Veintiocho
La miré durante un minuto, mordiéndome un labio. Ella me miraba a mí. No advertí ningún cambio en su expresión. Eché un vistazo por la habitación. Levanté la funda que cubría una de las mesas alargadas. Debajo había un tablero de ruleta, pero sin rueda. Bajo la mesa no había nada.
—Mire en ese sillón de las magnolias —dijo ella.
Ella no miraba hacia el sillón, de modo que tuve que encontrarlo por mi cuenta. Es increíble lo que tardé. Era un sillón de orejas de respaldo alto, tapizado en chintz floreado. La clase de butaca que en otros tiempos servía para resguardarte de la corriente mientras te sentabas encogido ante un brasero de carbón.
Estaba con el respaldo hacia mí. Me acerqué despacio, con el motor en primera. Estaba casi de cara a la pared. Pero incluso así, parecía ridículo que no lo hubiera visto al volver del bar. Había un tío en el hueco del sillón, con la cabeza caída hacia atrás. Su clavel era rojo y blanco, y parecía tan fresco como si la florista se lo acabara de colocar en la solapa. Sus ojos estaban entreabiertos, como suelen estar los ojos en esas circunstancias. Miraban un punto de un rincón del techo. La bala había atravesado el bolsillo del pecho de su chaqueta cruzada. El que la había disparado sabía dónde estaba el corazón.
Le toqué una mejilla y todavía estaba caliente. Le levanté una mano y la dejé caer. Estaba completamente fláccida y su tacto era como el de cualquier otra mano. Busqué la arteria grande del cuello. La sangre no circulaba. La mancha de la chaqueta era muy pequeña. Me limpié las manos con el pañuelo y me quedé un rato mirándole la cara, pequeña y tranquila. Todo lo que yo había hecho y dejado de hacer, lo que había hecho bien y lo que había hecho mal… todo había sido en vano.
Volví a sentarme junto a ella, agarrándome las rodillas.
—¿Qué quería que hiciese? —preguntó—. Él mató a mi hermano.
—Su hermano no era ningún angelito.
—No tenía ninguna necesidad de matarle.
—Algún otro sí que la tenía… y deprisa.
Sus ojos se agrandaron de repente.
—¿No se ha preguntado nunca —dije— por qué Steelgrave no me hizo nada, y por qué permitió que fuera usted ayer al Van Nuys en lugar de ir él? ¿No se ha preguntado por qué un hombre con sus recursos y experiencia no intentó apoderarse de esas fotos, costara lo que costara?
No me respondió.
—¿Cuánto tiempo hace que sabía usted que existían esas fotos? —pregunté.
—Semanas, casi dos meses. Recibí una por correo, dos días después…, después de aquel día en que comimos juntos.
—Después de que mataran a Stein.
—Sí, claro.
—¿Sospechaba que Steelgrave había matado a Stein?
—No. ¿Por qué iba a pensar eso? Hasta esta noche, claro.
—¿Qué pasó después de recibir la foto?
—Mi hermano Orrin me llamó para decirme que se había quedado sin trabajo y que estaba sin blanca. Quería dinero. No dijo nada de la foto. No era necesario. Sólo se podía haber tomado en un momento preciso.
—¿Cómo averiguó su número?
—¿Mi número de teléfono? ¿Cómo lo averiguó usted?
—Lo compré.
—Bueno… —Hizo un vago movimiento con la mano—. ¿Por qué no llamamos a la policía y acabamos de una vez?
—Espere un momento. ¿Y después, qué? ¿Le llegaron más copias de la foto?
—Una cada semana. Se las enseñé a él. —Hizo un gesto hacia el sillón—. No le gustaron. No le dije nada de Orrin.
—Debió de enterarse. Los tipos como él se enteran de todo.
—Supongo que sí.
—Pero no sabía dónde se escondía Orrin —dije—. De lo contrario, no habría esperado tanto. ¿Cuándo se lo dijo usted a Steelgrave?
Apartó la mirada. Se amasó un brazo con los dedos.
—Hoy —dijo con voz lejana.
—¿Por qué hoy?
Se le cortó el aliento en la garganta.
—Por favor —dijo—, deje de hacerme preguntas inútiles. No me atormente. Usted no puede hacer nada. Creí que podría… cuando llamé a Dolores. Ahora ya no.
—Muy bien —dije yo—. Pero hay algo de lo que no parece darse cuenta. Steelgrave sabía que quien hubiera hecho la foto querría dinero… muchísimo dinero. Sabía que tarde o temprano el chantajista tendría que dar la cara. Eso era lo que Steelgrave estaba esperando. La foto en sí no le importaba nada, excepto por usted.
—Y desde luego, lo demostró —dijo en tono cansado.
—A su manera —respondí.
Su voz me llegaba con calma glacial.
—Mató a mi hermano. Me lo dijo él mismo. El gánster salió a la superficie por fin. Qué gente tan curiosa se encuentra uno en Hollywood, ¿no le parece? Incluyéndome a mí.
—Usted le amó en otro tiempo —dije sin miramientos.
Unas manchas rojas llamearon en sus mejillas.
—Yo no amo a nadie —dijo—. Para mí se acabó eso de querer a las personas. —Lanzó una breve mirada al sillón de respaldo alto—. Dejé de quererlo anoche. Me preguntó por usted, que quién era y todo eso. Se lo dije. Le dije también que yo tendría que reconocer que estuve en el hotel Van Nuys cuando aquel hombre yacía muerto.
—¿Iba usted a decirle eso a la policía?
—Pensaba decírselo a Julius Oppenheimer. Él sabría cómo manejar el asunto.
—Y si no él, cualquiera de sus perros —dije.
No sonrió. Yo tampoco.
—Si Oppenheimer no podía hacer nada, el cine se habría acabado para mí —añadió con indiferencia—. Ahora estoy acabada también para todo lo demás.
Saqué un cigarrillo y lo encendí. Le ofrecí uno. Lo rechazó. Yo no tenía ninguna prisa. Parecía que el tiempo había dejado de interesarme. Como casi todo. Estaba reventado.
—Va usted demasiado deprisa para mí —dije al cabo de un momento—. Cuando fue al Van Nuys, ¿no sabía que Steelgrave era Weepy Moyer?
—No.
—Entonces, ¿por qué fue allí?
—Para comprar las fotos.
—No lo entiendo. Entonces, las fotos no significaban nada para usted. Sólo eran fotos de ustedes dos comiendo.
Me miró fijamente, cerró los ojos con fuerza y los abrió de par en par.
—No me voy a echar a llorar. He dicho que no lo sabía. Pero cuando le metieron preso aquella vez, comprendí que había algo de su pasado que él no quería que se supiera. Yo sabía que había estado metido en algún negocio turbio, eso sí, pero no en asesinatos.
Dije «ajá», me levanté y di otra vuelta alrededor del sillón de respaldo alto. Ella movió muy despacio los ojos para observarme. Me incliné sobre el cadáver de Steelgrave y palpé bajo su brazo, en el lado izquierdo. Había un arma en una sobaquera. No la toqué. Volví a sentarme enfrente de ella.
—Va a costar un montón de dinero acallar esto —le dije.
Por primera vez sonrió. Fue una sonrisa pequeña, pero una sonrisa al fin y al cabo.
—Yo no tengo un montón de dinero —dijo—. Así que eso queda descartado.
—Oppenheimer lo tiene. Ahora vale usted millones para él.
—No querrá arriesgarse. En estos tiempos el cine está sufriendo demasiados ataques. Aceptará la pérdida y en seis meses lo habrá olvidado.
—Me acaba de decir que iba a recurrir a él.
—He dicho que recurriría a él si estuviera metida en un lío pero sin haber hecho nada en realidad. Pero ahora he hecho algo.
—¿Y Ballou? También para él vale usted mucho.
—No valgo ni un centavo para nadie. Olvídese de eso, Marlowe. Tiene usted buena intención, pero yo conozco a esa gente.
—Entonces me toca la china a mí. Supongo que por eso me hizo llamar.
—Maravilloso —dijo—. Arréglelo usted, cariño. Y gratis.
Su voz era de nuevo quebradiza y hueca.
Me senté en el diván a su lado. Le cogí el brazo, tiré para sacarle la mano del bolsillo del abrigo y se la agarré.
Estaba casi helada, a pesar de las pieles.
Volvió la cabeza y me miró a los ojos. Sacudió un poquito la cabeza.
—Créame, cariño, no valgo la pena… ni siquiera para ir a la cama.
Le hice girar la mano y se la abrí. Sus dedos estaban apretados y se resistían.
Los abrí uno a uno. Le alisé la palma de la mano.
—Dígame por qué llevaba la pistola.
—¿La pistola?
—No se pare a pensar. Dígamelo. ¿Tenía intención de matarlo?
—¿Por qué no, cariño? Creí que yo le importaba algo. Supongo que soy un poco vanidosa. Se burló de mí. Para los Steelgrave de este mundo, nadie importa nada. Y ahora, tampoco a las Mavis Weld de este mundo les importa nada nadie. —Se soltó de mi mano y sonrió levemente—. No debí darle esa pistola. Si le matara a usted, todavía podría salir de ésta.
La saqué y se la ofrecí. La cogió y se puso en pie rápidamente. Apuntándome con la pistola. La pequeña sonrisa cansada movió una vez más sus labios. Su dedo estaba muy firme en el gatillo.
—Dispare a la parte de arriba —dije—. Hoy llevo puestos los calzoncillos antibalas.
Bajó la pistola a un costado y durante un momento se limitó a mirarme. Después arrojó el arma sobre el diván.
—Me parece que no me gusta el guión —dijo—. No me gustan los diálogos. No siento el papel, no sé si me entiende.
Se echó a reír y miró al suelo. La punta de su zapato iba y venía sobre la alfombra.
—Hemos tenido una agradable charla, cariño. El teléfono está allí, al extremo de la barra.
—Gracias. ¿Recuerda el número de Dolores?
—¿Por qué Dolores?
Al ver que yo no respondía, me lo dijo. Crucé la habitación hasta el extremo de la barra y marqué. La misma rutina que la vez anterior. Buenas noches, aquí el Chateau Bercy, quién pregunta por la señorita Gonzales, por favor, un momento, por favor, ring, ring, y después una voz tórrida que decía «¿Diga?».
—Soy Marlowe. ¿De verdad querías llevarme al matadero?
Casi pude oír cómo se le cortaba el aliento. Pero sólo casi. En realidad, esas cosas no se oyen por teléfono. Pero a veces te parece que las oyes.
—Amigo, cómo me alegro de oír tu voz —dijo—. Me alegro muchísimo, muchísimo.
—¿Lo hiciste o no?
—Pues… no lo sé. Me pone muy triste pensar que a lo mejor sí. Me gustas mucho.
—Tengo aquí un pequeño problema.
—¿Está él…? —Larga pausa. Teléfono con centralita. Precaución—. ¿Está él ahí?
—Bueno… en cierto sentido. Está aquí, pero como si no estuviera.
Esta vez sí que oí su aliento. Un largo suspiro hacia dentro que casi era un silbido.
—¿Y quién más está ahí?
—Nadie. Sólo yo y mis deberes del cole. Quiero preguntarte una cosa. Es terriblemente importante. Dime la verdad. ¿De dónde sacaste ese objeto que me diste esta noche?
—Pues… de él. Él me lo dio.
—¿Cuándo?
—Hoy, a media tarde. ¿Por qué?
—¿A qué hora?
—A eso de las seis, creo.
—¿Y por qué te lo dio?
—Me pidió que se lo guardara. Siempre lleva uno encima.
—¿Por qué te pidió que se lo guardaras?
—No me lo dijo, amigo. Él hacía cosas así. No solía dar explicaciones.
—¿Y tú no notaste nada anormal? ¿En el objeto que te dio?
—Pues… no, no noté nada.
—Sí que lo notaste. Notaste que había sido disparado y que olía a pólvora quemada.
—Pero si yo no…
—Sí, tú sí. Claro que sí. Y pensaste en ello. No te gustaba tener que guardarlo. Y no lo guardaste. Se lo devolviste a él. De todas maneras, a ti no te gusta tener esa clase de cosas cerca.
Hubo un largo silencio. Al fin dijo:
—Claro, claro. ¿Pero por qué quería él que lo tuviera yo? Quiero decir, si es eso lo que ocurrió.
—No te dijo por qué. Sólo trató de endosarte una pistola y tú no quisiste hacerte cargo. ¿Te acuerdas ya?
—¿Es eso lo que tendré que decir?
—Sí.
—¿Y estaré segura si digo eso?
—¿Desde cuándo te ha preocupado la seguridad?
Soltó una suave risita.
—Ay, amigo, qué bien me entiendes.
—Buenas noches —dije.
—Un momento. No me has contado lo que ha pasado.
—Es que ni siquiera te he telefoneado.
Colgué y me di la vuelta.
Mavis Weld estaba de pie en medio de la habitación, mirándome.
—¿Tiene aquí su coche? —pregunté.
—Sí.
—Pues lárguese.
—¿Y qué hago?
—Váyase a casa, eso es todo.
—No logrará salir de ésta —me dijo con dulzura.
—Usted es mi cliente.
—No puedo dejarle. Yo lo maté. ¿Por qué tiene usted que meterse en este lío?
—No pierda más tiempo. Y cuando se marche, vaya por el camino de atrás, no por donde me trajo Dolores.
Me miró a los ojos y repitió con voz nerviosa:
—¡Pero yo le maté!
—No oigo nada de lo que dice.
Sus dientes hicieron presa en su labio inferior y lo mordieron con ferocidad. Casi parecía que no respiraba. Estaba rígida. Me acerqué a ella y le toqué la mejilla con la punta de los dedos. Apreté con fuerza y miré cómo la mancha blanca se volvía roja.
—Si quiere conocer mis motivos —le dije—, le diré que no tienen nada que ver con usted. Se lo debo a los polis. No he jugado limpio en esta partida. Ellos lo saben y yo también. Sólo les voy a dar la oportunidad de darse un poco de bombo.
—Como si necesitaran que alguien se la diera —dijo, y dando bruscamente media vuelta, se marchó.
La miré caminar hacia el arco, esperando que se volviera. Pasó por él sin volver la cabeza. Al cabo de un buen rato, oí un zumbido. Luego un golpe de algo pesado: la puerta del garaje que se alzaba. Un coche se puso en marcha muy lejos. El ruido se estabilizó y después de otra pausa se volvió a oír el zumbido.
Cuando el zumbido cesó, el sonido del motor se perdió en la distancia. Ya no se oía nada. El silencio de la casa me envolvía en apretados pliegues, como los del abrigo de piel que rodeaba los hombros de Mavis Weld.
Llevé el vaso y la botella de brandy al bar y pasé por encima de la barra. Lavé el vaso en un pequeño fregadero y coloqué la botella en su estante. Esta vez descubrí el mecanismo y abrí la puerta, que estaba en el extremo opuesto al del teléfono. Volví una vez más con Steelgrave.
Saqué la pistola que me había dado Dolores, la limpié, coloqué la mano inerte de Steelgrave alrededor de la culata, la apreté y luego la solté. El arma cayó sobre la alfombra con un ruido apagado. La posición parecía natural. No me preocupaban las huellas dactilares. Debía de hacer mucho tiempo que Steelgrave había aprendido a no dejarlas en ningún arma.
Aquello me dejaba con tres armas. Saqué la que él llevaba en la sobaquera y la deposité en un estante del bar, debajo de la barra, envuelta en una servilleta. No toqué la Luger. Quedaba la otra automática de culata blanca. Intenté calcular la distancia a la que le habían disparado. No había sido a quemarropa, pero probablemente había sido desde muy cerca. Me situé aproximadamente a un metro de distancia y disparé dos tiros que pasaron junto a él. Las balas se incrustaron cómodamente en la pared. Di la vuelta al sillón de modo que estuviera de cara a la habitación. Coloqué la pequeña automática sobre la funda de una de las mesas de ruleta.
Palpé el gran músculo lateral del cuello del cadáver, que generalmente es el primero que se pone rígido. No habría sabido decir si había empezado o no a endurecerse. Pero la piel estaba más fría que antes.
No tenía mucho tiempo para andar jugando.
Cogí el teléfono y marqué el número de la policía de Los Ángeles. Pedí al telefonista que me pusiera con Christy French. Se puso una voz de la Brigada de Homicidios que me dijo que se había ido a su casa y que de qué se trataba.
Le contesté que era una llamada personal que él estaba esperando. Me dieron el número de su casa de mala gana, no porque les importara, sino porque nunca les gusta dar nada a nadie.
Marqué el número y contestó una voz de mujer que le llamó a gritos. Parecía descansado y tranquilo.
—Soy Marlowe. ¿Qué estaba haciendo en este momento?
—Leía tebeos a mi chico. Ya debería estar en la cama. ¿Qué pasa?
—¿Se acuerda de que ayer, en el Van Nuys, usted dijo que quien le diera información sobre Weepy Moyer se ganaría un amigo?
—Sí.
—Necesito un amigo.
No pareció muy interesado.
—¿Y qué sabe usted de él?
—Creo que es el mismo tío, Steelgrave.
—Eso es mucho suponer, muchacho. Nosotros lo enchironamos porque pensábamos lo mismo. Pero todo se quedó en nada.
—Ustedes recibieron un chivatazo. Él mismo se encargó de que lo recibieran. De ese modo, la noche en que liquidaran a Stein, él estaría donde ustedes lo supieran.
—¿Eso se lo está inventando… o tiene alguna prueba? —ya sonaba un poco menos relajado.
—Si un detenido sale de la cárcel con una autorización del médico de la prisión, ¿lo pueden ustedes comprobar?
Hubo un silencio. Oí la voz de un niño que se quejaba y la de una mujer que hablaba con el niño.
—Ha pasado otras veces —dijo French muy despacio—. No sé… Me parece difícil. De salir, iría con un guardián. ¿Cree que sobornó al guardián?
—Ésa es mi teoría.
—Será mejor pensárselo. ¿Algo más?
—Estoy en Stillwood Heights. En una casa grande que estaban acondicionando como sala de juego, cosa que no gustaba nada a los vecinos.
—He leído sobre eso. ¿Está Steelgrave ahí?
—Aquí está. Estoy a solas con él.
Otro silencio. El crío chilló y me pareció oír una bofetada. El crío chilló más fuerte. French le gritó a alguien.
—Dígale que se ponga —dijo por fin French.
—No está usted muy en forma esta noche, Christy. ¿Por qué cree que le he llamado?
—Ya —dijo—. Qué tonto soy. ¿Cuál es la dirección?
—No lo sé. Pero está al final de Tower Road, en Stillwood Heights, y el número de teléfono es Halldale 95033. Aquí le espero.
Repitió el número y luego dijo despacio:
—Esta vez espere de verdad, ¿vale?
—Alguna vez tenía que ocurrir.
El teléfono hizo clic y colgué.
Recorrí la casa en sentido inverso, encendiendo todas las luces que encontré, y llegué a la puerta trasera, la que estaba en lo alto de la escalera. Encontré el interruptor de la luz del aparcamiento y la encendí. Bajé las escaleras y caminé hasta las adelfas. La puerta de fuera estaba abierta, como antes. La cerré, enganché la cadena y puse el candado. Regresé a la casa andando despacio, mirando la luna, aspirando el aire de la noche, escuchando el canto de las ranas arborícolas y los grillos. Entré en la casa, fui hasta la puerta principal y encendí la luz de la entrada. Delante había un amplio espacio para aparcar y un césped circular con rosales. Pero para escapar de allí había que rodear la casa hasta la parte de atrás.
La casa estaba en un callejón sin salida, aparte del sendero que pasaba por los terrenos vecinos. Me pregunté quién viviría allí. A bastante distancia, a través de los árboles, se veían las luces de una casa muy grande. Algún pez gordo de Hollywood, pensé; probablemente un mago del beso húmedo y el fundido pornográfico.
Volví a entrar y toqué la pistola que acababa de disparar. Ya estaba suficientemente fría. Y empezaba a parecer que el señor Steelgrave había decidido seguir muerto.
Ninguna sirena. Pero por fin oí el sonido de un motor que subía por la cuesta. Salí a su encuentro, yo y mi bello sueño.