Veintidós
Un enorme gorila negro con una enorme zarpa negra había puesto su negra zarpa sobre mi cara e intentaba empujarla hasta la nuca. Yo empujé en dirección contraria. Aprovechar el punto débil de un argumento ha sido siempre mi especialidad. Entonces me di cuenta de que intentaba impedirme que abriera los ojos.
A pesar de todo decidí abrirlos. Otros lo habían hecho, ¿por qué yo no? Hice acopio de fuerzas y, poco a poco, manteniendo derecha la espalda, doblando los muslos y las rodillas, utilizando los brazos a manera de cuerdas, levanté el enorme peso de mis párpados.
Estaba mirando al techo, tumbado de espaldas en el suelo, una posición que mi oficio me lleva a adoptar de vez en cuando. Balanceé la cabeza. Tenía los pulmones rígidos y la boca seca. Me encontraba en la consulta del doctor Lagardie. El mismo sillón, el mismo escritorio, las mismas paredes, la misma ventana. Todo estaba en absoluto silencio.
Levanté los cuartos traseros, apoyé las manos en el suelo y sacudí la cabeza. Todo empezó a darme vueltas. La cabeza salió disparada a mil kilómetros de distancia y tuve que tirar de ella para volvérmela a colocar. Parpadeé. El mismo suelo, el mismo escritorio, las mismas paredes. Pero ni rastro del doctor Lagardie.
Me humedecí los labios y logré emitir una especie de sonido impreciso al que nadie prestó la más mínima atención. Me puse en pie. Estaba más mareado que un derviche, más hecho polvo que una bayeta vieja, más arrastrado que la barriga de un tejón, más asustado que un pajarito y tan seguro de mi porvenir como una bailarina de ballet con una pata de palo.
Llegué al escritorio como pude, me desplomé sobre el sillón de Lagardie y empecé a hurgar febrilmente entre sus cosas en busca de algo que pareciera una botella de líquido tonificante. Nada de nada. Me volví a levantar. Me resultó tan fácil como levantar un elefante muerto. Me tambaleé de un lado a otro, mirando en los relucientes armaritos de esmalte blanco, que contenían todo lo que cualquier otra persona podía necesitar con urgencia. Por fin, después de lo que me parecieron cuatro años de trabajos forzados, mi manita se cerró sobre un frasco de alcohol etílico. Le quité el tapón y lo olí. Alcohol de grano, justo lo que decía la etiqueta. Ya sólo necesitaba un vaso y un poco de agua. Un hombre de verdad debería ser capaz de conseguirlo. Eché a andar y crucé la puerta de la sala de reconocimiento. El aire continuaba oliendo a melocotones excesivamente maduros. Al pasar por la puerta tropecé con los dos lados del marco y tuve que detenerme para enfocar la vista.
En aquel momento me di cuenta de que se oían pasos que venían del vestíbulo. Muerto de fatiga, me apoyé en la pared y escuché.
Pasos lentos, arrastrados, con una larga pausa entre uno y otro. Al principio, me parecieron furtivos. Luego me parecieron sólo cansados, muy cansados, los pasos de un anciano que intenta llegar a su última butaca. Con él ya éramos dos. Y entonces, sin ningún motivo en particular, pensé en el padre de Orfamay saliendo al porche de su casa de Manhattan, Kansas, para sentarse en silencio en su mecedora, con su pipa apagada en la boca, y contemplar el césped mientras echaba una fumadita económica, para la que no se necesitaban ni cerillas ni tabaco, y además sin manchar la alfombra del cuarto de estar. Le preparé mentalmente la mecedora, colocándola a la sombra, en un extremo del porche, donde las buganvillas eran más frondosas. Le ayudé a sentarse. Él alzó la mirada y me dio las gracias con la parte buena de su cara. Al recostarse en el asiento, sus uñas arañaron los brazos de la mecedora.
Había uñas arañando, pero no arañaban los brazos de ninguna mecedora. Era un sonido real. Sonaba muy cerca, al otro lado de una puerta cerrada que comunicaba la sala de consulta con el pasillo. Un rascar débil, como el de un gatito que quiere que le abran la puerta. Vamos, Marlowe, a ti siempre te han gustado los animales, deja entrar al gatito. Eché a andar. Lo conseguí con la ayuda de la bonita camilla de reconocimiento, con sus anillas en un extremo y sus limpísimas toallas. El ruido de las uñas había cesado. ¡Pobre gatito, que estaba fuera y quería entrar! Una lágrima se me formó en el ojo y resbaló por mi agrietada mejilla. Dejé la camilla y corrí los cuatro metros lisos hasta la puerta. El corazón me saltaba en el pecho. Y todavía tenía la sensación de que mis pulmones habían pasado un par de años en el almacén. Tomé aliento, agarré el picaporte de la puerta y la abrí. En el último instante se me ocurrió echar mano a la pistola. Se me ocurrió, pero no pasé de ahí. Yo soy de esos tipos que cuando tienen una idea la ponen a la luz y le echan una buena mirada. Habría tenido que soltar el picaporte, y eso me parecía una operación demasiado complicada. Así que me limité a hacer girar el picaporte y abrir la puerta.
El tipo estaba agarrado al marco de la puerta con cuatro dedos engarfiados, hechos de cera blanca. Tenía los ojos de color grisazulado claro, hundidos en las órbitas y abiertos de par en par. Me miraban, pero no me veían. Nuestros rostros estaban a pocos centímetros de distancia. Nuestras respiraciones se mezclaban. La mía entrecortada y ronca, la suya con ese imperceptible susurro que precede al estertor final. Le salían de la boca burbujas de sangre que caían en regueros por la barbilla. Algo me hizo mirar al suelo. Por el interior de una pernera del pantalón caía un lento chorro de sangre que se le metía en el zapato, y del zapato fluía sin prisa hacia el suelo. Ya había formado un charquito.
No podía ver dónde le habían herido. Le castañetearon los dientes, y pensé que iba a hablar o, al menos, a intentarlo. Pero fue el único sonido que emitió. Había dejado de respirar. Su mandíbula se aflojó y cayó. Y entonces empezó el estertor. No es un ronquido. No se parece en nada a un ronquido.
Sus suelas de goma rechinaron sobre el linóleo, entre la alfombra y la puerta. Los dedos blancos soltaron el marco. El cuerpo empezó a girar sobre las piernas. Las piernas se negaban a sostenerlo. Adoptaron la forma de unas tijeras. El torso giró en el aire, como un nadador que coge una ola, y me cayó encima.
Al mismo tiempo, su otro brazo, el que no estaba a la vista, se alzó en un movimiento automático que no parecía deberse a ningún impulso vivo y cayó sobre mi omóplato izquierdo. Algo cayó al suelo, además del frasco de alcohol que yo tenía en la mano, y chocó ruidosamente contra la base de la pared.
Apreté los dientes, abrí las piernas y lo agarré por debajo de los brazos. Pesaba toneladas. Di un paso hacia atrás e intenté enderezarlo. Era como intentar levantar por un extremo un tronco de árbol caído. Me derrumbé con él. Su cabeza chocó contra el suelo. No pude evitarlo. Mi parte funcional no era suficiente para sostenerlo. Lo enderecé un poquito y me aparté de él. Me puse de rodillas, agaché la cabeza y escuché. El estertor cesó. Hubo un largo silencio y después un suspiro ahogado, muy tranquilo, indolente y sin urgencia. Otro silencio. Otro suspiro, aun más lento, lánguido y apacible, como una brisa de verano acariciando los rosales en flor.
Entonces, algo ocurrió en su cara y detrás de su cara, ese algo indefinible que ocurre en ese desconcertante e inescrutable momento: el apaciguamiento, el retroceso en el tiempo hasta la edad de la inocencia. Ahora la cara tenía una vaga expresión de alegría interior, un mohín casi travieso en las comisuras de los labios. Una cosa completamente ridícula, porque yo sabía perfectamente, si es que alguna vez en mi vida había sabido algo, que Orrin P. Quest no había sido de esa clase de chicos.
A lo lejos sonaba una sirena. Permanecí arrodillado, escuchando. El sonido de la sirena se alejó. Me puse en pie y fui a mirar por la ventana lateral. Delante de la Casa Garland del Eterno Reposo se estaba formando otro cortejo fúnebre. La calle estaba otra vez llena de coches y la gente avanzaba a paso lento por el sendero flanqueado de rosales. Andaban muy despacio, y los hombres llevaban el sombrero en la mano desde mucho antes de llegar al pequeño porche colonial.
Corrí la cortina, recogí el frasco de alcohol etílico, lo limpié con el pañuelo y lo dejé a un lado. Ya no tenía ganas de alcohol. Me volví a agachar, y la picadura que sentía entre los omóplatos me recordó que tenía que recoger otra cosa. Una cosa con mango de madera blanco y redondo, que estaba caída junto al rodapié. Un picahielos con la hoja limada, reducida a una longitud de unos siete centímetros. Lo sostuve a contraluz y examiné la punta, fina como una aguja. Era posible que hubiera en ella una manchita de mi sangre. Pasé suavemente un dedo por la punta. No había sangre. La punta estaba muy afilada.
Froté un poco más con mi pañuelo y después me agaché y coloqué el picahielos en la palma de su mano derecha, blanca y cerúlea, que contrastaba con el pelo apagado de la alfombra. Parecía demasiado bien colocado. Le moví el brazo lo justo para que el picahielos rodara de su mano al suelo. Se me ocurrió registrarle los bolsillos, pero pensé que ya lo habría hecho una mano más despiadada que la mía.
En cambio, en un repentino ataque de pánico, registré los míos. No me habían quitado nada. Incluso me habían dejado la Luger bajo el sobaco. La saqué y olí el cañón. No la habían disparado, aunque eso tendría que haberlo sabido sin necesidad de mirar: cuando te disparan con una Luger, no sigues andando mucho trecho.
Pasé por encima del oscuro charco rojo que había en la puerta y miré hacia el vestíbulo. La casa continuaba en silencio y al acecho. El rastro de sangre me llevó hasta una habitación amueblada como un estudio. Había un diván y un escritorio, algunos libros y revistas de medicina y un cenicero con cinco colillas gruesas, de sección ovalada. Un brillo metálico que había junto a una pata del diván resultó ser el casquillo de una automática del calibre 32. Encontré otro bajo el escritorio. Me los guardé en el bolsillo.
Volví atrás y subí la escalera. Había dos alcobas, y las dos parecían estar siendo utilizadas, aunque en una no había casi nada de ropa. En un cenicero había más colillas ovaladas del doctor Lagardie. En la otra habitación encontré el escaso vestuario de Orrin Quest: su otro traje y su abrigo pulcramente colgados en el armario; sus camisas, calcetines y ropa interior colocados con igual pulcritud en los cajones de una cómoda. Debajo de las camisas, al fondo, descubrí una Leica con objetivo F2.
Dejé todas estas cosas tal como estaban y volví a bajar a la habitación en la que yacía el muerto, indiferente a todas aquellas bagatelas. Limpié unos cuantos picaportes más por puro vicio, vacilé ante el teléfono de la sala de recepción y lo dejé sin tocar. El hecho de que todavía estuviera andando era una señal bastante convincente de que el bueno del doctor Lagardie no había matado a nadie.
La gente seguía arrastrando los pies por el sendero que llevaba al anormalmente pequeño porche colonial de la funeraria de enfrente. Un órgano gemía en el interior.
Di la vuelta a la esquina, me instalé en el coche y me marché. Conducía despacio, aspirando el aire a pleno pulmón, pero ni así me parecía que obtenía el oxígeno suficiente.
Bay City se acaba a unos seis kilómetros del océano. Me detuve delante del último drugstore. Había llegado el momento de hacer otra de mis llamadas anónimas. Vengan a recoger el cadáver, muchachos. ¿Que quién soy yo? Sólo un tipo con suerte que no para de encontrarlos para ustedes. Y además, modesto. Ni siquiera deseo que se mencione mi nombre.
Eché una ojeada al interior del drugstore, a través del escaparate. Una chica con gafas de puntas oblicuas estaba leyendo una revista. Tenía un cierto parecido con Orfamay Quest. Se me hizo una especie de nudo en la garganta.
Embragué y continué mi camino: la chica tenía derecho a saberlo la primera, dijera lo que dijera la ley. Y yo ya me había situado bastante fuera de la ley.