II

México, con cierta timidez, le llama a la calle de Dolores su barrio chino. Un barrio de una sola calle de casas viejas, con un pobre callejón ansioso de misterios. Hay algunas tiendas olorosas a Cantón y Fukien, algunos restaurantes. Pero todo sin el color, las luces y banderolas, las linternas y el ambiente que se ve en otros barrios chinos, como el de San Francisco o el de Manila. Más que un barrio chino, da el aspecto de una calle vieja donde han anclado algunos chinos, huérfanos de dragones imperiales, de recetas milenarias y de misterios.

Filiberto García se detuvo en la esquina de Dolores y Artículo 123. En la cuarta casa, la del chino Pedro Yuan, estarían jugando al póker, ese eterno póker silencioso y terrible. En los cuartos de arriba algunos chinos viejos estarían fumando opio. Ese negocio lo manejaba Chen Fong, sólo Dios sabía para quién, pero no podía dejar mucho dinero, porque los fumadores cada día eran más viejos y más pobres. Capaz y que los tienen allí de caridad, como hay monjitas que tienen a viejos y lisiados. Y una vez, cuando me tocó la comisión de ir tras de unos traficantes de opio en Sinaloa y me clavé tres latas, se las di al chino Fong. Desde entonces somos cuates. ¡Pinche chale! Bastante me han ganado al póker para mantener a todos sus fumadores de opio. Y luego, ¿para qué quiero amigos chinos? Para que el Coronel me dé encargos como éste y me salga con que se las sabe todas, hasta que les tapo sus fumaderos. ¡Pinche Coronel! Capaz y sabe hasta lo de las latas de opio. Y luego del Valle, que no quería que lo reconociera y cada rato sale retratado en los periódicos. Pero él ha de decir que un pistolero no lee los periódicos. Como si todo México no supiera que es uno de los que tenían su corazoncito puesto en ser presidente, pero que no se le hizo. Es posible que también quieran que me haga maje y no sepa ni quién es el presidente, ni quién es el presidente de los gringos, ¡pinches misterios! Y luego me salen con la Mongolia Exterior y con Hong Kong y los rusos. Capaz y el chino Fong con esa cara de maje es el agente de Mao Tse Tung. Con estos chales nunca sabe uno. El Licenciado dice que los chales son mis meros cuates y tal vez sea cierto. Son buenos cuates. Cuando estaba enfermo con el paludismo, me fueron a ver y me llevaron unas frutas y unos remedios chinos. Y los paisanos ni se enteraron, ni fueron. Mis cuates los chales. ¡Pinches chales! Y la muchacha esa medio china que despacha en la tienda de Liu está rebuena y como que me da entrada. “¿Me recibe una carta, preciosura?”. “Sólo que me la escriba en chino”. Capaz y que resulta ser hija del chino Liu, pero a estos chales eso no les importa. Son como los gringos. Aquel cherife gringo de Salinas, cuando el lío de los braceros. Bien que me estaba viendo cuando le metía mano a su mujer y él sólo se reía y pedía copas. ¡Pinches gringos!

Un chino viejo se detuvo frente a él:

—Buenas noches, señol Galcía.

—Buenas, Santiago.

—¿No viene hoy?

—Más tarde.

—Está viendo a la tienda del señol Liu, ¿eh?

La risa del chino era blanda, espesa.

—Mu bonita Martita, muu bonita.

—No seas mal pensado, chino Santiago.

El chino Santiago siguió su camino muerto de risa. ¡Pinches chinos! Siempre están muertos de risa. Y caminan como si no caminaran, como que nada más se fueran resbalando. Y así se andan resbalando por todos lados, desde la Mongolia Exterior hasta la calle de Dolores.

Encendió un cigarro y caminó hasta la tienda del chino Liu. Martita se estaba preparando para cerrar y Liu ponía las maderas en el aparador.

—Pase, señol García, pase.

Entró en la tienda. Martita le sonrió discretamente.

—¿No quiere una lechía, don Filiberto?

—Ayer me decía nada más Filiberto, preciosura.

—Pero eso es faltarle al respeto.

Los ojos de García brillaban en la penumbra de la tienda.

—¿No quiere cenar conmigo, Martita?

—No puedo.

—Vamos nada más aquí enfrente. Y así me dice qué hay que comer, porque yo no le entiendo a esa comida china.

—El señor Liu cena allí todas las noches. Y él sabe más que yo de la comida… Filiberto.

García sonrió. Su sonrisa era fría, como si no estuviera acostumbrado a ella, como si no la hubiera ensayado mucho.

—¿Cuántos años tiene, Martita?

—Veinte.

—¿Y tiene compromiso?

—No.

—¿Y vive sola?

—En un cuarto, aquí arriba. El señor Liu me permite vivir en ese cuarto.

—¿No tiene familia?

—No.

Marta se notaba nerviosa, como si quisiera cortar la conversación.

—¿De veras? ¿No quiere ir a cenar?

—Me da pena.

—Porque no quiere que la vean con un viejo.

—Usted no es viejo, Filiberto. Pero ya es muy tarde, ya van a dar las nueve.

—Podemos ir al cine.

—Otro día… Filiberto.

—Para mí que tiene su novio, Martita.

—¡Ah qué don Filiberto! ¿Quién quiere que se fije en mí?

—Yo, preciosura, yo, que cuando veo a una mujer bonita…

—No me diga esas cosas, que me pongo colorada.

Un hombre había entrado en la tienda y Martita fue a atenderlo. Este cuate parece extranjero, pero no parece gringo. Está muy chiquito para ser gringo. Para mí que es de Europa, tirando a polaco. Y ya lo vi antes, cuando iba parado, como haciéndose el maje en la puerta de la cantina. Para mí que me anda siguiendo. A poco ya empiezan a malhorear tan pronto. Serán los cuates de Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior! Con que muy aguzaditos. Yo tengo un cuate que es de la Mongolia Exterior. Usted no tiene ni madre. Al changuito éste hay que ficharlo, no se vaya a estar apareciendo luego por todos lados, como el ánima de Sayula. ¡Pinches ánimas benditas! Y esta Martita está rebuena, pero me late que no se me va a hacer con ella. Y nunca se me ha hecho con una china. Está muy chamacona. Capaz y si le hablo por lo derecho a uno de estos chales, me la consigue. Como aquella que se me andaba haciendo la muy apretada, Carolina, la de la calle del Doctor Vértiz. Ni me quería sonreír la canija. Hasta que le hablé por lo derecho a la dueña del estanquillo y a los dos días ya me la había conseguido. Hasta mi casa la fue a llevar. Y todo por doscientos del águila y por los favores que le pudiera hacer con la policía. ¡Pinche Carolina! Creo que se traían un negocio muy organizado para que cayeran los majes como yo. Y capaz y Martita también es negocio de estos chales y para que me siga haciendo el zonzo con lo del opio, me la llevan a la casa. Bien vale sus doscientos pesos y nunca se me ha hecho con una china. ¿Y ese polaco, qué tanto habla con ella?

En ese momento Martita le daba al cliente un paquete y le cobraba. Luego volvió, por atrás del mostrador, hasta donde estaba García. Ya Liu había puesto todas las maderas y estaba listo para cerrar.

—Perdone, don Filiberto.

—¿Es un cliente conocido, Martita?

—No. Es la primera vez que viene.

García fue a la puerta de la tienda y se asomó a la calle. El polaco estaba entrando al restaurante de enfrente. García se volvió al señor Liu:

—¿No quiere cenar conmigo? Esta noche tengo ganas de comida de chales.

—¡Ah, qué señol Galcía! Mu honlado, mu honlado de il con tan honolable señol.

—Pues vamos. ¡Hasta la vista, Martita!

El polaco estaba sentado junto a la ventana en el restaurante. García y Liu se sentaron en una mesa cerca. El polaco después de ver detenidamente el menú que estaba en chino y en español, señaló con el dedo un platillo. El mesero le preguntó:

—¿Con hongos?

—¿Qué? ¡Ah, sí! Con hongos.

—Quelá un plato de sopa, señol Galcía —preguntó Liu.

—Lo que usted diga, Liu. Usted es el que sabe.

Los ojos verdes de García estaban clavados en el polaco que veía distraídamente la calle.

—¿Vienen muchos turistas aquí, Liu?

—No. Éste es lugal pala chinos… y pala algunos mexicanos. Es lalo vel a un extlanjelo, mu lalo.

Quedaron en silencio. La ventaja de esos cuates chinos es que no hay que hablarles. Calladitos parecen estar contentos. Tomaron sopa de nido de golondrinas y costillas de cerdo con salsa amoy. El polaco acabó su platillo, pagó y salió.

—Parece que no le gustó la comida china.

Liu rió.

—Cleo que el honolable extlanjelo no está acostumblado a la poble comida de los chinos.

—¿Ha habido otros extranjeros por aquí en los últimos días?

—¿Pol qué plegunta?

—Curiosidad. Viene a México tanto turista…

—Los tulistas cuando quielen comida china van a la Casa Hans, en la avenida Juález. Aquí sólo gente poble… soló nosotlos.

—Es muy buena la comida.

—Un honol, un glan honol pala poble comida china.

García quedó en silencio. ¡Pinches chales! Pero Martita está muy buena. Y el polaco parece que es nuevo en la calle de Dolores y no sabe nada de cosas chinas. Pero los tres del rumor de la Mongolia Exterior vienen de China y han de saber algo de por allá. ¡Pinche Mongolia Exterior!

El restaurante estaba ya casi vacío. García se inclinó sobre la mesa para hablarle a Liu en voz baja:

—¿Ustedes son de la China Comunista o de la otra?

—Yo soy de Cantón.

—No se haga el maje, Liu. ¿Su presidente es Mao Tse Tung o el otro?

—El Genelal Chiang Kai Shek.

García rió en forma un poco forzada.

—Nunca les entiende uno a ustedes los chinos.

—¡Oh! Lengua china mu difícil, mu difícil. Hay muchos calateles que aplendé, señol Galcía… Mu difícil.

—¿Hay por aquí algunos paisanos suyos que son del partido de Mao Tse Tung?

—Chinos aquí gente de mucha paz, de mucha paz. Gente mu contenta con vivil en México.

—¿Y si gana Mao?

—Gente china aquí mu contenta. Mucha paz…

¡Pinches chales! Nunca se les saca nada en concreto. Y también pinche Coronel y pinche señor don Rosendo del Valle. Martita se habrá quedado medio desorientada cuando me despedí a la carrera de ella. Pero tal vez eso sea bueno. A las mujeres hay que traerlas escamadas, que no agarren confianza. ¡Pinche polaco! ¿Para qué me quiere andar siguiendo? ¿Y cómo saben que ando investigando esta pendejada de la Mongolia Exterior? Aquí hay gato encerrado y yo no le entiendo mucho a estas cosas internacionales. Y me escogieron para esto. Aquí hay gato encerrado. ¡Pinche Coronel!

Liu se había quedado meditabundo. De pronto sonrió:

—¿Va a casa del honolable señol Yuan?

—Un rato. Mañana hay trabajo.

—E mu peligloso el señol Galcía jugando pokalito… mu peligloso.

Liu rió con una gran inocencia.

—Las últimas jugadas me van costando ya muchos centavos, Liu.

—E sólo juego entle amigos.

—Sí. Entre amigos.

—Yo no puedo il esta noche… Mucho tlabajo…

García pidió la cuenta, pero ya Liu le había hecho seña al mozo que él pagaría. García quiso protestar. Liu le puso la mano sobre el brazo:

—Nosotlos los chinos lo quelemos, señol Galcía. Polque usté é como nosotlos, que no oye, no ve y no habla. Ésas son las tles viltudes que aplenden los niños chinos… Mu buenas viltudes.

Salieron y cruzaron la calle. Liu se despidió en la puerta de su tienda.

El juego en la casa de Pedro Yuan estaba desanimado. Tan sólo él, el chino Santiago y Chen Po. García no quiso comprar fichas. Desde el cuarto de arriba se permeaba el olor dulzón del opio. García abrió una ventana y llevó a Yuan hacia ella. Los otros se quedaron en la mesa, con las barajas inútiles en las manos.

—Necesito una poca de información, amigo Yuan.

—Mu honlado.

—Esto es cosa seria, Yuan. Creo que les he probado que soy su amigo y que nunca me meto en las cosas que no me importan…

Yuan afirmó con la cabeza. Se empezó a notar la preocupación en su cara.

—Anda corriendo un rumor por allí que es necesario aclarar, antes de que la policía intervenga en serio y averigüe otras cosas que no tiene por qué saber.

—Siemple hay lumoles malos.

—Por eso es mejor que yo sea el que intervenga en este asunto, Yuan, y averigüe lo que hay de verdad en este rumor.

—Usté e nuestlo amigo.

—Dicen que hay entre ustedes algunos agentes de China Comunista. ¿Qué hay de cierto en eso?

Yuan quedó un rato en silencio. Sus pequeños ojos oscuros estaban llenos de tristeza. Cuando habló, su voz era tan baja que García tuvo que inclinarse para oírlo.

—Nosotlos somos lefugiados en tiela estlaña. Nuestlos honolables padles y abuelos se quedalon entelados en Cantón, donde suflielon mucho en su vida. Siemple ela un señol de la guela y otlo señol de la guela, que es mala cosa. Y luego los demonios blancos… Y siemple el hamble, señol Galcía, siemple el hamble. Y ya élamos todos como animales y no como hombles que saben leilse y cantal canciones. Usté no sabe de esas cosas mu telibles, mu odiosas… Y ela siemple un genelal y otlo genelal; y un paltido y otlo paltido, pelo pala nosotlos ela siemple lo mismo, todo mu telible. Y ahola dice usté que un lumol de esas cosas mu telibles nos va a seguil hasta acá.

—¿Hay entre ustedes agentes comunistas?

—Nadie conoce el pensamiento que anida en el colazón del homble, señol Galcía.

—Así es —dijo García.

Pedro Yuan trataba de controlarse, pero el miedo le invadía la cara.

—¿Qué van a hacel si encuentlan a un agente comunista entle nosotlos? ¿A un agente del señol Mao?

—¿Hay alguno?

—Yo no sé nada, señol Galcía. Yo no soy político. ¿Qué van a hacelnos?

Había una honda angustia en la voz del chino. ¡Pinche chale! Tiene más miedo que una gallina. Si éstos son sus agentes, los comunistas están fregados.

—No les harán nada, Yuan.

—¿Usté clee?

—Pero tienen que decirme la verdad. México los ha recibido, los ha acogido y aquí han encontrado la paz que buscaban.

—Eso e mu cielto… mu cielto.

—Por eso deben corresponder. México no quiere agitaciones ni movimientos de ésos. Y creo que ustedes tampoco.

—No, no quelemos… Nosotlos quelemos paz, señol Galcía, mucha paz.

—¿Tiene algo que decirme entonces?

En la mesa, el chino Santiago barajaba las cartas distraídamente. Chen Po lo contemplaba en silencio, pero García estaba seguro que los dos vigilaban, trataban de oír las palabras y de ver todos los gestos que les pudieran revelar algo. Yuan se acercó más a García:

—Hay un café en la calle de Donceles, el Café Cantón —dijo casi en secreto.

—¿Y?

—No sé, no sé nada cielto… sólo lumoles, siemple lumoles…

—¿Qué rumores?

—Hay gente que ha llegado… alguna gente china y de otlos países…

—¿De Hong Kong?

—No sé, pelo hay lumoles y se dice que hay mucho dinelo allí… y antes no había dinelo.

—Gracias, Yuan.

—¿Qué van a hacel con nosotlos?

—Nada.

—¿No quiele una copita?

—No, gracias. Buenas noches a todos.

Había una honda, milenaria angustia en los ojos de los chinos que lo vieron salir. Debí decirles que no se apuraran, que no tuvieran miedo. No van a dormir esta noche. ¡Que se frieguen! ¡Pinches chales! Con que cosas “mu telibles”. ¿Qué cosas tan terribles pueden haber visto que yo no haya visto? Lo que quisiera es verle las piernas a Martita. Habrá que comprarle un vestido bonito. Eso le gusta siempre a las viejas. ¡Pinches viejas! Mucho andar tras de ellas para un ratito y luego aburren. ¡Pinche Martita! Siempre con el mismo vestido. Habrá que llevarla al cine Alameda y luego a cenar unos tacos, para que me vaya agarrando confianza. Pero nunca se me ha hecho con una china. Puede que sea mejor hablarle por lo derecho al chino Liu. A ellos no les importa. Y luego me tienen miedo y les gusta la lana. Y el pinche polaco. Tal vez debí seguirlo, pero es mejor no empezar espantando. Y quién quita y él sea el que me está siguiendo. Si es así ya nos veremos muy pronto. ¡Pinche polaco!

Una voz femenina lo llamó desde el fondo oscuro de una puerta.

—Filiberto, don Filiberto…

García se detuvo en la sombra, donde no le diera la luz del farol de la calle. Instintivamente puso la mano sobre la culata de la pistola. Martita apareció en la zona iluminada. Llevaba un pequeño chal de estambre sobre la cabeza. García se adelantó:

—Dígame, Martita.

Ningún movimiento de la cara delató la sorpresa, si es que sintió alguna. Marta llegó hasta él y empezó a llorar. No emitía ningún sonido, pero los sollozos le hacían temblar los hombros bajo el chal. García le puso una mano en el brazo:

—¿Qué le pasa, Martita?

—Quería… quería hablar con usted. Por favor… tengo que hablarle…

—Cuando quiera, Martita. Yo también siempre quiero hablarle, pero usted como que se hace la desentendida.

—Por favor, esto es serio, Filiberto.

—No conviene hablar aquí, niña. Mucha gente la conoce y a mí también. ¿Qué dice si vamos a… a mi…?

—Donde usted quiera, por favor…

Al decir esto, le tocó la mano que tenía sobre el brazo. Estaba helada.

—Tiene frío, Martita. Vamos a donde pueda tomar un café caliente. Venga, tomaremos un coche…

En la esquina pararon un taxi. Martita subió primero. García se detuvo un momento, como si tuviera dificultades con la portezuela. Unos diez metros adelante, un coche que estaba estacionado arrancó. Puede ser casualidad, pero ese coche como que me estaba esperando. ¡Pinche polaco!

—Vamos a la calle de Donceles —le dijo al chofer—. Al Café Cantón.

Martita no dijo nada. Trataba de envolverse totalmente en su chal, como si debajo de él estuviera desnuda. García le tomó una mano con mucho cuidado, como para no espantarla. Ella no quitó la mano.

—Cálmese, Martita.

La muchacha dejó de llorar. Su mano estaba fría y cubierta de sudor.

—Tengo que hablarle…

—Luego, Martita.

García se había sentado muy cerca de la muchacha. Sentía su cuerpo joven y duro y la pierna que temblaba junto a la suya. Debería abrazarla, pero es mejor no, todavía no. Con estas changuitas no se puede ir aprisa. Y las cosas van resultando. Éstas son como yeguas cimarronas y hay que irlas amansando poco a poco, con palabras y con cariños, como quien no quiere la cosa. ¡Pinches yeguas cimarronas! Y luego el coche ése. Me pareció que era un Ford, con las luces bajas empezó a seguirnos. Pero como que ya no se ve. Capaz y era casualidad. ¡Pinche casualidad! Aquí hay gato encerrado. Pero se le está quedando toda la cola de fuera. Y esta Martita que está tan buena, capaz que es parte del gato encerrado. Ya son muchas coincidencias. Capaz que les dijo: “Yo les pongo al viejo donde lo quieran, para que le den su agüita. Si anda rete empelotado conmigo. Yo se los llevo a donde digan”. Capaz y que hasta la Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior! Así se lo hizo aquella vieja a mi general Marchena. Dialtiro se la andaba buscando con tanta porquería que traía entre manos. Y yo de su gato. Que límpiame los zapatos; que sacude el uniforme; que tráeme una vieja; que anda mucho a la chingada; y yo le llevé a la vieja y la vieja lo puso donde lo querían. ¡Pinche vieja! Y capaz que me están haciendo lo mismo. Pero Martita está mucho más buena que aquélla.

—Aquí es, jefe.

—Venga, Martita.

Antes de entrar al café revisó la calle. No estaba el Ford. Entraron y se sentaron en un apartado.

—Tómese una taza de té, Martita. Eso le hará bien.

—Gracias, Filiberto.

García se había sentado frente a la muchacha, de frente a la puerta de entrada, como lo acostumbraba. Debí sentarme junto a ella. Me estoy poniendo maje, dialtiro maje. Aquí en el rinconcito debería tenerla, de mucho consuelo y toda la cosa.

Eran las once de la noche y aún había bastante gente en el café. Pidió para ella té y una cerveza para él. La mesera lo vio con malos ojos. Un hombre apareció en la puerta y se sentó en una mesa, cerca del aparador que daba a la calle. También tiene facha de extranjero, medio de gringo. O ya estoy viendo moros con tranchete por todos lados. ¡Qué me habrán dado a tomar que puro extranjero veo!

—Salud, Martita.

Marta sonrió sobre el brocal de la taza de té. Aún tenía lágrimas en los ojos. García sacó de la bolsa su pañuelo de seda negra, se inclinó sobre la mesa y le limpió las lágrimas.

—Con tan bonitos ojos, no debe llorar, preciosura.

—Gracias.

Marta tomó el pañuelo y se acabó de secar las lágrimas ella misma. Luego se sonó. Tiene una naricita china que está como manguito. Pero ahora hay dos changuitos en la mesa aquella. No vio cuando entró el otro. Más bien creo que no ha entrado, que ya estaba aquí en el café. ¡Pinches lagrimitas! Pero así se van a creer, si tienen su movida, que no me he dado cuenta de nada. Y como que me están viendo. ¿Será por Martita o será otra cosa?

—Tome más té, Martita. Eso le hace bien.

Le tomó una de las manos que tenía puesta sobre la mesa. Ella no la retiró. Tiene una pielecita a toda madre, como de prisco de mi tierra. Y esos dos cuates hacen muchos esfuerzos para no verme, pero no se pierden un detalle.

—Don Filiberto…

—Filiberto nada más, Martita.

—Yo sé que usted… que usted es de la policía… Lo han dicho allí en la tienda… No, por favor, no me diga nada. También dicen que no le tiene miedo a nada y que… que ha matado a muchos hombres.

—¿Eso dicen, Martita?

—Pero yo sé que usted es bueno, Filiberto. Si ha matado a otros es por… porque era su deber matarlos, porque es de la policía y hay gente muy mala…

—¿Por qué me dice eso Martita?

Los ojos de García se habían vuelto duros. Retiró su mano de sobre la de ella. ¿A poco esta Martita quiere que mate yo a alguien? Por menos de lo que es ella lo he hecho.

—Yo sé que usted es bueno —repitió la muchacha—. Por eso sé que no me va a hacer nada.

—¿Por qué he de hacerle algo, Martita?

—Porque… porque usted es de la policía y seguramente ya sabe…

—¿Qué, Martita?

—Lo mío. Por eso ha estado yendo a la tienda y me ha estado hablando. Yo sabía que no era por mí. Un hombre como usted no se va a fijar en una muchacha como yo, Filiberto.

Ahora ella puso su mano sobre la de él. Jíjole, esto se va complicando. ¿Qué se trae esta niña? ¿A poco anda metida en lo de Mongolia Exterior? Pero no la hubieran dejado que anduviera conmigo. Ésta se trae otra cosa. Y sobre todo, está rebuena. Y como que empieza a dar entrada. Estuvo bueno no hablarle por lo derecho al chino Liu.

—Cuando usted empezó a frecuentar la tienda, pensé en irme, en huir, pero no tenía dónde. Y luego empezó a hablarme y me dijo cosas que me hacían reír, cosas buenas, y entonces pensé que no podía ser malo como dicen. Porque yo he conocido gente que era mala de verdad, allá…

—¿Allá?

—Sí, allá. Era muy niña. Lo engañé, Filiberto, cuando le dije que tenía veinte años. Tengo veinticinco…

—No los parece, Martita…

—Siempre me he visto más joven. Y luego mataron a mi padre. Casi no me acuerdo de él. Lo mataron los japoneses en un bombardeo. Y mis dos hermanos se fueron con un ejército, a una de esas guerras que siempre tienen allí. Y mi mamá se murió de hambre y me recogieron unas monjitas en Cantón. Mi mamá era peruana, señor García. Y allí en el convento murió una muchacha hija de una mexicana, nacida en México. Su padre que era chino se la había llevado y nadie sabía de él. Y la pobre se murió del hambre que había pasado…

—¿Cuándo era eso, Martita?

—Hará unos diez años. Y luego las monjitas tuvieron que salir de Cantón y se fueron a Macao y me llevaron con ellas y me dieron el pasaporte de la muchacha mexicana… esa es la verdad don Filiberto. Yo sé que está mal hecho… pero es lo único malo que he hecho en la vida y había tanto refugiado en Macao y en Hong Kong… tanta hambre y tanto miedo…

Empezó a llorar nuevamente y se cubrió la cara con el pañuelo de seda negra. Los dos cuates siguen en su mesa, como muy puestos. Y Martita está ilegalmente en México. Si no viene conmigo, Martita, la voy a tener que llevar detenida. Así se puede hacer la cosa.

Marta se quitó el pañuelo de la cara:

—La madre que me dio el pasaporte era mexicana y… y así he pasado ocho años en paz en México… Y yo creo que no le he hecho daño a nadie… Sólo el señor Liu sabe la verdad.

—Y ahora me lo ha dicho a mí, Martita.

—Sí, se lo he dicho. Porque sé que usted no es malo. Por eso he preferido decirle la verdad…

—Tome su té, Martita. ¿O quiere algo de cenar?

—No, gracias.

—Unos bizcochos o unos bisquetes…

—Bueno, gracias.

García pidió el pan y otra cerveza. La mesera lo seguía viendo con cierta burla. Esta changa cree que me estoy levantando a la niña y es la puritita verdad. Y los dos cuates siguen allí. ¡Al diablo con ellos! Esta noche se la dedico a Martita y mañana veremos qué lío se traen con la Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior!

—Según entiendo, Cantón está en China Comunista, Martita.

—Sí.

—¿Y nació allá?

—No. En Liuchow. Queda cerca.

—¿También en China Comunista?

—Sí.

Hubo un silencio, Martita comía su pan. Hay que ponerle la cosa grave y entre susto y susto como que ya la tengo en la cama y muy agradecida. Y luego se las podría pasar a los cuates de Gobernación y cumplir con la ley. ¡Pinche ley! Si todas las chinas están como Martita, que vengan todas. Ya me están cayendo gordos esos cuates.

—Yo no creo que usted haya matado a esos hombres, Filiberto. No sería tan bueno conmigo.

—¿Conoce a los dueños de este café, Martita?

—¿Al señor Wang? Compra algunas cosas chinas en la tienda del señor Liu, pero no son amigos. No se visitan.

—¿Cuál es Wang?

—Ese señor viejo, el que está en la caja. ¿Qué va a hacer conmigo, Filiberto?

—¿Y los otros chinos que están tras del mostrador?

—Creo que son sus hijos. ¿Qué va a hacer conmigo?

García se volvió a verla. Marta tenía la cara levantada hacia él y había una honda angustia en sus ojos. Ahora es cuando se la pongo difícil con la ley. ¡Pinche ley!

—Yo no soy de la policía de extranjeros, Martita. No tengo nada que ver con eso. Como tampoco soy de la policía de narcóticos y tampoco me meto con sus paisanos cuando fuman opio.

—Entonces… ¿No sospechaba de mí?

—No. Espere un momento, Martita…

Recogió el pañuelo húmedo y se lo echó a la bolsa del pantalón. Se puso de pie y fue hacia la caja:

—¿Tiene teléfono?

—Sí, allí está.

El señor Wang ya era viejo, probablemente muy viejo, pero parecía nervioso. Rápidamente vio a los dos hombres que estaban en la mesa junto a la puerta.

—¿Me cambia un billete de diez pesos?

El señor Wang cambió el billete en silencio. El café se empezaba a vaciar y las meseras llegaban con las cuentas. El señor Wang se equivocó dos veces en las sumas. García sin moverse, lo veía fijamente, una sonrisa en los labios, los ojos duros. Luego fue hacia el teléfono. Uno los hombres de la mesa se acercó a la caja, como si fuera a pagar su cuenta. García empezaba a marcar un número, cuando Marta se puso de pie y corrió hacia la puerta.

—¡Pinche china!

Salió corriendo tras de ella y la alcanzó en la puerta. Todos los que estaban en el café los miraban. Los dos hombres habían salido.

—¿A dónde va, Martita?

La mesera se acercó con la cuenta en la mano. García le dio un billete de veinte pesos.

—Quédese con el cambio.

Tomó a Marta del brazo y empezaron a andar por la calle. Marta llevaba la cabeza baja:

—Creí que iba a llamar a la policía.

—Yo soy la policía y no me gusta que las muchachas salgan corriendo cuando no hemos acabado de cenar.

—Perdóneme, señor García y, por favor, olvide lo que le he dicho. Ahora me doy cuenta de que usted no puede violar la ley por ayudarme… Pero yo no quiero volver allá… no quiero… Prefiero morirme a volver allá…

Caminaron unos pasos en silencio.

—¿Qué va a hacer conmigo? ¿Me va a entregar?

—Vamos caminando, Martita. La noche está agradable. Y no tenga miedo.

Un Pontiac negro arrancó tras de ellos y empezó a rodar lentamente con las luces bajas. Esos changuitos me andan siguiendo. Serán muy de la Mongolia Exterior pero son puros majes. No hace ni tres horas que ando en el asunto y yo les caí en la movida. Y Martita será parte de la movida. Con muchas lagrimitas y yo haciéndole al papá consolador. Y tal vez no sean tan majes y quieran que me dé cuenta de que me andan siguiendo. Pero, ¿para qué? ¿Y a qué tanto cuento de Martita? Con decir que se quiere ir conmigo, no tiene que hacerme tanta novela. ¡Pinches chales! A ver si de ésta no me saco un balazo antes de que se me haga con Martita. Y nunca se me ha hecho con una china.

—¿Tiene el pasaporte, Martita?

—Sí. Aquí está.

Lo llevaba en la bolsa de mano. Un viejo pasaporte de México. El Pontiac seguía tras de ellos. Ahora me suenan por la espalda esos cuates, nomás de pasadita, como quien no quiere la cosa. Se murió por puritito pendejo. Algún día me había de tocar, que tanto va el cántaro al agua, que por fin se quiebra. Pero no han de querer pegarle también a Martita. ¡Pinches polacos!

—¿Adónde vamos, Filiberto?

—A mi casa. Hay que ver el pasaporte y hablar por teléfono.

Marta no dijo nada. Siguió caminando con la cabeza inclinada. García la tomó del brazo. En su contacto le temblaba la mano. Será por el miedo a los cuates del Pontiac o por las ganas que le tengo a Martita. Nunca se me ha hecho con una china y a ésta le tengo ganas hace ya tiempo. Pero debió protestar cuando le dije que íbamos a la casa. O tal vez le dijeron que me llevara allá. Nomás nos lo acomodas donde le sonemos a gusto. Y tan buena que está. Y esos cuates atrás. Me están dando como cosquillas en la espalda. Si me suenan ahora, no se me hace con Martita. Y luego, en estas cosas, a mí nunca me ha gustado hacerle al muerto.

En la esquina de Allende, donde el tráfico era contrario al automóvil, dio vuelta y empujó a Marta contra la pared. El Pontiac pareció dudar y luego se pasó, acelerando. Dentro iba un hombre solo. García detuvo un taxi y le dio la dirección de su casa. Marta subió en silencio. La historia de la chinita puede que sea verdad, pero hay que ver bien el pasaporte y verla bien a ella. Tengo una botella de coñac en la casa. Eso siempre las ablanda. Y bien pensado, esos cuates no tienen para qué andarme siguiendo. ¿Les habrá dado el pitazo el polaco? Esto es mucho complot internacional. Ahora sí que ascendí al Departamento de Intrigas Internacionales. ¡Muy salsa! Luego me van a decir que vaya a matar a un changuito a Constantinopla. De a mucha bailarina con el ombligo de fuera y toda la cosa. De a danza de los siete velos. ¿Y cómo se matará en Constantinopla? Para mí que en cualquier país los muertos son iguales. Como las viejas. Todas son iguales. Pero nunca se me ha hecho con una china y yo creo que esta noche se me hace, con Mongolia Exterior o sin ella. ¡Pinche china!

Un poco antes de llegar a la casa, le ordenó al chofer que parara. Al bajarse del coche, pagó lo que marcaba el taxímetro y vio a los dos lados de la calle. Estaba vacía.

—Vamos, Martita.

Marta bajó del coche. Alzó la cabeza para ver las casas y el cielo. García la llevó hasta la puerta del edificio, la abrió y entraron. El hall estaba oscuro.

—Se ha de haber fundido el foco. Por aquí, Martita.

La tomó con fuerza del brazo. Esto de la luz fundida no me acaba de gustar. Y tampoco me gustó lo que vi desde la calle, que una de mis ventanas estaba abierta, la de la sala. Aquí andan con movida.

Subieron por la escalera. Era un solo piso. Se detuvo frente a su puerta. Apartamento cuatro. También allí estaba oscuro. Metió la llave en la cerradura y la hizo girar lentamente. Con la mano izquierda sacó la pistola de la funda. Cuando sintió que había corrido el pestillo, empujó la puerta con fuerza y se dejó caer dentro del cuarto. La cachiporra lo golpeó en el hombro izquierdo y lo hizo soltar la pistola. Quedó en el suelo, de lado. El hombre de la cachiporra se le acercó. Marta estaba en la puerta, inmóvil, y el hombre no la había visto. O tal vez estaban de acuerdo. El hombre levantó la cachiporra y se inclinó para dar el golpe. García apenas si podía verlo en silueta, contra la claridad de la ventana. Cuando lo tuvo cerca, agarró una pierna y tiró de ella. El hombre soltó la cachiporra y le cayó encima. No era malo para pelear. La cachiporra rodó hasta la puerta. El hombre se le montó encima, buscando la garganta con las manos abiertas. Ya las tenía colocadas cuando García le clavó el cuchillo en el estómago. El hombre dio un quejido, sin soltar la garganta. En ese momento Martita le golpeó la cabeza con la cachiporra que había recogido del suelo. García volvió a clavar el cuchillo y el hombre rodó y quedó tirado boca abajo, en la alfombra. García se puso de pie, recogió la cachiporra que tenía Marta en las manos, cerró la puerta y encendió la luz. Era el polaco. García se inclinó sobre él y lo tocó. Estaba muerto. Martita se había quedado inmóvil, los ojos desencajados.

—¿Está… está muerto?

—Sí.

—Lo maté yo…

García alzó los ojos para verla. Había una angustia indescriptible en la cara.

—Lo maté…

García la seguía viendo. Los labios le temblaban. Parecía como si fuera a vomitar.

—Lo maté…

—¿Sabe quién es? Mírelo, mírele la cara, Martita.

—No puedo…

—¡Mírele la cara!

Marta se acercó un paso y forzó los ojos hacia la cara del cadáver.

—Es… es el hombre que estuvo en la tienda esta noche… Cuando estaba usted allí y… y me preguntó quién era usted y si iba con frecuencia…

García dejó caer la cabeza del cadáver.

—¿Cómo se llama?

—No sé.

—¿No lo había visto antes de ahora?

—No.

—¿Está segura?

—Sí… y lo maté.

García se enderezó. Parece que está diciendo la verdad. ¡Pinche polaco! Por poco y me rompe el hombro. Y ahora Martita cree que ella lo mató con la cachiporra. Con eso la tengo más segura. ¡Ora sí que la tengo asegurada!

—Yo lo maté… Es horrible, pero… pero él quería matarlo a usted, Filiberto.

García se le acercó.

—No, Martita. Yo lo maté con el puñal. Si lo volteo, puede verlo, se le quedó dentro… Y gracias por la ayudada.

Marta fue al sillón y se dejó caer en él. La sangre empezaba a manchar la alfombra. García no le quitaba la vista de encima a la muchacha. Los ojos le brillaban.

—Gracias, Martita. Lo maté porque me quiso madrugar.

—Está todo lleno de sangre, Filiberto.

—Es de él.

Tenía una mancha grande de sangre en el saco y en el frente de la camisa. Se sentó en un sillón, cerca de Marta.

—Como ve no la engañaron, Martita, cuando le dijeron que yo sé matar. No la engañaron…

—Él quería matarlo. Le pegó con eso y luego quería estrangularlo. Yo lo vi todo, Filiberto, y lo puedo decir… Se lo puedo decir a la policía si usted quiere. Yo vi que él lo atacó…

Las palabras de Marta salían rápidas, casi cortadas, como sollozos.

—Así es, Martita. Pero ésta es la primera vez que sale conmigo y ya tenemos un muerto…

Se puso de pie y fue a la recámara, sacó una sábana y volvió con ella. Cubrió el cadáver. Marta seguía inmóvil en el sillón.

—Mejor vaya al otro cuarto, Martita.

—No es el primer hombre muerto que veo.

La voz de Marta temblaba. Está haciendo un esfuerzo para no vomitarse. Así pasa siempre las primeras veces. Y de que empiezan a vomitar, ya no paran, como si es tuvieran borrachas. Mejor no le doy coñac.

Marta se puso de pie. El chal había quedado en el sofá.

—¿Qué va a hacer con él, Filiberto? Yo vi todo y sé que no tiene usted culpa. Si no lo mata, él lo mata…

—No es el primero que mato, Martita.

—¿Qué va a hacer?

García se acercó a ella. Para hacerlo tuvo que saltar sobre el cadáver. Marta alzó la cara para verlo a los ojos. García extendió las manos y la tomó de los hombros. Le temblaban las manos. Marta se acercó, sin quitarle la vista de los ojos.

—¿Qué vamos a hacer con él, Filiberto?

Poco a poco fue acercando la cara a la de ella. Marta le seguía viendo fijamente los ojos. ¡Está rebuena! Y me tiemblan las manos como a chamaco baboso.

La besó levemente en la mejilla.

—Vaya al otro cuarto, Martita. O vaya a la cocina, allí en esa puerta. Haga un poco de café. Hay una botella de coñac en el trastero…

—¿Quiere una copa? Yo se la traigo, Filiberto. La debe necesitar… Y si quiere café, se lo puedo hacer…

—Sí.

Marta fue a la cocina. Ora sí que me pasé de maje. ¿Quién iba a decir que se iba a poner medio cachonda con el muerto? Y yo aquí haciéndole al muy educadito.

Recogió la pistola, le puso el seguro y la guardó en su funda. Luego descubrió el cadáver y empezó a esculcarle todas las bolsas. Unos cuantos billetes, todos en moneda mexicana. Un lápiz con su guardapuntas. Dos llaves en un llavero corriente. El traje era de El Palacio de Hierro, hecho en México. La camisa también. Hay que verle los zapatos y no es fácil quitarle los zapatos a los muertos, como que los agarran con los dedos de los pies. ¡Pinches muertos! Zapatos de Pachuca. Corrientes. Parece que este polaco va siendo paisano. Y los que lo mandaron, dialtiro se pasan de majes. O pensaban que el muerto iba a ser yo. Pero si me quería matar, trajera pistola y no trae ni una pinche navaja. Tiene cara de norteño, pero hambreado. Capaz y sólo estaba robando, pero ya es mucha casualidad.

—¿Lo va a desnudar?

Marta estaba en la puerta de la cocina, con un frasco de Nescafé en la mano. García cubrió rápidamente el cadáver con la sábana.

—Sólo hay Nescafé, Filiberto.

—Está bien, Martita. Nada más quería saber quién es y qué hacía aquí.

—¿Lo quiere con azúcar?

—Sí, Martita.

Marta volvió a la cocina. García fue al teléfono y marcó un número. Le contestaron casi al instante.

—Habla García, señor del Valle.

—Prefiero que no use mi nombre.

—Como usted diga.

—¿Hay algo importante?

—Empecé a investigar y creo que hay algo de fondo en el rumor.

—¿Qué ha pasado?

—Apenas inicié las investigaciones en forma muy discreta, un hombre empezó a seguirme y luego me atacó…

—¿Quería matarlo?

—No creo.

—Entonces… no entiendo para qué lo atacó.

—Yo tampoco. Pero es raro y quise informarle.

—Hizo bien. Eso parece comprobar que los rumores son ciertos. ¿No cree?

—Tal vez.

—¿Cómo que tal vez? Lo que dice del ataque que ha sufrido, confirma el rumor. ¿No está herido?

—No.

—¿Ha investigado entre los chinos?

—Sí.

—¿Su atacante era chino?

—No. Parece que era paisano.

—Está bien. Téngame informado de todo, García. Supongo que mañana verá a las personas de que hablamos.

—Sí.

—Buenas noches.

Colgaron el teléfono a un tiempo. ¡Pinche Rosendo del Valle! Como que haciéndole al mucho secreto. Y ora tengo que disponer del muerto. ¡Pinche muerto! Cadáver el de Juárez. Éste es un pinche muerto. Y hay que sacarle el cuchillo de las costillas. No se puede gastar un cuchillo para cada muerto. Más vale que Martita no lo vea. A veces los muertos aprietan los cuchillos. Como que se vuelven medio codiciosos. Y a ese cuchillo le he tomado cariño. Ya solito sabe el oficio.

Se inclinó sobre el cadáver, lo volteó boca arriba y sacó el cuchillo:

—¿Quiere que le lave el cuchillo, Filiberto?

Martita avanzaba con una taza de café en una mano y la botella de coñac en la otra.

—¿Vio lo que estaba haciendo, Martita?

—Había que hacerlo.

—Sí.

—Me asomé a la ventana de la cocina, Filiberto. El coche ese que nos seguía está estacionado enfrente. Hay un hombre dentro, fumando.

—¿Es el mismo?

—Creo que sí.

García tomó la taza de café y se sentó en el sofá. Puso la taza en la mesa baja.

—¿Le pongo coñac?

—¿Usted no toma, Martita?

—Tengo mi taza en la cocina.

—Tráigala acá, Martita, y póngale un poco de coñac, que le hará bien.

Marta fue a la cocina y regresó con su taza. García le puso un poco de coñac. Se va a sentar en el sofá, Junto a mí y entonces… pero ese pinche muerto está estorbando.

Marta se sentó en uno de los sillones. Levantó los ojos para ver a García.

—¿Qué vamos a hacer?

—Usted nada, Martita. Se va a ir al otro cuarto.

Marta probó el café. Está rebuena, pero se me fue a sentar lejos. Tal vez si le digo que se siente junto a mí en el sofá, lo haga. Y luego le pongo el brazo sobre los hombros, como para consolarla, sin mala intención. Medio a lo paternal. ¡Pinche padre!

—¿En qué piensa, Filiberto?

—En nada.

—Lo mató en defensa propia. No hay nada de malo en eso.

—No, no hay nada.

—Es usted muy valiente y ahora sé que no me había equivocado. Es usted un hombre bueno y por eso lo quieren…

—¿Quiénes, Martita?

—Todos… Santiago el Chino y el señor Yuan y todos…

—¿Y usted, Martita?

—Ya no tengo miedo.

Bebieron el café con coñac. Filiberto García tomó la taza levantando el meñique, con gran primor. Como un maricón cualquiera. Haciéndole a la visita de compromiso, pero con un pinche muerto tendido en la mitad de la sala. Como si fuera un velorio. Pero yo nunca voy a los velorios de mis difuntos, de mis fieles difuntos. Porque nada hay más fiel que un difunto que uno hace. Siempre se me van pegando y yo siempre me aseguro de que queden bien muertos, fieles a su muerte. Y ahora aquí haciéndole al lord inglés.

—No piensa en eso, Filiberto.

—¿En qué, Martita?

—Los dos sabemos que matar es malo, pero lo ha hecho por necesidad. Ese hombre lo obligó a que lo matara. Sé que nunca ha matado a un hombre, más que cuando ha sido necesario en su trabajo…

—Sí, Martita.

—Yo vi matar a mucha gente, matarla sin razón, sólo que podían matar impunemente. ¿No quiere otro coñac? Se lo sirvo.

—Gracias, Martita.

—¿Le caliento un poco más de café?

—No, Martita, gracias.

—Tiene el traje lleno de sangre.

—Sí.

—Se lo debería quitar y yo puedo desmancharlo.

—Más tarde, Martita.

—Las mujeres somos tontas. Yo le tenía miedo, creía que me iba a entregar para que me deportaran a Cantón. El señor Liu me dijo que si me encontraban, me deportaban seguramente. Por eso nunca salía de la tienda y me quería esconder cuando llegaba usted…

—Sí, Martita. Así pasa con el miedo.

—Y usted no podía ser malo. Me decía cosas que me hacían reír y la risa es cosa buena. ¿Verdad?

—Sí, Martita.

—¿No es casado?

—No.

—Por eso siempre anda tan solo.

Quedaron en silencio. Ora es cuando debería hacerme el sabroso. ¡Pinche muerto! Está estorbando. Pero creo que a Martita no le estorba. Como que ya se va acostumbrando. O se trae algo. Cualquier otra changuita estaría llorando, toda histérica y haciéndole al honor manchado y de a mucha virginidad. ¡Pinche virginidad! Y con ésta soy el que le estoy haciendo al maje. Pero también verdad es que se complicó la cosa. A mí no me espantan con el petate del muerto, pero tampoco estoy acostumbrado a hacerle al amor con un muerto enfrente. Bueno, no siempre. A los muertos hay que respetarlos. Yo los hago y por eso los respeto. Para mí que ya se fregó esta noche. Y tan bien que iba pintando. Puede que todas las chinas sean como ésta, que se pasan la noche hablando. Pero entonces no habría tanto chino como hay. Y luego eso de que la risa es cosa buena. Yo a eso no le entiendo. Como que nunca le he hecho mucho a esa risa que dicen que es buena.

—¿Va a avisarle a la policía, Filiberto?

—¿No estarán con pendiente en su casa, Martita? Ya son casi las dos de la mañana.

—Vivo sola. ¿Qué vamos a hacer, Filiberto?

García se puso de pie y se asomó a la ventana. El Pontiac negro estaba estacionado en la calle. Era el único coche en toda esa manzana. Mientras el coche estuviera allí, ni modo de llevar a Martita a su casa. Y luego Martita no ha preguntado qué es lo que buscaba el muerto en mi apartamento. Eso es raro. Las mujeres son curiosas. Aquí hay gato encerrado.

—Filiberto, he estado pensando… No creo que fuera un ladrón cualquiera. Lo andaba siguiendo, desde la tienda del señor Liu…

—También estaba en el restaurante.

—¿Por qué lo andaba siguiendo? ¿Y quién es el hombre que está en el coche ése?

—En mi trabajo se hace uno de muchos enemigos, Martita.

—Pero dice que no lo conoce.

—No, no lo conozco. A veces tiene uno enemigos que ni conoce. Vaya al otro cuarto, Martita. Yo tengo que hacer.

—¿Va a llamar a la policía? No me importa que me encuentren aquí y yo puedo decirles…

—Pase al otro cuarto y encienda la luz. Después de un rato la apaga, pero sin cerrar las cortinas, para que vean desde la calle que ha apagado. Y no se asome a la ventana.

Marta dudó un momento, García la tomó suavemente del brazo y la llevó a la recámara. Encendió la luz y vio que las cortinas estaban abiertas.

—Voy a salir un momento. Si alguien toca la puerta, no abra y no haga ruido.

—Tiene la ropa manchada.

—No me tardo. Dentro de unos cinco minutos, apague la luz.

Salió del cuarto, apagó la luz de la sala y, en la claridad que entraba por la ventana, envolvió el cadáver con la sábana y se lo echó al hombro. Menos mal que el difunto no era muy comelón. ¡Pinche muerto! No sólo hay que hacerlos, sino cargarlos, como si fueran niños.

Bajó silenciosamente la escalera y dejó el cadáver cerca de la puerta de entrada del edificio. Probablemente ya nadie va a entrar a estas horas. Mis inquilinos son gente de costumbres moderadas. Y si entra alguien va a creer que es un bulto de ropa sucia.

Tomó un pasillo cerca de la escalera y fue al fondo del edificio, pasando un patio de luz. De allí abrió otra puerta y salió a la calle de Revillagigedo. Caminó lentamente, dándole vuelta a la manzana y volvió a la calle Luis Moya. El coche seguía allí. Seguramente ya estará nervioso, pensando en lo que hubiera podido pasar a su amigo. Y es raro que no hayan ido a investigar o se hayan largado, al ver que no ha salido. ¿O creerán que no he llegado? Pero seguramente han visto encenderse y apagarse las luces. Esto está raro.

Se quitó el sombrero, sacó la cuarenta y cinco y la escondió dentro. Parecía un tranquilo ciudadano que regresaba tarde a su casa. El hombre del coche estaba fumando, con la ventanilla abierta. García se detuvo cerca de él.

—Perdone, me puede decir…

El hombre se asomó y la cuarenta y cinco le estrelló la cabeza. El hombre desapareció dentro del coche. García abrió la portezuela y lo empujó al otro lado del asiento. Luego abrió la puerta de la casa, tomó el cadáver y lo echó al asiento de atrás. Se puso el sombrero y guardó la pistola. Las luces de su apartamento estaban apagadas. Se subió al coche, lo echó a andar y lo fue a estacionar tres cuadras más adelante. Luego se regresó lentamente a pie.

Unidos en la vida y en la muerte, como debe ser. Hubiera sido mejor recoger la sábana, pero no tiene marcas ni hay quien pueda decir que es mía. Y luego si creen que yo los maté, para eso me tienen, para matar a los cuates. ¡Pinches cuates! Yo tanteo que estos difuntos no han de tener muchos dolientes ni van a provocar mucho escándalo. Pero si se llegan a echar al presidente de los gringos… ¡jíjole! Lo que va de muerto a muerto, de cadáver a pinche muerto. Y a mí me tienen nomás para hacer pinches muertos. Eso soy yo, fabricante en serie de pinches muertos. Y Rosendo del Valle muy moral, muy supersticioso. Y el Coronel muy cobero. Ha de pensar que del Valle puede llegar a mandamás. A sus órdenes, mi Presidente. Aquí está su fabricante de pinches muertos en serie. Y ora eso de Martita. Yo creo que me está viendo cara de maje. Y aquí tengo su pasaporte falsificado y con eso, está agarradita. Ya que no se les ocurrió ni cambiar las huellas digitales. Nomás con eso los cuates de Gobernación la pueden fregar. ¡Pinche Martita!

Se detuvo bajo un farol para ver el pasaporte. Marta Fong García, nacida en 1946, en Sinaloa. Capaz y era mi pariente. Pero yo no tengo parientes en Sinaloa y el García como que se me fue quedando así nada más. Pasaporte expedido en 1954, por la Embajada de México en Japón. Este pasaporte substituye al número 52 360, expedido por la Secretaría de Relaciones Exteriores el 11 de abril de 1949. Todo muy arregladito, muy en orden, pero con las huellas digitales de la difunta.

Abrió la puerta de su apartamento. La sala estaba oscura. Marta abrió la puerta de la recámara.

—¿Filiberto?

—Sí, Martita.

Encendió la luz.

—¿No quiere otro café o una copa?

—Una copa, Martita. ¿No ha venido nadie?

—No.

Marta pasó a la sala y le sirvió la copa. En la alfombra sólo quedaba la mancha oscura de la sangre.

—Gracias, Martita. ¿No se toma una?

—Me asomé a la ventana, con mucho cuidado…

—No debió hacerlo.

—Usted no le tiene miedo a nada.

En los ojos de Marta había admiración. García se tomó su copa de un trago y se sirvió otra.

—Como no tengo dónde ir, leo mucho, sobre todo novelas policíacas. Creía que todo lo que contaban eran mentiras.

García se asomó a la ventana. La calle estaba desierta.

—Voy a quemar su pasaporte, Martita.

—¿A quemarlo?

—Sí. La pueden descubrir por él. Vamos a pedir su acta de nacimiento a Sinaloa… El acta de Marta Fong García… Y ésa será usted ya para siempre.

Se regresó a la ventana. Marta estaba en la mitad del cuarto y se le acercó lentamente.

—Ya ve cómo no me equivoqué. Usted es bueno y es valiente, Filiberto.

—¿Como los héroes de sus novelas de detectives?

—Va a decir que soy tonta.

—La voy a dejar a su casa, Martita. Son casi las tres…

—No puedo. Tendría que despertar al señor Liu para que me abriera y… y no puedo. Si sabe que he estado hablando con usted, se va a poner furioso.

—¿Por qué?

—Me ha dicho que no hable con usted. No quiere que hable con nadie. Dice que lo puedo perjudicar…

—¿La pretende?

—Puedo quedarme esta noche aquí, en el sofá de la sala y mañana voy a buscar un trabajo. No es difícil encontrar trabajo y ahora que… que ya no tengo miedo, que sé que me va a ayudar… Ya no tengo por qué volver con el señor Liu.

García se le quedó viendo fijamente.

—¿Liu la pretende, Martita?

—Tiene que descansar, Filiberto. Han pasado muchas cosas y…

—Está bien, Martita. Quédese en la cama. Yo tengo que salir muy temprano. Me quedo aquí en el sofá.

—Pero…

—Ande, Martita, ya es tarde.

Marta se le acercó y lo besó levemente en la mejilla.

—Gracias.

Entró a la recámara y cerró la puerta.

Ora sí que se complicó la cosa. ¡Pinches chales! Conque el chino Liu anda de sabrosón. ¡Ah, viejo canijo ese!

Se llevó la mano a la mejilla, donde lo había besado Marta, cerca de la cicatriz. Y ora sí que le estoy haciendo al maje. Al puritito pendejo. ¿Y qué relajo es este que se traen? ¿De dónde han sabido que le estoy haciendo a la intriga internacional? Tal vez lo de Martita esté mejor así. A mi edad ya es bueno tomar las cosas con calma para gozarlas, pero nunca lo he hecho. Y cómo a eso de que sólo tres hombres en México saben este asunto; y conmigo ya somos cuatro; y luego el ruso y el gringo; y los que les dieron sus órdenes al ruso y al gringo. Y los dos cuates que están en el Pontiac, ésos ya no saben nada. Y los chinos del Café Cantón, la policía de Mongolia Exterior. Y luego, ¿por qué me dieron a mí esta investigación? ¡Pinche investigación! Todavía ni empezamos en serio y ya van dos muertos. Muertos pinches, eso sí, que todavía no llegamos a los cadáveres. Y Martita muy seria, viéndolo todo. Como si estuviera acostumbrada. Y escogió esta noche para venirse conmigo. ¿No me estará jugando de a feo? Y yo, en lugar de aprovecharme, le hago a la novela Palmolive. ¡Pinche novela! Y también haciéndole a la intriga internacional. Como si no hubiera competencia. Ando en el equipo de Hitler y de Stalin y de Truman. ¿Y usted cómo anda en su cuenta de muertos? Pues yo a lo nacional, que es como decir a la antigüita. Ya ven que somos medio subdesarrollados. A pura bala. A veces creo que es cuestión de cantidad. Entre más muertos se hacen, menos le andan saliendo a uno en la noche. Los dos primeros como que me andaban malhoreando. La viuda del finado Casimiro se me quedó pegada mucho tiempo. Lo mismo que el finado. Hay muertos que se vuelven pegajosos como melcocha. Y hay veces que hasta dan ganas de lavarse las manos. Y ora que me besó Martita, no quisiera ni tocarme la cara. ¡Pinche Martita! Para mí que me está jugando una chingadera. Como las he jugado yo tantas veces. Si no voy a conocerlas, si parece que las inventé yo mero. Pero toda esa gente que sabe del negocio no me gusta. Para andar en estos asuntos, hay que andar solo. Y hasta uno solo es demasiada gente. Que no sepa la mano izquierda lo que hace la derecha. ¿Y para qué andar de hocicón? Los hocicones como que viven poco. Pico de cera, que el pez por la boca muere. Y a mí, hasta ahora, no me ha tocado ser el muerto, como le tocó a mi compadre Zambrano en el lío de San Luis Potosí. Se lo quebraron por puritito hocicón. Allí en el burdel de la Alfonsa se lo quebraron. Yo no estuve allí. Yo no lo maté. Pero yo di el pitazo de que andaba hablando más de la cuenta y luego me quedé amariconado en el hotel. Más valiera haber ido y haberlo matado yo. Dicen que padeció mucho, porque le pegaron en la barriga y no lo querían rematar. La Alfonsa, con todo y que era su querida, pedía que lo remataran. Pero los cuates que hicieron ese trabajo no sabían de esas cosas. Parece que se espantaron. Dicen que uno hasta se orinó. Debí ir yo mismo. Era lo menos que podía hacer por mi compadre Zambrano. Ver que tuviera una buena muerte, como le corresponde a todo fiel cristiano. Y mi compadre Zambrano era bueno para las viejas. No se le iba una, por las buenas o las malas. Y allí está Martita en la recámara y yo aquí haciéndole al Vasconcelos con purititas memorias. ¡Pinche maricón! Y a la noche siguiente, en el velorio, me eché a la Alfonsa. Olía a mujer llorada. Y como que me tomó odio desde ese día. Capaz y supo algo. ¡Pinche Alfonsa! Estaba buena. Y ora, ¿para qué andar con las memorias? De memorias no vive nadie, sólo el que no ha hecho nada. ¡Pinches memorias! Van siendo como la cruda. Por eso los borrachos se vomitan, para no acordarse, y los que son nuevos se vomitan a su primer finado, como para echarlo fuera. Pero hay que ser borracho viejo, con su Alca-Seltzer dentro. Y así todo se nos va quedando y se van haciendo memorias con eso que se nos va quedando. Menos mal que no se nos queda todo. En especial de los tiempos de cuando uno es muchacho y es maje. A veces creo que ya no me acuerdo de cómo se llamaba la muchachona esa, Gabriela Cisneros. ¿Para qué acordarse del nombre de una mujer? Una mujer es como cualquier otra. Todas con agujerito. Gabriela Cisneros. Y yo de muchacho rogón y ella dando puerta. Y que nos cae don Romualdo Cisneros cuando la tenía en esa huerta en Yurécuaro. Ya casi la tenía en pelota. Y don Romualdo me hizo que me arrodillara allí en la tierra y me bajara los pantalones y me dio de planazos con el machete. Allí, frente a Gabriela Cisneros. Y yo me puse a llorar y le dije que me quería casar con ella y don Romualdo me dio una patada en la boca. Y Gabriela Cisneros hacía como si llorara, pero se estaba riendo. Y no se tapaba las piernas. Y yo allí, llorando y con las nalgas de fuera, coloradas como si tuvieran vergüenza. Y don Romualdo dijo que él no quería por yerno al hijo de la Charanda. Así le decían a mi vieja. Al viejo nunca supe cómo le decían, porque nunca supe quién era. Unos años más tarde volví a Yurécuaro. Sería por el veintinueve o treinta, pero ya Romualdo Cisneros se había pelado para la capital y Gabriela se había fugado con un teniente que la dejó preñada en Santa Lucrecia o por allá. Sí, las cosas se le van quedando a uno dentro, sobre todo como ésa, cuando la deja uno a medias. Por eso no me gusta dejar las cosas a medias. Ni la intriga internacional ni este asunto de Martita. Y también se va aprendiendo a no contar las cosas. Hay cosas que no se cuentan o, para mejor decir, no hay cosas que se cuenten. Para no acabar como el compadre Zambrano, que lo mataron por hocicón. Sólo las viejas lo andan contando todo, por lo menos lo que quieren contar. Y por eso a las viejas hay tomarlas una vez o dos y dejarlas. ¡Pinches viejas! Y para no andar contando cosas, lo mejor es olvidarlas. ¿Y si le cuento todo a Martita? Cuando tenía las nalgas coloradas de los planazos, como si tuvieran vergüenza. Cuando lo del compadre Zambrano. Más que contarle cosas, ya debería estar acostado con ella. ¡Pinche Martita! Capaz y se está riendo. Pero a lo mejor sale más suave así, con calma.