decía—. Je suis, tu es, il est, mensa mensa mensam, la plume de ma tante, dominus domine dominum…».
Tras una breve conversación de esta clase se imaginaba que los extraños seguían su camino completamente convencidos, y volvía a sus medidas y tanteos.
Era perfectamente feliz…