V

Cuando entró a la sala, el alba llenaba todo de sombras grises, como grandes manchas de humedad en una casa abandonada. No había nadie. Abrió sin hacer ruido la puerta de la recámara. La luz sin color entraba por la venta junto con los primeros ruidos de la calle. Marta estaba dormida, acurrucada, como si tuviera miedo, los brazos desnudos fuera de las sábanas y las manos unidas cerca de la cara. Lo que no habrán visto esos pinches rusos. Ellos lo ven todo porque investigan y yo nomás estoy para matar. Matar sin ver al que se mata, sin saber por qué hay que quebrarlo. Tal vez nada más porque sí.

Se detuvo para verla. La respiración era pausada, lenta. Sin hacer ruido se quitó el saco y la funda de la pistola. No quería tenerla encima del corazón. Orita debería meterme en la cama, junto a ella. Orita que está durmiendo. Creo que nunca he visto a una mujer durmiendo, por lo menos a una mujer tan bonita. Por lo general, cuando ya se van a dormir, yo me voy. Ya no las necesito. Y creo que me estoy haciendo maricón. Ya debería estar en la cama con ella. ¿Para qué estar mirando lo que se puede agarrar con las dos manos? ¡Pinches rusos allá enfrente! Sólo mirando, como el chino del cuento. Y yo como ellos. Sin meterme en la cama. ¡Pinche maricón!

Distraídamente había tomado la gamuza y limpiaba la pistola. Sus dedos se movían sobre ella, como acariciándola, pero no quitaba los ojos de la figura de Marta, dormida en su cama. De pronto se movió y se incorporó de un salto. Sólo tenía puesto el fondo.

—¡Filiberto!

—No se espante, Martita.

Marta se restregó los ojos y sonrió:

—Te estuve esperando hasta muy noche.

No hizo nada por cubrirse con la sábana. Se sentó en la cama y puso las dos manos sobre las piernas extendidas.

—Luego me dio sueño y me recosté un rato y, como no tengo pijamas… ¿Te vas a acostar?

—No, Martita. Sólo vine a darme un regaderazo y tengo que salir de nuevo.

—Pero si no has dormido nada. En dos noches no has dormido. ¿Quieres café?

Se levantó de un salto. Estaba descalza. Se acercó a García y le puso las dos manos en los hombros. A través del fondo se transparentaban sus pechos, pequeños y duros, y el cabello en desorden le caía hasta los hombros. Olía a cuerpo y a cama. García se inclinó y la besó en la boca, sin abrazarla. Tenía en una mano la pistola y en la otra la gamuza. Ella se apretó contra él.

—Te quiero, Filiberto, te quiero tanto. Aquí sola no tengo otra cosa que hacer más que pensar en ti y en lo que te quiero. Por eso ya te hablo de tú, porque he adelantado mucho en nuestras relaciones.

Se alejó un poco de él y empezó a desabrocharle la camisa.

—Te tienes que poner una limpia.

—Sí, Martita.

—¿Por qué no descansas un poco? Yo te despierto a la hora que me digas.

—No hay tiempo, Martita.

La apartó y entró al baño. ¡Pinche maricón! Nomás parado allí y ella casi en pelota. ¡Pinche maricón! Esto les pasa a los viejos. Y le tengo más ganas… ¡Pinche maricón!

Cuando salió del baño, su ropa limpia estaba sobre la cama. Se empezó a vestir. Marta apareció en la puerta de la sala, con una taza de café en la mano. García se sentó en la cama. Le temblaban las piernas.

—Deje el café en el buró, Martita.

Marta puso la taza en el buró y se sentó en la cama, cerca de él.

—Estás cansado. No deberías trabajar tanto en la noche.

—Esto sólo pasa de vez en cuando, Martita. Estamos investigando un caso especial.

—¿No quieres el café?

García la abrazó y la besó con fuerza. Le temblaban las manos y sentía un hueco en el vientre. Se dejaron caer hacia atrás en la cama. Marta olía a noche tibia, cama y a mujer. García se incorporó lentamente, sin dejar de verla.

—No, Martita, así no conviene. Vamos a tener mucho tiempo, cuando se acabe este asunto.

—Cuando tú digas, Filiberto. Siempre estaré esperándote. Cuando tú digas.

Le sonrió. Si me vuelve a sonreír, el señor don Rosendo del Valle y el Coronel se van al carajo. ¡Pinche maricón soy! ¿Desde cuándo tan modoso para saltarle a una changuita?

—Eres un hombre verdadero, Filiberto. Por eso te quiero tanto. No quieres que sea esto una cosa sin importancia… Y será cuando quieras y como quieras, porque un hombre…

—Sí, Martita. Después…

—Lo sabía desde que te vi la primera vez en la tienda. Un hombre como tú, un hombre de verdad, hace lo que has hecho. Cuando me dijiste que viniéramos a tu casa… Yo sabía lo que iba a suceder… Y no sucedió nada. No te gustan las cosas mal hechas y por eso te quiero tanto. Ayer, todo el día pensaba en ti… ¿Quieres que te ponga los zapatos?

—No, Martita. Yo puedo.

—Pensaba en ti, en cómo te has portado. No querías tan sólo acostarte conmigo… como tantos otros hombres hubieran querido. Me ayudabas y no me pedías nada… y aun ahora no me pides nada. Pero aquí estaré esperándote…

—Sí, Martita.

Se puso de pie y fue al espejo a hacerse el nudo de la corbata de seda. Luego se colgó al hombro la funda de la pistola y se puso el saco de gabardina beige. Sacó un pañuelo de seda verde oscuro y se lo colocó en la bolsa del pecho. Se volvió hacia Marta:

—Quiero que vayas al Palacio de Hierro y te compres unos vestidos y todo lo que te haga falta, Martita. Ya no vas a volver a la calle de Dolores…

—No, ya nunca.

—Toma seis mil pesos…

—Es mucho dinero.

—No. Quiero que te compres todo lo que te guste. Todo lo que veas y te guste, te lo compras. Para eso es el dinero.

—Pero… ¿Cómo te voy a pagar esto?

Se levantó de la cama y se le acercó. Sus pequeños senos estaban erectos debajo del fondo.

—¿Cómo te voy a pagar todo lo que has hecho por mí?

Le tomó una mano y se la besó. García le levantó la cara y la besó en la boca.

—Allí está el dinero. Puede que venga en la tarde.

—Aquí estaré.

—Y cuando acabe con este asunto, nos iremos a Cuautla, al Agua Hedionda o hasta a Acapulco. Nos vamos en el coche.

Marta le sonrió. Había una gran dulzura en su cara.

—Cuando quieras, Filiberto.

—Adiós.

—No vuelvas muy tarde, Filiberto. Tienes que descansar…

—Adiós.

Salió del departamento y a la calle. El sol empezaba a pintar de amarillo la suciedad de la ciudad. ¡Pinche maricón! Como que estoy fuera de mi grupo. Primero con el gringo y el ruso y la intriga internacional. Y ahora con Martita. Como que no es como las otras mujeres. Será porque es china. ¿O me estará viendo la cara de maje y la mandaron a hacer el trabajito? Y yo sin aprovecharme de la necesidad de que haga el trabajito. ¡Pinche pendejo! Y está más buena de lo que parecía. Y capaz y cuando vuelva ya acabó el trabajo y se fue con mi lana y toda la cosa. Merecido me lo tengo por pendejo, por pinche pendejo que soy.

El Licenciado vivía en Arcos de Belén. Costó cierto trabajo despertarlo y García tuvo que golpear mucho en la puerta. Por fin abrió. El olor de su cuarto era nauseabundo.

—¿Qué le pica tan temprano, Capi? No ve que amanecí medio crudelio.

—Tengo un trabajo para usted, Licenciado.

—¿Como el de ayer?

—Quiero que me averigüe todo lo que pueda sobre un tal Luciano Manrique, asaltante y con varios ingresos.

—¿Luciano Manrique? Yo lo defendí una vez, Capi. Pero según leí en el periódico, de donde está ahora ni yo puedo sacarlo. Alguien lo quebró, junto con Villegas.

—Sí. Mire, Licenciado, usted conoce de estos negocios tanto como yo…

—Yo no mato, yo defiendo a los presos. Es una de las obras de misericordia.

—Los tipos como ése, pistoleros de segunda, siempre tienen a un hombre arriba que los protege, que les paga el abogado…

—El sacerdote debe vivir del altar…

—Quiero saber quién es el que protege a este Manrique y con quién ha andado últimamente. Averígüeme eso y le doy otros doscientos pesos.

—¿Otros? Todavía no me da los primeros.

—Lléveme la información a las once, en la Ópera. Aquí tiene veinte a cuenta, para sus gastos y para que se cure la cruda.

—Gracias, Capi. Hasta la vista.

El Coronel estaba, como siempre, de mal humor. Yo tanteo que este Coronel nunca duerme. Y no ha de ser por los fieles difuntos, porque tiene las manos muy limpias. Como todos estos que salieron después que nosotros. Todos con las manos limpias, porque nosotros les hacemos el trabajo. ¡Pinches manos!

—¿Por qué estrangularon a esa gringa?

—La encontramos muerta, mi Coronel. Los chinos la mataron porque los estaba chantajeando.

—Cuando interviene usted en un asunto, todo se llena de muertos. No me deja a nadie a quién interrogar.

—No maté a ninguno de los de anoche.

—Tal vez. Y ahora, mientras llega el señor del Valle… Esos chinos lo estaban engañando. En las bodegas no hay drogas, ni dinero…

—¿Nada de dinero en dólares?

—Nada. Y por lo que hemos podido averiguar con los soplones, esa gente no estaba en contacto con los traficantes de drogas conocidos. El mismo Villegas, hasta donde sabemos de él, nunca se había metido en ese tipo de negocios.

—Me lo imaginaba.

—¿Por qué?

—Apenas los agarramos, el chino viejo que parecía ser el jefe, empezó a cantar lo de las drogas y de que iban a desplazar a la mafia en los Estados Unidos. Hablaba demasiado.

—Entonces, ¿qué se traen? ¿Lo que pensábamos?

—El ruso no quiere decir nada, pero estoy casi seguro.

—¿De qué? Cuesta más trabajo sacarle un informe, García, que a cualquier criminal.

—Creo que el rumor que oyeron los rusos en la Mongolia Exterior no se refería a un atentado en contra del Presidente de los Estados Unidos. Por un lado, había demasiado dinero para una cosa así, por el otro no estaba lo bastante bien organizado.

—¿Entonces?

—Los rusos oyeron de algo que iba a suceder en México y que querían investigar con libertad.

—¿Como qué?

García meditó un momento. Si le digo lo que pienso, va a decir que ando fumando mariguana, pero hay que decirlo, que el que calla otorga y ese ruso me estaba viendo la cara de pendejo con sus teorías.

—No sabía que fuera usted un experto en política internacional, García. Creí que sus talentos estaban dedicados a asuntos completamente locales.

—Hay muchos cubanos que no quieren a los rusos y muchos chinos en Cuba, mi Coronel. Con una poca de ayuda, podrían dar un golpe, echar fuera a los rusos quedarse con Cuba para los chinos.

—¿Y?

—Eso no les gustaría a los rusos.

—Me imagino. ¿Y?

—Ése fue el rumor que oyeron los rusos. Se preparaba una contrarrevolución, organizada por los chinos en contra de los rusos, en Cuba. Y esa contrarrevolución se estaba preparando en México, con el dinero de Hong Kong.

—¿Y el informe que nos dieron los rusos?

—Querían nuestra ayuda y, sobre todo, la del FBI. Con un cuento como ése, todos teníamos que cooperar para descubrir la verdad.

El Coronel quedó pensativo.

—Entonces, ¿según usted, García, no hay ningún complot de los chinos para asesinar al Presidente de los Estados Unidos?

—No estoy muy seguro, mi Coronel.

El Coronel hizo un gesto de impaciencia. En ese momento se abrió la puerta y entró el señor del Valle, su beatífica sonrisa en los labios y los dientes. Los dos hombres se pusieron de pie:

—Sentados, señores, sentados.

Se quedó de pie y tomó un tono oratorio.

—No sé si se han dado cuenta de que mañana llega el señor Presidente de los Estados Unidos y aún no sabemos a qué atenernos. Voy a tener que informar de ello al señor Presidente…

El Coronel contestó. Contó todo lo que había sucedido hasta la fecha y explicó la teoría de García de que se trataba de un complot chino en contra de los rusos en Cuba. Del Valle quedó meditativo. Luego preguntó:

—Entonces, ¿está usted seguro, señor García, de que esos chinos lo único que pretenden es un golpe pekinés en Cuba?

—Eso creo.

—¿Pero está completamente seguro?

—Hay demasiada gente en el asunto, señor del Valle. Para un atentado en contra del Presidente de los Estados Unidos, no se necesita tanta. Basta con uno o dos fanáticos bien dirigidos. Y tampoco se necesita tanto dinero.

—No estoy muy seguro —dijo del Valle—. Ni creo que sus argumentos sean una prueba. Poniéndolo en otra forma: ¿Está seguro de que no peligran las vidas de los presidentes?

—No.

—Allí lo tiene, Coronel. No podemos estar seguros.

—Otra cosa que me hizo sospechar —intervino García—, fue la insistencia de los rusos en tomar parte en las investigaciones. Bastaba con que nos dieran el aviso.

—Creo, Coronel —dijo del Valle sin hacer caso de las palabras de García—, que se ha comprobado que hay un movimiento entre los chinos para algo importante y, dado el informe de la Embajada Rusa, creo que el objeto del movimiento es asesinar al Presidente de los Estados Unidos durante su visita a México…

—Pero —dijo el Coronel—, las razones de García…

—El señor García no es un experto en intriga internacional. En verdad, ni siquiera es un experto en investigaciones policíacas. Mucho menos puede dar juicios correctos acerca de los sistemas chinos y de su bien conocida duplicidad. Creo que… y puedo afirmar que estoy seguro de ello… Sí, completamente seguro. Esta investigación no se ha llevado a cabo correctamente. Al principio se avanzó en ella y se descubrió el hecho de que había un complot de los chinos, pero después, desde ayer, la investigación ha tomado cauces que no me satisfacen…

—Se ha seguido el camino que la misma investigación ha trazado, señor del Valle —dijo el Coronel.

—Y ese camino nos ha llevado a perder el tiempo y al error. Lo único cierto es que los chinos han recibido dinero. Desgraciadamente, dados los sistemas que se están empleando en la investigación, no tenemos testigos. Noto una cierta… velocidad, pudiéramos decir, en liquidar a los posibles testigos.

La cara de García estaba impasible. Tenía el sombrero tejano sobre las piernas y lo sostenía con las dos manos. Este señor del Valle está empeñado en creer en el peligro de los chinos y en todo lo de la Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior! ¡Y pinche señor del Valle! Con que estamos liquidando a todos los testigos. Si no le gusta cómo hago los adobes, ¿por qué no entra a batir un poco?

—Además —siguió diciendo del Valle—, los norteamericanos se han quejado discretamente de la actitud del señor García. Según ellos no coopera lo suficiente. Probablemente, Coronel, el señor García, por su misma manera de ser, por sus antecedentes, no está acostumbrado a trabajar en equipo y este tipo de investigaciones tiene que hacerse en equipo.

El Coronel no contestó. Jugaba con su encendedor de oro. García seguía impávido. Trabajar en equipo. Para matar a un changuito se necesita un hombre, no un equipo. Un hombre con pantalones, que no le tenga miedo a la sangre. ¡Pinche equipo! Como si fuera un partido de futbol. Me pasa la pistola por la izquierda, tiro a la derecha y gol y uno que se fregó para siempre.

Del Valle se puso nuevamente de pie.

—Coronel, nos queda un día para terminar esta investigación. Quiero acción, acción en serio, no matanzas de segundones, como el lamentable caso de anoche. Quiero tener a los chinos que están encabezando el complot, quiero saber dónde está ese dinero y en qué se va a utilizar. Y lo quiero saber esta misma noche, para poder decirle al señor Presidente que ya no hay peligro.

—Estamos haciendo todo lo posible. Tengo hombres investigando a los chinos conectados con el grupo del de Cantón y las bodegas. Hemos extremado las medidas vigilancia entre los asilados políticos y en las fronteras.

—No es bastante, Coronel.

—En la plaza donde se va a inaugurar la estatua hemos ocupado todos los edificios que tienen balcones y solo podrán entrar allí personas con pases especiales de policía. Usted mismo, señor del Valle, ha firmado esos pases.

—No es bastante.

—Hemos sugerido a los americanos que se utilice el automóvil a prueba de balas, para reducir los momentos de peligro.

—Le digo a usted que no es bastante, Coronel. ¡Por Dios, Coronel! ¿Qué más quiere usted para proceder a una investigación completa? Ya sabe que los chinos han recibido ese dinero, ya sabe que traman algo y ese algo, salvo la extraña opinión infundada del señor García, es seguramente el asesinato del Presidente de los Estados Unidos. Ponga hombres competentes, verdaderamente competentes a que sigan adelante con esa investigación, lo mismo que está haciendo el FBI. ¿No cree usted que es una vergüenza que una policía extranjera diera con la verdad antes que nosotros?

—Si, claro…

—Pues proceda. Nos quedan doce horas. No pierda tiempo con estas tonterías. Y el señor García, seguramente, se puede ocupar en otras cosas, mientras tanto. Buenos días.

El señor del Valle abrió la puerta y salió dignamente. En la puerta se volvió:

—Entienda usted, señor García, que no hay nada personal en esto. No he querido ofenderlo.

—García lo comprende, señor del Valle.

—Claro está que el ruso es un experto…

—Usa Luger —interrumpió García—. Yo uso cuarenta y cinco.

—¿Eso qué tiene que ver?

—Y el gringo usa revólver treinta y ocho especial de la policía. Tal vez porque son expertos. Saben judo, karate y estrangular con cordones de seda.

—No entiendo qué quiere decir, señor García.

La voz del señor del Valle era dura, cortante. La voz del funcionario acostumbrado a dar órdenes.

—A nosotros en México no nos enseñan todos esos primores. A nosotros sólo nos enseñan a matar. Y tal vez ni eso. Nos contratan porque ya sabemos matar. No somos expertos, sino aficionados.

Hubo un silencio. El señor del Valle volvió a entrar al cuarto. ¡Pinche señor del Valle! ¿Qué sabe él de estas cosas? Las manos me huelen a Martita. Y no quise ni cachondearla. ¡Pinche maricón! Aquí el único joto es Filiberto García, para servirlos.

—Mire, señor García —dijo del Valle—, no he querido ofenderlo. He admirado el trabajo que ha hecho, pero en estos casos no puede haber consideraciones sentimentales. Está en juego, no tan sólo la vida del señor Presidente de los Estados Unidos, sino de nuestro Presidente y la paz del mundo. Ya usted, en sus averiguaciones, ha llegado a la conclusión de que el complot de que hablaron los rusos tiene una base de verdad. Eso es un gran paso y nos obliga a llegar a una conclusión muy grave.

—Yo creo que no hay tal complot de los chinos para asesinar al Presidente de los Estados Unidos.

—Pero usted mismo nos ha dicho…

—Que hay un complot para llevar a Cuba dentro de la órbita de Pekín.

—Las pruebas que aduce usted para ello no son sólidas, señor García. Aténgase a mi larga experiencia jurídica y administrativa en este caso. Aténgase a las investigaciones hechas por gente que sabe hacerlas, por el FBI y por la Policía Secreta Rusa. Todo nos indica que se está tramando un atentado…

—Sí —interrumpió García—. Creo que se está tramando un atentado, pero sin chinos…

—¡Eso es absurdo! ¿No cree usted, señor Coronel?

—Sí, señor del Valle.

—Así que, dada la carencia de tiempo, no quiero que se pierda en investigar esas tonterías. Nos queda sólo un día, tan sólo un día, Coronel. Ponga a sus mejores hombres a investigar. Si es necesario, catee todos los establecimientos de los chinos en México. Eso es una orden, Coronel.

—Sí, señor del Valle.

—Y yo creo que el señor García, ya que ha cumplido la misión limitada que se le confió, puede volver a sus habituales ocupaciones, cualesquiera que éstas sean.

—Si, señor del Valle.

—Y téngame informado de todo. Buenos días.

El señor del Valle volvió a abrir la puerta y salió. García se había quedado sentado, la vista fija en la pared. Ora sí que me cortaron de a feo. Y todo me lo saco por pendejo y por hocicón. ¿Quién me mete a convencer al pinche del Valle de lo que no se quiere convencer? Mejor como el Coronel. “Sí, señor del Valle”. ¿Quiere que le lama el fundillo, señor del Valle? Y yo regreso a mis ocupaciones habituales. A mis ocupaciones de pistolero. Para este negocio no se necesitan pistoleros. Cuando necesitemos otro pinche muerto, lo mandamos llamar. Pero ahora no moleste, porque estamos trabajando de a mucho equipo. Ya las manos no me huelen a Martita. Ahora para matar se necesita ir en equipo. Creo que hasta para tumbarse a una vieja se necesita ir en equipo. ¡Pinche equipo!

—García.

—Diga, mi Coronel.

—Ya oyó lo que dijo el señor del Valle.

—Sí.

—Ya ni la amuela usted. Como que se lo quiso empezar a vacilar.

—Voy a tomar ocho días de vacaciones, mi Coronel.

—Va a tomar una pura madre.

—Ya no tengo que hacer en este asunto.

—¿Cómo está eso que dijo de otro complot?

—El señor del Valle no cree en eso.

—¿Cómo está el asunto?

—No sé. Pero no hemos investigado qué es lo que andaba haciendo Luciano Manrique en mi casa. No tenía nada que ver con Villegas, que era pistolero de los chinos.

—Tal vez traía algo personal en contra de usted.

—Eso también puede ser cierto.

El Coronel se fue a asomar a la ventana desde la cual no se veía nada. Debe haber una bola de cuates que me quieren mal. Pero ésos me quieren sonar un balazo. El difunto Luciano se traía otra cosa, algo así como un aviso. Como que ya todos se dieron cuenta que me hice maricón y me pueden espantar con una macana. Se van a dejar venir todos los dolientes. ¡Pinches dolientes! Pero parece que van a esperar a que me muera de viejo para ponerse contentos. O como decía doña Gertruditas en Yurécuaro: “No lo castiguen. Ya bastante ha sufrido con su misma falta”. ¡Pinche Gertruditas! Como que iba teniendo razón. Los dolientes muy dolidos, pero yo a veces creo que resulto ser el más jodido. Porque ahora, con la Revolución hecha gobierno, hasta los de huarache me taconean. ¡Pinche del Valle! Ya Martita habrá salido a sus compras.

El Coronel se alejó de la ventana y volvió a su escritorio. García seguía inmóvil en la silla, el sombrero sobre las piernas. El Coronel encendió un cigarro. Como de costumbre, no ofreció.

—¿Y qué cree que pudiera andar buscando Luciano Manrique?

—No sé. Me parece que era un aviso. Como para que me diera yo por enterado de algo. Pero no tuvo tiempo de dar todo el recado.

—Con usted, nunca tienen tiempo de nada.

—Así es.

—¿Y qué recado era?

—Puede haber sido un aviso, para que me diera cuenta de que estaba investigando algo peligroso. Así como para indicarme que no me metiera entre las patas de los caballos. Y el aviso me lo mandaron la misma noche que me encomendaron este trabajo.

—Ya veo. ¿Qué más?

—Pero ese recado no tenía que ver con los chinos el Café Cantón, ni con el medio millón de dólares. Era otra cosa.

—¿Qué cosa?

—Como para que todos estuviéramos seguros de que los chinos sí andaban con ese mal intento. Y, tal vez, otros son los que andan con el intento.

—Ya veo.

El Coronel fumó en silencio. Dicho así suena medio pendejo todo el asunto, pero creo que es la punta que le vamos viendo. Me hubiera gustado ir con Martita al Palacio de Hierro. Compra esto, Martita. Compra esto también. No mires el precio, si te gusta no mires el precio. Eso hacemos todos en la vida. No vemos el precio de las cosas.

—Puede ser —dijo el Coronel como hablando para sí mismo—, que alguien, tal vez los mismos rusos o algunos gringos se enteraron del rumor y pensaron que era una buena oportunidad para liquidar al Presidente y echarle la culpa a los chinos.

—Algo así, mi Coronel.

—Siga investigando.

—Sí, mi Coronel.

—Y trate de dejar a alguien al que pueda yo interrogar.

—Se hará lo posible.

—Y otra cosa, García.

García, que se había puesto de pie, se detuvo.

—De esto me informa tan sólo a mí. ¿Entiende?

—Sí, mi Coronel.

Salió y cerró la puerta. El Coronel seguía dándole vuelta a su encendedor de oro.

En la calle de Dolores empezaba el trajín del día, se abrían tiendas, se desaparecía la basura de la noche.

El Chino Santiago estaba tomando una taza de té.

—¿Quiele una tacita, señol Galcía?

—Gracias.

—¿Pol qué anda tan templano pol estas calles, señol Galcía? ¿Buscando a los deshonolables malhecholes?

—Paseando, Chino Santiago.

—Dicen en China que el homble malo nunca puede dolmil, polque el homble bueno no lo deja.

—Algo hay de eso.

—Tome su té, señol Galcía.

—¿Qué novedades tienen por aquí?

—Algunas, algunas.

Santiago se le acercó para hablarle en voz baja. Olía a ajo y a opio.

—El honolable señol Liu está mu fulioso y mu tliste…

—¿Qué le pasa?

—Maltita… ¿Se acuelda de ella, señol Galcía?

—Sí.

—Ela la mujé del señó Liu.

—¿Su mujer?

—Su segunda mujé, como decimos en China. Y se le ha fugado. Desde la otla noche, cuando estuvo usté aquí, señol Galcía…

—Vaya, vaya.

—¿Usté no podlía encontlala, señol Galcía? El señol Lui está mu entlistecido. Hoy no ha quelido ablil su tienda y no habla con nadie.

—Eso se saca por tener dos mujeres y a su edad.

—Oh, ésa es costumble china, mu vieja costumbre china y mu honolable. Cuando mujé ya está vieja, homble toma mujel segunda, pala dejal descansal a mujel plimela. Mu honolable costumble china.

Santiago sonrió de pronto, mostrando sus dientes amarillos y escasos.

—A usté le gustaba Maltita, señol Galcía… Maltita mu bonita, mu bonita.

—¿Tenía algún pretendiente?

—No, señol Galcía. El honolable señol Liu no la dejaba salil a ninguna palte.

—Pero salió.

—Así es, señol Galcía. Salió y no ha vuelto.

—¿Y la han buscado?

—El señol Liu no quiele hablal con nadie. No ha quelido ni ablil la tienda. Está mu tliste, el señol Liu, mu tliste.

—¿No le está exagerando?

—Tal vez la quelía, señol Galcía. Un homble no debe ponel amol en una mujel. Eso queda pala ponel en los hijos, pelo no una mujel que no tiene lealtad.

—¿Y por eso está tan triste?

—Flancamente, no lo entendemos, señol Galcía. Juan Po y este miselable hablaban de eso ayel noche. No lo entendemos. Pelo así es. Tal vez el honolable señol Liu con tantos años de vivil en esta tiela toma los sentimientos de ustedes…

—Tal vez.

—Tome su té, señol Galcía, té de China, mu bueno…

Probó el té. Pinches chales. Conque no se debe dar amor a una mujer, sólo a los hijos, y los que no tenemos hijos, nos fregamos.

—El poble señol Liu hacía todo pol tenel contentas a sus mujeles, pelo Maltita es joven y él ya tiene más de cincuenta años. Eso no está bien, señol Galcía. La gente joven con la gente joven…

—Sí.

—Pelo haga el favol de buscálsela, señol Galcía. Nos duele vel el sentimiento que hace el honolable Liu y como pielde cala ante todos los hombles honolables pol hacel esos sentimientos. ¿La va a buscal?

—Ya veremos. Y mira, Chino Santiago, diles a todos que se anden con cuidado unos días, que cierren la jugada y el fumadero…

—¿Hay peliglo?

—Sí. Yo les diré cuándo pueden volver a abrir.

—¿Hay mucho peliglo?

—Ya se pasará, como siempre. Pero anden con cuidado. Hasta la vista.

—Adiós, señol Galcía, y mu honlado pol su visita, mu honlado, mu honlado.

Se fue andando hasta la cantina. Conque primero haciéndole al ofendido y ahora, como el gringo o como el ruso, investigando a Martita. De a mucho amor muy puro pero de a mucha desconfianza. Y parece que me dijo la verdad. ¡Pinche Liu! Y como que le ha dolido el que se la quité. Que se joda. Y que una muchacha como Martita no puede estar con un viejo de más de cincuenta años. Tal vez por eso me estoy haciendo maricón. Tal vez estos pinches chinos me dieron brujería o mal de ojo. Y ya no me queda más que hacerle al tra-la-lais. ¿Y qué se irá a comprar Martita? Capaz y le da miedo gastar todos los centavos. Y no sabe que ya ando tras de la pista donde hay más. El 35-99-08. Allí mero está la fierrada y eso yo no más lo sé. Aguzadito.

Se detuvo en una tabaquería y marcó el número:

—¿Es el 35-99-08?

—Sí. ¿A quién desea?

—¿El señor Wang?

—Aquí no hay ningún señor Wang.

—¿No es ésa su casa?

—No.

—¿No es el 35-99-08?

—Sí.

Colgaron. Muy discretitos, como que no quieren decir de quién es. Y contesta un changuito. Ésa no es casa particular o no tienen gata.

Marcó otro número:

—¿Gomitos? Habla García.

—Diga, Capi.

—Quiero que me investigues la dirección de una casa.

—¿Órdenes?

—Del Coronel. Es la casa donde está el teléfono 35-99-08.

—Le llamo dentro de diez minutos.

—Yo le llamo, Gomitos, y gracias.

Colgó. Allí están los dólares, todos en billetes verdes de a cincuenta. Y como no trabajo en equipo, todititos para mí. ¡Pinche equipo! Y ora vamos a ver quién le hace más fuerte a la investigación. ¡Pinche investigación!

El Licenciado ya estaba en la cantina tomando su primer tequila, el tequila salvador, el que hay que tomar ceremoniosamente, como si se tratara de un sacramento. García lo llevó a un apartado.

—¿Averiguó algo?

—La vida ejemplar de Luciano Manrique es como un libro abierto para mí.

—¿Qué hay?

—Un libro medio pornográfico, como esas novelas que se escriben hoy, que dicen que son el arte nuevo y muy cultas. ¿Puedo pedir otro tequila, Capi?

—Sí.

El Licenciado pidió un tequila doble.

—¿Quién protegía a Manrique?

—La vida completa de Luciano Manrique, así como sus actividades, se pueden reducir a una frase jurídica: Delito que perseguir. Por primera vez aparece en los anales jurídicos de México como padrote en Tampico. Cayó por robo con asalto. Le cargaron delito de lenocinio, portación de armas prohibidas, una cachiporra y otras cosillas. Tres años. Salió libre a los dos años. Había aprendido algo importante. Para dedicarse al oficio de tercería, para asaltar a mano armada y demás actividades, es necesario andar con alguna policía. Se hace policía en su estado natal. Como usted ve, Capi, y sin ofensa sea dicho, ha ido avanzando por el camino del crimen, se ha ido hundiendo en el fango.

—¿Quién lo sacó de la cárcel?

—Cuatificó con un policía que, a su vez, cuatificaba con el Jefe de Operaciones Militares, un general Miraflores. Salud, Capi.

—¿Por qué lo sacó?

—Tal vez por un noble sentido de humanidad, de caridad cristiana. Aunque si así fue, fue caso único en la brillante carrera del general Miraflores. Hay gente mal pensada y probablemente verídica que dice que lo sacó de la cárcel para que lo ayudara a cobrar las cuotas a las prostitutas de su zona.

—¿Y luego?

—Cuando el general se vino a México y el licenciado don Rosendo del Valle dejó el gobierno de ese Estado, Luciano se vino, al parecer sin empleo definido. Para lo que se ofrezca, como quien dice. Se trajo a una mujer, su conviviente o concubina, con la cual vivía en las calles de Camelia, casa número 87.

—¿Ha estado preso aquí en México?

—Una vez por robo. Salió con fianza y debido a la muy brillante defensa que le hice.

—¿Y quién le pagó sus honorarios?

—La mujer. Otra vez lo agarraron con un coche robado. Pero no se le pudo probar nada y el dueño del coche, gracias a mis gestiones, retiró la demanda.

—¿Y quién le pagó, Licenciado?

—La mujer.

—¿De dónde sacó el dinero?

—¿Quiere chismes?

—Sí.

—Del general Miraflores. Parece que lo quería mucho. Yo también lo quería y estaba resultando un buen cliente, hasta que… hasta que se murió.

—¿Qué más?

—La mujer se llama Ester Ramírez. Un tiempo trabajó en un burdel en Tampico y Luciano Manrique la redimió de esa vida de ignominia y degradación. ¿Qué hay de mis centavos, Capi?

—Aquí los tiene.

—Gracias. Ya veo que me descontó los treinta pesos.

—Sí. Ése fue el trato.

—Está bueno. Por cierto, Capi, la policía aún no ha dado con el asesino de los hombres del Pontiac negro, como les llama ya el periódico.

—¿Y?

—Pero dicen por los juzgados que la policía sí sabe quién los mató, pero que han llegado órdenes de arriba para que no se siga investigando. Salud, Capi.

—Y últimamente, poco antes de morir, ¿se sabe en qué trabajaba Manrique?

—Tenía más dinero que de costumbre y se veía mucho con dos nuevos amigos.

—¿Quiénes?

—A uno le dicen el Sapo. Es de su mismo Estado y también trabajó allá en la policía. El otro, según dicen, es un gringo recién importado que vive en un hotel en la calle de Mina. Y, por cierto, al parecer se ha soltado una ola de crímenes. Anoche encontraron a cuatro hombres y una mujer muertos en un cuarto en la calle de Guerrero.

—Sí.

—Y resulta que la mujer era la inconsolable viuda que usted y yo entrevistamos ayer en la tarde. La habían estrangulado con un cable de la luz.

—Sí.

—La deben haber matado poco después de que la dejamos.

—La dejé con usted, Licenciado.

El Licenciado tomó un sorbo de tequila, luego sonrió.

—Aunque los dos vivimos del crimen, Capi, en mi profesión hemos llegado al convencimiento de que matar a los posibles clientes no es tan sólo poco ético, sino muy mal negocio. En cambio, Capi, en donde usted la gira, aún no han logrado llegar a esa conclusión.

—Se está mandando, Licenciado.

La voz de García no sonó dura, sino cansada. El Licenciado sonrió nuevamente.

—No se enoje, Capi. Era una broma. Salud.

—Salud.

El Licenciado bebió su tequila y pidió otro. ¡Pinche broma! ¡Pinche verdad! Como que somos medio pendejos matamos a la clientela. Capaz y que sólo los majes andamos en este negocio y los aguzados estudian leyes. ¿Y el ruso y el gringo? Parece que ellos estudiaron para el negocio, como el Licenciado. Y yo estudié una pura madre. Como que fui cayendo al asunto sin saber ni como. Tal vez no más por ofrecido. O porque así era la vida en esos tiempos. O porque así querían que fuera yo. ¡Pinche vida! Y el gringo y el ruso estudiaron mucho para llegar a ser lo que yo. Y este Licenciado, ¿qué es? Gorrón de cantina. Especialistas, dijo del Valle. ¡Pinches pistoleros como yo! Y ora Martita me sale con eso de que soy tan bueno. ¡Jíjole! ¿Qué diría el Licenciado si le digo eso? Filiberto el bueno. ¡Pinche maricón! ¿Y qué diría si le cuento lo de Martita? Debería haber una facultad para pistoleros. Experto en pistolerismo. Experto en joder al prójimo. Experto en hacer fieles difuntos. Un año de estudios para aprender a no acordarse de los muertos que se van haciendo. Y otro para que, aunque se acuerde uno, le importe una pura y dos con sal. ¿Este Licenciado se acordará de todos los casos sucios en los que ha intervenido? ¿De todas las mordidas? Dicen que algunos hacen una marca en la pistola por cada difunto. ¡Pendejos! No se necesita hacer marcas para acordarse. Y el Graves capaz que anoche fue a hacerle una marca a su pistola. O capaz que lleva una lista. Y el ruso con sus reacciones. Si después de cada muerto, come como anoche, debería estar gordo. Y dice que a Graves le da por ir a contarlo todo, como quien se confiesa. Y Martita que se confiesa conmigo. Y sólo falta que me entren ganas de confesarme con ella. ¡Pinche confesión! Hay cosas que no se le cuentan a nadie. Mire, Martita, yo un día allá en Parral, maté a una mujer. Me estaba haciendo pendejo y la maté. Y mire, Martita, allá en la Huasteca, estrangulé a un viejo con un cordón de la luz. Y en Mazatlán me eché a dos cuates en una cantina. Primero los emborraché. Allí quedaron, sentados en el suelo, apoyados al mostrador, con los ojos muy abiertos. Los muertos siempre ponen cara de pendejos. Y yo haciéndole al buen Filiberto. Y, mire Martita, allí en San Andrés Tuxtla, maté a un hombre y luego me tiré a su mujer, allí en el mismo cuarto por la fuerza. Habrá sido una de las reacciones de esas que habla el ruso. Porque ahora esas cosas ya no son chingaderas, sino reacciones. La policía rusa hasta tiene una lista de ellas. Filiberto García, después de matar, acostumbra violar a la mujer del muerto.

—¿Esta enojado, Capi?

—No, Licenciado. Y, por cierto, hace tiempo que le quiero hacer una pregunta.

—Lo que usted diga, Capi. ¡Otro tequila Raymundo!

—Usted estudió en la Universidad y se recibió de abogado.

—El año de 29. Si quiere le puedo enseñar mi título. Lo he de tener por allí, en algún lado.

—Y con todo y sus estudios y su título, como que no ha llegado a hacer nada, ¿verdad?

—Le dolió lo que le dije antes, mi Capi.

—No, no es eso. Pero me han dicho que usted se las sabe todas en eso de las leyes.

Summa cum laude. Y no sirvió de mucho, ¿verdad? Gracias, Raymundo. Que sea a su salud Capi. Tal vez era cierto eso que decía mi padre que también era abogado. Lo que natura no da, Salamanca no lo presta.

Vació la copa de un trago. Cuando volvió a hablar había en su voz una tristeza extraña.

—Mi padre era abogado porfirista. De chaqué y bombín. Era juez y se decía que iba a ser magistrado. De los amigos de don Porfirio. Y no fue magistrado ni nada. ¿Sabe porqué, Capi?

—Por la Revolución.

—No. Muchos como él, hasta su compadre, le entraron a la Revolución. Pero mi padre era leal. Renunció. Él no servía a gobiernos usurpadores, a militares levantiscos y a chusmas. Renunció y no fue nada ni nadie. Citaba sus leyes en latín y hablaba francés y alemán, pero no fue nada ni nadie, porque quiso ser leal. Viejo pendejo.

—No hable así Licenciado.

—Pero yo empecé a trabajar en esto de las leyes cuando era el tiempo de los militares. De los hombres como usted, Capi. Los militares y las leyes como que no se llevan. Más que saber todos los artículos del Código y los latinajos que me enseñó mi padre, importaba cuatificar con algún general, con alguno de nuestros muchos héroes. Porque una cosa se aprende con los militares: tener la razón vale un carajo, lo que importa es tener cuates. Ya ve el caso del finado Luciano Manrique.

—Está muerto, licenciado.

—Sí. Como que lo descuatificaron. Pero resulta que en una amigocracia, un abogado que no es cuate sale sobrando. Ahora que lo pienso, mi padre fue leal a don Porfirio, pero yo no pude ser leal a las leyes que estudié. En lugar de la justicia, busqué la cuatificación. Lo que le hubiera pasado, Capi, si en su juventud le toca una época de mucha ley.

El Licenciado calló. Una sonrisa tonta le vagaba por la boca. ¡Pinche Licenciado! Como que me está tomando el pelo. Con este Licenciado nunca se sabe. Como que no tiene miedo, pero tampoco tiene pantalones. Será por borracho. O porque ya todo le importa una pura y dos con sal. Y el ruso dijo que iba a venir a las doce. Capaz y ya no viene porque ya le dijeron que no soy experto. Y él le andará haciendo mucho a la tecnología. A la intriga internacional. Esperando los mensajes de las fronteras de Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior!

El Licenciado levantó la mano para llamar la atención de Raymundo.

—Otro tequila, Raymundo. Y conforme se fue pasando el tiempo, Capi, aprendí a cuatificar, pero se me olvidaron las leyes. Y como para cuatificar no era necesario ir a la Universidad sino a la cantina, me fui haciendo borracho. Usted, Capi, porque tuvo oportunidades sin fin en su juventud, nunca se hizo borracho. Y ahora que vivimos una licenciadocracia, yo ya estoy demasiado cuatificado para servir de algo. Salud, Capi.

—Salud, Licenciado.

Bebió del tequila que le trajeron. Un trago corto, como de pájaro.

—Y para vivir, tengo que trabajar con los cuates, con gente como usted, como los de mi juventud. En eso soy como mi padre que le fue leal a don Porfirio. Yo les soy leal a ustedes. Y por eso, como mi padre, estoy tan jodido.

Laski entró a la cantina. García le hizo seña para que viera dónde estaba y le indicó al Licenciado que se pasara a otra mesa. El Licenciado recogió su copa, volvió a su sonrisa tonta y complaciente y se fue al mostrador. Laski se acercó:

—¿Qué hay, amigo Filiberto?

—Pensé que no vendría.

—¿Porque ya no está trabajando en nuestro asunto? Tiene usted un concepto muy pobre de la amistad, Filiberto.

—¿Qué pasó con eso de los sentimientos?

—Eso es verdad. No tenemos sentimientos. Pero podemos saludar a los buenos amigos.

Se sentó y pidió una cerveza.

—Me va a hacer mucho daño —dijo.

—¿Pa qué la toma?

—Una cosa he aprendido en México. En las cantinas hay una leche muy mala. Es una prueba más de lo antiguo de la cultura mexicana.

Laski probó su cerveza.

—¿Hay más noticias de Mongolia Exterior?

—No. Pero me ha interesado mucho su teoría sobre los cubanos y los chinos, Filiberto.

—¿Sí?

—Y he pensado que ya es tiempo que dejemos en las eficientes manos del amigo Graves la protección de su Presidente y nosotros, amigo Filiberto, investiguemos lo que hay de verdad atrás de sus teorías.

—¿Yo por qué? Creo que también dejo en sus hábiles manos la defensa de los intereses rusos en Cuba. Yo tengo otras cosas que hacer.

—¿Irse a Cuautla con la señorita Fong?

—Entre otras.

—¿Y no le interesa saber si sus teorías son ciertas?

—Ya lo sé.

—¿No le interesa saber dónde están todos esos dólares?

—No son míos. Son de los chinos… o de ustedes.

—Pero están allí y no tienen dueño definido.

—Ustedes sabían que ese dinero era para provocar un golpe en Cuba, ¿verdad?

—Estudiamos esa posibilidad. ¿No quiere trabajar con nosotros, Filiberto?

—Ya tengo trabajo.

—Tiene que ir a Cuautla con la señorita Fong.

—No se meta en eso.

—No ha dormido en dos noches y está cansado, Filiberto. Pero quiero que piense en esta proposición. Y en los quinientos mil dólares que andan, por allí, sin dueño.

—No hay para qué pensar en ello, Iván Mikailovich. Ya me cansaron con tanto cuento de Mongolia Exterior y de Constantinopla y todas esas cosas. Yo no le hago a la intriga internacional, ni quiero hacerle.

Laski se le quedó viendo fijamente. En sus ojos había una gran tristeza.

—Amigo Filiberto, tovarich, yo sé lo que le pasa. Está ofendido con nosotros por lo de la otra noche, por lo que estuvimos hablando entre Graves y yo acerca de algunas aventuras antiguas. Pero le aseguro que no era por… por acomplejarlo, digamos. Yo sé de algunas aventuras suyas que dejan muy atrás a las mías y por eso queremos su ayuda.

—Tengo trabajo.

—Por ejemplo, eso que hizo usted en el campo de entrenamiento que se había establecido en Chiapas…

—¿Qué sabe de eso?

—Nos molestó mucho el asunto. Ese campamento hubiera sido algo importante y usted lo desbarató todo. Nunca creímos que dieran con él, pero no contábamos con su olfato y su valor, Filiberto. Y pensamos que tan sólo, en el peor de los casos, aprehenderían a los muchachos. ¿Por qué los mató?

—Porque no me gusta ser yo el muerto. ¿Ustedes entrenaron a esos hombres?

—Eran buenos agentes infiltradores. Cuando los mató, hasta se pensó en las altas esferas ponerlo en la lista de gente que es necesario liquidar. Qué bueno que no lo hicimos.

—Hasta la vista, Iván Mikailovich.

—Le preguntaré de nuevo, en dos o tres días, cuando termine el alboroto de la visita presidencial.

—No pierda el tiempo.

García salió y, en la tabaquería, tomó el teléfono público y marcó un número:

—¿Gomitos? Habla García…

—Ya le tengo su información Capi. ¿Está seguro de que no se va a enojar el Coronel?

—Seguro.

—El teléfono que dice está en una casa de la calle Dolores, a nombre de una sociedad Hong Kong Pacific Enterprises.

—¿Qué número en Dolores?

—La casa 189. Sin número de departamento. Y hay otra cosa.

—¿Qué?

—Fue instalado hace apenas dos semanas.

—Gracias, Gomitos. Hasta la vista.

—¿Si me pregunta el Coronel…?

—No tiene por qué preguntarle nada, pero si lo hace, dígale que me dio la información.

Colgó el teléfono y tomó un camión. Es inútil esperar un taxi. Debería haber traído el coche, pero luego dónde lo dejo. ¡Pinche Coronel, que no quiere que usemos placas especiales! Y los centavos allí en la calle de Dolores, cerquitita de donde voy tan seguido. Y ora este ruso que quiere que trabaje con él. ¿Cuántos agentes tendrán metidos en esta cosa? Unos que conocemos y otros que andan muy serios de turistas. Y el del Valle que dice que no soy experto, pero bien que me quieren conchavar los meros expertos. Martita ya habrá regresado de sus compras. Ganas tengo de mandar todo al diablo para irme a acostar. ¿Qué me importa a mí si matan al presidente de los gringos? ¿Y qué me importa la paz del mundo? Y mañana a estas horas ya sabremos si se quebraron al Presidente o no. Pero ya los gringos del FBI habrán puesto toda su protección. Son expertos. Como lo fueron en Dallas. Y yo como que esta noche caigo en la calle de Dolores. Con esos centavos, ¿qué me importa lo que pase? Y el pinche Licenciado con sus memorias. Parece que todos le andamos haciendo a las memorias y a las confesiones. Como que no le fue leal a sus leyes. ¡Pinches leyes! Ésas son para los pendejos, no para nosotros o para los abogados. Como que nos quitaron la Revolución de las manos. Pero yo nunca la tuve en las manos. El que nace pa maceta no pasa del corredor. El general Miraflores sí que se encaramó, pero ahora ya lo dejaron atrás los licenciados.

La casa de la calle de Camelia resultó ser una vecindad de aspecto antiguo. Tocó en la puerta del cuarto que le dijeron y abrió una mujer vestida de negro, delgada, de grandes ojos oscuros.

—¿Ester Ramírez?

—¿Qué quiere?

—Policía.

—Pase.

Entraron a la sala pequeña, de piso de madera pintado con congo amarillo. La mujer, se notaba, había hecho lo posible porque pareciera una sala, con dos mesitas débiles con sus carpetas bordadas y sus juguetes de porcelana, sacados de alguna antigua posada provinciana. Había cortinas, pero los esfuerzos que se habían hecho, más que disimular la pobreza, le daban cierto realce.

—Siéntese —dijo la mujer.

García se quitó el sombrero y se sentó en una de las sillas. La mujer se sentó en otra. Esta vieja ha estado chillando. Capaz y le tenía ley al difunto. Y ahora está como que ya se vació por dentro, como que ya no tiene nada.

—¿Qué se le ofrece?

—Quiero hablarle de Luciano Manrique.

—¿Para qué? Ya le dije a la policía lo que sé y él… él está muerto. ¿Ya para qué?

—¿Le dijo a la policía lo del Sapo y el Gringo?

—No sé quiénes son.

—Tal vez ellos mataron a Luciano. Eran sus cuates… El Sapo había estado con él en la policía, allá en su Estado.

—Sí.

—¿Lo conocía?

—Sí. Era un hombre malo.

—¿Y era amigo de Luciano?

—Le dije que no hiciera nueva amistad con él. Era un hombre malo, era un matón profesional. Luciano nunca había matado a nadie, nunca…

—Pero estuvo preso.

—Sí. Y yo trabajaba en un burdel y por eso ya nunca podemos vivir en paz. Por eso ya no tenemos derecho a nada. Ni siquiera tengo derecho a estar sola en mi casa, pensando en él, en que fue bueno conmigo, en que yo lo quería. Eso le suena chistoso, ¿verdad? Una mujer de burdel que quiere a un hombre. ¿Le suena chistoso?

—No.

—Era lo único que tenía yo, ese cariño por Luciano. Lo único, ¿me entiende? Y ahora eso se ha acabado. Y no puedo estar sola en mi casa, para pensar en él.

—¿Qué negocios tenía con el gringo?

—No sé de sus negocios, ni quiero saber de ellos. Luciano era bueno, pero era débil y tenía ambiciones. Decía que me quería dar muchas cosas y, a veces, cuando tenía dinero, me daba cosas. Yo no le pedía nada, tan sólo que estuviera aquí y fuera bueno, pero él me quería dar cosas, quería ser importante. Hace tiempo le rogué que tomara un trabajo. Necesitamos pocas cosas. El general Miraflores le hubiera dado un trabajo seguro, pero él no quiso. Buscaba otra cosa… Y ahora está muerto.

—¿Hablaba de que iba a hacer dinero?

—Siempre hablaba de eso, pero yo ya no lo oía. “Ya ve escogiendo el coche”, así me decía. “Este asunto no nos puede fallar”. “Nos vamos a ir a vivir a una casa propia”. Así me decía, porque me quería, porque era bueno conmigo, pero yo sabía que eso nunca iba a suceder. Ya ni siquiera le rogaba que se olvidara de esas cosas. Sólo lo seguía queriendo, sólo eso.

García quedó en silencio. ¡Pinche vieja! Va a seguir hablando de su difunto, como si eso importara. Y luego dicen que Filiberto García acostumbra violar a las viudas de los que mata. Pero ahora es maricón.

—Yo debí decirle con más fuerza, debí amenazarlo con dejarlo, pero como me sacó del burdel, no me hacía caso, no hacía aprecio de mis palabras. Y es cierto eso, él me sacó del burdel, porque era bueno conmigo.

—Últimamente, ¿tenía dinero?

—No sé. A veces sí. Hace una semana me dio para pagar tres meses de renta que se debían y para pagarle al gachupín de la tienda. Y me compró unas medias. Así era él. Pero ahora ya me lo mataron. Y en la policía no me quieren decir nada. Sólo me pidieron que identificara el cadáver. Anteanoche lo esperé toda la noche y sólo ayer en la tarde me vinieron a decir. Así son ustedes, los de la policía. Y le hablé entonces al general Miraflores, que nos ha ayudado muchas veces. Sólo quería que me entregaran su cuerpo para velarlo y enterrarlo. Pero no quiso hacer nada, no quiso ni hablar conmigo. Así me dijo su asistente, que el general no quería hablar conmigo y no tenía nada que ver con Luciano. Así son los amigos en la aflicción.

—¿Quién le dio el trabajo que estaba haciendo?

—No sé qué estaba haciendo. Me dijo que era algo grande, muy grande. Eso me dijo. Yo no quería que se metiera en esas cosas grandes, pero no hacía aprecio de mis palabras. Nosotros nunca hemos sabido de esas cosas grandes, no son para nosotros. Nuestros negocios son chicos, para gente que ha salido de la cárcel y del burdel. Y ahora está muerto, señor, está muerto, y el que lo mató, ¿qué sabía de lo bueno que era conmigo? ¿Qué sabía de las cosas que me decía? ¿Qué sabía de cómo me sacó del burdel porque yo no estaba contenta allí, nunca estuve contenta allí? Pero eso no lo entienden los hombres que matan. Parece que no supieran que cuando lo hacen, ya no tiene remedio.

—¿Quiere averiguar quién lo mató y por qué?

—¿Para qué? Lo mató un hombre…

—¿No quiere saber quién?

—Un hombre.

—¿Y si fueron el Sapo y el Gringo ese que vive allí en un hotel de la calle de Mina?

—¿Qué importa?

—¿No quiere que los castiguen?

—¿Qué importa? Mire, señor, yo sé que él no era gran cosa, el pobrecito. Pero era un hombre y tenía derecho a estar vivo, como usted o como yo. Y lo mataron. Y él nunca había matado a nadie. Sería ladrón, sería padrote como dicen, pero no era un pistolero, no era un asesino. Ni siquiera usaba pistola. Sólo una cachiporra, para defenderse. Había hecho cosas malas, pero, ¿quién no las hecho? Y tenía las manos limpias de sangre. Y ya me lo mataron.

—¿Y el gringo?

—Le dije a Luciano que no tuviera que ver con él. Pero me dijo que íbamos a salir de pobres para siempre que íbamos a ser gente importante. “No sabes todo lo que vamos a hacer, señora Manrique”, así me decía porque era bueno conmigo. No estábamos casados, pero cuando estaba contento me decía siempre señora Manrique. Y hasta dijo que nos íbamos a casar y que íbamos a vivir en casa propia, en Chihuahua. Él iba a dedicarse a la cacería del venado. Ya hasta tenía el rifle.

—¿Lo tiene aquí?

—¿Qué?

—¿El rifle?

—No. Lo tiene el gringo. Él se lo trajo del otro lado.

—¿Luciano había sido cazador?

—No, pero iba a serlo. Me contaba que de muchacho iba de cacería con unos señores que lo llevaban. A veces era como un niño. Vivía de ilusiones, de ganas de hacer cosas que le decían que eran de gente importante, como eso de la cacería. Y hace cuatro días me trajo el rifle a que lo viera yo. Creo que no sabía ni usarlo, pero estaba muy contento con él. Me dijo que el gringo se lo iba a regalar.

—¿Cómo era el rifle?

—Yo no sé de eso. Tenía un anteojo encima del cañón y me hizo que viera por él. Era como un niño.

Quedaron en silencio. ¡Pinche niño! Jugando con el rifle con el que van a matar al Presidente de los Estados Unidos. Pero ahora está muerto. Yo tanteo que Martita no entendería de estas cosas. Aunque dice que ha visto tantas cosas allá en Cantón. Pero éstas son cosas de Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior!

—¿No sabe si tenía amigos entre los chinos de aquí?

—No. Nunca le oí hablar de alguno de ellos. Ni siquiera el chino del café de la esquina. Luciano estaba enojado con él, porque no le quería fiar.

—¿Y el Sapo? ¿Cuándo vino a buscarlo?

—Hace como dos semanas o menos. Vino a sonsacarlo. Siempre le tuve desconfianza a ese hombre. Sé que es malo. Una vez, en Tampico, mató a una de las muchachas del burdel. Nada más porque sí. Es malo. Y yo se le dije a Luciano, pero estaba endiosado con el dinero que le habían ofrecido y con que me iba a comprar casa en Chihuahua. Así era él. Todo lo quería para mí y ahora lo mataron.

—¿Para qué quería sonsacarlo el Sapo?

—No sé. Pero era para algo grande. Junto con el gringo. El pobre de Luciano siempre había querido hacer algo grande.

—¿Le hace falta dinero, Ester?

—¿Para qué?

—Hay gastos. Mire, le voy a dejar quinientos pesos.

Salió de la casa. Ester se quedó sentada, con el billete en la mano, como si no se hubiera dado cuenta de nada. ¡Pinche pendejo! Pero esto se lo podré contar algún día a Martita. Pero no. Ella vio al difunto, vio el cuchillo. No va a entender esto. Y tiré quinientos pesos y no sé para qué lo hice. Otra vez haciéndole a la novela Palmolive. Ya me había dicho lo que me interesaba saber sin darle dinero. Pero allí va el maje. “Tome quinientos pesos para lo que se le pueda ofrecer”. Y ni siquiera sé si se dio cuenta que se los puse en la mano. ¡Pinche pendejo!

En el tercer hotel que visitó en la calle de Mina, dio con el nombre de un americano. Edmund T. Browning, de Amarillo, Texas. Turista. Era el único turista gringo en el registro, porque el hotel Magallanes no parecía recibir muchos turistas extranjeros. El encargado, un muchacho delgado, bien vestido, de grandes ojos oscuros y cabello abundante y ansioso de peluquería, estaba nervioso:

—Nunca hemos tenido dificultades con la policía, señor. Éste es un hotel para familia…

—Por lo menos para hacer familias —dijo García.

El encargado lo vio con tristeza y repugnancia. Ya la fregué. Este me resultó de la manita rota. Como que le hace agua la canoa.

—¿Cuándo llegó Browning?

—Hace seis días. Parece ser un hombre muy serio, muy correcto.

—¿De dónde venía?

—De Estados Unidos. Vino en su coche y yo mismo le di el cuarto trescientos veintiocho. Quería un cuarto interior, sin ventanas a la calle, por el ruido. Es muy delicado.

—¿Qué coche tiene?

—Un Chevrolet precioso. Impala, nuevo.

—¿Está en su cuarto?

—No, ha salido.

—Déme la llave.

—No sé si deba, señor policía…

García lo tomó de la corbata y casi lo sacó de atrás del mostrador.

—Esto es un abuso.

—Déme la llave.

—Es un abuso, me voy a quejar…

García lo cacheteó con la mano izquierda. El encargado despedía un olor a perfume dulzón.

—Es un abuso —dijo con los ojos llenos de lágrimas.

García lo soltó de golpe, empujándolo hacia atrás. Cayó al suelo dando con la cabeza contra el casillero de las llaves. Le escurría un hilo de sangre de la boca. García se estiró y tomó la llave del cuarto 328. El encargado lo veía con los ojos cargados de odio.

El elevador se detuvo en el tercer piso. El cuarto trescientos veintiocho quedaba a la derecha. 300 a 325 a izquierda, 326 a 340 a la derecha. García tocó en la puerta, esperó unos momentos y abrió. El señor Browning era un hombre ordenado y metódico. Había dos trajes colgados en el clóset y también había allí un rifle de cacería, en su funda de cuero, con su mira telescópica. En la tabla de arriba del clóset estaba una caja con veintiocho cartuchos para el rifle. García sacó el arma de la funda. ¡Pinche gringo! Sabe cuidar un arma. Está bien aceitada. Pero no le ha puesto demasiada grasa. Listo para usarse, como quien dice. Un regalo para su Latin American friend Luciano Manrique, pero listo para usarse. Y éste no lo vieron en la aduana. Y capaz que ni pasó por la aduana.

En una bolsa del estuche estaban los instrumentos necesarios para limpiar el rifle. Unos trapos, un escobillón y una lata de aceite Tres en Uno. Hecho en México.

Volvió a poner todo en su sitio, salió y cerró la puerta con llave. Cuando llegó abajo, el encargado ya se había limpiado la sangre y se estaba peinando. Parecía a punto de llorar.

—Aquí tiene la llave, amiguito.

—Gracias.

—Y dígale a Browning que vino la policía.

—Sí, se lo diré.

—Y otra cosa, amiguito…

El encargado se echó hacia atrás, hasta quedar con la espalda pegada a los casilleros, lo más lejos posible de García.

—¿Vienen muchos amigos a ver al señor Browning?

—No sé, señor.

La mano de García se extendió hacia él. La vio venir pero no hizo nada por evitarla. La mano le tomó de nuevo la corbata y lo obligó a adelantarse.

—Han venido dos señores…

—Eso está mejor. No se diga que no coopera usted con la policía, amiguito. ¿Cómo se llaman los visitantes?

—La verdad es que no lo sé, señor. Le juro a usted que no lo sé. Nunca me lo han dicho.

—Uno de ellos es alto como yo, moreno, grueso, de ojos saltones, ¿verdad?

—Sí. Es el que viene más seguido.

García soltó la corbata. El encargado se echó hacia atrás, contra los casilleros. Con los ojos desesperados veía hacia la puerta, como si esperara la llegada de alguien.

—Gracias, amiguito. Y para otra vez, sea más rápido con su información. ¿O es de esos que les gusta que los golpeen?

—No, señor, no. Y esto… esto es un abuso…

—Sí, amiguito, esto es un abuso. ¿Qué otra gente viene a visitarlo?

—El otro hombre, bajo, delgado, que usa siempre una gabardina.

—¿Y mujeres?

—En este hotel no permitimos…

—¿Mujeres?

El encargado estaba cada vez más nervioso. Tenía los ojos llenos de lágrimas. La mano de García volvió a extenderse hacia él.

—Tiene una mujer en el cuarto 311.

—Vamos a verla.

—Pero, señor… No puedo dejar el puesto. Mi ayudante fue a comer y no regresa sino…

—Vamos a verla. Traiga su llave maestra.

El encargado vio hacia todos lados, como buscando a alguien que lo ayudara, pero no había nadie. De abajo del mostrador tomó una llave atada con una cadena a una barra grande de plástico y salió al hall. García le tomó el brazo con fuerza y sintió cómo temblaba. ¡Pinche maricón! Tiene más miedo que una gallina. Y todo muy perfumadito.

Se detuvieron frente al cuarto 311.

—Abra.

—¿No tocamos antes? La señora puede estar… Puede estar desvestida.

La presión de la mano se hizo más fuerte.

—No veo en qué le pueda molestar ver a una mujer en pelota, amiguito. Abra.

Abrió la puerta. Una voz femenina preguntó desde el interior del cuarto:

—¿Quién es? ¡Ah, eres tú, Mauricio! Deberías tocar antes de entrar…

Se quedó muda al ver a García que entraba tras de Mauricio. La mujer estaba acostada en la cama, cubierta hasta medio cuerpo por la sábana y desnuda del resto. No se había arreglado ni peinado. Al ver a García, rápidamente subió la sábana y se cubrió los senos pesados y duros. Tendría unos treinta años, de cara fina, grandes ojos claros y nariz aguileña. Sus facciones contrastaban con lo pesado de sus senos.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó.

—No se espante, niña.

—No puedo recibir a nadie. Mauricio, ¿cómo te atreves a traer a este señor? Ya sabes que no puedo recibir a nadie…

García se adelantó hasta quedar junto a la cama y se le quedó viendo fijamente. Tenía los ojos duros, sin emoción alguna. La mujer tenía que alzar la vista para mirarle la cara y con eso parecía suplicar.

—Le digo que no puedo…

—¡Cállese!

—Pero es que…

—Le digo que se calle.

—Es que… yo creo que hay un error. Ahora no puedo atenderlo. Edmund puede venir en cualquier momento y…

—¿Qué sabe de ese gringo?

—¿De Edmund?

—Sí.

—Es mi amigo. ¿Es un delito eso?

—¿Qué hace en México?

—Está de turista, paseando. Y lo hace porque tiene dinero para hacerlo.

—¿Y qué más hace?

—Yo qué sé. Y usted, ¿quién diablos es? Voy a decirle a Edmund cuando venga que…

García, con la mano izquierda, la empujó hacia atrás sobre la almohada y con la derecha le tomó un seno y lo empezó a oprimir y a torcer. La mujer quiso gritar, pero le cubrió la boca con la mano.

—¿Qué hace el gringo en México?

Las lágrimas escurrían por la cara de la mujer. García seguía oprimiendo el seno, cada vez con más fuerza. Le quitó la mano de la boca. Mauricio veía la escena con los ojos desorbitados, mientras le escurría la baba de la boca entreabierta.

—¿Qué hace el gringo?

—Suélteme, por favor suélteme. No lo conocía de antes, se lo juro, no lo conocía. Me contrató para que lo viniera a acompañar… Por favor, suélteme, me está lastimando. Maldito gringo. No sé para qué quiere tenerme aquí. Él nunca está… Por favorcito, señor suélteme…

García la soltó. La mujer no se cubrió los senos. Respiraba aprisa, como si estuviera excitada. Trató de sonreír…

—Gracias —dijo.

No se sobó el seno lastimado. Veía fijamente a García.

—¿A dónde va cuando sale?

—No sé. ¿Por qué no le dice a Mauricio que se vaya?, es mucha gente…

—¿Sale con sus amigos?

—Sí. Con ese tipo que le dicen el Sapo y con otro… A veces regresa hasta muy noche, pero nunca viene borracho. Dile a Mauricio…

—¿Sale usted con él?

—Una vez. Me llevó a dar una vuelta en su coche. Yo quería ir a Chapultepec o al Pedregal… Pero me llevó a esa plaza donde están poniendo la estatua de la Amistad. No sé qué tantas cosas quería ver allí, pero anduvo dando vueltas, casi sin hablar. Por favor, dile a Mauricio…

Ahora se acariciaba el seno lastimado, no como para aliviar el dolor, sino con un gesto sensual, inconsciente.

—Dile a Mauricio, por favorcito. Tres es mucha gente…

—¿Iban los dos solos en el coche?

—Dile a Mauricio…

—¿Iban los dos solos?

—Oiga, después de todo, quién se ha creído que es, ¡desgraciado! Sáquese de aquí antes de que…

García se inclinó sobre ella y le cubrió los senos con la sábana. Luego se volvió hacia el encargado.

—Vámonos, Mauricio.

Salieron y cerraron la puerta. La mujer lloraba en la cama. En el pasillo, Mauricio se atrevió a hablar. Le temblaban las manos:

—El señor Browning se va a poner muy enojado y seguramente Doris le va a contar todo.

—¿Tú le conseguiste a Doris?

—¡Yo soy incapaz!

—¿Tú se la conseguiste?

La mano apretó el brazo con fuerza, juntando la piel sobre el hueso.

—Yo… yo los presenté.

—¿Él te pidió una mujer?

—Me dijo que… que quería conocer a una muchacha. Y entonces le presenté a Doris…

Bajaron en el elevador. Mauricio corrió casi a refugiarse tras del mostrador. García se acercó:

—Yo creo, amiguito, que es mejor que no le diga al gringo. No va a estar mucho tiempo aquí.

—Sí, señor…

Salió a la calle y buscó un teléfono público:

—Habla García, mi Coronel.

—¿Más muertos?

—No. Es necesario que lo vea, creo que he topado con algo importante.

—Venga.

—Tal vez sea mejor no vernos en la oficina, Coronel. Ya luego entenderá por qué.

—¿Dónde está?

—En la calle de Mina, el Hotel Magallanes.

—Eso queda casi en la esquina con Guerrero. Espéreme en la banqueta, en la esquina. Voy en mi coche, en el Mercedes.

—Bien, mi Coronel.

Caminó hasta la esquina. Eran las dos y media de la tarde. No quedan ni veinticuatro horas, pero ahora sí ya se le ve la punta al asunto. ¡Pinche Mongolia Exterior! Y siento como que me andan siguiendo. Al changuito aquel lo he visto dos veces. ¡Pinche ruso! Conque me iban a ver la cara de pendejo con su equipo y de a mucha tecnología y mucha Mongolia Exterior. Y mucho traernos a la carrera con sus chales y sus dólares de Hong Kong. Eso es lo que en la guerra le llaman cortina de humo. ¡Pinche cortina! Y atrás de la cortina andaban los otros muy aguzados. Y muy seguros de que ya nos habían visto toda la carota. Y de mucho rifle con mira telescópica. Se están creyendo que aquí es como en Dallas. Pero no saben lo que es matar a un presidente. Aquí, para hacer eso, hay que ir y meterse allí mismito, en donde está. Y luego hay que morirse allí mismito. Ese changuito me anda siguiendo y como no camino, lo tengo jodido, que no sabe qué hacer. Que me siga. Yo ya acabé con este asunto. No más le suelto el paquete al Coronel y me voy a la casa. Con Martita, a ver las cosas que ha comprado. Y capaz que yo le compre alguna cosa. Porque ahora se acabó eso de andarle haciendo a la novela Palmolive. Ora lo hacemos en serio y lo hacemos porque los dos queremos hacerlo. Como conviene que sea y no como siempre ha sido conmigo. Y no más por eso, le llevo a Martita una cosa. Un prendedor. O puede que mejor un reloj de pulsera. No tiene. ¡Pinche chino Liu! Y puede que antes de ir a la casa, no más como para darme un quemoncito, me dé una vuelta a Dolores y vea ese lugar donde tienen la fierrada. Para luego caerles en la noche. ¡Pinche Doris! De no haber tenido tanta prisa, quién quita. Y de no ser por Martita. Pero está buena. Y como que le estaba gustando el agarrón. ¡Ah viejas más güilas! Y a mí también me estaba gustando. ¿Para qué es más que la verdad? Pero ora, al llegar a la casa, estoy con Martita y luego la llevo a cenar, antes de ir por la fierrada. Saco el coche para llevarla. Allá por las Lomas. Y mañana a Cuautla y puede que hasta a Acapulco. Se ha de ver rechula en traje de baño. Y eso le gustaría. Yo creo que nunca se ha paseado. ¡Pinche chino Liu! Y el del Valle que dice que estos asuntos son para expertos. Y va teniendo razón. Lo que no sabe es que el merito experto soy yo mero, su papachón, desgraciado. Porque a mí la Mongolia Exterior me hace lo que el aire le hizo a Juárez.