Treinta y tres
Un afeitado y un segundo desayuno lograron que dejara de sentirme como la caja de virutas en la que la gata ha parido gatitos. Subí al despacho, abrí la puerta y aspiré el aire de segunda mano y el olor a polvo. Abrí una ventana e inhalé el olor a fritanga del bar de al lado. Me senté ante mi escritorio y palpé su mugre con la punta de los dedos. Llené la pipa, la encendí, me arrellané en el sillón y miré a mi alrededor.
—¡Idiota! —dije.
Hablaba con el mobiliario del despacho: los tres ficheros verdes, la alfombra andrajosa, el sillón para el cliente que estaba enfrente de mí y la lámpara del techo, con sus tres polillas muertas que llevaban allí por lo menos seis meses. Hablaba con el cristal granulado de la ventana, con la mugrienta ebanistería, con la escribanía del escritorio y con el veterano y cansado teléfono. Hablaba con las escamas de un caimán, un caimán llamado Marlowe, detective privado de nuestra pequeña y próspera comunidad. No es el mejor cerebro del mundo, pero es barato. Empezó siendo barato y acabó más barato aún.
Bajé la mano para sacar la botella de Old Forester y la puse encima del escritorio. Quedaba todavía un tercio. Old Forester. ¿Quién te dio eso, compañero? Etiqueta verde, nada menos, muy por encima de tu nivel. Debió de ser un cliente. Una vez tuve un cliente.
Y aquello me hizo pensar en ella, y es posible que mis pensamientos sean más poderosos de lo que yo creía: el teléfono sonó, y la graciosa y puntillosa vocecilla sonaba como si fuera la primera vez que me llamaba:
—Estoy en la cabina telefónica —dijo—. Si está solo, subo.
—Ajá.
—Supongo que estará enfadado conmigo.
—No estoy enfadado con nadie. Sólo cansado.
—Sí que lo está —dijo la pulcra vocecilla—. Pero voy a subir de todas formas. No me importa que esté enfadado conmigo.
Colgó. Le saqué el corcho a la botella de Old Forester y la olí. Me dio un escalofrío. Estaba claro. Si no podía oler un whisky sin que me diera un escalofrío, es que estaba acabado.
Dejé la botella en su sitio y fui a abrir la puerta de comunicación. Entonces oí su trotecillo por el corredor. Habría reconocido esos pasitos nerviosos en cualquier parte. Abrí la puerta y ella se acercó a mí tímidamente.
Todo había desaparecido: las gafas oblicuas, el nuevo peinado, el sombrerito elegante, el perfume y el toque acicalado. La bisutería, el lápiz de labios… todo. No quedaba nada. Estaba exactamente como al principio, como aquella primera mañana. El mismo traje de chaqueta marrón, el mismo bolso cuadrado, las mismas gafas sin montura, la misma sonrisita mojigata y llena de prejuicios.
—Soy yo —dijo—. Me vuelvo a casa.
Me siguió a mi sala privada de meditación y se sentó recatadamente. Yo me senté a la buena de Dios y la miré.
—Así que vuelve a Manhattan —dije—. Me sorprende que la dejen.
—Puede que tenga que volver.
—¿Podrá permitírselo?
Soltó una risita rápida y medio avergonzada.
—No me costará nada —aseguró, alzando la mano para tocar las gafas sin montura—. Ya no me convencen nada estas gafas. Me gustaban más las otras, pero al doctor Zugsmith no le iban a parecer nada bien.
Dejó su bolso en el escritorio y trazó una línea a lo largo de éste con la punta de un dedo. También aquello era igual que la primera vez.
—No recuerdo si le devolví o no los veinte dólares —dije—. Nos los hemos estado pasando del uno al otro hasta que perdí la cuenta.
—Oh, sí que me los devolvió —contestó—. Gracias.
—¿Seguro?
—Nunca me equivoco en cuestión de dinero. ¿Está usted bien? ¿Le han hecho daño?
—¿La policía? No. Y les costó un buen esfuerzo no hacerlo.
Pareció inocentemente sorprendida. Luego sus ojos brillaron.
—Usted debe de ser muy valiente —dijo.
—Tuve suerte —afirmé.
Cogí un lápiz y probé la punta. Una buena punta, bien afilada, por si alguien quería escribir algo. Yo no quería. Estiré el brazo, enganché con el lápiz la correa de su bolso y tiré de él hacia mí.
—No toque mi bolso —dijo al instante, alargando la mano hacia él.
Sonreí y lo puse fuera de su alcance.
—Está bien, pero es un bolso tan bonito, se parece tanto a usted.
Se echó hacia atrás. Había una cierta inquietud en el fondo de sus ojos, pero sonreía.
—¿Le parezco bonita… Philip? Soy tan vulgar.
—Yo no diría eso.
—¿De verdad?
—No, qué demonios. Creo que es una de las chicas más fuera de lo normal que he conocido en mi vida.
Balanceé el bolso por la correa y lo dejé en una esquina del escritorio. Sus ojos se clavaron rápidamente en él, pero se lamió un labio y siguió sonriéndome.
—Apuesto a que ha conocido a un montón de chicas —dijo—. ¿Por qué… —bajó la mirada e hizo otra vez aquello con el dedo sobre el escritorio—… por qué no se ha casado nunca?
Pensé en todas las respuestas que se pueden dar a esta pregunta. Pensé en todas las mujeres que me habían gustado lo suficiente. Bueno, no en todas. Sólo en unas cuantas.
—Creo que sé por qué —contesté—. Pero iba a sonar muy cursi. Con las que me habría gustado casarme… bueno, no tengo lo que ellas necesitaban. Y con las otras no hay necesidad de casarse. Se las seduce… si no te toman ellas la delantera.
Se ruborizó hasta las raíces de su pelo de ratón.
—Cuando habla de ese modo, es usted abominable.
—Eso también va por algunas de las buenas —dije—. No lo que ha dicho usted, sino lo que he dicho yo. Usted misma no habría sido muy difícil de conquistar.
—No diga esas cosas, por favor.
—Bueno, ¿es cierto, o no?
Bajó la mirada hacia el escritorio.
—Me gustaría que me explicara —dijo lentamente— lo que le ocurrió a Orrin. Yo no entiendo nada.
—Ya le dije que probablemente se le cruzaron los cables. Se lo dije la primera vez que vino, ¿recuerda?
Asintió despacio, todavía ruborizada.
—Una vida familiar anormal —dije—. Un muchacho muy inhibido, con un sentido muy desarrollado de su propia importancia. Eso saltaba a la vista en la foto que usted me enseñó. No pretendo dármelas de psicólogo con usted, pero me figuro que era el clásico tipo al que cuando se le funden los plomos, se le funden por completo. Y además, hay que tener en cuenta esa terrible avidez de dinero que padece toda su familia… todos menos uno.
Esto la hizo sonreír. Si pensaba que me refería a ella, por mí podía seguir pensándolo.
—Hay una cosa que quiero preguntarle —continué—. ¿Su padre estuvo casado antes?
Hizo un gesto afirmativo.
—Eso lo explica. Leila es hija de otra madre. Ahora lo entiendo. Dígame otra cosa. Al fin y al cabo, he trabajado mucho para usted por un precio muy bajo, cero dólares netos.
—Le han pagado —replicó secamente—. Y bien. Leila le ha pagado. Y no espere que la llame Mavis Weld, porque no pienso hacerlo.
—Usted no sabía si me iban a pagar.
—Bueno… —Hubo una larga pausa, durante la cual su mirada se dirigió una vez más a su bolso—. El caso es que ha cobrado.
—Vale, dejemos eso. ¿Por qué no quiso decirme quién era ella?
—Me daba vergüenza. Mamá y yo estábamos avergonzadas.
—Pero Orrin no. A él le encantaba.
—¿Orrin? —Hubo un nuevo silencio mientras volvía a mirar el bolso. Empezaba a intrigarme aquel bolso—. Pero él había estado aquí, y supongo que se había acostumbrado.
—Trabajar en el cine no es tan malo, créame.
—No era sólo eso —dijo muy deprisa, mientras un diente asomaba por el borde de su labio inferior y algo se encendía en sus ojos, apagándose muy poco a poco. Apliqué otra cerilla a mi pipa. Estaba demasiado cansado para dejar traslucir mis emociones, aun en el caso de que sintiera alguna.
—Lo sé. O al menos creo adivinarlo. ¿Cómo pudo Orrin averiguar cosas sobre Steelgrave que ni la policía sabía?
—Pues… no lo sé —dijo lentamente, abriéndose paso entre las palabras como un gato encima de una valla—. ¿Pudo haber sido ese médico?
—Sí, seguro —dije con una amplia y cálida sonrisa—. Él y Orrin estaban hechos para entenderse. Tenían un interés común por los instrumentos puntiagudos.
Se echó hacia atrás en su sillón. Su carita se veía delgada y angulosa. Sus ojos denotaban desconfianza.
—Otra vez se pone usted desagradable —dijo—. Parece que tiene que hacerlo cada cierto tiempo.
—Sí, es una lástima —dije—. Sería una persona encantadora si me dejara en paz a mí mismo. Bonito bolso.
Lo agarré, lo coloqué delante de mí y lo abrí de golpe.
Ella se levantó del sillón y saltó hacia mí.
—¡Deje en paz mi bolso!
La miré directamente a las gafas sin montura.
—Quiere volver a Manhattan, Kansas, ¿no? ¿Hoy? ¿Ya tiene el billete y todo eso?
Recompuso sus labios y se volvió a sentar lentamente.
—Muy bien —dije—. No pienso impedírselo. Sólo me preguntaba cuánta pasta ha sacado de este asunto.
Se echó a llorar. Abrí el bolso y lo registré. No encontré nada hasta que llegué al bolsillo con cremallera que había en la parte de atrás. Abrí la cremallera y metí la mano. Dentro había un fajo de billetes nuevos. Los saqué y los conté pasando el dedo. Diez de cien. Nuevecitos. Preciosos. Mil dólares justos. Una bonita cantidad para gastos de viaje.
Me eché hacia atrás en el sillón y golpeé el canto del fajo contra el escritorio. Ella se había callado y me miraba con los ojos húmedos. Saqué un pañuelo de su bolso y se lo arrojé por encima de la mesa. Se secó los ojos, mirándome por los bordes del pañuelo. De vez en cuando, dejaba escapar un bonito e interesante sollozo.
—El dinero me lo dio Leila —dijo en voz baja.
—¿Qué mentira le contó para sacárselo?
Abrió la boca y una lágrima le bajó por la mejilla y se metió dentro.
—Dejemos eso —dije. Volví a meter el fajo de billetes en el bolso, lo cerré y lo empujé hacia ella—. Ya veo que usted y Orrin pertenecen a esa clase de personas que son capaces de convencerse a sí mismas de que todo lo que hacen está bien. Él le hace chantaje a su propia hermana, y cuando un par de granujas de poca monta se enteran del negocio y se lo intentan quitar, él se les acerca por la espalda y les clava un picahielos en la nuca. Seguro que eso no le quitó el sueño aquella noche. Y usted es capaz de hacer otro tanto. Este dinero no se lo dio Leila. Se lo dio Steelgrave. ¿A cambio de qué?
—Es usted despreciable, es vil —dijo—. ¿Cómo se atreve a decirme esas cosas?
—¿Quién le dijo a la policía que el doctor Lagardie conocía a Clausen? Lagardie creía que había sido yo. Pero yo no fui. Fue usted. ¿Por qué? Para obligar a su hermano, que la había dejado fuera del asunto, a salir a la superficie, porque justo en ese momento las cosas se habían puesto feas y estaba escondido. Lo que me gustaría ver alguna de esas cartas que escribía a casa. Anda que no debían ser jugosas. Y me lo imagino en acción, espiando a su hermana, intentando que se pusiera a tiro de su Leica, mientras el bueno del doctor Lagardie esperaba calladito en la sombra su parte del pastel. ¿Por qué me contrató usted?
—Yo no sabía nada —dijo con calma. Se secó los ojos otra vez, guardó el pañuelo en el bolso y se quedó muy compuesta y lista para marcharse—. Orrin nunca mencionaba nombres. Yo ni siquiera sabía que había perdido las fotos. Pero sabía que las había hecho y que tenían mucho valor. Vine aquí para asegurarme.
—¿Asegurarse de qué?
—De que Orrin me trataba como es debido. A veces se ponía tan mezquino… Habría sido capaz de quedarse con todo el dinero.
—¿Por qué la llamó anteanoche?
—Tenía miedo. El doctor Lagardie estaba disgustado con él. Había perdido las fotos. Alguien las tenía, y Orrin no sabía quién. Tenía miedo.
—Las tenía yo. Y las sigo teniendo —dije—. Están en esa caja fuerte.
Volvió la cabeza muy despacio para mirar la caja. Se pasó la punta del dedo por el labio, en un gesto de duda. Después se volvió hacia mí.
—No le creo —dijo, mirándome como mira un gato el agujero del ratón.
—¿Qué tal si nos repartimos esos mil dólares? Usted se queda con las fotos.
Se lo pensó.
—No veo por qué tendría que darle todo ese dinero por una cosa que no le pertenece —dijo, sonriendo—. Démelas, por favor. Por favor, Philip. Hay que devolvérselas a Leila.
—¿A cambio de cuánta pasta?
Frunció el ceño y puso cara de ofendida.
—Ahora ella es mi cliente —dije—. Pero traicionarla no sería mal negocio. Es cuestión de precio.
—No me creo que las tenga.
—Muy bien.
Me levanté y fui a la caja fuerte. Un instante después estaba de vuelta con el sobre. Volqué las copias y el negativo sobre el escritorio… por mi lado del escritorio. Ella miró las fotos y estiró la mano.
Yo las recogí, las junté y le tendí una copia para que pudiera verla. Cuando intentó cogerla, me eché atrás.
—Desde tan lejos no la puedo ver —se quejó.
—Para verla de cerca, hay que pagar.
—Nunca pensé que fuera usted un ladrón —dijo con dignidad.
No dije nada y volví a encender la pipa.
—Podría obligarle a dárselas a la policía —dijo.
—Puede intentarlo.
De repente, empezó a hablar muy deprisa:
—De verdad que no puedo darle este dinero, de verdad que no puedo. Nosotras… en fin, mamá y yo tenemos todavía muchas deudas a causa de papá, y la casa aún no está pagada del todo y…
—¿Qué le ha vendido a Steelgrave por esos mil dólares?
Abrió la boca y puso una cara horrible. Cerró la boca y apretó los labios. Ahora tenía ante mí una carita dura y tensa.
—Sólo tenía una cosa que vender —dije—. Usted sabía dónde estaba Orrin. Para Steelgrave, esa información bien valía mil dólares. Es muy simple. Basta con hacer encajar los hechos. Usted no lo entendería. Steelgrave fue allá y lo mató. Y ese dinero se lo dio a cambio de la dirección.
—Se lo dijo Leila —dijo con voz lejana.
—Leila me dijo que se lo había dicho ella —dije—. Si fuera necesario, Leila le diría a todo el mundo que fue ella. También le diría a todo el mundo que mató a Steelgrave, si no le quedara otra salida. Leila es una de esas chicas de Hollywood ligeras de cascos y de moralidad algo dudosa, pero cuando hay que echarle agallas, tiene lo que hay que tener. El picahielos no es su estilo. Y el dinero manchado de sangre, tampoco.
El color desapareció de su rostro, dejándola tan pálida como el hielo. Su boca tembló y después se endureció, formando un nudo apretado. Empujó el sillón hacia atrás y adelantó el cuerpo para levantarse.
—Dinero ensangrentado —dije lentamente—. Su propio hermano. Y usted lo delató para que lo mataran. Por mil dólares. Espero que sea muy feliz con ellos.
Se apartó del sillón y retrocedió un par de pasos. De repente se echó a reír.
—¿Quién podría demostrarlo? —gritó—. ¿Quién queda vivo para demostrarlo? ¿Usted? ¿Y quién es usted? Un fisgón barato, un don nadie. —Soltó una carcajada estridente—. ¡Si se le puede comprar por veinte dólares!
Yo todavía tenía el paquete de fotos. Rasqué una cerilla, dejé caer el negativo en el cenicero y lo miré arder.
Se calló de golpe y porrazo, como petrificada de horror. Empecé a rasgar las fotos en tiras, sonriéndole a ella.
—Un fisgón barato —dije—. Bueno, ¿qué esperaba? Yo no tengo hermanos ni hermanas que vender. Así que vendo a mis clientes.
Estaba rígida y sus ojos echaban llamas. Yo terminé de rasgar y prendí fuego a los trozos en el cenicero.
—Hay una cosa que lamento —continué—. No poder asistir a su reencuentro con la querida y vieja mamaíta en Manhattan, Kansas. No poder ver cómo se pelean por el reparto del botín. Seguro que es un espectáculo digno de verse.
Removí el montón de papeles con un lápiz para que siguieran ardiendo. Ella se acercó lentamente, paso a paso, con los ojos fijos en el llameante montoncito de fotos rasgadas.
—Podría decírselo a la policía —susurró—. Les podría decir un montón de cosas. Y me creerían.
—Y yo les podría decir quién mató a Steelgrave —dije—. Porque sé quién no lo hizo. Y puede que me creyeran a mí.
La cabecita dio una brusca sacudida. La luz se reflejaba en las gafas, pero detrás de ellas no había ojos.
—No se preocupe —dije—. No voy a hacerlo. No me serviría de mucho, y a alguien le costaría demasiado caro.
El teléfono sonó y ella dio un salto de un palmo. Me di la vuelta, lo descolgué, me lo llevé a la cara y dije:
—¿Diga?
—¿Estás bien, amigo?
Oí un ruido detrás de mí. Volví la cabeza y vi cerrarse la puerta. Estaba solo en la oficina.
—¿Estás bien, amigo?
—Estoy cansado. He estado levantado toda la noche. Aparte de…
—¿Te ha ido a ver la pequeña?
—¿La hermana pequeña? Estaba aquí hace un momento. Se vuelve a Manhattan, con el botín.
—¿El botín?
—El dinero que le sacó a Steelgrave por señalar a su hermano para que lo mataran.
Hubo un silencio y luego dijo muy seria:
—Eso tú no lo sabes, amigo.
—Lo sé tan bien como sé que estoy apoyado en este escritorio y agarrado a este teléfono. Como sé que estoy oyendo tu voz. Y como sé, aunque no con tanta seguridad pero sí con bastante fundamento, quién mató a Steelgrave.
—Estás haciendo un poco el tonto diciéndome eso a mí, amigo. Yo no soy perfecta. No deberías fiarte demasiado de mí.
—Cometo errores, pero éste no es uno de ellos. He quemado todas las fotos. Intenté vendérselas a Orfamay, pero no pujó lo suficiente.
—¿Te estás burlando, amigo?
—¿Yo? ¿De quién?
Su risita tintineó al otro lado del hilo.
—¿Quieres llevarme a comer?
—A lo mejor. ¿Estás en tu casa?
—Sí.
—Paso a recogerte dentro de un rato.
—Estaré encantada.
Colgué.
La función había terminado. Yo estaba sentado en el teatro vacío. El telón estaba bajado y yo aún veía la acción proyectada borrosamente sobre él. Pero ya algunos actores se estaban volviendo difusos e irreales. La hermana pequeña, sobre todo. Dentro de un par de días me habría olvidado de su cara. Porque, en cierto modo, era un ser irreal. La imaginaba trotando hacia Manhattan, Kansas, a reunirse con su vieja y querida mamaíta, con aquellos mil dólares nuevecitos en el bolso. Unas cuantas personas habían sido asesinadas para que ella pudiera conseguirlos, pero no creo que eso la fuera a incomodar mucho tiempo. Pensé en ella acudiendo por la mañana a la consulta de… ¿cómo se llamaba aquel tipo? Ah, sí, el doctor Zugsmith. Y quitando el polvo de su escritorio antes de que él llegara, arreglando las revistas de la mesa de la sala de espera. Llevaría sus gafas sin montura y un trajecito serio y la cara sin maquillar, y siempre trataría a los pacientes con una corrección ejemplar.
«El doctor Zugsmith la recibirá ahora mismo, señora Fulánez.»
Le sujetaría la puerta con una sonrisita y la señora Fulánez pasaría a su lado y el doctor Zugsmith estaría sentado detrás de su escritorio, más profesional que la madre que lo parió, con su bata blanca y su estetoscopio colgado del cuello. Tendría delante un fichero de pacientes, y su cuaderno de notas y su bloc de recetas estarían perfectamente colocados y alineados. No había nada que el doctor Zugsmith no supiera. Imposible engañarle. Lo controlaba todo. Le bastaba con mirar a un paciente para saber las respuestas a todas las preguntas que iba a hacer sólo para guardar las formas.
Cada vez que miraba a su recepcionista, la señorita Orfamay Quest, veía una jovencita pulcra y callada, vestida como se debe vestir en una consulta médica, sin uñas rojas ni maquillaje llamativo ni nada que pudiera ofender a los clientes conservadores. La recepcionista ideal, eso era la señorita Quest.
Si alguna vez pensaba en ella, el doctor Zugsmith se sentía satisfecho de sí mismo. Él la había convertido en lo que era. La chica era así por prescripción facultativa.
Lo más seguro era que ni siquiera hubiera intentado ligársela. Puede que en esos pueblecitos no se hicieran cosas así. Ja, ja. Yo me crié en uno de esos pueblecitos.
Cambié de postura, consulté mi reloj y por fin, qué demonios, saqué del cajón la botella de Old Forester. La olí. Olía bien. Me serví un buen pelotazo y lo miré al trasluz.
—Bueno, doctor Zugsmith —dije en voz alta como si él estuviera sentado al otro lado del escritorio con un vaso en la mano—. No le conozco muy bien y usted no me conoce en absoluto. Normalmente, no soy partidario de dar consejos a los desconocidos, pero he seguido un cursillo intensivo sobre la señorita Orfamay Quest y voy a infringir mi norma. Si alguna vez esa niña le pide algo, déselo inmediatamente. No intente darle largas, ni le hable de sus impuestos y sus gastos generales. Ponga su mejor sonrisa y afloje la mosca. No se meta en discusiones sobre si esto es mío o tuyo. Usted procure que la chica esté contenta, que eso es lo importante. Buena suerte, doctor. Y no deje instrumentos afilados en su despacho.
Me bebí la mitad de mi vaso y esperé a que me hiciera entrar en calor. Y entonces me bebí el resto y guardé la botella.
Vacié mi pipa de ceniza y la cargué de nuevo en el humidificador de cuero que un admirador me había regalado por Navidad. Dicho admirador, por una extraña coincidencia, se llamaba exactamente igual que yo.
Cuando tuve llena la pipa, la encendí con cuidado, sin prisas, y salí al vestíbulo tan airoso como un inglés al regresar de una cacería de tigres.