VI
El Coronel detuvo el coche en la esquina.
—Suba, García.
Arrancaron.
—¿Qué sucede?
—Creo que ya dimos en el clavo, mi Coronel.
Le contó lo que había hecho en el día.
—¿No recogió el rifle?
—No quería alarmarlos, mi Coronel.
El Coronel manejaba en silencio. Meditaba. Sacó un cigarrillo y lo encendió. Dejó escapar lentamente el humo. Torció por una calle lateral y detuvo el coche. García vio hacia atrás, buscando al que lo seguía.
—¿Por qué no me pudo decir esto en la oficina?
—Porque allí no sabemos quién esté espiando. Si la gente que creo está metida en el asunto, puede, tener y seguramente tiene, sus espías en su oficina, mi Coronel.
—Puede ser. Alguien le avisó a Manrique que usted se iba a encargar del asunto.
—Sí.
—¿No serán los mismos rusos, como sospechaba antes? Se pueden aprovechar de que creen que le vamos a echar la culpa a los chinos.
—No creo, mi Coronel. Esos rusos saben organizar sus cosas. No usan a gente como Luciano Manrique o el Sapo. Esto es local. Y yo veo clarito que el atentado no va en contra del Presidente gringo, sino en contra del nuestro. Aprovechando los rumores, mi Coronel.
El Coronel siguió fumando en silencio. Éste le está dando más vueltas al asunto que una ardilla en su jaula. Es capaz y hasta está echando cuentas de qué lado le conviene quedar.
—Es peligroso lo que dice, García.
—Por eso quise decírselo donde no lo oyera nadie.
—Si es cierto, la gente complicada está muy arriba, muy arriba. ¿Entiende?
—Sí.
—Y hay que obrar sobre seguro.
—No queda mucho tiempo, Coronel.
—No, no queda. ¿Y cómo cree que pretendan cometer el atentado?
—Es fácil. Le dan tarjetas de policía al Sapo y al gringo y los ponen entre los que van a vigilar la plaza. Con el rifle.
El Coronel tomó el radio del coche y habló. Ordenó que se apostara una guardia en el hotel Magallanes y se aprehendiera al gringo Browning, lo mismo que al Sapo. También ordenó que se recogiera el rifle del cuarto de Browning.
—Probablemente tienen otras armas dispuestas, mi Coronel. Y hasta otros hombres.
—Sí.
—Habrá que darles en la cabeza, en los meros meros.
El Coronel estaba pensativo.
—¿Está completamente seguro de sus datos?
—Sí.
García encendió un cigarro. El Coronel quiere que yo sea el que diga que me encargo de los pollos gordos, por mi cuenta. De a mucha lealtad. Y así si sale la cosa luego dicen que fue el pendejo de García el que lo hizo y me queman. Pero ya lo saben. Sin órdenes, nada.
—Tampoco conviene contarle esto al FBI —dijo el Coronel—. Y menos pedirles que nos ayuden. Y necesitamos gente segura.
—Sí, mi Coronel.
—No tengo a quién confiarle la vigilancia de esos hombres, de los principales. Es asunto muy delicado.
—Para expertos, mi Coronel.
El Coronel lo vio brevemente. Había una especie de sonrisa en sus labios. ¡Pinche Coronel! No quiere dar la orden clara. Y mientras, yo me le hago el maje. Si quiere que me quiebre a esos changuitos, que lo diga. Pero yo no tengo experiencia en eso. Ésos serían cadáveres y yo sólo sé de pinches muertos.
—Desde Obregón a la fecha —dijo de pronto el Coronel.
Sí. Desde que se quebraron a mi general Obregón, presidente electo. Pero para eso no se anduvieron con cuentos de la Mongolia Exterior. Toral fue, y lo mató allí, frente a todos. Y luego se tronaron a Toral. Eso se entiende. ¿Qué tal si en aquellos años salen con las pendejadas de Hong Kong y la Mongolia Exterior?
—Esto es muy grave para México —dijo el Coronel—. Hemos creado de la Revolución un orden jurídico que no debe romperse. ¿Entiende lo que es eso, García? Un gobierno bajo el imperio de la ley. Eso vale más que las vidas de algunos locos.
El changuito de ese Fiat verde que se detuvo allá es el mismo que me andaba siguiendo. ¡Pinche ley! Y luego eso de que “hemos creado”, somos muchos. Cuando los plomazos, éste estaba pegado a la teta de su madre. Y para mí que sigue pegado a la teta de mamá presupuesto y está calculando de qué cuero salen más correas o de qué lado cae el ladrillazo. Qué saben éstos de lo que es hacer la Revolución, de lo que es andarse muriendo por esos caminos.
—Un gobierno de leyes —dijo el Coronel—. Eso es lo que tenemos que conservar a toda costa.
Para mí que está ensayando su discurso del dieciséis. La Revolución no se ha convertido en nada. La Revolución se ha acabado y ahora no hay más que pinches leyes. Y así, por todos lados, nos andamos haciendo pendejos. Todos, de una manera o de otra. Con mucho primor, como dicen los corridos. Para mí que el Licenciado es el único revolucionario que queda, porque es el único que no cree en las leyes. Antes, cuando había que quebrarse a alguien, lo decían por lo derecho, daban la orden y dejaban las frases bonitas para los banquetes. Y este pinche Coronel como que está sufriendo de veras. Ora sí está viendo lo que es parir en Viernes Santo. Como que no halla la respuesta y él solito tiene que hallarla. Aquí no le sirven todo su equipo y su laboratorio. Aquí se jodió. Él solito, como la parturienta. Y a la puja y puja y no le sale el chamaco.
—La verdad, García, es que para un caso como éste, no tengo hombres de suficiente confianza.
—Tiene muchos hombres.
—Si, pero esto es especial. Hábleme a las diez de la noche, puede que para entonces tenga algunas órdenes que darle.
—Yo quería pedirle un permiso, mi Coronel.
—Puras habas. Me ha hecho pensar en muchas cosas, tengo que ponerlas en orden y averiguar un poco más. Hábleme a las diez. Y comprenda que si es cierto lo que supone, estamos pasando por uno de los momentos graves de nuestra historia.
—Sí, mi Coronel.
—Ya sé que tiene una amiguita nueva, una china. Pero eso puede esperar. Esté en su casa a las diez y llámeme.
¡Pinche Coronel! Ya hasta él lo sabe.
—¿Dónde quiere que lo deje?
—En la Avenida Juárez, mi Coronel. Voy a la casa.
—Espero su llamada a las diez. No me falle y no salga de su casa. Lo pudiera necesitar antes.
—Sí, mi Coronel.
Pagó cuatro mil pesos por el reloj. Luego habrá que ponerle una pulsera de oro, pero no muy gruesa, porque Martita tiene las muñecas delgadas.
—¿Se lo envuelvo para regalo?
—Por favor, señorita.
—¿De cumpleaños?
—Más bien de nacimiento.
—¡Ah! Es para la mamá de la nietecita…
La dependiente sonrió y envolvió el estuche en papel de china blanco y le puso un moño rosa. Con esto está bueno. Voy a ver cómo abre el estuche y cómo se prueba el reloj. No sé si haya que ponerlo antes a la hora o dejar que ella lo ponga. Y así me preguntará qué horas son. Y a las diez hay que ir a ver al Coronel y antes, aquí a Dolores, a ver dónde está la fierrada. Y mañana, con eso, le compro un abrigo de pieles a Martita. Si no es que para las diez ya el Coronel se fajó los pantalones y me da la orden. Y Martita se va a quedar sola otra vez, esperando. ¡Pinche Coronel! Y yo, ¿qué le digo a Martita? Espérate, mi hijita, que nada más voy a matar a unos changuitos y vuelvo. Está gacho eso. Yo creo que después de ésta mejor renuncio. Al cabo ya tengo mis centavos y luego, si cae lo de la calle de Dolores… Para mí y para Martita. Y luego para ella sola. Hay que ver al Licenciado para que me haga un testamento. ¡Pinche testamento! Los centavos todos para Martita y la memoria de mis fieles difuntos para el hoyo, junto conmigo.
Salió de la tienda, caminó una cuadra y se adentró por la calle de Dolores. Se detuvo ante el número que le habían dicho. Era la tienda de Liu, cerrada a piedra y lodo. Ora sí que me creció. ¡Pinche chino Liu! Conque anda complicado en lo de Cuba. Y esta noche le doy su llegoncito, por Martita y por los centavos. Con razón me advirtió que los chinos me querían porque no veo, no oigo y no hablo. Por pendejo, hubiera dicho.
El Chino Santiago estaba en el restaurante.
—¡Señol Galcía, señol Galcía!
García entró y lo saludó.
—¿Busca al honolable señol Liu?
—¿No está?
—No. No ha abielto su tienda en todo el día y eso es malo, mu malo. ¿Ya sabe de Maltita?
—No.
—Yo cleí…
—¿A dónde fue Liu?
—No sé. Lo vi salil. Es posible que esté en la Alameda, tomando el sol. ¿Lo voy a buscal?
—No, vendré más tarde.
Salió y tomó el camino de su casa. ¡Pinche Liu! Capaz y que le ha dolido en serio lo de Martita. Pero es raro, porque a estos chinos eso no les importa mucho. O anda espantado con lo del dinero y los muertos de anoche, que habrán sido sus cuates. Capaz y ya se peló con la fierrada. ¡Pinche Liu! Más vale caerle en la noche y darle un susto. Si le digo que le traigo noticias de Martita, seguro y me abre. Y no tiene por qué saber que yo andaba anoche en la matanza de sus cuates. Seguro me abre, aunque sea para disimular. Y cáigase con la lana. Toda en billetes de a cincuenta.
Llegó a su casa a las seis de la tarde. Se metió el estuche del reloj a la bolsa y subió a su departamento. Abrió la puerta. El sofá de la sala estaba lleno de cajas y bolsas del Palacio de Hierro. En la mesa había una caja con tres corbatas. García se sonrió. ¡Pinche Martita!, le dije que se comprara cosas para ella, no para mí.
Sin hacer ruido, con sus pisadas de gato, fue hasta la puerta de la recámara. Debe estar durmiendo. No se ha acostumbrado a mis horas. Va a decir que siempre la vengo a ver cuando está durmiendo.
La puerta de la recámara estaba entornada.
—¡Martita!
No le contestó nadie. Se sacó el estuche de la bolsa y empujó la puerta. No estaba en la cama. Puede que esté en el baño, pero no se oye ruido.
Pero Marta no estaba en el baño. Estaba en el suelo, junto a la cama, cubierta de sangre, las piernas encogidas, los ojos abiertos.
García se acercó lentamente. Se arrodilló. Se quitó el sombrero y lo dejó caer al suelo. Luego, con los dedos, le cerró los ojos. La tomó en sus brazos y la puso sobre la cama. No había muerto hacía mucho. Le estiró las piernas y le cruzó los brazos sobre el pecho. Ya no escurría la sangre. Sacó una sábana limpia y la cubrió con ella. De la boca le había corrido una poca de sangre. Se la limpió con el pañuelo. Luego dobló el pañuelo cuidadosamente y se lo guardó en la bolsa. Recogió su sombrero y lo puso en la cómoda y puso el estuche del reloj en el buró. Aún escurría una poca de sangre de la boca. Se la limpió nuevamente con el pañuelo. Se inclinó y la besó en la frente. Luego le cubrió la cara con la sábana y se sentó en la silla, junto a la cama.
Su cara estaba inmóvil. Como de piedra amarga. Tenía las manos cruzadas sobre las piernas. El odio le empezaba a doler en los ojos.
Más tarde se levantó y fue a la sala. Recogió todas las cosas que había comprado Marta y las guardó en el clóset. Allí mismo echó el reloj. Luego se volvió a sentar junto a la cama. Había tiempo, mucho tiempo. Más tarde volvió a descubrir la cara de Marta. Había una poca de sangre seca en la comisura de la boca. La limpió con el pañuelo, pero quedó una mancha en la mejilla. Mojó el pañuelo con agua de colonia y lavó la mancha. Volvió a sentarse.
Con el brazo se apretaba la pistola contra las costillas. Siguió sentado. Quedaba mucho tiempo.
A las ocho y media tomó el sombrero y salió. Cerró con mucho cuidado la puerta, sin hacer ruido. Fue al garage donde guardaba su coche y lo sacó. Tomó el rumbo de la Reforma y la colonia Cuauhtémoc. Se detuvo en un café, donde había un teléfono público.
—Habla García, señor del Valle.
—¿Sí?
—He averiguado algo que le puede interesar…
—Creí que ya no estaba trabajando.
—Esto le puede interesar.
—¿Qué es?
—Tenemos que hablar personalmente. Es algo muy importante.
—No tengo tiempo. Usted sabe que mañana en la mañana…
—Tenemos que hablar, señor del Valle. Hay cosas nuevas, que no estaban calculadas.
—Le digo que no tengo tiempo.
—¿Quiere que se las diga al Sapo y a Browning?
—¿Qué dice?
—Browning, el gringo que trajeron. Y el Sapo, su paisano, señor del Valle. ¿O prefiere que hable con el general Miraflores?
—No entiendo…
—Creo que esta tarde me mandó usted un recado a mi casa, señor del Valle. No estaba allí, pero cuando llegué, entendí el recado.
—¿Quiere dinero, García?
—Tal vez. Pero antes tenemos que hablar. Y no quiero hablar con el gringo y el Sapo. Quiero hablar con usted y con mi general Miraflores.
—Está bien. ¿Sabe dónde vivo?
—Sí.
—Hay una puerta lateral, que sólo utilizo yo. Es el número sesenta y cuatro, junto a la reja grande. Venga dentro de media hora. Lo espero.
—Bien.
—Aquí hablaremos, García.
Colgó el teléfono. Salió rápidamente y tomó su coche. Del Valle vivía a dos cuadras de allí. Localizó la puerta en una pasada del coche, lo dejó media cuadra más adelante y se regresó a pie y esperó, envuelto en las sombras. Y ahora Martita está sola. Está sola allí en la cama, con toda su muerte. Yo nunca había pensado en eso. Matar a alguien es mandarlo a que esté solo. Mejor me hubieran sonado a mí, como lo hacen los hombres. Pero habrán pensado que una mujer es como cualquier otra. Y que una muerte es como cualquier otra. Así habrán pensado. Pero era Martita. Y ahora allí está sola, con toda su muerte. Y yo estaba sentado junto a ella, pero ella estaba sola. Y yo estaba solo. Allí los dos. ¡Como un velorio! Tal vez debí buscar a una de esas monjas que acompañan a los muertos. Pero Martita ya para qué quiere a una monja. ¡Pinche monja! Ya que está uno solo con su muerte, no necesita a nadie.
Un Chevrolet oscuro se detuvo frente al número y bajó un militar. García sacó la pistola de la funda y se acercó, mientras el militar se detenía frente a la puerta.
—Vamos adentro, general. Creo que el señor del Valle nos está esperando.
—¿Quién es usted?
—Toque el timbre, general. No hay para qué hablar en la calle.
En ese momento se abrió la puerta y apareció del Valle. Con la luz que salía del interior, reconoció a García.
—Le dije que no viniera hasta dentro de media hora.
—Sí, señor del Valle, pero ya vine. Vamos adentro.
Entraron y García cerró la puerta. Del Valle dijo:
—Vamos al estudio.
Lo siguieron. El cuarto era grande, con las paredes cubiertas de libros y cuadros.
—Siéntese —dijo del Valle. Parecía haber recobrado su aplomo.
—Yo estoy bien de pie, señor del Valle —dijo García.
—¿Éste es García? —preguntó el general.
—Filiberto García, para servirlo, mi general.
—Por lo que me dicen, se anda metiendo entre las patas de los caballos. Le encargaron que hiciera una investigación, ya la hizo y ya acabó su trabajo. Si quiere algo de dinero, unos cien o doscientos pesos, se los damos y ya.
García, de pie aún, vio al general Miraflores desde lo alto. El general se sintió incómodo en su silla. Del Valle se sentó ante su escritorio.
—Todo el negocio estaba mal planeado, general —dijo García.
—¿Usted cree?, ¿qué sabe usted?
—La gente que contrataron no sirve para una cosa así. Ahora no están espantando a un alcalde de pueblo rabón…
—No sé de qué está hablando, García.
—De gentes como sus amigos el Sapo, Luciano Manrique y el gringo Browning, general. El Sapo y el Gringo pueden delatarlos. Manrique no, porque yo lo maté.
—No saben nada —dijo del Valle.
—Pero conocen a alguien que sí sabe, señor del Valle. Por eso le digo que todo está mal planeado.
—¿Qué quiere usted, García? —preguntó cortante el general.
—¿Van a seguir adelante con el proyecto?
—No sé de qué habla…
—Es inútil, Miraflores —terció del Valle—. García sabe ya demasiado.
—Así es.
—Déjeme pensar, García.
Del Valle quedó sentado frente al escritorio. Aquí estamos nosotros hablando, como si fuera un negocio cualquiera y Martita está sola. Está sola con su muerte. Y para nosotros se nos va pasando el tiempo, se nos va acabando, pero para Martita ya no hay tiempo.
—Mire, García —dijo por fin del Valle—. Usted me ha dicho que no tiene simpatías políticas, que sólo cumple órdenes. —Las palabras le salían con dificultad, como si no las encontrara dentro del cerebro—. Usted no es comunista, ni anticomunista, no es amigo de los gringos ni contrario a ellos. Sólo cumple sus órdenes. Porque me convenció de eso, me resolví a dejar que le dieran el trabajo en lo de los chinos. Pero ahora no entiendo qué órdenes cumple. Esta mañana le dije que dejara la investigación y el Coronel ratificó mi orden. ¿Por qué ha seguido adelante con ella?
—Órdenes.
—¿Del Coronel?
—Sí.
—¿Por la duda esa que tenía usted?
—Sí.
—Comprendo. Ahora bien, señor García, usted sabe que yo tengo más autoridad que el Coronel.
Hizo una pausa, sin quitar los ojos de la cara de García. Éste estaba impasible, la pistola en la mano.
—Yo voy a ser el Presidente de la República, García. Le conviene estar bien con un futuro Presidente, ¿o no?
—Sí.
El general Miraflores se puso de pie.
—Usted es militar, García, y esto le interesa. Cuando el señor del Valle sea Presidente, nosotros los militares vamos a recobrar el puesto que nos ha correspondido siempre y que los últimos gobiernos civiles nos han negado. Y después del señor del Valle yo… un militar será el Presidente, porque nosotros los militares, los soldados, somos y hemos sido siempre el grupo más importante de la nación. Eso le debe gustar, García.
—Sí.
—Y para que ello pueda ser, nos debe ayudar —siguió del Valle—. Cuando se termine, mañana, este pequeño incidente, yo voy a ocupar la presidencia y vamos a encauzar a México por el camino del verdadero progreso, con una autoridad fuerte y respetada y vamos a tener unas fuerzas armadas fuertes y respetables también.
—Un ejército que se haga respetar en todo el mundo, García. Y usted será parte de él —afirmó el general.
—Como ve —siguió del Valle—, no nos ha movido a este asunto tan peligroso el interés personal o la ambición. Es el amor a la patria lo que nos obliga a obrar en esta forma, contraria a nuestros principios. Le puedo asegurar que el futuro gobierno, el que se inicia mañana, necesita de hombres valerosos como usted…
—Y además, García —terció el general—, puede considerar esto como una orden, como una orden militar. Le está hablando un general del ejército…
—Sí.
—Entonces está de acuerdo —afirmó del Valle.
—Claro que está de acuerdo —dijo el general complacido—. Una muerte más o menos no es cosa que espante a un hombre como el amigo García…
El general rió satisfecho. García, de un paso, se le acercó, la mirada fija en los ojos del general.
—Ya ha habido una muerte de más, mi general —dijo. El general cortó su risa.
—¿Le espanta una muerte? Yo creí que era hombre…
Con un movimiento rápido de la mano de García la cuarenta y cinco describió un arco breve y se estrelló en la cara del general. La mira cortó la piel y brotó la sangre. El general se tambaleó.
—No diga eso, mi general. Ya le dije que había una muerte de más en este asunto. No meta la mano al cajón del escritorio, señor del Valle. Acérquese acá despacio, para que se le quite la tentación. Y usted no se mueva, general.
—Está loco, García —dijo del Valle acercándose.
—Sí.
—Usted siempre ha sido un pistolero a sueldo…
—Sí, señor del Valle. Siempre he sido un pistolero a sueldo, pero ahora ya le dije que ha habido una muerte de más.
—Creí que estaba con nosotros, que aceptaba lo que le estábamos proponiendo —dijo del Valle.
El general se limpió la sangre de la cara. Le había escurrido hasta el uniforme, posiblemente por primera vez manchado por la propia sangre.
—Esto le va a costar caro, García. No se le pega impunemente a un general mexicano.
García los veía en silencio, los ojos duros como pedazos de hielo.
—¿Qué busca, García? —preguntó del Valle—. Todo está perfectamente arreglado y tan sólo ha habido un tropiezo sin importancia. Ya sé que la policía localizó el hotel de Browning…
—Todo está desarreglado, señor del Valle. Por mejor decir todo estuvo desarreglado desde un principio. Desde que se quisieron poner inteligentes y aprovechar el rumor del atentado de los chinos. Desde que insistió en que me encargaran a mí esa investigación, seguro de que iba caer en la trampa y jurar que había un complot mongol, cuando me despertara del macanazo que me iba a dar el finado Luciano Manrique. Desde que me hizo trabajar con el gringo y el ruso. Desde que escogió a este general como socio y le encargó que reuniera a la gente necesaria, a su gente, que para nada sirve. Y, sobre todo, desde que esta tarde mandaron a alguien a mi casa a darme un aviso y mataron a…
Hizo una pausa. Algo no lo dejaba pronunciar allí el nombre de Marta.
—¿A quién García? Le juro que no hemos mandado a nadie a su casa. Usted ya estaba separado de la investigación y ya no tenía importancia.
Cuando García habló, su voz era dura.
—Usted nunca ha matado a nadie, señor del Valle.
—Naturalmente que no.
—Sí. Para eso tiene a sus pistoleros, que matan sin pensar, que matan a la orden. Pero por una vez en su vida, le haría bien matar.
—¿Yo? Está loco…
—Dicen que nunca hay que ordenar que se haga algo que no sabe uno hacer por sí mismo. Y usted iba a ordenar que asesinaran al Presidente…
—A gentes que tienen el oficio de matar, García. Ése no es mi oficio.
—Todo esto es idiota —dijo el general.
García le golpeó la boca con la pistola.
—Nadie le ha dicho que hable, general. Aprenda a cumplir órdenes. ¿Qué dice, señor del Valle? ¿Quiere matar a alguien para experimentar cómo se siente? Cuando sepa cómo se hace, ya podrá ordenarlo, sin hacer tanta tontería.
—No entiendo.
—Ya su complot se fue al diablo. Entre usted y el general lo echaron todo a perder. Ya ni los chinos ni la Mongolia Exterior o los rusos pueden ser los chivos expiatorios. Para ese puesto se necesita a un mexicano, algo que la gente de aquí comprenda. ¿Entiende?
—Sí, pero… Todo está listo para el atentado.
—¿Porque ya les dio al Sapo y al Gringo sus tarjetas de identificación como policías, para que puedan ir a la Plaza? Pero eso no sirve, porque el Coronel está dando tarjetas nuevas a los que van de guardia.
—¿Está seguro?
—Sí. Y si usted sigue siendo hombre importante, quién quita y en las próximas elecciones se le haga por las buenas. O quién quita y en otra ocasión se presente otra oportunidad y entonces sepa cómo matar a la gente. No de oídas, como ahora.
—¿Qué me está proponiendo, García?
—Que mate al general Miraflores. Que luego lo delate como autor del complot. Así habrá salvado, con peligro de su propia vida, la vida al señor Presidente. Habrá salvado a las instituciones… Y siempre puede haber otra oportunidad.
El general iba a decir algo, pero vio a García y calló. La sangre le escurría de la cara y de la boca, tenía los ojos enrojecidos. García siguió hablando:
—El general es un pistolero como yo. Es militar, hecho para andar matando gente; nada más que él, para hacerlo, se esconde tras del uniforme. Es lo que usted decía, un asesino con equipo y toda la cosa. Pero ya ve como eso no sirve. No ha podido arreglar este negocio. Usted, en cambio, señor del Valle, es un político que anda predicando la paz y la ley. Anda hablando de que se acabó la Revolución y ahora estamos en paz…
—Sí, es cierto…
—Pero, del Valle… —empezó el general.
Esta vez García le pegó con la mano izquierda, de revés.
—Cállese.
Hubo un silencio. El general respiraba con dificultad, tal vez por la sangre que le llenaba la boca y las narices. Tal vez por los sollozos.
—Si hago lo que usted quiere… —dijo del Valle.
—Será un héroe. ¿Quién le podrá ganar las próximas elecciones cuando todos sepan que, con peligro de su vida, ha salvado las instituciones? Y con el tiempo, hasta usted mismo va a creer que todo es cierto.
—Pero… ¿cómo?
—No creo que quiera hacerlo con un cuchillo. No es agradable. ¿Qué pistola tiene en su cajón?
—Una treintaidós veinte.
—Pistolita, pero vale.
García fue al escritorio y sacó el revólver. Volvió trayéndolo en la mano izquierda.
—Tome, señor del Valle. Dispare al pecho, tres o cuatro veces. Y que no se le vaya a ocurrir disparar sobre mí. Una cuarenta y cinco hace un agujero muy grande.
—Comprendo —dijo del Valle.
El general se adelantó un paso.
—Quieto, mi general.
—Del Valle —dijo—, del Valle, somos amigos, lo hemos sido mucho tiempo…
El señor del Valle tenía la pistola en la mano. La miraba insistentemente.
—Del Valle —dijo el general—, usted me metió en este asunto. Toda la idea fue suya. Yo sólo quise ayudarlo, como su amigo…
—Pero me ayudó mal, Miraflores —dijo del Valle—. Lo hizo todo mal. En eso tiene razón el señor García.
Su voz sonaba ahogada, como si le naciera de muy lejos de la boca.
—Somos amigos…
—Yo no tengo amigos. En política no hay amistades. Y de todos modos, general Miraflores, después de lo que iba a suceder mañana, pensaba mandarlo eliminar. No conviene dejar testigos y hasta había pensado en el señor García para ese trabajo.
—Pero yo creía que…
—Todo lo pensó mal, Miraflores. Muy mal.
El señor del Valle oprimió el gatillo. La bala le dio al general en el vientre. Soltó un quejido y se llevó las manos a la herida. La segunda bala no dio en el blanco. El señor del Valle, al disparar, había cerrado los ojos. El general cayó lentamente de rodillas.
—Por favor, del Valle… Por Diosito santo…
—Ahora en el pecho —dijo García—. No hay que hacerlos sufrir demasiado.
El señor del Valle abrió los ojos y disparó nuevamente. La bala entró entre la boca y la nariz. El general extendió las manos hasta tocar las piernas de del Valle y dejó en ellas cinco rayas rojas. Luego se recostó lentamente en la alfombra. García se acercó y le quitó a del Valle la pistola de las manos. Luego le quitó la pistola de la funda al general.
—¿Ya ve como no es tan difícil?
Del Valle veía el cuerpo del general con los ojos desencajados.
—¿Quiere una copa?
Del Valle empezó a temblar como si tuviera escalofríos. Los dientes le castañeteaban. García fue a una mesa baja, donde había servicio de cantina, llenó medio vaso con coñac y se lo llevó a del Valle.
—Tome. Esto es como con las mujeres. La primera vez les molesta, pero luego le toman gusto.
Del Valle se bebió el coñac de un trago. Pareció hacerle provecho.
—Es terrible esto.
—Cuando mata uno a alguien señor del Valle, lo condena para siempre a la soledad.
—¿Qué dice?
—Algo que aprendí esta tarde.
Del Valle no dejaba de ver el cadáver del general.
—¿Está muerto? Me pareció que aún se movía.
—¿Quiere darle otro tiro para asegurarlo?
—Déme otro coñac.
—Sírvaselo.
Del Valle fue a la mesa se sirvió otra copa y la vació de un trago.
—¿No quiere uno, García?
—Yo ya no lo necesito.
—Y ahora, ¿qué hacemos? Tal vez fuera mejor hablarle al Coronel.
La voz de del Valle se iba afirmando volviendo a lo normal.
—Sí, eso es. Miraflores me confesó gracias a usted, su villanía, su intento de asesinar al señor Presidente, de subvertir el orden público. Tenía la pistola en la mano y tuve que matarlo en defensa propia… No, en defensa de la vida del señor Presidente, de las instituciones…
Del Valle caminó hacia el teléfono.
—No se mueva —dijo García.
Del Valle se volvió sorprendido.
—¿Qué quiere ahora?
—Usted mismo, señor del Valle, la primera vez que hablamos, me ordenó que averiguara a fondo este asunto y que, si había alguna verdad en el rumor, obrara de acuerdo con mis mejores luces. Estoy cumpliendo sus órdenes.
—Pero… las cosas han cambiado completamente…
—Y para mí, una muerte más o menos no tiene importancia. Esta tarde se hizo la única muerte que tiene importancia, señor del Valle…
—Ya le dije que no la ordené, que no sabía nada…
—Tal vez. Pero no podemos quedarnos con la duda. No puedo quedarme con ella. Y luego, usted ha matado al general Miraflores…
—Usted me obligó, García.
—El general Miraflores vino conmigo, señor del Valle, a aprehenderlo por conspirar contra la vida del señor Presidente y usted lo mató a la mala. Yo lo maté a usted, tratando de salvar a mi general Miraflores.
—No puede matarme, García…
—¿No?
—Ya me ha hecho matar a un hombre…
—Sí. Era bueno que supiera de eso y que yo supiera a qué atenerme con usted.
—Le puedo dar lo que quiera, García. Usted mismo dice que tengo oportunidades de llegar a la Presidencia. Lo puedo hacer rico cuando llegue a la Presidencia…
—A la Presidencia del infierno, señor del Valle.
Disparó una sola vez. La bala le entró a del Valle entre los ojos, le desbarató la cara y le quitó, junto con los anteojos, el aspecto de hombre importante y venerable. García puso la pistola en la mano del cadáver del general y guardó la suya propia. Luego fue al teléfono que estaba sobre el escritorio y marcó un número:
—Habla García, mi Coronel.
—Son las diez y siete minutos, García. Le dije que me llamara a las diez en punto.
—¿Hay órdenes, mi Coronel?
—No hemos podido aprehender ni al Sapo ni al Gringo, pero estoy seguro de que tenía usted razón. Recogimos el rifle…
—¿Hay órdenes, mi Coronel?
—Sí. Es necesario detenerlos, detenerlos como sea. Ya he cambiado a todos los hombres de guardia, por las dudas. Le he pedido a los del FBI que refuercen la guardia en las ventanas que dan a la plaza. Pero hay que detener a las cabezas…
—Ya no es necesario, mi Coronel.
—¿Qué dice? Esto es una orden…
—Estoy en la casa del señor del Valle. Parece que tuvieron un disgusto, se hicieron de palabras y se dieron de balazos.
—¿Están muertos?
—Sí.
—Espéreme allá.
—Lo siento, mi Coronel, pero tengo que hacer algunas cosas.
Colgó el teléfono, salió del cuarto y llegó a la puerta de la calle. Se había guardado la pistola en la funda. Cuando abrió la puerta se encontró de frente con dos hombres. Tenían pistolas en las manos.
—No se mueva —dijo uno de ellos—. Entre…
García retrocedió, sin quitarles la vista de encima. Los dos hombres entraron tras de él.
—Oímos unos tiros. ¿Dónde están el señor del Valle y mi general Miraflores?
—Allá dentro —dijo García.
—Usted es García —dijo un hombre—. Lo he visto algunas veces.
—Sí. Y usted es el Sapo…
—So this is the guy —dijo el otro.
—Y el señor es Browning.
—Vamos al estudio —dijo el Sapo.
Entraron al estudio. El gringo soltó un chiflido leve cuando vio los cadáveres.
—Se los quebró a los dos —dijo el Sapo.
—Se mataron ellos —dijo García.
El gringo, sin soltar la pistola, se le acercó y le sacó la cuarenta y cinco de la funda.
—He hasn’t fired —dijo, oliendo el cañón.
—Recibí su recado —dijo García—. Cuando llegué esta tarde a mi casa, recibí su recado.
—Nosotros no le hemos mandado ningún recado, García. Pero ahora lo vamos a mandar al infierno.
—¿No fueron a mi casa esta tarde?
—Ni sabemos dónde vive. Hemos estado corriendo de un lado para el otro. Nos cayeron en el hotel…
—Shut up —dijo el gringo—. Usted, mister García, se va a morir hoy…
—Si hubiéramos sabido dónde era su casa, lo hubiéramos buscado para matarlo —dijo el Sapo—. De todos modos hace tiempo que le tengo ganas, desde que mató a Luciano Manrique.
—¿Cómo sabe que fui yo?
—Me lo dijo el señor del Valle. Y ahora, quietecito, para que no le duela, como dicen los doctores…
En la puerta abierta sonó la voz de Laski.
—¿Necesita ayuda, Filiberto?
El gringo se volvió rápidamente y la bala de Laski le dio en el corazón, echándolo hacia atrás. El Sapo saltó sobre García, pero éste ya tenía el puñal abierto en la mano y el mismo Sapo se lo clavó en el pecho. García tiró del puñal y lo volvió a clavar. Laski lo tomó del brazo.
—Vámonos, Filiberto.
García recogió su pistola y salieron casi corriendo. A lo lejos se oían las sirenas de la policía.
—Vamos en su carro —dijo Laski.
Se subieron. Dos patrullas de la policía llegaban en ese instante a la casa del señor del Valle. García arrancó el motor.
—Gracias —dijo García.
—¿Está herido? —preguntó Laski.
—No.
—Comprendo que ese asunto era entre mexicanos, Filiberto, pero me vi obligado a intervenir. Es usted mi amigo.
—Creí que no era sentimental.
Laski rió brevemente.
—Lo necesito. Para lo que le dije hoy al mediodía. Y cuando necesito algo, lo cuido, como cuido mi Luger.
—Gracias, de todos modos.
—He logrado averiguar a quién pertenece el teléfono 35-99-08 —dijo Laski.
García lo vio sorprendido.
—Sí, Filiberto. Es el número que marcó el chino aquel, cuando pidió el dinero con el que nos iba a cohechar. El teléfono es de otro chino, un tal Liu, que vive en la calle de Dolores.
—Sí.
—Y la señorita Fong era empleada de ese chino, antes de irse con usted.
—¿Y qué?
—Quiero que me ayude en esta investigación. Me han dicho que es amigo de Liu.
—Yo ya acabé mi investigación.
—No, no la ha acabado.
—Sí.
—La señorita Fong está muerta, Filiberto.
Hubo un silencio. Sí. Martita está muerta, muy sola con su muerte. Allí en mi cama. Y yo solo con mi vida. Y del Valle y el general y todos ésos también andan ya con su muerte. Y yo solo con mi vida. Como que me van dejando atrás. Como que yo siempre estoy en la puerta, abriéndola para que pasen los que ya van con su muerte. Pero yo me quedo fuera, siempre fuera. Y ahora Martita ya entró y yo sigo fuera.
—Mire Filiberto, yo creo que el chino Liu mandó a la señorita Fong a que lo vigilara, a que espiara sus actos, creyendo que estaba usted investigando lo de Cuba…
—¿Quién la mató?
—Un chino entró a su casa a eso de las cinco de la tarde. ¿Vamos a buscar a Liu?
—Sí.
Llegaron a Dolores. Las tiendas y el restaurante ya estaban cerrados y no había gente en la calle. Seguramente siguieron mi consejo y se han escondido todos. Como que todos nos van dejando solos. A Martita sola con su muerte y a mí solo con mi vida.
Se detuvieron frente a la tienda de Liu y bajaron del coche. Tocaron a la puerta. A los pocos momentos se abrió. Era el chino Liu. Con la cara impasible vio a García y luego al ruso. La tienda estaba casi oscura, tan sólo iluminada por un brasero chino, con carbón y papeles que se quemaban. Olía a humo y a incienso.
El chino Liu retrocedió para dejarlos entrar, luego cerró la puerta y se volvió hacia sus visitantes.
—Martita está muerta —dijo García.
—Sí.
—¿La mataste?
—Sí.
García sacó lentamente la pistola. Laski se interpuso.
—¿Qué papeles está quemando?
—Papeles, papeles mu malos, mu malos…
Se acercaron al brasero. Un montón de billetes de cincuenta dólares ardía sobre las brasas. Había aún dos o tres latas de té llenas de billetes y otras muchas vacías.
—Papeles mu malos —dijo Liu.
García levantó la pistola. Laski se interpuso.
—Un momento, Filiberto…
—Déjelo, señol. Es mejol así…
—¿Para qué mandó a esa muchacha a que vigilara a García?
—¿Qué impolta ya eso?
Echó otro puñado de billetes en las brasas, subió la luz y brillaron los vientres de porcelana blanca de los budas alineados en la vitrina.
—¿Es socio de Wang y ese grupo?
—¿Qué impolta ya eso?
—¿Qué querían averiguar de García?
—Mi hijo está muelto… ¿Qué impolta lo demás? Mi hijo mayol… Y ustedes lo matalon… Mi hijo Xaviel…
—¿Su hijo, Liu? No sabía que tuviera uno —dijo García.
Liu echó más billetes en las llamas.
—Vivía en Cuba… Y Maltita se fugó y se lo entlegó a ustedes. Y ahola está muelto… Ela mi hijo único y se acaba la honolable casa de Liu. Ya no hay quien le linda el culto debido a los honolables antepasados… Eso hicielon cuando matalon a mi hijo Xaviel… Y Malta ela como toda mujé, mala, mu mala. Se enamoló de usté, señol Galcía, pelo eso no tiene impoltancia… Uno sabe que la mujé es mala de nacimiento, mu mala, y que tlaiciona… Pelo luego ella les entlegó a mi hijo Xaviel, que vino de Cuba lleno de ilusiones pala hacel cosas mu impoltantes allá, mu impoltantes. Y él me dio a gualdal este dinelo malo…
Echó otros billetes sobre las brasas, se inclinó y sopló para avivar el fuego. Laski lo tomó del saco y lo obligó a incorporarse:
—¿Quién era el principal en este asunto de Cuba?
—¿Qué impoltancia tiene eso? Ustedes matalon a mi hijo Xaviel… ¿Qué impoltancia tiene lo otlo?
—¿Quién era el jefe? —insistió Laski.
—¿Qué impoltancia…?
Laski, con el cañón de la pistola, le cruzó la cara. Brotó la sangre, pero Liu pareció no darse cuenta. Ni siquiera se llevó las manos a la herida. García se adelantó y obligó a Laski a soltar a Liu.
—¿Por qué mataste a Martita?
—Ela mala, mu mala. Vendió a mi hijo Xaviel…
—No me dijo nada de tu hijo.
Liu quedó en silencio, como meditando en esas palabras. La sangre le escurría hasta el pecho. Se inclinó y echó más billetes en las brasas.
—Ella me dijo que se iba a quedal con usté, polque usté ela bueno… Y yo no la cleí. Las mujeles siemple con mentilas… Ella le dijo de mi Xaviel y está muelto…
García disparó entonces. El chino golpeó contra la vitrina, rompió el cristal y los budas de porcelana se derramaron en el suelo. García enfundó la pistola y salió de la tienda. Algunas luces se habían encendido y unos chinos se asomaban discretamente. A lo lejos silbó un policía. García dejó el coche donde estaba y caminó rumbo a la Avenida Juárez. Las manos le colgaban a los lados, pesadas, como dos cosas ya inútiles. Tengo que lavarme las manos. ¿Para qué seguir llevando en ellas la sangre de esa gente? No conviene entrar donde está ella con las manos cubiertas de sangre. Se puede espantar. ¡Pinches manos!
Laski lo alcanzó en la esquina de la Avenida Juárez.
—No debió hacer eso, Filiberto.
García siguió andando. Torció hacia la derecha, rumbo al Cinco de Mayo y la cantina de la Ópera. Laski caminaba junto a él.
—No debió hacer eso. Era importe averiguar todo lo que se pudiera acerca de este complot chino.
García seguía caminando. Las manos me están pesando, demasiado, como si llevara piedras en ellas. Liu la mató. Yo maté a Liu. Me están pesando las manos. Me duelen, como muchas muertes juntas. Tengo ganas de sentarme aquí en la banqueta… en una piedra del campo, como antes en la orilla del camino. Pero ya no hay caminos que andar con las manos que me pesan, que me duelen con tantas muertes que llevo dentro. ¡Pinches manos!
—No es de profesionales lo que hizo hoy, Filiberto. A un sospechoso se le saca todo antes de matarlo. Eso es elemental.
García cruzó San Juan de Letrán. En Yurécuaro me sentaba en una piedra junto a la vía del tren. No me pesaban las manos. Podía aventar piedras y estrellarlas contra los rieles. Podía subirme a los naranjos y bajar la fruta robada. No me pesaban las pinches manos.
—O tal vez su gobierno le dio órdenes para que no se pudiera llegar al fondo del asunto. O tal vez los norteamericanos… Seria triste que usted, un mexicano, estuviera trabajando a las órdenes de los gringos. Ellos son sus verdaderos enemigos.
García entró por el callejón de la Condesa. Y yo aquí con las manos pesadas, caminando por las calles. Y ella en mi cama, tan sola con su muerte. Y yo aquí solo, caminando por la calle, con las manos que me pesan como muchas muertes. A ella ya no le pesa nada, ni el tiempo, ni nada. O tal vez le pesa su muerte, como si tuviera un hombre encima. Yo no sé lo que es eso, la muerte. Y ella lo sabe ya. Por eso está sola. Por eso no está conmigo. Porque ella ya lo sabe y yo no. Yo sólo sé cómo se va empezando en ese camino, cómo se vive con una soledad a cuestas. ¡Pinche soledad!
Laski lo tomó del brazo:
—Tiene que oírme, García.
García se detuvo y se volvió. El sombrero le llenaba de sombras la cara.
—Mire, si su gobierno le ordenó que obrara en esa forma, no tengo nada que decir, lo comprendo. Pero de otra manera, si es por una razón personal, sentimental… Por la señorita Fong… ¡Eso no es de profesionales! Ninguno de nosotros mata por un motivo así. Sería absurdo. Sería un crimen.
García dijo:
—¡Chingue a su madre!
Luego siguió caminando. Laski se quedó inmóvil, viéndolo ir. En la cantina de la Ópera el Licenciado le dijo:
—El Coronel lo andaba buscando, Capi.
El Licenciado estaba muy borracho. Tenía la voz pegajosa y los ojos vagos.
—Déme una botella de coñac —pidió García.
Quedaban muy pocos clientes. La cantina se preparaba a cerrar.
—Tiene manchas de sangre en la ropa, mi Capi —dijo el licenciado.
García destapó la botella de coñac y se sirvió en un vaso.
—Antiguamente los abogados tenían siempre manchas de tinta en las manos y en la ropa. Gajes del oficio. Pero nosotros ya no usamos tinta. Usamos máquinas de escribir. Ustedes deberían buscar sistemas semejantes. Toda nuestra civilización tiende a que los hombres puedan conservar las manos limpias… Siquiera las manos.
García echó un trago de coñac y tapó la botella. ¡Pinche Licenciado! Nunca me ha tenido miedo o, tal vez, se anda buscando su muerte. Tal vez es el único que tiene pantalones de verdad, por lo menos cuando está borracho. Pero Martita está sola, en mi cama. Sola con su muerte.
—Venga conmigo, Licenciado. Vamos a un velorio.
—¿Usted proporcionó el difunto?
—Venga.
Tomó la botella de coñac, la pagó y salieron.
Cuando entraron a la casa, García no encendió la luz. Llegaba bastante por la ventana. Fue a la cocina y se lavó las manos. No conviene entrar donde está ella con esta sangre en las manos. Con esta pinche sangre.
El Licenciado dormitaba en la sala.
—¿Dónde está el difunto, Capi?
—Venga.
Pasaron a la recámara. La luz de la ventana daba sobre la cama y la forma hierática del cadáver. García acercó dos sillas al pie de la cama. Hizo que el Licenciado se sentara en una de ellas. Luego fue a la cocina y trajo dos vasos, los llenó de coñac y le dio uno al licenciado. Con el otro en la mano, se sentó.
—Gracias —dijo el Licenciado.
—Rece, Licenciado.
—¿Que rece? Pero si ya no me acuerdo…
—Se lo pido como amigo. Récele algo, aunque no haya velas.
El Licenciado empezó a recitar, como en sus tiempos de monaguillo. Las palabras le salían mezcladas, embarradas de borrachera.
—Requiem eternam dona eis Domine.
García tomó un trago. La pistola le dolía sobre el corazón. ¡Pinche velorio! ¡Pinche soledad!
— FIN —