Trece

En Sunset giré hacia el este, pero no fui a casa. En La Brea torcí hacia el norte y seguí por Highland, Cahuenga Pass, el Bulevar Ventura, la zona de los estudios, Sherman Oaks y Encino. No fue un viaje solitario. No existe tal cosa en esa carretera. Jovencitos alocados, a bordo de Fords trucados, entraban y salían de la corriente principal, rozando los parachoques pero sin llegar a chocar nunca. Hombres fatigados que conducían cupés y sedanes polvorientos se sobresaltaban y agarraban con fuerza el volante, siguiendo los rumbos norte y oeste que los llevaban hacia su hogar y su cena, una tarde en compañía de la página de deportes, el estruendo de la radio, los llantos de sus niños mimados y el parloteo de sus estúpidas esposas. Dejé atrás los chillones letreros de neón y las falsas fachadas sobre las que estaban montados; las lujosas hamburgueserías que parecen palacios multicolores, y los aparcamientos circulares de los bares para automóviles, alegres como circos, con sus camareras pizpiretas y de mirada dura, sus mostradores brillantes y sus cocinas rebosantes de sudor y grasa, en cantidad suficiente para envenenar a un sapo. Enormes camiones con remolque bajaban rugiendo por Sepúlveda, procedentes de Wilmington y San Pedro, y cruzaban hacia la carretera de la Cresta, arrancando en los semáforos con rugidos como los de los leones del zoo.

Más allá de Encino, se veía alguna que otra luz brillando entre los tupidos árboles de las colinas. Eran las mansiones de las estrellas de cine. A la mierda las estrellas de cine. Veteranos de mil camas. Aguanta, Marlowe, que esta noche no eres humano.

El aire se volvió más fresco. La carretera se estrechó. A estas alturas había tan pocos coches circulando que sus faros hacían daño en los ojos. La pendiente ascendía entre paredes calizas, y en lo alto bailaba la brisa marina, que llegaba inalterada del océano.

Me detuve para comer cerca de Thousand Oaks. Comida basura, pero servicio rápido. Te dan de zampar y te echan a patadas. El negocio va viento en popa, señor, y no podemos perder tiempo con gente que se queda sentada y pide otro café. Está usando un espacio que vale dinero. ¿Ve esa gente de ahí, detrás del cordón? Todos quieren comer. Por lo menos, eso creen. Sabe Dios por qué querrán comer aquí. Les iría mejor en su casa, a base de latas. Pero es que son inquietos, como usted. Necesitan coger el coche e ir a alguna parte, y son presa fácil de los salteadores que dirigen los restaurantes. Ya empiezas otra vez. Esta noche no eres humano, Marlowe.

Pagué la comida y me detuve en un bar para regar con un poco de brandy el chuletón neoyorquino. Me pregunté por qué lo llamarían neoyorquino, si es en Detroit donde fabrican la maquinaria pesada. Tomé un poco de aire nocturno, aprovechando que nadie ha encontrado aún la manera de cobrarte por él. Pero seguro que hay ya un montón de gente buscando el modo, y acabarán por encontrarlo.

Seguí hasta la desviación de Oxnard y di la vuelta a la orilla del mar. Enormes camiones de ocho y dieciséis ruedas se dirigían hacia el norte, rebosantes de luces anaranjadas. Por la derecha, el inmenso y sólido Pacífico se estrellaba contra la costa con la energía de una fregona que regresa a casa después del trabajo. Ni luna, ni agitación, ni apenas ruido de oleaje. Ni siquiera olor, ese olor salvaje y picante del mar. Aquél era el mar de California. California, el estado que es como unos grandes almacenes. Donde hay más de todo, pero nada es lo mejor. Ya empiezas otra vez. Esta noche no eres humano, Marlowe.

Pues muy bien. ¿Por qué tendría que serlo? Estoy yo tan tranquilo, sentado en mi oficina, jugando con un moscardón muerto, y se me cuela esa mosquita muerta de Manhattan, Kansas, que me lía con veinte mugrientos dólares para que encuentre a su hermano. El tío parece ser un bicho raro, pero ella está empeñada en encontrarle. Así pues, con semejante fortuna apretada contra el pecho, me presento en Bay City y paso por una rutina tan aburrida que casi me quedo dormido de pie. Conozco gente encantadora, unos con picahielos en la nuca y otros sin picahielos. Me marcho y, además, bajo la guardia. Entonces vuelve a aparecer ella, me quita los veinte pavos, me da un beso y me los devuelve porque no he trabajado lo suficiente en un día.

Voy a ver al doctor Hambleton, oculista retirado (y de qué manera) de El Centro, y me encuentro otra vez con el último grito de la moda para la nuca. Y no llamo a la policía. Lo único que hago es registrar el peluquín del muerto y montar un numerito. ¿Por qué? ¿Por quién me voy a dejar cortar el cuello esta vez? ¿Por una rubia con ojos sensuales y demasiadas llaves? ¿Por una chica de Manhattan, Kansas? No lo sé. Lo único que sé es que aquí hay algo que no es lo que parece, y que la vieja pero siempre fiable intuición me dice que si la partida se juega tal como se han dado las cartas, alguien que no se lo merece va a perder hasta la camisa. ¿Que no es asunto mío? ¿Y cuáles son mis asuntos? ¿Acaso lo sé? ¿Lo he sabido alguna vez? Vamos a dejarlo. Esta noche no eres humano, Marlowe. Tal vez nunca lo hayas sido y nunca lo serás. A lo mejor soy un ectoplasma con una licencia de detective privado. A lo mejor todos somos así en este mundo frío y en penumbras donde siempre sucede lo que no debería suceder.

Malibu. Más estrellas de cine. Más bañeras rosas y azules. Más camas con dosel y borlas. Más Chanel número 5. Más Lincoln Continental y más Cadillac. Más pelos al viento, más gafas de sol, más poses, más voces seudorrefinadas y más moralidad de bajos fondos. Eh, oye, alto ahí. Hay un montón de gente decente que trabaja en el cine. Lo que te pasa es que tienes una actitud negativa, Marlowe. No eres humano esta noche.

Supe que estaba llegando a Los Ángeles por el olor. Olía a rancio y a viejo, como una sala de estar que lleva demasiado tiempo cerrada. Pero las luces de colores daban el pego. Eran unas luces preciosas. Deberían hacerle un monumento al tío que inventó las luces de neón. De mármol macizo y quince pisos de altura. He aquí un individuo que de verdad hizo algo a partir de la nada.

Me metí en un cine y, naturalmente, tenían que poner una película de Mavis Weld. Uno de esos engendros de superlujo en los que todo el mundo sonríe demasiado y habla demasiado y es consciente de ello. Las mujeres se pasaban todo el tiempo subiendo por una larga escalinata curva para cambiarse de ropa, y los hombres no hacían más que sacar cigarrillos con sus iniciales de pitilleras carísimas y encender mecheros igualmente caros en las narices de los demás. Los camareros estaban hechos unos cachas, de tanto llevar bandejas con bebidas a una piscina del tamaño del lago Hurón, aunque mucho más cuidada.

El protagonista era un tipo simpático con un montón de encanto, parte del cual se le estaba poniendo ya un poco amarillo por los bordes. La chica era una morena con mal genio, ojos despreciativos y un par de primeros planos tan mal tomados que se la veía perfectamente luchar a brazo partido con sus cuarenta y cinco años. Mavis Weld era la segunda chica y actuaba muy cohibida. Estaba bien, pero podría haber estado diez veces mejor. Claro que si hubiera actuado diez veces mejor, habrían cortado la mitad de sus escenas para proteger a la estrella. Era como caminar en la cuerda floja. Aunque, pensándolo bien, a partir de ahora ya no iba a tener que andar por la cuerda floja, sino por una cuerda de piano, muy alta y sin ninguna red debajo.