III

—Habla García, mi Coronel.

—¿No ha ido a la primera cita que tenía hoy?

—Estoy en Sanborns, vigilando el puesto de cigarros.

—La persona que estuvo aquí anoche, me llamó temprano.

—Le hablé anoche. No tengo nada nuevo que informarle.

—¿No le va a informar de dos hombres que encontró esta madrugada la policía en un coche, a tres cuadras de su casa? Los dos estaban muertos.

—Sí.

—¿Qué sabe de eso, García?

—Uno de ellos me quiso matar, el que tiene la cuchillada. ¿Se sabe quiénes son?

—Mire, García, lo destaqué en esta investigación para que averiguara qué hay en el fondo del asunto, no para que la aproveche en liquidar a los que le caen mal.

—Creo que andan complicados en el asunto. ¿Se sabe quiénes son?

—¡Envueltos en el asunto! ¡Bah! El de la puñalada era un ciudadano mexicano, no diré que ciudadano ejemplar, pero mexicano al fin y al cabo. Pensé que estaría investigando entre los chinos.

—Así lo he hecho, mi Coronel. ¿Tiene nombre?

—Luciano Manrique, con varios ingresos. Especialista en asaltos a mano armada. ¿Eso le dice algo, García?

—No lo conocía. ¿Y el otro?

—También mexicano. Un pistolero del norte, de Baja California. Se llamaba Roque Villegas Vargas o, por lo menos, usaba ese nombre.

—Tampoco tenía el gusto.

—Y ahora los dos están muertos.

—Así es.

—Y aunque usted lo diga, no veo qué conexión pueda haber entre ellos y el asunto que estamos investigando. ¿O sabe usted de alguna en concreto?

—No, mi Coronel. Lo único que me intriga es que apenas me encomendaron este asunto y empecé a preguntar entre los chinos, aparecieron y me quisieron liquidar. Tal vez los de Mongolia Exterior piensan utilizar al talento local en lugar de importarlo.

—Quién sabe. Tal vez andaban tras de usted por otra cosa. Hay muchos que andan tras de usted, García.

—Eso también es cierto, mi Coronel, pero no me gustan las coincidencias de ese tipo.

—Si hubiera dado lugar a preguntarles algo…

—Perdone, mi Coronel, allí viene el gringo. Seguiré informando.

Colgó el teléfono y se volvió hacia el hall de entrada de Sanborns. Un hombre se había acercado al puesto de cigarrillos y esperaba que lo atendiera la empleada. Eran las diez en punto. García se acercó también. Este gringo sabe su oficio. No busca a nadie ni con los ojos. Como si sólo estuviera comprando sus cigarros. Pero me late que ya me vio. ¡Pinche gringo!

La empleada se acercó al americano, toda sonrisa.

—Unos Lucky Strike, señorita, por favor.

García le dio una palmada en la espalda.

—Pero… ¿qué anda haciendo por aquí, mi cuate?

—¡Mi amigo García!

Se dieron un abrazo apretado, con grandes palmoteos en la espalda. A estos pinches gringos, desde que les han dicho que nosotros nos abrazamos, dialtiro la exageran.

—Creo que me andan siguiendo —dijo García.

El gringo no interrumpió la amplitud de su sonrisa. La señorita del mostrador le dijo, impaciente:

—Aquí tiene sus cigarrillos, señor.

Graves se deshizo del abrazo, tomó los cigarros y los pagó. Luego se volvió a García. Su sonrisa era la del hombre que ha encontrado a un muy buen amigo al que no ha visto en mucho tiempo, toda espectación y entusiasmo. Sin alterarla dijo:

—Ya me había dado cuenta. Y a mí también.

—Es un gusto encontrarlo —dijo García.

El americano era un hombre de cuarenta años, bajo y fuerte. Este gringo tiene músculos de boxeador y cara de pendejo. No es mala combinación en un hombre que sabe su oficio, y parece que éste lo sabe. Y con sus anteojitos de oro y su sombrerito casi sin alas y cinta de colores, más parece un agente viajero. ¡Pinches gringos! Siempre le tienen que hacer al teatro. Yo aunque me ponga ese sombrerito y esos anteojos, no dejo de ser lo que soy, un fabricante de pinches muertos. Si hasta la changuita de los cigarros se espantó de que fuera mi amigo. Ha de decir que es turista y no conoce a los “latinos” y no sabe con quién se mete. ¡Pinche changuita! Ni que estuviera tan buena.

El gringo lo había tomado del brazo y lo llevaba hacia restaurante:

—¿Ya desayunó, amigo García? Venga, venga y por lo menos se toma un café conmigo.

—Vamos adentro.

A esas horas poca gente se desayunaba, así que encontraron una mesa solitaria y se instalaron. Los dos se observaban, el americano sin perder la beatitud imbécil de su sonrisa de turista. Este gringo como que sabe karate, se le ve en las manos. Ha de conocer más mañas que un tejón viejo. Y con todo y la risita, creo que es de los que matan a un cuate sin pestañear. ¿Ya se habrá despertado Martita? ¿Habrá leído mi recado? Capaz y ya se fue, porque con lo de anoche cumplió su trabajo. Porque ella cumplió y me puso donde le dijeron. Los otros dos son los que no supieron cumplir. Y por eso están muertos.

Trajeron el desayuno de Graves, huevos con jamón, pan tostado y jugo de naranja. Para García un café. ¡Pinche café! Sabe a agüita sucia, pero así les gusta a los gringos. Y luego, en lugar de leche, le ponen crema, como si fueran chilaquiles.

El americano hablaba entre bocado y bocado, siempre sonriente y amable:

—Ya hemos hecho las investigaciones previas, señor García. Empezamos por investigarlo a usted…

—¿Y…?

—No se ofenda. Eso es rutinario en nuestra organización.

—¿Y qué más han investigado?

—Para empezar, a todos los viajeros que han venido de Oriente a México, sea por los Estados Unidos o por el Canadá. Ya hemos localizado a muchos y los hemos eliminado de la lista. En verdad tan sólo quedan cinco que no hemos localizado y cuatro sospechosos. Dos de ellos vinieron juntos, por Canadian Pacific, directamente de Hong Kong y se nos han perdido en México. Pero sus datos no concuerdan con los que nos proporcionaron los colegas rusos. Uno es de origen chino, aunque ciudadano cubano. El otro es norteamericano, un aventurero que ha estado en China y en Indonesia y fue piloto en la guerra de Corea… Piloto nuestro, señor García.

—Y ahora, como que se les ha salido del huacal.

Graves se le quedó viendo fijamente, la sonrisa como muerta en los labios.

—No entiendo.

—Es una expresión. Digo que ahora ese piloto como que ha perdido el entusiasmo por luchar con ustedes en contra del comunismo.

—¡Ah, entiendo! Efectivamente, creemos que ha defeccionado. Pero aún tiene pasaporte americano y le es útil viajar, mientras no toque tierra americana. El chino usa pasaporte mexicano, pasaporte que, al decir de sus autoridades, es falso. Al parecer, en Asia, ha usado un pasaporte cubano también. Como ve, hemos adelantado de nuestra investigación.

—Sí.

—Pero eso no es suficiente. Otros pudieron llegar por otra vía. Pudieron pasar por los Estados Unidos y cambiar allí sus pasaportes. Es casi imposible, en tan breve tiempo, controlar a todos los que han viajado del Oriente hacia América. Y además, pudieron venir por Europa. Por lo tanto, hemos llegado a la conclusión que la verdadera investigación debe hacerse aquí en México.

—¿Sí?

—El americano que no localizamos se llama James Moran y el chino Xavier Liu. Tal vez, debido a sus contactos con la colonia china, podamos dar con él.

—Tal vez.

—Sabemos que usted recibió sus órdenes apenas ayer en la noche y que hasta ahora es cuando va a empezar a trabajar. Es correcto eso, ¿verdad?

—Sí.

Hubo un silencio. Este pinche gringo ya como que quiere dar órdenes. Y no creo que haya que informarlo de todo. Lo que no sepa no le ha de hacer daño. Y si le digo lo de Martita, la va a querer investigar también. ¡Pinche gringo! Por eso, entre menos dicho, menos sufrido.

—Hay que reunirse con nuestro colega ruso —dijo Graves—. Ésas son las órdenes.

—Sí.

—Pero aunque debamos cooperar con él en todo, yo creo que no es necesario que compartamos todas nuestras experiencia. ¿No cree, señor García? No podemos tenerle mucha confianza, después de todo lo que ha pasado.

—En este oficio no le podemos tener confianza a nada ni a nadie.

Graves rió su risa turística.

—Bueno, hay cosas en las que podemos confiar. Por ejemplo, en el FBI.

—¿Usted cree?

—Pero, claro está. Trabajamos juntos del mismo lado de la cerca.

García se le quedó viendo fijamente. La sonrisa del gringo se fue haciendo menos turística, más fría.

—Por cierto —dijo García—, no he visto sus credenciales.

—Es cierto. Ni yo las suyas.

—Ya me investigaron. Debe conocerme.

—Aquí tiene las mías.

Graves sacó una placa metálica y una tarjeta. García las vio cuidadosamente.

—¿Están bien?

—Sí.

—Entonces podemos volver a lo que estábamos hablando acerca del colega ruso.

—Ya lo habrán investigado.

—No es tan fácil. Iván Mikailovich Laski estuvo en la guerra de España. Posteriormente su nombre ha sonado en Asia, en Europa Central y en Latinoamérica. Habla muchos idiomas sin acento y hay largos periodos de tiempo en los cuales se nos pierde por completo. Por ejemplo, no habíamos oído hablar de él desde 1960. Estaba en Cuba.

Graves hablaba español perfectamente, sin acento. ¡Pinche gringo! Yo creo que el ruso no va a decir lo mismo acerca de este cuate. Tienen gente para investigar todo. Creo que no hacen más que eso, investigar y, por eso mismo, no pudieron detener el golpe de Dallas. Andaban investigando tanto que no vieron al changuito con su rifle. Y ahora si nos atarugamos, aquí va a pasar lo mismo, mientras siguen investigando a todos. Quién sabe cuántas cosas sabrá éste de mí. Capaz y hasta ya sabe que le hice al maje con Martita y por eso se ríe tanto. Se veía bonita, dormida en mi cama. Me hubiera gustado llevarla hoy a Chapultepec. ¡Pinche Mongolia Exterior!

—De nuestra investigación, señor García, se deduce que usted nunca ha sido comunista y que en una ocasión desbarató un complot castrista. Por eso lo consideramos como hombre seguro.

Seguro con la pistola, seguro para matar. ¿A cuántos cristianos se habrá quebrado este gringo?

Graves lo veía intensamente.

—¿Es usted anticomunista, verdad?

—¿No que ya me investigaron?

—Pero usted es anticomunista.

—Soy mexicano y aquí en México tenemos la libertad de ser lo que nos da la gana ser.

¡Pinche gringo! ¿Por qué será que hablando con ellos siempre acaba uno echando discursos tan pendejos? Aquí todos tenemos libertad para ser lo que somos, pinches fabricantes de muertos en serie, y de muertos de segunda, hasta eso. Y hay otros por allí, de la Mongolia Exterior, que tienen libertad para hacer muertos de primera, cadáveres. Para éstos no hay más que comunistas y anticomunistas. ¿Qué pasa si le digo la verdad?, yo soy pistolero y nada más eso. Y me da lo mismo a cuál partido pertenece el difunto. Si hasta a un cura me eché una vez. Ordenes de mi general Marchena, por allá por el veintinueve.

Graves lo veía con sus ojos duros, pero con la misma sonrisa turística de vendedor de automóviles.

—Tenía entendido que íbamos a cooperar, señor García.

—Sí.

—Entonces, ¿estamos de acuerdo en la táctica a usarse con el colega ruso?

—Ya veremos.

—Yo le he contado todo lo que hemos hecho hasta la fecha —la voz de Graves sonaba a hombre ofendido—. Usted tiene contactos con la colonia china, pero no me ha dicho nada.

—No.

—¿Tiene efectivamente esos contactos?

—Juego póker con ellos.

—Muy buen contacto.

Sí, muy bueno, para perder dinero a lo maje. Y tal vez este gringo, con su investigacionitis crónica pueda servir de algo. ¡Pinches chales! El Liu debe andar buscando a Martita. Si no es que la mandaron ellos para que me pusiera en mi casa, muy despreocupado.

—Hay indicios de que los chinos saben algo, Graves.

—¿Sí? Eso puede ser muy importante.

—Hay un chino llamado Wang, dueño de un café, el Café Cantón en la calle de Donceles. No se perdería el tiempo investigándolo.

—¿Por qué?

—Dicen que es partidario de Mao. Y está organizando algo.

Graves se puso de pie y fue al teléfono. ¡Pinche FBI! Basta decir el nombre de Mao para que corran a informar y a investigar. Está suave trabajar con éstos. Yo muy sentado aquí, dándoles la información que deben investigar. Como si fuera el Coronel. Y hasta puede que averigüe yo algo del chino Wang que me pueda servir luego. Estos chinos siempre tienen dinero y Yuan no lo quiere. Por algo ha de ser. ¡Pinches chales! Este gringo parece que conoce su oficio. Muy profesionalito, de karate y toda cosa ¿Ya se habrá levantado Martita? Después de ver al ruso, le voy a comprar un vestido y un abrigo. Pero puede que todavía no. Quién quita y me está viendo cara de maje. Y capaz este gringo me está acusando con el Coronel o con el mismo del Valle de que no le coopero bonito. Y yo como que no agarro la movida de Martita. Y ya que puse a trabajar al gringo, creo que mejor lo corto. Más vale hablar primero con el ruso, a solas. Seguro se va a traer las mismas cosas que éste. Todos de muy profesionales y yo de maje con Martita.

Graves regresó y se sentó:

—Tendremos toda la información necesaria dentro de dos horas. ¿Dónde quiere usted que nos veamos, señor García?

—¿Conoce la cantina de la Ópera en el Cinco de Mayo?

—Sí.

—¿A las dos?

—Bien. Y ya estamos de acuerdo, señor García. Usted y yo formamos un grupo y el ruso es otro grupo, si entiende lo que quiero decir. No es necesario que le confiemos todas nuestras virginales experiencias… Je, je, je…

—No hay que confiárselas a nadie, Graves.

—Quiero decir que entre usted y yo…

—Ya le entendí. A las dos en la Opera.

García se puso de pie. Graves seguía sentado, sonriendo con los ojos duros. Tiene dentadura postiza. Capaz y de una muela saca una pistola en miniatura y de la otra un transmisor de radio, como en las películas de la tele. ¡Pinches gringos! Estuvo bueno que no le dijera nada de lo de anoche. Allí hay gato encerrado. Si el Luciano Manrique o como se llame el de la cachiporra hubiera querido matarme de verdad, hubiera llevado pistola o, por lo menos, una daga. Para mí, que sólo querían asustarme. Pero el susto se lo llevaron ellos. No, esos cuates como que no me iban a matar. Más bien como que iban a darme un recado de que ya me habían caído en la movida. Y si es así, alguno de los chales los mandó. O mandó a Martita para que me pusiera allí. Eso quiere decir que ya me cayeron en la movida. O que creen que tengo una movida, cuando tengo otra. Como éstos que me andan siguiendo, muy a lo profesional, como si supieran de verdad. Serán del gringo o del ruso. O de los chales. Aunque éstos parecen más enterados que los de anoche que eran dialtiro majes para el negocio.

Llegó al Café París, se sentó en una mesa, vigilando la puerta y pidió un café exprés. Faltaba un cuarto para las doce. Un bolero le dio grasa a los zapatos hasta dejarlos relucientes como espejos. Leyó el periódico de la mañana. En Últimas Noticias o en el Gráfico saldría lo de los muertos. Otro misterio que la policía no logra esclarecer. Pero también le estamos jugando rudo a la policía. Puede que el Coronel les diga algo para que se estén serios. ¡Pinche Coronel! No me ande matando gente, García. Y entonces ¿para qué me tiene? ¿Para que le haga sus informes muy pulidos, con seis copias? Y a cuántos más habrá puesto en este asunto. Capaz y nos encontramos en medio de la movida y me echo a uno de sus cuates. Con tanto misterio las cosas se ponen de la fregada. A mí, a la antigüita. Quiébrese a ése. Acabe esos valedores que están malhoreando. Nada de Mongolia Exterior ni de Hong Kong. Y el del Valle también supersticioso y muy sonriente. Ha de estar de moda la sonrisa. Igual que el gringo. Pero a mí, con cicatriz, como que no me queda, y además es de pendejos andarse riendo todo el tiempo. Y luego, ¿de qué se ríe uno en esta pinche vida? Y al del valle como fue no le gusta hablar con los pistoleros. Y luego, ¿quién hace sus muertitos? ¿Y quién andará contratando a los paisanos para este negocio? No creo que los dos cuates de anoche hayan sido mártires de la causa del comunismo chino. Alguien anda repartiendo fierrada. Mucha fierrada, porque esas cosas cuestan. No estaría mal saber quién la anda repartiendo y dónde está esa fierrada. Unos centavos nunca salen sobrando. Para gastarlos con Martita y seguir haciéndole al maje.

A las doce en punto entró al café un hombre bajo, delgado, de aspecto insignificante, con un traje de casimir grueso café, mal cortado. Se sentó en la barra y pidió un vaso de leche. García se levantó y se le acercó:

—¿Quihubo?

El hombre se volvió lentamente, las dos manos apoyadas en la barra. Tenía unos ojos azules enormes, llenos de una sorprendente inocencia.

—¡García!

—¿Qué anda haciendo, amigo Laski?

—Tomando un vaso de leche. A estas horas el estómago me empieza a molestar y la leche me compone.

—¡Vaya, vaya!

—Fui a ver al médico y me dio una receta. Mírela usted, García…

Sacó de la bolsa del saco un papel, en el cual efectivamente aparecía una receta de doctor y abajo, escrito en otra letra: “Desde que salió de Sanborns lo andan siguiendo”. García no hizo gesto alguno.

—Creo que esa medicina le va a caer bien, si la toma con mucha leche. Yo, en cambio tomo café…

—Anoche en el Café Cantón estaba tomando cerveza y eso le puede hacer daño, amigo García, mucho daño.

—¿La cerveza o el Café Cantón?

—Las dos cosas, según pude observar anoche.

—Yo en cambio, no lo vi tomado su leche.

El ruso sonrió beatíficamente. Luego dijo:

—Después de tomar mi leche, me hace bien dar un paseo ¿Qué dice si damos una vuelta por la Alameda?

—Vamos.

En el trayecto no hablaron casi. Este pinche ruso no se dejó abrazar como el gringo. No sé qué pistola pueda traer o qué otro arsenal. Y él muy aguzadito, sabe todo lo que hago. Si me descuido, me investigan hasta el ombligo. ¡Pinche complot internacional! Pero en esto, como en todo, el que no anda aguzado, se lo lleva la corriente, como a los camarones que se duermen. Será por eso que nosotros dormimos tan poco. O por los fieles difuntos. Eso dicen las viejas beatas y los curas, que los fieles difuntos no nos dejan dormir. Como dice el corrido: Al pasar por un panteón / un muertito me decía / “présteme su calavera / pa que me haga compañía”. ¡Pinche corrido! Capaz y los de Mongolia Exterior andan con estas cavilaciones. ¿Cómo serán las calaveras de los chales? Mu sonlientes. Y este ruso me agarró en la movida con Martita. Y ahora me está jugando al muy superior.

Se sentaron en una banca de la Alameda. El ruso escogió la banca, sin respaldo, donde nadie pudiera acercarse sin que lo vieran. Cruzó las manos sobre las piernas y contempló los árboles. García dijo:

—¿Conque muy enterado de todo, eh?

—Sí. ¿Verdad?

—¿Y qué tal le fue en la guerra de España? Como que les sonaron, ¿no?

El ruso soltó la risa. Los ojos le brillaban de gozo. Le dio de palmadas a García en la espalda:

—Usted va a matarme de risa, amigo García. Es usted un hombre de acuerdo con mis gustos. Después de todo lo de anoche, todavía tiene chistes que contar. Formidable, formidable.

El ruso reía como un muchacho de escuela. Otro con mochas risitas. Parece que ahora en el medio internacional está de moda andar todos muy sonrientes. Habría que ver si con un balazo en la barriga también se andan riendo. O cuando les va llegando la lumbre a los aparejos. Capaz y entonces son rajados y se orinan en los pantalones. Y capaz y este ruso se sigue riendo. ¡Pinche ruso! El Licenciado dice que el hombre no se ríe ante la muerte, que eso es de animales. Como si se pudiera uno reír ante la vida.

El ruso dijo:

—Y ahora, señor García, después de estas amenidades, ¿qué le parece si hablamos de nuestras cosas? Ya conoce a Graves. Le puedo asegurar que ese americano es uno de los mejores agentes que tiene el FBI. No se deje engañar por su risita de tonto y su aspecto burgués. Es muy buen agente y no duda ante la necesidad de matar. Por eso creo que usted y yo debemos hacer una especie de frente común y no confiarle todas las cosas que vayamos averiguando. Si no pensaba decirle lo que sucedió anoche, yo tampoco le diré una palabra.

—¿Qué tanto vio?

—Casi todo. Desde que me informaron que iba a tener el honor de trabajar con usted, tomé un cuarto en el hotel que queda frente a su departamento. Eso es rutinario, señor García.

—¿Y también han establecido la misma rutina con Graves?

—Naturalmente. Y él la ha establecido conmigo, pero creo que anoche aún no empezaba a vigilarlo a usted.

—¿Qué tanto vio anoche?

—Muy buen golpe a la cabeza se llevó el que manejaba el Pontiac.

—¿No sería uno de sus hombres?

El ruso puso cara de sorpresa y en sus ojos se notó que estaba ofendido.

—¡Oh no! Esos hombres eran simples aficionados. Nosotros trabajamos siempre con profesionales. El más tonto de mis hombres no hubiese sacado la cabeza del coche en forma tan torpe. Y le puedo asegurar que tampoco eran hombres de Graves.

—Ya veo.

En la voz de Laski había cierta tristeza con dejos de desprecio.

—Le digo que eran simples aficionados.

—¿Sabe quienes eran?

—No he gastado tiempo para ello. Temprano, esta mañana hablé a la policía diciendo que estaba un coche allí en la calle con dos cadáveres. Probablemente en los diarios del mediodía me entere de quienes eran los dos cadáveres.

—Eran mexicanos.

Laski quedó pensativo. La información le ha sorprendido. Por fin digo algo que no sabe. Con que muy salsa. ¿Y a poco vio todo lo de Martita? La ventana estaba abierta. ¡Pinche ruso!

—Eso es importante —dijo Laski por fin—. Es muy importante. ¿Está seguro de que esos dos hombres, tanto el que estaba en el coche, como el que bajó usted de su departamento, envuelto en una sábana, tenían que ver en este asunto?

—¿Quién está seguro de algo?

—Se lo pregunto por esto. Dada la importancia internacional de este negocio, me parece muy extraño que trabajen en él, de un lado o del otro, dos simples aficionados. ¿Entiende?

—Si.

—Por eso es necesario saber con seguridad si su presencia anoche se debía al asunto que nos ocupa o a otro motivo, tal vez personal en contra suya, señor García.

—Nunca había visto a ninguno de los dos. Sus nombres no me dicen nada, señor Laski. Y aparecen en la misma noche cuando inicio la investigación del asunto. Puede que sea una coincidencia, pero no me gustan esas coincidencias.

—Y también anoche, por primera vez, según creo, llevó usted a esa señorita a su casa.

—¿Qué sabe de eso?

—Y eso puede ser otra coincidencia. Aparece en su casa la señorita Fong, muy bonita por cierto, acompañándolo. Y aparecen dos hombres que lo quieren matar. ¿No será que la señorita Fong está complicada en el asunto?

—Yo qué sé.

—O los dos muertos pueden haber ido tras ella, para arrebatarla de sus manos, señor García. Tal vez un amante o novio celoso… ¿No puede ser eso cierto?

—Sí puede ser cierto. Pero, después de todo, ustedes son los que han armado todo el lío, con sus chismes de Mongolia Exterior.

—¿Hubiera preferido que no le dijéramos nada a su gobierno? No hubiera sido un gesto amistoso de nuestra parte, sobre todo cuando hasta la vida de su Presidente puede estar en peligro.

Los grandes ojos azules denotaban ahora una profunda ofensa, mezclada con tristeza. Las aletillas de la nariz le temblaban.

—Le agradecemos su aviso, señor Laski; y me imagino que los americanos también se lo han de agradecer. Capaz y con esto acaban la guerra fría…

—La guerra fría es un invento de los burgueses…

—Lo que quería hacer notar, Laski, antes de que se lance en su gran discurso, es que tanto usted como Graves, en lugar de buscar a los hombres que vinieron de Hong Kong, si es que existen, se pasan el tiempo investigándose y vigilándose y vigilándome a mí.

El ruso soltó la risa.

—Parece un juego, ¿verdad? Siempre es así en las cosas de intriga internacional.

—Un juego que puede acabar, pasado mañana, con dos presidentes muertos.

—Nosotros hemos cumplido con darle el aviso en cuanto supimos cómo estaban las cosas, señor García.

—Exactamente. Y nosotros hemos cumplido con agradecerlo. Y entonces viene la pregunta de los sesenta y cuatro mil pesos: ¿Qué interés tienen ustedes, los rusos, en seguir investigando?

—Una muy buena pregunta, señor García. Muy buena pregunta.

—Me gustaría una respuesta igualmente buena.

—Sería restarle fuerza a tan buena pregunta. Una pregunta así merece no ser contestada nunca. Es otra cosa de la intriga internacional. La mayor parte de las preguntas que se hacen no se contestan.

—Me gustaría una respuesta de todos modos.

—Digamos que seguimos investigando por curiosidad, señor García. Nosotros los rusos somos sentimentales, femeninos en muchas cosas y, por lo tanto, curiosos.

La sonrisa del ruso era beatífica, llena de inocencia. Éste sí que me está viendo la cara de pendejo. Y ni si quiera le dan a uno ganas de pegarle. Sería como pegarle a un niño. Capaz y se pone a llorar. ¡Pinche ruso! Pero aguzadito. De a mucha intriga internacional. Entre éste y el gringo van a acabar por investigarme hasta las nalgas. Mientras los de Mongolia Exterior, si es que los hay, muy seriecitos preparando su rifle de mira telescópica o su bomba o lo que vayan a usar.

—Se ha quedado pensativo, García. ¿Quiere saber algo más?

—Quiero saber algo, punto.

—Hay otro rumor…

—¿De Mongolia Exterior? Me imagino que lo trajeron a lomo de camello, como los Reyes Magos.

—Muy gracioso, amigo García. Creo que usted y yo nos vamos a entender muy bien, muy bien.

—¿Y el nuevo rumor?

—Alguien sacó del Hong Kong Shangai Bank, en Hong Kong, medio millón de dólares, todos ellos en billetes de a cincuenta dólares. Moneda americana, se entiende. No vale tanto como el rublo, pero de todos modos es mucho dinero.

—Diez mil billetes. Eso abulta mucho.

—Exactamente. Y esos billetes, al parecer, venían hacia México.

—Interesante.

—Pero nadie los ha visto en ninguna frontera.

—Hay muchas cosas que nunca se ven en las fronteras, señor Laski.

—Muy cierto, muy cierto.

—¿Y usted cree que ese dinero era del señor Mao?

—De la República Popular China.

—¿No vendría originalmente de Moscú?

—Tal vez. China nos ha costado mucho dinero. Mucho dinero.

—Y ahora están enojados con ustedes.

—Así es.

—¡Ingratos!

El ruso quedó pensativo. En la glorieta cercana se empezaban a reunir los chinos viejos de la calle de Dolores a su diaria charla. Allí deben estar el chino Santiago y Pedro Yuan. Y yo aquí haciéndole a mucha intriga internacional. Y aquí hay gato encerrado, pero tanteo que esas cosas de alta política ya las vieron los de allá arriba. El señor don Rosendo del Valle y los copetones. Eso no es cosa mía. Mi oficio es hacer pinches muertos. Los copetones han de saber por qué ahora los rusos andan de acusones de los chinos. Pero lo que sí me gustaría averiguar es dónde está esa lana. Es mucha lana. Dar con los cuates que la tienen, liquidarlos y quedarme con la lana, hasta donde se pueda y como dicen en la televisión “misión cumplida”. ¡Pinche misión!

—Amigo Laski, ustedes creen que esos billetes van a llegar o ya llegaron a manos de algún chino de aquí y éste los va a distribuir donde conviene para el atentado.

—Es muy posible.

—¿Hay alguna base seria para pensar así? Y no me salga otra vez con la Mongolia Exterior, que hasta creo que no existe…

—Yo he estado allí. Y en cuanto a su pregunta, tal vez no haya una base sólida, pero es lógico suponerlo. En estos asuntos de intriga internacional, nunca se tiene una base sólida ni una verdad completa, amigo García.

—¿Y por qué cree que ese dinero va a llegar a manos de un chino aquí y no de cualquier otra gente?

—Los chinos no le confiarían todo ese dinero a uno que no fuera chino.

—Los comunistas pekineses, como les llaman, tiene muchos partidarios en el mundo. Hay quien dice que tienen más que ustedes.

—Muchachos universitarios jugando a conspiradores.

—Se lo pregunto porque si resulta, como creo, que los dos de anoche están mezclados en este negocio y son dos mexicanos que, seguramente, no andaban en ello por razones de convencimiento político, eso quiere decir que el dinero ya ha llegado.

—Y que lo están malgastando en aficionados.

Los grandes ojos de Laski denotaban un profundo enojo.

—Y ahora, Laski, le voy a hacer una pregunta sin ánimo de ofenderlo: ¿No será usted el encargado de vigilar que no se malgaste ese dinero?

—Le puedo asegurar que si eso fuera cierto, no se hubieran empleado hombres como los que murieron anoche. ¿Algo más?

—Sí. ¿Cómo vamos a trabajar?

—Usted y yo…

—Y Graves. No olvide a Graves, Laski.

—No lo olvido nunca. ¿Por dónde propone empezar el trabajo? Usted es el anfitrión, pudiéramos decir…

—Creo que tenemos que empezar por averiguar varias cosas. Primera: si el noble y desinteresado aviso de su gobierno no es una tomadura de pelo. Segunda: si han llegado ya a México esos misteriosos asesinos de Hong Kong. Tercera: si ha llegado el medio millón de dólares y si se va a usar en el atentado. Cuarta: si los dos muertos de anoche estaban conectados con el asunto.

—Hay otras preguntas, señor García, hay otras. Yo diría, como quinta pregunta: averiguar si la señorita Fong, que lo acompañaba anoche, está mezclada en el asunto.

Los ojos de García se pusieron duros, impenetrables. Laski siguió hablando, contando con los dedos:

—Sexto: si la señorita Fong es agente de alguno de los grupos que están interviniendo en el asunto, ¿qué tanto poder tiene sobre usted, señor García? ¿No cree que es conveniente investigar a fondo ese asunto?

—Y séptimo, señor Laski: si el ilustrado gobierno de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas no ha echado el gato a retozar con este borrego de los chinos y de la Mongolia Exterior para que, mientras todos buscamos a los chinos, los rusos hagan lo que dicen que los chinos van a hacer.

Laski palmoteó de gusto y soltó de nuevo su risa infantil.

—Vamos a ser amigos, García, grandes amigos. Lo estoy viendo claro. ¿Puedo llamarle Filiberto? Mi nombre es Iván Mikailovich…

—Pues bien, Iván Mikailovich, ya que nos hemos confiado todas nuestras intimidades y hemos hecho tanta amistad, ¿por dónde sugiere que empecemos?

—Usted dirá, Filiberto.

—De todos los puntos que hemos visto, lo único seguro es que los dos cuates de anoche están muertos. Podríamos empezar por ellos.

—Sí. Averiguar si efectivamente estaban complicados.

—Eso lo averiguo yo.

—Y nosotros, Filiberto, y nosotros. Me imagino que el amigo Graves está interesado también, porque ya debe saber algo de lo sucedido anoche.

—Bien. Y ahora, la bella pregunta que se quedó sin respuesta.

Laski puso cara seria.

—Mi gobierno tiene ciertas diferencias de criterio con el gobierno de la República Popular China. Por otro lado, mi gobierno desea mantener el estado actual de sus relaciones con los Estados Unidos. Además mi gobierno no vería con malos ojos que se deterioraran aún más las relaciones entre los Estados Unidos y la República China. Como ve, por lo pronto, no nos interesa la muerte del Presidente de los Estados Unidos…

—Pero les interesa que los chinos carguen con la culpa de lo que pudiera suceder.

—Es usted desconfiado, Filiberto.

—Hay que serlo, Iván Mikailovich.

—¿Dónde quiere que nos veamos a eso de las siete de la noche?

—En el Café Cantón.

—¿Le parece prudente?

—Hay que remover algo, Laski. Hay que ver cómo reaccionan esos chinos.

—Tal vez convenga. Nos veremos allí, Filiberto. Yo me llevaré a los que me siguen y usted se llevará a los que le siguen. Por cierto, ¿sabe si su gobierno ha ordenado que me vigilen?

García sonrió.

—Hasta la vista, Iván Mikailovich.

El ruso se fue rumbo al Caballito. Un hombre que leía un diario en una banca lejana se puso de pie y emprendió también la caminata hacia el Caballito. García tomó el rumbo hacia el Cinco de Mayo. Un hombre lo seguía de lejos. Sería fácil perderlo, pero no hay para qué. Este pinche ruso se las sabe todas. Como el gringo. Hasta sabe el nombre de Martita. ¿Cómo lo habrá sabido? Capaz y Martita está trabajando para él.

Se detuvo en una tabaquería y llamó por teléfono:

—¿Martita?

—Sí. ¿Es usted, Filiberto? Leí su recado y… Gracias, muchas gracias, pero no puedo quedarme aquí…

—Esa es su casa, Martita. Se la ofrezco de todo corazón.

—Gracias. Ha sido tan bueno conmigo que… que quiero llorar como una tonta.

—¿No me ha llamado nadie, Martita?

—No.

—Voy a ver si puedo ir por la tarde y hablaremos. Hasta entonces, Martita y pórtese casi bien.

Antes de colgar pudo oír la risa de Marta. No más de oírla reír, se me apachurra el estómago. Diablo de Martita, tan buena que está. ¡Y pinche ruso! ¿Quién le estará haciendo al maje? ¿Si me estaré poniendo como chamaco con su primera novia? Y ella viéndome la carota, toda la carota: “Ésta es su casa Martita”. “Quédese en la recámara, yo duermo aquí en la sala”. Y ella allí en la cama, muy virginal y toda la cosa. Y capaz que el chino Lui ya se dio el gusto. Y yo nada más un besito en el cachete. Y tan linda trompita que tiene. Y luego, nunca se me ha hecho con una china. Si seré maje. ¡Pinche ruso con sus chismes! Y capaz tiene razón y hay que investigarla. Mejor le investigo las piernitas. Esto de Martita ya deben saberlo hasta en la Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior!

Marcó otro número en el teléfono:

—Habla García, mi Coronel.

—¿Ya mató a otros?

—Hice los contactos. ¿Podría decirme si el finado Roque Villegas tenía dinero en dólares?

—Sí.

—¿En billetes de a cincuenta?

—Sí. Treinta billetes. Si es que los de la ambulancia no se clavaron algo.

—¿Todos los billetes de a cincuenta?

—Sí. ¿Por qué?

—Creo que ya vamos empezando a ver claro. ¿Sabe usted la dirección del finado Villegas, mi Coronel?

—Vivía con una mujer que se trajo de Tijuana, una gringa. Guerrero 208, departamento 9.

—¿Ya hablaron con la mujer?

—No, no he querido que le digan nada. Quiero ver qué hace.

—Voy a ir a verla.

—No quiero que se muera esa gringa, García.

—Se hará lo posible, mi Coronel.

Colgó el teléfono y entró a la cantina de la Ópera. Fue hacia uno de los reservados, en el fondo, donde antiguamente acudían algunas damas audaces y con velos y ahora sólo van hombres que buscan una soledad mayor de la que llevan dentro. Se sentó y pidió unos tacos de ubre y una cerveza. ¡Pinche Coronel! No quiere que la gringa aparezca muerta. Y a mí qué me importa que esté muerta o viva. A mí qué me importa todo esto. La Mongolia Exterior y los rusos y el presidente de los gringos. ¡A mí qué carajos me importa todo eso! Que de mucha lealtad al gobierno, ¿y qué ha hecho el gobierno para mí? ¡Pinche sueldo que paga! Si no fuera porque uno se aguza, con o sin gobierno, se lo lleva el tren, con todo y la lealtad. Y por allí andan sueltos muchos billetes de a cincuenta dólares. Diez mil de ellos.

—¿Quihubo, mi Capitán?

—¿Qué hay, Licenciado? ¿No se toma un tequila?

El Licenciado se sentó frente a él, el mármol de la mesa entre los dos. Tenía un traje y una edad indefinidos. Los pocos dientes que le quedaban, aparecían de vez en cuando, amarillentos y tímidos tras de su sonrisa, tímida también. Una corbata, también de color indefinido, le colgaba del cuello delgado. La camisa estaba sucia y vieja. Las manos, al llevarse a los labios la copa de tequila, le temblaban.

—No vino anoche, Capi. Faltaba uno para el dominó.

—No. No vine.

—¿Trabajo o detalle?

—Salud, Licenciado.

—Vino a buscarlo un tipo.

—¿Sí?

—Dijo que era su amigo. Me invitó dos tequilas, allí en el mostrador.

—¡Vaya!

—Pero le caí en la movida. No lo conocía, Capi. Le dije que usted siempre tomaba tequila, me dijo que sí, que era usted un gran tequilero.

El Licenciado vació su copa. García le pidió otra. ¿Con que hasta aquí me andaban buscando esos cuates?

—¿Como a qué hora fue eso?

—A eso de las nueve.

Trajeron el tequila y los tacos de ubre.

—¿No gusta?

—Gracias, Capi. Yo como más tarde… Cuando como. Salud.

Bebió ¿O será que el Licenciado quiere hacer el cuento grande para gorrearme otros tequilas? ¡Pinche Licenciado!

—¿Y luego, qué pasó?

—Mire, Capi, cuando alguien entra preguntando por un hombre como usted y diciéndose su amigo del alma, su merito contlapache y ni siquiera sabe que nunca toma tequila, hay algo raro. ¿Sería de la policía?

—Quién quita.

—Cuando salió, lo seguí un trecho, pero luego se me perdió en Donceles. O, por mejor decir, me encontré con Ibarrita y me disparó un tequila…

—¿Era mexicano?

—Sí. Medio pocho en el vestir, pero mexicano. Como de mi alto, con la cara medio aindiada. Y llevaba pistola debajo del sobaco.

—¿De veras no quiere unos tacos, Licenciado?

—Mejor otro tequila.

García pidió otro tequila. Por lo que dice, parece que era Roque Villegas. Y yo que tanteaba que me venía siguiendo desde Dolores y resulta que me estaba buscando aquí. Y ahora ya no me está buscando en ninguna parte. ¡Pinche muerto! Y el otro, el Luciano Manrique, sabía que andaba yo en Dolores con los chales. Esto se está enredando.

—Mire, Licenciado, ¿quiere hacerme un favor y ganarse unos centavos?

—¿Hay que matar a alguien?

—Defender a una viuda.

—¿Autoviuda o usted la hizo viuda?

—No es exactamente viuda: No se casaron.

—Una concubina.

—Sí, le mataron al amante.

—¿Usted?

—Sí. Y el hombre llevaba mil quinientos dólares en la bolsa, en billetes.

—¿Y se los dejó, mi Capi?

—Los tiene la policía. Quiero que vaya a ver a la mujer, que aún no sabe que su hombre se ha muerto…

—¿Y? ¿Tiene más dinero ella?

—No sé. Le dice que la va a representar, que la va ayudar a recobrar ese dinero que legítimamente es suyo.

—Así es. La ley protege…

—Se trata de una gringa.

—Con más razón, una mujer sola, en tierra ajena, con el marido muerto…

—Luego le hace a la demagogia, licenciado. Lo que quiero es que la vaya a ver y le diga que le puede conseguir ese dinero mediante una comisión…

—¿El cincuenta por ciento?

—El diez por ciento…

—Es muy poco.

—De todos modos no va a conseguir ese dinero. Por eso le voy a pagar yo…

—Pero es que sí se puede conseguir legalmente…

—Eso no me interesa, Licenciado. Lo que quiero saber es de dónde proviene ese dinero, quién se lo dio a Villegas…

—¿Villegas, Capi? No será un tal Roque Villegas.

—Sí.

—Venía en la edición del mediodía…

—Le dirá usted a la mujer que es necesario comprobar el origen de ese dinero para poder cobrarlo. O sea, que tiene que demostrar que efectivamente era de Villegas…

—Comprendo.

—Yo llegaré mientras está usted con ella. Hará como que no me conoce y sigue mi juego. Pero cuando llegue quiero que ya esté enterada de todo y con ganas de cobrar ese dinero.

—¿Y yo qué saco, Capi?

—Doscientos pesos.

—Trescientos. Tengo que pagar el cuarto…

—Doscientos cincuenta.

—Está bueno. ¿Dónde vive?

—Guerrero 208, departamento 9.

—La veré mañana.

—Ahora. Yo llegaré a las cuatro.

—Pero…

—Ahora.

—Déme algo para el coche.

Le dio diez pesos. El Licenciado los tomó y desaparecieron casi en forma mágica entre sus manos.

—Voy de una vez.

—Esos diez van a cuenta.

—No sea malo, Capi. Deje vivir…

El licenciado salió de la cantina. Ya aparecieron treinta de los diez mil billetes. Me gustaría encontrarme un lotecito de ellos. Y también es posible que mi amigo Mikailovich me estaba viendo cara de maje. Como Martita. Y resulta que ni hay los diez mil billetitos de cincuenta ni hay Martita. ¡Pinche Martita! Capaz y que hasta está preñada del chino Liu. Y yo haciéndole a la novela Palmolive. ¡Jíjole! Si me hubiera visto Ramona la Chiapaneca: “Fili, tú eres capaz de saltarle a un poste con naguas”. Así me decía la canija. Y todo porque le volteé a la criadita del burdel. Había que incorporarla. Y aquella otra, la de Veracruz: “Para ti el amor sólo es saltarle a una vieja encima. Creo para ti una mujer no es más que un agujero con patas”. Y luego, ¿qué otra cosa es una mujer? Con ellas, a lo que te truje. Es como con los muertitos. ¿Para qué andarle haciendo? Sobre el muerto las coronas y sobre la vieja el hombre. ¿Y para qué tanto prólogo? Llegando y prendiendo lumbre. Con las viejas y con los muertos. Es igual. Lo demás son adornos de degenerados. Y ahora yo: “Usted en la recámara, Martita”. A poco lo que está resultando es que ya no puedo y me hago medio paternal. ¡Pinche Martita! ¡La pinche madre! Nomás hablo con el gringo y me voy a la casa. Y aquí se acabó la novela Palmolive y vamos a lo que importa. Usted en la cama, Martita, y yo también. Que si no sirve para eso. ¿Para qué otra cosa? Puede que le lleve unas flores. ¡Otra vez haciéndole a la novela Palmolive! Y ese día que llevé unas flores, allá en Parral. Pero no me iba a acostar con Jacinta Ricarte. Las flores eran para la tumba. Estaba bien borracho y allí me cayó el Teniente Garrido. No había órdenes para matar a Jacinta Ricarte. ¡Pinches flores! Y el gringo va a salir con que también se las sabe todas, como el ruso.

Graves entró a la cantina con toda su sonrisa al aire. Llevaba bajo el brazo un gran portafolio de cuero negro, Cuando vio a García, su sonrisa se hizo aún más luminosa. Este gringo pone cara como si me quisiera vender algo. O capaz y es maricón y le estoy gustando.

—Mi buen amigo García…

—¿Quihubo?

Graves se sentó frente a él.

—¿Ya comió?

—¡Oh, sí! Nosotros tomamos el lunch a las doce, para tener una tarde larga en la que trabajar.

—¿Quiere café?

—¿Tendrán café americano?

—Tal vez.

Se consiguió una taza grande con algo de café y agua caliente. Graves lo probó y no volvió a tocarlo.

—Eso me pasa en Sanborns cuando pido café —dijo García.

Graves sonrió.

—No tiene importancia. Lo pedí por acompañarlo.

—¿Quiere un coñac?

—No, gracias. No cuando estamos trabajando. García, sé que Laski tiene hombres que me siguen…

—Y usted tiene hombres que lo siguen a él.

—Es rutinario. Pero hay otros que creo no son de Laski. ¿No son suyos?

—Y hay otros que me siguen a mí. Los de Laski, los suyos y otros. Parecemos procesión.

—¿No sabe de quién puedan ser esos hombres?

—Del señor Mao.

—¿Está seguro?

—No. ¿Y usted?

—Si nos andan siguiendo, quiere decir que estamos sobre la pista de algo.

—Mire, Graves, ¿qué dice si nos dejamos de payasadas? Si usted y Laski ocupan a su gente en algo más útil, capaz podamos saber quiénes son los otros.

Graves rió.

—Tiene razón, amigo García. Habrá que hacer un trato con Laski que es, por cierto, un hombre muy peligroso. Creo que a veces llevamos la desconfianza un poco demasiado lejos.

—Eso digo.

—Puedo darle un ejemplo de ello. Usted no me dijo nada de sus actividades de anoche. Si no ha sido porque… porque tuve la precaución de hacerlo vigilar desde que supe su nombramiento, no me hubiera enterado de nada. Eso no es bueno, García. Convinimos en cooperar.

—¿Está seguro que lo que sucedió anoche tiene que ver con el negocio que estamos investigando?

Graves estaba ocupado en encender un cigarrillo. La próxima vez que me levante una changuita, mejor la llevo al Estadio Olímpico, habrá menos gente allí. Si he sabido, vendo boletos.

—El asunto —dijo Graves— empezó en el Café Cantón que me pidió que investigara…

—¿Sí?

—Allí empezaron a seguirlo en un Pontiac. El Pontiac en el cual encontraron, esta mañana, a dos hombres muertos.

—¿Está seguro de que tienen que ver con este asunto?

—Es lógico. ¿No me pidió que investigara a Wang del Café Cantón para otros fines?

La voz de Graves era dura. A pesar de la sonrisa, se veía que no le parecía divertido el asunto.

—Estamos tratando una cosa muy seria, de la cual depende la vida del Presidente de los Estados Unidos y, tal vez la paz del mundo. Y tenemos muy poco tiempo…

—Entonces no lo pierda con regaños y dígame qué averiguó del chino Wang.

Graves sonrió. Puso su portafolio sobre la mesa, pero sin abrirlo. Ya me va a sacar todos sus papeles. Investigación en mil páginas. Que las lea su madre.

—Wang ha importado bienes de China Comunista por la vía de Hong Kong. Especialmente latería de platillos chinos. Sus importaciones han sido bastante fuertes. El último cargamento tuvo un valor de ochenta mil pesos. Yo creo que la policía mexicana debería catear el café y las bodegas que tiene en Nonoalco.

—¿Y encontrar qué? Latas de cerdo y salsa de pescado. Mi gobierno no prohíbe el comercio con China.

—Éste es un caso especial.

—Además, he sabido que andan por allí, volando como quien dice, quinientos mil dólares, en billetes de a cincuenta dólares.

—¿Cómo lo sabe, García?

—Ese dinero viene de Hong Kong. Con medio millón de dólares se puede organizar el asesinato del papa, no digo de un presidente.

—¿Cómo supo de ese dinero?

—Tal vez su gente, que es tan amiga de investigar, tenga noticias de una operación de esa magnitud. El dinero, en efectivo, proviene del Hong Kong Shangai Bank, en Hong Kong.

—Wang cambió ayer, en el Banco Nacional, cien billetes de a cincuenta dólares. Los cambió por pesos.

—¿Usted cree, Graves, que puede conseguir los números de los billetes que dio el Banco de Hong Kong?

—Se puede intentar, a través de Londres, pero tenemos poco tiempo.

—Hágalo, aunque sea a través de la Mongolia Exterior. Y tenemos cita a las siete, en el Café Cantón, con Laski.

—Bien. ¿Qué dijo acerca de la Mongolia Exterior?

—Nada. Era un chiste. Hasta las siete.

García se puso de pie. Graves siguió sentado:

—Quisiera saber de dónde proviene su información, García. La del dinero…

—¿Sí?

—Es importante.

—Uno de los hombres muertos en el Pontiac llevaba treinta billetes de cincuenta dólares. Mucho dinero para un tipo así.

—Medio millón de dólares es demasiado dinero para una empresa como ésta, García.

—¿Usted cree que la vida de su presidente no vale eso?

—Estos atentados se hacen generalmente con fanáticos, a cuales se les paga poco. Medio millón es mucho dinero.

—Hasta las siete.

García salió a la calle y se detuvo en un teléfono público:

—Habla García, mi Coronel.

—¿Ya mató a alguien más?

—¿Tiene allí los billetes que le encontraron a Villegas?

—Sí. Y aquí se van a quedar.

—Sólo quiero saber los números.

El Coronel le dio los números y García los apuntó en un sobre viejo.

—Gracias, mi Coronel.

—Me llamó la persona con la que hablamos anoche. Quiere informes. ¿No tiene más que decir?

—¿Pudiera usted conseguir los números de unos billetes de cincuenta dólares que el chino Wang, del Café Cantón, cambió en el Banco Nacional? Eran cien billetes.

—Sí, es fácil. El banco no tiene por qué ocultar ese dato. Usted mismo puede pedirlos.

—No hay tiempo, mi Coronel. Pasado mañana llega el Presidente de los Estados Unidos.

—Sígame informando.

El Coronel colgó la bocina. ¡Pinche Coronel con sus chistes! Que si ya maté a alguien más. ¿Y qué tal si no le mato a sus clientes? Todos estos se han hecho los muy superiores. Como el del Valle. ¿Quién habló de matar a alguien? Y yo sigo en las mismas. Nomás que peor. Antes se respetaba. Filiberto García, el que mató a Teódulo Reina en Irapuato. Y el pinche coronelito no era nadie, un chamaco. Pero ahora es así, la Revolución con guantes blancos. Y el gringo muy preguntón. Como el ruso. De a mucho investigar, de a mucho equipo. ¡Pinche equipo! Estas cosas las hace un hombre solo. Filiberto García, el que mató a Teódulo Reina en Irapuato. Solo. De hombre a hombre. Sin investigar. ¡Pinche Coronel!

Inútilmente buscó un taxi y acabó por tomar un autobús. La casa 208 de la calle de Guerrero era un edificio de apartamentos, de una fealdad que parece reservada a esa calle. El apartamento 9 estaba en el segundo piso, al fondo de un pasillo sucio, con paredes descascaradas en las cuales varias generaciones de inquilinos habían dejado estampadas sus impresiones sobre la política, la vida y la muerte y, sobre todo, el sexo. García se detuvo y apretó la campanilla. Parecía no funcionar, así que golpeó con la mano en la puerta. A los pocos momentos se abrió. Una mujer rubia, cubierta por una bata sucia, despeinada y con visibles huellas de maquillajes anteriores, le preguntó…

What the hell…?

—Policía.

Le enseñó una placa. La mujer se llevó las manos a la boca, como para ahogar un grito, y lo dejó pasar. Entro a la sala-comedor del apartamento, donde sobre lo viejo y corriente de los muebles, imperaba el desorden. La mesa estaba cubierta por trastes sucios. En el suelo había periódicos tirados, colillas de cigarros y prendas de ropa. En medio de todo ello, el Licenciado estaba sentado en el sofá, copa en la mano y una botella de ron en la mesa frente a él. El Licenciado se puso de pie:

—Policía —le dijo García.

—Soy licenciado y represento a la señora.

La mujer seguía inmóvil, junto a la puerta abierta, las manos en la boca, como ahogando un grito. García se volvió hacia ella:

—¿Es usted la mujer de Roque Villegas Vargas?

—Sí. Y el dinero que tenía es mío… es mío. The dirty bum, the low dirty bastard… El dinero es mío…

El Licenciado cruzó el cuarto y cerró la puerta de entrada. La mujer seguía hablando:

—El dinero es mío… todo es mío y no crean que voy a dejar que la policía me lo robe.

—Señor policía —intervino el Licenciado—, la señora acaba de enterar del sensible fallecimiento del señor Villegas Vargas…

The dirty bum, the no good mother fucking bastard

—… y naturalmente se encuentra un poco alterada por el dolor.

—Quiero ese dinero, todo ese dinero…

—Por otra parte, le he dado el consejo de que tome un estimulante, un poco de ron, para calmar sus nervios destrozados…

The no good son of a bitch. Mil quinientos dólares, señor policía, y son míos… míos.

García se le quedó viendo fijamente. La mujer cerró la boca, que tenía dispuesta a mayores muestras de su dolor, y se echó hacia atrás un paso:

—¿Tiene documentos que comprueben que es usted la esposa de Villegas Vargas?

El Licenciado se adelantó:

—Mire usted, señor policía…

La mujer lo hizo callar con un gesto:

—Esos mil quinientos dólares son míos. Es lo único que voy a sacar de todo este cochino enredo, de cinco meses de vida con ese mother fucking bastard… Es lo único.

—¿Tiene documentos?

El Licenciado volvió a intervenir:

—Tiene su pasaporte y está en regla. Su estancia en México es legal…

—¿Sí?

—Ahora bien, señor policía, al parecer faltó un pequeño requisito legal, el acta de matrimonio. Pero usted bien sabe que nuestras leyes son humanitarias y protegen a la concubina de buena fe. Y es indudable y se puede demostrar que esta señora ha vivido con el señor Villegas Vargas como su esposa y, por lo tanto, tiene el más completo derecho a la herencia que ha dejado el difunto…

You tell him, Licenciado! Claro que tengo mis derechos… Ese dinero es mío y si se lo quieren robar, iré a ver a mi cónsul. Ningún greaser me lo va a quitar. Mil quinientos dólares. Holly Jesus!

—Es cierto eso, señor policía. Está bajo la protección, no tan sólo de nuestras leyes humanitarias, sino del gobierno de los Estados Unidos.

—Identifíquese —dijo García a la mujer.

Corrió a otro cuarto y regresó al instante con una enorme bolsa de mano de color rojo violento. La abrió, hurgó dentro de ella y sacó un pasaporte americano. Se lo enseñó a García, triunfante, segura de sí misma. Con sólo ver su pasaporte parecía haber adquirido una nueva fuerza, una nueva categoría humana:

Look, american citizen. Vea. Anabella Ninziffer, from Wichita Falls, artista de teatro. Y mire mi tourist card. Todo en regla. Todo…

—Ya veo.

—Claro que en el teatro o en los cabarets no uso ese nombre. Me llamo Anabella Crawford. Tal vez me haya visto anunciada en Tijuana o en L. A.

García le devolvió el pasaporte. ¡Pinche gringa! Le apesta el hocico a cantina de amanecida. Conque ciudadana americana. Y ya me espanté.

Look here, mister… Le digo que ese dinero es mío…

—Ya veremos.

Come on, honey. Be good… Se bueno conmigo and I’ll be good to you. ¿Quieres venir esta noche a un party, tú solo…? Siempre me han gustado los hombres fuertes, morenos, con ojos verdes. I’ll be good, honey.

El Licenciado se sirvió una copa de ron y se la vació de un trago. Anabella se acercó a García, dejando que se le abriera el escote de la bata. Debajo de la bata sólo había Anabella, mucha Anabella.

—No he hecho ningún deal con ese schister… con ese abogado. Quería una parte de mi dinero, honey.

—¿Sí?

—Quería el treinta por ciento de mi dinero. Five hundred dollars. ¡Jesus Christ! ¿Verdad que no le tengo que dar nada? Tú me lo vas a conseguir.

—Si puede comprobar el origen de ese dinero, no tiene por qué darle nada a nadie.

—¿Cómo?

García le repitió la frase en ingles. La mujer siguió hablando en inglés:

—Lo ganó él con su trabajo. Lo ganamos los dos…

—¿En qué trabajaba?

—Lo contrataron para un trabajo especial, una investigación. Era un detective privado, honey.

—¿Quién lo contrató?

—Y el coche también es mío, el Pontiac. Yo le di el dinero para que lo comprara en Tijuana.

—¿Quién lo contrató?

—Tienen que darme el dinero y el coche. Todo eso es mío…

—¿Quién lo contrató?

La mujer fue a la mesa, tomó la botella de ron y echó un buen trago.

Honey, no es necesario saber eso. Ven a la noche y verás como todo eso no importa… Tendremos un party

García se le acercó. Tenía los ojos como dos pedazos de hielo verde. Con la mano izquierda le quitó la botella a la mujer, con la derecha le dio una cachetada cortante.

—¿Quién lo contrató?

La mujer se llevó las manos a la boca. Tenía los ojos desorbitados. Lentamente se dejó caer en el sillón, sin descubrirse la boca. Las lágrimas le empezaron a correr por la cara, le bajaban por las mejillas, revueltas con máscara de los ojos y polvo.

—¿Quién lo contrató?

—No… no puedo decirlo… No puedo. Pero ese dinero es mío, es lo único que tengo… Lo único. Ese desgraciado me lo quitó todo. Me dijo en Tijuana… Yo era artista allá… Me dijo que íbamos a ganar mucho dinero…

—¿Con quién?

—No… no puedo decirlo… Tengo miedo.

García la tomó de la bata y la obligó a ponerse de pie. A Anabella parecía que se le iban a saltar los ojos. Le temblaba la boca regordeta.

—Lo contrataron unos chinos, ¿verdad?

La mujer sacudió la cabeza, pero sin fuerza.

—¿Fue Wang, el del Café Cantón?

La mujer seguía negando. García soltó la bata y la empujó en el sillón. Anabella se cubrió la cara con las manos y empezó a sollozar.

—Podemos tener un party, honey… Un muy buen party, esta misma noche.

—¿Fue Wang?

Anabella asintió con la cabeza.

—¿Qué trabajo iba a hacer?

—No sé… no sé… Era algo muy secreto, muy reservado. No me querían decir nada… Rock, así le decía a Roque, sólo me aseguraba que íbamos a tener mucho dinero y ser gente importante… Pero no sé lo que era.

García se volvió como para salir.

—Pero, señor policía… Mister… usted me prometió que me darían ese dinero… Y el coche…

—Trátelo con su abogado.

That crummy bastard! Mejor ven a la noche, a las nueve, y te explico todo. Me voy a arreglar y tendremos un party. ¿Te gusta un party con una muchacha americana, verdad lover?

García salió y cerró la puerta. ¡Pinche gringa más aguada! Y todavía apesta al aguardiente que se tomó anoche. Casi prefiero acostarme con el Licenciado. ¿Conque el chino Wang andaba repartiendo la fierrada? Fregados chales éstos. Ora sí que les cayó tierra. Y estos de China Comunista han de andar medio atrasados en la intriga internacional. ¡Vaya pendejadas que andan haciendo! Por eso creo que aquí hay gato encerrado. ¡Pinche gato! Conque de mucha Mongolia Exterior para salir con esta tarugada. Y por allí andan otros muchos billetes de a cincuenta dolares cada uno, de a cincuenta dolares verdes. Le podría comprar a Martita un abrigo de pieles. Y sigo haciéndole al maje. Pero lo que es esta noche me cumple o me cumple. Con lo buena que está. Medio millón para una pendejada así. Más de seis millones de pesos. El Coronel se va a poner aguzado. Y se va a venir el juego de la bolita. ¿Que dónde está la bolita? Pero el primer clavete es el bueno, y ése me va a tocar a mí.